CAPÍTULO

7


Argumentos circulares

El significado de los senos

A Nancy Burley, profesora de teoría de la evolución y ecología en la Universidad de California en Irvine, le gusta jugar a recrear Halloween con los pájaros. Disfraza a los ejemplares de pinzón cebra macho poniéndoles accesorios. Un pinzón normal —es decir, antes de pasar por sus manos— es un animal hermoso, con el pico de color rojo, las mejillas anaranjadas, el pecho con franjas como las cebras, la parte inferior de las alas moteada de naranja y los ojos rodeados de vetas verticales blancas y negras, como los ojos de un mimo. Una de las cosas que diferencia a los pinzones de otras especies de pájaros es que los primeros no tienen cresta, de modo que Burley se dispone a ponerle una a un ejemplar de pinzón macho. Le pega un gran penacho blanco de plumas a la cabeza, convirtiéndolo en el Gran Jefe Pájaro-Con-Penacho, o bien una especie de sombrero con plumas rojas de Gran Jefe Pájaro-Con-Sombrero. Las patas suelen tener un color beige grisáceo, de modo que les coloca brazaletes brillantes de color rojo, amarillo, lavanda o azul pálido. Y, al alterar su apariencia visual, su esencia de pinzones, Burley altera también sus vidas. Como ha demostrado en una serie de curiosos e interesantes experimentos, las hembras de pinzón cebra tienen opiniones claras sobre los diversos disfraces. Les gustan las crestas de plumas blancas y piden a gritos aparearse con un macho así engalanado. Los pinzones cebra habitualmente se aparean y forman parejas estables que comparten el cuidado del nido, pero si una hembra se aparea con un macho con cresta blanca, acepta encantada trabajar más de la cuenta en el cuidado de los polluelos y le permite holgazanear, aunque en realidad el macho se dedica a flirtear. Digamos que, como les pasa a muchas mujeres, se han dejado llevar por las apariencias y se han enamorado del hombre equivocado.

Sin embargo, si se coloca una cresta roja a un macho, las hembras giran los picos hacia otro lado. Paso de él, es todo para ti, hermana. Y si un macho con cresta roja consigue una compañera, acaba tan ocupado cuidando de las crías que no le queda tiempo para aventuras extramatrimoniales, para las que, de todos modos, tampoco es requerido.

En cambio, en el caso de los brazaletes para las patas ocurre lo contrario. Si le ponemos a un macho anillas blancas apenas llama la atención, mientras que si las anillas son rojas se convierte en un objeto de deseo en su especie.

Los pinzones cebra no tienen ninguna razón para sentirse atraídos por los gorros de cocinero blancos y los calcetines rojos. No podemos observar los resultados de los experimentos con disfraces de Burley y limitarnos a decir sin más: sí, claro, las hembras interpretan la cresta blanca como un indicador de que el macho será un buen padre, o que sus genes son robustos y, por tanto, es un buen partido. Difícilmente se puede decir de un pinzón macho con cresta blanca que posee mejores genes cuando se supone que esta cresta es de pega. En lugar de ello, los inesperados resultados obtenidos representan una demostración experimental de la denominada teoría de la explotación sensorial en la elección de pareja. Según dicha teoría, el penacho blanco aprovecha un proceso neurofisiológico que tiene lugar en el cerebro del pinzón cebra y que tiene otro objetivo, desconocido también, pero que se adopta y estimula fácilmente. El penacho estimula una trayectoria neuronal existente que atrae a la hembra, de manera que esta no sabe por qué, pero sí sabe lo que le gusta. Podemos comprender este impulso, la atracción por un objeto que consideramos hermoso. «Los seres humanos poseemos un exquisito sentido estético que se justifica a sí mismo —afirma Burley—. Nuestra capacidad para apreciar la pintura impresionista no puede considerarse funcional. En mi opinión, es exactamente lo mismo que ocurre con los pinzones cebra. Las preferencias son estéticas, no funcionales. No están correlacionadas con nada práctico».

