CAPÍTULO
16
Carne barata
Aprender a hacer músculos
A lo largo de todos los años que he pasado entrenándome en gimnasios, levantando pesas y predicando a las demás mujeres —admito que de una forma un tanto repulsiva— las bondades del entrenamiento de la fuerza física, la respuesta más habitual e irritante que he recibido dice algo así: «No quiero ponerme cachas ni tener demasiado músculo. Solo quiero mejorar el tono muscular». Esta observación me irrita por dos motivos. Para empezar, Santa María de la Leche, ya me gustaría que fuera tan fácil «ponerse cachas» y hacer músculo. Me gustaría que me saliera una abundante cosecha de frutas, lunas y nalgas de imitación en los hombros, las piernas, el torso y la espalda simplemente con un entrenamiento regular. De hecho, para la mayoría de las mujeres es extraordinariamente difícil desarrollar músculos. La gente que me ve entrenar se sorprende de la cantidad de peso que puedo levantar, dado que mi aspecto no es particularmente musculoso. No doy la talla de la mítica Gunhilde du Brawn, que vencía golems y hacía estallar el elastano. Mis bíceps me decepcionan invariablemente. Son fuertes, pero se niegan a salir cuando flexiono el brazo, como solían hacer los bíceps de mi padre cuando le pedía que «sacara bola».
Por otra parte, supongamos que una mujer sí es capaz de sacar más músculo que yo, y, de hecho, algunas mujeres pueden. ¿Qué tiene de malo tener un aspecto musculoso? Los músculos son hermosos. La fuerza es hermosa. El tejido muscular es hermoso. Es metabólica, médica y filosóficamente hermoso. Los músculos se retraen cuando no se usan, pero siempre regresan si se les da un buen motivo. No importa lo mayores que seamos, los músculos nunca pierden la esperanza. Siempre miran hacia el futuro. Responden a la estimulación. Pocas células del cuerpo son tan capaces de realizar cambios y reformas de tanta proeza y trascendencia. Desde una perspectiva materialista, puritana y pragmática, los músculos pueden ser mojigatos, es cierto, pero al menos son fiables. Podemos tumbarnos cada día en el diván del terapeuta y seguir despertándonos con el ánimo frágil, pero si entrenamos a diario, nuestros músculos se hacen invariablemente más fuertes.
Sin embargo, admitámoslo, las ventajas del ejercicio físico se pueden exagerar y, de hecho, se exageran. La gente le atribuye enormes poderes mágicos y afirma que nos hace felices, optimistas y centrados. No nos lo creamos. Si somos infelices, el ejercicio no nos hará felices. Podemos tener una sensación pasajera de expansión emocional al comienzo de un nuevo programa de ejercicios, dado que el riego sanguíneo mejora y transporta comparativamente más oxígeno a los tejidos y nos sentimos animados y contentos con nosotros mismos por nuestra fuerza de voluntad. No obstante, una vez que el cuerpo se acostumbra a un ritmo más activo y desaparece el entusiasmo del periodo de aprendizaje, volvemos a nuestro anterior punto de referencia bioquímico y psíquico, al problema, como dijo D. H. Lawrence, de ser uno mismo. Se dice que el ejercicio ayuda a curar la depresión, pero la mayoría de los estudios clínicos realizados no han descubierto ese efecto terapéutico.
También se dice que el ejercicio es lo más parecido que tenemos al elixir de la juventud y que si se pudiera concentrar en una pastilla, todos nosotros la tomaríamos. Esta afirmación es cierta para muchas partes del cuerpo, pero no así para el rostro, nuestro cronógrafo ante el mundo. El ejercicio no tiene efecto sobre el rostro, porque los músculos de la cara no están unidos al cráneo en tantos puntos como lo están los demás músculos al esqueleto. Los músculos faciales han sido liberados de los constreñimientos del hueso para que podamos hablar, gesticular, sonreír y fingir sorpresa o interés más fácilmente. Pero el otro lado de esta libertad de expresión es que no podemos estirarlos con el ejercicio físico; de hecho, no hay de dónde estirarlos. Es una pena. Por mucha disciplina y tenacidad que tengamos, los beneficios estéticos del ejercicio físico acaban en la mandíbula inferior.
Si no le pedimos a la fuerza física que resuelva todos nuestros problemas, podemos empezar a hacer un uso real de esta. Las mujeres necesitamos nuestros músculos al menos tanto como los hombres necesitan los suyos y deberíamos estar convencidas de que tenemos derecho a ellos. Sí, los hombres son más musculosos por naturaleza porque poseen niveles más altos de testosterona. Esta hormona es anabólica, crea músculo, de ahí que al poseer concentraciones mayores, los hombres desarrollen, comparativamente, más masa muscular. Aun así, la testosterona no es tan eficaz para aumentar la fuerza como sugiere su reputación, así que las mujeres no deberían lamentarse de su concentración relativamente baja ni pensar que eso significa que «supuestamente» no son fuertes. Ignorando la censura oficial, muchos atletas han estado inyectándose andrógenos sintéticos, convencidos de que los esteroides podían hacerlos más fuertes y musculosos. En 1996 los investigadores finalmente corroboraron mediante pruebas clínicas esta máxima de la sabiduría de vestuario, demostrando que una dosis extremadamente alta de testosterona sí aumentaba de tamaño los músculos y la fuerza en hombres jóvenes y sanos. No obstante, los resultados no fueron brillantes e incluso aquellos hombres que tenían la sangre prácticamente gelatinosa de tanta testosterona —con una concentración cinco veces superior a la normal— no acabaron siendo más fuertes después de diez semanas de ejercicio continuado que muchos otros hombres del grupo de control, que entrenaron concienzudamente sin fármacos.
