CAPÍTULO

10


Lubricar los engranajes

Breve historia de las hormonas

Todas las mañanas me tomo una pequeña gragea que contiene tiroxina, una hormona producida por la glándula tiroidea, ubicada en medio del cuello. Cuando tenía veintitantos años sufrí la enfermedad de Graves, un trastorno autoinmune debido al cual el tiroides se convierte en hiperactivo y genera demasiada tiroxina. No me gusta nada ir al médico, de modo que pasé varios meses sin que me diagnosticaran la enfermedad. Me sentía inquieta, ansiosa, con altibajos emocionales. Mi corazón se aceleraba hasta llegar a las ciento veinte pulsaciones por minuto, casi el doble de mi pulso normal, incluso cuando me encontraba tumbada en la cama. En el pasado había sido una mujer atlética, pero de repente perdí toda la fuerza y no podía subir un tramo de escaleras sin detenerme a medio camino para tomar aire. Comía vorazmente, pero seguía perdiendo peso, y en cualquier caso mi aspecto era demasiado enfermizo para que mi esbelta figura fuera piropeada. Tenía los ojos algo saltones, como una rana, un síntoma que ahora reconozco en otras damnificadas por la enfermedad de Graves, como la que fuera primera dama estadounidense, Barbara Bush.

Me trataron con yodo radioactivo, que se depositó en la glándula tiroidea y la destruyó en gran parte. Ahora soy hipotiroidea y fabrico menos tiroxina de la que necesito, así que tendré que tomar uno de esos suplementos a diario durante el resto de mi vida. No pasa nada. No provoca ninguna alteración en mi estado de ánimo o en mi personalidad. Ni siquiera tiene el efecto ligeramente refrescante de otros rituales cotidianos, como cepillarse los dientes o lavarse la cara.

No obstante, si dejara de tomar tiroxina, mi vida empeoraría. Poco a poco, al cabo de unos días o semanas, me volvería irritable, deprimida, apática y atontada. Engordaría, sentiría frío y perdería la libido. Mi ritmo cardiaco se haría lento e irregular, y mi tensión arterial subiría. Volvería a estar enferma y correría el riesgo de morir prematuramente; de nuevo, mi vida estaría a merced de mi química.

La tiroxina no es una hormona sexy. No tiene nada que ver con el sentido que damos al término «hormona» cuando decimos que los adolescentes o los amantes «tienen las hormonas por las nubes». Las hormonas químicas forman una gran familia que incluye agentes biológicos tan conocidos como las hormonas sexuales —los estrógenos y los andrógenos— y las hormonas del estrés, nuestros particulares y explosivos centinelas que activan la sensación de pánico cuando vemos un león o el casero llama a la puerta. Incluye también una multitud de técnicos auxiliares que nos indican que necesitamos sal, comida o agua, además de compuestos de los que nunca diríamos que son hormonas, como la serotonina, el famoso objetivo del Prozac, el Zoloft y los demás antidepresivos del cambio de milenio.

A lo largo de mis años de dependencia de las hormonas he desarrollado una gran curiosidad por su funcionamiento, sus aspectos negativos y sus limitaciones. Me he preguntado por qué algo como la tiroxina, que puede ocasionar tantos problemas cuando se genera en cantidades excesivas o insuficientes, es, por lo demás, tan poco interesante, tan poco esclarecedor. Cuando tomaba la cantidad adecuada de tiroxina, mi cuerpo volvía a su estado normal, a la inestable estabilidad que he conocido desde que tengo uso de razón, pero nada más. Lo mejor que podía hacer era mantener operativa la antigua versión. La tiroxina era, por tanto, global y limitada a la vez. Ningún tejido, ni siquiera el cerebro, se libraba de los efectos negativos que tenían lugar cuando su producción era anormal, pero todo eso no era yo, no era ni mi propia sangre ni mi propia conciencia. ¿Qué era entonces lo que estaba ocurriendo? Las hormonas tienen efectos, fallos y significados. Las hormonas son muchísimo más importantes de lo que la mayoría de nosotros imaginamos, pero no del modo en que creemos.

En los últimos tiempos se ha producido un renacimiento hormonal, una renovada fascinación por estos mensajeros químicos y por lo que pueden hacer por nosotros, decir de nosotros y resolver con respecto a nosotros. Sin embargo, parte de este interés es una moda retórica. Actualmente está de moda atribuir rasgos supuestamente masculinos —como la fanfarronería, hacer determinados gestos, interrumpir o eructar en público— a la testosterona. Se dice de un grupo de hombres que «apesta a testosterona», que «está emponzoñado de testosterona» o que «es un hervidero de testosterona». Suena fantástico, suena ingenioso y además, como es cierto que los hombres poseen una importante cantidad de testosterona, también suena apropiado. Pero las mujeres tampoco se libran del humor hormonal: cuando un grupo de chicas salen de compras o a tomar un capuchino, se convierten en «sumideros de estrógeno» o desprenden «oleadas de estrógeno». También está de moda hablar de las hormonas del amor, las hormonas maternales e incluso las hormonas del crimen. Queremos explicarnos cómo somos, y parece que las hormonas constituyen un sistema claro y cuantificable que nos permite distinguir al macho de la hembra, al competidor del cooperador, al domesticado del salvaje. Nuestra tendencia a clasificar en categorías es incorregible.

