CAPÍTULO

15


Parar el golpe

En defensa de la agresividad femenina

Este estudio ya se ha llevado a cabo muchas veces. Si tomamos un grupo de bebés o de niños pequeños, los vestimos con ropa unisex —¡el amarillo siempre es un buen color!—, nos aseguramos de que su corte de pelo no los delata y los ponemos en una habitación con adultos, estos no serán capaces de adivinar el sexo de cada uno de los niños. Lo intentarán, basándose en la conducta de cada uno, pero sus aciertos serán más o menos los mismos que si lanzaran una moneda al aire. Esto se ha demostrado una y otra vez, pero seguimos sin creerlo. Pensamos que podemos adivinar el sexo de un niño ateniéndonos a su conducta, especialmente a su nivel de agresividad. Si a una persona le mostramos el vídeo de un bebé llorando y le decimos que se trata de un niño, el observador atribuirá el llanto a la ira; en cambio, si se le dice que se trata de una niña, lo atribuirá al miedo o a la tristeza.

Estoy en una reunión de amigos con mi hija, que tiene dieciséis meses. Un niño que tiene casi dieciocho meses entra en la habitación y le quita un juguete. Yo le digo a la niña en tono de broma que tiene que estar al tanto de los niños mayores, que siempre intentan pasarse. Y la madre del niño dice: «Además, es que es un niño, y esto es lo que pasa a esta edad, los niños empiezan a comportarse como chicos». Poco después, una niña de la misma edad que el niño le quita a mi hija la taza de leche. La madre de la otra niña no dice: «Es que es una niña y empieza a comportarse como una chica». Por supuesto que no lo dice, sería absurdo ¿no? Que una niña mayor le quite una taza a una más pequeña no tiene nada que ver con el hecho de que sean niñas. Sin embargo, que un niño mayor le quite un juguete a otro es visto como algo inherente a su masculinidad.

Este asunto me hizo sentir muy agresiva, pero, afortunadamente, como no soy un niño, no pude ir a darle un puntapié en la rodilla a alguien, que, por ciento, es lo que hacen todos los niños pequeños, con independencia de su sexo. Dan patadas, golpes, gritan, lanzan cosas y actúan como píldoras que han pasado su fecha de caducidad. Los adultos lo soportamos y lo atribuimos al mito del niño inocente e indefenso, y es bueno que lo hagamos así y que los niños sean tan monos o, de otro modo, podríamos ver la verdad: que nuestros hijos nacen con poderes asombrosos y con cerebros que parecen aconsejar la agresión como conducta por defecto.

«Los niños pequeños son como animales —afirma Kaj Björkqvist, de la Universidad Turku Akademi de Finlandia—. Antes de tener lenguaje, tienen sus cuerpos. A través de ellos pueden ser agresivos, y eso es lo que hacen, así es como son. Son físicamente agresivos, tanto los niños como las niñas. Todos». Björkqvist estudia la agresividad femenina. Ha llevado a cabo comparaciones interculturales de niños en Europa, Norteamérica, Oriente Medio y Asia. En todas partes ha constatado que los niños pequeños son físicamente agresivos y que, antes de los 3 años de edad, no existen diferencias significativas entre la agresividad masculina y la femenina.

Crecemos dentro de la agresividad específica atribuida a nuestro sexo. Conocemos el código de la agresividad desde el nacimiento y la perfeccionamos a través de la experiencia y la experimentación. A continuación, haré algo artificial y dividiré la agresividad en dos categorías básicas: la «buena» y la «mala». Anteriormente afirmé que el contexto determina si juzgamos una conducta agresiva como buena o como mala y que incluso Lady Macbeth luce estupenda con su atuendo de dama nórdica. Pero, para ver cómo evoluciona la agresividad femenina y cuáles pueden ser sus numerosas fuentes y expresiones, es útil hacer como los investigadores y distinguir entre la perniciosa y la resolutiva. Henri Parens, psiquiatra infantil en la Facultad de Medicina de la Universidad de Pensilvania, clasifica a la agresividad en dos filos: la «agresividad hostil», que es la «generada por un sufrimiento excesivo y que motiva actos de ira, hostilidad y odio», y la «agresividad no destructiva», que es «innata y que fomenta las conductas asertivas y de consecución de objetivos». En los bebés y niños pequeños, los dos filos se confunden y pertenecen al sistema nervioso reactivo: ira, odio, asertividad, todo lo que haga falta o sea posible para mantener el ímpetu y atraer la atención de los padres, los intermediarios entre el yo y el no-yo.

Con el despertar de la mente, el niño aprende a canalizar los impulsos agresivos y a calcular y comparar acciones y respuestas. Comienza a comprender el significado de hacer daño a otro. Un bebé que da una patada en la boca no sabe que hace daño. A la edad de 2 o 3 años, una niña sabe que puede hacer daño, mucho daño, a otras personas, y con ese conocimiento, la distinción entre la agresividad perniciosa y la resolutiva cobra significado. El modelo imperante afirma que la agresividad es una crisis de salud pública. La mayoría de los estudios sobre la agresividad femenina se centran en la agresividad hostil, la dirigida a hacer daño con premeditación y alevosía.

Cuando la mente se desarrolla y el niño comienza a hablar con fluidez y coherencia, los adultos son menos tolerantes con la agresividad física. Actualmente, en la mayoría de las culturas, la aceptación de la agresividad física disminuye a medida que el niño se hace mayor; para cuando el niño alcanza la pubertad, la tendencia a utilizar la fuerza física para obtener de los demás un objeto o un comportamiento deseado se considera claramente patológica. Esto es así para ambos sexos, pero especialmente para las niñas. La agresión física se desaprueba de numerosas y agresivas maneras. A las niñas no solo se les enseña que no deben tomar la iniciativa en una pelea, sino que rara vez se les enseña a defenderse. Las niñas no aprenden cómo dar un puñetazo. El humor es otra forma de agresión y hasta hace poco se ha utilizado para ridiculizar la propia idea de una mujer combativa. El mero hecho de mencionar una pelea entre mujeres provoca risitas e hilaridad. ¡Pelea de gatas! Arañazos, chillidos, tirones de pelo y caídas enseñando el trasero. Afortunadamente, esta cursi parodia de las peleas de chicas se ha quedado un tanto anticuada y en su lugar se nos ofrecen imágenes de Juanas de Arco enroladas en el ejército, Xenas con bodies blandiendo espadas y mujeres klingon con manguitos de lucha, aunque no está claro si la nueva versión de mujer guerrera ofrecida por los medios de comunicación obedece a un cambio de actitud o bien a la necesidad de sorprender a una audiencia aburrida.