No obstante, las pruebas indican que si algún día naciera un macho con una mutación que le proporcionara un toque de techo de paja blanco, dicha mutación se extendería rápidamente al reino de los pinzones y probablemente se acentuaría con el tiempo, hasta que los pájaros tuvieran de forma natural el tocado que Burley les prestó en su estratagema. No cabe duda de que los investigadores de ese hipotético futuro otorgarían al gorro blanco un significado como indicador de la valía del pinzón cebra y especularían sobre la epistemología de dicho rasgo.

En mi opinión, los senos de la mujer son como las crestas blancas de Burley. Son hermosos, llamativos, irresistibles. Pero son también arbitrarios y su significado es mucho menor de lo que pensamos. Es un punto de vista a contracorriente. Los teóricos evolucionistas han propuesto muchas explicaciones para la existencia de los senos, dándoles normalmente un valor simbólico o funcional, como una señal dirigida a los hombres de la información que necesitan conocer sobre una potencial compañera. ¿Cómo no adjudicarles a los senos su valor evolutivo cuando están delante de nuestros ojos, suplicando que hablemos de ellos? «Pocos temas han sido objeto de mayor especulación basada en tan pocos datos como el origen evolutivo y la función fisiológica de los senos femeninos», ha escrito la bióloga Caroline Pond. Las historias sobre los senos parecen reales y persuasivas, incluso puede que tengan una pizca de validez, porque atribuimos significado allí donde nos conviene y como nos conviene; no en vano, es uno de los gajes del oficio de ser humano. Como decía la actriz Helen Mirren en la película Un hombre de suerte: «Todas las religiones son igualmente verdaderas».

Sin embargo, yo sostengo que los senos están aquí básicamente por accidente. Son explotadores sensoriales. Dicen poco o nada sobre la salud, la calidad o la fecundidad intrínsecas de una mujer. Son complementos. Si buscamos la forma de mostrarlos y realzarlos para que se muestren erguidos hasta parecer absurdas e innaturales cabezas de misil más propias de una muñeca Barbie, estamos haciendo lo que siempre han hecho los senos: apelar a un irracional sentido estético que carece de función, pero que necesita ser satisfecho. Los senos ideales son, y siempre lo han sido, estilizados. Proporcionan a la mujer ilusión y la oportunidad de vestirse de forma imaginativa. Pueden ser realzados o disimulados, como prefiera su dueña, y su propia esencia así lo sugiere: son blandos y flexibles, como arcilla para modelar. En realidad, son cosas divertidas y deberíamos aprender a reírnos de ellos, lo que tal vez resulte más fácil si primero nos los tomamos en serio.

Lo que resulta más evidente sobre el pecho humano es que no se parece al de ningún otro de los miembros del orden de los primates. Las mamas de una hembra de simio solo se hinchan cuando amamanta, y el cambio producido es tan pequeño que apenas se percibe por debajo del pelaje; una vez la madre ha destetado a las crías, las mamas se vuelven planas de nuevo. Solo en los seres humanos se hinchan durante la pubertad, antes de que tenga lugar o incluso pueda producirse el primer embarazo, y solo en el caso de las hembras de seres humanos siguen hinchadas durante toda su vida. De hecho, la hinchazón de las mamas en mujeres embarazadas y lactantes ocurre de forma independiente al desarrollo de las mamas durante la pubertad y de una manera más uniforme: en términos absolutos, los pechos pequeños crecen durante el embarazo lo mismo que los grandes, de modo que el aumento temporal de tamaño se nota comparativamente más en una mujer con pecho pequeño que en una con pecho grande. En todas las mujeres, este aumento de tamaño durante la maternidad es consecuencia de la proliferación y distensión de las células de los conductos y los lobulillos (el equipo para la producción láctea), el mayor flujo de sangre, la retención de agua y la propia leche. Las mujeres con pechos pequeños poseen la misma cantidad de tejido lactogénico que las de pechos grandes —aproximadamente el equivalente a una cucharadita de café por cada mama no lactante— y cuando amamantan pueden producir la misma leche. Dada la naturaleza funcional de la lactancia, la presión selectiva la fuerza a seguir unas reglas de conducta bastante universales.

