CAPÍTULO
1
Descifrar el óvulo
Todo comienza con una única y perfecta célula solar
Pongamos a unos cuantos adultos en una habitación con un bebé de buen carácter y es el equivalente a poner una tableta de mantequilla a pleno sol de mediodía. Al cabo de unos momentos de aglomeración alrededor de la cuna, los huesos adultos empiezan a ablandarse y las columnas vertebrales a curvarse. Los ojos se inundan de cataratas de alegría. Los adultos pierden la razón y descubren nuevos registros vocales: contratenor, soprano, lechón. Y cuando se topan con las manos del bebé, preparémonos para una variación de la antigua Oda a la Uña. Nada provoca tanto la adoración adulta como la uña de un recién nacido, con su adorable y condensada precocidad. Observemos la diminuta cutícula inferior, la blanca ceja de queratina superior, el brillo curvado del cuerpo de la uña, la irresistible calidad casi comercial del conjunto: ¡parece que realmente funciona! Nos encanta la uña infantil por su capacidad para halagar, por su fiel recreación en miniatura de nuestra propia forma. Más que en los muslos o en los ojos o, incluso, en la elástica concha de nautilo de la oreja, es en la uña del bebé donde se encuentra el homúnculo, el anticipo del adulto. Y, por tanto —se nos recuerda— el futuro está asegurado.
Yo, personalmente, prefiero los óvulos.
En algún momento a mitad de mi embarazo, cuando ya sabía que llevaba una niña, empecé a pensar en mí misma como si estuviera en el interior de una habitación con dos espejos enfrentados, de manera que cuando te miras en uno ves la imagen de ti misma reflejada en el otro y así sucesivamente, en algo parecido a un infinito de imágenes. A las veinte semanas de gestación, mi niña, con su cuerpo del tamaño de una banana y poco más de trescientos gramos de peso, se mantenía en una posición equivalente, desde el punto de vista espacial, a flotar dentro de mí, como la vid enmarañada de mi futuro genómico. Cuando cruzaba el ecuador de su época de feto, mi hija ya poseía todos los óvulos que poseería jamás, empaquetados en el interior de unos ovarios que no ocupaban mucho más que las letras ova que acabo de escribir. Los óvulos de mi hija son cupones de energía potencial, luz al principio del túnel, una experiencia casi vital. Los chicos no fabrican esperma, su orgullosa «semilla», hasta que alcanzan la pubertad, pero las células sexuales de mi hija, nuestra semilla, ya están a punto antes de nacer; los cromosomas ya están ordenados, con los tiestos que contienen las historias de sus progenitores ya empaquetados en el interior de sus pequeñas bolsitas de fosfolípidos.
La imagen de las muñecas rusas que anidan unas dentro de otras se suele utilizar muy a menudo. La veo por todas partes, particularmente en descripciones de misterios científicos (desvelas uno, encuentras otro). Pero si hay un lugar apropiado para desempolvar el símil es justamente aquí, para describir la naturaleza «anidada» del linaje materno. Consideremos, si os parece, la forma ovoide de la muñeca y la fascinante imprevisibilidad y fluidez de la dinastía. Abrimos la madre-ovoide y encontramos la hija-ovoide; abrimos la hija y el siguiente «huevo» nos invita amablemente a romperlo. Nunca podemos saber con antelación cuántas iteraciones nos aguardan. Nuestra esperanza es que continúen eternamente. Mi hija, mi matrioska.
He dicho hace un momento que a mitad de la gestación mi hija ya tenía todos sus óvulos. De hecho estaba a rebosar, como una gallina de una granja avícola subvencionada. En ese momento, tenía todos sus óvulos y más, pero perderá la gran mayoría de esas relucientes células germinales antes de que comience a menstruar. A las veinte semanas de gestación, cuando tiene lugar el máximo de la carga oocitaria, el feto lleva entre seis y siete millones de ovocitos. Durante las siguientes veinte semanas de gestación cuatro millones de esos ovocitos morirán y para cuando llegue la pubertad, todos ellos menos unos cuatrocientos mil se habrán esfumado sin decir ni pío.
El desgaste continúa, aunque a un ritmo más lento, durante la juventud y los primeros años de la madurez. Como máximo, cuatrocientos cincuenta de los óvulos de una mujer serán requeridos para la ovulación, e incluso muchísimos menos si pasa mucho tiempo embarazada y, por tanto, sin ovular. Y sin embargo, para cuando llega la menopausia, muy pocos óvulos —si no ninguno— permanecen en los ovarios. El resto se ha desintegrado. El cuerpo los ha reclamado.
Es un principio fundamental de los organismos vivos. La vida es despilfarradora; la vida derrocha; la vida solo puede mantenerse viviendo por encima de sus posibilidades. Fabricamos cosas con una abundancia desorbitada, y después reducimos, tiramos y eliminamos el exceso. El cerebro se forma gracias a una importante escabechina celular en la que una superpoblada amalgama de neuronas primitivas se transforma en una organizada estructura con circunvoluciones y conexiones, lóbulos reconocibles y núcleo. Cuando el cerebro humano ha completado su desarrollo, algo que ocurre durante la infancia, el 90% de sus células originales han muerto, dejando en manos de unas pocas privilegiadas la continuación de la ardua tarea de lidiar con la mortalidad. Es también así como se forman las extremidades: en algún momento durante la embriogénesis, los dedos de las manos y de los pies deben ser liberados de su membrana interdigital o, si no, emergeríamos de nuestro acuario amniótico con aletas. El futuro se fragua sobre los excesos.
