CAPÍTULO
2
La imaginación en mosaico
El cromosoma «femenino»
Keith y Adele se peleaban constantemente, como una pareja de gatos callejeros, como dos leñadores borrachos. Keith rebuscaba en la lectura argumentos para las discusiones. Leía muchísimo, con avidez, y en ocasiones se topaba con algún caso aislado que alimentaba su teoría sobre la cosmología natural de hombres y mujeres. Los hombres son los recolectores —determinó—, los luchadores y los creadores; han construido todo lo que podemos ver a nuestro alrededor, el artificioso mundo de las ciudades imponentes y la divinidad inventada, a pesar del sufrimiento que les ocasionan las prisas y el hecho de tener que ser brillantes. Las mujeres, en cambio, son las estabilizadoras, el bálsamo para la impaciente ansia expansionista masculina, la argamasa entre los ladrillos. Todo esto no es nada sorprendente: no es más que la conocida dialéctica entre hacer y ser, entre la agitación y la calma, entre la complejidad y la simplicidad.
Pero un día Keith leyó algo sobre cromosomas. Leyó que los humanos poseen veintitrés pares de cromosomas y que dichos pares son idénticos para hombres y para mujeres excepto en el caso del par número veintitrés, los cromosomas sexuales. En ese caso, las mujeres poseen dos cromosomas X y los hombres un cromosoma X y otro Y. Además, esos dos cromosomas femeninos se parecen bastante a todos los demás cromosomas. De hecho, los cromosomas tienen aspecto de X. No cuando están en el interior de las células del cuerpo, en cuyo caso están tan aplastados y enredados entre sí que parecen más bien un nudo de pelo. Sin embargo, si un genetista o un técnico de laboratorio los extrae del interior de la célula y deshace el nudo para poder observarlos a través de un microscopio, como se hace para estudiar los cromosomas del feto en una amniocentesis, verá que, efectivamente, los cromosomas parecen X gordas y flexibles. Por tanto, las mujeres poseen veintitrés pares, cuarenta y seis, de esas estructuras en forma de X, mientras que los hombres poseen cuarenta y cinco X y un excéntrico, el cromosoma Y. Dicho cromosoma se parece a la letra Y de la que toma el nombre dada su forma achaparrada y tripartita, tan distinta a la de los demás cromosomas de la célula.
A Keith le sorprendió que, incluso a nivel microscópico, como si estuviera escrito en la arcilla genética con la que estamos moldeados los seres humanos, los hombres demostraran su superioridad frente a las mujeres. Las mujeres, como sus cromosomas sexuales X, presentan una característica: la monotonía. El cuento de siempre. Los hombres tienen una X y una Y, por tanto, diversidad. Innovación genética y escape del tedio primordial. La Y como sinécdoque de creatividad. De genialidad. Así que Keith le dijo a Adele que los cromosomas demuestran la superioridad masculina. Vosotras tenéis dos X y por tanto sois aburridas. Yo tengo una X y una Y, por tanto soy interesante.
Ni Adele ni Keith sabían demasiado sobre genética, pero ella sabía lo suficiente para reconocer estiércol mental nada más olerlo, así que rechazó la teoría de Keith con un comentario desdeñoso. Keith se enfureció por la resistencia de Adele a someterse a la lógica de su argumentación. La discusión subió de tono, como ocurría siempre. Keith no se refería a todos los hombres, desde luego, sino a sí mismo. Insistía en que su forma de ver las cosas tuviera prioridad sobre la de Adele y que, además, ella lo reconociera. Pero ella no se rindió.
De todas las discusiones que tuvieron mis padres en el escenario de nuestro piso ante la renuente audiencia de sus hijos, esta es la única cuyo motivo recuerdo. El combate del siglo. Y contra X. Lo recuerdo en parte porque era extrañamente teórico y también porque fue la primera vez que escuché un argumento tan generalizado, tan extendido, a favor de la superioridad masculina. Me impactó personalmente. Hirió mis sentimientos. Una cosa era que mi padre se metiera con mi madre, un modo de actuar al que yo ya estaba acostumbrada, y otra era que calificara a todas las mujeres, incluyéndome a mí, como aburridas cromosómicas.
El tema del cromosoma sigue siendo un frente abierto, una fuente de controversia y debate. En varios aspectos, el sexo viene determinado básicamente por los cromosomas sexuales. Si somos mujeres, se supone que poseemos un par de cromosomas X plegados en todas y cada una de las células de nuestro cuerpo, además de una dotación de otros veintidós pares de cromosomas. Si somos hombres, sabemos que poseemos nuestra Y, nuestro falo molecular, del que deberíamos enorgullecernos, así como del estúpido juego de palabras: ¿Y? ¿Y? ¡Y qué! Los cromosomas sexuales indican al técnico —y también a los padres, si es que desean saberlo— si el feto que se examina en una amniocentesis es chico o chica.
Así que, en cierto sentido, la línea de demarcación entre la X y la Y es clara y nítida, una separación irrefutable entre feminidad y masculinidad. Y mi padre tenía razón sobre el carácter predecible y monocromático de la dotación cromosómica femenina. No solo encontraremos dos cromosomas X en todas y cada una de las células del cuerpo femenino, desde las que revisten las trompas de Falopio hasta las que hacen lo propio con el hígado y el cerebro, sino que, si abrimos un óvulo y miramos en el interior de su núcleo, encontraremos siempre un cromosoma X (de nuevo junto a los otros veintidós). Es realmente el espermatozoide quien añade diversidad a un embrión y quien determina el sexo de este en función de si entrega otra X, para crear una hembra, o una Y, en cuyo caso se creará un varón. La X es la característica de un óvulo. Un óvulo nunca contiene un cromosoma Y. En cambio, una eyaculación de esperma es bisexual, y ofrece un número aproximadamente equivalente de espermatozoides con cola de látigo femeninos y masculinos. Pero los óvulos son intrínsecamente femeninos. Por tanto, volviendo de nuevo a la imagen de los espejos que se reflejan hasta el infinito, la estrecha relación entre madres e hijas, los óvulos anidados dentro de mujeres y las mujeres anidadas dentro de óvulos, podemos dar un paso adelante con la continuidad de los cromosomas. No hay mácula masculina en ningún lugar de nosotras, muchachas, no, ni un mol ni un quantum[5].
