CAPÍTULO

14


Aullidos de lobo y risas de hiena

La testosterona y las mujeres

No sé por qué tengo todavía televisión. Debería estar rota o, al menos, tener una bonita grieta serpenteando por el centro de la pantalla. Pero no la tiene. No tengo un martillo ni ningún otro objeto contundente en el salón donde tenemos la televisión, de modo que todavía no he podido satisfacer la ira femenina que ciega mis sentidos cada vez que oigo y veo los anuncios de juguetes para niñas. No se trata de que odie las muñecas, las casas de muñecas, las cocinitas con ruedas, los juegos de peluquería de Barbie o las minifurgonetas de Barbie. Simplemente, odio el sonido de los anuncios, su música acaramelada, la voz íntima y empalagosa de la locutora y los felices «¡Ooooh!» y «¡Aaaaah!» y las risitas de las niñas mientras comparten el juguete que se está publicitando. En este tipo de anuncios, las niñas son siempre grandes amigas y se comportan invariablemente de un modo amable y generoso, retoños comunitarios, habitantes de un kibutz de fantasía, aunque con un tufillo consumista. Adoran, adoran y adoran a las demás niñas casi tanto como al objeto que las ha reunido. Hayan sido lo que hayan sido los productores de esos anuncios hay algo que seguro que no han sido nunca: niñas. O, si lo fueron, se les desarrolló una acusada tendencia sádica. Dar a una niña la impresión de que la niñez consiste en jugar al caballito en las rodillas del abuelo es como preparar a una joven gacela para la vida en el Serengueti untándola de nata.

Si la lectora es o ha sido niña alguna vez, sabe que la primera tarea de una niña consiste en aprender a sobrevivir dentro de un grupo de niñas. Y las niñas en grupo no son pequeñas melodías de la dulce cantautora Joni Mitchell materializadas. Las niñas en grupo son… ¿cómo podríamos decirlo? ¿Cuál es ese calificativo que tanto nos inclinamos a aplicar a los chicos? Ah, sí: agresivas. Por supuesto que son agresivas. Están vivas, ¿no? Son primates. Son animales sociales. Sí, puede que a las niñas les guste jugar con su Barbie, pero da un paso en falso, hermana, y —¡oh, qué pena!— ahí está tu Barbie Dentista en la basura, rota, sin vestido y con marcas de dientes en las tetas.

Si la lectora es o ha sido niña alguna vez, sabe que las niñas son agresivas. Eso es tan nuevo como el Código de Hammurabi. Sin embargo, las niñas del país de Candilandia nunca son agresivas; de hecho, cada año son más empalagosas, pero tampoco es que las niñas que saltan y brincan por los prados de la teoría biológica sean agresivas alguna vez. No, estas son prosociales. Verbalizan lo que sienten y desean, son interactivas, atentas, afables. Son las amigas que nos gustaría comprar junto con el Bebé Eructador que anuncian por la tele. Tomemos, a modo de ejemplo, un informe que apareció en 1997 en la revista Nature. En dicho informe, unos investigadores británicos describían sus estudios de niñas con el síndrome de Turner, una enfermedad poco común en la que la niña tiene un solo cromosoma X en lugar de los dos habituales. Los científicos comenzaron con la intrigante observación de que estas niñas presentan diferencias en sus habilidades sociales según sus antecedentes cromosómicos. Normalmente, una niña hereda un cromosoma X del padre y el otro, de la madre. Una niña con síndrome de Turner puede recibir su único cromosoma X bien del padre o bien de la madre. Lo que los científicos descubrieron en el estudio que llevaron a cabo sobre un total de cien niñas con el síndrome fue que aquellas niñas que lo habían heredado del padre tenían mejor carácter que las que lo habían heredado de la madre. Las «niñas de papá» tendían a ser cordiales, sociables y equilibradas, mientras que las «niñas de mamá» eran comparativamente más hurañas, difíciles y tímidas cuando se encontraban en grupo y se mostraban propensas a montar escenas con el fin de ofender o interrumpir. Todo lo dicho hasta ahora estaba muy bien y resultaba muy interesante, además de permitir vislumbrar el abanico de conductas con el síndrome de Turner, pero los científicos avanzaron un paso más, extrapolando los resultados obtenidos con el objetivo de poder decir algo sobre el carácter innato del buen comportamiento de las niñas, de todas las niñas. La conclusión a la que llegaron fue la siguiente: que las niñas con el cromosoma X paterno, las bien adaptadas socialmente, eran las niñas-niñas, mientras que las que tenían el cromosoma X materno, las ofensivas o inadaptadas socialmente, eran portadoras de un genotipo más masculino. Su razonamiento resultaba serpenteante y abstruso, y en el análisis final presentaron un retrato de las niñas como individuos genéticamente predispuestos a la sociabilidad, la diplomacia y la afabilidad. Según su dudosa hipótesis, el cromosoma X es portador de un gen de la sociabilidad que se encuentra activo en las niñas «normales» y que está desactivado en los niños «normales», una pauta de expresión divergente por sexos que confiere supuestas ventajas evolutivas a cada uno de ellos. En el caso de los niños, la falta de sensibilidad ante los refinamientos sociales hace que, en teoría, les resulte más fácil ser agresivos, formar jerarquías de dominación y organizar partidas de caza y ejércitos para aplastar a cualquier loco empático que se cruce en su camino. En el caso de las niñas, el hecho de poseer mayores habilidades sociales podra simplificar la tarea de hacerse amigas de otras niñas, salir adelante llevándose bien con los demás y aprender el arte de la maternidad. «A las niñas les encanta ser pequeñas mamás —me dijo uno de los investigadores—. Y a las mujeres les encanta hablar con otras mujeres. Tienen un don especial para entablar relaciones sociales con otras mujeres». Don suena a algo intrínseco, tiene un cierto toque cromosómico.

Me he tomado la libertad de designar a este gen con el nombre SSEN-1, donde SSEN se refiere a los ingredientes de la antigua receta de la feminidad y el 1 está puesto en previsión de los que puedan venir después; con toda seguridad, la creación de la cortesía social es lo suficientemente compleja como para que descubramos en ella otros genes SSEN específicos de las niñas si agitamos nuestras varitas mágicas adornadas con lentejuelas con la suficiente delicadeza.

Olvidemos por un momento que el estudio en el que se basan estas floridas y ambiciosas especulaciones estaba limitado a una población de cien niñas con una anomalía cromosómica, y que dichas anomalías están llenas de complejidades y de factores desconcertantes. Olvidemos también que el supuesto gen SSEN-1 está lejos de ser identificado y ni siquiera se ha demostrado su existencia. Lo que más me llama la atención es el porte descolorido y ajeno de la niña genérica que emerge del informe. La niña cuyo aplomo social y círculo de amistades son sus derechos de nacimiento. La madrecita con el don del parloteo. ¿Dónde están las niñas mandonas, las niñas morbosas, las niñas malas, las niñas soñadoras, las niñas que son nuestra mejor amiga para siempre hoy y nuestra Eva Harrington[29] mañana? ¿Dónde están las clasificadoras, las notarias sociales que nos encasillan de la A a la Z sin que podamos hacer absolutamente nada para impedirlo? ¿Dónde están las niñas-hiena, las niñas-leopardo, las niñas-coyote y las niñas-cuervo?

¿Dónde están las niñas vivas, furiosas, agresivas, que son las únicas que he conocido?

No se suele hablar mucho de la agresividad en las niñas y en las mujeres, de modo que solemos olvidar que existe y que tiene una razón de ser. Asociamos la conducta agresiva con los hombres y ahí nos quedamos, sin que se oiga una palabra, un arrullo o un grito en otro sentido. Los científicos lo hacen ritualmente, y todos, en general, lo hacemos como un acto reflejo, incluso cuando nos consideramos a nosotros mismos inteligentes, progresistas y por encima de los estereotipos. Una vez, mientras observaba a un grupo de gaviotas peleando por un montón de galletas en la playa, me fijé en que las más viejas, las que tienen el plumaje de un color blanco sucio y la mancha roja de la madurez en el pico, intentaban constantemente afirmar sus derechos picoteando a las más jóvenes, de plumas marrones, mientras que estas hacían caso omiso de la provocación y dedicaban todos sus esfuerzos a engullir la comida. Mientras las observaba, daba por sentado que todas las que participaban en la pelea eran machos; de hecho, eran tan agresivas que tenían que ser machos, así que yo misma me monté la película en mi cabeza: los machos mayores, obsesionados con el estatus; los jóvenes, desafiantes y oportunistas. Solo más tarde recordé que machos y hembras tienen el mismo plumaje, marrón en la juventud y blanco en la madurez, así que me di cuenta, avergonzada, de que muchas de las gaviotas del todo-vale-por-la-galleta eran hembras, porque las hembras tienen que comer y la vida de un ave de carroña es así de dura.

