CAPÍTULO
4
El clave bien temperado
Sobre la evolución del clítoris
En algún momento de mi infancia, cuando yo era solo un bebé, una amiga de mi madre le pidió a esta si podía cuidar de su hija pequeña, a la que llamaré Susan. Mi madre ya tenía otra hija mayor aparte de mí, de modo que pensó que estaba versada en cuanto al aspecto que tenían los genitales de un bebé de sexo femenino. Y sin embargo, cuando le cambiaba el pañal a Susan se quedó desconcertada al ver que el clítoris de la niña sobresalía de los redondeados montículos de sus labios. No es que pareciera un pene —mi madre tenía también un niño y ya sabía a qué atenerse en ese aspecto—, pero tampoco tenía un aspecto demasiado femenino. Parecía la punta de una nariz o un dedo meñique y cuando mi madre lo secó con un paño se puso ligeramente tieso, lo que la hizo reír nerviosamente. A mi madre no le gustó el aspecto prominente e hinchado del clítoris de Susan, y pensó en sus propias hijas y en lo mucho que prefería sus genitales, limpiamente empaquetados y contenidos como estaban, con el clítoris subsumido por la gordezuela vulva y cualquier posible sensibilidad al tacto oculta a la vista.
Se suele aceptar universalmente que los hombres saben situarse más o menos con respecto a los demás hombres en lo que se refiere a las dimensiones de sus genitales. Durante la adolescencia no suelen tener pudor a la hora de compararlos directamente, mientras que cuando son adultos pueden recurrir a una variante de su mecanismo de evaluación de senos, una ojeada hacia abajo mientras están en un urinario público o deambulan distraídamente por los vestuarios masculinos, donde por regla general las toallas suelen llevarse por encima de los hombros en lugar de ir anudadas a la cintura. (Por cierto, un pene medio mide unos diez centímetros de largo cuando está fláccido y unos quince centímetros cuando está erecto. En este último caso es un poco mayor que el del gorila, de unos ocho centímetros en erección, pero nada en comparación con el de la ballena azul, el mamífero más grande del mundo, con sus tres metros.)
Las mujeres suelen pensar que conocen muy bien a su clítoris, al que consideran un viejo amigo. Incluso pueden llegar a pensar que en algún lugar existe una diosa llamada Klítoris, Nuestra Señora del Perpetuo Éxtasis. Nunca llegaron a creerse lo que decía Freud sobre la envidia del pene: ¿para qué quieres tener una escopeta cuando puedes tener una semiautomática? Sin embargo, si preguntamos a la mayoría de las mujeres cuál es el tamaño de su clítoris o del clítoris medio o bien si hay diferencias entre mujeres, posiblemente no sabrán por dónde empezar ni qué unidades elegir. ¿Pulgadas, centímetros, milímetros, parquímetros? Los hombres piensan que el tamaño del pene es algo que preocupa a las mujeres, y ellas aseguran que no es así. ¿Les importa entonces el tamaño de su clítoris? La niña a la que antes llamé Susan tiene ahora mi edad. Suponiendo que conservara su clítoris —y tal vez no fue así, como veremos más adelante—, ¿es tal vez una adulta multiorgásmica, estimulada por el más mínimo roce, dueña de su propio placer a pesar de lo poco habilidosa que sea su pareja? ¿O bien en este caso el tamaño tampoco importa y la gracia del clítoris reside en otro lugar?
Se suele decir que el clítoris es el homólogo del pene, lo que, desde el punto de vista embrionario, es estrictamente cierto, ya que el clítoris surge de la misma cresta genital fetal que el cuerpo del pene. Y sin embargo, la comparación no es el todo acertada, dado que la mujer no eyacula ni orina a través del clítoris y ni siquiera la uretra pasa por él. No tiene una finalidad práctica. Es, simplemente, un haz de terminaciones nerviosas, en concreto ocho mil. Una concentración mayor que la que se da en el resto del cuerpo, incluidas las puntas de los dedos, los labios y la lengua, y el doble de la correspondiente al pene. Así, en este sentido, el pequeño cerebro femenino es mayor que el del hombre. Y todo para el mero placer de la mujer. El clítoris es el único órgano tan puramente sexual que no necesita pluriempleo como órgano secretor o excretor. Es quizá por ello por lo que suele estar oculto en el interior de la hendidura de la vulva: a su modo, es una broma privada, un secreto de los dioses, una caja de Pandora llena de alegría en lugar de desgracias.
El clítoris sabe cómo maximizar el espacio, de modo que es pequeño y le basta con el sistema métrico. Su desarrollo fetal ya está terminado apenas en la vigesimoséptima semana de gestación, y para entonces tiene ya el aspecto definitivo que tendrá tras el nacimiento de la niña. El clítoris, como la columna griega clásica, es una estructura cilíndrica con tres secciones: frenillo, tallo y glande. Ahora bien, se trata de una columna arqueológica, porque las dos secciones inferiores son subterráneas, están ocultas bajo la piel de la vulva. Cuando se separa esta última, la parte que se puede observar más fácilmente es el glande, el equivalente del capitel en la columna. Dicho elemento se asienta orgullosamente, tal vez incluso algo afectadamente, bajo su cubierta con forma de A, una especie de capucha formada por los labios menores. El término glande es una palabra incómoda que se parece lo suficiente a glándula para sugerir que hay algo de glandular —es decir, secretor— en este botón mágico. Pero no es así. Glande significa «un pequeño cuerpo o masa redondeada» o «tejido que se puede hinchar o endurecer», ambas características aplicables al clítoris. Si lo observamos detenidamente veremos que el glande del clítoris se asemeja al del pene, con el mismo carácter bulboso art déco que recuerda la forma de un corazón, pero el clítoris, a diferencia del pene, no tiene abertura alguna que nos devuelva la mirada con su ojo de cíclope. El glande se encuentra situado sobre el tallo del clítoris, que es visible en parte y que después se extiende bajo el tejido muscular de la vulva hacia la articulación donde se unen las dos placas del hueso púbico, la sínfisis púbica. El tallo está rodeado por una cápsula de tejido fibroelástico, algo así como un traje de látex para bucear bajo la piel. Es la parte fundamental del clítoris, la que sentimos danzar bajo la carne si en un momento onanista sacamos brillo al prado del Mons. El tallo, a su vez, está unido al frenillo, dos raíces arqueadas —como la horquilla formada por las clavículas de un ave— hacia fuera, en dirección a los muslos, y en dirección oblicua, hacia la vagina. El frenillo, finalmente, une el clítoris a la sínfisis púbica. Glande, tallo y frenillo: una columna griega cuyo orden varía en función del estado de ánimo, desde el sobrio dórico durante la jornada de trabajo, pasando por el jónico durante la voluptuosidad del despliegue y la culminación en la exuberante frondosidad estival del corintio, cuando las hojas y las flores son grandes como puños y la vida se embriaga de su esplendorosa y efímera infinitud.
El hecho de que el clítoris se encuentre en su mayor parte oculto hace que sea difícil de medir —en realidad, es más fácil sentirlo que verlo—, pero los médicos han afinado sus instrumentos de calibración y han tratado de ser lo más sistemáticos posible para ofrecer «valores normativos». Lo que más les interesa es el glande y el tallo del clítoris, ya que estas son las partes que proporcionan al órgano su envergadura y, por tanto, su perceptibilidad ante cualquiera que los inspeccione. El clítoris medio de un bebé, medido desde la base del tallo hasta la parte superior del glande, tiene una longitud de unos cuatro o cinco milímetros, el equivalente a la goma de borrar de un lápiz. Al crecer, el clítoris también crece, hasta alcanzar, en una mujer adulta, una longitud media desde la base al glande de unos dieciséis milímetros, el diámetro de una moneda de diez centavos de dólar. Aproximadamente la tercera parte de dicha longitud la ocupa el glande, y las dos terceras partes restantes el tallo. Y a pesar de los valores normativos publicados, al clítoris, como a cualquier otra parte del cuerpo, le encanta desviarse. Masters y Johnson observaron que algunas mujeres poseen un tallo largo y delgado coronado por un pequeño glande, otras un glande grueso sobre un tallo ancho y corto, y así sucesivamente, pasando por todas las posibles variaciones y combinaciones. Una vez alcanzada la madurez, el clítoris se mantiene aproximadamente igual hasta la llegada de la vejez. Puede aumentar de tamaño durante el embarazo, posiblemente como consecuencia de los cambios mecánicos y vasculares que se suceden en este periodo, y suele quedarse así para la posteridad. Pero lo mejor del clítoris es que no es particularmente sensible al estrógeno y, por tanto, le es indiferente el hecho de que estemos tomando anticonceptivos orales o estemos recibiendo terapia sustitutiva con estrógenos. A diferencia de la vagina, no se atrofia con la menopausia. En resumidas cuentas, siempre estará ahí para nosotras.