Pero, por descontado, no todo es tan sencillo. No somos tan simples, pese a lo atractiva que resulte la idea de una línea de descendencia materna sin mácula desde el punto de vista molecular. Consideremos ahora la naturaleza de los cromosomas sexuales, la X frente a la Y. Para empezar, los X son muchísimo más grandes, tanto en tamaño como en densidad de información transportada. El cromosoma X es, de hecho, uno de los más grandes de entre los veintitrés cromosomas que acarreamos los humanos; es unas seis veces más grande que el Y, que se encuentra, a su vez, entre los más diminutos del lote (y sería el más pequeño de todos si no fuera porque tiene ciertos materiales añadidos que no ejercen función alguna salvo mantenerlos estables). Caballeros, me temo que es cierto: el tamaño sí importa.
Además, hay muchos más genes asociados al cromosoma femenino que a su homólogo masculino, y es justamente esta característica —servir de horma de genes— la que da significado a los propios cromosomas. Nadie sabe con exactitud cuántos genes contienen ambos cromosomas; de hecho, nadie sabe cuántos genes posee en total un ser humano. Se estima que su número puede encontrarse entre sesenta y ocho mil y cien mil. Lo que es incuestionable, sin embargo, es la abundancia ampliamente superior de genes en los cromosomas X frente a la correspondiente a los cromosomas Y. El cromosoma masculino es un pequeño muñón depauperado que alberga tal vez dos docenas de genes, tres a lo sumo, considerando que este es el número que barajan los científicos cuando se sienten generosos. En el X, en cambio, encontramos miles de genes, entre tres mil quinientos y seis mil.
¿Qué implicaciones tiene esta situación para nosotras, las mujeres? ¿Es que somos, por decirlo de algún modo, la gallina madre de los genes? Después de todo, si poseemos dos cromosomas X y cada uno de ellos contiene unos cinco mil genes, mientras que el hombre no posee más que un cromosoma X, con sus cinco mil genes, y un Y con sus poco más de treinta, podemos afirmar, sin necesidad de recurrir a la calculadora, que debemos de tener unos 4970 genes más que un hombre. Entonces, ¿por qué demonios es el cuerpo masculino más grande que el femenino? La respuesta se encuentra en uno de esos giros inesperados con los que nos sorprende la genética: todos esos genes de sobra están por ahí sin hacer nada en especial, y así es precisamente como queremos que estén. De hecho, si todos ellos tuvieran una ocupación, estaríamos muertas. He aquí lo que más me gusta de los cromosomas X femeninos: su carácter impredecible. Hacen cosas sorprendentes. No actúan como los demás cromosomas del cuerpo. Como veremos más adelante, si los cromosomas tuvieran modales se podría decir que los cromosomas X se comportan con gran cortesía.
Esmeralda, Rosa y María viven en Zacatecas, México, una localidad de diez mil habitantes que, aunque recóndita para los americanos que viven al norte de la frontera, es lo suficientemente grande como para ser el centro neurálgico de los pueblos todavía más pequeños y más recónditos que la rodean. Muchos de los habitantes de Zacatecas se ganan la vida recogiendo y empaquetando chilis para su posterior exportación. Esmeralda y Rosa son hermanas, ambas adolescentes, y María, de dos años de edad, es su sobrina[6]. Todas ellas comparten un síndrome extremadamente raro, tanto que puede que los miembros de su extensa familia sean las únicas personas afectadas en todo el mundo. El síndrome, denominado hipertricosis congénita generalizada, es un atavismo, un salto atrás hacia nuestro antiguo estatus de mamíferos, cuando estábamos felizmente cubiertos de vello de cosecha propia y no teníamos necesidad de talleres de costura que explotan a los obreros ni de porno blando de Calvin Klein. El propio término hipertricosis lo dice todo: tricosis significa crecimiento de vello e hiper no necesita explicación.
Los atavismos se producen cuando un gen procedente de nuestras raíces prehistóricas, normalmente dormido, se despierta por algún motivo. Los atavismos nos recuerdan, de la forma más cruda y surrealista, cuáles son los lazos que nos unen con otras especies. Los atavismos nos dicen que la evolución, como los indios que habitaban Pueblo en el sudoeste de Norteamérica, no destruye lo antiguo sino que continúa edificando encima y alrededor. Los atavismos no son infrecuentes: mucha gente posee uno o dos pezones adicionales además del par habitual, un recuerdo de la línea de tejido mamario que se extiende desde la zona superior del hombro hasta la cadera y que en el caso de muchos mamíferos termina en múltiples mamas. A veces, los bebés nacen con pequeñas colas o con membranas entre los dedos, como si se resistieran a abandonar los bosques o los mares.
En el caso de la hipertricosis congénita, se ha reactivado un determinado gen que favorece el generoso crecimiento de vello por la cara y el cuerpo. No hay nada más que se salga de lo corriente, no hay deformidades esqueléticas o retraso mental ni ninguna otra de las desgracias que suelen acompañar a las alteraciones genéticas. Las personas que sufren este síndrome, esta numerosa familia localmente famosa que habita en la frontera de Zacatecas, simplemente tienen su propio tipo de piel. Al verlos nos preguntamos por qué los seres humanos nos despojamos en primer lugar de nuestro pelaje, un enigma que los biólogos evolucionistas todavía tienen que resolver. Y, por más nobles que sean nuestros sentimientos, no podemos evitar pensar en los hombres lobo. De hecho, los especialistas en historia de los mitos han sugerido que pudieron ser este tipo de síndromes como la hipertricosis —existen otros tipos de hirsutismo además de esta rara mutación— los que dieron origen a la leyenda del hombre lobo.
En el caso de Esmeralda, Rosa y María aún resuena otro elemento más de las historias de hombres lobos. Si no recuerdo mal, el hombre lobo se convierte en su otro yo durante las noches de luna llena de una forma gradual, poco a poco. A las diez de la noche, los primeros pelos anómalos empiezan a enturbiar los lados de la cara. A las once, el pelo ya ha trepado por la frente y por las mejillas. Para cuando llega la medianoche, el sujeto ya está cubierto por completo y queda libre para dar rienda suelta a sus apetitos nocturnos. Las muchachas de Zacatecas son como las marcas del reloj del hombre lobo. Esmeralda, que a sus 17 años es la mayor, está apenas a las diez. Podemos ver manchas de vello en el borde de la barbilla y en las mejillas, así como en la zona que rodea las orejas, casi como si se hubiera sentado a la sombra bajo el abrasador sol de estío. Lo suficiente para distinguirla como miembro de su rara tribu, pero no lo bastante para inhibir su entusiasmo o impedirle citarse con una hermosa selección de muchachos.