En cualquier caso, al margen de la motivación que mueva a los medios de comunicación, las chicas no suelen verse involucradas en peleas físicas. Cuanto mayores se hacen tanto los niños como las niñas, menos recurren a la agresión física —aunque no siempre ni en todas partes—, pero esto es así de una forma mucho más clara en las niñas que en los niños. Al menos en el mundo occidental desarrollado, cuando los niños y niñas están en tercer curso (unos 8 años de edad), los niños dan patadas y golpean a alguien que les molesta con una frecuencia tres veces superior a la de las niñas. ¿Y qué hacen las niñas con esa agresividad que en el feliz estado preverbal podía expresarse a través de manos y pies? No desaparece. Encuentra una nueva voz. Encuentra las palabras. Las niñas aprenden que las palabras pueden utilizarse como aguijones. Dominar las maldiciones y el lenguaje mordaz e hiriente es una tarea esencial de la infancia. Las niñas también aprenden a usar sus caras como armas. Algunas expresiones como sacar la lengua, parpadear con fastidio o fruncir los labios con disgusto pueden parecer muy graciosas a los adultos, pero los estudios han demostrado que, para los niños, no lo son en absoluto y que pueden ser efectivas a la hora de transmitir ira o disgusto o para excluir a alguien no deseado. Los investigadores de la agresividad pensaron, en un principio, que las niñas llevaban la delantera a los niños en cuanto a agresividad verbal y que tendían más que ellos a rebajar a sus compañeros con palabras y expresiones faciales, pero una serie de estudios realizados en Finlandia con niños de ocho y once años indican que no es así. Los investigadores trataban de averiguar cómo respondían los niños cuando estaban muy enfadados. Pidieron a los niños que se describieran a sí mismos y sus reacciones al enojarse; pidieron a los profesores y a los padres que describieran cómo reaccionaban los niños en caso de conflicto; y, finalmente, pidieron a los niños que hablaran sobre los demás niños, para evaluar su propensión a la irritabilidad y su conducta en esa situación. Los investigadores observaron que los niños y las niñas utilizaban con la misma frecuencia la agresividad verbal contra otros miembros de su grupo, con la intención de insultarles, gritarles, burlarse de ellos y ridiculizar a los que no se integran en el grupo. Por tanto, los niños se pelean físicamente más que las niñas, pero ambos sexos discuten y regañan en la misma medida. Cabría concluir pues, que los niños son más agresivos porque gritan con la boca y de vez en cuando con sus cuerpos, mientras que las niñas se guardan los puños.

Entre las niñas existen, sin embargo, otras formas en que se manifiesta la ira, unas formas que se consideran casi específicamente femeninas. Una niña enfadada a menudo responde marchándose con actitud ofendida, dándose la vuelta, desairando a quien la ofende y aparentando que no existe. Se retira, de forma ostentosa y agresiva. Casi podemos oír su silencio. Entre los niños y niñas de 11 años, las niñas expresan su ira en forma de ostensible desaire con una frecuencia tres veces mayor que los niños. Además, las niñas de esta edad utilizan, más que los niños, un tipo de agresión denominada agresión indirecta.

Vaya por delante que me desagrada este tipo de agresión y que el solo hecho de mencionarla equivale a reforzar los tópicos sobre la falsedad y la hipocresía femeninas. No obstante, es un tipo de agresión que nosotras, las chicas, conocemos, porque hemos sido educadas como chicas y la hemos visto, hemos luchado contra ella, la hemos odiado y la hemos practicado. La agresión indirecta es una agresión anónima. Es calumniar, murmurar, difundir rumores maliciosos. Es tratar de volver a los demás contra aquel a quien se desprecia, pero después negar la intención cuando se piden explicaciones. El uso de la agresión indirecta aumenta con el tiempo, no solo porque las niñas no suelen utilizar sus puños para imponerse, sino porque la eficacia de este tipo de agresión va unida a la fluidez de la inteligencia emocional de la persona; cuanto más sofisticada sea esta, más hábilmente utilizará la puñalada por la espalda. Así pues, en este sentido, la supuesta delantera que las niñas llevan a los niños en cuanto a fluidez verbal puede darles ventaja a la hora de aplicar una forma indirecta de agresión. Pero esta ventaja, si es que existe, no dura mucho, porque los hombres se ponen rápidamente al día y, para cuando somos adultos, nos hemos convertido todos en animales políticos, de modo que, según indican diversos estudios, hombres y mujeres tienen la misma tendencia a expresar la agresividad de forma encubierta. Pese a los rumores en sentido contrario, las conversaciones escuchadas a hurtadillas han puesto de manifiesto que hombres y mujeres cotillean en igual medida sobre sus amistades, familiares, colegas y famosos. Los adultos de ambos sexos se esfuerzan en expresar su antipatía recíproca de forma indirecta, de maneras que enmascaran su intención hostil a la vez que logran su propósito. Por ejemplo, una persona puede interrumpir repetidas veces a su oponente durante una reunión laboral o criticar el trabajo realizado por su antagonista en lugar de atacar su carácter, aunque el origen de la ira del agresor no tenga nada que ver con el rendimiento profesional de su oponente.

La agresión indirecta no es nada agradable y tampoco es admirada. Por el contrario, es condenada por todos. Cuando se pide a adultos y niños que describan lo que sienten sobre las diversas maneras de expresar la ira, la puñalada por la espalda se sitúa indefectiblemente al final de la lista, por debajo de la patada en los huevos. No obstante, ahí está, con nosotros, entre nosotros, en ningún modo exclusivamente femenina, pero sí con un reconocible tufillo mujeril. La culpa la tiene, en parte, el mito de la jovencita sentimental, pues cuanto más se desaconseja a las jóvenes que utilicen formas de agresión directa y más se premia el carácter afable, mayor es la probabilidad de que las chicas cáusticas recurran a maquinaciones ocultas para obtener lo que desean. En culturas en las que a las chicas se les permite ser chicas y decir en voz alta y clara lo que piensan, su agresividad es, de hecho, más verbal y directa y menos indirecta que en aquellas culturas en las que se espera que las chicas sean más recatadas. En Polonia, por ejemplo, se valora positivamente que una mujer sea mordaz, y las jóvenes de ese país se toman el pelo unas a otras sin recurrir a la pelea; además, explican que no tienen la sensación de sufrir traiciones o amenazas dentro del grupo. Entre las indias zapotecas de México, que están totalmente subordinadas a los hombres, prevalece la agresión indirecta. Entre los vanatinai de Papúa Nueva Guinea, una de las sociedades más igualitarias y menos estratificadas conocidas por los antropólogos, el hecho de que las mujeres hablen y actúen libremente no impide que recurran a los puños y a las patadas para demostrar su cólera; además, no hay indicios que indiquen un sesgo femenino en las actuaciones encubiertas.

Otra de las razones por la que las chicas pueden recurrir a la agresión indirecta es porque sienten una agresividad extraordinaria hacia sus amigas, una agresividad vehemente, inagotable. Las amistades de las adolescentes son apasionadas, peligrosas. La frase «voy a ser tu mejor amiga» no es exclusivamente femenina, pero las niñas la repiten con frecuencia. Conocen la profundidad del significado de estas palabras y lo importante que es el ofrecimiento. Las buenas amigas sienten la necesidad de definir la amistad, de sellarla y nombrarla y tienden a llamar «mi mejor amiga» a una buena amiga, con el resultado de que suelen tener muchas mejores amigas. Piensan en sus amigas diariamente y tratan de imaginar dónde encaja una determinada amiga ese día en su cosmología de amistades. ¿Es esa chica su mejor amiga hoy o es una mejor amiga provisional, pendiente de la resolución de un detalle técnico, un pequeño roce sin importancia del día anterior? Le gustaría considerar su mejor amiga a una chica concreta, pero le preocupa cómo se lo tomará su mejor amiga anterior, como una traición o como una ventaja potencial, una inyección de fuerza para la pareja. Las chicas se «enamoran» unas de otras y establecen un nivel de intimidad entre ellas difícil de comprender o de describir.