Los millones de óvulos con los que parte la mujer son destruidos limpiamente a través de un programa celular innato denominado apoptosis. Los óvulos no se limitan simplemente a morir: se suicidan. Sus membranas se agitan como enaguas azotadas por el viento y se rompen en pedazos para ser después absorbidas trocito a trocito por los núcleos de las células vecinas. De una forma gentil, aunque no exenta de un toque melodramático, los sacrificados óvulos se quitan de en medio para dejar a sus hermanos espacio suficiente para incubar. Me encanta la palabra apoptosis, su onomatopeya: a-POP-tosis. Los óvulos estallan como pompas de jabón, un breve fogonazo de luz refractada y después ¡paf! Y mientras mi niña crecía en mi interior hasta completarse, sus ovocitos estallaban a un ritmo de decenas de miles por día. Para cuando nazca, pensaba yo, sus óvulos serán el tipo de células menos abundantes de su cuerpo.
En los últimos años, los científicos han dado una importancia extraordinaria a la apoptosis. Han buscado el modo de relacionar cada enfermedad conocida por las instituciones que otorgan becas —ya sea el cáncer, el Alzheimer o el sida— con un fallo en la capacidad del cuerpo para controlar cuándo deben morir sus propias piezas. Así como una mujer embarazada no ve otra cosa a su alrededor que barrigas hinchadas, los científicos ven la mano de una apoptosis descontrolada en cualquier persona enferma o en cualquier ratoncito blanco de laboratorio enfermizo que examinan, y prometen importantes restituciones económicas de las becas concedidas gracias a los remedios y las mejoras que se obtendrán si es que alguna vez consiguen dominarla. Para nuestro propósito, descartemos el caso de enfermedad o disfunción y, en lugar de ello, elogiemos a las hordas moribundas y lubriquemos su partida con lágrimas de gratitud. Sí, es antieconómico, parece estúpido fabricar tanto para después, inmediatamente, destruirlo casi todo, pero, ¿llegaría la naturaleza a algún sitio si fuera tacaña? ¿Podríamos esperar llegar a contemplar su flagrante diversidad, sus desaliñadas lentejuelas y boas de plumas si no fuera, simple y llanamente, excesiva? Pensémoslo de este modo: si no desechamos primero, no puede haber elección. Si no cascamos los huevos, no podemos hacer soufflé. ¡Los óvulos que sobreviven al proceso de selección bien podrían ser los más sabrosos del nido!
Así, desde este punto de vista ovular, puede que, después de todo, no seamos unas criaturas tan fortuitas y sombrías, productos eventuales o retales imprevistos, como muchas de nosotras decidimos con tristeza durante nuestra época de furia adolescente contra los cielos (¡Oh, Señor! ¿Por qué yo? ¿Cómo ha podido ocurrir este atroz accidente?). Sin embargo, puede que nuestra existencia no sea tan accidental: consideremos cuánto ha sido destruido antes siquiera de haber llegado al punto en el que nos preguntamos por la posibilidad de ser. Yo solía cuestionarme por qué la vida funciona tan bien, por qué los humanos y otros animales generalmente emergen de la incubación en un estado tan perfecto, es decir, por qué no nacen más monstruitos. Todos conocemos la alta tasa de abortos naturales que se producen durante el primer trimestre del embarazo, y todos hemos oído alguna vez que, en el fondo, es una suerte, porque de este modo se eliminan embriones cuyos cromosomas contienen demasiados errores para poder sobrevivir. Y sin embargo, mucho antes de llegar a este punto, cuando el óvulo imperfecto se encontró con el espermatozoide en malas condiciones, llegaron los exhaustivos barridos de la escoba apoptópica, la firme sentencia: ¡No, no, y no! Tú no, tú no y definitivamente tú tampoco. Gracias al suicidio celular, al menos llegamos al «sí», una rara palabra aunque hermosa en su rareza.
Todos nosotros somos «síes». Somos lo suficientemente buenos, hemos pasado la inspección, hemos sobrevivido a la extinción masiva de ovocitos fetales. En este sentido al menos —digamos en un sentido mecanoespiritual— estamos destinados a existir. Cada uno de nosotros somos buenos óvulos.
Si nunca hemos tenido dificultades con nuestros óvulos, si nunca hemos tenido problemas de fertilidad, probablemente no les hemos dado a nuestros huevos[2] demasiada importancia, no hemos pensado obsesivamente en sus dimensiones, en el poder especial que encierran estas células. Pensamos en huevos y pensamos en comida: escalfados, revueltos o, directamente, prohibidos. O quizás, en nuestra juventud, tuvimos la suerte de encontrar en el jardín un nido con dos o tres huevos de petirrojo en su interior, cada uno de ellos tan delicado y pálido que conteníamos la respiración antes de aventurarnos a tocarlo. Sin embargo, en mi caso, tuve la desgracia de encontrarme con los huevos de otro tipo de animal: la cucaracha. Solía encontrarme la cáscara vacía una vez que su carga se había marchado sana y salva, una visión tan inquietante como la de un casquillo de bala disparada. ¡Y más pruebas experimentales de la supremacía de los insectos!
El impacto simbólico del huevo en muchas culturas se puede resumir en la forma de óvalo. La forma oval del mundo, más ancho por debajo para sostenernos, más estrecho por el ápice como si apuntara hacia los cielos. En las pinturas medievales y los tímpanos de las catedrales, Cristo Reinante aparece sentado sobre un óvalo celestial: Él, que dio la Vida al mundo, nació para salvarlo de la muerte. En Pascua se pintan huevos para celebrar el renacimiento, la Resurrección; en el huevo está la vida, igual que esta se acuna en el cáliz oval de las palmas de las manos. Las deidades del hinduismo Ganesha y Shiva Nataraja aparecen sentadas o bailando con un óvalo en llamas como fondo. Georgia O'Keeffe, en sus pinturas de flores vulvares, con los pétalos abriéndose unos dentro de otros como matrioskas abstractas pintadas al pastel, evoca también esta imagen, como si los genitales femeninos reunieran los poderes de procreación femeninos.