María, la pequeña, estaría en la marca de las once. Las mejillas, la barbilla y la parte superior de la frente presentan mechones de un pelo oscuro y fino, ligeramente ondulado, que se oscurecerá y espesará aún más con la edad. Es como si luciera un flequillo que le crece hacia arriba, desde las cejas hasta el cuero cabelludo. Sus ojos, oscuros y brillantes, están llenos de alegría. Todavía no ha aprendido a sentir vergüenza.
Rosa, de 15 años, casi se podría calificar como «el hombre lobo a medianoche». Gran parte de su cara, las mejillas, la barbilla, la frente, la nariz, está cubierta de pelo. Se ve más pelo que piel. De hecho, es más peluda que un chimpancé o un gorila, ya que ambos carecen de pelaje justamente alrededor de las mejillas, la nariz y los ojos. Luis Figuera, de la Universidad de Guadalajara, estudioso de la hipertricosis, me explicó que cuando vio por primera vez a Rosa quedó impactado por su apariencia, pero que después, una vez hubo hablado un rato con ella, dejó de sentir esa sensación. Al cabo de un rato, surgió una cierta confianza entre ellos y se atrevió a preguntarle si podía tocarle la cara. Ella accedió. «Fue como acariciar la cabeza de un bebé —describió—. Como acariciar un gato». El vello facial de Rosa es más tupido que el de cualquier otra mujer de su familia; es casi tan denso como el de algunos de sus parientes masculinos, en quienes la enfermedad congénita alcanza su máxima expresión. Dos de los hombres de la familia se ganan la vida como atracciones en circos de segunda categoría, donde se les exhibe como «el hombre perro» o «el hombre de los bosques». Otros se afeitan la cara entera dos veces al día. Pero ni Rosa ni su hermana mayor lo hacen: tienen miedo de que el afeitado provoque que el vello crezca todavía más grueso y más oscuro. En lugar de ello, Rosa opta por esconderse del mundo. Cuando no está en la escuela o en el mercado, se queda dentro de casa. Prefiere mantener los postigos cerrados. Es dulce y tímida, y no tiene grandes expectativas en cuanto a su vida social o amorosa.
Muchas veces soñamos que nos ven desnudos en público y despertamos turbados. Imagino a Rosa soñando con perder su vello, todos y cada uno de los mechones que envuelven su cuerpo como una bufanda. En sus sueños, no se siente avergonzada ni temerosa, sino libre, capaz de flotar por encima del cielo y de la tierra, con la cabeza alta y la piel lisa como una piedra.
Los diversos grados de crecimiento capilar que se observan en las muchachas de Zacatecas ilustran una relevante característica de la herencia femenina. Mi padre sostenía que la ventaja del hombre estriba en la variación, la complejidad cromosómica. Por el contrario, es la mujer la que presenta el mayor mosaico, una labor construida con retazos de su pasado. Cada persona posee dos copias de cada uno de los veintitrés cromosomas: uno del padre, otro de la madre. Para veintidós juegos de dichos cromosomas, ambas versiones funcionan. Nos convierten en lo que somos, una idiosincrásica papilla de nuestros progenitores —la nariz romana de papá, los dientes podridos de mamá—, lo mejor y lo peor de nuestras mediocridades y nuestros encantos.
En nuestro caso, las mujeres, nuestros cromosomas sexuales experimentan algo distinto a lo que le sucede al resto del legado genético. Los dos cromosomas X acuden juntos a la formación del embrión y, como ocurre con todos los demás cromosomas, se reparte una copia a cada una de las células del embrión en desarrollo. Después, durante nuestro desdoblamiento embrionario, cada célula debe tomar su propia decisión: ¿A quién prefieres, a mamá o a papá? ¿A qué cromosoma X vamos a dejar activo, al materno o al paterno? Una vez tomada la decisión —algo que suele depender del azar— la célula apaga la otra X, la bloquea químicamente. Es un acontecimiento espectacular, un apagón de miles y miles de genes alineados a lo largo de un cromosoma. Es como uno de esos grandes apagones de Nueva York, cuando miles de edificios brillantemente iluminados parpadean súbitamente. ¡Clic!, exclama una célula hepática. ¡Por ahí va el amor de madre! Pero, a continuación, una neurona toma su decisión y el cromosoma materno es indultado mientras que el paterno es condenado. Sin embargo, en el llamado cromosoma X desactivado no todos los genes se apagan, sino que unos pocos permanecen encendidos para emparejarse con el puñado de genes que habitan en el enano cromosoma Y masculino. No obstante, en una célula dada se prescinde de miles de genes, procedentes tanto del padre como de la madre.
Ahora podemos comprender por qué las hirsutas muchachas mostraban tan notables discrepancias en cuanto a su apariencia. El gen que se esconde tras la hipertricosis congénita, el atavismo que antaño nos prestó un manto mamífero, está situado en el cromosoma X. En la mayoría de nosotros, dicho gen no está operativo. El aspecto peludo no encaja con los gustos estéticos humanos, no resulta atractivo para encontrar un compañero, de modo que el gen responsable ha caído en desuso, ha quedado inutilizado. Pero, en la familia con hipertricosis, el gen ha despertado del coma. Funciona. Fabrica un pelaje. Cada una de las chicas ha heredado una única copia del gen completamente despierto, Esmeralda y Rosa de su madre; la sobrina, María, del padre. Cada muchacha es un mosaico de cromosomas X con el rasgo y cromosomas X sin él. El rostro de Esmeralda es enteramente el de su padre, el de la X sin afectación. Solo por casualidad, la amplia mayoría de las células foliculares de sus mejillas, frente, nariz y barbilla desconectaron el cromosoma X materno, permitiendo al cromosoma paterno no afectado dominar su aspecto y, por tanto, mantener la marca del hombre lobo a raya. El rostro de su hermana, en cambio, tomó el camino contrario: las células desconectaron el cromosoma paterno y pusieron a trabajar al lanudo cromosoma X materno. En el caso de María hubo empate. Todo fue puro azar, una tirada de dados. El patrón de desconexión de los cromosomas podría haber funcionado fácilmente en el otro sentido para las hermanas, y si ellas mismas tienen hijas, bien podría ocurrir que las mejillas del bebé de la más alegre y popular resultaran al tacto mejillas de gato.