Cuando están en grupo, forman coaliciones de mejores amigas, dos contra dos o dos en armonía inestable con otras dos. Una joven que se vea sin una aliada concreta dentro del grupo se siente en peligro, amenazada, atemorizada. Si una chica que ya está integrada en el grupo decide incorporar a una chica nueva y amadrinarla, toma una gran responsabilidad, porque la recién llegada la considerará (por el momento) su mejor amiga, su única amiga, la guardiana de su máscara de oxígeno.

Cuando las amigas regañan, caen como Alicia por el túnel, convencidas de que nunca se arreglará y que nunca más volverán a ser amigas. Los estudios fineses sobre la agresividad entre chicas descubrieron que su rencor es mucho más duradero que entre los chicos. «Las adolescentes tienden a formar relaciones diádicas con profundas expectaciones psicológicas de sus mejores amigas —explica Björkqvist—. Como las expectativas son tan altas, se sienten traicionadas en lo más profundo de su ser cuando la amistad se rompe. El vínculo que antes las unía se transforma ahora en un franco antagonismo». Si una chica se siente traicionada por una amiga, trata de pensar en la forma de vengarse, de devolverle el daño que le ha hecho. La pelea física no es suficiente para castigar a la terrible traidora. Termina demasiado rápido. Expresar ira podría funcionar si la traidora la aceptara y respondiera a ella con respeto. Pero, si no reconoce la cólera de su amiga o su sensación de haber sido traicionada, si se niega a pedirle disculpas y a admitir la ofensa, si continúa apartándose de ella o burlándose o desairándola, la ofendida puede intentar herirla con las armas más punzantes y persistentes, las armas psicológicas de la agresión indirecta y vengativa, con el objeto de destruir su posición, su tranquilidad, su derecho a ser. La agresión indirecta recuerda a un hechizo vudú, un acto anónimo pero obsesivo en el que es el alma del enemigo, más que el cuerpo, lo que se desea alcanzar, lo que se debe penetrar, lo que debe ser anulado.

La intensidad de las amistades, las díadas, las colisiones y las yihad de la infancia disminuyen con la edad, pero a veces solo un poco. Las mujeres mantenemos, durante buena parte de nuestras vidas, una actitud incierta con respecto a las demás mujeres. Nos atraen y nos repelen, deseamos relacionarnos con ellas y al mismo tiempo sentimos agresividad hacia las que detectamos en nuestra pantalla de radar. Anhelamos una amistad eterna, infinita, queremos una Thelma, una Louise; pero no puede haber una segunda parte de Thelma y Louise, porque para mantener esa amistad eterna ambas mujeres deben morir. Cuando se han demostrado mutuamente que están dispuestas a abandonarlo todo por mantenerse juntas se enfrentan a un dilema: después de todo, ¿qué pueden hacer verdaderamente la una por la otra? Son solo dos y tienen a todo el mundo en su contra, un mundo de hombres. Y aunque, en un sentido, el sentido de sí mismas, son más fuertes juntas de lo que lo habían sido antes por separado, su incuestionable díada a su vez las debilita. Ninguna de las dos puede proporcionar a la otra las necesidades básicas —dinero, hogar, seguridad, gratificación física—, pero, como grandes amigas que son, se posicionan de forma abierta y deliberada como una amenaza al mundo masculino, el mundo cotidiano del trabajo y del hogar. Y como el mundo masculino es el mundo, a las mujeres no les queda otro remedio que ir al Gran Cañón, la vagina más grande de la Tierra. Las grandes amistades femeninas se suelen presentar como amenazas al orden imperante y a las propias mujeres. En la maravillosa película Criaturas celestiales, Pauline y Juliet son dos inseparables amigas quinceañeras unidas por su carácter imaginativo, que las aísla de los demás. Deben matar a la madre de una de ellas para mantener su amistad. Las hermanas unidas son malévolas y crueles. Goneril y Regan estaban unidas maquiavélicamente en su oposición al patriarca Lear y su unión era antinatural, con su agresividad pestilente y encubierta. Las hermanastras de Cenicienta maquinaban juntas el modo de sabotear la más natural de las díadas, la formada por Cenicienta y el príncipe, y para ello estaban dispuestas incluso a cortarse parte de sus enormes pies para que cupieran en el zapato de cristal.

Las mujeres establecemos vínculos con las demás mujeres y, sin embargo, nuestra mayor agresividad y hostilidad puede ir dirigida precisamente contra ellas. Se habla de la guerra de sexos, pero, sorprendentemente, muy pocas veces dirigimos nuestros impulsos contra los hombres, los supuestos adversarios en esta guerra. No consideramos competidores a los hombres, incluso ahora, en el mercado libre-para-todos, donde con frecuencia lo son. Es mucho más fácil sentirse competitiva con otra mujer, sentir que nuestros nervios se crispan de ansiedad e hiperactividad cuando otra mujer entra en nuestro campo visual. Vestimos a las mujeres de blanco como las hadas o de negro como la mafia. Las queremos a nuestro alrededor. Queremos estar solas entre los hombres.

Los hombres dicen que envidian la profundidad de las amistades entre mujeres, su capacidad de comunicar sus emociones y de entregarse mutuamente. También les asombra la ferocidad de estas amistades cuando se rompen, la increíble intensidad de la cólera y el odio que se genera. «Para los hombres, iniciar una pelea puede ser, en realidad, un modo de relacionarse, de tantear al otro, de dar un primer paso hacia la amistad —escribió Frans de Waal en Bien natural—. Esta función de vinculación les resulta ajena a la mayoría de las mujeres, que ven en la confrontación un motivo de desavenencia». Y no es porque seamos amables y queramos serlo todavía más. Las mujeres saben, por su experiencia y por su angustiosa juventud, que las desavenencias suelen ser largas, difíciles de superar y agotadoras.

La intensidad de las amistades femeninas y la inquietud que nos causan las demás mujeres son, desde mi punto de vista, fenómenos relacionados entre sí que tienen su origen en la disonancia entre nuestros primitivos yo primate y yo neohomínido, por una parte, y nuestra plasticidad estratégica inherente, el deseo de mantener todas las opciones abiertas, por la otra. Las demás mujeres son una fuente potencial de fuerza, pero también pueden destruirnos. O, dicho al contrario, como escribió a principios del siglo XIX la británica Elizabeth Holland, continuadora de la tradición de los salones literarios franceses del siglo XVIII: «De la misma manera que nadie puede causar más daño a una mujer que otra mujer, bien podríamos darle la vuelta a la frase y decir que nadie puede hacerle más bien».

En nuestro primitivo cerebro primate, el mundo es ginecéntrico. La inmensa mayoría de las especies primates viven en grupos sociales cuyo núcleo es una hembra. La abrumadora norma general es que las hembras permanecen en sus lugares de origen a lo largo de toda su vida mientras que los machos se dispersan durante la adolescencia para evitar la endogamia. Y esto es cierto para macacos, monos aulladores, lémures, monos patas, monos tota, monos capuchinos, monos ardilla, la mayoría de los mandriles, etc. Los machos solicitan entrar en un grupo y las hembras les otorgan o no la carta de ciudadanía. Las hembras no quieren un exceso de machos a su alrededor, porque, en general, al no participar en el cuidado de las crías, están subempleados, se aburren fácilmente y tienden a organizar peleas. Además, los machos suelen acosar a las hembras. Se trata de una estrategia reproductiva común. Quieren aparearse con las hembras e impedir que las cortejen otros machos, de modo que las chillan, les pegan palizas, las empujan y tratan de coartar su actividad de todas las formas posibles. Las hembras se cansan de este acoso constante, y el mejor modo de evitar el problema es limitando el número de machos residentes. Entre los macacos rhesus, por ejemplo, la proporción de hembras adultas por cada macho adulto es aproximadamente de seis a uno; en el caso de los monos aulladores, puede haber hasta diez hembras por cada macho residente en el grupo. Los monos solteros merodean por los alrededores a la espera de vacantes, oportunidades y señales de desorden en el grupo.