Pero no debemos culpar a la rodilla por doblarse. Nuestra fijación por la agresividad masculina no es irracional. Entre los seres humanos, la agresividad masculina puede ser en ocasiones tan clara como una nariz rota. Los hombres son abrumadoramente responsables de los delitos con violencia: cometen el 90% de los asesinatos, el 80% de los asaltos y casi el cien por cien de las violaciones. Los investigadores que tratan de comprender los fundamentos de la agresividad deben justificar su curiosidad en términos médicos, ya que, de lo contrario, tendrían problemas para obtener una beca de investigación. La agresividad masculina puede presentarse fácilmente como una enfermedad. La violencia es una amenaza para la salud pública. Desde el punto de vista físico, los hombres son más violentos que las mujeres, de ahí que la agresividad masculina tenga mayor interés científico que la femenina. Además, todos nosotros sabemos que las mujeres son mucho menos agresivas que los hombres y que las niñas son buenas amigas y que si tú, niña, no estás de acuerdo, tenemos formas de convencerte, empezando por la dosis preceptiva de programación infantil de televisión.

El problema de ignorar la agresividad femenina es que las que somos agresivas, las niñas y mujeres, primates a fin de cuentas, nos sentimos confusas, como si faltara algo en la ecuación, la interpretación del yo y del impulso. Se nos deja vagar por la espesura de nuestra profunda ferocidad, nuestros tremendos apetitos e impulsos, y se nos arroja al patio de recreo para que resolvamos nuestras diferencias, de chica a chica, sabiendo que debemos probarnos a nosotras mismas, negociar, pavonearnos y calibrarnos, pero sin que esa lucha se refleje en la pantalla o en las etiquetas que nos otorga la biología. Se nos deja que nos sintamos como «variantes erróneas», como decía textualmente una científica, preguntándonos por qué no somos más agradables de lo que somos, por qué queremos tanto y por qué no nos conformamos con nada.

Sin embargo, aunque sabemos que le falta algo a la efigie biocultural con peluca rubia de la mujer, nos resistimos a explorar los confines de nuestra agresividad. No deseamos que se nos considere agresivas ni deseamos pensar en nosotras mismas como en seres agresivos. A nadie le gustan las personas agresivas, de ningún sexo. La gente a la que tachamos de agresiva es la gente que nos resulta amenazadora, y no la queremos ni en nuestra casa ni en nuestro trabajo ni en nuestra cabeza. Tenemos una visión monocromática y completamente negativa de la agresividad, asociada con los hombres que maltratan a las mujeres y a los niños y los adictos al crack. Está bien ser asertivo y decidido; son términos positivos, honrados, y a los ocupados mercaderes globales nos gustan. Pero la agresividad está pasada de moda. La agresividad es mezquina. En realidad, es para perdedores. La agresividad es a lo que recurrimos cuando no tenemos auténtico poder.

Es justo lo que intentaba decir. La agresividad es para chicas.

Ahora es nuestra oportunidad. La agresividad no es políticamente correcta. Ha pasado por el escrutinio médico y ha sido demonizada y arrojada al vertedero de la opinión pública; ya no se considera un rasgo conductual deseable ni la marca del verdadero hombre. Ahora somos libres de rescatarla y hacer de ella lo que queramos. Podemos rehabilitarla y volverla a codificar. Podemos compartirla. Podemos entenderla en el contexto de nuestras necesidades como niñas y como mujeres, y podemos saber cuándo es más probable que aparezca y qué forma va a tomar. Una conducta agresiva puede ser hostil e hiriente, pero puede ser también creativa y buscar la unión. Los psicólogos, de forma rutinaria, consideran que la conducta agresiva es antisocial, pero esta no deja de ser una visión decepcionante y panglosiana[30] de la vida. Escarbemos un poco bajo la superficie de muchas conductas sociales aparentemente inocentes y aparecerá la agresividad. La amistad puede ser profundamente agresiva, como puede atestiguar cualquiera que haya recibido una llamada de este estilo a la hora de la cena: «Hola, ¿qué tal? ¿Podrías prestarme pasta?». O bien, consideremos la siguiente escena, que tiene lugar habitualmente cuando una persona recibe a alguien en su casa. La anfitriona ofrece a su invitada algo de comer o de beber. La invitada lo rechaza. Aparentemente, la conducta de ambos personajes es amigable, pero la antítesis es la agresividad. La anfitriona es generosa por el hecho de ofrecer y la invitada es considerada por el hecho de ahorrarle molestias. A veces, la transacción es así de simple y limpia y no tiene otro subtexto; puede que la invitada haya terminado de comer hace poco y no le apetezca tomar nada más. Sin embargo, pensemos en el potencial agresivo del ritual, en la dinámica de poder subyacente. La anfitriona, por el hecho de ofrecer comida, da a entender que sabe que está al mando. Es su casa, y está rodeada de recursos. Es la única que tiene algo que ofrecer y desea sacar provecho de su posición. Desea establecer la relación según sus propios términos, para que la otra la considere fiable y generosa y se forme una buena opinión de ella. Desea cerrar una alianza, aunque sea pasajera, con la invitada, quien, al aceptar el ofrecimiento, estará en deuda con la anfitriona.

Al rechazar la comida, la invitada rechaza la posición temporal de cómplice o subordinada y, con ello, envía el sutil mensaje de que es ella la que manda aquí; ella es la única que puede permitirse el lujo de declinar ofrecimientos y potenciales confabulaciones. Y la anfitriona puede interpretar este rechazo como una cierta vejación, puede envararse y decidir: muy bien, no vamos a ser amigas, di a qué vienes y acabemos de una vez. No en vano se compara a veces el rechazo de un ofrecimiento con una bofetada. El contexto determina el tono de la dinámica agresiva de cualquier intercambio social, bien suavizándola hasta la docilidad o bien avivándola hacia el antagonismo. Rechazar comida es generoso si la anfitriona es una vieja amiga con niños y en ese momento lo que menos desea es aproximarse siquiera al horizonte de la cocina. Rechazar comida si somos la jefa que se pasa por casa de su empleada durante el fin de semana equivale a menear despóticamente nuestro pico con mancha roja. Aparecemos inesperadamente y asustamos a la pobre muchacha, y cuando ella hace lo posible por reequilibrar la situación ofreciéndonos tomar algo, vamos y se lo rechazamos. Después de todo la vamos a despedir, y va a ser ella la que necesite el trago.

El contexto y la reforma pueden hacer que incluso la franca agresividad resulte atractiva. Lady Macbeth es «la mala» por antonomasia, una mujer implacablemente ambiciosa que ruega a los espíritus: «¡Despojadme de mi sexo y llenadme toda, desde la corona hasta los pies, de la más espantosa crueldad!», que se confabula con su marido y lo manipula para que asesine al rey Duncan y después hunde sus manos en el sangriento final. «Zorra agresiva y hostil», así empieza la descripción de esta dama. De todos modos, si reestructuramos un poco nuestras ideas preconcebidas, Lady Macbeth puede cobrar un cierto aire de trágica nobleza. ¿Y si la imaginamos como una matriarca nórdica, defensora de su clan? Pekka Niemela, un filósofo de la Universidad de Uppsala, en Suecia, ha sugerido que Lady Macbeth era una vikinga, un personaje muy semejante a las poderosas mujeres que pueblan la clásica epopeya noruega Orkneyinga Saga. Niemela señala que el argumento de Macbeth transcurre en Escocia hacia el año 1000 d. C., cuando Escocia era más pagana que cristiana y estaba dominada por la cultura vikinga. Vista en este contexto vikingo, Lady Macbeth no pierde un ápice de su brutalidad, pero gana buena parte de nuestra simpatía. De una mujer vikinga se espera que alimente su ferocidad, que defienda a su linaje y que tenga mala leche. Los hombres desaparecían durante meses o años para realizar incursiones en otros territorios, de modo que las mujeres vikingas quedaban a cargo de los feudos y ostentaban un poder considerable para decidir sobre la vida y la muerte, la guerra y la paz. Sin embargo, les quedaba poco tiempo para la pompa y las fiestas campestres. La clase saqueadora siempre corre el riesgo de ser saqueada, y en aquella época no había leyes ni sheriff locales ni guardia montada del Canadá que protegieran sus propiedades y sus vidas. La única garantía frente a las amenazas exteriores era el linaje y el clan. Un clan débil no podía atraer aliados. Un clan débil podía ser exterminado en un solo asalto de una matanza. Una mujer vikinga no podía permitirse el lujo de hacer caso omiso a su estatus. Macbeth siempre podía embarcarse y llevarse su titulillo nobiliario y su bonhomía allende el mar. A su dama, varada en las tierras altas de Escocia, solo la corona de una reina le parecía una protección suficiente para su clan, y no había otra manera de obtenerla que no fuera a punta de cuchillo.