El interés popular en las hormonas es fiel reflejo de un renovado interés por este tema entre los sumos sacerdotes de los principios organizadores, los científicos. Se ha producido una verdadera explosión de investigaciones hormonales, sin parangón desde que se aislaron y sintetizaron las primeras hormonas hace más de setenta años. Ya no sirven las analogías consoladoras. En el pasado, las hormonas se identificaban con llaves, cada una de ellas programada para encajar en un receptor específico —la cerradura metafórica— ubicado en distintos tejidos del cuerpo y del cerebro. Encajada en su receptor, una hormona podía abrir la puerta de par en par a una serie definida de comportamientos y reacciones. Pero esta metáfora se ha oxidado. Resulta que el cuerpo ofrece múltiples cerraduras ante las intromisiones de una determinada hormona y a veces dichas hormonas ejercen su poder sin necesidad de cerradura alguna. En lugar de ello, estos emisarios químicos pueden abrirse camino desde la sangre hasta los tejidos o deslizarse entre las fisuras, dejándonos, una vez más, perplejos ante su poder, su delicadeza y su rudeza.

Las hormonas tienen su propia música, un lirismo molecular que explica por qué son poderosas y antiguas, por qué funcionan lo suficientemente bien como para haber merecido su mantenimiento en una u otra forma a lo largo de centenares de millones de años de evolución. Hay determinadas hormonas que se encuentran entre las cosas que nos hacen mujeres y esas son, justamente, las hormonas en las que me centraré. Son las hormonas de moda: estrógeno, progesterona, testosterona, oxitocina y serotonina. Pero las hormonas no son esclavas de la moda. No se ajustan a las expectativas. Odian los clichés.

El término «hormona» procede del griego horman, que significa «estimular, excitar, inducir». Y esto es lo que hace una hormona, excitar. Una hormona induce, aunque lo que a veces induce es un estado de calma, una llamada al descanso. Según la definición clásica, una hormona es una sustancia segregada por un tejido que viaja hasta otro tejido —a través de la sangre o de algún otro fluido corporal— provocándole un nuevo estado de actividad. La glándula tiroidea segrega tiroxina, que estimula el corazón, los músculos y los intestinos. El estallido de un folículo del ovario desencadena la emisión de una ráfaga de progesterona que, a su vez, indica al endometrio que se engrose. En la teoría clásica se pensaba que las hormonas eran distintas de los neurotransmisores, esas sustancias químicas de acción instantánea, como la norepinefrina o la acetilcolina, que permiten a las neuronas comunicarse entre sí. Sin embargo, esta distinción se ha puesto en tela de juicio desde que los investigadores han observado que las hormonas, como los neurotransmisores, también pueden alterar la textura y la disposición de las neuronas, aumentando sus posibilidades de activación. Las neuronas se comunican entre sí mediante ráfagas de impulsos eléctricos; por tanto, aunque no sería del todo correcto decir que el estrógeno es un neurotransmisor, sí podríamos decir, sin temor a equivocarnos, que tanto el estrógeno como los neurotransmisores son miembros de una misma familia química de neuromoduladores, moduladores del cerebro. Y esta recalificación no es una simple cuestión semántica, ya que afecta al modo de considerar nuestros pensamientos, sentimientos y vivencias. Además, pone en sincronía el cuerpo y el cerebro, rompiendo con el viejo reparto según el cual el cuerpo era, de cuello para abajo, terreno de los endocrinos y, de cuello para arriba, de los neurobiólogos.

Una hormona no solo es compleja, sino que además es pequeña, una característica deseable en una molécula que debe actuar como un biotrovador, siempre en locuaz tránsito. Y esta concisión se da con independencia de si su núcleo, su corazón estructural, está compuesto de grasa, como en el caso de las hormonas sexuales, o de carne, como en el de las hormonas peptídicas, por ejemplo la oxitocina y la serotonina.

Examinemos ahora más de cerca las hormonas sexuales, también llamadas esteroides sexuales. Últimamente la palabra esferoide se ha empleado hasta la saciedad, de modo que identificamos los esteroides con los esteroides anabolizantes, las sustancias que los culturistas y algunos atletas consumen por su cuenta y riesgo con el fin de aumentar su fuerza y su masa muscular. Estas sustancias suelen ser versiones sintéticas de la testosterona y, por tanto, se puede decir que son hormonas esteroides, pero la familia de estas últimas es mucho más extensa y más interesante que estas drogas de vestuario.

Si alguna vez hemos tenido la oportunidad de observar un diagrama de una molécula esteroide y nuestro profesor de química del instituto no llegó a aniquilar del todo nuestra capacidad para apreciar la estética molecular, seguramente hemos gozado de su incontestable belleza. Un esteroide está formado por cuatro anillos de átomos de carbono dispuestos de forma que se tocan unos a otros como las teselas de un mosaico. Dichos anillos proporcionan estabilidad a la hormona, puesto que no se disuelven fácilmente y, en consecuencia, no se disocian en la sangre o en la mar gruesa del cerebro. Además, los anillos esteroides se dejan modificar. Se les pueden añadir elementos decorativos y cada nuevo volante cambia el significado y el poder del esteroide. La testosterona y el estrógeno tienen un aspecto sorprendentemente similar, pero difieren lo suficiente en sus añadidos para comunicar mensajes muy distintos al tejido receptor.