El huevo de una gallina o de cualquier otra ave es un prodigio de la industria del embalaje. La hembra fabrica el grueso del huevo en el interior de su aparato reproductor antes de emparejarse con el macho y le aporta todos los nutrientes que el embrión necesitará para alcanzar la independencia y picotear. La razón por la que una yema de huevo es tan rica en colesterol —y, por tanto, el motivo por el que la gente la considera, desde el punto de vista gastronómico, tan excitante—, es que el feto en desarrollo necesita grandes cantidades de esta sustancia para construir las membranas de las células que, a su vez, construyen el cuerpo, cualquier cuerpo. Solo cuando las copas estén llenas a rebosar el huevo será fertilizado con el espermatozoide, sellado con unas cuantas capas calcáreas de cáscara y, finalmente, puesto. Los huevos de ave suelen tener forma oval, en parte por razones aerodinámicas: esta forma permite que la odisea del descenso a través de la cloaca, el equivalente al canal del parto en las aves, sea mucho más leve.
A nosotras, chicas, se nos ha llamado a menudo «pollitas», y en algunos países también «pajaritas», pero si es por nuestra capacidad para poner huevos, la comparación es una solemne tontería. Los óvulos de una mujer, como los de cualquier otro mamífero, no tienen nada de aviares. No hay cáscara, por descontado, y realmente tampoco hay yema, aunque el cuerpo acuoso del óvulo, el citoplasma, resultaría algo yemoso al tacto si fuera lo bastante grande como para que pudiéramos meter el dedo en su interior. Pero un huevo humano no contiene comida con la que alimentar a un embrión, y aunque cada mes los ovarios liberan un óvulo en la ovulación, desde luego no se parece en nada a un huevo de ave.
Tengo otra propuesta: abandonemos la idea de que los hombres tienen derechos exclusivos sobre el Sol. ¿Es que deben Helios, Apolo, Ra, Mitra y los demás chicos de oro ocupar todos los asientos del carro solar que alumbra nuestros días y que es fuente de toda vida? Esta idea es una injusticia mitológica, porque no hay nada que se parezca más al Sol en su momento de esplendor eléctrico que un óvulo femenino: la esfera perfecta que habla con lenguas de fuego.
La doctora María Bustillo es una mujer de cuarenta y tantos años, bajita, regordeta, que suele sonreír levemente para sí, como si la vida la divirtiera. Es de origen cubano. Su cara es redondeada y luce media melena oscura. En su papel de experta en problemas de fertilidad, Bustillo es una moderna Deméter[3], una cultivadora y diestra manipuladora de óvulos humanos, una hechicera a pequeña escala. La doctora presta su ayuda a algunas parejas que desean desesperadamente quedarse embarazadas y, para ellas, Bustillo es una diosa. Pero hay algunas parejas a las que, incluso ella, no puede ayudar. En esos casos no es ninguna metáfora decir que lanzan muchos miles de dólares a la basura con cada ciclo de FIV o de TIG o de otras plegarias hechas acrónimos[4]. Esta es la realidad actual de los tratamientos de fertilidad, tal como hemos leído y escuchado una y otra vez: son muy caros y fracasan con frecuencia. A pesar de ello sigue risueña y no tira la toalla. Consigue parecer enérgica y tranquila a la vez. A los miembros de su equipo les encanta trabajar a su lado y sus pacientes aprecian su ternura y su rechazo a bajar la guardia. Me gustó al instante y casi sin reservas, y solo en una ocasión dijo algo que me recordó que ¡oh, sí!, es una cirujana, una vaquera bromista vestida de cirujana. Mientras se lavaba las manos antes de realizar un tacto vaginal, repitió un divertido comentario que había oído decir a uno de sus profesores hacía ya algunos años. «Aquel profesor decía que lavarse las manos antes de realizar cirugía vaginal es como ducharse antes de tocar excrementos. La vagina está bastante sucia —continuó la doctora—, por tanto no hay nada que puedas introducir en ella con tus propias manos que pueda ser peor que lo que ya hay por ahí». (Esta información sobre la sabiduría de los orificios, por cierto, es una superstición masculina, una estupidez, tal como veremos en el capítulo 4. La vagina no está sucia en absoluto. ¿Resultaría excesivo que cuando nos subimos a esos horrendos estribos de las mesas de reconocimiento ginecológico preguntáramos: «Doctor, se ha lavado usted?».)
Visito a la doctora Bustillo en la Escuela de Medicina Monte Sinaí, en Nueva York, con el objeto de ver óvulos. He visto los huevos de muchas especies, pero nunca he visto los de la mía excepto en fotografías. Ver un óvulo humano no es fácil. Es la célula más grande del cuerpo, pero aun así es muy pequeña, con un diámetro de una décima de milímetro. Si pudiéramos hacer un agujero en un trozo de papel con el cabello de un bebé, obtendríamos más o menos el tamaño de un óvulo. Además, un óvulo no está destinado a ser visto. El óvulo humano, como el de cualquier mamífero, está diseñado para la oscuridad, para tejer historias en la privacidad visceral, y podemos agradecer esa característica, en parte, a la habilidad de nuestro gran y enrevesado cerebro enroscado. Un feto concebido y gestado en el interior del cuerpo es un feto que goza del tiempo necesario para que florezca un gigantesco cerebro, así que ya podemos añadirle un nuevo significado al término cabeza de huevo: del huevo enclaustrado nace nuestro abultado lóbulo frontal.