Estos resultados no deberían sorprendernos. Después de todo, los niveles normales de testosterona en los hombres son diez veces superiores a los de las mujeres, pero no por ello los hombres son necesariamente diez veces más grandes y fuertes que nosotras. De hecho, la discrepancia de tamaño entre hombres y mujeres —el denominado dimorfismo sexual— es modesta en comparación con la que podemos observar entre los machos y las hembras de otras muchas especies. El hombre medio solo es un 10% más alto y un 20% más pesado que la mujer media, mientras que entre los orangutanes y los gorilas, los machos son al menos dos veces más grandes que las hembras. El dimorfismo sexual de una especie determinada se suele atribuir a la presión evolutiva para que los machos sean más grandes y puedan así competir mejor con otros machos por las hembras. Por regla general, cuanto mayor es el dimorfismo sexual de una especie, más polígama es esta, porque, según la teoría, cuantas más posibilidades tenga el macho de monopolizar a varias hembras, más dura será la competencia entre los machos y más fuerte la presión para estar listo para la pelea. Por el contrario, en el caso de las especies más monógamas, los machos y las hembras tienden a ser bastante similares tanto en tamaño como en equipamiento, pues ¿por qué habría de estar el macho equipado para la guerra si lo más probable es que encuentre una pareja, se establezca con ella y se dedique, más o menos, a sus propios asuntos? Así, para una serie de científicos, el débil dimorfismo de los seres humanos constituye una prueba de que somos unas criaturas a medias en todo: oportunistas sexualmente, semipromiscuas, semimonógamas, propensas a emparejarnos y a flirtear; fisión, fusión, enorme confusión. Todo esto puede ser cierto o no, pero el hecho de que los hombres no sean gorilas de ciento ochenta kilos no indica por sí solo una menor competitividad entre ellos. La verdad es que, desde que los seres humanos empezaron a fabricar armas, la fuerza bruta ha pasado a un segundo plano frente a la inventiva, y el pulso entre músculos dio seguramente paso al pulso entre capacidades de inventiva. Una buena lanza siempre vence al torso más fornido.
Para nuestra discusión, sería más oportuno considerar que hombres y mujeres pueden tener un tamaño más parecido que los machos y las hembras de otros grandes simios no porque los hombres se hayan liberado de la presión selectiva para aumentar su tamaño, sino porque las mujeres también han estado sometidas a una cierta presión para aumentar el suyo. Suponiendo que las mujeres hayan sido seleccionadas para ser más longevas, con una larga vida después de la menopausia, es útil tener una masa corporal respetable que persista durante varias décadas. Los animales más grandes generalmente viven más que los más pequeños. Pero, además de la duración de la vida, en la evolución del tamaño del cuerpo femenino influyen otros muchos factores, como el hábitat, el método de locomoción, la dieta y las exigencias del embarazo y la lactancia, y mientras que unos factores pueden favorecer una reducción del tamaño corporal, otros pueden favorecer justamente lo contrario. Sin embargo, es posible que, en el proceso negociador a tres bandas del cambio adaptativo, la fisiología femenina haya experimentado un pequeño impulso hacia la maximización del tamaño corporal dentro de las limitaciones del desarrollo impuestas por las demandas reproductivas. Después de todo, las mujeres son las segundas hembras primates más grandes del planeta, superadas solo por las hembras de gorila, que pesan unos ochenta kilos, en comparación con nuestra norma no obesa de sesenta a sesenta y cinco kilos. Las mujeres son más grandes que las hembras de orangután, que pesan menos de cuarenta y cinco kilos, y considerablemente más grandes que las hembras de chimpancé o de bonobo. En comparación, los hombres, con su peso estándar de setenta y cinco kilos, son mucho más pequeños que los gorilas machos y más pequeños también que los orangutanes machos, que pesan unos noventa kilos por término medio.
No digo esto simplemente para jugar con los números (¡aunque me estoy divirtiendo con ellos, pues me permiten a mí, una mujer relativamente pequeña, sentirme una hembra primate tan grande!). Lo que estoy haciendo es apoyar el argumento de que nuestra necesidad de masa muscular es superior a la de los hombres y que si la naturaleza nos ha dado un pequeño codazo en la dirección de hacernos grandes, debemos captar la indirecta y sacar el máximo partido de nuestra longeva vasija. Necesitamos músculo por razones prácticas, y lo necesitamos para el yo de la mente, el incierto yo, y en ambos casos lo necesitamos más que nunca. Puede que no tengamos grandes cantidades de testosterona y que el hecho de desarrollar musculatura y fuerza no nos sea tan fácil a nosotras como a los hombres, pero tenemos una extraordinaria capacidad para la fuerza, tanto más impresionante dados nuestros niveles de testosterona comparativamente bajos, tal como nos han demostrado todas las mujeres a lo largo de la historia. En la mayor parte del mundo desarrollado, las mujeres trabajan como mulas. Las mujeres !kung transportan cargas de cincuenta kilos sobre la cabeza o a la espalda a lo largo de kilómetros y kilómetros. Si todas las mujeres del mundo se pusieran en huelga, el mundo laboral se detendría, pero no se puede afirmar lo mismo con tanta rotundidad de las empresas de los hombres. A una amplia mayoría de mujeres, la idea de hacerse fuertes por obligación les resultaría absurda. Ya lo son por necesidad, a base de sudor y callos, y si combinaran su fortaleza con una mejor alimentación, agua potable y una buena atención médica, el resultado bien podría ser una raza de Jeanne Calments, la persona más longeva que ha vivido sobre la faz de la tierra.