Las hembras primates están acostumbradas, por tanto, a estar rodeadas de otras hembras y son estas las que hacen su mundo familiar y soportable. En especies en las que las hembras permanecen en su grupo de origen, estas cuentan con las demás parientes para hacer frente a la agresividad de otras hembras con las que no tienen parentesco o bien este es muy lejano. En un grupo determinado, los miembros pertenecientes a distintos linajes maternos compiten entre sí y riñen por la comida, por la conducta sexual o por el excesivo interés que muestra una hembra por la cría de otra. Las hembras que cohabitan tienen sus jerarquías y cuando se producen coaliciones entre hembras de un mismo linaje, suele ser para enfrentarse a las hembras de un linaje rival.

A pesar de ello, los diversos linajes hacen frente común para atajar la agresividad de los machos. «En las especies en las que las hembras normalmente permanecen en sus grupos de origen, las coaliciones entre hembras suelen incorporar a parientes próximas y acostumbran a dirigirse contra las hembras y las crías de otros linajes —escribe la primatóloga Barbara Smuts—. Por el contrario, cuando el objetivo es un macho adulto, las hembras suelen formar coaliciones con otras hembras a las que no les unen relaciones de parentesco, y dichas coaliciones pueden crearse rápidamente en respuesta a la agresión de los machos, puesto que, en ese caso, son reclutadas todas las hembras que están por los alrededores». Entre los macacos de cola de cerdo, los monos patas, los mandriles chacma, el papión anubis, los monos azules, los monos vervet y muchos otros, las alianzas femeninas se forman con la misma rapidez de una tormenta de verano. Las hembras se enfrentan en grupo a los machos cuando estos las atacan, las acosan, las asustan o cuando quieren aparearse con una hembra que no está dispuesta a ello. La causa que hace que se forme más rápidamente una coalición es la amenaza, real o aparente, de un macho a una cría.

Las ventajas de la solidaridad femenina son tan importantes que, en algunos casos, cuando es la joven hembra la que abandona su grupo de origen y busca ser aceptada en otro, solicita de forma agresiva e incontenible la amistad de las hembras de su nueva residencia. Así ocurre en el caso de los titís de mechón blanco, por ejemplo, entre los que las hembras recién llegadas se dedican por completo al cuidado de las crías de las hembras del grupo. Y también es el célebre caso de las bonobos, las Venus de las monas. Las hembras se dispersan en la adolescencia y deben abrirse camino en el mundo sin la ayuda de sus madres, hermanas y tías. Deben integrarse en un nuevo grupo formado mayoritariamente por hembras a las que no les une ningún parentesco, y lo hacen mediante el acicalado y el sexo: les acarician el pelo y les quitan las pulgas, y además frotan sus prominentes genitales contra los de las hembras del grupo. Si estas hacen lo propio, la aspirante a entrar puede quedarse; si la rechazan, debe largarse a otro sitio y buscar otros pellejos que espulgar y otras pelvis que frotar. Mediante este vínculo reforzado por el sexo, las hembras bonobo adquieren un poder extraordinario. Recapitulan el poder de la natalidad, de vivir en un mismo linaje materno, y quizá lo incrementan. La amenaza de infanticidio por parte de los machos merodeadores representa una fuente inagotable de ansiedad para las hembras de muchas especies: leones, monos langures, roedores, focas o chimpancés comunes. Sin embargo, nadie ha visto jamás un caso de infanticidio perpetrado por un macho entre los bonobos. La hermandad bonobo es una estratagema construida entre hembras sin el cemento del parentesco y que, por tanto, debe ser reforzada continuamente por la conducta: amable, lasciva, demostrando una y otra vez que todas somos amigas, que todas estamos juntas en esto. La vigilancia se convierte en un hábito y mantiene los colmillos de los machos a distancia.

Pero no todas las hembras primates establecen lazos de gratitud y obligación con otras hembras. En el caso de los chimpancés comunes, las hembras pasan la mayor parte del día buscando comida por su cuenta, acompañadas solo por sus crías. No forrajean con otras hembras adultas, como hacen la mayoría de las especies de monos y las bonobos. Sus pautas de dispersión varían. Si una hembra es hija de una hembra poderosa, puede permanecer en su grupo de origen y disfrutar de los beneficios de vivir cerca de sus parientes. En cambio, si es hija de una hembra de estatus social bajo, normalmente deberá marcharse del grupo cuando alcance la pubertad y tendrá que buscarse la vida en otro grupo, formado por extrañas, aunque esta vez sin las ventajas de los rituales vinculantes de las bonobo. Cuando una hembra de chimpancé emigra a otro grupo, tiene que trabajar muy duro para ganarse el respeto de las demás. Desafía a las hembras del grupo gruñendo y chillando, agitando los brazos, haciendo gestos agresivos y, algunas veces, también golpeándolas, empujándolas y pellizcándolas. El periodo de acomodación al grupo es breve y, al cabo de unas semanas, la nueva hembra ocupa su lugar, su posición en la jerarquía, que no cambiará mucho con el tiempo. Su relación con las demás hembras se atenúa. Puede que acudan en su ayuda si la ataca un macho o puede que no; las hembras chimpancés están mucho más sometidas a la coerción y al acoso de los machos que las demás primates. Pero, al menos, las demás hembras tampoco la molestan, lo cual siempre es un consuelo. Y si consigue demostrar desde un principio que es una doncella vikinga y logra adquirir un estatus social elevado en su ginocracia de adopción, sus hijas podrán permanecer en el grupo y ella habrá creado un linaje, lo que, al menos, preservará la fuerza de su herencia.

Los seres humanos tenemos una filogenia polícroma, una serie de posibles pasados. En el pasado remoto habitan criaturas como los monos del Viejo Mundo, en los que la norma es una sociedad ginecéntrica en la que coexisten linajes maternos competitivos entre sí. Más próximo está el pasado antropoide. Desde el punto de vista genético, somos equidistantes de los bonobos y de los chimpancés, y ambos son nuestros parientes vivos más cercanos. Nos separamos de la línea bonobo-chimpancé hace unos seis millones de años, y desconocemos si el ancestro común de los tres grandes simios era más bonobo o más chimpancé por lo que respecta a su forma de vida y su estructura social. Entre los chimpancés, los machos dominan sin lugar a dudas a las hembras. Entre los bonobos, la hermandad creada por las hembras las coloca en una situación ventajosa frente a los machos. Entre los chimpancés, los machos guerrean contra otros grupos de chimpancés, algunas veces hasta el punto de cometer genocidio. Entre los bonobos, en cambio, la guerra es poco frecuente, aunque no desconocida. A los chimpancés les gusta la carne de mono; los bonobos comen poca carne. A la vista de estos datos, se podría afirmar que los chimpancés se parecen más a los homínidos que los bonobos, a pesar de que los restos fósiles sugieren que los antepasados más probables de las tres especies son los bonobos y no los chimpancés. En otras palabras, los bonobos podrían ser una especie más antigua, mientras que los chimpancés —y nosotros, los humanos— seríamos los simios descendientes de esta especie. Muchas reconstrucciones evolucionistas y antropológicas de las sociedades protohumanas se basan ampliamente en las analogías existentes entre el ser humano y el chimpancé, como si hubiéramos evolucionado de un antepasado parecido a este último. Y este supuesto es cuestionable. En nuestra incansable búsqueda de metáforas, es arbitrario escoger a los chimpancés e ignorar a los bonobos. La filogenia bonobo constituye un legítimo archivo sororal que merece la pena investigar para cotejar con el nuestro y así comprenderlo mejor. «Nuestro linaje —afirma Frans de Waal, que ha escrito sobre los bonobos— es más flexible de lo que pensamos».