El glande del clítoris es el santuario de Eros, el lugar donde convergen ocho mil terminaciones nerviosas en lo que podríamos denominar «pequeño cerebro». Para muchas mujeres, el glande es tan sensible que tocarlo directamente resulta casi doloroso, de modo que prefieren una sinuosa estimulación del tallo o de la totalidad del conjunto. El tallo tiene, comparativamente hablando, pocas terminaciones nerviosas, pero está rodeado de miles de capilares que le permiten hincharse durante la fase de excitación sexual y empujar el glande aún más hacia arriba. Pero hay dos elementos que favorecen todavía más la gran expansión clitoridiana, dos haces de tejido eréctil rodeados por músculo denominados bulbos del vestíbulo, que ayudan a impulsar la sangre hacia el glande. Así insanguinado, el apasionado clítoris se hincha hasta alcanzar un tamaño dos veces superior al del clítoris pasivo.
Y, de nuevo, no pensemos en el clítoris como un homólogo literal del pene. Un clítoris excitado está hinchado y es elástico, pero no se vuelve rígido como un pene antes de la penetración. Lo sabemos. Cualquiera que mantenga intacta su corteza sensorial y tenga las ocasiones adecuadas puede afirmar que un clítoris erecto no está tan rígido como un pene en erección. Lo más sorprendente es que el motivo de esta diferencia solo ha salido a la luz recientemente. En 1996, un equipo de científicos italianos que investigaba la microarquitectura del tallo del clítoris afirmó que, dijeran lo que dijeran los libros de texto, el clítoris carece de plexo venoso. En los hombres, este compacto grupo de vasos funciona como el principal conducto a través del cual la sangre abandona el órgano. Durante la fase de excitación sexual, los músculos del tallo del pene comprimen temporalmente el plexo venoso, con el resultado de que la sangre entra, pero no puede salir y, ¡mira por dónde!, el tallo se levanta. El clítoris, por el contrario, no parece que posea un plexo claramente diferenciado y compresible; en este caso, la vascularización del órgano es más difusa. Durante el encuentro sexual, el flujo de sangre arterial hacia el interior del clítoris aumenta, mientras que el flujo de salida venoso no está cerrado; la consecuencia es que el órgano no se convierte en un pequeño palo rígido. En todo caso, ¿por qué debería endurecerse? ¡No tiene ninguna necesidad de hacer espeleología! Y bien podría ser que la naturaleza comparativamente más sutil de su tráfico sanguíneo fuera lo que permite al clítoris distenderse y relajarse con facilidad y rapidez, dando lugar al bendito don de las mujeres: el orgasmo múltiple.
Durante el movimiento feminista de la década de 1970, puede que las activistas no quemaran sus sostenes, como pretende el tópico (el eslogan quemadoras de sostenes es en realidad una mala combinación de la quema de cartillas militares que tuvo lugar durante las protestas en contra de la guerra y de la manifestación en contra del concurso de belleza Miss América, cuando un grupo de feministas lanzaron sus sujetadores a un contenedor de basura como rechazo simbólico a la feminidad prefabricada). Sin embargo, lo que sí hicieron fue enarbolar una bandera metafórica a favor del clítoris. Hablaban como exploradoras que se habían topado con una tierra incógnita, quizás el Jardín del Edén en épocas de Lilith. Incluso la edición de la década de 1990 del libro Nuestros cuerpos, nuestras vidas proclama que «hasta mediados de la década de 1960, la mayoría de las mujeres desconocía el papel fundamental que desempeña el clítoris». De esta ignorancia tenían la culpa Freud y su teoría, según la cual un orgasmo clitoridiano es un orgasmo «infantil» y un orgasmo vaginal es un «orgasmo maduro», por lo que la mujer solo podría alcanzar la satisfacción psicosexual desviando la atención de su falo vestigial a su vagina, indiscutiblemente femenina.
Aunque la indignación suscitada por esta teoría pudo estar justificada, ni el clítoris fue siempre ignorado ni las mujeres que vivieron los estertores del siglo XX fueron las primeras en disfrutarlo. Por el contrario, la propuesta de Freud fue una anomalía, una mancha en la historia del conocimiento de la sexualidad femenina. Durante miles de años, tanto expertos como aficionados reconocieron la importancia central del clítoris en el placer y el clímax femeninos. Los orígenes de la palabra clítoris no están claros. La podemos encontrar en todas las lenguas europeas modernas, y procede del griego, aunque se desconoce de dónde lo tomó esta lengua. No importa. Prácticamente todas las raíces que se proponen para esta palabra tienen connotaciones libidinosas. Una fuente del siglo II sugiere que la palabra es una derivación del verbo kleitoriazein, que significa «excitar de forma lasciva, buscar el placer». Algunos etimologistas han propuesto que la palabra clítoris tiene su origen en la palabra griega para llave, en el sentido de que es la llave de la sexualidad femenina, mientras que otros prefieren vincularla a la raíz que significa «estar inclinado a» y que también dio lugar a la palabra proclividad. (En otras lenguas no indoeuropeas, la palabra empleada para designar al clítoris tiene más que ver con su aspecto que con su función. Por ejemplo, en chino, el ideograma combina yin, para mujer, y ti, para tallo, ya que el tallo de una berenjena se parece a un clítoris.)
«Las autoridades francesas, alemanas e inglesas de la época de Freud e incluso, remontándonos en el tiempo, las de principios del siglo XVII, proclamaban de forma unánime que el placer sexual femenino tenía su origen en las estructuras de la vulva en general y en el clítoris en particular —dice Thomas Laqueur—. No se propusieron lugares alternativos». En un tono que unía la lascivia con la mojigatería, los primeros anatomistas se referían al clítoris como «un órgano obsceno para el placer animal» o un «instrumento para la concupiscencia». En 1612, Jacques Duval escribía sobre el clítoris: «En Francia se le llama tentación, la espuela para el placer sensual, la verga femenina y el desdeño del varón; y las mujeres que admiten su lascivia lo llaman su gaude mihi [gran alegría]». Duval no explica por qué interpreta la verga femenina como el «desdeño del varón». ¿Fue tal vez porque pensaba que la capacidad femenina para sentir placer sensual representaba una amenaza para el orden social y sexual imperante? ¿O bien estaba diciendo lo que nosotras, muchachas, estamos deseando oír: que él, y presumiblemente los demás hombres, está celoso de la monomanía del gaude mihi? «Todos los recientes descubrimientos en el ámbito de la anatomía —concluía en 1724 Geoffrey de Mandeville— no hallan otra función al clítoris que no sea despertar el deseo femenino mediante sus frecuentes erecciones».
Con la excepción del gran taxonomista del siglo XVIII Linneo, quien, inexplicablemente, sostenía que solo las hembras humanas tenían clítoris, la mayoría de los antiguos anatomistas y naturalistas reconocieron correctamente que las otras hembras de mamífero también poseen el venerable instrumento. Y la medida de su carácter venerable nos la proporciona un ejemplo sujeto a un delicioso adorno. El naturalista holandés Johann Blumenbach escribió que el clítoris de una ballena barbada que él examinó personalmente en 1791 medía casi dieciséis metros, una verdadera hazaña, si consideramos que la longitud total del cuerpo de una ballena barbada adulta mide en promedio entre doce y quince metros.
Puede que el talento de Blumenbach para la estimación de longitudes quede en entredicho, pero de lo que no cabe duda es de las grandes dimensiones que se han encontrado en los clítoris de numerosas hembras de primate no humanas. La reina de la nobleza clitoridiana es la hembra de bonobo, también llamado chimpancé enano. Los bonobos son primos hermanos del chimpancé común y ambas especies son nuestros parientes vivos más cercanos. Los bonobos son verdaderos campeones olímpicos sexuales. Machos, hembras, viejos, jóvenes, no importa. Es sexo, toqueteo, fornicación, frotamiento genital, ¡y eso durante todo el día! Además, la mayor parte de este sexo no tiene nada que ver con la reproducción, sino que sirve como código ético mediante el cual los bonobos sobreviven como grupo. Es su terapia, su lubricante social, su bálsamo para después de la batalla, su modo de expresar los sentimientos, y suele ser un sexo rápido, hasta el punto de que es puramente mecánico. En especies en las que la sexualidad cobra tanta importancia y en las que la hembra se ve envuelta tanto en relaciones homosexuales como heterosexuales e incluso pangeneracionales, no es sorprendente que el clítoris alcance unas dimensiones considerables. Cuando es una joven adolescente, la hembra de bonobo tiene una altura apenas equivalente a la de una adolescente humana y, sin embargo, su clítoris es tres veces mayor y lo suficientemente visible como para que se pueda apreciar su contoneo mientras camina. Es solo después, una vez la bonobo madura y toda la zona labial se hincha, cuando se hace difícil describir el órgano. Pero el clítoris sigue estando ahí, y es llamado a filas por su dueña varias veces cada hora.