¡Qué distinto, en cambio, es el estatus del esperma! Un espermatozoide puede ser muchísimo más diminuto que un óvulo, ya que representa solo una pequeña parte de su volumen, de manera que tampoco es que sea exactamente una valla publicitaria. Sin embargo, como está diseñado para ser expulsado y a la vista del consumidor, se presta fácilmente al tecnovoyeurismo. Una de las primeras cosas que hizo Anton van Leeuwenhoek tras haber inventado un prototipo del microscopio hace trescientos años fue poner una muestra de esperma humano sobre una platina y deslizarla bajo su mágica lente. Y, hombres, voy a dejar de lado por un momento mis prejuicios cigóticos para reconocer que vuestros espermatozoides son verdaderamente magníficos cuando se magnifican: vigorosos, dichosos, con colas como látigos, como dardos, arremolinados, meneándose y dirigiéndose hacia ninguna parte y hacia todas, testimonios vivientes de nuestro pasado flagelar primigenio. Si queremos disfrutar de una fascinante aventura microscópica, una gotita de semen superará en mucho las expectativas de las clásicas gotitas de agua procedente de una charca, que a todos nos resultan tan familiares desde los tiempos de la escuela.
El cuerpo de una mujer puede destruir óvulos mediante la apoptosis, pero no se puede decir que los done sin luchar. ¿Cómo podemos ver un óvulo, entonces? Una manera posible es encontrando una donante de óvulos: una mujer en parte santa, en parte lunática, en parte romántica, en parte mercenaria y, en conjunto, a punto de someterse a una anestesia, a la que Bustillo denomina la «leche de amnesia», para no sentir las maldiciones proferidas a gritos por su cuerpo en el campo de batalla.
Beth Derochea acaricia su barriga y brama: «¡A reventar! ¡Estoy a reventar de hormonas! Le digo a mi marido: “¡No te acerques!”». Tiene 28 años, aunque aparenta cinco menos. Trabaja como auxiliar administrativa en una editorial y espera poder abrirse camino hacia un puesto mejor como editora. Su melena es larga, oscura, con raya al lado; viste de modo informal y al sonreír enseña bastante una hilera de dientes separados. «¡Espero que nadie herede mi dentadura! —dice divertida—. Todo menos eso. Verdaderamente, tengo muy mala dentadura». Derochea es una mujer dueña de una elaborada y jubilosa extroversión y ni siquiera su vestimenta, una ligera bata de hospital, la hace actuar de forma tímida. Da su opinión, ríe, gesticula. «¡Es tan maja!», exclama una enfermera de la sala. «¡Estoy tan pelada!», reconoce Derochea. «Me avergüenza un poco admitirlo, pero tengo deudas». Este es uno de los motivos por los que está aquí, en Monte Sinaí: para donar óvulos, con la pelvis dolorida y los ovarios hinchados hasta alcanzar el tamaño de una nuez cuando normalmente tendrían el de una almendra, esperando a que le introduzcan una sonda por los orificios nasales para bañarla en leche de amnesia.
Si alguien fuera a diseñar una línea de amuletos de la fertilidad, Beth Derochea podría ser el modelo. Podrían incorporarse mechones de su pelo o trozos de sus uñas a los amuletos igual que se hace con las reliquias de santos en los relicarios. Es la tercera vez que hace de donante de óvulos; lo hizo en otras dos ocasiones cuando estudiaba en la universidad, y en cada una de ellas donó una cosecha de unos veintinueve óvulos aproximadamente. Ahora ha vuelto, en parte por la gratificación, que asciende a 2500 dólares. Pero solo en parte. Hay otras razones por las que no le importa, incluso le gusta, donar óvulos. Su marido y ella todavía no tienen hijos propios, pero me ha dicho que le gusta interpretar el papel de madre. Lo practica con sus amigos: les insiste para que se abriguen en invierno y coman frutas y verduras; le gusta cambiar los pañales de los bebés de los demás y acunarlos antes de dormir. Le gusta la idea de que su semilla siembre la alegría de otras personas. No se siente propietaria de sus gametos. Como fan de la ciencia ficción (variedad cabeza de huevo) que es, me habla de algo que escribió en una ocasión Robert A. Heinlein: «Tus genes no te pertenecen —afirmó—. Pertenecen a toda la humanidad». Es una idea que yo comparto. Mis óvulos, mis genes, no son ni siquiera míos; son algo que comparto, es como donar sangre.
Según esta generosa imaginería, casi comunista, todas nosotras nadaríamos en la misma piscina genética o, si nos gusta más así, seríamos pescadoras en el río de la perpetuidad humana. Si mi sedal aparece vacío, tal vez tú quieras compartir tu pesca conmigo. Por estas razones de altruismo y justicia, Derochea afirma que habría donado óvulos aunque no le hubieran pagado por ello. «Puede que no lo hubiera hecho tres veces, pero, definitivamente, lo habría hecho al menos una», reconoce.