En los anales de nuestros pasados primates, las hembras se alían entre sí para tener más fuerza. Puede que estén emparentadas o no, puede que tengan que probarse a sí mismas o que hayan nacido para la grandeza, pero el tema recurrente es la coalición y el deseo, la agresiva necesidad de una alianza femenina. Es posible que aquí esté el origen de la fantasía de la mejor amiga y la razón por la que nos preocupan tanto las demás chicas y nuestra posición en el grupo, así como que nuestras amistades femeninas parezcan cosa de vida o muerte mientras intentamos gobernar nuestra tambaleante canoa a través de las turbulentas aguas de la infancia.

Las hembras primates no son adolescentes sentimentales; pelean, son jerárquicas y codiciosas, incluso pueden ser sanguinarias entre ellas. Aun así, la norma primate es una crónica de la interdependencia femenina, de (¿me atrevo con el arcaísmo?) la solidaridad femenina, y es aquí donde diferimos de la mayoría de nuestros parientes primates. La cuestión es: ¿por qué? ¿Qué significa? ¿Importa? En la mayor parte de las culturas humanas actuales —y parece ser que también a lo largo de la historia y de la prehistoria— las mujeres no viven ni han vivido en nada semejante a una ginocracia. Tampoco se unen forzosamente a la causa de los derechos de la mujer ni consideran que les interesaría hacerlo, con el resultado de que, como ha señalado la historiadora Gerda Lerner, las mujeres «ignoran su propia historia» y han tenido que «reinventar la rueda una y otra vez», donde la rueda representa «la toma de conciencia por parte de las mujeres de su pertenencia a un grupo subordinado; de que han sufrido injusticias como grupo; de que su condición de subordinadas no es natural, sino que viene determinada por la sociedad; de que deben unirse a otras mujeres para remediar esas injusticias; y, finalmente, de que deben y pueden proporcionar una visión alternativa de la organización social en la que tanto las mujeres como los hombres disfruten de la autonomía y de la autodeterminación». La subordinación de las mujeres no es en absoluto natural y se diferencia de todas las formas observadas en la naturaleza entre los demás primates, cuyas hembras, como hemos visto, se alían y riñen de forma habitual, siendo el tema dominante el respeto mutuo, un respeto vivo y enérgico obtenido mediante la transacción, de hembra a hembra.

Recientemente, teóricas evolucionistas como Barbara Smuts y Patricia Adair Gowaty han hecho hincapié en el gran esfuerzo que realizan los machos de muchas especies por controlar y monopolizar la sexualidad femenina, por apropiarse de ella. Han descrito el peaje que sus distintas formas de coerción y acoso supone para las hembras: los machos chimpancés abofetean, dan patadas y muerden a las hembras para obligarlas a obedecerlos, a seguirlos si van a algún sitio. Si ven a una consorte relacionándose con otro macho, la atacan a ella y no al macho. Los delfines machos nadan en una violenta sincronía, golpeando el agua con las aletas y saliendo a la superficie al unísono para intimidar y acorralar a las hembras fértiles. Una hembra del babuino papión anubis puede esperar que un macho la hiera gravemente al menos una vez al año: un desgarro en la piel o una oreja parcialmente arrancada. No obstante, los machos y las hembras de muchas especies, particularmente los primates, pueden también llevarse bien, entablar relaciones de amistad y ser afectuosos y amables los unos con los otros durante toda su vida.

Agredir, apaciguar, no importa: los esfuerzos por manipular la sexualidad de las hembras son, en el mejor de los casos, limitados. Sufra o no la hembra a manos de un macho, ella sigue siendo independiente en lo fundamental. Es decir, se alimenta a sí misma. No es alimentada. Nadie la mantiene. Va por libre. Un macho puede intentar controlar sus movimientos y su sexualidad, pero solo puede llegar hasta ahí. En realidad, ¿hasta qué punto puede coaccionarla o manipularla cuando es ella, en última instancia, la que sale a forrajear, la única que cuida de sus crías y no le necesita para su supervivencia diaria? Un chimpancé macho puede dominar a la hembra en determinados encuentros individuales e incluso puede que la ahuyente de la mejor reserva de fruta si se encuentra dentro de su mismo campo visual y olfativo. La hembra, no obstante, puede marcharse, y de hecho lo hace, en busca de otra fuente de comida. Un chimpancé macho puede castigar a una hembra con patadas y gruñidos cuando la encuentra quitándole garrapatas a otro macho de menor estatus social. Puede pretender dictar los términos de su sexualidad y ¿por qué no hacerlo? No en vano, actúa así para proteger sus intereses reproductivos. No es mezquino porque sí; quiere reproducirse, y no es una célula de levadura, que con dividirse en dos ya tiene bastante. Para que su legado genético sobreviva, necesita hembras de chimpancé, y si para conseguirlas tiene que golpearlas y gritarlas, lo hará. Las hembras, por su parte, se quedan tan panchas y no se dejan convencer. Un reciente estudio del ADN de un grupo de chimpancés del Parque Nacional de Tai, en Costa de Marfil (África occidental), ha mostrado, para asombro de los primatólogos, que los padres de más de la mitad de las crías del clan eran machos que no pertenecían al grupo. ¡Desde luego, los primatólogos no esperaban encontrar semejante prueba de inquietud femenina! Ya se sabía que las hembras de chimpancé no son precisamente castas y que cuando están en celo son muy activas sexualmente, pero se pensaba que restringían sus relaciones sexuales a los machos del grupo. Y no es así. De algún modo, pese a la vigilancia de los machos y pese a su uso habitual de la intimidación, haciendo gestos amenazadores, gruñéndolas y pegándoles manotazos en la cabeza, las hembras habían conseguido escaparse de puntillas y se habían apareado con extraños. Y no se sabe quiénes eran estos extraños. Es de suponer que las hembras tuvieran sus razones para marcharse del grupo en busca de amoríos con extraños. Y, al regresar, sus vidas continuaron igual: la rutina diaria, el forrajeo diario y el cuidado de las crías.

Solo en la especie humana los machos han conseguido interponerse entre una mujer y la comida, hacerse con el control de los recursos que necesita para alimentarse a sí misma y a sus hijos. Solo en la especie humana se ha sugerido la idea de que un hombre debe mantener a una mujer y que esta es, de hecho, incapaz de mantenerse a sí misma y a su descendencia, por lo que esperar que el hombre alimente a su familia y que la mujer le sea siempre fiel, le garantice la paternidad de sus hijos y haga que su inversión merezca la pena es un acto razonablemente compensatorio. «Estoy convencida de que el control masculino sobre los recursos productivos que las mujeres necesitan para reproducirse es la base sobre la que se sustenta la transformación de las sociedades primates filopátricas dominadas por los machos en un verdadero patriarcado», ha escrito Sarah Blaffer Hrdy.