Lady Macbeth es el papel con el que sueñan todas las actrices, pero nosotras podemos estar contentas de no tener que representar el papel de escandinavas en nuestra vida diaria. Nuestra agresividad es más aceptable, menos indeleble. Con todo, cometemos actos de agresión, los nuestros, y lo que importa es que los necesitamos, y si los afrontamos sin hostilidad ni travestismo mental y buscamos su origen, podremos perdonarnos nuestra bilis femenina y lanzar un beso a nuestras amigas.

Esto me lleva a la testosterona, cuya reputación es tan formidable que prácticamente podemos oír rechinar sus anillos de carbono. No se puede pensar en el origen de la agresividad sin mirar su ojillo engreído. La testosterona como concepto triunfante lleva pavoneándose ante nosotros demasiado tiempo como para considerarla una nimiedad. Hemos oído una y otra vez que desempeña un papel en la conducta agresiva; de alguna forma, no estamos seguros de los pormenores, pero, sin duda, esta hormona es un contendiente. La testosterona está relacionada con todos los rasgos que incluimos bajo el término-paraguas agresividad, tales como el impulso de dominar o atacar a otros, exhibirse, lanzar bravatas o dejar montones de ropa sucia por el suelo. Crea líderes y crea sinvergüenzas, y si resulta difícil distinguirlos, ahí está la testosterona para ayudarnos, tan sutil como una almádena. Se dice que la testosterona comienza sus maniobras joven, muy joven, con el objetivo de moldear el cerebro del feto en desarrollo y predisponerlo a una conducta posterior dominante, temeraria y brusca. La testosterona es a la agresividad lo mismo que los senos a las nalgas: si piensas en lo primero, lo segundo te viene enseguida a la mente.

Es verdad que, en los últimos tiempos, hemos aprendido y se nos ha dicho que la testosterona no es una hormona exclusivamente masculina, que las mujeres también tienen un poco. Pero muy poco. Poquísimo. Los niveles medios de testosterona que circulan por el organismo femenino están entre veinte y setenta nanogramos por decilitro de sangre. La mitad de dicha testosterona está fabricada por las glándulas adrenales y la otra mitad, por los ovarios. En el caso de los hombres, el mínimo es de trescientos nanogramos por decilitro, y la mayoría tienen de cuatrocientos a setecientos nanogramos, en otras palabras, diez veces más que las mujeres, y casi toda esa plétora proviene de las células de los testículos. Por tanto, los hombres tienen más testosterona. Por tanto, creemos que los hombres son más agresivos que las mujeres. Y, por tanto, consideramos a la testosterona, si no en parte, totalmente responsable de esa supuesta asimetría, para bien o para mal, de la agresividad.

También hemos dado con una nueva criatura, «la mujer T», la mujer cuyo porcentaje de testosterona se encuentra en el extremo superior del rango femenino, una mujer que es más agresiva que la mujer media, se interesa más por su carrera profesional, es más asertiva desde el punto de vista sexual y le interesan menos los niños: es muy poco madre. Esta «mujer T» es un intento, adornado de biología, de explicar por qué algunas mujeres se comportan como variantes erróneas, pero en realidad hay pocos datos que corroboren la existencia de esta «mujer T» o, más propiamente hablando, la mujer cuyo carácter ambicioso, enérgico e irritable, sea consecuencia de las altas concentraciones de dicha hormona. A la testosterona se le han atribuido amplios poderes como hormona de la libido, de la agresividad y de la dominancia. Pero, si las mujeres tuvieran que confiar en su testosterona para conseguir algo en la vida, para sentirse eróticas, airadas o no comatosas, su destino sería patético. ¡Tienen tan poca! Ni siquiera una «mujer T», con sus setenta nanogramos por decilitro, llegaría a la suela del zapato de un hombre menos que pasable. Se ha propuesto que las mujeres son extremadamente sensibles a las pequeñas fluctuaciones de esta hormona precisamente porque tienen niveles tan bajos de la misma. ¿Es esto posible? Pese a su reputación, la testosterona no es una hormona particularmente activa; pizca por pizca, es mucho menos potente desde el punto de vista biológico que el estradiol. Parece que los hombres necesitan grandes ráfagas de testosterona para subsistir. ¿Por qué debería estar una mujer en mejores condiciones que un hombre para convertir a esta débil hormona en una fuente de poder conductual? La respuesta más probable es que no lo estamos y tampoco nos hace falta. Durante demasiado tiempo hemos rendido tributo a ciegas a la testosterona como concepto triunfante, hasta el punto de que asumimos que gobierna a todos los gobernantes, hombres o mujeres, presentes o aspirantes. Pero si nos atrevemos a desafiar el paradigma dominante y tomamos conciencia de lo mucho que nos perjudica, podemos comenzar a imaginar un universo paralelo en el que el substrato neuronal del matriarcado vikingo no sea un premio de consolación, sino nuestro derecho de nacimiento.

Se dice que la testosterona actúa en el cerebro a través de dos fases: la de organización y la de activación. La primera se produce antes del nacimiento, cuando los testículos del feto masculino comienzan a segregar testosterona, que, por lo que parece, configura el cerebro de una forma específicamente masculina. Mucho después, durante la adolescencia, tiene lugar la segunda fase, la de activación; los niveles de testosterona aumentan y activan todas las pautas específicamente masculinas que se establecieron en el útero, y de ahí proviene la materia prima de los quinientos ejecutivos seleccionados por la revista Fortune (de los cuales el 90% son hombres) o de supercachas llamados Arnold (Schwarzenegger) o Norman (Schwarzkopf).

El cerebro femenino, por el contrario, es el cerebro constante, el cerebro por defecto, el plan que se sigue a no ser que se indique otra cosa. El cerebro femenino no está expuesto a una ráfaga de testosterona prenatal porque la mujer no posee testículos que segreguen dicha hormona. El sistema de circuitos característico del cerebro femenino viene determinado por la ausencia de testosterona y no por su presencia. Al llegar a la pubertad y percibir el pulso de estrógeno y progesterona, el sistema de circuitos cerebral se activa en su configuración específica femenina, induciendo conductas como… bueno, es difícil de decir y, naturalmente, varía mucho entre una persona y otra, pero, en esencia, una vez están convenientemente amordazadas, unas conductas no tan agresivas como las del hombre, no tan ambiciosas, no tan ofensivas y no tan obsesionadas por el sexo. Bien, este es, al menos, el supuesto de la teoría clásica de la organización/activación del desarrollo sexual del cerebro: que el cerebro femenino está comparativamente menos predispuesto para la agresividad, la conducta dominante y todos los accesorios y permutaciones de ambas.

A continuación podemos considerar los puntos fuertes y débiles de esta hipótesis de la organización/activación. En primer lugar, puede que la testosterona como tal no sea lo importante para la definición sexual prenatal. Lo que barajan muchos investigadores es que buena parte de la testosterona que llega al cerebro fetal es rápidamente convertida por las neuronas en estrógeno y solo como estrógeno afecta a la arquitectura sexual cerebral. Sí, solo como hormona «femenina» puede la hormona masculina masculinizar el cerebro, lo que significa que el estrógeno es el verdadero responsable del desarrollo sexual del cerebro y de la conducta agresiva, dominante o satírica. Las mujeres sabemos de estrógeno. No se puede decir precisamente que andemos escasas de dicha hormona. Aun así, podemos conservar la hipótesis anterior haciendo hincapié en que lo que cuenta no es el estrógeno frente a la testosterona, sino la cantidad de hormona esteroide a que está expuesto el cerebro fetal. Teóricamente, el estrógeno en la sangre de un feto, tanto si es de procedencia materna como si procede de los ovarios fetales, se une a una proteína fetal denominada alfa-fetoproteína y no puede alcanzar el cerebro. También en teoría, la testosterona producida por los testículos de un feto no se une a esa proteína fetal y sí puede alcanzar el cerebro. ¿Qué más da si se convierte en estrógeno antes de influir en la arquitectura cerebral? El caso es que está presente y actúa en el área cortical, mientras que el estrógeno de la niña no. El gran pulso de esteroides sigue siendo exclusivo del feto masculino. El cerebro femenino conserva su virginidad hormonal.