El desarrollo de los senos estéticos es harina de otro costal. En este caso es el crecimiento de los tejidos grasos y conectivos del pecho lo que le proporciona su volumen. Como tejidos con pocas responsabilidades celulares o restricciones funcionales, la grasa y su red fibrosa pueden seguir los designios de la moda y las consecuencias de la explotación sensorial. Pueden aumentarse, exagerarse y acentuarse sin que ello represente un gran coste para sus dueñas, al menos hasta cierto punto. En la novela de Philip Roth titulada El teatro de Sabbath se desarrolla el siguiente diálogo entre el epónimo diletante de la alcantarilla, Mickey Sabbath, y una paciente con poco pecho del hospital psiquiátrico.

—Tetas, entiendo de tetas. He estudiado las tetas desde que tenía trece años. No creo que haya otro órgano o parte del cuerpo que muestre tal variedad de tamaño como las tetas de las mujeres.

—Ya lo sé —contestó Madeline, que claramente se estaba divirtiendo y de pronto se echó a reír—. Y ¿por qué es así? ¿Por qué permitió Dios tal variedad de tamaños? ¿No es increíble? Hay mujeres con pechos diez veces más grandes que los míos. O más. ¿A que sí?

—Es cierto.

—Hay personas con nariz grande —repuso ella—. Yo la tengo pequeña. Pero ¿hay alguien con la nariz diez veces más grande que la mía? Cuatro o cinco veces, como mucho. No sé por qué Dios les hizo eso a las mujeres…

»Pero no creo que el tamaño tenga que ver con la producción de leche —añadió Madeline—. No, eso no resuelve el problema de para qué sirve toda esa variedad.

Como dice la loca de Madeline, el seno estético que está sujeto a una variación de escala tan grande no es la glándula mamaria que clasificamos como órgano, una pieza necesaria de la anatomía, sino que, por el contrario, carece de funcionalidad hasta el punto de ir en su contra, que es precisamente por lo que nos parece tan bello. No nos atrae lo práctico. Reconocemos su valía, pero raramente lo consideramos hermoso. El seno grande de una mujer no lactante tiene tanto atractivo intrínseco, irracional, que casi se sabotea a sí mismo. Nos gusta el seno hemisférico en sí mismo, con independencia de su función glandular e incluso, frecuentemente, a pesar de ella. Nos gusta tanto que podemos sentir repugnancia ante la visión de una mujer amamantando. No es la exposición pública del pecho lo que nos incomoda, puesto que admiramos los grandes escotes, que tanta atracción ejercen sobre el ser humano. Tampoco es el recuerdo de nuestra naturaleza animal, porque podemos comer muchas cosas en público y poner fragmentos de comida en la boca de un bebé —o un biberón con leche materna— sin que la visión de la necesidad corporal nos suscite incomodidad. En cambio, es la convergencia de lo estético y lo funcional lo que nos molesta y nos irrita. Cuando nos parece que la imagen de una madre amamantando es adorable o atrayente, lo hacemos negando mentalmente el seno estético y centrándonos en el vínculo entre madre e hijo, en las milagrosas propiedades que atribuimos a la leche materna o en sensaciones de calidez, confort y amor que recordamos de nuestra infancia. El seno maternal nos tranquiliza y nos invita a descansar. El seno estético nos excita, nos agarra por el collar o el canesú, y por eso se utiliza en carteles, en portadas de revistas y en todas partes. Los dos conceptos de seno atraen por caminos diferentes. Uno es antiguo y lógico, el amor a la mama y a lo mamario. (Sarah Blaffer Hrdy ha escrito: «El término latino para pechos, mammae, deriva del grito quejumbroso “mama” que emiten espontáneamente los niños pequeños de distintos grupos lingüísticos y que a menudo significa un único mensaje urgente, “¡dame de mamar!”».) El otro camino es mucho más moderno, específico de nuestra especie, además de más ruidoso y gratuito. Al ser estrictamente humano, el seno estético se da aires de grandeza y se autocalifica de divino.