No sabemos cuándo tuvo lugar esta transformación, cuándo se encontraron las mujeres ante un parapeto masculino cada vez que intentaban buscar comida o un lugar donde acurrucarse y dormir. Según el modelo al uso de la evolución humana, la larga dependencia de los hijos exigía una inversión paterna mucho mayor en su bienestar, de modo que las mujeres querían, necesitaban, demandaban la ayuda masculina para criar a los hijos, y los hombres podían proporcionarla cazando y llevando al hogar carne, un alimento rico en calorías y que tanto gusta al paladar homínido. En este escenario, el origen del matrimonio, el vínculo de la pareja humana y la dependencia femenina respecto del hombre sería muy antiguo, dataría de hace cientos de miles de años, de una época indeterminada a la que los teóricos evolucionistas han dado en llamar «entorno de adaptación evolutiva» (o EEA, por sus siglas en inglés), cuando nos habríamos convertido en nosotros mismos, tanto desde el punto de vista genético como en cuanto a predisposición. También en este escenario, la mujer habría empezado a buscar en el hombre signos de riqueza y coraje, además de los medios para mantenerla a ella y a su descendencia, mientras que el hombre habría empezado a buscar en la mujer signos de fecundidad, la capacidad juvenil para engendrar muchos hijos, así como los signos de que dicha fecundidad estaría reservada para él, el proveedor. Desde luego, no iba a invertir en hijos que no fueran suyos.

Sin embargo, el modelo convencional del hombre cazador está siendo objeto de un convincente cuestionamiento llevado a cabo por Kristen Hawkes y muchos otros investigadores, cuyos recientes análisis de las sociedades tradicionales que se dedican al forrajeo sugieren que las piezas cazadas por el hombre cuentan muy poco en el sustento diario de sus familias y que es una red de mujeres la que recolecta la mayoría de las calorías necesarias para mantener a todos los miembros de la familia. Estos recientes trabajos sugieren que, entre los humanos primitivos, las mujeres seguían gozando de un alto grado de autonomía, como las hembras de chimpancé y como las de todos los demás primates, y que «el patriarcado», la «familia nuclear» —llamémoslo como queramos, pero representa la dependencia de las mujeres con respecto a los hombres para el sustento diario—, es, al menos a gran escala y de forma codificada, un acontecimiento relativamente reciente en la prehistoria humana. Es posible que la transformación sea uno de los frutos de la revolución de la agricultura, como han propuesto diversos historiadores y científicos evolucionistas. «Con la llegada de la agricultura intensiva y la ganadería, las mujeres, en general, perdieron el control sobre el fruto de su trabajo —ha escrito Smuts—. El forrajeo y la horticultura nómada de tala y quema requieren grandes extensiones de tierra y mujeres que se desplacen, lo que hace más difícil el control masculino sobre los recursos de las mujeres y sus movimientos. Sin embargo, cuando el trabajo de la mujer está confinado a una pequeña parcela de tierra, como en el caso de la agricultura intensiva, o bien al recinto cercado de la granja, como en la ganadería, es más fácil para el hombre controlar tanto los recursos de los que depende la mujer para su subsistencia como sus movimientos diarios».

La verdadera innovación, si es que deseamos llamarla así, en la evolución del patriarcado fue el perfeccionamiento de las alianzas masculinas. Entre la mayoría de los primates, las hembras forman alianzas, pero los machos no. Entre los chimpancés, los machos forman alianzas rudimentarias y, a veces, logran controlar a las hembras, pero estas alianzas suelen ser inestables, de modo que las hembras resisten, y pueden hacerlo porque se mantienen a sí mismas. Entre los seres humanos, los hombres son brillantes sellando alianzas con otros hombres, ya sean políticas, religiosas, intelectuales o emocionales. Dichas alianzas han servido para muchos fines y han enriquecido, glorificado y envilecido nuestro desfile por este escenario mortal, pero no menos importante ha sido el propósito de ampliar y refinar lo que los chimpancés intentan toscamente: controlar los medios de reproducción, lo que, necesariamente, implica el control de las mujeres. Consideramos el dominio masculino como el corolario de la superioridad masculina en tamaño y fuerza física, pero la mayoría de los monos machos son más grandes y fuertes que las hembras y, aun así, no pueden someterlas. Las alianzas femeninas las mantienen libres. Cuando los hombres aprendieron el valor de entablar amistad con otros hombres, cuando se dieron cuenta de que sus intereses convergían con más frecuencia que chocaban, ¡glups!, se acabó la libertad de las mujeres.

La progresión del patriarcado y su impacto específico sobre las mujeres a lo largo de la prehistoria y la historia es un culebrón largo y complejo que ha sido explorado de una forma maravillosa por Gerda Lerner, entre otros. Y es un culebrón que nunca conoceremos del todo. Cuando aparecen los primeros registros escritos, ya se habían establecido gran parte de los fundamentos sociales, políticos y emocionales que conforman el predominio masculino y las mujeres ya habían aceptado su estatus secundario. Hace tres mil años, por ejemplo, una princesa mesopotámica rezaba no por su salvación, sino para que su señor fuera preservado «y yo, por mi parte, pueda prosperar bajo su protección».

Las mujeres necesitaban la protección masculina porque las alianzas entre hombres solían consistir en pactos militares, la combinación de fuerzas para apoderarse de algo que los otros poseían. Y uno de los botines más antiguos y más codiciados eran las mujeres jóvenes. Cuando dos tribus se enfrentaban, el grupo victorioso mataba a los hombres prisioneros y tomaba a las mujeres como esclavas y para que engendraran hijos suyos. La captura de mujeres aumentaba el potencial reproductivo de los triunfadores y elevaba su estatus. Todos los testimonios escritos existentes describen, sin excepción, la violación y el rapto de mujeres después de una guerra. En la Ilíada, de Homero, que presuntamente refleja las condiciones sociales de Grecia hacia el año 1200 a. C., los guerreros regatean, a veces con petulancia, sobre el reparto adecuado del botín de mujeres. Al principio de la narración, el rey Agamenón accede a liberar a su concubina favorita, Criseida, una cautiva de alto rango, cuando su padre, el gran sacerdote de Apolo, amenaza con llevar el caso a los dioses. Agamenón exige otra mujer en compensación, pero sus hombres le dicen que todas las demás prisioneras ya han sido repartidas. Ejerciendo su condición de rey, Agamenón se dirige a Aquiles y le reclama para sí su esclava-concubina, Briseida. Este acto casi aboca a los atenienses a la derrota, ya que Aquiles pasa gran parte de la Guerra de Troya recluido en su tienda enfurruñado por esa indignidad y solazándose con otra de sus concubinas, «una mujer que se había traído de Lesbos, la hija de Forbante, Diomeda, la de las mejillas sonrosadas». Aquiles comparte tienda con otro guerrero, Patroclo, que tiene en su lecho un regalo de Aquiles: Ifis, «la del fino talle», a quien Aquiles había capturado al tomar la ciudad de Enieo. ¡Chicas, chicas, chicas! No se sabe mucho de esas mujeres cautivas, por supuesto, ni de cómo se sentían al pasar de mano en mano como si fueran una pelota de béisbol. Lo más probable es que no protestaran, ¡bastante tenían con conservar la vida! De hecho, en el poema no se menciona a hombres hechos esclavos; los hombres de Enieo, Lesbos, Troya y otras polis derrotadas fueron asesinados. Finalmente, cómo no, los hombres aprendieron a esclavizar a otros hombres igual que a las mujeres y a utilizar sus músculos igual que los de las mulas y los bueyes. Pero, como han afirmado varios historiadores y parecen sugerir firmemente los datos históricos, los primeros esclavos humanos fueron mujeres y el principal impulso subyacente en la esclavitud fue la posesión de vientres núbiles.