En el mundo occidental, sin embargo, las mujeres hemos experimentado una especie de contrapunto, un enfrentamiento de líneas de la vida: la longevidad ha aumentado mientras que la necesidad de fuerza física ha disminuido. Vivimos más. Al fin y al cabo somos mujeres, y nuestro organismo es robusto. Al mismo tiempo, cada vez nos seduce menos el tejido muscular, que, por su parte, añora que le cortejen. Cuanto más tiempo vivimos, más lo necesitamos, pero nuestra forma de vida nos ofrece pocas oportunidades de obtenerlo de forma natural y por ello debemos conseguirlo a través de artificios, disciplina y homilías. Debemos darnos razones para ser fuertes, y cuantas más se nos ocurran, mejor. ¿Que no queremos estar cachas? ¿Que solo queremos estar en forma? No somos breves como un canto gregoriano, somos un siglo en espera. Recemos a Artemisa, la diosa de la caza, para que nos conceda sus cuádriceps de cazadora y sus redondeados brazos de arquera. Estaremos contentas de tenerlos cuando la gravedad, la implacable gravedad, comience a manosear nuestra mercancía y juguetear con nuestro corazón.
Para comprender hasta qué punto necesitan músculo las mujeres resulta de gran ayuda tener en cuenta a los miembros de una pareja inexistente pero útil: la Mujer de Referencia y el Hombre de Referencia. Esta pareja es un artificio médico y político, un Adán y una Eva pos-Hiroshima. En la década de 1950, los científicos, bajo los auspicios de la Comisión de la Energía Atómica, intentaron determinar el impacto potencial de la radiación nuclear en el cuerpo humano. Deseaban saber cuánta radiación alfa, beta y gamma podía tolerar el cuerpo y, como los diferentes tejidos reaccionan de forma distinta a la radiación, tuvieron que evaluar previamente de qué sustratos se componen el hombre y la mujer medios. En los perfiles que elaboraron, los Homínidos de Referencia tienen 25 años de edad. Esta es la edad en la que se supone que los distintos órganos del cuerpo alcanzan el máximo de su tamaño y su rendimiento y en la que el metabolismo presenta un funcionamiento perfectamente ajustado. El peso que tenemos a los 25 años es aquel con el que el cuerpo se siente más cómodo, el peso que el metabolismo lucha por alcanzar, acelerándose o ralentizándose según si ganamos o perdemos algunos kilos; esta la razón por la que las dietas —¡horror!— tienen que mantenerse durante tanto tiempo. Al cuerpo no le gustan los cambios, le gusta el statu quo.
Pero nuestras Personas de Referencia no hacen dieta. Nuestra Mujer de Referencia pesa sesenta kilos y nuestro Hombre de Referencia, setenta. El 27% de la masa corporal de ella corresponde a masa grasa y el 73% a masa magra. Él, por su parte, tiene un 16% de masa grasa y un 84% de masa magra. Cuando hablamos de masa magra nos vienen a la cabeza los músculos, pero el término en realidad incluye todo lo que no es masa grasa: músculos, huesos, órganos y agua. En la Mujer Atómica, alrededor de la mitad de su masa magra —el 34% de su peso— se supone que es tejido muscular, lo que significa que tiene casi tanta grasa como músculo. La grasa no es mala en sí misma. El tejido adiposo constituye una excelente reserva de energía para las hambrunas que nosotros, los humanos, se supone que tenemos que soportar cada cierto tiempo. Un gramo de grasa contiene más del doble de calorías que un gramo de tejido muscular. Por término medio, una persona tiene la suficiente grasa corporal como para sobrevivir cuarenta días sin comer. El hecho de que Jesucristo ayunara durante cuarenta días en el desierto sugiere que los autores bíblicos, como buenos ascetas que eran, tenían una idea clara de cuáles eran los límites fisiológicos del cuerpo.
La grasa, sin embargo, no puede hacer demasiado por nosotros en la rutina del día a día. No es un tejido demasiado ambicioso y para lo único que sirve es para hacer de lastre. Es el tejido muscular el que se confabula con el hígado para generar y metabolizar las proteínas que mantienen al organismo vivo y en funcionamiento, que reparan los daños constantes provocados por el propio hecho de vivir y respirar oxígeno, el radical, voluble e ineludible oxígeno. Si una mujer pierde la mitad o más de su grasa corporal puede que deje de menstruar, pero sigue viva. Si pierde más del 40% de su masa corporal magra, como ocurrió en los campos de concentración nazis, indefectiblemente muere.