Puede que el mundo no lo comprenda tan fácilmente, pero todas nosotras, muchachas, somos como pequeños y extraños edredones hechos con retales, con manchas del tono de papá en algunos de nuestros tejidos, sombras de mamá en otros. Somos muchísimo más multicolores que nuestros hermanos. Un hijo, de hecho, puede identificarse con razón con el niño de mamá: no en vano posee los cromosomas X de su madre activados en todas y cada una de las células de su cuerpo. Él no tiene elección: es la única X que le han dado, y todas las células la necesitan. Así, tiene más genes de su madre actuando en su cuerpo que genes de su padre, miles de genes más. Sí, el cromosoma Y está ahí, y es únicamente una transacción padre-hijo. Sin embargo, recordemos que el cromosoma Y está empobrecido con respecto al X en cuanto al número de genes. Si realizamos los cálculos, nuestro hermano resulta estar del orden de un 6% más vinculado a nuestra madre que a nuestro padre, y está un 3% más vinculado a nuestra madre que nosotras, porque la mitad de nuestras células, en promedio, poseen el cromosoma materno apagado, mientras que todo lo que le corresponde a él está encendido. No son cálculos sin lógica. En cierto sentido lamento mencionarlos, ya que alteran la enternecedora imagen del linaje materno, de nuestra conexión femenina con el desfile ancestral de madres, abuelas, bisabuelas, las santas matriarcas fundadoras. (Una nota al margen interesante: los gemelos idénticos masculinos son más idénticos que los femeninos, otra vez a causa de la desactivación del cromosoma X. Los gemelos masculinos comparten la totalidad de sus cromosomas X maternos, además de tener todos los demás cromosomas en común, pero las gemelas poseen un mosaico de cromosomas X maternos y paternos que actúan en distintas partes de sus cuerpos.)
A los hombres, posiblemente, les gustará más bien poco esta idea de vínculo materno. ¿No desean los hombres tan ardientemente individualizarse, separarse de la omnipotente hembra que ha dominado su mundo durante los primeros y frágiles años de sus vidas? ¡Para después descubrir que forma parte de ellos mismos en mayor medida de lo que pensaban! Sé que a mi padre no le gustaría. Se sentía asfixiado por su madre, en los aspectos clásicos. La gente le decía: «Deberías leer a D. H. Lawrence[7], te identificarías con la historia de su relación con su madre». Y mi padre respondía: «¿Y para qué debería leerle? Lo he vivido, y con eso ya tuve bastante».
Ahora, en lugar de presentar otro eslabón de la línea de descendencia materna, prefiero ofreceros este encantador pensamiento: nosotras poseemos, con nuestros edredones femeninos de retales, con el mosaicismo de nuestros cromosomas, el potencial para una considerable complejidad cerebral. Admitámoslo, una afirmación como esta requiere un esfuerzo de fe e imaginación, pero, de todos modos, vamos a intentarlo. Para empezar, pensemos en el cromosoma X como el Cromosoma Inteligente. Y es una idea que sugiero no solo por simple chovinismo —aunque me confieso, sin ruborizarme por ello, chovinista—, sino porque el predominio de los genes situados en el cromosoma X parece estar relacionado con el florecimiento del cerebro. Hay estudios que sugieren que las mutaciones en el cromosoma X son causa frecuente de retraso mental, mucho más que las mutaciones acaecidas en los otros veintidós cromosomas. El corolario es evidente: si hay tantas cosas que pueden ir mal en nuestro cromosoma favorito con resultado de una deficiencia mental, ello significa que dicho cromosoma contiene un extraordinario número de «genes-diana», los genes necesarios para la construcción de la inteligencia. Cuando uno o más de estos genes fallan, el desarrollo cerebral se resiente a su vez, mientras que cuando todos ellos canturrean en armonía, podemos decir que ha nacido un genio.
Ahora, avancemos un paso más en esta idea del Cromosoma Inteligente e imaginemos que nuestro cerebro es un tablero de ajedrez construido con cuadrados maternos y paternos. En los primeros, el cromosoma X materno y todos sus genes cerebrales están activos, mientras que en los segundos es el cromosoma X paterno el que gobierna. Tenemos fragmentos de ambos esparcidos por todo ese esforzado órgano de poco más de un kilo y medio de peso. Actuamos de forma ambivalente. No es extraño que nos sintamos confusas. No es extraño que nadie nos comprenda. No es extraño que seamos tan condenadamente inteligentes.
El cerebro en mosaico de la mujer complica el trabajo de nuestros modernos adivinos del pensamiento, los neurólogos y los psiquiatras. Se sabe que las mujeres presentan manifestaciones muy variables de algunos tipos de epilepsia, por ejemplo, posiblemente a causa de la naturaleza «fragmentaria» de los cromosomas que controlan sus neuronas. Los genes que dictan la producción de las sustancias químicas cerebrales esenciales, los neurotransmisores que permiten que unas neuronas se comuniquen con las otras, también se encuentran en el cromosoma X. El resultado es que la mente femenina es, verdaderamente, un pulso sincopado de las voces del padre y de la madre, cada uno de ellos hablando a través del cromosoma X materno o paterno que resulte estar activado en una neurona determinada. Así, en una mujer, el curso de una enfermedad mental como la esquizofrenia o el trastorno bipolar suele ser más impredecible y lábil que en un hombre. ¿Podría el mosaicismo cerebral explicar también por qué el trastorno de personalidad múltiple (suponiendo que le otorguemos el beneficio de la duda y lo consideremos un trastorno genuinamente psiquiátrico) parece cebarse en las mujeres? ¿Podría ser que las que lo experimentan estuvieran sufriendo en realidad un conflicto interno entre las órdenes expresadas en jerga materna y en jerga paterna, de modo que la cacofonía resultante fuera lo suficientemente intensa como para dar lugar a personalidades fragmentarias? Como señalaba Teresa Binstock, de la Universidad de Colorado, nadie puede responder a estas preguntas todavía, porque la idea de un mosaicismo cerebral es tan novedosa que «la mayoría de los neurólogos, neuroanatomistas y neuropsicólogos todavía no han profundizado en ella».
Hasta que lo hagan, permitámonos todos, científicos y no científicos, reflexionar un poco por nuestra cuenta. Juguemos con la idea de que, pongamos por caso, la legendaria intuición femenina tuviera alguna justificación física, como por ejemplo que, gracias a nuestro mosaicismo cerebral, poseemos en comparación más materia gris para modelar, una mayor diversidad de opiniones químicas, por decirlo de algún modo, que actúan de forma subconsciente y que podemos sintetizar en una aguda perspicacia. Sin embargo, no es una idea que yo defienda a vida o muerte. No tengo pruebas que la respalden. No es más que… ¡una corazonada! Y como en mi familia era mi padre quien se consideraba a sí mismo el intuitivo y mi madre la que daba la impresión de ser la más racional de la pareja, el miembro con más talento para las matemáticas, agradeceré —o reprocharé— esta idea al místico cromosoma X que heredé de él.