Sin embargo, en realidad no es así. La mayoría de los experimentos que sugerían que la virginidad hormonal se conservaba fueron realizados con roedores, en los que la alfa-fetoproteína suele detener al estrógeno que circula en la sangre. En los seres humanos, en cambio, esta proteína no impide que el estrógeno alcance el cerebro. Así, el estrógeno materno puede afectar al cerebro de la niña, lo mismo que el producido por los ovarios de la propia niña. Una fina llovizna de estrógeno cae sin descanso sobre el cerebro femenino a lo largo de toda la gestación y ¿quién sabe en qué cantidad cae o qué impacto tiene sobre los circuitos neuronales? Los científicos suponen que la dosis es relativamente baja comparada con la marejada hormonal que llega al cerebro del feto masculino a partir de los testículos y que, para decirlo en pocas palabras, unos niveles bajos de estrógeno feminizan el cerebro y unos niveles altos lo masculinizan, y dichos niveles altos tienen su origen en las eyaculaciones prenatales de andrógeno que se convierten en estrógeno en el cerebro. No obstante, no hay pruebas que demuestren esta afirmación. Ni siquiera entre los roedores es válido este modelo con su clara dicotomía. Tomemos las hembras de ratón que han sido modificadas genéticamente para que carezcan del receptor alfa de estrógeno y que, en consecuencia, tienen una forma menos de responder al estrógeno que un ratón normal. Si un cerebro que se libra del impacto del estrógeno durante el desarrollo está destinado a la feminidad, esas hembras deberían ser el equivalente múrido de las niñas cursis de los anuncios de televisión, unas verdaderas superféminas. Pero no es así, sino que, por el contrario, son extraordinariamente agresivas. Algunas son infanticidas. Ven a las crías de otra hembra y las atacan. Las hembras que carecen de receptor alfa son más agresivas que los machos que carecen de receptores de estrógeno. Y ellos, por su parte, parecen un tanto «afeminados», ya que no les gusta aventurarse a través de espacios abiertos, como suelen hacer los ratones machos, y montan a las hembras, aunque no eyaculan. Sus cerebros también fueron privados de la persuasión evolutiva del estrógeno; sus testículos fabricaban testosterona, pero esta no podía ejercer su influencia organizadora sobre el cerebro porque para ello debe convertirse primero en estrógeno y los receptores del estrógeno no se encontraban a la escucha.

¿Cuál es, entonces, la moraleja de nuestra historia? ¿Que si somos mujeres desde el punto de vista cromosómico y no podemos responder al estrógeno del útero nos masculinizamos? Pero, si somos hombres y no podemos responder al estrógeno, ¿nos volvemos acaso chicas? ¿O algo parecido? ¿O algo completamente distinto? ¿O la moraleja es que las viejas historias no valen y que el cerebro femenino se construye de forma activa y no por defecto, y que si su desarrollo se ve perturbado, en ambos sexos, por una anomalía genética, el animal resultante no satisfará las expectativas y se reirá cuando no debe?

Las mujeres tenemos testosterona, pero no nos sirve ni para colgar el yelmo. No podemos contar con ella. Y menos mal que es así. Los estudios que vinculan la testosterona a la conducta agresiva o dominante en los hombres no son claros. Son liosos. Algunos estudios han encontrado que, entre reclusos masculinos, cuanto mayor es el delito cometido, más alto es el nivel de testosterona del interfecto. Otros estudios, en cambio, no han conseguido verificar dicha correlación. Entre los jóvenes adolescentes, los muchachos considerados por los demás como «cabecillas duros» han resultado tener altos niveles de testosterona; sin embargo, este rasgo bien podría tener también el efecto opuesto, un componente de «mala suerte», puesto que el mismo estudio demostró que los chicos que habían pasado su infancia metidos en peleas y en problemas tenían unos niveles de testosterona bastante bajos al llegar a la pubertad. Como norma general, la testosterona de un hombre aumenta inmediatamente antes de un reto, como un partido de fútbol o un torneo de ajedrez, y, si triunfa, su testosterona se mantiene elevada durante un tiempo, pero, si pierde, desciende, y es difícil que vuelva a subir. La testosterona sube cuando un hombre se licencia en medicina o recibe algún reconocimiento profesional. Sube enormemente cuando recibe un premio en metálico por ganar un torneo de tenis, pero no tanto si obtiene la misma cantidad de dinero al ganar la lotería y no puede pavonearse por ello. Los niveles de testosterona de los abogados —que deben actuar ante el jurado y esgrimir sus cimitarras verbales y acuchillar a quien ose dudar de ellos— son más altos, en promedio, que los de los asesores fiscales, que realizan la mayor parte de su trabajo en la intimidad de su despacho e incluso pueden permitirse tener una orquídea en su mesa.

No obstante, los preparativos para un reto no siempre suponen un aguijonazo de testosterona. Los jóvenes que compiten jugando a un videojuego no muestran cambios detectables en sus niveles de testosterona, ni antes ni después de exterminar virtualmente a sus oponentes. Antes de que un paracaidista salte del aeroplano, sus niveles de testosterona caen; podemos suponer que ve lo que se le avecina y que se marea solo de pensarlo. La concentración de testosterona de un hombre también baja cuando se enamora de una mujer hasta el punto de comprometerse con ella y lo mismo ocurre cuando va a tener un hijo. Según algunos científicos, estos datos sugieren que los hombres que mantienen una relación monógama no necesitan su testosterona. ¿Para qué la quieren, si van a ser amantes fieles y padres entregados? Ya no necesitan tanta testosterona como cuando iban de caza y podían verse obligados a exhibir su cota de malla ante un rival. Sin embargo, existen otras líneas de argumentación. Los niveles de testosterona pueden descender cuando un hombre sufre estrés, y esa es, probablemente, la razón de que ello ocurra cuando disminuye su estatus social o cuando pierde una partida de ajedrez. ¿Es que el compromiso no es estresante? ¿No es comparable al terror que precede a un salto en paracaídas? Una inminente paternidad, ¿no es acaso estresante? Si todavía nos lo preguntamos es que estamos inertes y, por tanto, necesitados de oxígeno y no de testosterona.

Desconocemos cuál es el significado de las fluctuaciones de la testosterona masculina. Sus niveles suben y bajan a diario, a lo largo del día, con un máximo por la mañana, un descenso por la tarde y, de nuevo, un aumento antes de ir a dormir. Si extirpamos la principal fuente de testosterona de un hombre, sus testículos, no se vuelve necesariamente menos agresivo de lo que era antes. Algunos hombres que han sido castrados a consecuencia de la quimioterapia aplicada para el tratamiento de un cáncer de próstata explican que experimentan grandes cambios en el estado de ánimo, volviéndose, habitualmente, más pasivos y deprimidos; pero, en el nombre de Thor, tienen cáncer, ¿cómo van a ir por ahí dándoselas de maestros de jujitsu? Los hombres que eran castrados para vigilar los harenes de los sultanes no dejaban de ser agresivos. Estaban enojados. Quizá por eso eran buenos guardianes. En la antigua China, algunos eunucos de la corte tenían fama de ser sanguinarios, llegando a organizar el asesinato de emperadores y poniendo en el trono a sucesores de su elección; algunos fueron estrategas militares, otros combatieron como soldados. En Estados Unidos, la castración quirúrgica o química se utiliza a veces como terapia para los delincuentes sexuales, en especial a los pederastas. Esta terapia tiene sus detractores, y con razón. No solo se trata de un castigo que tiene un regusto de barbarie y anticonstitucionalismo, sino que sus consecuencias, además, pueden ser trágicas. Algunos delincuentes de este tipo que han sido castrados han acabado asesinando a sus jóvenes víctimas en lugar de conformarse con agredirlos. La pérdida de los andrógenos testiculares enfrió su impulso sexual y dificultó la erección, pero su agresividad no se aplacó y, furiosos por su fracaso para consumar, arremetieron contra los desafortunados objetos de su deseo patológico.

Los hombres hipogonadales —cuyos niveles de testosterona, por diversas razones clínicas, han descendido más de lo normal— afirman que se sienten más agresivos y coléricos que antes, no menos, y cuando sus niveles de andrógenos vuelven a la normalidad, se sienten de nuevo más tranquilos, más felices, a gusto con su propio ser. Lo mismo ocurre con todas nuestras hormonas: tiroideas, esteroides sexuales y cortisol. En exceso o en defecto, no importa. Nos sentimos a disgusto, descolocados, malhumorados y agresivos.