Es difícil exagerar la utilidad del músculo. Tenemos más de seiscientos músculos en nuestro cuerpo, algunos de ellos bajo control voluntario —los músculos del esqueleto— y otros, lisos, que se mueven involuntariamente —los músculos del sistema autónomo—. Los músculos nos permiten movernos, por supuesto. Se interponen entre nosotros y el derroche o la apatía. Pero el tejido muscular también nos ayuda cuando estamos inmovilizados por la enfermedad. En ese caso, el cuerpo pierde su capacidad de utilizar las reservas calóricas de grasa. Cuando se ayuna, intencionadamente o no, pero se está sano, los niveles de insulina descienden y el cuerpo empieza a tirar de sus reservas de grasa para obtener energía. No obstante, cuando estamos enfermos, ya sea a causa de una infección aguda o de una dolencia crónica, nuestros niveles de insulina aumentan, y como también lo hacen cuando comemos, nuestro cuerpo se confunde. Se cree que ya está alimentado, de modo que no acude a sus reservas de grasa para obtener calorías. Pero nuestro cuerpo sigue necesitando energía y, si estamos demasiado enfermos para comer, comienza a descomponer el músculo para obtener combustible. Este, sin embargo, tiene menos calorías que ofrecer: por término medio, una mujer almacena solo unas veinte mil calorías en su tejido muscular, comparadas con las cerca de ciento ochenta mil calorías que se guardan en el tejido graso. Una persona gravemente enferma que no puede comer muere en un plazo de diez días, no en cuarenta. (La caquexia, o pérdida de masa magra que sufren los enfermos de cáncer o sida, se produce de una forma más gradual, pero también está ocasionada por la incapacidad del organismo para quemar grasas y su tendencia a canibalizar el músculo como procedimiento de emergencia.) Así pues, cuanto más músculo tengamos, mayores son las posibilidades de que sobrevivamos a una enfermedad. De hecho, los jóvenes sobreviven más fácilmente a una enfermedad aguda que los ancianos en parte porque disponen de un mayor depósito muscular.
Las mujeres tenemos menos músculo que los hombres y además nuestros huesos son más ligeros. Un hombre y una mujer de la misma altura difieren en cuanto a su masa ósea, siendo la del hombre alrededor de un 10% más densa que la de la mujer. Si el músculo se opone a la inercia, son los huesos los que impiden que volvamos al pantano, el arcaico estado invertebrado del que, afortunadamente, los tetrápodos salimos gateando. Las mujeres, a medida que envejecen, pierden masa ósea más rápidamente que los hombres, algo que todas sabemos, por descontado, en esta era de la menopausia consciente. Los músculos acolchan el hueso como un parachoques de caucho protege el guardabarros, y cuanto más revestido de músculo esté el esqueleto, más protegidos estarán los huesos, incluso cuando se vuelvan más quebradizos y porosos.
El cuerpo necesita músculo, especialmente cuando envejece. Y sin embargo, la perversa realidad es que, en ausencia de un esfuerzo coordinado para mantenerse fuerte, el cuerpo va perdiendo músculo y ganando grasa a medida que envejece. Una mujer puede mantenerse en el mismo peso a lo largo de toda su vida adulta, pero, si es sedentaria, los componentes de ese peso cambiarán. La Mujer de Referencia que a los 25 años pesaba sesenta kilos de los cuales el 27% correspondían a grasa, a los 55, sin haber ganado ni un kilo, tendrá más del 40% de grasa. Todavía conservará sus seiscientos y pico músculos, pero muchos de ellos se habrán encogido y estarán veteados de manteca y recubiertos por un anillo todavía más grueso de grasa. Y como tendrá menos volumen muscular que cuando era joven, estará más débil, por supuesto; será incapaz de levantar su propio equipaje y se verá obligada a comprar una de esas odiosas e inexplicablemente populares maletas con ruedas y asas retráctiles. Se quedará rápidamente sin aliento al subir unas escaleras, puesto que el músculo facilita el transporte de oxígeno a través del organismo y alivia la tensión sobre el corazón. Los hombres también cambian músculo por grasa a medida que envejecen, pero como parten con más músculo, la transformación es menos extrema.
Las mujeres necesitan músculo, tanto como puedan conseguir. Lo necesitan para proteger sus frágiles huesos y para capear las enfermedades. Si tienen, por naturaleza, menos músculo que los hombres, deben trabajar mucho más duramente para compensar esa diferencia. Las jóvenes deben hacer ejercicio y fortalecerse. Cuanto más ejercicio haga una mujer antes de los 25 años de edad, mientras su esqueleto está todavía en formación, más robustos serán sus huesos cuando esté totalmente desarrollado y más lento será el descenso hacia la laguna madre cuando envejezca. Las actividades enérgicas y de carga, como correr, hacer gimnasia y levantar pesas, pueden aumentar la masa ósea de una joven. Aunque algunas autoridades han expresado preocupación por el hecho de que la práctica excesiva de ejercicio físico en las jóvenes pueda interrumpir el ciclo menstrual y, por tanto, bloquear la producción de estrógenos y aumentar el riesgo de osteoporosis, numerosos estudios han demostrado que, de hecho, las chicas que hacen deporte tienen los huesos más densos que las que no lo hacen. A las jóvenes que tienen una buena base muscular les resultará más fácil sacarla de la naftalina cuando sea necesario. Pueden pasar años de letargo físico, pero cuando finalmente se despierten y se den un beso de princesa, recuperarán su fuerza y su músculo sorprendentemente rápido.