Las hembras de mono araña y de lémur también poseen un clítoris excepcionalmente grande. El clítoris de la hiena manchada africana es tan grande que tiene exactamente el mismo aspecto que el pene del macho. En este caso, el órgano no es como el típico clítoris de los mamíferos, sino que se trata de un único paquete alargado formado por la unión de una vagina y un clítoris. Las hembras de hiena tienen relaciones sexuales a través de esta proyección fálica; además, dan a luz a través de su clítoris, y si la sola idea nos hace estremecernos de dolor, adelante, hagámoslo, porque a ella probablemente le pasa lo mismo. A diferencia de las hembras de bonobo, la de hiena manchada no utiliza su prodigioso clítoris para su sensualidad cotidiana porque su interés por el sexo está limitado a los periodos de celo. En lugar de ello, el órgano parece haberse alargado fortuitamente, como consecuencia de que la hembra haya estado expuesta antes del nacimiento a grandes concentraciones de testosterona, lo que masculiniza los genitales externos. (El estatus hormonal de la hiena manchada resulta interesante para nosotras por otros motivos además de la anatomía genital, tal como abordaremos en profundidad en el capítulo dedicado a la agresividad femenina.)
Esta extraña clitorivagina funciona muy bien para la hiena, que es uno de los grandes carnívoros más abundantes de África, pero no resulta lo suficientemente atractiva para la evolución como para haberla ensayado más de una vez. Por regla general, el clítoris de una hembra de mamífero es una cosa aparte, sin tráfico por su interior en ninguna dirección. Y para muchas especies, el clítoris probablemente funciona; es decir, tiene capacidad orgásmica. Y digo «probablemente» porque, aunque podamos pensar que es fácil saber si un animal ha llegado al clímax o no, las pruebas sólidas de esta afirmación son difíciles de encontrar. Los científicos han observado a los primates copulando y han visto que la hembra hace la misma O extasiada con la boca, el mismo gesto estilo tiburón de echar la cabeza hacia atrás y poner los ojos en blanco que hace el macho cuando eyacula. Pero ¿experimenta la hembra los espasmos y las contracciones musculares que nosotras, las hembras sexualmente conscientes, consideramos requisito sine qua non para que se hable de orgasmo? Los científicos han pasado al terreno experimental solo con un puñado de especies, a las que han insertado un trasmisor en la vagina para medir la actividad uterina mientras la hembra mantiene unas cuantas relaciones sexuales (de naturaleza homosexual, para no descolocar el equipo). Para todas las hembras analizadas, la aguja del electroencefalograma dio su pequeño saltito indicando la presencia de un vibrato neuromuscular justo en el momento en que la mona contaba su propia Historia de O.
Puede que tanto los primeros anatomistas como otras partes interesadas hayan apreciado la importancia del clítoris, pero eso no significa que dicho órgano haya sido objeto de una exhaustiva investigación, ni entonces ni ahora. Nancy Friday ha expresado su disgusto ante el silencio que envuelve al clítoris y el hecho de que a las niñas no se les desvelen los detalles de su anatomía sexual del mismo modo que a los niños, lo que tiene como consecuencia —afirma— que las niñas están sujetas a una «clitoridectomía mental». Con su fobia a la maternidad, Friday acusa a las madres y a sus sutiles modos represivos de realizar la psicocirugía, pero la literatura científica y médica es poco más locuaz sobre el tema del clítoris. Una búsqueda en Medline, la base de datos médica más grande del mundo, generó solo unas sesenta referencias a clítoris en un periodo de cinco años (mientras que el término pene generó treinta veces ese número). Solo existen dos libros de carácter teórico dedicados enteramente al clítoris, The Clitoris y The Classic Clitoris, y ambos son de hace varias décadas. Incluso los libros de texto de ginecología despachan al clítoris sin rodeos en apenas una o dos páginas. Parte de la indiferencia profesional puede atribuirse al hecho de que la medicina se centra en las enfermedades y el clítoris, afortunadamente, no es un lugar habitual donde se produzcan. Pero, al menos en Estados Unidos, esta falta de atención es un fiel reflejo de la mojigatería imperante y de la dificultad de obtener una beca federal para estudiar la morfología de las pequeñas llaves griegas. El clítoris, obviamente, necesita más investigadores italianos.
Y sin embargo, solo hay un aspecto en el que el clítoris ha suscitado un interés científico contemporáneo, y es la cuestión de si nosotras, las hembras humanas, fuimos o no las primeras en poseerlo. Quizá nos hayamos formulado alguna vez esta misma pregunta. Quizá nos hayamos puesto a pensar distraídamente en los viejos tópicos y nos hayamos preguntado por qué somos las únicas que poseemos un órgano dedicado exclusivamente al placer sexual mientras que se supone que los hombres son los únicos que se dedican exclusivamente a él. Se suele decir que los hombres solo piensan en eso mientras que las mujeres prefieren un buen abrazo; y sin embargo, un hombre se pavonea absurdamente si consigue llegar al orgasmo tres o cuatro veces en una misma noche, mientras que una mujer sexualmente atlética puede tener cincuenta o cien orgasmos en una hora o dos. Tal vez hemos pensado que se trataba de algún tipo de ironía cósmica, del mismo calibre que la de la disonancia sexual, que hace que un hombre se encuentre en su punto álgido libidinoso antes de que sea un hombre hecho y derecho, a los 18 o 20 años, mientras que una mujer no florece del todo hasta la treintena o incluso entrada la cuarentena (cuando, como dijo una vez una humorista, su marido está descubriendo cuál es su butaca favorita). O tal vez hayamos pensado que el clítoris es una especie de accidente, algo más etéreo que anatómico. Después de todo, es pequeño, y apenas se le distingue entre los pliegues y hendiduras de la vulva que lo rodean. Para las mujeres anorgásmicas, esas mujeres que no pueden alcanzar el clímax por mucho que lo intenten, el clítoris puede parecer el botón de carne más sobrevalorado y engañoso a esta orilla de la nariz de Pinocho. Es cierto, puede que para muchas mujeres funcione, pero para otras es poco de fiar. Marilyn Monroe, el icono sexual más elaborado del siglo XX y, seguramente, fuente de estallidos gozosos autoinducidos para miles de fans, confesó a una amiga que, a pesar de sus tres maridos y su colección de amantes, nunca había tenido un orgasmo. ¿Consideraríamos a Emmanuel Kant, del que se dice que murió virgen, un ingenuo sexual tan lamentable?
Los pensadores de la línea evolucionista están inmersos en un arduo debate sobre la utilidad del clítoris y de su entrañable amigo, el orgasmo femenino. Se preguntan si la capacidad para el orgasmo le reporta a la mujer alguna ventaja y, por tanto, si puede considerarse una adaptación al medio que ha sido seleccionada a lo largo del tiempo o bien, en palabras de Stephen Jay Gould, un glorioso accidente. El debate está siendo fuente de regocijo cortical, mucho mejor que cuando, en la década de 1970, se nos alentaba a coger un espejo e inspeccionarnos los genitales, y le otorga al clítoris una desenfadada y nueva trascendencia; un brochazo de darwinismo puede conseguirlo. Sin embargo, se trata también de un debate desconcertante. Algunos investigadores han llegado a publicar que el clímax femenino puede ser tan innecesario que esté en las últimas. Una desafortunada vuelta de tuerca más de la rueda evolutiva y puede que esas fibras ya no vuelvan a activarse. Pero no pretendamos adivinar el resultado del partido antes de tiempo. Echemos una fría ojeada a la hoja de balance clitoridiana y consideremos las diversas teorías sobre su origen. Después, podremos decidir por nosotras mismas si podemos seguir confiando en el poder duradero de ese órgano o bien si ha llegado la hora de dejar de hacer ofrendas a la diosa Klítoris y a su sacerdote terrenal, Bonobo-à-go-go.
Existen tres verdades fundamentales sobre el clítoris y el clímax femenino que debemos tener en mente. En primer lugar, admitámoslo desde ahora: el orgasmo femenino no es indispensable. Normalmente, el hombre debe alcanzar el orgasmo si quiere reproducirse, mientras que la mujer puede concebir perfectamente sin sentir absolutamente nada, e incluso, en el caso de una violación, mientras siente miedo y repugnancia. En segundo lugar, el orgasmo femenino es caprichoso, y su fiabilidad y frecuencia varían de forma importante de una mujer a otra. Y, tercero y último, el tema de la homología genital, el hecho de que tanto el clítoris como el pene se desarrollan a partir de la misma cresta genital del feto.