Como en Estados Unidos la exhibición de senos llamativos es agresiva y ubicua, se dice que estamos obsesionados por ellos de una forma extraordinaria e incluso patológica. En otras culturas, entre las que se incluyen zonas de África y Asia, no llaman tanto la atención. «Mis investigaciones en China me han llevado a concluir que el pecho tiene un componente sexual mucho menor allí que en la cultura estadounidense —me comentó Emily Martin, historiadora cultural y autora de Flexible Bodies—. Los pechos ni se esconden ni se muestran en especial en la indumentaria femenina, ya sea la exterior o la interior. En muchos pueblos, las mujeres se sientan al sol con los pechos al aire y las ancianas lavan la ropa de esa misma guisa, y todo ello carece de atractivo erótico». Y aunque la obsesión por los pechos femeninos varía en intensidad entre los distintos países y las diferentes épocas, su persistencia sigue siendo impresionante, y además no se limita a los hombres o a situaciones estrictamente sexuales. «A todo el mundo le atraen los senos —me confesaba Anne Hollander, autora de Seeing Through Clothes—. A los bebés les atraen, a los hombres les atraen, a las mujeres les atraen. El mundo entero sabe que los senos son instrumentos de placer. Son grandes tesoros de la raza humana y no podemos huir de ellos». Lo primero que hicieron las mujeres del siglo XIV una vez se liberaron de los vestidos sin forma de la era cristiana fue lucir sus senos. Los hombres acortaron sus trajes y mostraron las piernas, las mujeres se bajaron el escote y se ciñeron los corpiños. Juntaron y levantaron los pechos. Tomaron su suave y flexible tejido y lo modelaron con corsés y ballenas formando globos firmes y protuberantes. «Como truco publicitario, los senos son infalibles —añade Hollander—. Puede que durante un breve periodo de tiempo se tienda a realzarlos menos, como ocurrió durante el siglo XVI, cuando estaban en boga el pecho escaso y el talle ancho, y también durante la época de los felices años veinte del siglo pasado, en la que lo más chic eran las mujeres esbeltas y sin formas. Pero el pecho siempre vuelve, porque verdaderamente nos gusta».

Lo que nos gusta en realidad no son los senos en sí, sino los senos de fantasía, los senos estéticos sin valor práctico. En una reciente exposición de escultura camboyana que abarcaba desde el siglo VI hasta el XV, me di cuenta de que la mayoría de las deidades femeninas representadas poseían senos que perfectamente podrían haber sido diseñados por cirujanos plásticos modernos: grandes, redondeados y firmes. Se dice que los senos de Helena de Troya eran tan perfectos, firmes y curvos que se podían moldear copas con ellos, como dice Ezra Pound en su Canto 120: «Gracias a Kuan Tze aprendimos a gobernar,// pero la copa de oro blanco en Petera// eso se lo debemos a los senos de Helena». En la antigua India, el Tíbet, Creta y otros muchos lugares, las copas nunca rebosaban y las mujeres se representan con senos celestiales, como si fueran planetas ingrávidos, el tipo de senos que casi nunca he visto tras años de utilizar los vestuarios de los gimnasios. En mujeres reales, he visto tantos tipos de senos como de rostros: con forma de tubo, con forma de lágrima, caídos, en punta, dominados por anchos y oscuros pezones y areolas, y con pezones tan diminutos y pálidos que parecen pintados con aerógrafo. Solemos asociar erróneamente los senos fláccidos con la vejez, cuando, en realidad, la caída de los pechos puede producirse a cualquier edad, incluso hay mujeres que siempre los han tenido caídos. Por tanto, el estilo voladizo de los senos idealizados debe ser considerado algo más que otra expresión del gusto por la juventud.