El hecho de que las esclavas fueran seducidas tras su rapto y que se las despojara de su humanidad, como ocurre siempre en la esclavitud, así como el hecho de que, casi invariablemente, los vencedores las tomaran como concubinas, contribuyó a codificar una desagradable asociación (que persiste hasta la fecha) entre la mujer carnal y la mujer degradada. Una esclava era una criatura sexual; no tenía elección y, frecuentemente, se la instruía para desempeñar este papel. Para distinguirse de la raza de las esclavas, una mujer solo podía conservar su castidad y hacer gala de ella con una absoluta modestia. Había muchas razones para que la virginidad femenina se convirtiera en una obsesión en un mundo de pactos masculinos. Las alianzas entre reinos se sellaban frecuentemente a través del matrimonio y el príncipe de un Estado quería estar seguro de que su prometida no ocultaba un bastardo bajo su hermoso talle. Incluso entre las familias de estatus social bajo, la castidad de las hijas podía resultar moneda de cambio. En sociedades muy estratificadas, como las de la Europa feudal, a veces la única forma que tenía una familia de prosperar socialmente era casando a una hija con un noble. De este modo, como argumenta la antropóloga Sherry Ortner, la virginidad femenina se convirtió en un asunto de familia, y era guardada por los hombres —incluso violentamente si era necesario— y venerada de forma poética y mítica por las mujeres. Estas, por su parte, ya no se aliaban para hacer frente al acoso masculino o impedir el infanticidio por parte de los hombres sino que, por el contrario, la fuerza de la ginofilia —del amor entre madre e hija o entre hermana y hermana— se dirigió hacia la tarea de proteger la castidad femenina, la mayor posesión de una mujer en el pantano de la era posforrajeo.

El rapto de mujeres como botines de guerra supuso sacarlas de sus casas y privarlas de la protección que pudieran darles sus familiares. Pero, a mayor escala, la formación de las estructuras socioeconómicas patriarcales dio como resultado —y quizás exigió— la extinción de la matrilocalidad y de la primacía del linaje materno en favor de la patrilocalidad y la primacía del linaje paterno. Casi sin excepción, las mujeres se sienten mejor en un sistema matrilocal —en el que permanecen donde nacen, rodeadas de sus amigas y parientes, y son los hombres los que deben mudarse a su casa— que si deben abandonar su hogar para entrar en los dominios de su marido. Los iroqueses (un pueblo indígena de América septentrional), por ejemplo, tenían una cultura profundamente matrilocal y una de las más igualitarias conocidas por los antropólogos. Pero, cuanto más se consideraba a las mujeres bienes con los que negociar, menos sentido tenía complacerlas trasladándose a sus tiendas. Algunos estudiosos de la Biblia han visto en el Génesis un resumen de la lucha por sustituir la matrilocalidad por la patrilocalidad, un factor decisivo en el paso de la tribu hebrea del nomadismo al estatismo, centrado en torno al gobierno del patriarca. Al principio del Génesis (2: 24) se dice: «Por tanto, dejará el hombre a su padre y a su madre, y se unirá a su mujer, y serán una sola carne», probablemente una referencia a un sistema de matrimonio matrilocal. Pero, más tarde, Jacob, el hijo de Isaac, rechaza esa premisa y promete a Isaac que regresará a su casa; después de cortejar a las hijas de Labán, Raquel y Lía, y de casarse con ellas, Jacob cumple su promesa. Toma a sus esposas y a sus hijos, sus camellos, sus rebaños, sus utensilios, todo lo que puede transportar, y lo traslada a casa de Isaac. Para recalcar el profundo significado de su deserción, Raquel incluso roba los terafim de su padre, sus ídolos familiares, que representan el título de propiedad de las tierras de Labán. De este modo, Raquel acepta el derrocamiento del matrocentrismo y une su suerte a la de su marido y su primogenitura simbolizando, con su robo, el derecho de Jacob a reclamar sus propiedades.

El cautiverio de Briseida, la exaltación del himen, la pérdida de la infraestructura natal de la mujer, todo ello iba en contra de la autonomía femenina. Pero cuando el principio de la diosa fue suprimido del panteón, las mujeres perdieron hasta el derecho a honrar, aunque fuera modestamente, a su carnosa fertilidad, al poder redentor y regenerador del cuerpo femenino. Prácticamente todas las culturas humanas han desarrollado algún tipo de religión, alguna narración coherente de la creación que fusionara y equilibrara los terrores, los deseos, las limitaciones y las inclinaciones. Generalmente, estas religiones están pobladas por una mezcla de dioses animales y humanoides, algunos de ellos masculinos, otros femeninos y otros bisexuales. Y sin embargo, como argumenta convincentemente Lerner, el auge del patriarcado va acompañado de un cambio en el equilibrio de poder entre las deidades. «El desarrollo de monarquías fuertes y de los estados arcaicos conlleva cambios en las creencias y en los símbolos religiosos —escribe Gerda Lerner en La creación del patriarcado—. La pauta que se observa es la siguiente: en primer lugar, la degradación de la figura de la Diosa-Madre y la ascendencia y posterior predominancia de su consorte/hijo; después, su fusión con un dios de la tempestad en un Dios Creador masculino que encabeza el panteón de dioses y diosas. Siempre que se produce un cambio de este tipo, el poder de creación y de fertilidad se transfiere de la Diosa al Dios».

Con el advenimiento del monoteísmo, incluso la diosa metafóricamente ovariectomizada es expulsada del tabernáculo porque representa una amenaza, con sus redondeadas caderas, sus sobresalientes ubres y su recuerdo de los antiguos cultos de la fertilidad que habían sido venerados por tantos durante tanto tiempo. En el Génesis asistimos al pacto último entre hombres, Yahvé y Adán, para expropiar la capacidad procreadora de la mujer. Adán accede a rendir culto a una visión monoteísta y despojada de adornos de la Diosa y, a cambio, se le concede el derecho de dar nombre a Eva, de darla a luz simbólicamente y, por tanto, de ser la madre de la madre de todos nosotros y poseer los frutos de su vientre. Eva será gobernada por su esposo y será exaltada solo por él, sin dejarse confundir por los halagos o por las falsas esperanzas. Eva verá en la serpiente lo que es, su enemigo, la encarnación del pecado: el gusano que se alimenta de basura, el falo seccionado, el cordón umbilical eterno, el fugitivo, el libre. «En el contexto histórico de la época en la que se escribió el Génesis, la serpiente estaba claramente relacionada con la diosa de la fertilidad y la representaba simbólicamente —escribe Lerner—. No es necesario que forcemos la interpretación para leer esto como una condena de Yahvé al ejercicio libre, autónomo e incluso sagrado de la sexualidad femenina».