Pero no se han terminado las series de tres. Las verdades fisiológicas sugieren, a su vez, tres posibles categorías evolutivas en las que podría encuadrarse nuestro órgano estrella, tres respuestas generales para las preguntas por qué está aquí el clítoris y por qué hace lo que hace (¡o a veces no hace!). Y, aunque detesto ser antropocéntrica, los escenarios que describo a continuación se aplican específicamente a los clítoris de las mujeres y no a los de mamíferos en general. A saber:
1. El clítoris es un pene vestigial. Las niñas nacen con uno porque su cuerpo es inherentemente bisexual y equilibrado en la medida en que un feto puede desarrollar órganos masculinos o femeninos. En el caso de que el feto esté diseñado para ser un niño, necesitará un pene inervado que funcione bien y que sea capaz de eyacular. En caso contrario, la niña recibirá un vestigio de pene, un pequeño botón de tejido sensorial con la misma arquitectura neuronal subyacente que encontramos en un falo genuino. El clítoris, por tanto, es como las tetillas en un hombre, un atavismo, una débil rúbrica de lo que podría haber sido (pero ya no necesita ser).
Según este escenario, el clítoris y el clímax femenino no se pueden considerar adaptaciones. El pene eyaculador, también conocido como el camión de reparto del ADN, es la adaptación, el objetivo, mientras que el clítoris es el premio de consolación.
¡Lo que no significa que no podamos sacarle el mejor partido! Stephen Jay Gould, uno de los principales defensores de la teoría del pene vestigial, considera el clímax femenino un magnífico ejemplo de las enjutas de la catedral de San Marcos, la famosa metáfora que ideó para una parte del cuerpo o un rasgo que parece una adaptación, pero que, en realidad, es consecuencia de otra cosa. Cuando vemos por primera vez las enjutas suntuosamente ornamentadas de la basílica veneciana, podríamos pensar que obedecen a un propósito en sí mismas, que el maestro constructor dijo: «Quiero enjutas aquí, aquí y aquí». Sin embargo, resulta que no podemos construir un arco o una bóveda sin ese pequeño fragmento triangular de muro, la enjuta. Dicho elemento no es propiamente el objetivo, sino el medio para llegar a este: la construcción de un arco. Una vez está la enjuta en su sitio, podemos continuar embelleciendo el conjunto. Hagámoslo magnífico. Disfrutemos del sexo todo lo que queramos, o podamos. Y si en ocasiones nos parece que escalar los picos del éxtasis es un duro trabajo, conformémonos pensando que podría ser peor. ¿Cómo sería entonces un hombre amamantando?
2. El clítoris es un clítoris vestigial. El escenario anterior postula como principio que el clítoris no es ni ha sido nunca una adaptación, sino un pene residual. También se podría argumentar que posiblemente hoy en día el clítoris no tenga una utilidad evidente, pero que, en el pasado, sí se trató de una adaptación que brilló con la luz de una cúpula bizantina. Según esta parábola, nuestras hermanas ancestrales se comportaban más bien como las hembras bonobo, utilizando el sexo como la llave universal que sirve para todo: halagar a las amistades, aplacar los ánimos, solicitar a diversos compañeros alimento o favores y también ocultar los derechos de paternidad. El clítoris representó para las mujeres un estímulo para la experimentación erótica, para probar de aquí y de allá. Una idea como esta podría explicar por qué la excitación femenina tarda tanto en apagarse: su sexualidad está pensada para encuentros en serie con múltiples machos explosivos. Bueno, con este no ha funcionado. Vale más que salga a ver qué hay por ahí fuera y termine lo que había empezado.
Sarah Blaffer Hrdy, una de mis biólogas evolucionistas favoritas, es una firme defensora de la teoría del «érase una vez». Según su punto de vista, el comportamiento irregular del clítoris, su demanda continua y quizá también colectiva de atención para funcionar a su máximo rendimiento es signo inequívoco de su carácter transicional, entre adaptativo y no adaptativo. En palabras de Hrdy, si el clímax femenino fuera una característica esencial de la monogamia y de la formación de vínculos de pareja —como dice el viejo tópico—, si estuviera diseñado para favorecer la intimidad entre la pareja de amantes, entonces el clítoris humano sería muchísimo más eficiente de lo que es en realidad. Respondería solo a los movimientos de la copulación y con rapidez, y se apaciguaría una vez el compañero hubiera terminado. Por el contrario, solo una minoría de las mujeres es capaz de sentir un orgasmo estrictamente a partir de la penetración; la mayoría necesita de los preliminares. Y además está la asimetría entre los límites eyaculatorios masculinos y la comparación de la mujer con una vela de cumpleaños con truco, esa que se sigue encendiendo una y otra vez por muy fuerte que soplemos. Todo esto sugiere que las mujeres fuimos antaño, como muchas otras hembras primates, promiscuas diplomáticas itinerantes movidas por el deseo. Nos fuimos de juerga con tantos consortes como pudimos y corrimos el riesgo que ello suponía con el fin de alejar lo que Hrdy considera la amenaza del infanticidio, mucho más temible y extendida: la tendencia de los machos a matar a las crías que no consideran suyas. Nuestras antecesoras bien podrían haber alterado el latinajo para gritar ¡Vidi, veni, vici!
En el mundo actual, el hecho de que una mujer revolotee por ahí como un macaco no es precisamente un signo de adaptación al medio e incluso, en algunas culturas, esta conducta libertina puede ser castigada con la muerte. La consecuencia es que el clítoris ya no se considera el mejor apéndice femenino. Hrdy y otros incluso han llegado a proponer que, debido a que los beneficios personales y reproductivos de dicho órgano ya no son relevantes, se ha ido encogiendo cada vez más a lo largo de los milenios para acabar escondiéndose tras las persianas venusianas. Si esta tendencia continúa… bueno, no voy a explicarlo con detalle. Solo me levantaré y gritaré.
3. El clítoris es la música de Johann Sebastian Bach. Siempre que escucho la música de Bach pienso: «Sin esta música nada tiene sentido». La escucho y pienso: «Es inevitable». La evolución no tiene otro objetivo que no sea darle al mundo el Segundo y el Quinto Conciertos de Brandeburgo, las Variaciones de Goldberg y El clave bien temperado. Los dinosaurios se extinguieron para que Bach pudiera nacer.
En otras palabras, el clítoris es una adaptación. Es esencial o, al menos, firmemente recomendable. Es también versátil, generoso, exigente, profundo, sencillo y duradero. Es como un camaleón, capaz de cambiar de significado para ajustarse a las circunstancias imperantes. Como la música de Bach, siempre puede ser reinterpretado y actualizado. Por tanto, tal vez podríamos comenzar a explorar esta tesis formulándonos una simple pregunta: ¿Podría contener el planeta actualmente seis mil millones de personas si las mujeres no buscaran el sexo? ¿Podríamos esperar que interpretaran una fuga si su órgano no tuviera tubos?
Los partidarios de la idea de que el clítoris tiene mérito y propósito —que es una adaptación y que ha sido seleccionada— comienzan por darle vueltas a ciertas suposiciones. Hemos dicho anteriormente que, por lo general, un hombre debe alcanzar el orgasmo si quiere reproducirse, de modo que parece claro que el orgasmo masculino es un producto evolutivo. Sin embargo, Meredith Small, un estudioso de los primates con quien siempre se puede contar para cuestionar las perogrulladas de la biología, ha señalado que el orgasmo masculino no es verdaderamente necesario para la inseminación. El pene comienza a expulsar esperma viable antes de la eyaculación y algunos espermatozoides avezados pueden abrirse camino hasta alcanzar un óvulo, razón por la cual el coitus interruptus es un método anticonceptivo tan poco eficaz.
Además, ¿quién se atreve a afirmar que la experiencia del orgasmo fuera un requisito previo cuando comenzaron a seleccionarse los detalles de la fisiología masculina? Como ha señalado el arqueólogo Timothy Taylor, un hombre podría, teóricamente, inseminar a una mujer a través de un sistema como la micción, una especie de inyección hipodérmica que no requiere éxtasis. Lo más probable es que los insectos machos, con su sistema nervioso relativamente simple, funcionen de esta manera, liberando su carga espermática con la misma falta de hedonismo que muestra la hembra al poner posteriormente los huevos. Si la experiencia orgásmica evolucionó en el caso de los machos de las especies «superiores» por motivos distintos a la pura necesidad mecánica, si separamos la lógica que subyace tras el placer masculino de la pura transmisión de gametos, invalidamos gran parte de la argumentación que sostiene que el clímax femenino es un eco atávico de algo que para el hombre resulta indispensable. Según esta interpretación, todo el placer pasa a ser hipotético y opcional. No obstante, el placer no parece tener nada que ver con lo opcional. De hecho, casi todos nacemos con la capacidad para poseerlo o dejar que el placer nos posea a nosotros. Y nada define mejor la adaptación que su universalidad.
Si aceptamos que el clítoris y el clímax femenino son productos de la adaptación, podemos ahondar ahora en las características de su funcionamiento. Supongamos que el clítoris existe para proporcionarnos placer, y que ese placer proporciona, a su vez, el estímulo para la búsqueda de sexo; ya que, sin la promesa de una gran recompensa, nos quedaríamos en casa tan contentas pintándonos las uñas. Ahora deberíamos reconsiderar el tema desagradable, la frecuencia con la que el clítoris nos falla. ¿Por qué tenemos que trabajar mucho más duramente que los hombres para alcanzar el clímax? El clítoris es un sabio idiota: puede ser tan brillante como estúpido. ¿O es más bien una Casandra[11], que nos dice algo que, para nuestra desgracia, preferimos ignorar?