Desconocemos por qué existe una variedad tan grande de tamaños o qué es exactamente lo que controla el crecimiento del pecho, particularmente del tejido graso, que es lo que le da al pecho humano su volumen. Como glándulas mamarias, los pechos humanos siguen el patrón normalizado de los mamíferos. Una glándula mamaria es una glándula sudorípara modificada, y la leche es sudor altamente enriquecido. La prolactina, la hormona responsable de la producción de leche, precede a la evolución de los mamíferos, ya que originalmente servía para mantener el equilibrio de sales y agua de los primeros vertebrados, como los peces, básicamente para permitirles transpirar. En los monotremas, el ornitorrinco y el pangolín, considerados los mamíferos vivientes más antiguos, la leche simplemente se filtra, como el sudor, desde de la glándula hasta la superficie de la piel de la madre, que carece de pezones, donde las crías la chupan.

El tejido mamario comienza a desarrollarse pronto, sobre la cuarta semana de la vida fetal. Crece a lo largo de dos líneas mamarias paralelas, unas antiguas estructuras de los mamíferos que se extienden desde las axilas hasta las ingles. Tanto hombres como mujeres poseen líneas mamarias, pero solo en estas últimas se produce la suficiente estimulación hormonal para que los pechos se formen por completo. Si fuéramos hembras de rata o de cerdo, nuestras dos franjas gemelas se convertirían en ocho mamas para satisfacer la demanda de camadas más numerosas. Otros mamíferos como los elefantes, las vacas, las cabras y los primates, que dan a luz solo una o dos crías en cada parto, necesitan únicamente dos glándulas mamarias y por ello la mayor parte de la línea mamaria retrocede durante el desarrollo fetal. En el caso de los mamíferos cuadrúpedos rumiantes, las mamas que se desarrollan, las ubres, están situadas en los cuartos traseros del animal, donde la cría puede chupar bajo el toldo protector de las poderosas patas traseras y la caja torácica de la madre. Hay al menos un primate primitivo, el ayeaye, cuyas dos mamas están situadas también en la parte posterior de la madre. Sin embargo, en el caso de los simios y los humanos, que cogen en brazos o transportan a las crías colgándolas del pecho (la mejor forma de moverse entre los árboles), los pezones agraciados con la leche son los dos superiores, los más cercanos a las axilas.

Ahora bien, nuestros pechos potenciales no nos abandonan del todo. La línea mamaria nos recuerda de forma subcutánea cuál es nuestro linaje: el tejido mamario está muchísimo más extendido de lo que la mayoría de nosotros creemos, desde la clavícula hasta las dos últimas costillas y desde el esternón, en medio del pecho, hasta la parte posterior de la axila. En algunas personas, la línea mamaria se pone de manifiesto en forma de pezones o pechos enteros de más. Recordando sus años de vendedora de lencería, una articulista del New York Times Magazine escribió sobre una clienta que buscaba un sujetador que se adaptara a su peculiar figura. La mujer mostró su pecho a la articulista, Janifer Dumas. Se trataba de una moderna Artemisa, la diosa de la caza, que se suele representar con múltiples senos. En este caso, nuestra Artemisa tenía tres pechos de parecido tamaño, los dos habituales a cada lado del tórax y el tercero justo debajo del izquierdo. Dumas encontró el modelo perfecto, un top parecido a los que se utilizan para hacer deporte, pero más holgado, sin aros y con una banda elástica que permitía sujetar bien el tórax. «Me di cuenta de que era también el tipo de sujetador que solía vender a mujeres que se habían sometido recientemente a una mastectomía —escribió Dumas—, un artículo de lencería de diseño cómodo y que resultaba, además, que podía acomodarse a más o menos cantidad de pecho».

El tejido mamario primordial aparece pronto en la embriogénesis y, sin embargo, a diferencia de otras partes del cuerpo, sigue siendo primordial hasta la pubertad e incluso después. No hay ningún otro órgano del cuerpo, salvo el útero, que cambie de una forma tan espectacular en cuanto a tamaño, forma y función como lo hacen los senos durante la pubertad, el embarazo y la lactancia. Y el motivo es que los senos tienen que estar listos para alterar sus contornos repetidamente a lo largo de la edad adulta, hinchándose y encogiéndose con cada nueva boca que alimentar, lo que les hace propensos a volverse cancerosos. Los controles genéticos que vigilan el crecimiento celular en cualquier lugar del cuerpo están más relajados en los pechos, lo que da pábulo al desarrollo de tumores.