Normalmente, poner una X equivale a negar, a invalidar. Si firmamos con una X en el lugar donde tiene que ir nuestro nombre estamos confesando nuestro analfabetismo. Y sin embargo, debemos enorgullecemos de nuestros cromosomas X. En comparación con los demás cromosomas, son grandes. Son como gruesos collares de genes. Ellos definen la feminidad o, mejor dicho, pueden definir la feminidad.
Jane Carden es una mujer de mediana estatura (algo más de metro sesenta), mediana edad (treinta y muchos) y mucho estilo. Proyecta un aura de carisma a su alrededor. Noto su presencia desde el otro extremo de la sala: resplandece. En parte es por su maravilloso cutis, el tipo de cutis que aparece en los anuncios de cosméticos, pero que ningún jabón ni ninguna crema nos puede proporcionar. Más tarde, me explica que nunca en su vida ha tenido un grano. Por lo que parece, ¡más que poros tiene pecas! Lleva un jersey de algodón blanco y marrón que le llega por debajo de las caderas, una gargantilla y unas grandes gafas con montura de plástico que le dan a la vez un aspecto solemne y juvenil. Luce una melena oscura y espesa, espesor garantizado de por vida, dice. De igual modo que es inmune al acné, está protegida contra la alopecia areata, o calvicie masculina, una enfermedad que, a pesar de su nombre, se manifiesta regularmente también en los cueros cabelludos femeninos.
Otro de los motivos por los que Jane resplandece es por su viva inteligencia, su chispa. Empieza a hablar excitada tan pronto nos conocemos. Es una talentosa cotorra, una verdadera ametralladora que puede disparar frases que siguen estando articuladas pese a la velocidad a la que las pronuncia. Trabaja como especialista en derecho tributario en California. Jane Carden no es su verdadero nombre: es el seudónimo que utiliza cuando escribe sobre su historia en internet o en los boletines informativos; lo creó como un anagrama de Juana de Arco, una de sus heroínas. Nos sentamos para almorzar y ella pide una tostada, aunque después no come demasiado, ¡está tan ocupada hablando! Ese primer día charlamos largo y tendido, algo que repetimos en muchas otras ocasiones. Las únicas veces que la he visto aflojar el ritmo durante nuestras conversaciones ha sido cuando ha roto a llorar.
Nuestra Juana de Arco nació en Nueva York en el seno de una familia judía de clase media en la que la madre trabajaba como secretaria médica en un hospital, y el padre, como contable para la administración municipal en el departamento de vivienda. Cuando ella nació, la pareja ya tenía dos niños apenas un poco mayores que Jane. Los padres se consideraban personas liberales y abiertas, el tipo de padres que permitirían que sus hijos durmieran con sus novias si estas vinieran de visita a la casa familiar durante el fin de semana. Jane era una chica lista, una excelente estudiante a la que le encantó la escuela desde que puso el pie en la guardería. Era, además, extrovertida y popular. No era ni una atleta ni una marimacho, en el sentido de desear ser y actuar como un chico, aunque pronto se dio cuenta —como nos ha pasado a muchas de nosotras, chicas— de que a los chicos les había tocado, arbitrariamente, un mejor reparto en el pastel del mundo. «Recuerdo a mi maestro de primero de primaria diciendo: “La belleza de América estriba en que cualquier niño puede llegar a ser presidente” —rememora Jane—. Eso me preocupó, porque yo quería ser presidente». Más adelante, en primero de secundaria, cuando otro maestro dijo: «Las chicas no tienen nada que hacer como abogadas: se dicen demasiadas palabrotas en los tribunales», Jane se decidió: «Vale, no se hable más: me voy a convertir en abogada».
En general, a Jane le gustaba ser una chica. Se ponía los vestidos de su madre y sus zapatos de tacón alto y aprovechaba cualquier ocasión para pintarrajearse los labios de rojo. Se apuntó a los campamentos para chicas. Era una muchacha pizpireta y tenía la sensación habitual de que el destino le tenía reservados grandes acontecimientos. Era, en pocas palabras, normal. Normal excepto en el hecho de que tenía una gran cicatriz que le atravesaba la región púbica. «Cuando, de pequeña, pregunté sobre ella, me dijeron que había sufrido algún tipo de operación de hernia», explica. Operación de hernia: justo el tipo de cosa que suena lo suficientemente imponente y confusa como para que el niño o la niña deje de preguntar.
Sin embargo, al cumplir los 11, justo cuando estaba a punto de entrar en la época mágica en la que las chicas comienzan a pensar obsesivamente en un único tema —la menstruación—, la historia cambió. «Me dijeron que, al nacer, tenía los ovarios defectuosos, retorcidos, de manera que me los quitaron para impedir que se convirtieran en cancerosos —explica—. Al mismo tiempo, me dijeron que tendría que comenzar una terapia hormonal sustitutiva, es decir, a tomar estrógeno. Me explicaron que nunca tendría ciclos menstruales, que nunca tendría hijos». Jane extiende, distraídamente, mermelada sobre un trozo de tostada fría, la mordisquea y la deja de nuevo sobre el plato. «Uno de los problemas de que te digan que tuviste los ovarios retorcidos es que hace que te obsesiones por el cáncer. Te quedas tan flipada con la idea de que te vas a morir de cáncer que no puedes pensar en otra cosa que no sea en qué demonios pasa en el infierno. Estaba totalmente convencida de que mi fin estaba cerca».
Bueno, no del todo. Parte de ella reconocía que la historia no era más que lo que era: mala ficción. «No tenía sentido, era ilógico —explica—. Pero estaba tan paralizada por el miedo que era incapaz de hablar sobre ello con mi familia». Su padre le dijo que estaba orgulloso de que no llorara por su enfermedad. Eso fue todo. A partir de ese momento, no habría más comentarios sobre los «ovarios retorcidos» de Jane o lo que esa retorcida expresión significara realmente. Ciertamente, no habría más comentarios sobre los sentimientos o los temores de Jane. «A veces, mi madre hacía crípticas alusiones al tema, como sugerir que debería pensar en casarme con un hombre maduro, porque, en ese caso, o bien no querría tener hijos o bien ya los tendría de un matrimonio anterior, de manera que encontraría la situación aceptable». «La situación» quería decir la esterilidad de Jane. «Esterilidad. Eso es todo lo que contaba, mi esterilidad. Una vez, durante una pelea que tuve con mi hermano, que actualmente es psicólogo, me gritó que cuando fuera mayor me convertiría en una vieja amargada sin hijos».
