CAPÍTULO

8


Agua bendita

La leche materna

La Virgen María, Madre de Dios, no sintió dolores de parto. Conservó intacta su virginidad y presumiblemente también su himen a lo largo de su vida. Y si se salvó de la maldición de Eva podría incluso no haber menstruado ni defecado ni orinado. Su cadáver no se descompuso tras la muerte, sino que ascendió de una sola pieza a los cielos. Desafió a la anatomía, la bioquímica y las leyes de la termodinámica. Tenía poco que ver con las demás mujeres y no digamos con los mamíferos «inferiores», que, gracias a Linneo, estaban vinculados conceptualmente con el Homo sapiens. No obstante, María expresó su feminidad y se unió a su taxón sin lugar a dudas: utilizó sus glándulas mamarias. Amamantó al Niño Jesús. La Maria lactans, o Madonna del latte, se encuentra entre las imágenes más presentes en el arte occidental. Desde principios del Renacimiento, la Virgen se suele representar con uno de sus pechos descubierto y el Niño Jesús disponiéndose a mamar o bien cogiendo la punta del pezón entre sus labios. El seno expuesto suele ser un objeto de aspecto extraño, una especie de bola de billar que apenas parece unida al resto del tórax y que se sitúa más cerca de la clavícula que de la caja torácica, donde normalmente residen los pechos. Con independencia de las habilidades pictóricas del artista, el seno expuesto no se representaba fielmente por convicción. La idea era que los espectadores no se recrearan con la carnalidad del seno de María, sino que pensaran en su pureza y en las posibilidades de su extraordinario alimento. ¡Cuán ilimitado es el poder del seno que amamantó al Altísimo, ya que le dio la vida a quien nos da la Vida Eterna! Y, de igual modo que la glándula mamaria de una mujer corriente se ve fortalecida por su solicitante, produciendo tanta más leche cuanto más se mama, así el pecho de María se fortaleció y santificó gracias al íntimo contacto con la más sagrada de las bocas: segregaba y absorbía. Seguramente en los pezones de la Virgen nunca se formaron ni grietas ni ampollas.

En la clasificación de fluidos sagrados, la leche de la Virgen se situaría inmediatamente después de la sangre que manó de las heridas de Cristo. Si hay suficientes astillas de la Vera Cruz en los relicarios de toda la Cristiandad como para construir una catedral entera, hay también suficientes viales con la leche de María para alimentar a toda la congregación, lo que impulsó a Calvino, reformador protestante del siglo XVI, a preguntarse cínicamente: «¿Cómo fue recogida esa leche […] para conservarse hasta nuestros días?». Podemos imaginar, sencillamente, que los pechos de María nunca se secaron y que alimentarán al mundo hasta el final de los tiempos. En un fresco anónimo florentino del siglo XV, la Virgen se representa sujetándose un pecho con la palma de la mano y rezando con Jesús adulto por la salvación de un grupo de pecadores arrodillados a sus pies. La inscripción reza: «Hijo querido, por la leche que te di, apiádate de ellos».

La leche de la Madona no ha sido la primera leche ni la última a la que se han rendido honores. Se decía que la leche de las diosas griegas hacía inmortales a quienes la bebían. Cuando Zeus quiso que su hijo Hércules, nacido de una relación adúltera con la mortal Alcmene, alcanzara la divinidad, lo metió a hurtadillas en la habitación de su esposa, Hera, mientras esta dormía y se lo puso al pecho para que probara la inmortalidad. Hércules, forzudo de nacimiento, mamó tan fuerte que Hera se despertó y le apartó escandalizada, por lo que la leche salió a borbotones derramándose por los cielos; ese fue el origen de la Vía Láctea. Hércules, no obstante, ya había bebido la leche suficiente para unirse a las filas de los inmortales.

Si la sangre menstrual de una mujer se suele considerar contaminada, la conocida pureza de su leche la devuelve a la homeostasis. Como describe Valerie Fildes en su clásico estudio Breasts, Bottles, and Babies, el manuscrito en papiro Ebers, del siglo XVI a. C., recomendaba la leche materna para el tratamiento de las cataratas, las quemaduras, los eczemas y «para expulsar excrementos nocivos del vientre de un hombre». A las nodrizas del antiguo Egipto se las honraba como a ningún otro sirviente. Las nodrizas reales eran invitadas a los funerales reales y a sus hijos se les consideraba hermanos de leche del rey. Solo dos personajes reconocen a Odiseo cuando regresa a casa, harapiento, tras veinte años sabáticos: su fiel perro, Argos (que muere feliz después de ver a su amo), y su nodriza, Euriclea. Sus pechos hace mucho que se secaron, pero conservan rastros de la pureza que una vez fluyó a través de ellos, y la verdadera pureza, como la lealtad, no se desvanece con el tiempo. La leche es homeopática: conserva el recuerdo de todas las bocas a las que ha alimentado.

El pecho práctico es una glándula sudorípara modificada, y está programado para ser utilizado, como el páncreas, el hígado y el colon. La lactancia es una función biológica básica. La leche es un fluido corporal. Y sin embargo, metafóricamente, el amamantamiento y la leche materna han constituido y siguen constituyendo una clase por sí mismos, la clase de la metafisiología. Se les ha otorgado un estatus mágico, emocionante, declarativo, absoluto. Han sido fuente inagotable de exhortación, celebración, culpa, alegría y también pena. Consideramos que amamantar es algo natural, bueno y hermoso, aunque, a lo largo de la historia, en diferentes permutaciones, ha sido también objeto de ira e intimidación. Nadie tiene que suplicarnos para que nuestro corazón lata, nuestras neuronas se conecten o nuestra sangre menstrual fluya. Pero el amamantamiento es otra cosa. Puede que sea natural que una mujer amamante a su hijo, pero nada garantiza que así lo haga; por tanto, así ha sido ordenado por los profetas, legislado por los políticos y elevado a un pedestal sociomédico que no admite excusas ni quejas. No se ha permitido que la lactancia sea lo que es, un asunto del cuerpo. La glándula mamaria ha sido a menudo infravalorada, motivo por el que a mediados del siglo XX se consideró que las fórmulas infantiles de leche maternizada no eran un mero sustituto aceptable de la leche materna, sino una mejora con respecto a esta. Actualmente, en cambio, está sobrevalorada. Creemos que puede convertir a cualquier bebé en un Isaac Newton o una Jane Austen. Hoy en día se considera que la leche materna es la quintaesencia del elixir femenino. A través de ella, damos más que una parte de nosotras mismas a nuestros hijos, nos damos purificadas y mejoradas. Nuestra leche es mejor que nosotras mismas.