Los esteroides existen en la naturaleza desde hace mucho tiempo y desempeñan funciones comunicativas en muchos organismos. Los hongos segregan esteroides. Un hongo hembra libera una hormona esteroide que induce a un hongo vecino a desarrollar el equivalente a los órganos reproductores masculinos. Cuando el solicitado ha respondido a la demanda y se ha masculinizado, libera a su alrededor otra hormona esteroide que induce a la hembra a crecer hacia él. ¡Ven y cógelo!, grita él, y ella va y lo coge. Plantas como la soja o la batata tienen hormonas esteroides o seudoesteroides y, de hecho, una dieta rica en estos fitoestrógenos puede ayudar a paliar algunos de los síntomas de la menopausia. Ciertas especies de insectos acuáticos sintetizan la hormona del estrés, el cortisol, en concentraciones tan elevadas que ponen fuera de combate a cualquier pez que pretenda devorarlos. Los escarabajos mexicanos son como píldoras anticonceptivas con patas, y los científicos sospechan que el estrógeno y la progesterona que segregan tienen como objetivo poner freno a la población de sus depredadores naturales. A los cerdos les encantan las hormonas esteroides; durante el cortejo, el cerdo macho escupe sobre la cara de su compañera y al hacerlo la expone a un punzante compuesto esteroide que la paraliza con las patas traseras convenientemente separadas. Esto último podría ayudar a explicar el hoy curioso término «cerdo chovinista»: ¡Sí señor, un poco de saliva y la muchacha es tuya!

Existen centenares, puede que incluso miles de variedades de hormonas esteroides y seudoesteroides en la naturaleza. Por definición, una hormona esteroide es una elaboración del colesterol, esa molécula ubicua e injustamente calumniada. Desde el punto de vista estructural, el colesterol es un esteroide, pero un esteroide sin ornamentos y no es propiamente un vehículo de comunicación. Solo con el embellecimiento químico adopta el papel mercurial de hormona. Todas las hormonas esteroides de los vertebrados están compuestas de colesterol, y su elección como fundamento de dichas hormonas tiene sentido, dado que es muy abundante en el cuerpo. Aunque no tomemos alimentos ricos en colesterol, como los huevos, las grasas de origen animal y la carne, nuestro hígado sigue produciéndolo a todas horas, y con razón. El colesterol es un componente esencial de la membrana plasmática, la capa protectora de grasa que rodea a todas las células. Al menos la mitad de la membrana plasmática de una célula media está formada por colesterol y más de la mitad en el caso de las neuronas. Sin colesterol, nuestras células se desmoronarían. Sin colesterol, no se podrían fabricar nuevas células. No habría modo de reemplazar las células de la piel, del intestino y del sistema inmunológico, que mueren por millones diariamente. El colesterol es la grasa de la tierra y el lubricante que engrasa el cerebro.

Las hormonas esteroides son, por tanto, piezas de nosotros mismos, de la piel de nuestras células. Y cuando estas desean comunicarse, se dirigen, paradójicamente, a la sustancia de sus membranas, las primeras que las aíslan. La membrana plasmática separa a las células entre sí, igual que una membrana separó de su entorno a la madre de todos nosotros, el primer organismo unicelular, hace unos tres mil ochocientos millones de años. La membrana plasmática dio lugar a la identidad y a la soledad del organismo. Para volver a conectarse, para que una célula, una identidad, hable con otra, no hay mejor lenguaje que el de la propia membrana plasmática.

El término «hormona» no se acuñó hasta 1905 y la primera no se aisló hasta la década de 1920, pero se sabía indirectamente de la existencia de las hormonas esteroides desde hacía milenios gracias a la naturaleza externa de una de las fábricas hormonales: los testículos. Los machos, incluidos los machos humanos, fueron los desventurados objetos de los primeros experimentos endocrinológicos. Los animales salvajes eran castrados para hacerlos más dóciles y para que su carne resultara más sabrosa. Los hombres también se castraban, pero, en este caso, para hacerlos más dignos de confianza. En el Antiguo Testamento se describe el empleo de eunucos como guardianes de las esposas de los reyes y príncipes hebreos. Los hombres también eran castrados como castigo por crímenes sexuales o por conductas sexuales inapropiadas. En el siglo XII, Pedro Abelardo, el gran teólogo y filósofo, se quedó sin testículos por haberse fugado con su amada discípula, Eloísa. Abelardo lamentó amargamente su hombría robada y escribió sobre ello en sus memorias, Historia Calamifafum. (Eloísa, por su parte, fue enviada ilesa a un convento, ya que sus gónadas estaban fuera del alcance de los conocimientos medievales. Más tarde adquirió una posición relevante como abadesa de un convento llamado el Paráclito, fundado por su antiguo amante.)

También era conocido desde hacía siglos el papel que desempeñaban los testículos en relación con los muchos cambios que tienen lugar durante la pubertad. Los niños con prometedoras voces soprano eran castrados antes de la adolescencia para evitar que sus cuerdas vocales se engrosaran y sus tonos de voz se hicieran más graves. Según relatos contemporáneos, escuchar a los mejores castrati era una experiencia maravillosa, porque combinaban la dulzura y el lustre de un timbre femenino con la potencia que otorgan los pulmones masculinos, comparativamente más grandes. La obsesión por los castrati alcanzó su punto álgido en los siglos XVII y XVIII, cuando miles de padres orquiectomizaron a sus hijos con la esperanza de convertirlos en ricas estrellas, lo que demuestra que los padres-representantes artísticos siempre han sido igual de odiosos. Sin embargo, en el siglo XIX los gustos y las técnicas operísticas cambiaron y la diva soprano sustituyó al castrato como guardiana de los registros angélicos.