Su opinión es poco frecuente. En muchos países europeos, en los que es ilegal pagar a una mujer por donar óvulos, casi nadie lo hace. Bustillo explica que cuando asistió, recientemente, a una conferencia sobre bioética, preguntó por curiosidad a la audiencia femenina, entre la que había médicos, científicos, legisladores y pensadores profesionales, si había alguna persona dispuesta a donar óvulos. «Nadie levantó la mano —afirma Bustillo—. Aunque, más tarde, dos de las asistentes dijeron que lo pensarían si fuera para ayudar a una pariente o a una buena amiga». Derochea no está donando óvulos para parientes o amigos. Nunca conoce a las parejas que reciben los óvulos, nunca verá a la progenie a la que puedan dar lugar. Y no le importa. No especula sobre las posibles secuelas, no fantasea sobre sus misteriosos hijos. «He conseguido alejarme de cualquier sentimiento de inversión», afirma tan serena como una madona del Renacimiento.
Le comento a la doctora Bustillo que es bueno que las mejores donantes de óvulos —mujeres en el punto máximo de su fertilidad, con treinta y pocos años o menos— estén en un momento de su vida en el que es probable que necesiten dinero contante y sonante. Una donante de óvulos merece cada céntimo de su dinero manchado de sangre. Tres semanas antes de conocerla, Derochea había comenzado a inyectarse ella misma Lupron, una versión sintética de una hormona liberadora de gonmigadora dadotropina, una potente sustancia química segregada por el cerebro que desencadena el ciclo de liberación de óvulos. Durante una semana, se inyectó cada noche la sustancia en el muslo utilizando para ello una fina aguja hipodérmica parecida a las que usan los diabéticos. No es para tanto, explica. Nada del otro mundo. Sí, sí, me dije pensando: absolutamente cualquiera puede hacerlo. Cualquiera menos yo, que siempre he pensado que lo peor de la adicción a la heroína no es el modo en que arruina tu vida o el hecho de que te puedas contagiar de sida, sino que… ¡tienes que inyectártela tú misma con una aguja!
Tras el Lupron vino lo peor. Derochea tuvo que cambiar a un doble chute de Pergonal y Metrodin, una mezcla de hormonas ovulatorias diseñadas para estimular los ovarios hasta alcanzar un estado de hiperactividad. (El Pergonal, por cierto, se aísla a partir de la orina de mujeres posmenopáusicas, cuyos cuerpos se han acostumbrado de tal modo al ciclo menstrual que generan hormonas ovulatorias en concentraciones extremadamente altas a causa de la falta de respuesta de los ovarios.) La preparación de este dulce brebaje requería concentración, puesto que había que asegurarse de que mientras se aspiraba el líquido hacia el interior de la jeringa no se arrastraban, a su vez, burbujas que pudieran causar una embolia. Por si fuera poco, tuvo que utilizar una aguja de un calibre mucho mayor que para el Lupron, lo que suponía un pinchazo mucho más fuerte y más doloroso. Esta vez Derochea tuvo que recurrir a los glúteos para pincharse, algo que hizo cada noche durante unas dos semanas más. No es que fuera algo terrible, un suplicio, pero sí admitía que era algo que no le gustaría tener que hacer mensualmente. Hacia el final del no suplicio, con el objeto de estimular la etapa final de la ovulación, Derochea se administró una única inyección de gonadotropina coriónica humana, de nuevo a través de una amenazante aguja hipodérmica.
Y mientras, entre inoculaciones nocturnas, tuvo que volver repetidamente al hospital para hacerse ecografías con el fin de controlar la expansión de los ovarios. Se hinchó por el exceso de líquidos y ella misma bromeaba sobre su irritabilidad. Cuando hablé con ella estaba más que dispuesta a soltar sus amarras. Sus dos ovarios eran como sacos rebosantes de naranjas en los que cada naranja correspondía a un óvulo madurado con una precipitación antinatural gracias a las tres semanas de tratamientos hormonales. Durante un ciclo normal, un único un óvulo se abre camino desde su envoltorio ovárico. Pero en ese momento, Derochea era una menstruante olímpica, de modo que el equivalente a las ofrendas ovocíticas de dos o tres años se había condensado en un solo mes. No existen pruebas de que haya perdido estos años, es decir, de que su potencial reproductor se haya visto, en algún aspecto, comprometido o truncado. De todos modos, estamos superdotadas en lo que se refiere a óvulos, y recordemos lo que hacen las empresas al final del periodo fiscal con las dotaciones que no se han gastado: ¡clingclang! Suprimidas. Así pues, las Deméter de la medicina mundial simplemente canibalizan lo que, de otro modo, sería lanzado al vacío (eso sí, mediante apoptosis).
Se mire por donde se mire, el amuleto de la fertilidad funciona bien en la familia de Derochea: todos sus hermanos y hermanas ya se han reproducido varias veces. «Tener bebés es pan comido para nosotros», explica. A Derochea tampoco le preocupa el riesgo de sufrir cáncer de ovarios, que, según algunos expertos, puede verse aumentado por la administración de fármacos para favorecer la fertilidad. Los datos disponibles sobre esta cuestión continúan siendo no concluyentes y, en cualquier caso, están más asociados al fármaco Clomid que a cualquiera de los estimulantes foliculares que Derochea se ha inyectado. «Si en mi familia hubiera antecedentes de cáncer de ovario, estaría más preocupada por este posible riesgo —afirma—. Pero, llegados a este punto, no lo estoy. Puede que sea estúpido, pero no estoy preocupada».