Nos conocemos a nosotras mismas —quizá demasiado bien—, pero no conocemos nuestra leche. Es misteriosa. Los científicos siguen analizándola y siguen encontrando en ella ingredientes inesperados. ¿Está acaso mejorando con el tiempo? ¿Está evolucionando antes que nosotras? Bien podríamos sospecharlo si leemos los comentarios de los grupos que abogan por la lactancia materna. Es la «sustancia milagrosa», según palabras de Lee Ann Deal, directora ejecutiva de la Liga de la Leche. Incluso los científicos dejan de lado su proverbial moderación y prudencia cuando alaban la leche materna describiéndola como «el principal fluido biológico», «un cóctel de potencia», «un fluido realmente fascinante», «un derecho humano», «más, mucho más que simple alimento». Al creer que la leche materna transmite un poder casi sobrenatural al bebé, nos hacemos eco de las antiguas autoridades médicas, que afirmaban que la personalidad de la mujer, sus humores, moldeaban el carácter de cualquier niño que mamara de sus pechos. Y citaban casos famosos, como el del emperador Tiberio, un miserable borracho del que se decía que había sido criado por una nodriza alcohólica, y el del salvaje Calígula, cuya nodriza, supuestamente, se frotaba los pezones con sangre.

Consideremos qué sentimientos despierta en nosotras la leche materna. Si hemos amamantado, seguramente habremos probado nuestra propia leche, lo suficiente para saber que es más dulce y acuosa que la de vaca. Pero si viéramos un vaso lleno de leche humana en la nevera, ¿nos lo beberíamos? La idea misma es inquietante. Casi suena a canibalismo. No conocemos ni la mitad de lo que hay en ella ni por qué está ahí. La leche humana tiene una consistencia menos espesa al gusto que la de la vaca, pero es tan rica, está tan llena de significado y atributos que, como la burbujeante poción de un científico loco, prácticamente cobra vida y más. Si un adulto bebiera leche humana a diario, ¿se convertiría en un gigante, como Alicia cuando mordisqueó el lado izquierdo de la seta, o se volvería inmortal como Hércules o, pongamos por caso, el vampiro Nosferatu?

Examinemos la lactancia a la clara luz de la mañana. He dicho anteriormente que la glándula mamaria es como una glándula sudorípara modificada, pero hay otro modo de considerarla: como una placenta modificada. No en vano, la placenta y la glándula mamaria tienen mucho en común, puesto que ambas están especializadas y ambas tienen un trabajo temporal: están diseñadas para alimentar al bebé. Ningún otro órgano es tan efímero, tan exclusivo, como el dúo placenta-glándula mamaria (o mama). Existen por y para el bebé, y si este no las reclama, se retiran, puesto que son órganos caros y no se mantienen si no son absolutamente necesarios. Por ello, es crucial que el bebé mame para que la glándula mamaria siga produciendo leche. Es la sensación mecánica de succión la que le indica a la glándula que la lactogénesis es necesaria. En términos evolutivos, mueren demasiados bebés para que la expulsión automática de leche sea una estrategia sensata. Imaginemos el caso de un niño que naciera muerto: si el cuerpo de la madre produjera leche de forma automática aunque fuera durante unos pocos días, a seiscientas calorías por día el coste total de la operación sería terrible. La lactancia es una función contingente y una respuesta condicionada, de ahí que su inicio y su mantenimiento puedan resultar tan frustrantes. El cuerpo está preparado para fluir y para dejar de hacerlo. En cierto modo, la lactancia es análoga a la sangre. Esta debe fluir por las venas sin detenerse, pero, al mismo tiempo, debe estar preparada para coagularse si se produce una herida en la piel, o de lo contrario nos desangraríamos hasta morir con el simple roce de una espina. De la misma manera, la leche debe estar preparada para fluir, pero este cóctel exquisito es un fluido tan caro que el bebé debe suplicar para obtenerlo y succionarlo con la boca de un pretendiente divino.

La producción de leche comienza hacia la mitad del embarazo. Los lobulillos foliados donde se produce se engrosan, proliferan y rodean los conductos hasta que estos quedan totalmente ocultos por las hojas, como ocurre con los árboles y los bosques. En los extremos de los lobulillos, las células alveolares se contraen y se distienden, y comienzan a segregar un líquido amarillento que contiene proteínas y carbohidratos, el calostro. Una parte llegará al pezón y rezumará, pero la mayoría se reabsorbe hacia los conductos, puesto que todavía no hay razón para que salga. Los alveolos están haciendo, simplemente, un simulacro. Muchas hormonas contribuyen a la expansión glandular y a mantener en orden la secuencia lógica. La progesterona, por ejemplo, estimula la división y maduración de las células alveolares, pero también impide que se adelanten. Si no fuera por los altos niveles de progesterona (y en menor medida de estrógeno) característicos del embarazo, las células alveolares harían caso a otra hormona, la prolactina, la amiga de los lactantes. Durante la gestación, la glándula pituitaria, en la base del cerebro, comienza a liberar cantidades cada vez mayores de prolactina. Esta, a su vez, ordena a las células alveolares que sinteticen leche. La progesterona aconseja esperar. Mientras dura el embarazo, la progesterona gana el pulso.