La castración, no obstante, siguió realizándose en los laboratorios. Arnold Adolph Berthold es considerado el padre de la moderna ciencia de la endocrinología, que se inició a mediados del siglo XIX en la Universidad de Gotinga con una serie de experimentos con gallos que supusieron un hito en la historia. Berthold amputó los testículos a una serie de pollos, una operación que permite a los animales seguir su curso, pero que los convierte en capones. Muy apreciados entre los criadores de aves de corral por su carne tierna y sabrosa, los capones carecen del plumaje, la pomposidad sexual y la tendencia a cacarear que exhiben los gallos adultos. Pero las aves de Berthold no permanecieron capadas durante demasiado tiempo, ya que nuestro científico cogió los testículos extirpados y los implantó en la barriga de los pollos. El resultado fue que las aves maduraron y se convirtieron en gallos perfectamente normales, con sus crestas, sus barbas de color rojo y sus cacareos. Al diseccionar los animales, observó que las gónadas trasplantadas habían arraigado en su nueva ubicación, se habían duplicado de tamaño y habían creado su propio sistema de riego sanguíneo; incluso estaban llenas de esperma, como buenos testículos adultos. Dado que los nervios de los testículos habían resultado irreparablemente dañados en el proceso del trasplante, Berthold concluyó que los testículos no estaban ejerciendo su impacto en el cuerpo gracias al sistema nervioso. En lugar de ello, supuso acertadamente que algún tipo de sustancia, una especie de eau vitale, debía de estar viajando a través del torrente circulatorio desde el tejido gonadal hasta otras partes del cuerpo y transformando al pollo en gallo. Pero Berthold no disponía de medios para determinar de qué tipo de sustancia se trataba.

El cuerpo masculino dio origen a la investigación hormonal, pero fue el cuerpo femenino quien la llevó a su madurez. En la década de 1920, los científicos comenzaron a experimentar con muestras de orina de mujeres embarazadas en búsqueda de componentes interesantes. Introdujeron la orina en el tracto genital de ratas y encontraron que había un componente de dicha orina que tenía un efecto espectacular sobre el útero y la vagina de las ratas. La membrana endometrial del útero de las ratas aumentó de grosor, mientras que las células del recubrimiento de la vagina se cornificaron[19] una manera de decir que se alargaron hasta adquirir formas parecidas a mazorcas de maíz. Los químicos orgánicos investigaron la fuente de dichas transformaciones y en 1929 aislaron la primera hormona, la estrona. La estrona es un estrógeno, la familia de hormonas a las que denominamos hormonas femeninas, aunque ambos sexos —todos los sexos— las tienen. Existen por lo menos sesenta formas de estrógeno en el cuerpo, en cualquier cuerpo, pero solo tres son las dominantes: la estrona, el estradiol y el estriol. Reciben sus nombres a tenor del número de grupos hidroxilo (pares de átomos de hidrógeno y oxígeno) que adornen el torso de cada hormona. ¡Podemos enseñar a nuestras hijas a contar con estrógenos! La estrona tiene un grupo hidroxilo, el estradiol tiene dos y el estriol, tres. Pero otorgar un nombre en función del número de hidroxilos es propio de químicos, no de biólogos, puesto que el número de hidroxilos no predice nada acerca del comportamiento de la molécula. Tener más grupos no implica mejor funcionamiento ni tener menos grupos significa ser más torpe. Pero los químicos llegaron primero, así que les tocó a ellos jugar a Adán.

La estrona resultó ser un agente relativamente débil en la cornificación vaginal o en el engrosamiento endometrial, sobre todo cuando se comparó con el estradiol, el principal estrógeno en las mujeres premenopáusicas. Sin embargo, como la placenta segrega importantes cantidades de estrona durante el embarazo y la orina que dio origen a la moderna era de la endocrinología procedía de una mujer embarazada, la estrona fue la primera hormona que se descubrió. Poco después, los químicos fueron presa de la histeria hormonal y rápidamente aislaron la mayor parte de las hormonas esteroides —los andrógenos, la progesterona y las hormonas del estrés de la glándula adrenal— y determinaron sus funciones más evidentes.

Y sin embargo, su verdadero amor siguió siendo el primero, los estrógenos. Los químicos crearon una auténtica farmacopea de estrógenos sintéticos, arrancando de un tirón cadenas de átomos por aquí y añadiendo grupos metilo por allá. Diseñaron un conocido compuesto de estrógenos, el dietilestilbestrol (o DES), utilizado entre las décadas de 1940 y 1960 para prevenir el aborto y del que actualmente sabemos que provoca cáncer y otros trastornos en los hijos de las madres que lo tomaron. Inventaron las píldoras anticonceptivas. Fabricaron píldoras y parches de estrógeno para la menopausia, utilizando para ello tanto la versión sintética de la hormona como el estrógeno «natural» aislado a partir de la orina de yeguas embarazadas, que, como los caballos, hacen mucho pipí.

Los estrógenos fueron las primeras hormonas descubiertas y, a su manera, siguen siendo las mejores. Con el paso del tiempo han ido creciendo en interés. Son en parte ángeles y en parte anarquistas. Nos mantienen sanas y nos ponen enfermas. Construyen nuestros senos y después los corrompen con tumores. Maduran los óvulos y alimentan la nueva vida en el útero, pero también dan origen a esos fibromas púrpuras que pueden crecer como calabacines o calabazas hasta que gritamos de dolor y nos quedamos sin útero.