En mi opinión personal, todas las dificultades que hemos estado barajando —la aparente inconstancia y testarudez del clítoris, su falta de sincronía con la respuesta masculina y la variabilidad de funcionamiento entre una mujer y otra— pueden explicarse partiendo de un postulado simple: que el clítoris está diseñado para incitar a su dueña a que controle su sexualidad. Sí, es verdad, esta idea suena a panfleto político, y el tejido corporal no está afiliado a ningún partido. Sin embargo, puede votar con su comportamiento, funcionando mejor cuando lo tratamos correctamente y fallando cuando abusamos de él o no le comprendemos. En verdad, el clítoris funciona a su máximo rendimiento cuando la mujer se siente pletórica de vida y de fuerza, cuando grita desde lo alto, figurativamente e incluso literalmente hablando. El clítoris detesta que lo atemoricen o que lo intimiden. Algunas mujeres que han sido violadas explican que sus vaginas se lubricaron incluso mientras temían por sus vidas —un hecho positivo, porque, de otro modo, hubieran sufrido un desgarro—, pero las mujeres casi nunca tienen un orgasmo durante la violación, por mucho que fantaseen los hombres con ello. Al clítoris no le gusta que le fuercen o que le apresuren. Una mujer que se siente mal por su pareja porque está tardando demasiado en llegar al orgasmo todavía tardará más. Una mujer que deja de vigilar la olla envía un mensaje al clítoris diciéndole: ¡Estoy aquí!, y al momento la olla se desborda.
Al clítoris le gusta el poder, y procura reforzar la sensación de tener la sartén por el mango. Los sexólogos han descubierto que las mujeres que experimentan orgasmos fácilmente y de forma múltiple poseen un rasgo en común: se hacen responsables de su placer. No dependen de la habilidad o de la capacidad de adivinar el pensamiento de sus amantes para obtener lo que desean. Saben qué posturas y qué ángulos funcionan mejor para ellas y negocian dichas posturas ya sea verbalmente o con sus movimientos. Además, las posturas que ofrecen la máxima satisfacción para la mayoría de mujeres son aquellas que les proporcionan cierto control sobre la coreografía sexual: arriba, por ejemplo, o de lado. Las típicas películas donde se muestra a la mujer en un crescendo de frenesí mientras el hombre la levanta y la apoya de golpe contra la pared, al estilo de El último tango en París, no son, definitivamente, películas dirigidas por mujeres.
Por si fuera poco, a la mayoría de mujeres les va mejor con el tiempo y la experiencia. Según el informe Kinsey, elaborado en la década de 1950, el 36% de las mujeres en la veintena eran anorgásmicas, mientras que para las que tenían treinta y tantos años o más, el porcentaje caía hasta el 15%. Los estudios realizados desde entonces otorgan una mayor capacidad para el orgasmo para todas las mujeres, aunque las más mayores, como grupo, siguen siendo más orgásmicas que sus homólogas más jóvenes. Obviamente, estos datos podrían explicarse en parte por el hecho de que las mujeres maduras tienen como compañeros sexuales a hombres también maduros, que suelen ser más diestros y menos impacientes que los jóvenes y que, además, poseen el suficiente autocontrol para mantener un encuentro amoroso durante el tiempo que necesite su compañera para alcanzar el clímax. Sin embargo, las lesbianas maduras llegan más fácilmente al orgasmo que las jóvenes, lo que sugiere que no estamos hablando de las deficiencias de los imberbes e inexpertos «Jimmy el rápido». Por el contrario, la capacidad de conocernos a nosotras mismas, una capacidad cultivada a lo largo de los años, se traduce en una mayor colaboración desde ahí abajo.
El clítoris no solo aplaude cuando una mujer alardea de su maestría, sino que le dedica una ovación de pie. En el orgasmo múltiple tenemos la mejor prueba de que nuestra lady Klítoris ayuda a todas aquellas que se ayudan a sí mismas. Puede que tarde minutos en alcanzar la cima, pero, cuando llega, la esforzada montañera encuentra unas alas aguardándola. No necesita bajar de nuevo hasta el campamento base antes de escalar el siguiente pico, sino que puede planear como un ave raptora por las corrientes del júbilo.
La íntima conexión que existe entre el estado de ánimo y el poder del clítoris significa que este último debe de estar conectado de algún modo al cerebro —al cerebro grande— para poder cantar. El cerebro debe aprender a dirigir su pequeño vástago de igual modo que debe aprender a mantener el cuerpo en equilibrio sobre una bicicleta. Y, una vez aprendido, no se olvida. Algunas mujeres aprenden a llegar al orgasmo durante la infancia, mientras que otras no establecen la conexión hasta la época adulta. Pero no se trata de un problema de ingeniería. No se resuelve solo con la neocorteza, el moderno cerebro (en términos evolutivos), esa gruesa capa de tejido gris que reflexiona, duda y se replantea cada impulso que le llega. Debemos acudir al hipotálamo, un locus neuronal más antiguo que se encuentra en la base del cerebro, unos centímetros por detrás de los globos oculares, y que controla los apetitos: de comida, de sal, de poder, de sexo. En ocasiones, la conexión entre el clítoris y el hipotálamo necesita un circuito de desviación que permita burlar la neocorteza. Esta última es lista e imperiosa, y puede llegar a ser demasiado controladora para que su control sea honesto. El control del que estamos hablando es una operación que implica a la totalidad del cerebro, una delicada negociación entre lo moderno y lo antiguo, el intelecto y el deseo. Por tanto, si la neocorteza de una mujer es estentórea, debe ser acallada lo suficiente para que el hipotálamo y el clítoris sellen su alianza. El alcohol podría realizar esta labor, si no fuera porque es un depresor de todo el sistema nervioso. Son más eficaces las drogas que mantienen distraído al intelecto sin amortiguar la red corporal de transmisores de impulsos. La mayoría de estas drogas son ilegales. Se decía que el Quaaludes[12] era un afrodisíaco extraordinario, pero ya no se comercializa. Era demasiado bueno, lo que significaba en última instancia que era demasiado peligroso y, por tanto, que debía ser eliminado. Pero todavía nos queda la marihuana, que puede ser un buen mentor sexual y un magnífico electricista, capaz de llevar las luces de Broadway a mujeres que han pasado años en la oscuridad de la frigidez. Todas las mujeres de mi familia directa aprendieron a llegar al clímax fumando hierba; mi madre, en concreto, cuando pasaba de los treinta y había tenido ya cuatro hijos. Y sin embargo, nunca he visto la anorgasmia en la lista de las indicaciones para el uso médico de la marihuana. En lugar de ello, se nos dice que algunas mujeres no necesitan sentir orgasmos para tener una vida sexual satisfactoria, un argumento tan convincente como el que nos intenta convencer de que a algunas personas sin hogar les gusta vivir al aire libre.
A estas alturas no debería sorprendernos ni la complejidad del clítoris ni su gusto por el poder. Para las mujeres, el sexo siempre ha sido arriesgado. Nos podemos quedar embarazadas, podemos contraer enfermedades, podemos perder nuestra milagrosa lactosa. Al mismo tiempo, somos primates. Utilizamos el sexo por muchas más razones más allá de la reproducción. Puede que no seamos bonobos, pero tampoco tenemos una época de reproducción, como las ovejas. Para afrontar la vulnerabilidad necesitamos defensas eficaces. El clítoris es nuestra capa mágica. Nos dice que debemos tomarnos en serio la alegría y que no debemos tomarnos a la ligera nuestra luz, nuestra brillantez sexual. El clítoris integra información que procede de diversas fuentes, tanto conscientes como inconscientes: la corteza cerebral, el hipotálamo, el sistema nervioso periférico, y responde de acuerdo a dicha información. Si estamos asustadas, se paraliza. Si sentimos desinterés o indignación, se mantiene mudo. Si nos sentimos emocionadas y fuertes, se convierte en una pequeña y tirante batuta que va mostrando el camino, halagando aquí, apresurando allá, andante, allegro, crescendo, al estribillo.