Derochea está tumbada en la mesa de operaciones. Primero le hacen inhalar oxígeno y después anestesia. Le preguntan si ya se ha dormido. «¡Mmm!», balbucea. Un momento después está tan espachurrada como un reloj de Dalí. Los ayudantes de quirófano le colocan las piernas en posición ginecológica y le empapan los genitales con tintura de yodo, que, al gotear sobre la mesa por los pliegues internos de los muslos, parece más bien sangre menstrual. La doctora Bustillo entra rápidamente en el quirófano, se lava las manos, bromea sobre vaginas y excrementos, pero de todas maneras se frota bien. Se sienta en la silla reservada al ginecólogo, al extremo de la mesa, preparada para uno de los asaltos a la barrera corporal más fáciles que existen. Los instrumentistas empujan un ecógrafo portátil hasta la mesa y le pasan a la doctora la sonda ultrasónica, un instrumento con forma de consolador. La doctora le coloca una funda de látex —«¡el condón!», exclama—, e introduce por el instrumento una especie de aguja que servirá para extraer los óvulos maduros de los folículos mediante aspiración.
La doctora Bustillo inserta su varita mágica en la vagina de Derochea hasta uno de los dos fondos de saco vaginales, los callejones sin salida del canal vaginal que rodean el cuello del útero. La aguja perfora la cúpula vaginal, traspasa el peritoneo —la membrana serosa que envuelve la mayoría de las vísceras abdominales— y finalmente alcanza el ovario. Bustillo realiza la totalidad del procedimiento de extracción observando la pantalla de ultrasonidos, en la que aparece, en blanco y negro, la imagen del ovario, visible gracias al rebote de ondas sonoras de alta frecuencia. En el ángulo superior izquierdo de la pantalla comienza a aparecer la aguja. El ovario parece una gigantesca colmena horadada de bolsas de óvulos, o folículos, cada uno de ellos de dos milímetros de diámetro. Todos estos folículos han madurado a raíz de las inyecciones nocturnas que tan diligentemente se ha administrado Derochea. La pantalla del ecógrafo está a rebosar de folículos. La doctora Bustillo, con los ojos fijos en la imagen, manipula la sonda para realizar una punción en todos y cada uno de los oscuros recovecos del panal y absorber, a continuación, la totalidad del líquido contenido en los folículos. El líquido desciende después por la sonda y se acumula en un vaso de precipitación. No podemos ver el óvulo suspendido en el fluido, pero ahí está. Inmediatamente después de la extracción del líquido, el folículo se colapsa sobre sí mismo y desaparece de la pantalla. Unos momentos después se dilata ligeramente, pero esta vez con sangre en su interior.
¡Pinchazo! ¡Pinchazo! ¡Pinchazo! La doctora Bustillo perfora y vacía cada uno de los folículos tan rápido que el panal parece cobrar vida y adquiere el movimiento de un acordeón, folículos que se deshinchan y se vuelven a hinchar con sangre. ¡Más pinchazos! Duele solo de verlo; estoy tan incómoda que cruzaría las piernas si no fuera porque estoy de pie. Uno de los instrumentistas me explica que algunas mujeres solicitan que no se les aplique anestesia. Pero después lamentan su decisión: siempre llega un momento en el que empiezan a gritar.
Cuando ya se han recogido todos los óvulos maduros del ovario izquierdo, la doctora Bustillo desplaza la sonda hacia el otro fondo de saco vaginal y repite la operación con el ovario derecho. El proceso completo de punciones y aspiraciones de los folículos dura unos diez minutos. «Vale, ya está», dice Bustillo mientras retira la sonda. La vagina de Derochea, como un campo de batalla incendiado tras la retirada de las tropas, chorrea sangre. Las enfermeras la lavan y empiezan a llamarla por su nombre mientras la zarandean suavemente para que se despierte. «¡Beth! ¡Beth!, hemos terminado, te hemos desplumado del todo. Tus genes están flotando ahora en la piscina comunitaria en la que pronto se sumergirán otras mujeres buscando bautizarse como madres».
De nuevo en el laboratorio, Carol-Ann Cook, embrióloga, clasifica y recuenta el botín del día: veintinueve óvulos, el mismo número cosechado por Beth Derochea en las dos ocasiones anteriores. ¡Los viñedos de esta mujer son fértiles! Cook prepara los óvulos, las uvas de Beth, para que sean fertilizadas con el esperma del compañero de otra mujer, de una mujer que carezca de óvulos viables.
La utilización de óvulos procedentes de una donante es una de las poquísimas cosas buenas que le han ocurrido a la fecundación in vitro desde su introducción como técnica en la década de 1970. La mayoría de las mujeres que se someten a una FIV se encuentran prácticamente al límite de su paciencia y su fecundidad. Suelen tener treinta y muchos o cuarenta y pocos años. Por razones que siguen siendo completamente desconocidas, los óvulos de una mujer «mayor» —debo reconocer que me molesta mucho tener que utilizar ese adjetivo para alguien que tenga menos de ochenta años, y mucho menos para mis coetáneas— han perdido parte de su plasticidad y robustez. No maduran tan fácilmente, cuesta que fertilicen y, una vez fertilizados, no se implantan en el útero tan firmemente como los óvulos de una mujer «más joven». Las mujeres «mayores» suelen intentar la FIV primero con sus propios óvulos. Tienen debilidad por sus genomas particulares, sus ancestros moleculares. Al fin y al cabo, ¿por qué no? No hay tanta diferencia entre un bebé y un libro, y se suele decir que es mejor escribir sobre algo que uno conoce. Así que pasan por lo que ha pasado Beth Derochea: semanas de inyecciones de hormonas. Sin embargo, a diferencia de Beth, no cosechan docenas de óvulos sino, como máximo, tres o cuatro, incluso algunos de ellos en malas condiciones. Las diosas de la fertilidad hacen todo lo que pueden. Unen en una platina los óvulos que tienen un aspecto más saludable con los espermatozoides del compañero para que se formen embriones. Al cabo de dos días aproximadamente, los embriones son devueltos a la madre: los agrupamientos de células, que flotan en el interior de un líquido, son reimplantados en el útero mediante una sonda muy fina que se introduce en este a través del cuello uterino. No es para tanto: la operación puede fracasar en un abrir y cerrar de ojos. Desafortunadamente, para la mujer es también un «lo pierdes en un abrir y cerrar de ojos». La técnica fracasa en la mayoría de los casos. La probabilidad de que una mujer «mayor» dé a luz un bebé concebido mediante FIV a partir de sus propios óvulos es de, aproximadamente, entre un 12 y un 18%. Si esas fueran las probabilidades de sobrevivir a un cáncer, habría motivo para deprimirse.