El músculo es generoso. No guarda rencor. Incluso una mujer mayor que no haya aprendido nunca a hacer la rueda o que no se haya preocupado de apuntarse a un gimnasio durante los primeros años de la madurez puede convertirse en una poderosa virago en plena edad de la oxidación. Sus músculos estarán ahí esperándola. Miriam Nelson, fisióloga de la Tufts University, ha trabajado con mujeres de 70, 80 y 90 años que no podían salir de casa o levantarse de la silla por sí solas, mujeres en residencias de ancianos, y las ha entrenado a razón de dos veces por semana con mancuernas de la misma manera que se entrena en los gimnasios, no tímidamente, temiendo por su fragilidad o porque ¡oh cielos, podrían «ponerse cachas»!, sino con intensidad, dándoles el máximo peso que podían levantar. Tras solo cuatro meses de entrenamiento, esas mujeres sedentarias y a menudo artríticas, encorvadas y con huesos de colibrí, se volvieron asombrosamente fuertes, como si las hubiera sanado un predicador de feria, y arrojaron lejos bastones y caminadores, volvieron a ser capaces de agacharse y arrodillarse para cuidar del jardín, montar en canoa o quitar nieve. Las mujeres no se hicieron ostensiblemente más corpulentas. Ganaron alrededor de un 10% de masa muscular, una suma respetable aunque no detectable a primera vista. Y, lo que es muchísimo más importante, duplicaron o triplicaron su fuerza física. Se volvieron más fuertes de lo que habían sido en la madurez. Sus músculos no habían sido castigados por el tiempo. No habían aprendido la lección. No habían aprendido a someterse. Por el contrario, recompensaron el esfuerzo con su robusto espíritu protestante y se volvieron productivos de nuevo. La coordinación entre músculos y nervios mejoró. Los músculos se infiltraron de terminaciones nerviosas y capilares que les aportaban sangre y oxígeno. Eran como pequeños corazones delatores, todavía latiendo bajo las tablas de madera, todavía vivos.
La necesidad femenina de músculo tiene carácter práctico. La mujer es una especie longeva, una de las más longevas del planeta. El tiempo intenta robarle músculo y hueso, pero, en este caso, el tiempo no es invencible. El músculo se puede recuperar y restablecer, y cuando el músculo se hincha, el hueso se alegra. Es muy difícil incrementar la densidad ósea después de los 30 años, pero mediante el desarrollo muscular podemos conservar la masa ósea de la que partimos, ya que los músculos tiran del hueso y esa acción mecánica estimula su renovación e impide que se paralice y se disuelva de forma gradual. Músculo y hueso, nuestro armazón de cuadrúpedos salvajes sobre el cual puede establecerse una larga y fructífera vida. Incluso en una constitución robusta puede acomodarse un poquito de grasa. Los peligros de la grasa corporal se han exagerado. La grasa, en sí misma, no es mala. El problema de la mayoría de las personas con sobrepeso es que el exceso de grasa hace sus movimientos más torpes e incómodos, de modo que tienden a no hacer ejercicio, y los músculos deben moverse para mantenerse en funcionamiento. Pero, si una mujer rechoncha se mantiene activa, puede resultar sorprendentemente fuerte. Las personas con sobrepeso no solo tienen más grasa que las delgadas, sino que suelen tener más músculo en comparación. Cuando ganamos peso como consecuencia de comer demasiado, las tres cuartas partes de lo que ganamos corresponden a grasa, pero la cuarta parte restante es músculo. Se ha intimidado de tal modo a las personas gruesas y estas se autocompadecen tanto que no se dan cuenta del inmenso potencial que tienen. Si ejercitaran de forma regular su sumergida musculatura, serían capaces de darles sopas con honda a los fideos que les llaman cerdos.
Como madre no-joven de una hija muy pequeña, siento una nueva obligación de mantenerme fuerte; mantenerme fuerte para mantenerme viva y activa para obligarla a acampar y a hacer excursiones con sus padres mayores, para mantenerme sana e independiente y así retrasar el momento en el que tenga que preocuparse por buscar una residencia de ancianos. En otras palabras, me tomo la fortaleza física de modo pragmático. Cuando visité a Miriam Nelson, me dejó muy claro que las mujeres como nosotras —relativamente bajas y delgadas— nunca deben dejar de fortalecerse. La naturaleza no nos ha bendecido. No tenemos la suficiente masa, la suficiente materia animal, para dormirnos en los laureles. Pero ahora sí que soy práctica. En el pasado me preocupaba menos de los engranajes del músculo y más de su significado, de su propósito. Sin embargo, no he abandonado mi melancólica filosofía barata sobre el músculo. Las mujeres necesitamos todas las razones que podamos reunir para desarrollar esa fuerza que a los hombres les es comparativamente más fácil de obtener. He aquí otra: la fuerza física es explícita. Es bruta, clara y posible. Una mujer no tiene que hacerse tan fuerte como piensa para convertirse en una Furia aficionada. No se tarda mucho en obtener una figura imponente, una figura que hay que tener en cuenta. Si una mujer puede hacer una serie de quince a veinticinco flexiones, si puede levantar una mancuerna que sea lo suficientemente pesada como para estar en el rack y no tirada por el suelo como un juguete, la gente dirá: ¡qué fuerte eres!, la admirará y la considerará valiente. Y hacerse fuerte sin más es más fácil que ser buena en un deporte. Es una opción democrática, abierta a las patosas y a las rezagadas, y las mujeres deberían aprovechar la oportunidad de hacerse fuertes de una forma sencilla y barata, porque la posibilidad existe y, seamos honestas, no tenemos muchas. Ser fuertes no nos hará felices o realizadas, pero, ya puestos, mejor ser fuertes e infelices que débiles e infelices.