¡Qué difícil es seguir el hilo de las contradicciones! A las mujeres del mundo industrializado se nos dice que estamos saturadas de estrógenos, de todas clases de estrógenos, que con nuestro exceso de grasa, nuestros perpetuos ciclos menstruales raramente interrumpidos por el embarazo o la lactancia, nuestras píldoras anticonceptivas, nuestra afición a las bebidas alcohólicas e incluso con los compuestos estrogénicos del medio ambiente, estamos muchísimo más expuestas a las hormonas de lo que lo estuvieron jamás nuestras antepasadas, y que esta abundancia no es buena y puede ser fuente de enfermedades. Y después se nos dice que no tenemos suficiente estrógeno, que se supone que no estamos programadas para vivir mucho más allá de la menopausia, cuando los ovarios dejan de sintetizar dosis significativas de estrógeno, y que, por lo tanto, debemos tomar suplementos de estrógeno durante años y años. Se nos dice que el estrógeno mantiene nuestro corazón fuerte, nuestros huesos robustos y nuestra inteligencia despierta: el estrógeno como superhéroe de cómic. ¿Podemos entonces descartar la vieja imagen del estrógeno como la hormona que hace a las mujeres tiernas y compasivas, sin aristas?

Admiro al estrógeno por ser tan atento con respecto a nuestras demandas y nuestros caprichos. Es nuestro chivo expiatorio y la bruja que nos persigue. Durante años ha sido demonizado, glorificado, excomulgado y resucitado, y, como las mujeres, aún es capaz de aguantar una broma. Para apreciar el estrógeno, es necesario empezar por separar el estrógeno-hormona (lo que sabemos y lo que no sabemos de sus poderes y limitaciones) del estrógeno-parábola, el ingrediente imaginario del arcón de medicinas de la Wicca[20], fuente de la locura y la perversidad femeninas.

Los estrógenos reciben el nombre de hormonas femeninas, lo cual es en parte inexacto y en parte razonable. Desde los 12 años hasta los 50, las mujeres tenemos entre tres y diez veces más estrógeno circulando por nuestro sistema circulatorio que los hombres. Sin embargo, los hombres y las mujeres de mediana edad presentan niveles de estrógenos más parecidos, no solo porque los niveles de la mujer descienden, sino también porque los del hombre aumentan de forma gradual. Tengamos presente que sea quien sea el dueño de las hormonas analizadas, las concentraciones son extraordinariamente pequeñas: en las pruebas de laboratorio se miden en nanogramos o en picogramos, es decir, en milmillonésimas o billonésimas partes de gramo, respectivamente. Para obtener el equivalente a una cucharadita de estradiol tendríamos que desecar la sangre de un cuarto de millón de mujeres premenopáusicas. En cambio, la sangre de cualquiera de nosotras contiene al menos una cucharadita de azúcar y varias cucharadas soperas de sal. Las hormonas son guisantes y todas nosotras somos princesas. No importa sobre cuántos colchones durmamos: seguiremos retorciéndonos.

En líneas generales, los distintos estrógenos son producidos por diferentes tejidos corporales, aunque existen bastantes solapamientos, redundancias y las habituales dudas sobre quién hace qué, cuándo y para qué. El estradiol, el principal estrógeno de nuestros años reproductivos, es producido por los ovarios, y es liberado por las células de los folículos y del cuerpo lúteo, la sustancia amarilla que forma una especie de ampolla sobre un folículo reventado. Se considera que el estradiol es el más potente de los tres estrógenos, al menos según los ensayos clínicos habituales de actividad estrogénica; es decir, produce una cornificación tan clara de la vagina de la rata que parece un ondeante campo de maíz de Iowa. El estradiol es generado por la placenta y en menor cuantía por el hígado. Es el principal «estrógeno del embarazo», la fuente de todo nuestro lustre gestacional, si es que no nos hemos puesto directamente de color verde a causa de las náuseas. Como expliqué anteriormente, la placenta también sintetiza estrona, como el tejido adiposo. Las mujeres obesas suelen librase de los síntomas de la menopausia, ya sean manifiestos, como los sofocos, o encubiertos, como el debilitamiento óseo. El motivo es que, aunque sus ovarios dejen de emitir mensualmente estradiol, su tejido periférico lo compensa fabricando estrona. Las mujeres muy musculosas también suelen tener buenas menopausias, no solo porque están en forma y porque los años de ejercicio físico continuado han fortalecido su corazón y sus huesos, sino también porque el músculo fabrica pequeñas cantidades de estrona. Para todas las mujeres posmenopáusicas que renuncien a los parches y a los extractos de orina de yegua, la estrona será el estrógeno predominante hasta el fin de ***** ***** sus días. ¡Solo estrona para la vieja gruñona!

Hace relativamente poco que sabemos que el cuerpo fabrica y consume estrógeno de una forma global. Durante la edad de oro de la investigación hormonal, los científicos creían que no era necesario mirar nada más aparte de las gónadas: los ovarios fabricaban estrógeno y los testículos, testosterona. De ahí el término «esteroides sexuales». Pensaban que las gónadas sintetizaban esteroides sexuales para hacer cosas excitantes, o más bien relacionadas con la vida reproductiva, para controlar la ovulación, por ejemplo, y engrosar el revestimiento uterino. Pero resulta que no es así: el papel del estrógeno no se limita a la reproducción, sino que el cuerpo lo fabrica y lo consume por todas partes. Los huesos fabrican y consumen estrógeno. Los vasos sanguíneos fabrican y devoran estrógeno. El cerebro fabrica estrógeno y responde a este de maneras que solo estamos empezando a descifrar. A nuestro organismo le encanta el estrógeno. Lo mastica y pide más. La vida media del estrógeno es breve, entre unos treinta y sesenta minutos, y rápidamente se descompone para ser reciclado o eliminado. Pero siempre hay más, ya sea producido y consumido localmente o diseminado a través de todo el cuerpo. El estrógeno es como el chocolate: es fuerte en dosis muy pequeñas y puede tener un efecto excitante o sedante según sea el tejido que lo devore. El estrógeno estimula las células de las mamas y del útero, pero calma los vasos sanguíneos e impide que se estrechen, se endurezcan o se inflamen. El estrógeno se parece también al chocolate en cuanto que es un símbolo casi universal de cómeme. Raro y mutante es el ser humano que odia el chocolate. Por la misma razón, muy pocas partes del organismo detestan o ignoran el estrógeno. Casi todos los órganos o tejidos, aunque sean de tres al cuarto, quieren darle un mordisco.