Si el vínculo entre la testosterona y la conducta agresiva o dominante en el hombre ya es un lío, en el caso de la mujer es como las baldosas de debajo de la nevera: ¡mejor no pensar en cómo estarán de sucias! Las atletas no tienen un máximo de testosterona antes de una competición ni cuando la ganan. Las abogadas no están dotadas con más testosterona que las asesoras jurídico-fiscales. En un determinado estudio se buscó averiguar si la agresividad femenina podía estar relacionada con la subida y bajada de los niveles de testosterona a lo largo del ciclo menstrual, con un máximo de dicha hormona en la fase en la que el óvulo madura y la producción de estrógenos es más alta. Se sometió a dos docenas de mujeres a múltiples rondas de un juego rápido denominado «Paradigma de agresión por sustracción de puntos», en el que a una persona se le da la opción de, o bien pulsar una barra cien veces para aumentar su puntuación en un punto (que vale diez centavos), o bien pulsar otra barra diez veces para descontar un punto de un oponente (ficticio) al que no ve. Al jugador se le provoca con la sustracción periódica de un punto, que atribuye a la hostilidad de un oponente imaginario. Los investigadores no encontraron correlación entre la concentración relativa de testosterona de las mujeres y la tendencia a responder a la provocación ojo por ojo, pulsando furiosamente la barra de sustracción en lugar de concentrarse en aumentar su propia puntuación. Lo que sí encontraron, sin embargo, es que las mujeres que refirieron sufrir el síndrome premenstrual eran, generalmente, más belicosas a lo largo del mes y más proclives a pulsar la barra de «¡chúpate esa!» que las mujeres sin el síndrome, con independencia de sus niveles de testosterona.

La testosterona es anárquica, ingobernable. En otro estudio se constató que cuanto más alto era el nivel de testosterona de las reclusas, mayor era la probabilidad de que hubieran cometido delitos violentos, como el asesinato, en vez de delitos no físicos, como el desfalco. En otro estudio, sin embargo, no se constató esta correlación. Los investigadores han descubierto que las presas con testosterona alta presentan una conducta más dominante e intimidatoria que las que tienen concentraciones bajas y, al contrario, que estas últimas son «hipócritas», «manipuladoras» y «conspiradoras» y que actúan como «serpientes en la hierba», según los informes de evaluación de los funcionarios de prisiones. Pero veamos este estudio con algo de perspectiva, saquemos agresivamente nuestras garras felinas. Las mujeres con alta concentración de testosterona de la muestra eran también más jóvenes, por término medio, que las mujeres con concentraciones más bajas y, ya se sabe, la juventud tiene sus privilegios. El joven (o la joven) tiene tejido muscular. Todavía piensa que la muerte es excitante y provisional. Por norma general, todos los reclusos y reclusas tienen antecedentes de malos hábitos: demasiado tabaco, demasiado alcohol y demasiadas drogas en demasiadas combinaciones corrosivas, de modo que, conforme pasan los años, más probabilidades tienen de estar más débiles, más pesimistas y más gastados. Mejor conspirar en la hierba que enfrentarse en persona.

La testosterona está sobrevalorada. Pensamos demasiado en ella. No es lo que necesitamos o buscamos al intentar comprender las raíces de la agresividad femenina. No sé si la testosterona es significativa en la conducta masculina ni si un hombre puede proyectar hacia fuera el pulso de testosterona que libera tras una victoria personal y si puede utilizarlo como catapulta para seguir logrando hazañas. Los hombres tienen mucha testosterona y posiblemente emplean parte de ella para usos conductuales. El cuerpo lo hace: coge lo que está disponible y lo pone en juego, aunque el uso que le dé estará profundamente influido, y con frecuencia gobernado, por la experiencia, el pasado, las coacciones sociales y el efecto placebo de un cerebro que quiere creer. Pero el hecho es que los hombres tienen más testosterona que las mujeres y pueden usar dicha hormona, ya sea de forma consciente o inconsciente, para exagerar y prolongar sus respuestas y sensaciones —del mismo modo que algunas mujeres pueden tocar las cuerdas de su sexualidad y su capacidad orgásmica cuando la concentración de estrógeno alcanza su máximo a mitad de ciclo— sin que el resultado sea lo más importante. Hay otras formas de ascender a un trono definido por nosotras mismas o de asir la liberación y la trascendencia. Debemos desprendernos del yugo de la testosterona y de la idea de que sin ella no podemos funcionar, que los hombres tienen el monopolio de la que se ha dado en designar la hormona de la libido, de la agresividad y de los héroes. Pero no es así. No hay nada que temer en la testosterona.

Pensemos a continuación en algunas de nuestras hermanas filogenéticas y en lo que tienen que decirnos sobre las raíces de la agresividad femenina. La hiena manchada constituye uno de mis ejemplos favoritos. La hiena manchada (Crocuta crocuta) es un carnívoro africano que algunas personas consideran, equivocadamente, desagradable. La hiena manchada no se parece a ningún otro mamífero. Sus patas traseras son más cortas que las delanteras para poder correr mejor largas distancias. Tiene un cuello descomunal, una especie de tronco de secoya de puro músculo que acciona sus mandíbulas y le permite triturar la carne, la piel e incluso los huesos de sus presas. La hiena manchada pulveriza los huesos; sus excrementos parecen tiza. Su rostro es una mezcla de felino, cánido, úrsido y pinnípedo. Su espíritu es pura furia. Un cachorro de león nace indefenso, ciego y sin dientes. Un cachorro de hiena, en cambio, nace con los ojos abiertos y los caninos crecidos, y suele dirigirlos hacia las gargantas de sus hermanos de camada. Frecuentemente, un cachorro mata a otro. Tras la sanguinaria ceremonia inicial, el superviviente se calma y, siguiendo el espíritu tradicional de los jóvenes, se vuelve juguetón.

Lo que hace a la hiena manchada un animal verdaderamente singular es su aspecto y su conducta sexuales. Como mencioné anteriormente, los genitales externos de machos y hembras tienen el mismo aspecto: es como si ambos sexos tuvieran un pene y un escroto. Sin embargo, mientras que los genitales de los machos sí son verdaderamente un pene y un escroto, el aparente falo de la hembra es una combinación de vagina y clítoris y el falso escroto son labios fundidos. La hembra lo hace todo a través de su falo: orina, copula y da a luz. Su primer parto, a través de este angosto túnel, es una agonía. La cría la desgarra. Muchas hembras mueren durante su primer parto. Para las que sobreviven, los partos siguientes son mucho más fáciles, algo que ya saben las madres humanas. El primero es el peor.

Los excepcionales genitales de la hiena manchada han desconcertado a los naturalistas desde Aristóteles hasta Ernest Hemingway, quien creía que estos animales eran hermafroditas. Pero, incluso después de haberse dado cuenta de que había dos sexos, como de costumbre, los científicos siguieron quedándose perplejos ante la conducta y la organización social de estos animales. Los machos y las hembras tienen aproximadamente el mismo tamaño, pero las hembras siempre mandan. Son el sexo dominante. Un macho más viejo y más grande siempre capitula frente a una hembra más joven y de menor tamaño. ¿De dónde proviene la supremacía de las hembras de esta especie? A bote pronto, la respuesta parece ser… de la testosterona. Los fetos de machos y hembras están expuestos en el útero a dosis extraordinariamente altas de testosterona, siendo esta la razón por la que las hembras nacen con genitales masculinizados. El origen de esta testosterona se encuentra en la singular placenta materna de la hiena manchada. En la mayoría de los mamíferos, la placenta es rica en aromatasa, la enzima que transforma los andrógenos maternos en estrógenos, y contiene, en cambio, concentraciones bajas de las enzimas que transforman las moléculas precursoras en testosterona. En la placenta de la hiena manchada, la proporción de enzimas de conversión es justo la contraria: alta en enzimas que transforman los esteroides precursores en testosterona y baja en aromatasa que convierte la testosterona en estrógeno. Así, el torrente sanguíneo del feto tiene una elevada concentración de testosterona y esta, más que el estrógeno, tiene acceso al cerebro de la hiena, donde, de nuevo, puede convertirse en estrógeno; pero, en cualquier caso, está ahí, por lo que podría explicar por qué las crías ya muestran con saña sus caninos desde el mismo momento en que se abren paso a través de la fálica vagina de la madre. Y, a medida que los niveles de testosterona de la sangre de los cachorros descienden a lo largo de las semanas posteriores al nacimiento, estos se hacen más dóciles y juguetones, todo de acuerdo con la reputación de la hormona.