El pecho estético se desarrolla antes que el glandular. Al principio de la adolescencia, el cerebro comienza a segregar regularmente ráfagas de hormonas que estimulan los ovarios. Estos, a su vez, descargan estrógeno, que favorece la acumulación de «depósitos» de grasa en los senos. Dicho tejido adiposo se encuentra suspendido en una matriz gelatinosa de fibras conectivas que se extiende desde el músculo de la pared pectoral hasta la cara posterior de la piel del pecho. El tejido conectivo puede darse de sí casi infinitamente para acomodar toda la grasa que el cuerpo inserte entre sus fibras, y es su elasticidad lo que le da al pecho su grado de tensión. El estrógeno es necesario para el pecho estético, pero no es suficiente; la hormona por sí misma no explica la amplia variabilidad existente en el tamaño de los senos. Una mujer con pechos grandes no posee necesariamente niveles más altos de estrógeno que una con pechos pequeños. Más bien la cuestión es si el tejido mamario es más o menos sensible al estrógeno, una sensibilidad que viene determinada en parte por la estructura genética. Entre las mujeres sensibles al estrógeno, una cantidad muy pequeña de dicha hormona favorece unos senos impresionantes. Las mujeres sensibles al estrógeno que toman píldoras anticonceptivas pueden descubrir que necesitan tallas superiores de sujetador, mientras que las que son insensibles a dicha hormona pueden tomarse la caja entera de anticonceptivos orales sin que el tamaño de sus senos experimente cambio alguno. Incluso algunos niños son extraordinariamente sensibles al estrógeno. Berton Roueche, el gran escritor de temas médicos, contaba la historia de un niño de 6 años al que comenzaron a crecerle los pechos. Tras investigar el origen de la hipertrofia, se determinó que la culpa la tenían los comprimidos de vitaminas que tomaba. Se había utilizado la misma máquina de estampación para vitaminas y para píldoras de estrógeno. «Pensemos por un momento en la minúscula cantidad de estrógeno que la máquina pudo pasar a los comprimidos de vitaminas —escribió Roueche—. Y en el enorme efecto que tuvo». Los pechos del niño volvieron a su tamaño normal cuando dejó de tomar las vitaminas y sus padres respiraron de nuevo.

Y a la inversa, los andrógenos, como la progesterona, pueden inhibir la formación de depósitos de grasa en el pecho. Como vimos anteriormente, las mujeres genéticamente insensibles a los andrógenos pueden desarrollar grandes pechos y los hombres cuyas gónadas no producen la suficiente testosterona a veces sufren de ginecomastia. Sin testosterona para controlar el crecimiento de los pechos, la pequeña cantidad de estrógeno que posee el hombre tiene la oportunidad de acumular apresuradamente depósitos selectivos de grasa, lo que demuestra, una vez más, que la línea que separa la masculinidad de la feminidad es muy fina, tanto como la bipotencial cresta genital del feto o como la línea mamaria en todos nosotros. Pero tampoco los andrógenos explican por completo las discrepancias observadas en los tamaños de los senos femeninos. Muchas mujeres que tienen niveles comparativamente elevados de testosterona, mujeres cuyo visible bigote y abundante vello en las axilas deja claro que no son insensibles a los andrógenos, poseen, sin embargo, grandes delanteras. Las hormonas tiroideas, las del estrés, la insulina, la hormona del crecimiento, todas ellas dejan su huella en la mamogénesis. En resumidas cuentas, no sabemos cómo se forma el pecho estético. No poseemos la receta hormonal universal para producir los senos de Mae West. No importa, si las series de ciencia ficción televisivas sirven de indicador, en el futuro podrá superarse el complejo de «micromastia» (el término que emplean los cirujanos plásticos para referirse a pechos pequeños) y, aunque nuestros cerebros no crezcan, nuestros pechos seguramente sí lo harán. Actualmente, un pecho no lactante pesa en promedio unos trescientos gramos y mide unos diez centímetros de ancho y unos seis centímetros desde la pared pectoral hasta la punta del pezón. La talla media de sujetador es la 85B, y así ha sido desde que se inventaron los modernos sujetadores hace unos noventa años. Sin embargo, en series de televisión como Star Trek, todas las mujeres, sea cual sea su raza, ya sea humana, vulcan, klingon o borg, son tan audaces en busto como en espíritu y ninguna copa está por debajo de la C.