Algunos expertos han afirmado que la selección ha proporcionado a las mujeres un impulso sexual más débil que a los hombres, y que esta inhibición del impulso tiene un sentido: no deberíamos andar por ahí ligando con cualquiera y corriendo el riesgo de que nos fecundara un individuo de segunda fila genética. Esta teoría es una verdadera estupidez. El sexo es demasiado importante y lo es en demasiados aspectos sociales y emocionales para que nos resulte indiferente. Las mujeres manifiestan numerosas pruebas de que poseen un vigoroso impulso sexual. Desde el punto de vista fisiológico, responden a los estímulos sexuales tan rápidamente como los hombres. Si le mostramos a una mujer una película pornográfica, por ejemplo, su vagina se hincha de sangre tan rápidamente como el pene de un observador masculino. No obstante, no cabe duda de que el impulso sexual femenino es un instrumento enrevesado, ligado a la mente, al estado de ánimo, a las experiencias del pasado, a las Furias. Y en el ojo del huracán se encuentra el clítoris. Sabe más que la vagina y es un consejero más fiable que esta; recordemos que una mujer puede lubricarse durante una violación, pero casi nunca alcanza el orgasmo. Seguramente es más lógico que una mujer posea un impulso sexual sofisticado que no uno simple o ninguno. Si una mujer mantiene el control de su sexualidad, si se siente poderosa en cuanto a sus decisiones sexuales y tiene relaciones con quien desea y cuando lo desea, las probabilidades de que el resultado sea bueno aumentan. Posiblemente mantendrá relaciones sexuales con hombres a los que encuentre atractivos, con los que se sienta cómoda por los motivos que sea y con los que pueda llevar adelante sus proyectos personales, políticos y genéticos.
El clítoris es flexible. Puede adaptarse a distintos hábitats y normas culturales. Entre nuestros antepasados, que se adherían al modelo comparativamente promiscuo que es la norma primate, el clítoris pudo haber favorecido la experimentación sin descanso, como decía Hrdy. Sin embargo, a diferencia de Hrdy, creo que el clítoris puede acomodarse también a las actuales limitaciones de la monogamia, que puede alimentar los vínculos del amor y del matrimonio cuando dichos vínculos son útiles para los intereses de la mujer. En Estados Unidos, un país que exalta el matrimonio hasta límites insospechados, una mujer casada equivale a una mujer orgásmica. Según el estudio Sex in America llevado a cabo por la Universidad de Chicago en 1994, las tres cuartas partes de las mujeres casadas afirman que siempre o casi siempre llegan al orgasmo durante las relaciones sexuales, en comparación con las casi dos terceras partes de las mujeres solteras. De todos los subgrupos estudiados, las mujeres casadas, cristianas y conservadoras eran las que afirmaban con mayor frecuencia que llegaban al orgasmo cada vez que copulaban. Y ¿por qué no? Para nuestras hermanas temerosas de Dios, el matrimonio es un sacramento, lo que significa que cada revolcón en el lecho conyugal es un acontecimiento sagrado y ennoblecedor. La corrección da el poder, y con el poder viene la gloria, y así es como esas enemigas de la revolución sexual pueden acabar siendo emperatrices orgásmicas.
Hay otra serie de indicios que sugieren que el clítoris negocia con la divisa del poder. Los trabajos que han llevado a cabo recientemente los investigadores británicos Robin Baker y Mark A. Bellis sugieren que el orgasmo ofrece a la mujer una forma recóndita de controlar el esperma masculino, ya sea atrayéndolo o repeliéndolo. Baker y Bellis proponen que la existencia o no de sincronización del orgasmo femenino con respecto a la eyaculación masculina influye en las posibilidades que tiene el semen de fecundar los óvulos. Si una mujer alcanza el clímax poco después de que su pareja eyacule, el cérvix (o cuello del útero), la puerta de acceso a este, hace algo espectacular. Mientras se contrae de forma rítmica, el cérvix se abre hacia abajo como si fuera la boca de un pez y absorbe el semen depositado a sus puertas. Esto se ha visto en vídeo; se fijó una microcámara al pene de un hombre y se grabó el coito: los espermatozoides avanzaron como banderines mareados, el cérvix se inclinó hacia la ofrenda genética eyaculada y, con movimientos viscosos y ondulantes, pareció llevarse el semen hacia el interior del útero. Ahora bien, no está del todo claro si estas palpitaciones cervicales aumentan verdaderamente la probabilidad de que el semen alcance un óvulo. Baker y Bellis disponen de datos experimentales preliminares que sugieren que cuando una mujer experimenta un orgasmo en un lapso de tiempo comprendido entre unos cuantos segundos y cuarenta minutos después de su compañero, las probabilidades de que quede embarazada son algo mayores que en el caso de que la mujer no alcance el orgasmo o bien este se dé antes o después de este amplio margen de oportunidades.
Los datos científicos son cuestionables, pero su argumento general sí es concluyente: el orgasmo femenino es la expresión última de la elección femenina. Si la respuesta sexual femenina está ligada a su sentido del poder, de haber escogido libremente al compañero en este momento, entonces su cérvix bien podría ir un paso más allá, recogiendo lo que la mujer, con su éxtasis, ha demostrado que es la semilla escogida. Baker y Bellis proponen el concepto de competencia espermática: del mismo modo que los machos compiten entre sí cruzando su cornamenta o sus espadas, los espermatozoides compiten a su vez en el tracto vaginal para alcanzar el óvulo. El orgasmo femenino sería entonces un modo de controlar los términos del debate subterráneo que tendría la mujer. No es de extrañar, afirman, que los hombres suelan estar tan obsesionados con su potencia sexual, con su capacidad para excitar a las mujeres; de hecho, puede que a un hombre le importe muy poco el bienestar emocional de su compañera, pero en cambio sí se preocupa de satisfacer su sexualidad. Por lo que parece, el destino de su esperma depende de sus habilidades eróticas. Teóricamente, la selección natural habría favorecido a los hombres cuyo lema es «estamos aquí para complacerla».
Por la misma regla de tres, tampoco es de extrañar que muchas mujeres confiesen que han fingido un orgasmo en algún momento de su vida. ¿Y no sería mejor convencer a una pareja decepcionante de que lo deje y se marche antes que simular darle lo que ha estado esperando: la prueba de que nuestro cuello uterino está a su servicio?
La hipótesis de Baker y Bellis da por supuesto que nuestros ancestros, en los que tienen su origen diversos rasgos e impulsos, eran muy polígamos y que, por tanto, el semen de cualquier hombre tendría que competir con el de otros pretendientes a la paternidad. Pero incluso en la actualidad, afirman, la guerra del esperma continúa bajo el manto de la monogamia. Las mujeres casadas tienen relaciones extramatrimoniales (¡oh, no!) y, en ese caso, afirman Baker y Bellis, sus posibilidades de concebir un hijo «ilegítimo» resultan ser mayores que las que cabría esperar según la proporción de actos sexuales con el esposo frente a actos sexuales con el amante. Los científicos atribuyen esta excesiva fecundidad extramatrimonial al placer orgásmico comparativamente mayor que siente la mujer con su amante (¿por qué, si no, se iba a complicar la vida con un adulterio?). De nuevo, algunos de los datos en los que los científicos basan sus argumentos —incluidas las estadísticas recogidas en Liverpool, un puerto marítimo internacional que tal vez no sea la más representativa de las comunidades— son cuestionables. Y sin embargo, es curioso que la nueva información disponible apoye al menos parcialmente, una antigua creencia que fue promulgada por primera vez por Galeno en el siglo II d. C. y que ha imperado durante los mil doscientos años siguientes: que la mujer debe llegar al orgasmo para concebir. Hablando en términos absolutos, esta sentencia es falsa, por descontado, pero si el orgasmo femenino aumenta sutilmente la probabilidad de fecundación, existen determinadas implicaciones prácticas que se han de tener en cuenta. Por ejemplo, una pareja que lucha denodadamente para concebir no debería ir tanto por la labor arrinconando el orgasmo como si se tratara de un adorno discrecional. No, es mejor asegurarse de que hay suficiente placer para los dos.
A lo largo de este capítulo he empleado indistintamente los términos clítoris, orgasmo femenino y sexualidad femenina de modo casi intercambiable, y según mi opinión todos ellos están unidos en la cadera. El clítoris se encuentra en el núcleo de la sexualidad femenina, y debemos rechazar cualquier intento, ya sea freudiano o de cualquier otra naturaleza, de degradarlo. No obstante, el clítoris sobrepasa sus fronteras anatómicas y trasciende su anatomía. Pero hay otras vías que lo alimentan y que son alimentadas por él. Las quince mil terminaciones nerviosas que ofician en la pelvis interactúan con las del clítoris. Por eso el ano es una zona erógena. Los nervios son como los lobos o los pájaros: si uno empieza a aullar o a cantar, le siguen los demás. En algunas mujeres, la piel que rodea el meato urinario es extraordinariamente sensible, y como este tejido periuretral se estira y se empuja vigorosamente durante el coito, dicha hipersensibilidad podría conducir con más facilidad al orgasmo simplemente a través de los empujones del coito. Otras mujeres manifiestan que llegan mejor al orgasmo mediante la aplicación de una presión profunda en la vagina, lo que condujo al ginecólogo Ernst Grafenberg y a sus partidarios a proponer la existencia del punto Grafenberg, o punto G, algo así como un segundo clítoris interno. Algunos investigadores afirman que el punto G es una especie de almohadilla de unos cinco centímetros de tejido erógeno altamente sensible situado en la pared anterior de la vagina, justo donde esta rodea la uretra, el conducto que lleva la orina desde la vejiga. Otros afirman que el punto G se encuentra en las llamadas glándulas de Skene, que generan la mucosa que lubrica el tracto uretral. También hay quien sostiene que el punto G es en realidad el esfínter que mantiene cerrada la uretra hasta que estamos listos para vaciarla. Y, finalmente, otros cuestionan la propia existencia de este punto G. No vale la pena que nos molestemos en inventar nuevas zonas erógenas cuando con la infraestructura existente ya basta, afirman estos últimos. Después de todo, las raíces del clítoris son profundas y bien pueden excitarse a través de los movimientos del coito. En otras palabras, puede que el llamado punto G no sea más que el extremo posterior del clítoris.