Tras el parto, los niveles de progesterona y estrógeno caen abruptamente. Este brusco descenso hormonal es el culpable de la depresión posparto o la estasis[17] posparto que sufren algunas mujeres, pero, en cambio, para las glándulas mamarias este descenso es estimulante. Las células alveolares tienen por fin permiso para tomar la prolactina en circulación y la absorben con avidez. Al principio, fabrican lo que están acostumbradas a fabricar: calostro, un líquido viscoso que contiene proteínas, carbohidratos y otros ingredientes. Pero no contiene grasa, eso viene después. El calostro es amarillo porque es rico en caroteno, el mismo compuesto que da a las zanahorias y a las calabazas su tono amarillo-anaranjado y que es necesario para la síntesis de las vitaminas A y B. El calostro es diez veces más rico en carotenos que la leche madura. Parece pus y actúa como tal: el calostro contiene muchos leucocitos y anticuerpos, como el pus, y ayuda al recién nacido, cuyo sistema inmunológico todavía tiene que madurar, a combatir los microorganismos patógenos que estarían encantados de atacarle. El calostro contiene también abundante tejido epitelial desprendido que había mantenido los conductos cerrados.

El bebé mama calostro, pero desea algo más que ese engrudo de color zanahoria, así que sigue succionando y succionando. Los tirones del pezón se traducen de alguna manera al idioma neuronal, inhibiéndose la producción cerebral de dopamina; y cuanta menos dopamina hay, más prolactina envía la pituitaria. Las células alveolares se transforman en hechiceras y comienzan a sintetizar el líquido fascinante, la leche, blanca y virginal, la hoja en blanco donde se pueden escribir todos los deseos. Las células se llenan de leche. El bebé succiona y estimula la pituitaria para que segregue otra hormona, la oxitocina. Ha llegado el momento de la subida de la leche. A una señal de la oxitocina, el tejido muscular que rodea los alveolos hinchados se contrae, lo que impulsa la leche de las células a través de los conductos y del pezón hacia la boca que tanto se ha esforzado para convencer a la glándula de que está ahí, y además muerta de hambre.

¿Qué es la leche? ¿Cómo se gana un fluido sus galones lácteos? Por definición, la leche es el producto de las glándulas mamarias, del mismo modo que el jugo gástrico es el producto del estómago y la saliva, el de las glándulas salivares. La leche, sin embargo, es muchísimo más compleja desde el punto de vista químico que muchas otras secreciones corporales porque la misión que tiene asignada es, asimismo, muy compleja. La glándula mamaria reúne las subunidades de la leche a través de tres vías. Algunos de los componentes se recogen directamente del flujo sanguíneo materno y se utilizan sin modificación alguna. Otros se extraen de la sangre y se reelaboran y modifican antes de incorporarse a la leche. Y, finalmente, otros son fabricados por las propias células alveolares.

En consonancia con su ilustre reputación, la leche se presenta a menudo como «el alimento perfecto de la naturaleza», y en este caso la publicidad no engaña. Es todo lo que necesita un mamífero recién nacido para sobrevivir. Nunca habrá un menú tan fácil de planificar como este. Las glándulas mamarias de cada especie ofrecen una definición ligeramente distinta del alimento perfecto, pero la leche siempre debe proporcionar los nutrientes básicos que precisa un neonato para sobrevivir. Ya se trate de un lechón, una ternera, un canguro o un ser humano, el organismo necesita agua, lípidos, carbohidratos y proteínas, y estos son, justamente, los componentes fundamentales de la leche. Pero el tipo y la cantidad varían de un animal a otro. Los animales que se desarrollan rápidamente necesitan leche rica en aminoácidos, los constituyentes de las proteínas. La leche de los carnívoros como los gatos, las hienas y los cánidos tiene una alta densidad de aminoácidos. Si Rómulo y Remo, los fundadores de Roma, mamaron de una loba, como cuenta la leyenda, bebieron puro extracto de carne. Los animales que necesitan almacenar mucha grasa en poco tiempo beben leche rica en grasa. La leche más grasa de la naturaleza es posiblemente la del elefante marino, con mayor contenido en grasa que la mantequilla. Una cría de elefante marino solo mama durante cuatro semanas, y en ese intervalo de tiempo pasa de treinta y cinco a ciento treinta y cinco kilos, mientras que la madre, durante el mismo periodo, no come absolutamente nada y pierde doscientos setenta de sus dos mil trescientos kilos. Como dijo un científico, es como si se cortara una tajada de grasa y se la pasara a su cría.

La leche de los animales que crecen despacio tiene una concentración comparativamente menor de aminoácidos. Los seres humanos crecemos despacio y nuestra leche se encuentra entre las que tienen menor contenido proteínico. La leche de rata tiene una concentración de aminoácidos doce veces superior a la de la leche humana. La leche de vaca tiene cuatro veces más, de ahí que no se le pueda dar leche de vaca a un bebé sin procesarla previamente para transformarla en fórmula infantil. Los inmaduros riñones de un recién nacido no están preparados para lidiar con el alto contenido en proteínas de la leche de vaca. No obstante, sí podrían procesar la leche de gorila, de chimpancé o de orangután. La leche de los grandes simios es bastante similar a la nuestra en todos los aspectos estudiados hasta la fecha.