De hecho, Jane sentía una cierta amargura, pero no por su propia vida o por su esterilidad, sino a causa de su familia, por la actitud que esta mostraba ante su problema, por la aparente indiferencia teñida vagamente de hostilidad. Sabía que había algo profundamente excepcional en su caso cuando la llevaron al endocrinólogo en los inicios de su adolescencia. El doctor no le explicó nada que no le hubieran explicado ya sus padres, pero, claramente, encontró su situación tan interesante que invitó a grupos de residentes médicos a examinarla mientras ella se hallaba tumbada en la mesa de exploración ginecológica con las piernas sobre los estribos, y nunca dejó de invitar a observadores externos cada vez que acudía a una visita. Si sus ovarios retorcidos habían desaparecido hacía ya mucho, ¿qué puñetas miraban todos ahí?
Y a pesar de todo, no se volvió huraña ni introvertida. Se marchó de casa para asistir a la universidad, un año en el college Wellesley, exclusivamente femenino, y tres años en Vassar, con mayoría femenina. Era ya a finales de la década de 1970, y Jane abrazó la causa del feminismo. Prosperó tanto académica como socialmente. Se graduó en Vassar con el número uno de su promoción. Hizo multitud de amigos. Lo único que no hizo fue perder su virginidad: ¡se sentía tan avergonzada de todo lo que había debajo de su ombligo! No quería pensar, en ningún sentido íntimo, sobre sus órganos perdidos, su amenorrea, su vagina, que tan fascinante había resultado para tantos estudiantes de medicina. ¡Y tampoco quería que un posible amante lo hiciera!
Pero no podía dejar de darle vueltas a su problema. Tras graduarse en la universidad, asistió a una escuela de leyes en Florida, y fue durante el primer año de su estancia en dicha escuela, mientras merodeaba por la biblioteca médica, cuando descubrió su propia historia. Vio fotografías —de esas en las que se muestran los cuerpos de los pacientes, pero las caras aparecen ocultas bajo una X— y leyó descripciones, de modo que supo la verdad de forma inmediata y absoluta. Ella sufrió lo que entonces se denominaba «feminización testicular» y actualmente se conoce comúnmente como síndrome de insensibilidad a los andrógenos. Se trata de un síndrome bastante raro, que afecta a aproximadamente a uno de cada veinte mil nacimientos. Pero, en su rareza, tiene algo que enseñarnos sobre la genética del sexo y también sobre la correspondencia entre nuestros cromosomas —la lectura que aparece en la pantalla de cromosomas fetales y que nos dice ¡Tachán!, su bebé es un niño o una niña— y nuestros cerebros y nuestros cuerpos.
La misión en la vida de la gente que sufre este síndrome no es instruir a los ignorantes, y a algunas personas les molesta ser consideradas anomalías genéticas que clarifican la «normalidad» genética, los únicos que se suben a los estribos de acero de los médicos, los únicos cuyas caras son ocultadas en los libros de texto, pero cuyos cuerpos desnudos son accesibles al escrutinio público. Sin embargo, todos necesitamos ayuda para aprender lo obvio, lo que encarna Jane Carden y que trataremos en este y en el siguiente capítulo: que las mujeres se hacen, no nacen; que las mujeres nacen, no se hacen; y que ambas afirmaciones tienen su parte de verdad.
Si la madre de Jane se hubiera sometido a una amniocentesis cuando estaba embarazada de Jane y hubiera deseado conocer el sexo del bebé, le habrían comunicado: «Es un chico», otro niño en una familia de niños. Y después, cuando el bebé hubiera nacido, a la madre le habrían dicho: «Olvide el pronóstico anterior, es una chica». Jane posee los genitales externos de una chica: labios mayores, clítoris y vagina. Sin embargo, no posee labios menores, y su vagina es corta, su longitud alcanza apenas los dos tercios de la de una vagina normal. Además, termina abruptamente en una especie de membrana, en lugar de conducir al cérvix, que es algo así como la portería del útero. De hecho, Jane no tiene ni útero ni trompas de Falopio. En su cavidad abdominal había testículos, pero se herniaron de forma perceptible en su descenso hacia la pelvis, de manera que le fueron extirpados al cabo de diez días del nacimiento. Los testículos extirpados eran sus «ovarios retorcidos».
He aquí lo que le sucedió a Jane: tiene un cromosoma Y en el que están incrustadas unas pocas docenas de genes, cuyas funciones están, en la mayoría de los casos, todavía por descifrar. Pero en el cromosoma de lengua bífida hay un determinado gen conocido por ser el que inicia la narración masculina. Actualmente se le denomina región determinante del sexo en el cromosoma Y o gen SRY (por sus siglas en inglés), aunque antiguamente se le denominaba factor determinante de los testículos (TDF, por sus siglas en inglés). ¡Ya se sabe que los genes, como los síndromes, suelen experimentar periódicas e inexplicables rehabilitaciones en las que se les otorgan nuevos nombres! En cualquier caso, el gen SRY hace algo bastante espectacular cuando se activa, lo que ocurre, aproximadamente, durante la octava semana de gestación: inicia el desarrollo de testículos en la cavidad abdominal del feto masculino. Mucho más tarde en la vida fetal, estos pequeños sacos mágicos de masculinidad descenderán hacia el exterior, hasta el escroto, y mucho más tarde se convertirán, paradójicamente, en los pendulares símbolos de la valentía y la fuerza —¡tiene pelotas!— a pesar de su reputación como la región más vulnerable del cuerpo masculino.
En el feto, los testículos crecen rápidamente y comienzan a segregar andrógenos, unas hormonas semejantes a la testosterona. Los andrógenos esculpen los incipientes tubérculos genitales primigenios para darles forma de pene y escroto. Pero eso no basta para fabricar un hombre: simultáneamente, el programa fetal femenino debe ser desactivado. Con ese fin, los testículos segregan también una hormona denominada «factor inhibidor de Müller», que disuelve las estructuras fetales que, de otro modo, se desarrollarían para convertirse en el útero y las trompas.