Pero anatomía y epifanía no son lo mismo. Cuando los científicos han intentado cuantificar los componentes individuales del orgasmo no les ha ido demasiado bien. En un determinado estudio, por ejemplo, los investigadores de la Universidad de Sheffield reclutaron un total de veintiocho mujeres adultas con el objetivo de medir la duración, la intensidad y el flujo sanguíneo vaginal asociados con el clímax. A cada una de las mujeres se le introdujo en la vagina un pequeño electrodo que se fijó al lugar adecuado de la pared vaginal mediante succión. Después, se les pidió que se masturbaran hasta llegar al orgasmo, que indicaran cuándo comenzaba y cuándo terminaba y también que graduaran su intensidad en una escala del uno (flojo) al cinco (sobresaliente). Durante la sesión, el electrodo midió el flujo sanguíneo vaginal, indicando el grado de congestión que alcanzaban los tejidos. Si nos fiamos de los gritos de «¡Ya!» y «¡Se acabó!», el orgasmo medio resultó ser asombrosamente prolongado, con una duración media de veinte segundos, mucho más largo que los doce segundos estimados retrospectivamente por las mujeres. Sin embargo, no había correlación entre longitud e intensidad, dado que la intensidad que asignaban las mujeres al orgasmo no tenía nada que ver con su duración. Tampoco se observó correlación entre el flujo sanguíneo y el placer percibido.
El clítoris es complejo. No es solo un clítoris. Como sucede con el flujo sanguíneo, sus proporciones probablemente no guardan relación con su potencial. Sí, es verdad, una hembra bonobo posee un clítoris inmenso, pero su dotación puede que responda más a asegurar un fácil acceso al demandante que no a señalar de alguna forma que es más orgásmica que sus homólogas humanas. Nadie ha estudiado si las mujeres con grandes clítoris son hiperorgásmicas, pero sí se ha llevado a cabo otro «experimento» que tiene que ver con la cuestión de si la función sigue o no a la forma. Las niñas con un clítoris excepcionalmente grande son objeto de cirugía reductora, ya sea para cercenarlo, llevarlo hacia dentro o amputarlo. Se las clitoridectomiza. No se trata de una operación que se suela asociar con la altruista medicina occidental, pero es relativamente frecuente. En Estados Unidos se les practica algún tipo de «ajuste» para reconfigurar un clítoris anormalmente prominente a unos dos mil bebés al año. No existen directrices oficiales sobre lo que puede considerarse «clitorimegalia», pero todo lo que sobresale de los labios de la vulva es candidato a la clitoridectomía. Cuando un bebé nace con unos genitales equívocos, la cirugía ha sido y es la norma. Podemos tolerar la ambigüedad en las estrellas de rock, pero no en los bebés. Susan, la niña a la que mi madre cambiaba los pañales, probablemente acabó pronto en manos de un cirujano plástico pediátrico, no fuera que volviera a incomodar a una mamá mirona. En otras ocasiones, la joven paciente acaba sometiéndose también a otros tipos de intervenciones, ya sea para abrir una vagina que permanecía cerrada, reparar una uretra defectuosa o extirpar un tejido gonadal con imperfecciones. Aunque algunas de estas intervenciones pueden ser necesarias desde el punto de vista de la salud de la niña, en el caso de la reducción de clítoris estamos hablando de cirugía estética. Un clítoris grande no le hace daño a nadie y, con toda seguridad, ninguno al propio bebé, pero resulta extraño, masculino, obsceno, de modo que se les aconseja a los padres que lo operen mientras la niña es lo suficientemente pequeña para escapar a cualquier supuesto trauma psicológico que pudiera acompañar a la incertidumbre sobre su sexo. Entonces, podríamos preguntar: ¿qué les ocurre a las chicas cuyo clítoris ha sido reducido o cauterizado quirúrgicamente? ¿Pierden las sensaciones sexuales? ¿Puede una mujer experimentar un orgasmo si no tiene clítoris?
El clítoris es complejo. La caja de Pandora es un cofre lleno de esperanzas y a la vez de desgracias, y los resultados que se están obteniendo en la investigación diseñada para explorar la aptitud clitoridiana después de tratar quirúrgicamente la clitorimegalia no apuntan siempre en la misma dirección. Para entenderlo, consideremos los dos casos siguientes.
Cheryl Chase es una analista de sistemas informáticos de cuarenta y pocos años. Lleva gafas con montura metálica muy fina, el cabello corto y se suele poner pendientes largos y carmín color púrpura brillante. Es discretamente atractiva y rabiosamente inteligente, incluso habla japonés con soltura. También está indignada. Piensa que morirá indignada. Cheryl posee dos cromosomas X, el complemento femenino habitual, y hoy tiene un aspecto especialmente femenino. Sin embargo, por razones desconocidas, nació con gónadas hermafroditas, en parte ovarios y en parte testículos, y un clítoris tan grande que los médicos, de entrada, les dijeron a los padres: es un niño. Al cabo de un año aproximadamente, los médicos de otro hospital se percataron del error: esperen un momento, este niño tiene una vagina normal, útero y trompas de Falopio; es una niña. Les dijeron a los padres: los otros médicos se equivocaron. Tienen una niña, no un niño. Tendrán que ponerle otro nombre, mudarse a otra ciudad y empezar de nuevo. Pero, primero, dennos permiso para operarle los genitales. Inmediatamente. Permiso concedido. «Me extirparon el clítoris allí mismo», explica Cheryl, con la voz baja de quien habla apretando los dientes. «Cortaron por las cruras, donde los nervios penetran en el tallo del clítoris. Me queda un poco de tejido clitoridiano alrededor de la abertura pélvica, pero sin terminaciones nerviosas. Por tanto, no siento nada». Cheryl es lesbiana y es sexualmente activa, pero nunca ha sentido un orgasmo. Lo ha intentado todo. Se ha puesto en contacto con muchos médicos y les ha suplicado su ayuda para buscar cualquier terminación nerviosa que pudiera quedar en el tejido residual y devolverla a la vida. La mayoría ha ignorado sus ruegos. ¿Acaso parezco una Doctora Ruth[13] de la cirugía?, le decían. Consultó su caso a cirujanos que realizaban operaciones de cambio de sexo, en las que se convierte a hombres en mujeres y viceversa intentando conservar la sensibilidad sexual a pesar de la transformación. Le respondieron: olvídelo, le quitaron todo lo que podríamos aprovechar. «Hubiera preferido nacer en un lugar donde no existiera la medicina —afirma Cheryl—, y así no me hubiera ocurrido lo que me ocurrió».
Martha Coventry es una editora y escritora de cuarenta y tantos años madre de dos hijos. Es delgada y larguirucha, con una oscura melena de rizos mullidos. Es de esa clase de personas con las que apetece estar porque te hacen sentir bien. Martha también nació con un fornido clítoris, consecuencia de las altas dosis de progesterona que tomó su madre durante el embarazo para evitar que se produjera un aborto natural. Cuando nació, su clítoris medía 1,5 centímetros, tres veces más que la media. No es que fuera un caso urgente de megalia, pero sus padres decidieron que no debía ir a la escuela con una protuberancia tan visible y correr el riesgo de que sus compañeros se burlaran de ella. Por tanto, a los 6 años de edad, la esquilaron. «Lo cortaron desde la base —explica Martha—. Si me vieras ahora, te darías cuenta de que me falta algo». El cuerpo se ha ido, pero el espíritu permanece. «Tengo cicatrices emocionales, pero no me siento amargada —continúa—. El motivo es simple. Todavía tengo sensación clitoridiana. Soy orgásmica».