Lo que a la leche humana (y de simio) le falta en proteínas se compensa con lactosa, el principal carbohidrato, o azúcar, de la leche. La lactosa es el segundo componente de la leche humana después del agua. Nuestra leche contiene el doble de lactosa que la de vaca. Siempre nos reprochamos nuestro gusto por el dulce y nos preguntamos por qué a los niños les gustan tanto los pasteles, los helados y las chucherías. No debería sorprendernos, pues la leche que hemos desarrollado por evolución es tan dulce como un caramelo. Y sin embargo, la lactosa no es comida basura. No es exclusivamente azúcar. Se forma en las células alveolares a partir de la combinación de glucosa y galactosa, dos azúcares simples que se obtienen a partir de la sangre materna, y ofrece al recién nacido el doble de contenido energético que la glucosa. La lactosa también es importante para la absorción de otros nutrientes de la leche, porque permite que el intestino del bebé maximice la absorción de calcio, ácidos grasos y similares. La leche de vaca y la leche humana tienen aproximadamente la misma cantidad de grasa, pero los tipos de grasa son sensiblemente distintos. La leche humana contiene en comparación más ácidos grasos esenciales, largas cadenas de grasas insaturadas que el cuerpo no puede fabricar por sí mismo y que deben obtenerse a través de la dieta, que para un bebé consiste en leche materna. Los ácidos grasos esenciales intervienen en el desarrollo de los ojos, el cerebro y el sistema nervioso periférico. Los laboratorios que fabrican fórmulas infantiles están debatiendo actualmente la conveniencia de añadir determinados ácidos grasos a sus leches maternizadas, en concreto el ácido docosahexaenoico, o DHA, pero siempre está la cuestión de los efectos secundarios. En un determinado estudio, los bebés que tomaron una fórmula infantil enriquecida con aceite de pescado —una buena fuente de DHA— mostraron un desarrollo más rápido de la agudeza visual, pero en otras mediciones de su desarrollo psicomotor se observó que progresaban más lentamente que otros bebés alimentados con leche materna o con fórmulas estándar. Además, ¿cuánto ácido graso debería añadirse? La leche de una mujer que come mucho pescado tendrá un contenido en determinados ácidos grasos de cadena larga veinte veces superior al de una mujer que viva en el Sáhara. ¿Qué contenido en lípidos deseamos reproducir, el de la leche de una mujer que come pescado, el de una vegetariana o el de una omnívora?

Aparte de las diferencias en algunos ácidos grasos y en otros componentes, los pechos humanos segregan un fluido notablemente similar con independencia de cuál sea el estado nutricional de la mujer. Una mujer mal nutrida de un país en vías de desarrollo produce una leche sorprendentemente nutritiva, mientras que la leche de una rolliza habitante del Medio Oeste no es, comparativamente, mucho más rica en calorías. «Uno de los aspectos de la lactación que no deja de fascinar a los que la estudian —afirma Peter Reeds, profesor de pediatría en el Baylor College of Medicine— es la notable capacidad que poseen los mamíferos, incluidos los seres humanos, de preservar con un estrecho margen de variabilidad la misma composición de leche incluso en el caso de dietas muy desfavorables». Si una mujer no se alimenta de manera adecuada para mantener la fórmula perfecta, la glándula mamaria toma prestados los nutrientes necesarios de las reservas del organismo, una tienda que nunca cierra. Al mismo tiempo, la mujer no sacrifica todo lo que cabría esperar, ya que la leche materna ha evolucionado a través del compromiso. La madre da, pero no hasta el punto de arriesgar su futura salud y fertilidad. La leche materna está diseñada para obtener el máximo beneficio sin maximizar la explotación. No es necesario que una mujer que amamanta pierda la dentadura o se le encorve la columna vertebral para que su bebé tenga suficiente calcio; la lactosa de la leche asegura que cada ion de calcio será aprovechado y no se eliminará con la orina, tal como ocurre con el calcio del zumo de naranja enriquecido, por ejemplo. El bebé digiere las proteínas de la leche hasta el último aminoácido, de ahí que los pañales usados de un lactante apenas huelan: hay muy poco material de desecho, se excretan muy pocas proteínas para producir hedor. Una mujer que amamanta no tiene por qué quedarse anémica para darle hierro a su bebé. La leche materna contiene muy poco hierro, pero a cambio contiene lactoferrina, una proteína que permite que el hierro se absorba totalmente. Lo mismo ocurre con otros oligoelementos como el zinc y el cobre; su presencia en la leche materna es muy poco frecuente, pero cuando están, las proteínas y los azúcares de la leche los almacenan y se encargan de que no se escapen. Además, en el pasado, los niños probablemente se revolcaban por el suelo sucio e ingerían hierro y otros minerales a través de la afición infantil a comer materias extrañas como tierra, etc. Los bebés se llevan todo a la boca e intentan chuparlo. Los adultos lo vemos como un desafortunado y peligroso hábito, pero quizá tenga su razón de ser: chupar los oligoelementos que necesitan las células para funcionar y dividirse.

Como ya hemos visto, las fórmulas infantiles no pueden igualar a la leche materna; de todos modos, esto mismo se les indica a las madres primerizas desde cualquier instancia, además de aparecer impreso por ley en cada bote de leche maternizada, igual que cada paquete de tabaco debe advertir sobre el peligro mortal de fumar. La leche humana es una solución compuesta por más de doscientos elementos cuyas múltiples funciones todavía no se conocen por completo. Y ninguno de ellos se limita a una sola función. Los azúcares de la leche proporcionan calorías, pero también permiten que los demás nutrientes sean totalmente metabolizados. Los azúcares de la leche humana y los de las fórmulas infantiles son cuantitativamente similares, pero cualitativamente distintos. La lactoferrina permite que el escaso hierro presente en la leche quede «biodisponible» para el bebé y también impide que las bacterias patógenas pongan sus fauces en el metal, necesario para su supervivencia. No hay lactoferrina en las fórmulas infantiles. Las propiedades inmunológicas de la leche materna son innumerables, y en su mayoría no aparecen en las fórmulas infantiles porque en su preparación se destruye su equivalente en la leche de vaca. En la leche materna hay células B, células T, macrófagos y neutrófilos, además de anticuerpos y gamma interferón, que estimula la actividad de las células del sistema inmunológico. Los ácidos grasos de la leche rompen las membranas que rodean los virus, mientras que la lisozima hace lo propio con las paredes celulares de las bacterias. El factor bífidus favorece el crecimiento de la flora benigna en el intestino del bebé, lo mejor para eliminar las cepas nocivas.