Una mujer «mayor» puede intentar la FIV una vez, dos veces e incluso una tercera, pero si para entonces no ha logrado concebir a partir de su propia cosecha de ADN, probablemente ya nunca lo conseguirá. Llegados a ese punto, el especialista puede recomendar la utilización de óvulos procedentes de una donante con el objetivo de combinar las semillas de una mujer «más joven» con el esperma del marido (o amante, o donante) de la mujer «mayor» y después implantar el embrión resultante en el útero veterano. Con el uso de óvulos procedentes de una donante se puede conseguir que una mujer de 40 años funcione como una de 25, desde el punto de vista reproductivo, claro. ¿Quién sabe por qué? La cuestión es que funciona, as e funci¡sí chicas, funciona!, y lo hace tan bien que, de repente, ya no estamos en las probabilidades «adolescentes», sino que pasamos a unas maduras cifras de alrededor del 40% en lo que respecta a ser madre gracias a un solo ciclo de maniobras in vitro. Esta última cifra ya empieza a parecerse más a un verdadero berreo infantil. Si el vino es joven, ¡qué más dan la botella y la etiqueta!
Así que es el óvulo quien lleva la batuta. Es él, y no el útero, quien impone los plazos del futuro. Carol-Ann Cook toma uno de los óvulos de Derochea y lo coloca bajo un microscopio de alta potencia que, a su vez, transmite la imagen a un monitor de vídeo. «Es un hermoso óvulo», afirma la doctora Bustillo. «Todos sus óvulos son hermosos», añade Cook. Son óvulos procedentes de una mujer joven y sana. No les queda más opción que brillar.
Al pensar en los óvulos nos vienen a la mente el cielo y el tiempo. El cuerpo del óvulo es el sol; es tan redondo y magistral como este. Es la única célula esférica del cuerpo. Otras células pueden tener diversas formas, desde estuches hasta gotas de tinta, pasando por rosquillas que no acaban de tener un agujero en el centro, pero el óvulo es el sueño del geómetra. Y esa forma tiene sentido: la esfera se encuentra entre las formas más estables de la naturaleza. Si deseamos proteger nuestras reliquias familiares más sagradas, nuestro legado, nuestros genes, lo mejor es encerrarlos en arcones esféricos. Como las perlas, los óvulos duran décadas; además, son difíciles de aplastar, y cuando son requeridos para la fertilización, descienden sin rechistar por las trompas de Falopio.
Carol-Ann Cook describe el óvulo. Alrededor de la gran esfera que resplandece en la pantalla con un brillo entre lechoso y plateado hay una mancha de algo parecido a nata montada o a las algodonosas nubes blancas que podemos encontrar en cualquier dibujo infantil del cielo. De hecho, se llama «cumulus» por su semejanza con una nube. El cumulus es una orla de una sustancia extracelular pegajosa que sirve para unir el óvulo al siguiente elemento celestial, la «corona radiata». Al igual que la corona del Sol, la del óvulo es un halo luminoso que se expande a una distancia considerable de la esfera central. Sería una corona apropiada para una reina, con sus picas y falanges resaltando la infalible esfericidad del óvulo. La corona radiata es una densa red de células entrelazadas a las que a veces se denomina «células nodriza», porque alimentan y protegen el óvulo, además de actuar como una especie de pista o plataforma de aterrizaje para los espermatozoides, dirigiendo a los pequeños y más bien torpes flagelos hacia el envoltorio externo del óvulo. Esta densa capa extracelular es la famosa «zona pelúcida» —la zona translúcida—, lo más parecido a una cáscara que tiene un huevo de mamífero. La zona pelúcida es una densa estructura de azúcares y proteínas cuyo comportamiento es tan ingenioso como el de un campo magnético: invita al espermatozoide a explorar su contorno, pero repele lo que no le conviene. Ella decide quién es amigo y quién es extraño. La zona pelúcida puede considerarse la veta madre de la biodiversidad, el lugar donde suele comenzar la especiación en la naturaleza, ya que basta una alteración menor en la estructura de sus azúcares para convertir en incompatible lo que hasta el momento era connubial. Los genes de un chimpancé, por ejemplo, son idénticos a los nuestros en más de un 99%, de modo que cabría considerar la posibilidad de obtener un embrión viable, si bien repulsivo desde el punto de vista ético, a partir de la inyección directa del ADN contenido en un espermatozoide de chimpancé en el interior del núcleo de un óvulo humano. Aun así, debido a las restricciones naturales de la reproducción sexual, un espermatozoi el esperma de chimpancé nunca podría saltar la barrera de la zona prohibida, la zona pelúcida de un óvulo humano.