En el caso de Jane, la mayor parte de este proceso se llevó a cabo según las normas de procedimiento estándar. Su cromosoma Y funcionó como se esperaba y el gen SRY se activó. Le crecieron unos pequeños testículos internos. Los testículos funcionaron. Segregaron andrógenos. Segregaron factor inhibidor de Müller. Este, a su vez, provocó la disolución del incipiente útero de Jane y de sus trompas. Pero, entonces, ocurrió algo o, mejor dicho, no ocurrió. Al parecer, el cromosoma Y necesita del cromosoma X para completar la creación de unos genitales académicamente correctos. El cromosoma X, quintaesencia de la feminidad, alberga en su gran envergadura una pieza sorprendentemente grande del rompecabezas de la fabricación de un hombre. Entre sus cinco mil genes hay uno que es, justamente, el que permite al cuerpo responder a los andrógenos. No basta con fabricarlos: los diversos tejidos corporales deben ser sensibles a estas hormonas y reaccionar ante ellas de la forma adecuada. Para ello hace falta la contribución de una proteína receptora a los andrógenos. Si esperamos que los tejidos del inmaduro tubérculo genital del feto respondan a los andrógenos y el tubérculo se convierta en un pene, deben estar dotados con proteínas receptoras de los andrógenos. Y resulta que esta proteína está codificada en el gen receptor de andrógenos, sito en el cromosoma X.
¿No es romántico? El gen receptor de andrógenos podría haber estado ubicado en cualquier lugar del genoma, en cualquiera de los veintitrés cromosomas, en el número tres, pongamos por caso, o en el número dieciséis. Pero no, está en nuestro cromosoma, en el viejo, gordo y aburrido cromosoma X. Tal vez sea pura coincidencia —aunque los científicos no están seguros del todo[8]—, pero, aun así, merece un momentáneo «¡ja!». Nosotras fabricamos tanto hombres como mujeres; si no ve lo que desea en el escaparate, entre y pídalo.
Jane Carden había heredado en su cromosoma X una versión mutada, no operativa, del gen receptor de andrógenos. Como consecuencia de dicha mutación, su cuerpo no podía responder a los andrógenos que segregaban abundantemente sus testículos, lo que implicaba que no podía desarrollar un pene o un escroto. Su cuerpo era, y sigue siendo, insensible a los andrógenos, de aquí el nombre del síndrome que padece.
Por tanto, el cuerpo de Jane, sordo a los estrógenos, tomó el camino que tomaría el feto de un mamífero en ausencia de andrógenos: convertirse en chica. La pequeña protuberancia de sus genitales externos se transformó en labios mayores, clítoris y un corto conducto ciego. La transformación, sin embargo, no fue completa: no había labios menores, y la piel de los pliegues vaginales es extrañamente pálida, no tiene el habitual tono malva —como dice Jane— de los genitales de las demás mujeres de raza blanca. Aun así Jane es una mujer, tanto como puedo serlo yo o cualquier hembra menstruante en edad de procrear con la que me he topado. Con sus senos, sus redondeadas caderas y su cuello comparativamente fino (para mí, uno de los mejores obsequios del cuerpo femenino), no puede evitar presentarse al mundo como una mujer. Y lo que es aún más importante, nunca ha dudado de su identidad femenina, incluso cuando permanecía de pie en la biblioteca médica, atónita, desesperada, leyendo sobre su cromosoma Y y los testículos que una vez había tenido.
El síndrome de insensibilidad a los andrógenos presenta algunas características singulares, como la ausencia de acné y de alopecia masculina, ya que los andrógenos se encuentran detrás de las espinillas y de la caída del cabello, tanto en mujeres como en hombres. Los andrógenos estimulan también el crecimiento de vello corporal en ambos sexos. Jane no tiene vello en las axilas y apenas una suave pelusa de bebé en la región púbica, de nuevo por la ausencia de respuesta a los andrógenos. Algunas de las mujeres que sufren el síndrome son verdaderas mujeres bandera, el tipo de mujer que se convierte en actriz o en modelo. A Jane le extirparon los testículos poco después del nacimiento, y durante la adolescencia tuvo que recurrir a una terapia sustitutiva con estrógenos para redondear sus formas femeninas (y proteger, de paso, a los huesos, que son estrógeno-dependientes). Sin embargo, algunas mujeres que padecen el síndrome no son diagnosticadas hasta bien entrada la adolescencia. Sus testículos no se herniaron durante la infancia y nadie tenía motivos para cuestionar su estatus cromosómico. Cuando esas muchachas alcanzan la pubertad, sus testículos comienzan a segregar importantes cantidades de hormonas, fundamentalmente andrógenos, aunque también estrógenos. Las hormonas viajan por el torrente sanguíneo hasta lugares como la región mamaria, donde el estrógeno actúa directamente sobre el tejido. Además, algunos de los andrógenos se transforman también en estrógenos por acción de las enzimas. Las mamas comienzan a crecer cada vez más, de hecho hasta alcanzar mayores proporciones que en la mayoría de las mujeres, porque la capacidad de respuesta femenina a los andrógenos es uno de los factores que mantienen el crecimiento de los senos bajo control. (Los niveles altos de andrógenos mantienen plano el pecho de un muchacho. La ginecomastia, o aumento del volumen de las mamas, que se puede observar en algunos hombres mayores es, probablemente, consecuencia de una disminución de los niveles de testosterona; el estrógeno que circula entonces por el torrente sanguíneo, libre ya de la acción en contra de los andrógenos, consigue provocar un moderado crecimiento de las mamas.) Las mujeres con el síndrome suelen ser, además, bastante altas, aunque los motivos no están claros; quizás haya alguna otra hormona testicular o algún otro gen en el cromosoma Y que favorezca la presencia de una estatura más propia de un hombre. Finalmente, a los 16 años más o menos, una vez que las chicas que tienen el síndrome han desarrollado cuerpos adultos sin comenzar a menstruar, acaban yendo a la consulta del médico y, por tanto, acaban siendo diagnosticadas.
Buen cutis, magnífica melena, senos generosos, estatura elevada. Y, naturalmente, axilas lisas y escaso vello en las piernas, además de un robusto sistema inmunológico, subraya Jane, porque la testosterona puede destruir las células inmunitarias. Hay un gran número de modelos y actrices que sufren el síndrome de insensibilidad a los andrógenos. Wallis Simpson, la vehemente divorciada por quien el rey Eduardo VII de Inglaterra abdicó de su trono, bien pudo haber sido una mujer con el síndrome. Algunos historiadores han llegado a afirmar que Juana de Arco también sufrió la enfermedad, aunque la mayoría cuestionan esta hipótesis; en cualquier caso, Jane Carden tomó su nombre como seudónimo.