Gran parte de la investigación sobre la leche materna realizada a lo largo de la década de 1990 se ha centrado en las hormonas y en los factores de crecimiento. Es aquí donde la glándula mamaria humana aparece como una especie de cerebro, una mente que se reproduce a sí misma exactamente y que proporciona al cerebro en crecimiento del neonato las proteínas que requieren sus neuronas para diferenciarse. La glándula mamaria sintetiza la hormona liberadora de gonadotropinas, por ejemplo, y la deposita en la leche. Dicha hormona es una proteína más conocida como producto del hipotálamo, situado en el mesencéfalo. En los adultos estimula las gónadas y puede desempeñar un papel en la conducta sexual. Desconocemos el efecto que puede tener esta hormona en los lactantes, si es que lo tiene, pero ahí está, flotando en la leche, y además en una concentración diez veces superior a la del flujo sanguíneo materno. La leche materna también contiene factor de crecimiento nervioso, hormona estimuladora del tiroides y otros factores con nombres tan vagos como «péptido diferenciador de mamotropos». El recién nacido humano es una pequeña criatura débil e indefensa, un feto posparto, y es posible que algunos de los factores de la leche materna sean «factores de diferenciación obligatorios», necesarios para orquestar la maduración completa del cerebro y de otros órganos del niño. Las fórmulas infantiles de leche maternizada contienen algunos de estos factores, pero, una vez más, la mayoría de los péptidos equivalentes en la leche de vaca se destruyen en el proceso necesario para hacerla digerible. En ausencia de estos factores, ¿puede conseguir el niño felicidad, salud y una inteligencia brillante? Todavía no lo sabemos. Desconocemos para qué sirven estos supuestos factores diferenciadores y los neuropéptidos equivalentes. Es lógico pensar que son necesarios, o al menos beneficiosos para el niño, pero lógica no significa prueba palpable, y la biología no siempre es lógica.

Cuánto más estudiamos la leche materna y más encontramos en ella, más nos maravilla que alguien pueda sobrevivir, y mucho menos desarrollarse, con su lamentable sustituto artificial. Pero muchos lo han hecho. La mayoría de los niños nacidos en Estados Unidos durante la explosión demográfica de la década de 1950 fueron criados exclusivamente con leche artificial, y están entre nosotros, somos nosotros, y ocupan su propio espacio y todo tipo de ocupaciones. Hoy en día el 40% de los bebés estadounidenses siguen siendo alimentados con biberón desde el primer día, y de los bebés alimentados con leche materna, solo la mitad continúan mamando después de los seis meses. Al año de edad, esa cifra se reduce al 10%. Los científicos no saben qué conclusión extraer de estos datos. Se preguntan si se están formulando las preguntas adecuadas o ignorando pistas sutiles o si se trata, simplemente, de una cuestión de ignorancia generalizada sobre el crecimiento y el desarrollo, una ignorancia que se ve reflejada en la incapacidad de los científicos para analizar e identificar todas las deficiencias que presentan los niños alimentados con biberón. «Como científico, no puedo dejar de señalar que hay millones de bebés que no han visto jamás la leche humana y que, aparentemente, no han sido perjudicados —declaró el doctor Reeds—. Al mismo tiempo, no puedo dejar de sentir que la naturaleza ha recorrido un largo camino para producir un determinado alimento y que eso debe de tener algún significado». En los países del tercer mundo, donde la leche materna es tal vez el único líquido estéril disponible, la lactancia puede ser crucial para la supervivencia del bebé. En el mundo desarrollado, las ventajas de la lactancia materna frente a la artificial no son tan obvias, pero existen. Los bebés alimentados con leche materna presentan menor tasa de infecciones del oído medio, el tracto gastrointestinal y las vías respiratorias altas que los bebés alimentados con biberón. Además, sufren menos de diarrea y estreñimiento, y cuando los niños amamantados se ponen enfermos se recuperan más rápidamente que los bebés alimentados con la fórmula infantil.

Sin embargo, no todos los beneficios que se atribuyen a la lactancia materna han sido demostrados fehacientemente. Se supone, por ejemplo, que contribuye a prevenir la obesidad, pero las pruebas son equívocas y se complican con factores socioeconómicos. Se cree también que la lactancia materna disminuye el riesgo de sufrir alergias y asma infantil, aunque la tasa de enfermedades respiratorias crónicas no ha dejado de aumentar en los últimos años paralelamente al auge de la leche materna. Algunos estudios han llegado a sugerir que los niños que maman tienen coeficientes de inteligencia (CI) más altos que los alimentados con biberón, pero otros estudios que tuvieron en cuenta el CI de las madres no hallaron correlación entre la leche materna y la inteligencia. Quizás el beneficio más cuestionable y más perturbador desde el punto de vista filosófico atribuido a la lactancia materna sea que aumenta los vínculos emocionales entre la madre y el niño. Pero este vínculo no solo es imposible de cuantificar, sino que anula todos los esfuerzos para implicar a los padres como legítimos participantes en el cuidado del bebé. Si solo dando el pecho se puede sentir el amor más profundo e íntimo por el hijo, entonces un hombre con un biberón —aunque contenga leche materna— será siempre un pobre sustituto de la madre, como la leche artificial lo es de la leche materna.

Las mujeres saben que deben amamantar a sus bebés y muchas están más que encantadas de intentarlo y dedicarle sus mayores esfuerzos. Pero, ¿en qué consiste ese esfuerzo y qué ocurre con aquellas que no lo intentan? En Escandinavia se considera casi un maltrato infantil alimentar a un bebé con algo que no sea leche materna, y los escandinavos tienen bancos de leche para las madres que no pueden o no quieren amamantar a sus bebés. En Estados Unidos, en cambio, el miedo a la contaminación vírica ha impedido la implantación de una red similar de bancos de leche. Los virus, como el del sida, pueden transmitirse a través de la leche materna y, aunque es factible analizarla, como se hace con la sangre, la existencia de un sustituto razonable —la fórmula infantil de leche maternizada— ha mantenido la demanda de leche humana en unos niveles bajos, dado que debe pasar por una costosa serie de pruebas.