La fuerza física femenina es, incluso ahora, sediciosa. Puede incomodar a los hombres, que pueden sentirse ofendidos ante una mujer que es demasiado fuerte, tal vez más fuerte que ellos. En parte entiendo esa reacción: yo misma me siento enfadada y celosa cuando veo a una mujer que puede levantar más peso que yo. ¡Cómo se atreve! Busco fallos, pruebas de que no está en buena forma, de que está haciendo trampa. Pero, cuando se desvanece el enfado inicial y constato que es buena en lo que está haciendo, mi envidia se convierte en gratitud y me siento animada por su fuerza. Pertenece a la hermandad, las Subversiones Vestales. Los hombres parecen sentir la necesidad de los absolutos, de una indómita línea divisoria entre la fuerza física masculina y la femenina. La fuerza física apenas cuenta en nuestra cultura y muchos hombres son perezosos y no les importa si otros hombres son más fuertes que ellos. Aun así, deben existir verdades eternas, y una de ellas es que en el terreno de la capacidad física, la categoría masculina siempre prevalecerá sobre la femenina. ¿Cómo explicar, si no, la reacción que suscitó la siguiente historia?
En 1992, Brian Whipp y Susan Ward, de la Universidad de California en Los Ángeles, presentaron sus análisis sobre las tendencias en atletismo de competición durante los últimos setenta años. Según ellos, las atletas estaban mejorando sus marcas en cuanto a saltos y carreras de un modo tan extraordinario que, si la tendencia seguía así, en menos de cincuenta años alcanzarían y posiblemente sobrepasarían a sus colegas masculinos. Asimismo, los investigadores señalaron que, mientras que las marcas de los atletas masculinos habían mejorado constantemente desde la década de 1920 sin mostrar señal alguna de que fueran a perder ímpetu, el rendimiento de las atletas se había acelerado a un ritmo dos o tres veces superior al de los hombres, también sin señal alguna de estancamiento. Si proyectamos esas dos tendencias divergentes hacia el futuro, la verdad eterna de la supremacía masculina comienza a tambalearse.
«Antes de examinar los datos, habría afirmado que la posibilidad de que las mujeres alcanzaran a los hombres podría situarse en algún punto entre lo imposible y lo extraordinariamente improbable —me dijo Whipp—. Pero entonces vi los datos. Soy científico, y eso es lo que suelo hacer. Y vi que si las progresiones actuales se mantienen, la consecuencia es que, en algún momento del siglo XXI, hombres y mujeres podrían llegar a correr a velocidades equivalentes». Su voz adquirió un cierto tono de justificación y añadió: «No soy yo quien lo afirma, son los datos».
Tomemos a modo de ejemplo la carrera de la milla (1609,33 metros). En 1954, cuando Roger Bannister rompió la legendaria barrera de los cuatro minutos, Diane Leather se convirtió en la primera mujer que hizo otro tanto con la de los cinco minutos. Si hubieran competido en la misma carrera, ella habría quedado trescientos veinte metros por detrás de Bannister. En 1993, cuando Whipp y Ward escribieron su artículo, la campeona mundial femenina de la carrera de la milla habría quedado solo ciento ochenta metros por detrás del campeón masculino, y esa distancia se ha acortado desde entonces a ciento setenta y ocho metros. ¡Los datos no callan!
Y sin embargo, cuando escribí esta historia, no hubo nada tan rápido como el estallido de agravio e indignación procedente de diversas instancias: fisiólogos, atletas e incluso los editores que leyeron el manuscrito, todos ellos hombres, por supuesto. Pregunté a Fred Lebow, a la sazón sumo sacerdote de los maratones y presidente del New York Road Runners Club, qué opinaba de los resultados. «¡Nunca! —respondió—. ¡Puede que esto quede bien sobre el papel, pero las mujeres nunca correrán tan rápido como los hombres! ¡Nunca, nunca!». Pobre Lebow. Murió de un tumor cerebral y todavía resuena en mis oídos su iteración mágica: nunca, nunca… Peter Snell, un especialista en medicina deportiva que en la década de 1960 ganó tres medallas de oro olímpicas en atletismo, apartó el informe como si se tratara de caspa sobre el cuello de la chaqueta. «No sé para qué se molestaron en hacer esto —dijo—. Es una verdadera pérdida de tiempo. No merece la pena discutirlo. La mera idea de sugerir que las mujeres se aproximarán a los hombres es absurda, es ridícula». ¡El doctor Seussious y el Absurdo!