Dicha zona también se encarga de frustrar la entrada de más de un espermatozoide de la misma especie. Antes de la fecundación, sus azúcares se comportan de forma abierta y receptiva en su búsqueda de azúcares similares en la cabeza del espermatozoide. Cuando uno de ellos logra introducir la cabeza en la zona, esta lo absorbe y después se envara, casi literalmente hablando. Entonces, los azúcares regresan al interior. El óvulo está saciado: ya no desea más ADN. Los espermatozoides que queden a sus puertas pronto morirán. No obstante, la misión de la zona todavía no ha terminado. Es densa y resistente, como un anorak, de modo que protege al tímido embrión recién creado durante el lento descenso por las trompas de Falopio hacia el útero. La zona pelúcida estalla y se separa solo cuando el embrión es capaz de anidar en la pared uterina, algo que ocurre aproximadamente una semana después de la fecundación. A partir de entonces, la sangre del embrión ya puede mezclarse con la de la madre.
Tanto la corona como el cumulus y la zona son elementos extracelulares. Son auxiliares del óvulo, pero no son el óvulo. Este, propiamente dicho, es el verdadero sol, la luz de la vida, y lo digo sin exagerar. El óvulo es un elemento excepcional en el cuerpo y excepcional también en cuanto a su poder. Ninguna otra célula tiene la capacidad de crear lo nuevo, de comenzar con una dotación de genes y construir un ser completo a partir de ellos. Dije anteriormente que el óvulo de un mamífero no es como el de un ave, en la medida en que carece de nutrientes que sostengan el desarrollo del embrión. El embrión de un mamífero debe anclarse al sistema circulatorio materno y ser alimentado a través de la placenta, pero, desde una perspectiva genética, el citoplasma de un óvulo humano es un universo autónomo. En algún lugar de su interior con consistencia de natilla hay unos factores —proteínas, es decir, fragmentos de ácido nucleico— que permiten que el genoma se dirija hacia su meta, decir todas y cada una de las palabras que siempre ha pronunciado su especie. Dichos factores maternos todavía no han sido identificados, pero sus habilidades se han puesto de manifiesto de una forma espectacular. Cuando unos científicos escoceses anunciaron en 1997 que habían clonado una oveja adulta, a la que habían llamado Dolly, el mundo entero comenzó a murmurar sobre clones humanos, zánganos humanos y suplantaciones divinas. Aquel ejercicio de rasgarse las vestiduras contribuyó muy poco a resolver el dilema ético que plantea la posibilidad de la clonación humana, si es que lo plantea. Pero lo que sí demuestra, sin lugar a dudas, ese apacible rostro ovino de Dolly es el carácter prodigioso del óvulo. Fue el óvulo quien fabricó el clon. El experimento consistía en extraer una célula de la ubre de una oveja adulta y retirarle el núcleo, el almacén de los genes de la célula. Lo que buscaban los científicos eran justamente esos genes adultos, y los podrían haber tomado de cualquier órgano, porque cada una de las células del cuerpo de un animal contiene el mismo conjunto de genes. Lo que distingue a una célula de ubre de una célula del páncreas o de la piel es cuáles de sus genes, que se cuentan por decenas de miles, están activados y cuáles no.
El óvulo es democrático: da voz y voto a todos los genes. Los científicos, por tanto, cosecharon óvulos de oveja y les extrajeron el núcleo, retirando así los genes del óvulo y dejando solo el cuerpo de este, el citoplasma, la yema sin yema. A continuación, donde antes estaba el núcleo celular introdujeron el núcleo de la célula de ubre y después implantaron esa rara quimera, el minotauro manufacturado, en el útero de otra oveja. El cuerpo del óvulo resucitó a la totalidad del genoma adulto. Hizo borrón y cuenta nueva, limpió las manchas lechosas de la especializada célula de ubre y reprodujo sus antiguos genes. Los factores maternos del cuerpo del óvulo hicieron posible que el genoma repitiera una vez más el delirante milagro de la gestación: recrear todos los órganos, todos los tipos de tejido; en resumen, la oveja.
El óvulo es la única célula del cuerpo que puede recrear el conjunto. Si pusiéramos una célula hepática o pancreática dentro de un útero, no prosperaría. Esa célula posee los genes necesarios para crear un nuevo ser, pero no posee el ingenio suficiente. Es casi un milagro, entonces, que el óvulo sea una célula tan grande; no en vano, debe guardar los secretos de la génesis. Y tal vez sea la propia complejidad molecular del óvulo lo que explica por qué no podemos generar nuevos óvulos cuando somos adultas, por qué nacemos con todos los óvulos que tendremos en el futuro, mientras que los hombres pueden generar nuevo esperma en cualquier momento de sus vidas. Los científicos suelen dar mucha importancia al contraste entre óvulos y espermatozoides, al carácter prolífico y renovable de los gametos masculinos frente a las limitaciones y la tendencia a la degradación de los óvulos femeninos. Hablan sin descanso en términos de producción de esperma: «¡Con cada latido, un hombre fabrica mil espermatozoides! —proclamaba Ralph Brinster en unas declaraciones para el Washington Post en mayo de 1996—. En cambio —continuaba—, una mujer nace ya con todos los óvulos que tendrá y que empiezan a envejecer a partir de ese mismo momento».
A pesar de ello, la mera capacidad para replicarse no es suficiente motivo para vanagloriarse. Las bacterias duplican su número cada veinte minutos. Muchas células cancerosas pueden dividirse en una platina años después de que su tumor fundador haya matado al paciente. Quizá los óvulos sean como las neuronas (que tampoco pueden renovarse durante la vida adulta): saben demasiado. Los óvulos son los encargados de organizar la fiesta. Los espermatozoides solo tienen que presentarse; con chistera y esmoquin, por supuesto.