La lactancia se considera un hecho natural, una prolongación del embarazo. La glándula mamaria es una extensión de la placenta: todos los productos que se encuentran en esta reaparecen en la leche materna, incluidos los factores inmunológicos, los de crecimiento y las hormonas. Sin embargo, el embarazo se organiza por sí solo y la lactancia no. El embarazo dura doscientos cuarenta días y, en cambio, la lactancia puede durar lo que se desee, o lo que deseen los demás. Algunos expertos han intentado determinar la duración óptima, básica, de la lactancia humana, pero no parece fácil. El Corán, por ejemplo, aboga porque la mujer amamante a su hijo durante dos años, pero añade que si el marido y la mujer desean destetarle antes pueden hacerlo, lo que indica que, en el pasado, muchos lo hicieron así. La Organización Mundial de la Salud y la UNICEF han recomendado recientemente que las mujeres amamanten durante dos años «y más», pero solo encontramos ejemplos del «y más» entre cazadores-recolectores contemporáneos como los bosquimanos !kung del Kalahari, que amamantan durante 2,8 años como término medio.

Amamantar es, además, una conducta aprendida que no siempre resulta fácil dominar. Las hembras de los grandes simios, cuya leche tiene una composición similar a la nuestra, también deben aprender a amamantar adecuadamente a las crías y, de hecho, lo hacen observando a otras hembras. Los seres humanos, sin embargo, somos muy torpes comparados con los gorilas. Necesitamos las enseñanzas de obstetras, comadronas e instructores para el parto. Necesitamos asesores de lactancia y consejeros de la Liga de la Leche. Nos cuesta permanecer sentadas, y para amamantar se necesita paciencia y relajación. Las hormonas del estrés pueden interrumpir el flujo de la leche, nuestros pezones pueden agrietarse y sangrar por los tirones de la boca del bebé y, aunque se supone que el dolor desaparece en unos pocos días, en algunos casos dura mucho más tiempo. A algunas mujeres les encanta amamantar a sus bebés y hablan sin cesar de lo bien que se sienten, de las sensaciones cercanas al orgasmo que experimentan mientras dan el pecho. Puede que no estén cerca del niño, pero el mero recuerdo de la sensación de succión envía una ráfaga de calor por todo su cuerpo y la leche comienza a fluir, generándose una situación verdaderamente incómoda si se encuentran en el trabajo o en una reunión. Sienten verdadero amor por su bebé lactante y no piensan en nada ni en nadie más.

Sin embargo, otras mujeres nunca consiguen cogerle el truco a la lactancia. El bebé llora y rechaza el pecho. Ellas lo siguen intentando, pero no acaban de encontrar el ritmo. No parece que la leche fluya. El bebé gana peso muy despacio. Los pediatras se cuestionan actualmente si la rápida ganancia de peso que se observa en bebés alimentados con biberón es una escala adecuada para medir el crecimiento natural, pero, a pesar de ello, el bebé parece siempre hambriento y la madre se siente permanentemente incompetente. Debe volver a trabajar y todavía no domina la técnica del amamantamiento ni la del sacaleches, y tampoco consigue satisfacción ni para ella ni para el bebé. No le gusta amamantar y no desea hacerlo, pero la mera idea de no dar el pecho la hace sentirse culpable, culpable hasta la médula. No se le permite expresar cómo se siente. Después de todo, la leche materna contiene neuropéptidos, células inmunizadoras y lactoferrina, así que, ¿cómo puede una madre pedirle a su hijo que renuncie al alimento perfecto, a lo mejor de ella misma? Es imposible aliviar el sentimiento de culpa materno. Una primatóloga me confesaba que se sentía culpable de las alergias de su hijo porque solo le había amamantado durante seis meses.

«El acto de amamantar, como el acto sexual, puede ser tenso, doloroso, cargado de sentimientos culturales de ineptitud y culpa —escribió Adrienne Rich—. O, también como el acto sexual, puede resultar físicamente delicioso, una experiencia balsámica, llena de una tierna sensualidad».

Amamantar al bebé es algo natural, pero, desde siempre, ha habido mujeres que no lo han hecho y resulta difícil dirimir si fue por voluntad propia o bien se les obligó a ello. La profesión de ama de cría es muy antigua y es una de las pocas exclusivas de las mujeres. En determinadas épocas de la historia las nodrizas eran tan numerosas que competían por los puestos de trabajo y tenían que recurrir, incluso, a anunciar sus servicios. En la Florencia del Renacimiento se reunían grupos de nodrizas en mercados y festivales y cantaban lacto-cancioncillas para anunciarse: «Siempre que el niño llora / sentimos subir la leche / con energía y velocidad / cumplimos con nuestro deber». Los padres que esperaban un hijo consultaban en los manuales las características que debía satisfacer una buena ama de cría. «La nodriza ideal debe ser afable, jovial, vivaz y con buen humor, con nervios de acero; no debe ser impaciente, malhumorada, pendenciera, triste o tímida, y no debe tener tampoco pasiones ni preocupaciones —rezaba un tratado inglés del siglo XVI—. Por último, deben gustarle los niños». Aunque durante mucho tiempo solo las clases pudientes podían permitirse un ama de cría, las costumbres de las clases altas calaron en las bajas y en el siglo XVII la mitad o más de las mujeres renunciaban a alimentar a sus bebés y los entregaban a pechos ajenos para su crianza. Incluso las nodrizas más solicitadas entregaban a sus propios bebés a nodrizas más baratas para conservar sus reservas lácteas con fines profesionales. En 1780, según Marilyn Yalom, solo un 10% de los bebés parisinos eran criados en su propio hogar.