Aun así, los medios y mecanismos de nuestra hembra dominante se nos escapan. Los niveles de testosterona de los cachorros descienden en ambos sexos después del nacimiento, pero la hembra joven sigue siendo más agresiva que el macho. En la adolescencia y la madurez, los niveles de testosterona del macho superan considerablemente a los de la hembra, como ocurre habitualmente en la madurez sexual de los mamíferos, y, sin embargo, la hembra no cede lo más mínimo. Si pelean por un fémur de cebra, ella gana. Se hace la dama ante él. Se ha convertido en un hábito. Pero, ¿cuál es el origen de este hábito, de este gusto por la supremacía? La testosterona no lo explica todo. Los científicos que estudian las hienas manchadas han examinado sus cerebros con la comprensible esperanza de que la exposición fetal a altas dosis de testosterona masculinizaría todos los cerebros y, por tanto, encontrarían pocas diferencias o ninguna entre los cerebros de las hembras y de los machos. De hecho, las regiones cerebrales que, en muchas especies de mamíferos, son más grandes en los machos que en las hembras, son también más grandes en los machos de hiena, incluyendo las regiones cerebrales que controlan la conducta sexual. Las hienas hembras tienen cerebros «femeninos» y, a pesar de ello, practican un ruidoso y osteófago matriarcado.

Una interesante observación que se desprende de los estudios sobre las hienas es la importancia de una hormona esteroide denominada androstenidiona (hay que pronunciar la palabreja con un ritmo cantarín muy femenino: an-dros-te-ni-dio-na). Se la clasifica como andrógeno, la misma categoría química que la testosterona, si bien no se encuentra entre los andrógenos considerados especialmente masculinos o interesantes. Muy al contrario. Durante años, los científicos relegaron a la androstenidiona al papel de mero intermediario que no tiene significado alguno hasta que se convierte o bien en testosterona o bien en estrógeno. Se suponía que era segregada en buena parte por las glándulas adrenales y no por las gónadas, y las hormonas adrenales nunca han tenido tanto atractivo erótico como las hormonas ováricas o testiculares, porque las glándulas adrenales masculinas y femeninas no son lo bastante diferentes entre sí para los que se consideran obsesos de la clasificación sexual. Las hienas demostraron lo que podía hacerse con la androstenidiona. Es posible que una hembra adulta no tenga tanta testosterona como el macho, pero lo compensa con la abundancia de androstenidiona. Y la mayor parte de esa hormona no proviene de sus glándulas adrenales, sino de sus ovarios. Por razones todavía desconocidas, las gónadas de una hembra de hiena segregan enormes cantidades de androstenidiona. Durante la gestación, la placenta de la hiena transforma esta hormona en testosterona, que después penetra en el torrente sanguíneo del feto. Sin embargo, incluso cuando la hembra no está preñada, sus ovarios segregan una corriente continuada de androstenidiona y esta hormona podría ser la responsable de su agresiva arrogancia. Tal vez sí o tal vez no. No lo sabemos. Lo que sí estamos en condiciones de afirmar es que dicha hormona merece más atención de la que ha recibido hasta la fecha. Si la alimentamos, la acicalamos y le ponemos collar, tenemos una mascota hormonal de la hembra furiosa. Un estudio descubrió que los niveles de androstenidiona en sangre de un grupo de adolescentes agresivas eran muy altos. Los investigadores pensaron, en un principio, que los datos obtenidos eran irrelevantes y que obedecían al estrés de las jóvenes y a la subsecuente hiperexcitación de sus glándulas adrenales, que les hacían segregar cantidades excesivas de una serie de esteroides adrenales, incluida la androstenidiona. Ahora se preguntan si aquellas jóvenes estaban realmente tan estresadas y adrenalizadas o si sus ovarios eran responsables de la tormenta de androstenidiona, con sus posibles consecuencias conductuales y cadencias como, por ejemplo, una pose insolente y desafiante. A pesar de las puntuaciones obtenidas en las pruebas de agresividad relativa, las mujeres tienen mucha más androstenidiona que testosterona en el plasma sanguíneo —cuatro o cinco veces más— y un porcentaje mayor de androstenidiona libre, es decir, que no está unido a las proteínas de la sangre y es, por tanto, en teoría más accesible al cerebro. El nivel de androstenidiona femenino es equivalente al masculino. En este caso no está silenciada. Aquí dispone de arcilla para modelar.

De todas formas, no pretendo exagerar la importancia de la androstenidiona. La testosterona no es la única hormona que se ha sobrevalorado. En los últimos tiempos todas las hormonas se han sobrevalorado, aunque siguen sin conocerse bien. Pero, aunque conocemos este mantra, seguimos siendo prisioneras de la testosterona y necesitamos una nueva perspectiva para quitarnos los grilletes. Las hienas tienen poderosas mandíbulas, ideales para romper cadenas.

Y no nos olvidemos de nuestro estrógeno. Esta hormona también puede catalizar un talante autoritario, en oposición a sumiso o estrecho de miras. En un estudio realizado con estudiantes universitarias, Elizabeth Cashdan, de la Universidad de Utah, descubrió que las mujeres que tenían mayores concentraciones de tres hormonas determinadas —estrógeno, testosterona y androstenidiona— eran también las más pagadas de sí mismas y tendían a valorarse por encima de la mayoría de sus compañeras. También sonreían poco, un síntoma más bien desafortunado de quienes se consideran importantes. Curiosamente, las mujeres con mayor concentración de androstenidiona eran las que más tendían a exagerar sus facultades y se adjudicaban a sí mismas una categoría mayor que la que les concedían sus compañeras. La androstenidiona bien podría ser la pócima de la bruja. Pero, ¿se puede tener demasiada confianza en una misma? Pensamos, sí por supuesto, ¡y qué patéticos nos parecen los delirios de grandeza! Y sin embargo, la historia nos enseña que quienes confían ciegamente en sí mismos y se promocionan de forma repulsiva son los que, no solo acaban obteniendo el poder gracias a su tenacidad, sino que lo conservan una vez obtenido. ¿Puede tener una mujer demasiada confianza en sí misma? Si una inyección de androstenidiona pudiera hacer que una chica se sintiera orgullosa de sí misma, yo personalmente le ofrecería mi ayuda para encontrar la vena.

Ahora debo recalcar un hecho tremendamente importante: una hormona no induce una conducta. Desconocemos qué efecto tienen las hormonas en el cerebro y la personalidad, pero sí sabemos lo que no hacen: no inducen una determinada conducta de la misma manera que el volante hace que un coche gire a la derecha o a la izquierda. Y viceversa, tampoco la facultad de comportarse de un modo agresivo o dominante requiere un sustrato hormonal. Si las hormonas hacen algo, por pequeño que sea, ese algo consiste simplemente en aumentar la probabilidad de que, manteniéndose iguales todos los demás factores, se dé una determinada conducta. Un máximo de estrógeno a mitad del ciclo menstrual puede darle un halo de brillo a nuestra sensibilidad erótica, nada más. Al mismo tiempo, nos ayuda a recordar el concepto de biorretroalimentación: las conductas y emociones pueden transformar el medio hormonal y las conexiones entre las neuronas. El cerebro es flexible. Las sinapsis que enlazan unas neuronas con otras nacen, mueren y vuelven a nacer.

Pocos organismos pueden igualar el ejemplo de plasticidad neuronal y hormonal que proporciona el Haplochromis burtoni, un pez cíclido que habita en el lago Tanganica, en África. En esta especie, solo dominan uno o unos pocos machos en una zona concreta del lago y en un momento determinado. Los machos alfa tienen colores brillantes, neones náuticos, mientras que las hembras y los machos subordinados tienen tonos arena. Solo los machos alfa tienen gónadas que funcionen y solo ellos pueden fecundar; sin embargo, están bajo amenaza constante, ya sea de predación, por la belleza de sus escamas, o de usurpación de su posición por parte de otros machos. Cuando un macho dominante es derrocado de su posición de poder por otro pez más fuerte, su cerebro comienza a cambiar de una forma rápida y espectacular. Las neuronas de su generador de pulsos en el hipotálamo, que controlan sus gónadas y la producción de semen, se encogen y desconectan las sinapsis. Sin las oportunas indicaciones del cerebro, los testículos también se encogen y, con ello, el pez pierde su principal fuente de testosterona. Pierde su brillante coloración y se vuelve parduzco. Deja de dedicar sus energías a patrullar agresivamente por su territorio y se vuelve discreto, permaneciendo escondido todo el tiempo que puede. No es que esté avergonzado, es que es sensato. No tiene ni testículos ni testosterona, de modo que no puede fabricar esperma y no puede aparearse; y, si no puede aparearse, se retira hasta que se presente otra oportunidad de pasar a una posición dominante. Si su usurpador muere o es comido, tendrá una nueva oportunidad de competir con otros aspirantes descoloridos y agonadales por una vida en colores y, en caso de vencer, su hipotálamo crecerá de nuevo, lo mismo que sus testículos, su producción de testosterona y su fecundidad, y sus escamas se volverán nuevamente brillantes, iridiscentes y arrogantes.