Tanto Cheryl como Martha defienden de forma activa la causa de impedir que a otros bebés nacidos con genitales intersexuales se les someta a la cirugía estética a la que se les sometió a ellas. El grupo del que forman parte ha presionado al Congreso de los Estados Unidos para que promulgue una ley que impida la clitoridectomía en pacientes demasiado jóvenes para dar su conformidad al procedimiento, o directamente para gritar: «¿Qué ha dicho que va a hacerme? ¿Dónde?». Y, aunque dicha legislación todavía no se ha aprobado, Cheryl Chase y sus compañeras están convenciendo poco a poco a los pediatras de que el conocido consejo hipocrático, Lo primero, no hagas daño, es válido para ellos y sus pacientes, ya que nadie sabe con exactitud cómo va a responder un clítoris cuando empiezan a fastidiarlo. Incluso el clítoris grande de un bebé es un blanco de pequeño tamaño, y con el batiburrillo de nervios y vasos sanguíneos que pasan por ahí, es fácil dañarlo. Tampoco existen estudios de seguimiento a largo plazo de las niñas que han sido clitoridectomizadas con el objetivo de ver cómo afecta dicho procedimiento a la sexualidad. Todo lo que tenemos son anécdotas. Tanto Martha como Cheryl tienen su clítoris extirpado desde la base, pero la primera canta y la segunda no. Y nadie sabe por qué. Algunos cirujanos proclaman que las técnicas de reducción de clítoris de hoy en día están a años luz de los cortes en tajo del pasado, pero no disponen de pruebas. Tampoco las tienen de que un clítoris grande suponga un reto psicoespiritual insuperable para la niña o para sus padres.
¿Qué tiene el clítoris, nuestro diseño de orquídea, nuestra semiclandestina columna corintia, para que sea tan vulnerable al hacha? Como a un artista, al clítoris solo le ha llegado la fama tras la muerte, tras su asesinato. Las activistas intersexuales estadounidenses apoyan sus reivindicaciones equiparando sus historias a la costumbre africana, mucho más conocida, de realizar ablaciones genitales rituales. Esta práctica indiscutiblemente vil recibe diversos nombres, entre los que se encuentran mutilación genital femenina, ablación genital africana o circuncisión femenina, aunque, como muchos han señalado, se parece más a una amputación de pene que a una circuncisión masculina y, por tanto, no merece siquiera la deferencia de la comparación. Esta tradición data de hace dos milenios como mínimo y nunca ha sido un secreto, pero la impresión general hasta hace poco era: a) que solía estar confinada a aldeas recónditas y era poco frecuente, y b) que estaba en vías de desaparición. Pero ninguno de estos dos supuestos ha resultado ser cierto. Existen por lo menos cien millones de mujeres procedentes de veintiocho países distintos que han sufrido ablación genital y cada año dos millones de niñas adquieren la categoría de laceradas. En algunos países, entre los que se cuentan Etiopía, Somalia, Djibuti, Sierra Leona, Sudán y Egipto, la tasa de prevalencia de dicha práctica se aproxima al cien por cien. Algunas niñas y jóvenes han huido de sus hogares —con la vulva intacta— para buscar asilo en el extranjero, pero naciones supuestamente progresistas como Estados Unidos han tardado en solidarizarse con las afectadas y reconocer que la amenaza de una carnicería genital es motivo de persecución judicial. Actualmente, existe un proyecto de ley en Estados Unidos mediante el cual se prohíbe la ablación genital al estilo africano, aunque es de justicia decir que no impide la posible mutilación clitoridiana por razones médicas de las Susan clitorimegálicas que puedan nacer y tampoco tiene en cuenta la necesaria facultad de sancionar económicamente a las naciones donde las niñas son esquiladas en masa.
Si nos informamos con detalle sobre el vandalismo genital, veremos que el procedimiento tiene varios grados. La forma «más leve» corresponde a una clitoridectomía simple en la que se extirpa parte del órgano o su totalidad. En el desmembramiento intermedio se eliminan los labios menores junto con el clítoris. Finalmente, en la infibulación, el caso más horripilante de todos, se cortan de un tajo el clítoris y los labios menores para continuar con una incisión en los labios mayores, que se cosen en carne viva con el objetivo de cubrir la uretra y la vagina, dejando escasamente un agujero para que pasen la orina y el flujo menstrual. Al cabo del tiempo, cuando la joven infibulada se casa y necesita espacio para cumplir con su deber conyugal, se descose la zona y se retira la piel cicatrizada de los labios mayores.
La mutilación, ya sea limitada o extensiva, se realiza sin anestesia, obviamente sin esterilización, y la herramienta empleada es cualquier cuchilla que la vil sacerdotisa local de la mutilación —normalmente es una mujer— considere que es el more que instrumento adecuado para el ritual. Las víctimas, niñas de entre 7 y 8 años, puede que esperen la ceremonia con una cierta excitación pensando que a partir de entonces se las considerará mujeres, pero acaban gritando de dolor y deben ser sujetadas por varias mujeres adultas para evitar que escapen, si es que no tienen la suerte de desmayarse de la impresión, el dolor y la pérdida de sangre. A veces, la niña sufre una hemorragia mortal inmediatamente o bien muere poco después de septicemia, tétanos o gangrena. Si sobrevive, puede sufrir dolores crónicos pelvianos a causa de heridas que no cicatrizan bien o infecciones debidas a que la orina y la sangre no pueden fluir adecuadamente. Se suelen formar quistes a lo largo de la línea de la cicatriz, algunos del tamaño de pomelos, que hacen que la mujer se sienta avergonzada, temerosa de que sus genitales vuelvan a salir con formas monstruosas o vaya a morir de cáncer. Una mujer infibulada pariendo es como una pobre hiena maullando en su primer parto, ya que a su bebé no le queda más remedio que ir desgarrando su camino hacia la luz.
Según sus partidarios, la ablación genital tiene varios propósitos. Supuestamente amansa a la mujer, reduciendo su lascivia innata y quitándole de la cabeza cualquier tentación de ponerle los cuernos a su marido. Menos conocido por los occidentales es el objetivo de la poda, el deseo de acentuar las discrepancias visuales entre mujeres y hombres. La eliminación del clítoris, el equivalente al pene masculino, es solo el comienzo; la pérdida de los labios, que pueden recordar al escroto, lleva la polaridad al extremo. Sin protuberancias, sin cartucheras, no hay confusión posible. Como muestran las fotografías de mujeres infibuladas, la operación puede dar lugar a un perfil pélvico liso que resulta superfemenino según cierto módulo mental infantil de la feminidad. De hecho, parece que pertenezca al fetiche femenino favorito de todos, la muñeca de ingles lisas llamada Barbie.
Se ha escrito mucho sobre la mutilación genital y también se ha denunciado repetidamente. Incluso aquellos que se muestran sensibles a las tradiciones culturales la consideran una tradición digna de desaparecer. Llegados a este punto me siento impotente, incapaz de añadir una palabra o una idea constructiva, deprimida por la persistencia de un «rito» repulsivo, y empequeñecida, como nos sentimos todos, por la capitulación a través de la inercia. La mutilación genital es una violación gravísima de los derechos humanos. Al igual que la esclavitud o la discriminación racial, es inaceptable. ¿Cómo podemos detenerla? Hablando de ella con indignación, sin mordernos la lengua. No olvidándola jamás y no permitiendo que el tema vuelva sutilmente a la oscuridad ahora que hemos descubierto su influencia y su tenacidad. Hay quienes recomiendan que los esfuerzos realizados para terminar con la práctica respeten los sistemas de creencias de las mutiladas y de sus mutiladoras. La organización sin ánimo de lucro Population Council [Consejo del Pueblo] sostiene que no sirve de nada vociferar sobre el derecho de la mujer a su integridad sexual ante una audiencia que valora precisamente el recato en estos temas. El Consejo recomienda que, en lugar de ello, se debería insistir en los riesgos que supone la ablación genital para el bien más preciado de una mujer: su fertilidad. Entendido. Seamos sensibles, no queramos tener la razón. Insistamos en la salud reproductiva en detrimento de los derechos carnales, en la responsabilidad por encima del narcisismo. Decidlo como queráis, pero bajad el cuchillo.
Yo estoy por el pragmatismo, pero el clítoris es idealista, utópico, y en último término es difícil eliminar una buena fantasía. Esta reflexión puede ofrecernos un argumento paradójico contra la mutilación genital: la operación no siempre funciona bien. Puede que destruir el clítoris físicamente no implique destruirlo espiritualmente. Como Martha Coventry, algunas mujeres africanas que han sido clitoridectomizadas e incluso infibuladas, se describen a sí mismas como seres eróticos que disfrutan del sexo y que experimentan orgasmos; y muy intensos, añaden. Al parecer, los espíritus de sus clítoris son como el fantasma del padre de Hamlet: persistentes, presentes e incorregibles. Estas mujeres han estado expuestas a un grave riesgo médico durante su evisceración ceremonial, pero, en resumidas cuentas, no se ha conseguido amansarlas ni hacerlas más castas. Por tanto, ¿para qué poner la vida de una niña (o su fecundidad) en peligro cuando no hay garantía de que su deseo desaparezca? Y si una mujer sigue siendo orgásmica y ¡sorpresa! no se comporta como un macaco, tal vez ello sea una prueba de que el clítoris no tiene poder alguno sobre la mujer, más allá del que ella admita y del que le dé a cambio.