Pero las nodrizas no eran la única alternativa a la lactancia materna. Creemos que las fórmulas infantiles son un invento relativamente reciente, otra lacra del capitalismo avanzado, pero los seres humanos han alimentado desde siempre a sus crías con la leche de otros mamíferos o con gachas líquidas y comida para adultos en puré. Algunos antropólogos han sugerido que los animales que producen leche, como las vacas y las cabras, fueron domesticados inicialmente con el objetivo de alimentar a los lactantes. Puede que los bebés chuparan la leche directamente de la ubre del animal o que se les diera con ayuda de una taza especial diseñada para el destete, cuernos de vaca o tetinas fabricadas con cuero. Se han encontrado biberones de arcilla con forma de pecho en diferentes yacimientos europeos que datan de finales del Neolítico, hacia el 3500 a. C. Muchos de los niños alimentados de este modo morían, ya fuera porque no podían metabolizar la leche de vaca o porque contraían infecciones de los animales. Según los registros parroquiales y civiles del siglo XVIII, en diversas regiones de Alemania y Escandinavia, los bebés que tomaban leche de vaca en un cuerno de dicho animal morían deshidratados en mucha mayor proporción que los bebés de esas mismas zonas que se criaban con leche materna. En cualquier caso, el esfuerzo por evitar la lactancia materna en un intento de diferenciarnos del resto de los mamíferos es muy anterior a Nestlé, Ross Laboratories y las fórmulas infantiles de leche maternizada que pregonan.

La cuestión es: ¿quién quería evitar la carga de la lactancia? En algunos casos era el propio marido el que le pedía a su esposa que no amamantara. La lactancia arruinaba unos senos bonitos. Un pecho lactante ya no era su pecho. Quería que la mujer volviera a cumplir con sus deberes conyugales, es decir, que durmiera con él. Se suponía que la mujer que amamantaba no podía mantener relaciones sexuales durante la lactancia porque se creía que la leche se formaba en el útero a partir de la sangre menstrual; de hecho, los textos medievales y renacentistas muestran un conducto que va desde el útero hasta los senos. Se creía que el coito provocaba la menstruación, lo que podía cortar el flujo de leche o contaminarlo. También se había observado que si una mujer no amamantaba a su bebé se quedaba embarazada bastante antes. Los hombres, preocupados por tener herederos, querían esposas fértiles, y cuanto menos amamantaran, más se multiplicarían. Con semejante panorama, el empleo de amas de cría en ningún caso liberó a las mujeres para hacerlas más dueñas de sí mismas o para que se dedicaran a sus caprichos, sino que, por el contrario, la consecuencia fue que pasaban mucho más tiempo embarazadas.

Sin embargo, cuando cambiaron las corrientes políticas y médicas y se iniciaron campañas para fomentar la lactancia materna, las arengas fueron dirigidas a las mujeres, no a los hombres. En 1694, Mary Astell escribió A Serious Proposal to the Ladies, donde argumentaba que la lactancia materna servía para controlar el orgullo excesivo. Las mujeres no debían «creerse demasiado buenas para llevar a cabo lo que la naturaleza les exigía, ni tampoco por orgullo o delicadeza debían entregar al pobre pequeño al cuidado de un ama de leche», afirmó. A finales del siglo XVIII se puso de moda en Europa la lactancia materna. Jean Jacques Rousseau calificó a las mujeres que no amamantaban a sus hijos de egoístas, crueles y —¡cómo no!— desnaturalizadas. Linneo, el adalid de la glándula mamaria, condenó la utilización de las amas de cría y proclamó que tanto las madres como los hijos se beneficiaban de la lactancia materna. Las autoridades médicas advirtieron de los peligros de confiar a los hijos a un pecho ajeno, que podía alimentar a muchas bocas y no satisfacer a ninguna; y, de hecho, la tasa de mortalidad entre los niños criados por nodrizas era bastante alta. Estos tratados tenían un tono virtuoso y sermoneante: «Que no se equivoquen los maridos: que no esperen afecto de una esposa que, negándose a amamantar a sus hijos, hace añicos los vínculos más fuertes de la naturaleza», escribía en 1769 William Buchan en su obra Advice to Mothers. Una mujer que no «cumpla con sus deberes de madre —a través del amamantamiento— no tiene derecho a ser esposa». Más influyente aún fue William Cadogan, cuyo Essay upon Nursing de 1748 se reeditó en varias ocasiones tanto en Europa como en América. Cadogan instaba a las mujeres a seguir las leyes de la «naturaleza infalible» y proclamaba que la lactancia daba problemas «solo cuando se carecía del método adecuado; si se hiciera debidamente, aquellas mujeres capaces de renunciar un poco a la belleza de sus senos obtendrían un gran placer en alimentar a sus retoños». Las madres, añadía, necesitaban los consejos de médicos como él. «En mi opinión, este asunto se ha dejado, fatalmente, durante demasiado tiempo en manos de las mujeres, que no pueden tener los conocimientos adecuados para esa tarea». Hasta Mary Wollstonecraft en su Vindicación de los derechos de la mujer, animaba a las mujeres a dar de mamar a sus hijos, argumentando que un marido sentiría «más placer viendo a su hijo amamantado por su madre que el que puedan proporcionarle los artificios más lascivos», y con «artificios lascivos» se refería a la exhibición de un seno no lactante. Las reconvenciones de filósofos y médicos fueron respaldadas por los poderes del Estado. En 1793, el gobierno francés decretó que si una madre no amamantaba a su hijo no tendría derecho al equivalente al subsidio de asistencia social del siglo XVIII. Un año después el gobierno alemán fue aún más lejos al obligar a todas las mujeres sanas a amamantar a sus hijos. A principios del siglo XIX, el socorro materno constituía un verdadero culto y las mujeres de clase alta alardeaban de su compromiso con la lactancia.

Aun así, algunas mujeres pusieron en tela de juicio la exaltación de la glándula mamaria. En la novela Belinda, escrita en 1801 por la británica Maria Edgeworth, el personaje de Lady Delacour relata su historia a Belinda. Su primer hijo nació muerto, explicaba, porque «no quería estar prisionera» durante el embarazo, ni abandonar su entusiasta búsqueda de diversiones. El segundo murió de hambre durante la infancia: «En esa época, estaba de moda entre las madres refinadas amamantar a sus hijos. […] No se hablaba de otra cosa y se revestía de sentimiento y solidaridad, de halagos y preguntas. Pero una vez pasada la novedad, me harté del asunto y, al cabo de tres meses, mi pobre hijo también enfermó —no me gusta recordarlo— y murió».