Bajo el monoteísmo, el patriarcado alcanzó todo su esplendor. Para las mujeres, el mundo se había burocratizado, había quedado envuelto en cinta adhesiva roja como una inmensa obra de Cristo. Las antiguas fuentes de fortaleza habían desaparecido: la seguridad que representaba tener a los parientes cerca, el derecho al propio cuerpo y el reflejo del yo femenino en escenarios mayores, el escenario mortal de la polis y el inmortal de los dioses. Para obtener lo que necesitaban para sobrevivir y para alimentar a sus hijos, las mujeres tuvieron que acudir a intermediarios, los hombres. El hombre dejó de ser un compañero. El hombre era el aire. No se discute: hay que respirar. Con esta compleja, gradual y revolucionaria transformación del forrajeo a la tierra como posesión del hombre, a la patria, la relación entre las mujeres se devaluó. La hermandad sororal estratégica fue eliminada. Si ya no hay tubérculos que desenterrar ni bosques que explorar y si los hombres son los dueños de las grandes extensiones de tierra de donde provienen los recursos, ¿qué puede hacer una mujer por otra?

En el cerebro neohumano, una mujer que no es de la familia representa una amenaza potencial mucho mayor de lo que lo habría sido entre los primates. Puede que sea familia política, ligada a nuestro esposo por su genotipo o por el afecto de una larga convivencia. O bien puede que sea una extraña y una potencial competidora en el sentido más estricto y aterrador del término. Otra mujer puede quitarnos a nuestro hombre, y si él es el aire, esa mujer es un súcubo, una mujer fatal, fatal para nosotras y para los nuestros, para la suma de nuestras necesidades: nuestra comida, nuestro cobijo, nuestros hijos. ¿Qué bien puede hacerle una mujer a otra en la tierra del hombre intermediario, de la agricultura y de la domesticación del alma? No mucho, en términos prácticos, ninguno en absoluto. Sin embargo, el daño que puede causar es incalculable. Puede arrancarnos los ojos. Puede robárnoslo todo. O quizás así lo perciban las hijas de Eva, que no están expulsadas del jardín del Edén, sino encerradas en él. El precio de la camaradería empieza a parecer exorbitante y los riesgos de la rebelión, insostenibles.

Las mujeres no son ni han sido nunca inocentes. Muchas han participado en el proceso de desprimatización. Han alimentado y acelerado su pérdida de autonomía. Han acatado las costumbres que controlan la sexualidad femenina, como la infibulación, la purdah[31] y el enclaustramiento, y han obligado a sus hijas a acatarlas también. Incluso pueden ser los agentes activos de tales costumbres.

Pero ni ellas ni nosotras somos necias y todas queremos a nuestras familias. Queremos lo mejor para nuestros hijos y durante miles de años hemos necesitado la ayuda y el amor de los hombres para mantener a nuestros hijos a salvo. Muchas de nosotras seguimos haciéndolo y seguimos sufriendo cuando nos falta el hombre. En Estados Unidos, la gran mayoría de las personas que viven en la pobreza son mujeres solas con hijos. Cuando una pareja con hijos se divorcia, la mujer se suele quedar en una situación económica peor que la que tenía durante el matrimonio, mientras que el hombre, por el contrario, suele ascender de estatus económico. Todavía resulta demasiado caro comportarse de una forma que ponga en peligro la inversión y la tolerancia del hombre, de la gran coalición masculina que es nuestro planeta postubérculos. Y así, a veces realizamos pequeños equivalentes de la clitoridectomía en nosotras mismas. Rechazamos las ideas de hermandad y solidaridad femeninas. Nos burlamos de ellas. Desdeñamos el término feminista, ponemos los ojos en blanco cuando lo oímos pronunciar. Afirmamos que está superado, que nos va bien, que hemos resuelto todos los problemas que el feminismo puede resolver; problemas que, de todos modos, tampoco eran verdaderos problemas. Organizamos grupos antifeministas y les otorgamos nombres sonoros y progresistas en los que siempre figuran las palabras libertad e independiente. Tenemos tanta agresividad a flor de piel, estamos tan vivas, somos tan impetuosas, tan fuertes, que no dudamos en sacar nuestras pistolas y dispararnos unas a otras, al suelo o a nuestros zapatitos de cristal.

Pero ¿qué clase de tonterías nos tragamos? ¿Qué clase de burradas? Consideremos, por ejemplo, la película Jerry Maguire, una película estúpida que resultaría inofensiva si no fuera por un desconcertante despliegue gratuito de misoginia que está ahí para la audiencia femenina, imagino, o para los hombres que acompañan a las mujeres que acompañan a los hombres a ver una película de tema deportivo y dirigida por el hombre y para este. Los productores introdujeron un «interés amoroso» para el personaje de Jerry, interpretado por Tom Cruise, una señora estupenda de labios carnosos llamada Dorothy, a la que da vida Renée Zellweger. Pues bien, Dorothy tiene una hermana mayor, una divorciada de cabellos ya grises que forma parte de un grupo de apoyo femenino, una camarilla de mujeres abandonadas que se reúnen regularmente para lamentarse de las traiciones masculinas. Todas las mujeres tienen un aspecto demacrado y ojeroso y parecen haberse acostumbrado a ser infelices; por si esto fuera poco, nunca se ríen, a pesar de que las mujeres reales se ríen constantemente cuando se reúnen para poner verdes a los hombres. En un momento determinado y sin motivo aparente, Dorothy se pone de pie e interrumpe la reunión. «Quizás estéis todas en lo cierto —dice—. Los hombres son el enemigo. ¡Pero yo aún quiero al enemigo!». Las mujeres estallan entonces en un confuso coro de negativas, como si supieran que habían sido derrotadas y que Dorothy tiene algo de razón (¿en qué?). Las mujeres intentan apoyarse mutuamente, pero Dorothy no se lo permite. Quiere recuperar a Tom/Jerry. Le necesita, no solo emocionalmente, sino también por su solvencia, ya que es una madre soltera con un niño pequeño. En su necesidad, Dorothy siente que debe anular a esas mujeres, disociarse de ellas y del sombrío futuro que representan. Quiere una segunda parte, y no hay segundas partes para Thelma y Louise.

De acuerdo, tal vez no deberíamos hacer demasiadas segundas lecturas de un entretenimiento trivial, pero si pensamos que es dulce e inofensivo y nos lo seguimos tragando, quizás un día nos despertaremos y descubriremos que se nos han caído todos los dientes.

Todas tenemos muchos pasados. Todas somos viejos primates y neohomínidos. A todas nos atraen las demás mujeres, todas sentimos la necesidad de que nos conozcan y de impresionarlas, pero, a la vez, nos alejamos de ellas, las repudiamos o las mantenemos a nuestro alrededor hasta que llegue lo verdaderamente importante. Podemos hacernos daño unas a otras, incluso con violencia, pero asimismo podemos hacernos bien. Ambas posibilidades están abiertas en el flexible organigrama de nuestras opciones y estrategias. Los chimpancés y los bonobos están igualmente próximos a nosotros. Sus genes son idénticos a los nuestros en un 99%. Para hacernos una idea de lo que eso significa, valga decir que el genoma de un ratón es homólogo al nuestro solo en un 50%, y eso que los ratones son también mamíferos y, por tanto, muy cercanos a nosotros desde el punto de vista taxonómico. Sin embargo, chimpancés y bonobos, los dos miembros vivos del género Pan, son grupos hermanos. Su leche serviría perfectamente para alimentar a nuestros hijos. Las hembras chimpancés forman alianzas débiles y las bonobo han construido un matriarcado. Podemos tomar una dirección u otra. Podemos inspirarnos en ambas. Pero lo que las mujeres no podemos hacer es ignorarnos. Es un mundo de hombres, pero nuestra agresividad, cruel e íntima, va dirigida a las mujeres.