Veamos a continuación qué se ha descubierto sobre la generalización del estrógeno en el organismo. Para fabricar estrógeno, necesitamos una enzima denominada aromatasa. Con ella, un tejido del cuerpo puede transformar una hormona precursora en estrógeno. Dicha hormona precursora puede ser la testosterona, sí, la hormona «masculina» que las mujeres fabrican en sus ovarios, en sus glándulas adrenales y posiblemente también en lugares como el útero y el cerebro. O bien la precursora podría ser otro andrógeno, como la androstenidiona, una hormona que merece mucha más atención científica que la que se le ha prestado hasta la fecha. ¿Qué sabemos de la androstenidiona, aparte de que es un amplificador de la agresividad y la ira femeninas? Por ahora, nos basta con saber que las mujeres generan androstenidiona en los ovarios y las glándulas adrenales y que esta hormona puede, gracias a la actividad mediadora de la aromatasa, transformarse en el agridulce y cordial estrógeno.

Todo esto serían trivialidades de juego de química si no fuera por el reciente descubrimiento de que la aromatasa se encuentra por todas partes. Los ovarios tienen aromatasa; por tanto, los ovarios, que fabrican testosterona, pueden convertirla instantáneamente en estrógeno, y así lo hacen de forma regular, de ahí el ciclo femenino. Pero hay otros tejidos que también tienen aromatasa: la grasa, los huesos, los músculos, los vasos sanguíneos y el cerebro. Las mamas tienen aromatasa. Proporcionemos a cualquiera de ellos una pizca de hormona precursora, un poquito de testosterona, y la convertirán en estrógeno. No a borbotones ni siguiendo un calendario menstrual, sino pausadamente, de forma continua, día tras día. Curiosamente, la aromatasa se hace más potente con la edad. Mientras que la mayoría de los sistemas corporales se deslizan inexorablemente hacia la decrepitud, la actividad de la aromatasa alcanza su máximo, haciéndose aún más eficiente en su tarea de conversión de hormonas precursoras en estrógeno. Este hecho podría explicar por qué los hombres mayores tienen mayor cantidad de estrógeno que los jóvenes y por qué las mujeres posmenopáusicas no se desmoronan y mueren a pesar de que sus ovarios ya no les suministran sus dosis mensuales de estradiol. Sus mamas, sus huesos y sus vasos sanguíneos siguen generando estrógeno. Vino tinto, caoba, aromatasa, ¡qué bien os sientan los años!

Pero no basta con fabricar estrógeno. También deben estar presentes los medios para comprender a la hormona. El estrógeno se comunica con el cuerpo a través de un receptor de estrógeno, una proteína que lo reconoce, lo rodea e inmediatamente cambia de forma, como le ocurre a una manta cuando alguien se tapa con ella. En su forma modificada, el receptor provoca cambios genéticos en el interior de la célula, activando unos genes y desactivando otros. Estos cambios en la actividad de los genes modifican a su vez el estado de la célula y, finalmente, del órgano del que esta forma parte.

Sabemos, en consecuencia, que un órgano dado es sensible al estrógeno si sus células contienen receptores de estrógeno. Y, por lo que se ve, somos extraordinariamente sensibles al estrógeno. Si tenemos aromatasa por doquier, otro tanto ocurre con los receptores del estrógeno: los hay en las células del hígado, en los huesos, en la piel, en los vasos sanguíneos, en la vejiga y en el cerebro. Hay receptores de estrógeno por todas partes. Según Benita Katzenellenbogen, que ha estudiado la bioquímica del estrógeno durante veinticinco años, el desafío actual es encontrar un tejido que no contenga receptores de estrógeno. «Puede que el bazo», dice encogiéndose de hombros.

Y sigue. La historia del estrógeno es un culebrón para intelectuales. En 1996, los científicos descubrieron que no poseemos un único tipo de receptor del estrógeno, como se había pensado durante décadas, sino dos, cada uno de ellos con distintas características moleculares, pero ambos capaces de reconocer y rodear el estrógeno, posibilitando que la célula reaccione ante la hormona. Ambas proteínas reciben sendos nombres: receptor de estrógeno alfa y receptor de estrógeno beta. Algunas células del cuerpo son ricas en receptores alfa, otras en receptores beta y otras están doblemente bendecidas. Y en el interior de cualquier célula puede haber miles de receptores de cada tipo, miles de alfas y miles de betas, incluso en algunas células decenas de miles. Esta es la razón por la que se necesita tan poca cantidad de hormona para obtener una respuesta tan contundente: ejércitos enteros de proteínas receptoras están alerta para detectar la más mínima cantidad de estrógeno que circule por ahí cerca, por diminuta que sea.