Después del siglo XVIII, la práctica de entregar a los hijos a una nodriza para que los criara no llegó a recuperar su antigua popularidad, pero algunos de los mismos pros y contras de siempre, la decadencia y el auge de la reputación de la glándula mamaria, se han retomado en el siglo XX con la llegada de las fórmulas infantiles de leche maternizada. De nuevo, los científicos médicos y las mujeres acomodadas han tomado la iniciativa en estas lides, adoptando primero la leche maternizada como un producto diseñado científicamente que iguala e incluso supera a la leche materna en cuanto a capacidad nutritiva y pureza, y rechazándola después como un pálido, y posiblemente perjudicial, sustituto de la leche materna. En Estados Unidos la oscilación ha sido radical. Antes de 1930, la mayoría de las mujeres amamantaban a sus bebés y en 1972 únicamente el 22% de las mujeres lo hacían y además solo durante las primeras semanas de vida del recién nacido. Los fabricantes de fórmulas infantiles son en parte responsables de la masiva aceptación de sus productos. Han impuesto sus botes y polvos de forma implacable y, a menudo, sin escrúpulos. Hoy mismo siguen distribuyendo muestras gratuitas en las maternidades incluso cuando las enfermeras intentan instruir a las madres primerizas en el arte de la lactancia.

Sin embargo, afirmar que las mujeres han sido embaucadas por la industria de la leche artificial equivale a suponer que son tontas, pasivas y crédulas, y que cuando se les permite elegir libremente, su elección siempre consistirá en amamantar a sus hijos durante meses o años. Mi madre crio con biberón a sus cuatro hijos porque intentó darles el pecho, pero acabó odiándolo debido al dolor que le producía. Si hubiera tenido más apoyo e información sobre cómo amamantar, dice ahora, lo habría intentado con más empeño. Pero mi suegra, una decana de universidad jubilada que también crio con biberón a sus tres hijos, dice que lo hizo así porque no quería sentirse como un par de ubres y que no ha cambiado de opinión con los años. «La lactancia no estaba hecha para mí», declara.

El número de defensores de la lactancia materna ha aumentado de forma espectacular, especialmente entre las mujeres con estudios superiores, que actualmente amamantan a sus hijos en un porcentaje que oscila entre el 75 y el 80%. Hoy en día muchos hospitales ofrecen cursillos posparto para aprender a dar el pecho y unas cuantas empresas «progresistas» ofrecen a sus empleadas lugares específicos donde pueden dar de mamar a sus hijos o alimentarlos con biberones de leche materna previamente extraída con un sacaleches. La lactancia materna es signo de distinción e incluso resulta sexy. La antigua congresista Susan Molinari organizó un espectáculo cuando dio de mamar a su bebé mientras seguía resolviendo asuntos por teléfono. En 1998, el periódico New Yorker celebró el día de la madre con una portada en la que aparecía una trabajadora de la construcción con mono y casco que amamantaba a su hijo sentada sobre una viga que dominaba la ciudad.

La moda apuesta decididamente por lo bueno, puesto que los niños se desarrollan muy bien con la leche materna y cualquier periodo de lactancia, por breve que sea, es mejor que nada. Y sin embargo, el tono de algunas publicaciones estilo Liga de la Leche suena sospechosamente similar al de los tratados de Cadogan y Rousseau: crítico y absolutista. Hiromo Goto, un novelista japonés-canadiense, escribió un relato breve que se publicó en la revista Ms. en otoño de 1996 y que trataba sobre una madre a la que no le gustaba amamantar. El personaje describe las semanas de dolor interminable, los pezones agrietados y sangrantes, la sensación de hinchazón de las mamas, la presión del marido y de la suegra para que siguiera intentándolo a pesar de todo. «Ya verás, todo irá mejor, será más fácil, será maravilloso. ¡Lo haría yo mismo si pudiera!», decía ofendido el marido. En la fantasmagórica escena final, ella se despierta a las tres de la madrugada, se corta los pechos hinchados, se los pega al torso de su marido y después se da media vuelta y se queda dormida plácidamente. Los lectores de Ms. se sintieron indignados y amenazaron con cancelar sus suscripciones. «Ya es bastante difícil encontrar apoyo social para la lactancia materna como para presentarla, además, desde una perspectiva tan extremadamente negativa en una revista “feminista”», escribió una lectora. «Aunque ciertamente apoyo el derecho de cualquier mujer a hacer lo que quiera con su cuerpo, una decisión así debe tomarse disponiendo de información exhaustiva y exacta», comentó otra. «Las mujeres no tienen demasiadas oportunidades de aprender este arte femenino [de amamantar] en una cultura donde la lactancia materna no se fomenta». En otras palabras, una mujer puede hacer lo que quiera siempre y cuando haga lo correcto: amamantar indefinidamente y a cualquier precio.

¿No podríamos dejar de lado la polémica y ejercer un poco más la compasión maternal? En el mundo real, en el que los dos miembros de la pareja trabajan fuera de casa, la mayoría de las mujeres dan de mamar a sus bebés durante las primeras semanas o meses de vida del bebé y después complementan o reemplazan totalmente la leche materna con leche maternizada. Como todas las mujeres a lo largo de la historia, intentan hacerlo lo mejor posible dentro de las limitaciones impuestas por el trabajo, las obligaciones y los deseos. Son generosas y egoístas, mamíferos y magos, y fluyen y dejarán de fluir. Hagan lo que hagan, siempre se sentirán culpables por no hacer lo suficiente y desearían poder beber también del pecho de María o de Hera para convertirse así en madres inmortales cuyos hijos vivieran eternamente.