El estrógeno también favorece la elaboración del pecho práctico, el tejido glandular que, presumiblemente, pronto segregará su turbio y meloso sudor. Una serie de conductos y lóbulos firmes y elásticos comienzan a abrirse camino a través de la grasa y del mucílago ligamentoso. Cada pecho acaba teniendo normalmente entre cinco y nueve lóbulos, donde se genera la leche, y cada uno de ellos posee su propio conducto independiente que transporta la leche al pezón. Los lóbulos están subdivididos en unas dos docenas de lobulillos cuyo aspecto recuerda a diminutos racimos de uvas. Tanto los lóbulos como los lobulillos están distribuidos de forma prácticamente uniforme por todo el pecho, aunque todos los conductos llevan al mismo destino: el pezón. A medida que convergen en el pezón, enrollándose y curvándose como serpientes u hojas de hiedra, sus diámetros se ensanchan. El circuito de lactación sigue el mismo patrón hidrodinámico que reconocemos fácilmente en los árboles, en los nervios de una hoja o en los vasos sanguíneos del cuerpo. Los lóbulos y lobulillos son el follaje, las hojas y los frutos, mientras que los conductos son las ramas, que se trenzan formando un tronco más grueso. Pero mientras que en un árbol o en el sistema vascular corporal el fluido de la vida se bombea desde el conducto más ancho hacia el vaso o la vena más estrecha, en este caso la leche se genera en cada uno de los diminutos frutos lobulares y es impulsada hacia la tubería siguiente, más espaciosa. Los conductos perforan la piel del pezón y, aunque dichos portales suelen estar ocultos por los verrugosos pliegues de la punta del pezón, cuando la mujer amamanta este se hincha como un globo y parece una fuente, ya que se hacen visibles los orificios de los conductos que segregan la leche y la propia leche.

Los conductos y los lóbulos no maduran totalmente hasta el embarazo, momento en el que proliferan, se engrosan y se diferencian. Los tapones granulares, cuya consistencia es como la de la cera de los oídos y que normalmente mantienen los conductos sellados, comienzan a romperse. Los lobulillos generan microlóbulos, los alveolos. Los granjeros requisan el pecho. Desalojan la grasa para tener más espacio. El pecho gana unos cuatrocientos gramos de peso durante la lactancia. La areola, esa especie de ojo de buey pigmentado que rodea al pezón, también cambia de forma notable durante el embarazo. Se oscurece y parece que descienda por el montículo del pecho, como la lava que fluye lentamente desde el cráter de un volcán. La areola está provista de otro conjunto de glándulas sudoríparas modificadas —una especie de diminutas protuberancias, como carne de gallina— denominadas glándulas de Montgomery, que se multiplican en el pecho maternal y exudan una sustancia lubricante que hace más llevadera la sensación que se siente al amamantar. Tras el destete, los lobulillos se atrofian, los conductos y la areola se retraen y la grasa recupera su dominio sobre el pecho, más o menos. La verdad es que las mujeres que han amamantado a sus hijos se quejan a menudo de que sus pechos nunca recuperan su antigua elasticidad y su volumen. La grasa crece perezosamente y no consigue volverse a infiltrar en los espacios de los que fue desalojada por la glándula. Después de todo, el pecho estético es un bon vivant, un amante de la fiesta. Si queremos formalidad, para eso están los conductos y los lobulillos. Volverán cuando los necesitemos y no le temen a sudar la gota gorda.