Los receptores de estrógeno actúan de modo muy distinto en los diferentes tejidos, es decir, activan distintos conjuntos de genes según se encuentren en el hígado, en los huesos, en las mamas o en el páncreas. En la mayoría de los casos, desconocemos cuáles son los genes activados por el estrógeno, pero, al menos, sí sabemos algunas cosas. En el hígado, por ejemplo, el acoplamiento del estrógeno y de su receptor estimula la síntesis de factores de coagulación sanguíneos. Hablando en plata, hace más densa la sangre. Necesitamos sangre de buena calidad, que coagule bien, para contener las hemorragias durante los previsibles episodios de pérdida de sangre que tienen lugar durante la menstruación, evidentemente, pero también cuando el óvulo sale del folículo ovárico, cuando el embrión anida en la pared uterina como buen parásito que es y durante el parto. Debido a la capacidad del estrógeno para estimular la síntesis de factores de coagulación, las píldoras anticonceptivas y la terapia hormonal sustitutiva con estrógenos pueden llegar a provocar, en contadas ocasiones, la aparición de coágulos y su desplazamiento hasta lugares no deseados, como los pulmones.

El enlace del estrógeno y su receptor en el hígado estimula asimismo la producción de una lipoproteína de alta densidad conocida por muchos de nosotros como HDL (por sus siglas en inglés), el llamado «colesterol bueno», que todos deseamos ver en nuestros análisis médicos con niveles cuanto más elevados mejor, y que inhibe la lipoproteína de baja densidad o LDL (por sus siglas en inglés), el llamado «colesterol malo». La lipoproteína de alta densidad no es colesterol propiamente dicho, sino un portador de este capaz de absorber las partículas de colesterol y otras grasas de la sangre, y donarlas a los tejidos que las necesitan o bien al hígado para su procesamiento y excreción en el caso de que no sean necesarias. La lipoproteína puede ser, por tanto, una fuente excelente de transferencia de energía entre la madre y el hijo durante la gestación y la lactancia. El estrógeno, anticipándose siempre a la fecundidad, le dice habitualmente al hígado que favorezca la producción de HDL frente a la lipoproteína de baja densidad. (La práctica de ejercicio físico intenso puede tener un efecto promocional similar en el desembolso de HDL por parte del hígado; los rigores de la actividad crónica inspiran el mismo espíritu anabólico que la reproducción, la misma necesidad de recoger los lípidos sanguíneos disponibles para crear nuevas células.) Estrogénesis, Parte 17. Una vez más, hemos desestimado a nuestro héroe esteroide. Resulta que el estrógeno no necesita un receptor para hacerse entender. Sí, se conecta con los receptores alfa y beta, pero esa conexión y el consiguiente cambio de forma de los receptores lleva su tiempo. El estrógeno puede funcionar casi instantáneamente. Puede, por ejemplo, hacer vibrar las membranas celulares solo con tocarlas. Al desplazarse a través de la membrana celular, el estrógeno abre momentáneamente unos diminutos poros que permiten que los iones entren y salgan de la célula. La carga eléctrica de la membrana cambia, ¡zas!, pero, rápidamente, el cambio revierte. Para la mayoría de los tejidos corporales, estas fluctuaciones transitorias no tienen consecuencia alguna, pero para determinados órganos, este flujo es vital. Pensemos, por ejemplo, en el corazón, que bombea sangre como un metrónomo electroquímico cuyo ritmo es alimentado por un flujo iónico. El estrógeno podría contribuir a que la corriente a través de la membrana de tejido cardiaco fluyera con fuerza y de modo uniforme. Las mujeres premenopáusicas, cuyos cuerpos rebosan de estrógeno, tienen corazones fuertes como toros y raramente sufren ataques cardiacos. No cabe duda de que parte del carácter beneficioso para el corazón del estrógeno se debe a razones indirectas, puesto que, como hemos visto, el estrógeno nos proporciona lipoproteínas de alta densidad, que contribuyen a eliminar el colesterol de la sangre antes de que esta molécula pueda atascar las arterias escleróticas. Pero he aquí otro posible motivo por el que al corazón le encanta el estrógeno: la fugaz sacudida. El estrógeno es como Edison: le da al cuerpo un calambrazo.

Tenemos, por tanto, al menos dos amplias categorías de respuestas a la estimulación estrogénica: una rápida y pasajera, y la otra más majestuosa, más meditada. Estrógeno, desconocemos la mitad de ti. ¿Hay algo que no puedas hacer?

En primer lugar, ¡estate quieto! El estrógeno es un blanco móvil. Aunque al estudiarlo con detalle se han puesto de manifiesto nuevas cualidades, también se han perdido algunas de las que se le atribuían anteriormente. Durante años, los científicos pensaron que esta hormona era esencial en los primeros instantes de la vida. En los estudios del desarrollo embrionario de «animales modelo» tan dóciles como el cerdo, los investigadores observaron que, justo en el momento en que un embrión estaba a punto de implantarse en el útero, el conjunto de células liberaba una ráfaga de estrógeno. El pulso hormonal parecía delimitar la transición entre el cerdo en potencia, el blastocito, y el cerdo en acto, el embrión. Nadie conocía con exactitud el papel que desempeñaba ese estrógeno primigenio, pero, obviamente, se trataba de un papel principal. Cuando los científicos bloqueaban experimentalmente la síntesis de estrógeno durante la implantación del embrión, mataban al cerdo-en-potencia.

Había, además, otras razones para creer en la importancia del estrógeno para la embriogénesis de los mamíferos. Un feto puede sobrevivir perfectamente sin andrógenos o sin receptores de andrógenos. Jane Carden y otras mujeres con el síndrome de insensibilidad a los andrógenos son la prueba adulta e irrefutable de ello. Pero ¿y sin estrógeno? Todavía no se sabe de ninguna persona que carezca de todo rastro de la circuitería del estrógeno. Hasta mediados de la década de 1990, un feto sin estrógeno era, simplemente, inconcebible.