Un editor que estaba echando un vistazo a mi historia dijo:
—Pongamos el escepticismo un poco más arriba.
—Ya he introducido el escepticismo en el segundo párrafo —le respondí—. Justo después de la entrada introduzco las críticas.
—Sí, pero más adelante hay otros argumentos escépticos que también habría que poner más arriba —continuó.
—¿Por qué? —dije—. ¿Por qué debería restar credibilidad a la historia desde el principio?
—Porque es pura fantasía —remató el editor—. Nunca va a ocurrir.
—Eso lo dirá usted, no los datos —rematé por mi parte.
Hay que reconocer que los comentarios desdeñosos de Snell tenían cierta justificación. Las corredoras de élite están todavía muy por detrás de los hombres en todas las pruebas. La mejor marca femenina de maratón está quince minutos por detrás del récord mundial, una distancia inmensa, como un Cañón del Colorado, a este nivel. Hay muchos factores fisiológicos que proporcionan ventaja a los atletas masculinos, aparte de sus músculos más grandes. Las atletas, por enjutas que sean en comparación con el resto de los mortales, siguen teniendo más grasa corporal que los atletas de élite, y esa grasa es peso muerto. Los hombres tienen una proporción más alta de glóbulos rojos en el plasma sanguíneo, de modo que sus músculos están proporcionalmente más oxigenados. Sus niveles superiores de testosterona también contribuyen a la reparación muscular, lo que significa que pueden entrenarse más intensamente. Y así sucesivamente, de una página de Anatomía de Gray[32] a la siguiente. Y el solo hecho de que el rendimiento de las atletas haya mejorado de una forma espectacular, una verdadera progresión lineal hacia la ionosfera, no significa que vaya a seguir siendo lineal durante mucho tiempo. Después de todo, si esa línea continuara subiendo indefinidamente, llegaríamos al punto en que las atletas correrían a una velocidad superior a la de la luz, una hazaña que está incluso fuera de las posibilidades de los muslos mágicos de la campeona olímpica estadounidense Jackie Joyner-Kersee. Evidentemente, el rendimiento de las atletas no puede crecer indefinidamente, alguna vez tendrá que estabilizarse, y la división entre competiciones femeninas y masculinas en las Olimpiadas tampoco va a desaparecer en un futuro próximo, si es que alguna vez lo hace. Por tanto, ¿a qué viene la indignación, el ultraje, la estruendosa carcajada ante la idea de que eso pudiera ocurrir? ¿De qué tienen miedo?
No importa. No es necesario entenderlo. Limitémonos a sacar provecho de ello. La fuerza física es una forma tosca de fuerza que, aunque no resuelva muchas de las penurias de la vida, siempre es una propiedad de la que se puede alardear. La mayoría de las mujeres son mucho más fuertes de lo que piensan y podrían serlo mucho más todavía con un mínimo de esfuerzo. No estoy hablando del culto al cuerpo que glorifica los abdominales de tableta de chocolate y los cuádriceps estriados que actualmente predominan en lugares como Los Ángeles, Nueva York y Miami Beach, una tiranía estética no menos importante que la de la delgadez o la del rostro. Estoy hablando de ser fuerte y terrenal, de fuerza bruta, de la fuerza que se encoge de hombros y no acepta sandeces. En casi todos los gimnasios a los que he ido, he observado que las mujeres utilizan las máquinas de entrenamiento con juegos de pesas demasiado bajos para su fuerza, especialmente cuando están ejercitando la parte superior del cuerpo, justo donde creen que están más débiles. Se limitan a llegar a los diez o catorce kilos y hacen múltiples repeticiones con facilidad. Yo veo que podrían manejar perfectamente el doble de peso, pero no lo hacen y nadie les sugiere que lo hagan. Me gustaría ir y pedirles que utilizaran más peso, y decirles: «Oye, estás perdiendo el tiempo, esta es tu oportunidad, una oportunidad fácil y barata de adueñarte de una parte de tu vida y de pavonearte, de convertirte en una heroína de cómic, así que, por favor, coge más peso, ¡ale-hop!, hazlo por ti, por tu hija, por tu madre, por la Hermandad Internacional de Doncellas de Hierro». Pero no digo nada. No es asunto mío. No soy una entrenadora personal, y si alguien viniera a darme consejo sin pedírselo, podría caer en la tentación de comprobar la supuesta deficiencia de mi esfuerzo dejando caer lo que estoy levantando sobre el dedo gordo del pie de Gunhilde. Entonces, ella gritaría como una arpía, empezaría a pegar saltos y exclamaría: «¿Qué demonios estás haciendo? ¡No era más que un cumplido!». Y la próxima vez que la viera en un gimnasio, con el pie escayolado, la invitaría a entrenarnos juntas para ver si lo hacemos mejor de lo que creemos.