Las características físicas específicas de las mujeres con este síndrome proporcionan un delicioso contrapeso a los argumentos esgrimidos por algunos psicólogos evolucionistas, que afirman que el atractivo sexual femenino radica en la posesión de una serie de rasgos que le comunican al hombre: «¡Eh, ven aquí! ¡Soy fértil y te daré muchos hijos!». Tienen un cutis radiante y cabello espeso, signos de salud y juventud; y ¡juventud, juventud, juventud!, se nos dice, es la medida del valor de mercado de una mujer. Además, esos senos generosos se supone que son el emblema de una mujer estrogénica, una fecunda y fiable menstruante. ¡Oh, sí, a cualquier parte del cuerpo de una chica-de-revista se le puede pegar una etiqueta darwiniana! Pero esas supermujeres con el síndrome, esos espectaculares iconos de la fantasía y el espasmo autoerótico no son, como se diría en la jerga evolutiva, Señalizadoras Honestas. De hecho, son Farsantes, ya que atraen a los hombres hacia las espumosas aguas de la carnalidad sin que haya la menor posibilidad de concepción. ¡Qué delicia, qué subversión frente a las expectativas! Las más sanas y más femeninas de las mujeres son, en realidad, una recreación de las amazonas, dueñas de sí mismas y definidas en sus propios términos, cuyos cuerpos poseen una envidiable integridad y una carnosa e irreproducible belleza que le toma el pelo a Charles Darwin. El macho, el semental, el toro, se detiene aquí.
Pero ellas, por mucho que se identifiquen a sí mismas como mujeres, se siguen sintiendo bichos raros. La mayoría mantiene su condición en secreto y solo la revela a unas pocas amigas íntimas. Curiosamente, muchas declaran que lo que más lamentan no es tanto su incapacidad para tener hijos como la ausencia de menstruación, el acontecimiento que para ellas es como la ratificación mensual de la feminidad. Cuando las demás chicas hablan sobre sus periodos, ellas permanecen silenciosas y se retraen emocionalmente, comportándose como el personaje que da título a la película Carrie, temerosas de que las chicas «normales» comiencen a arrojarles tampones y compresas.
Tras diagnosticarse a sí misma mediante un libro de texto y sin tener la menor pista sobre cómo localizar a otra alma en su misma situación, Jane pasó quince años de su vida sintiéndose un bicho raro. «Todo lo que deseaba era conocer a alguien con el síndrome. Era el sueño de mi vida —cuenta—. Vagaba por ahí como una niña adoptada que mira a los ojos de cada persona con la que se encuentra y piensa: ¿Serás tú mi padre? Oía hablar de alguna mujer que no podía tener hijos, o cualquier otra variable de ese tipo, y me preguntaba ¿Y si ella fuera como yo?».
«Le pregunté a mi propio médico, a cualquiera que se me pusiera por delante, si sabía de alguien que se encontrara en mi misma situación. Contacté con un médico de Dallas que es, probablemente, el principal especialista sobre el síndrome de Estados Unidos. Todo el mundo me seguía respondiendo que no. Actuaban como si yo estuviera chalada por el simple hecho de preguntar, de modo que sugerían, sin un ápice de sutileza: ¿Y quién demonios querría hablar de eso? ¿Quién querría admitirlo? Mi propio médico me informó de que tenía dos pacientes con el síndrome, una mujer de cuarenta y tantos años cuya posición social era tan relevante que nunca permitiría que se hiciera pública su identidad y una chica de unos 18 o 19 años de edad sobre la que mi médico insistía en repetir que lo llevaba tan bien que realmente no tenía ninguna necesidad de entrar en contacto con nadie. Todo esto sonaba a estupidez. Yo sabía que era una estupidez, porque la jovencita de 18 o 19 años supuestamente equilibrada era yo».
Finalmente, Jane encontró las respuestas a sus preguntas de nuevo en una biblioteca. Hace unos dos años, mientras hojeaba un número de la revista British Medical Journal, leyó una carta escrita por la madre de una niña de 7 años con el síndrome de insensibilidad a los andrógenos. La familia vivía en Inglaterra, y la madre explicaba que estaba organizando un grupo de apoyo para niñas y mujeres con el síndrome y sus familiares. Al final de la carta incluía su número de teléfono, pero Jane apenas podía anotarlo, porque la página que estaba leyendo ya estaba cubierta de lágrimas. De hecho, Jane llora a lágrima viva cuando habla del día en que encontró la carta. No intenta secarse los ojos con la servilleta. «Nunca podré describirte cómo me sentía —explica—. Nunca seré capaz de describirlo». Fotocopió la página. Condujo hasta casa y practicó. Practicó intentar hablar con voz normal, sin sollozos ni hipidos. Practicó decir: «Tengo el síndrome de insensibilidad a los andrógenos», algo que hasta ahora solo había dicho a médicos. Y aun así, cuando telefoneó a la señora, se desmoronó al presentarse. Algunas semanas después voló a Inglaterra para el primer encuentro del grupo de apoyo. «Ningún éxito que consiga en mi vida será comparable al de haber encontrado el grupo de apoyo y a otras personas con el síndrome —afirma—. Sin ningún género de dudas, ese es el mayor éxito de mi vida».
En los encuentros del grupo, las mujeres hablan de cuestiones prácticas, como por ejemplo de qué forma conseguir dilatadores vaginales Lucite que ensanchen el pequeño canal lo suficiente como para que quepa un pene. Evitan los eufemismos. Hablan de sí mismas como si tuvieran un defecto de nacimiento. Hablan sobre observar detenidamente sus cuerpos delante del espejo en busca de cualquier resquicio de masculinidad. Hablan sobre mitos: del mito que vincula la testosterona con la libido tanto en hombres como en mujeres, por ejemplo. Si el mito fuera cierto, ninguna de ellas tendría impulso sexual; después de todo, no pueden responder a la testosterona que sus cuerpos producen. Algunos sexólogos sostienen que las pacientes con el síndrome son frígidas, que no tienen interés por el sexo, que están inertes en la cama. Las mujeres estallan de cólera ante semejante discurso. Con independencia de que consigan hinchar suficientemente sus vaginas para poder mantener relaciones sexuales, su naturaleza sexual permanece intacta. Fantasean sobre el sexo. Son orgásmicas. Sienten deseo cuando hay alguien por quien merece la pena sentirlo.
Otro mito que desafían es el que presenta a la testosterona como la «hormona de la agresividad». Si dicho tópico fuera cierto, las mujeres con el síndrome deberían ser más apacibles y retraídas que la media. Pero es justamente lo contrario: estas mujeres son, a su manera, Juanas de Arco del temperamento. Una de ellas explica que desempeña, deliberadamente, el papel de mujer recatada para que nadie se percate de su condición. Jane proclama que tiene pelotas cuando las necesita; los cirujanos no se las han podido extirpar de su carácter. «Soy como mi madre, un ser humano agresivo y ofensivo —me confesó—. Soy la hija que mi madre creó. Soy la mujer que estaba destinada a ser».