Aquel hombre tenía 28 años, medía dos metros diez y estaba harto de que le preguntaran si jugaba al baloncesto. No jugaba. En realidad no podía jugar, porque era patizambo, tenía los pies planos y no caminaba bien. Lo que sí podía hacer, y de hecho hizo, fue seguir creciendo. Había crecido dos centímetros y medio desde los 26 años. Calzaba un número de pie que estaba seis por encima de la talla más grande que se puede encontrar en una zapatería. Y, a medida que iba creciendo, caminaba cada vez peor, lo que finalmente le llevó a la consulta del médico. El doctor le remitió a un endocrinólogo, que concluyó que los huesos de aquel hombre eran, a un tiempo, demasiado jóvenes y demasiado viejos para su edad. Demasiado jóvenes porque sus extremos no se habían fundido todavía, como suele ocurrir al final de la adolescencia, y demasiado viejos porque estaban completamente agujereados. Sufría una grave osteoporosis, pero también presentaba otros problemas, como la resistencia a la insulina característica de los diabéticos. Sus niveles de estrógeno en sangre eran elevados, aunque no presentaba signos externos de feminización como los que suelen mostrar los hombres que sufren una enfermedad cuyo resultado es un exceso de producción estrogénica; es decir, no presentaba ni ginecomastia ni voz chillona. No era más que un tipo muy alto y patizambo, pero indiscutiblemente masculino.

Con el tiempo acabó en la consulta del doctor Eric P. Smith en la facultad de Medicina de la Universidad de Cincinnati. El doctor Smith vio en los síntomas que presentaba el paciente la prueba de lo que la medicina había dado por imposible: aquel hombre hacía oídos sordos al estrógeno. La hormona no ejercía efecto alguno sobre él. Smith conocía los experimentos con ratones que se habían realizado en la Universidad Rockefeller, en los que los investigadores habían creado unos ratones diseñados genéticamente que carecían de receptores de estrógeno. Los llamaban ratones ERKO (Estrogen Receptor Knocked Out), ya que sus receptores de estrógeno habían sido desactivados. En un principio, los biólogos temieron que una manipulación de este tipo tuviera consecuencias fatales, que sin la capacidad para responder al estrógeno los ratones ERKO morirían en el interior del útero. Pero no fue así; los ratones siguieron desarrollándose, nacieron e incluso parecían normales. Smith decidió analizar el ADN de su paciente para verificar si sus genes receptores de estrógeno habían mutado también. ¿Habría hecho la naturaleza con este hombre lo mismo que los investigadores de Rockefeller con sus ratones? ¡Efectivamente! Ambas copias del gen receptor de estrógeno de aquel joven eran defectuosas. Los genes no podían dirigir la síntesis de la proteína receptora de estrógeno. El hombre podía sintetizar grandes cantidades de estrógeno, dado que tenía aromatasa, pero no podía sintetizar receptores de estrógeno. Todo el estrógeno se perdía al llegar a unos oídos celulares que no podían oír.

Aquel primer caso registrado en la historia de ausencia de receptores de estrógeno permitió a Smith y a sus colegas extraer varias conclusiones, que fueron publicadas en la revista New England Journal of Medicine; a saber: que el estrógeno es esencial para la maduración y la conservación de los huesos no solo en las mujeres, como ya se sabía, sino también en los hombres; que el metabolismo del estrógeno afecta al metabolismo de la glucosa, de ahí el riesgo de diabetes; y que, al contrario de lo que se pensaba, el estrógeno no es esencial para la supervivencia del feto. Los fetos de ratones no lo necesitan, y los fetos humanos tampoco. Estrógeno, te hemos sobrevalorado.

«Lo que indican los datos experimentales más recientes es que no parece que el estrógeno sea importante para el desarrollo fetal, pero que es más importante de lo que creíamos para mantener el cuerpo a lo largo de la vida», explica Evan Simpson, de la Universidad de Texas.

Con todos los respetos. Antes de menospreciar la importancia del estrógeno en el desarrollo embrionario, permítanme recordar el último descubrimiento: que los genes no tienen uno, sino al menos dos receptores de estrógeno. El hombre sin receptores de estrógeno y los ratones que donaron los suyos a la ciencia solo carecían del receptor alfa. Seguían conservando los receptores beta y de ahí que no fueran tan indiferentes al estrógeno como se había pensado en un principio. A la naturaleza le encanta la redundancia. Si algo desempeña una tarea crucial, la naturaleza contrata suplentes. Puede que estos no sean perfectos, pero nos pueden sacar de un apuro. No cabe duda de que el receptor de estrógeno beta es un mal preservador de la masa esquelética de un adulto, por lo que los huesos del hombre sin receptores alfa parecen esponjas de cocina. Pero ¿se puede afirmar que era verdaderamente insensible al estrógeno cuando era un embrión desesperado, suspendido entre los sonidos y el silencio? ¿O fueron sus receptores beta los que le mantuvieron vivo, permitiéndole implantarse y desarrollarse porque sabían que era su última esperanza y que la vida no puede comenzar sin estrógeno?

Quizá sí, quizá no. Esta es la historia del estrógeno, un serial ya septuagenario. De naturaleza grasienta, el estrógeno se nos resbala de las manos. Todavía no lo entendemos. Apenas lo controlamos. Y cuando se trata de su impacto sobre nuestra conducta y nuestra sexualidad, el estrógeno nos devuelve el cumplido generosa y astutamente. No nos controla, y su expresión favorita es quizá.