Los peces cíclidos demuestran cómo una conducta, o, mejor dicho, una evaluación de la realidad, puede reacondicionar todo el cuerpo, desde el cerebro hasta las gónadas. La conducta es la derrota en una pelea. El cerebro es el primero en reaccionar. De algún modo, la sensación de derrota induce la pérdida neuronal, la desactivación del generador de pulsos del hipotálamo. No es una bajada en los niveles de testosterona lo que causa las transformaciones en el cerebro del cíclido, ya que la atrofia neural precede a cualquier disminución mesurable de la testosterona. Solo después, cuando sus gónadas han comenzado a encogerse, cambia de forma significativa el contenido hormonal del pez. En esta especie, la testosterona no es tanto un actor como un reactor. La disminución de esta hormona puede facilitar o favorecer la conducta de ocultarse, pero no la causa. Tras la derrota, los sistemas interconectados al cerebro, las gónadas y las hormonas, ponen en funcionamiento la estrategia más sensata para el cíclido: esperar y disfrutar de las vacaciones.

La moraleja que podemos extraer de la historia de nuestro pececito es que la flecha no apunta de forma unidireccional de la hormona a la conducta o del circuito neuronal A a la respuesta B. Por el contrario, la flecha es como una obra de M. C. Escher, en la que la flecha se transforma en pájaro, en persona, en espacio intersticial y, de nuevo, en flecha. El cerebro nunca está fijo. Es un blanco móvil. Nuestras hormonas no nos obligan a hacer las cosas. De hecho, el hábito y las circunstancias pueden tener un efecto mucho más profundo en la conducta. Una persona que esté acostumbrada a que la respeten será obedecida hasta la vejez al margen de cómo se comporten sus niveles de estrógeno, testosterona o androstenidiona. Un gato macho que haya marcado su territorio orinando por toda la casa puede continuar haciéndolo aunque lo castremos y extirpemos sus testículos. Ha aprendido a hacerlo y, aunque el impulso proceda de una ráfaga de testosterona en la pubertad, ya no necesita esa hormona para saber (al modo de los gatos, puesto que son infinitamente sabios) que un gato debe dejar su marca allí donde vaya.

El cerebro es un blanco móvil, lo mismo que nuestra interpretación de los circuitos cerebrales que tienen que ver con la agresividad. Los investigadores de la conducta agresiva categorizan la agresividad. Hablan de agresividad ofensiva predatoria, agresividad competitiva (también denominada agresividad intermasculina), agresividad inducida por el temor, agresividad irritable, agresividad materno-protectora y agresividad relacionada con el sexo. Pero no pensemos, erróneamente, que la existencia de estas categorías es fruto del consenso. Los investigadores suelen discrepar agresivamente sobre la definición de la agresividad y sobre la validez de las pruebas para determinarla. Una prueba clásica es el llamado paradigma del intruso. Si ponemos un ratón en la jaula de una rata y esta lo ataca y lo mata en, pongamos por caso, tres minutos, y otra rata tarda treinta minutos en hacer lo propio, podemos concluir que la Rata I es más agresiva que la Rata II. Sin embargo, hay muchas variables que pueden afectar a la propensión de una rata a atacar, entre las cuales se encuentra su inteligencia, el hambre que tenga y su estado de ánimo, por no mencionar la habilidad y la fuerza del ratón al que se la enfrenta. En cualquier caso, el ensayo es artificial: en la naturaleza, ratas y ratones casi nunca interactúan y ningún ratón es lo suficientemente estúpido como para entrar de forma voluntaria en los dominios de una rata.

Del mismo modo que no hay una determinada «hormona de la agresividad», tampoco hay un asiento específico de la agresividad en el cerebro, un lugar concreto que controle o intervenga en los sentimientos y en los actos agresivos. Un texto de finales de la década de 1990 sobre neuropsiquiatría escrito por Jeffrey L. Saver y sus colegas relaciona treinta y ocho partes distintas del cerebro con diversas conductas que podrían calificarse de agresivas. Si se despoja al hipotálamo de un gato del tejido cortical que lo rodea y se estimula un determinado lugar de la parte posterior del hipotálamo con una corriente eléctrica, el gato adopta automáticamente la postura habitual de ira gatuna: bufa, se le eriza el pelo, saca las garras y se le dilatan las pupilas. Por tanto, se supone que la corteza cerebral inhibe la agresividad y que el hipotálamo la favorece, al menos en los gatos. Si le extraemos la amígdala a un mono rhesus, normalmente el animal se volverá dócil y pacífico, pero no siempre es así: los monos que eran sumisos antes de la operación, a menudo se vuelven agresivos después de esta. Se cree que la amígdala desempeña un papel en el aprendizaje y en la memoria. Así, tal vez lo que estemos viendo sea que, sin ella, los monos agresivos se olvidan de serlo y los monos dóciles se olvidan de portarse bien.

Las personas que sufren lesiones en la cabeza y enfermedades cerebrales presentan conductas agresivas, impulsivas y violentas, pero nunca de forma nítida, nunca de una forma lo bastante localizada como para que los científicos puedan afirmar: aquí se encuentra la trayectoria principal de la agresividad irritable o de la agresividad maternal. El psiquiatra David Bear relata la historia de Rebecca, una niña de 10 años que se quedó inconsciente como consecuencia de una lesión en la cabeza. Cuatro años después, empezó a experimentar ataques, pérdidas de memoria y episodios de déjà vu. Se volvió irritable e hipergráfica, produciendo larguísimos poemas y reflexiones filosóficas. Los encefalogramas revelaron un abultamiento anormal en el lóbulo temporal derecho. A los 15 años empezó a ausentarse de su casa, a hablar con voz masculina y áspera y se volvió violenta, a menudo sin ser consciente de su propia cólera. En una ocasión se despertó en lo alto de un montículo en pleno campo con un palo manchado de sangre en la mano al lado del cuerpo inconsciente de un extraño. Otra vez, durante una sesión de terapia, atacó de repente a la doctora y la retuvo, amenazándola con un cuchillo en la garganta durante tres horas. Más tarde, cuando Rebecca se dio cuenta de lo que había hecho, sintió un remordimiento tan profundo que le dio a la psiquiatra un vial lleno de su propia sangre en compensación. Tras la lesión en el lóbulo temporal, Rebecca se volvió agresiva, sí, pero, al mismo tiempo, su tono emocional cobró profundidad; se sentía impulsada a escribir, a vagabundear, a buscar el control, a perderlo. Se convirtió en un eco débil y caótico de Hildegarde von Bingen, la monja del siglo XII que fue una gran compositora, poeta y visionaria y que sufría migrañas acompañadas de auras y alucinaciones.

Cuando el cerebro se convierte en un extraño para sí mismo, normalmente desciende a una posición más primitiva, menos comedida, como un gato que bufa con el pelo erizado. Una mujer a la que le fue seccionada la comisura anterior para controlar sus ataques epilépticos empezó a tener dificultades para lavarse y vestirse, porque sus brazos luchaban físicamente entre sí. La comisura anterior es un haz de fibras nerviosas que permiten comunicarse a los dos hemisferios cerebrales. Sin ella, cada hemisferio estaba perdido y temeroso, viendo enemigos por todas partes, incluso en el brazo controlado por el lado opuesto del cerebro. Pero, ¿es esto una expresión del cerebro agresivo o del cerebro defensivo? ¿O del terror más elemental, el del pájaro herido que bate las alas desesperadamente, tratando de volver a la homeostasis del vuelo?