Los hombres crecen convencidos de que siempre son más fuertes que alguien. Incluso los que, de pequeños, pertenecían al pelotón de los torpes y que, de mayores, tienen aspecto de plástico de embalar equipos de música, están convencidos de que son más fuertes que las mujeres. Se les enseña que nunca deben pegar a una mujer, nunca jamás, lo cual es razonable, porque la violencia física es casi siempre una mala opción. Pero si el supuesto corolario de esta doctrina es que las mujeres son profunda e inmutablemente vulnerables a la violencia masculina y que deben confiar su integridad física a la cortesía masculina y a la vigilancia del sistema legal, entonces es que esta doctrina no es totalmente beneficiosa y que puede llegar a ser, incluso, contraproducente. Si los hombres creen que, invariablemente, son más fuertes que las mujeres y que, al menos en este caso, llevan ventaja por derecho, por testosterona, por masa ósea y por hemoglobina, y si el dimorfismo sexual de nuestra especie es sobrevalorado y la fuerza física femenina es subestimada, entonces un hombre, un hombre enojado, idiota y pobre de espíritu, pensará que el coste de agredir a una mujer es deprimentemente bajo, y una mujer pensará que la mera idea de protegerse a sí misma es absurda y ridícula, porque nunca, jamás, lo conseguirá. Y, con toda seguridad, la profecía se cumplirá, y el hombre golpeará a la mujer sin correr ningún riesgo, porque todos sabemos que una mujer no puede hacer frente a un hombre y todos sabemos, también, que una mujer debe estar en forma, no cachas. Que quede claro que de ningún modo estoy culpabilizando a las mujeres maltratadas de dejarse agredir, pero sí estoy cuestionando la mentalidad que hipertrofia el dimorfismo del tamaño y la fuerza entre hombres y mujeres y que los hace engreídos a ellos, incluso a los intelectuales desaliñados y sedentarios, y temerosas a ellas, incluso a las mujeres altas y fuertes. Pensemos de modo subversivo, simiesco. Entre los monos patas, los monos vervet, los capuchinos pardos, los macacos de cola corta y otras especies, las hembras suelen vencer en las peleas individuales con los machos, aunque estos últimos son proporcionalmente más grandes que las hembras, como ocurre también en la especie humana. ¿Acaso nos sorprende? Un tornado simiesco puede alzarnos en el aire y llevarnos a Oz, en un trayecto de ida y vuelta. Si una hembra macaco decide lanzarse sobre nosotros, su pequeño tamaño, su peso de poco más de siete kilos, resultará más poderoso que cualquier temporal que hayamos capeado jamás.
Las mujeres no necesitamos ser tan fuertes como los hombres para ser lo bastante fuertes, para pisar decididamente como ménades. Fue justamente un hombre quien me dio a entender eso, en la época de la universidad. Era alto, de hombros anchos, un nadador de competición que se había clasificado para participar en las Olimpiadas. Se trataba del hombre más fornido y más atlético con el que había salido nunca, y me sentía abrumada por su envergadura.
—Podrías partirme en dos como una ramita —le dije.
—No, no podría. Eres fuerte y tienes mucho músculo aquí —dijo poniéndome la mano en los abdominales—. Sería muy difícil partirte en dos.
Parte de mí deseaba rendirse a su poder, reconocer su autoridad y sentirse protegida en su regazo. Pero él conocía su fuerza y había calculado la mía, y había tenido la fuerza suficiente para decirme que me estaba subestimando. Los hombres que responden con un estallido de ira ante la idea de la paridad femenina en el atletismo demuestran que existe una débil, aunque arraigada, semilla de duda sobre la primogenitura masculina. El hecho de cuestionar el absolutismo de la asimetría sexual mediante pequeños actos de presunción —una flexión por aquí, un abdominal por allá, hasta sacar bíceps si se puede— no solo no hace ningún daño, sino que puede llegar a ser muy beneficioso. ¡Bruja!
Por descontado, el hecho de ser fuerte y rápida no protege a una mujer frente a la agresión sexual. Desde el antifeminismo se sostiene justamente lo contrario, que las mujeres que se engañan a sí mismas haciéndose ilusiones de fuerza y autosuficiencia son precisamente las que se meten en berenjenales yendo a sitios donde no deberían ir y acaban pagando por ello. En 1989, cuando una mujer que hacía jogging por Central Park casi fue asesinada por una banda de gamberros, muchos la culparon a ella, una atleta consumada, por ser tan imprudente como para correr por el parque de noche. Pero las mujeres son atacadas en pleno día, en sus propias casas y cuando caminan del trabajo al coche. Evidentemente, no hay garantías. Merece la pena señalar que, aunque la corredora de Central Park fue gravemente herida, no murió. Se negó a morir. Su recuperación sorprendió a los propios médicos. Tal vez su fortaleza física la mantuvo viva, la pura fuerza de su cuerpo y la obstinación de su mente.
Los hombres dan la fuerza por supuesta, mientras que las mujeres tienen que luchar por ella. Tienen que emplear estratagemas para descubrir su fuerza o, más bien, sus fuerzas. La fuerza física no es más que un alelo de fuerza. Hay otras muchas: la de la convicción, la de la determinación, la de sentirse a gusto con el plasma que nos ha tocado. No sé si la fuerza física puede incrementar esas otras fuerzas intangibles, si un cuerpo más musculoso puede proporcionar ovarios de corazón. Es un buen truco, sin embargo, un buen punto de partida, o de retorno, cuando falla todo lo demás. El cuerpo siempre estará ahí para poner su granito de arena, para intentarlo de nuevo, para empujarnos hacia delante, maleta en mano, sin ruedas. Los adornos de la fuerza física son tan persuasivos que casi podemos oír las risitas ahogadas de las hienas manchadas en la oscuridad.