Se dice que el cerebro es femenino por defecto y que es masculinizado por la exposición a los andrógenos y se dice también que los andrógenos estimulan o facilitan la conducta agresiva o, al menos, simpatizan con ella. No obstante, según algunos modelos neuronales, la propia agresividad es un estado de ánimo por defecto, el compás de cuatro por cuatro al que el cerebro regresa armoniosamente, de ahí que el cerebro esté envuelto con muchas capas inhibidoras de cinta aislante roja que lo reprimen y lo hacen menos agresivo. En 1848, Phineas Gage, un capataz de 25 años que trabajaba en la construcción del ferrocarril, sufrió un espectacular accidente. Una barra de metal que estaba manipulando le estalló en las manos y le penetró en la cabeza, entrándole por el ojo izquierdo y saliendo por la parte superior del cráneo. El ojo le quedó totalmente destrozado, pero, por lo demás, se encontraba asombrosamente bien. Podía hablar e incluso pudo ir andando, con la ayuda de uno de sus hombres, hasta una taberna cercana. Gage se recuperó del accidente, pero nunca volvió a ser el Phineas que todos conocían. Se convirtió en un hombre distinto, aunque para los demás, no para sí mismo. Antes del accidente había sido un hombre inteligente, trabajador, abstemio y religioso. Después, sin dejar de ser inteligente, se convirtió en un personaje impulsivo y profano. Insultaba a sus jefes. Insultaba a la gente que intentaba impedirle que satisficiera sus efímeros deseos. Se insultaba a sí mismo por abandonar los planes para hacer realidad sus fantasías. Era incapaz de mantener un trabajo o una promesa. «Ya no era Gage», escribió John Harlow, su médico. Gracias a las modernas técnicas de análisis cerebral mediante la imagen y las proyecciones del cerebro de Gage obtenidas mediante ordenador, los científicos han logrado recientemente reconstruir su lesión cerebral, señalando el lóbulo frontal orbitomedial izquierdo como el lugar que sufrió más daños. Han sugerido que justo allí se encuentra un locus de control de impulsos, la zona moderada del cerebro, por decirlo de algún modo, o su centro moral, como han sugerido los científicos. Pero hay otros loci de control en otros lóbulos. Muchas enfermedades mentales se manifiestan como pérdidas de control o falta de domesticación de la mente. La esquizofrenia, el trastorno bipolar, el desorden de estrés postraumático, las fobias: en todos los casos, los pacientes suelen meterse con la gente, vociferar, cantar en falsete, atacar a los demás, catabolizar. Mi antepasado Silas Angier luchó en la guerra de la Independencia en un regimiento de New Hampshire. Al igual que su compatriota de Nueva Inglaterra, Phineas Gage, era trabajador, ambicioso y recto, un ciudadano respetado de la oscura ciudad de Fitzwilliam. Sin embargo, hacia finales del siglo XVIII, Silas participó en una cruenta escaramuza contra un grupo de indios en la que recibió un golpe en la cabeza. Ya nunca volvió a ser el mismo. Se volvió caprichoso y malhumorado. Dejó de preocuparse por su reputación. Dejó de ir a la iglesia. Se volvió agorafóbico. Silas falleció en octubre de 1808, tres días antes de cumplir los 71 años y en la pobreza.

Desconocemos cuáles son las bases endocrinas de la agresividad, su anatomía, su neuroquímica. Últimamente, el neurotransmisor serotonina ha saltado a la palestra de la investigación sobre la agresividad. Si pensamos en la serotonina, probablemente nos vienen a la cabeza el Prozac, el Zoloft y las otras pastillas semifelices que están entre los fármacos que más beneficios económicos han reportado de todas las épocas. El modelo simplista que se ha establecido afirma que si tenemos la serotonina «baja» estamos más predispuestos a mostrar conductas agresivas, impulsivas y ofensivas. Mihaly Arató, de la Universidad McMaster, ha denominado a la serotonina el neurotransmisor «civilizador». El mismo modelo afirma también que si tenemos la serotonina «baja», corremos el riesgo de sufrir una depresión. La depresión se suele considerar una enfermedad femenina, porque las mujeres la sufren dos o tres veces más que los hombres (aunque ellos nos están alcanzando, según indican los últimos estudios internacionales). La agresión y la depresión parecen dos fenómenos diferentes e incluso opuestos, pero en realidad no lo son. La depresión es un acto de agresión dirigido hacia dentro, hacia el verdadero yo o hacia un yo imaginario y amenazante. Una persona gravemente deprimida puede parecer anestesiada desde fuera, pero nunca está anestesiada para sí misma. Puede que desee recuperarse y que lo intente con la ayuda de la medicación, pero en realidad no puede apaciguar al agresor que la atormenta desde su guarida interior. William Styron describió la violencia de la depresión, calificándola como una verdadera «tormenta cerebral» y una «gris llovizna de horror implacable», bajo la cual la persona que la sufre se convierte en un viejo, loco e impotente rey Lear. Por tanto, comparar la agresividad y la depresión es un paso lógico, y que la serotonina intervenga en ambas parece también lógico.

Sin embargo, estamos lejos de comprender de qué forma y en qué circunstancias aparece la serotonina tanto en el cuadro del agresor como en el del sujeto agredido. Al igual que las hormonas esteroides, la serotonina es una molécula antigua. La tienen las langostas, y responden a ella conductualmente, aunque no de la forma que cabría esperar si equiparamos simplemente la serotonina «baja» con la agresividad. Una inyección de serotonina hace que la langosta adopte una postura de pelea, con los músculos extendidos y las pinzas abiertas. En los mamíferos, el papel de la serotonina es menos estereotipado y más específico de cada especie. Los zorros plateados domesticados, que toleran el contacto humano, tienen unas concentraciones de serotonina en el cerebro medio y en el hipotálamo superiores a las de los zorros plateados que muerden y gruñen a los guardabosques. Los monos rhesus con altos niveles de serotonina en sangre tienden a ser socialmente dominantes, mientras que los que tienen bajos niveles de esta hormona tienden a ser agresivos y sus conductas, socialmente desviadas; en resumen, el tipo de monos que a nadie le gustaría encontrarse por la noche. No obstante, para otras especies de monos, esta correlación entre serotonina y agresividad no se cumple.

En las personas, la influencia de la serotonina es todavía más confusa. Los cerebros de los suicidas unas veces muestran niveles bajos de serotonina y otras veces no. Los científicos han examinado los metabolitos de serotonina en el líquido cefalorraquídeo de criminales violentos y han obtenido resultados también incongruentes. Como grupo, los pirómanos y los homicidas involuntarios muestran niveles bajos de metabolitos de serotonina, pero los violadores y los maltratadores de mujeres no. Tampoco los estudios realizados con pacientes deprimidos han detectado un descenso en el metabolismo de la serotonina, por mucho que hubiera sido de desear como prueba del origen orgánico de la depresión.

Sea cual sea el papel que represente la serotonina, es polifónico. Existen al menos dieciséis tipos de receptores de la serotonina, distintas proteínas capaces de responder de formas diferentes a la serotonina. ¿Con qué finalidad? No lo sabemos. ¿Les gusta a las neuronas el sabor de la serotonina? ¿La codician? No lo sabemos. Las sustancias denominadas inhibidores de la recaptación de la serotonina, como el Prozac y el Zoloft, parece que actúan impidiendo que las neuronas absorban la serotonina, lo que permite que dicha hormona se mantenga durante más tiempo en el espacio sináptico y pueda continuar actuando. Por tanto, es «bueno» que haya mucha serotonina en el ambiente. Al mismo tiempo, los estudios realizados con pacientes neuróticos nos dan una versión distinta de la «bondad» de la serotonina. Se supone que los neuróticos tienen una deficiencia en los genes transportadores de la serotonina, lo que en esencia significa que sus transportadores se comportan como las sustancias inhibidoras de la recaptación y mantienen la serotonina en el espacio sináptico durante más tiempo, quedando así a disposición de las neuronas. Así son los neuróticos: individuos ansiosos, descontentos, depresivos, que no nos parece que estén haciendo un uso especialmente correcto de su serotonina biodisponible. Actúan más bien como langostas en un máximo de serotonina, adoptando posturas defensivas y chasqueando las pinzas.

En resumen, no sabemos cómo actúa la serotonina en la agresividad o en la depresión ni, en realidad, por qué sustancias como el Prozac frecuentemente van acompañadas de efectos secundarios como el ansia de carbohidratos o la indiferencia ante el sexo. Si la serotonina es el neurotransmisor «civilizador», tal vez sea agobiante tanto en niveles demasiado altos como demasiado bajos, haciéndonos sentir como si estuviéramos en un salón francés rodeados de murales de Fragonard y con una peluca empolvada en la cabeza.

Todavía no comprendemos la endocrinología, la neuroanatomía y la bioquímica de la agresividad. Sin embargo, la reconocemos cuando la sentimos, y aunque unas veces nos resulta repugnante, otras veces la saboreamos.