Los senos pesan unos cuantos gramos en realidad y unas cuantas toneladas metafóricamente hablando. Como describe admirablemente Marilyn Yalom en su estudio cultural Historia del pecho, los senos son un espacio abierto a todo tipo de declaraciones y excentricidades, en el que las convicciones del pasado se tapan fácilmente con las homilías del presente. Las marchitas tetas de brujas y demonios representaban el precio que se ha de pagar por la lujuria. En las estatuas minoicas del 1600 a. C., las sacerdotisas se representan con los rotundos pechos desnudos y serpientes enrolladas alrededor de cada brazo. Las serpientes estiran sus cabezas hacia el observador, y sus lenguas extendidas recuerdan a los erectos pezones de la estatuilla, como si quisieran advertir de que el poderoso seno que enmarcan tanto puede dispensar veneno como amor. El pecho es como un top, capaz de acomodar más o menos volumen. Las diosas con múltiples pechos, comunes a muchas culturas, proyectan una enorme fuerza. También lo hacen las amazonas, aquellas míticas guerreras que vivían separadas de los hombres, con los que solo mantenían contacto una vez al año con el objetivo de ser fecundadas, y que criaban a sus hijas mientras que sacrificaban, mutilaban o abandonaban a sus hijos. Las amazonas son conocidas fundamentalmente por las mastectomías que se realizaban ellas mismas, ya que estaban dispuestas a cortarse uno de sus pechos para mejorar su destreza con el arco y así resistir mejor la conquista de las hordas masculinas que las rodeaban. Para los hombres, escribe Yalom, «las amazonas son monstruos, viragos, mujeres desnaturalizadas que han usurpado el papel masculino de guerrero. El pecho ausente crea una aterradora simetría: uno de los pechos se conserva para alimentar a la descendencia femenina, el otro se elimina para facilitar la violencia contra los hombres». Para las mujeres, las amazonas representan un deseo no satisfecho, un anhelo para el futuro. «La eliminación de un pecho y la adquisición de rasgos “masculinos” sugiere que las míticas amazonas deseaban ser bisexuales, ser a la vez la mujer protectora y el hombre agresivo, con una protección dirigida únicamente a otras mujeres y una agresividad dirigida únicamente hacia los hombres». Podemos encontrar una variante atenuada de este icono en el siglo XVIII, en Francia, donde la Libertad solía representarse con un pecho cubierto y otro desnudo, como si su disposición a mostrar el pecho (o al menos su indiferencia ante su estado temporal de desnudez) evidenciara su compromiso con la causa. Más recientemente, mujeres que han sufrido una extirpación quirúrgica del pecho como consecuencia del tratamiento para el cáncer han adoptado el papel de guerreras amazonas y han expuesto, orgullosa y airadamente, sus torsos asimétricos a la vista del público, en portadas de revistas y en anuncios. Donde antes hubo un seno, ahora hay una cicatriz en diagonal que atraviesa el pecho como un arco o una bandolera, de un modo alarmante y emocionante a la vez que hermoso en su furia.

Los senos se han utilizado como símbolo para indicar posesión. En el famoso cuadro de Rembrandt Novia judía, el marido —con diferencia el mayor de la pareja— cubre con su mano derecha el pecho izquierdo de la novia, reclamándola, incluyéndola dentro de su gentil jurisdicción paternal, y la mano de ella roza la de él, aunque no queda claro, probablemente en una ambigüedad buscada y obtenida de forma magnífica por el pintor, si se trata de una expresión de modestia, conformidad o duda. En Estados Unidos, en el siglo XIX, a las esclavas negras que iban a ser subastadas se las fotografiaba con el pecho desnudo, para subrayar su condición de animales en venta. Haciendo realidad una metáfora, los pechos eran golpeados, torturados y mutilados. Durante el siglo XVII, a las mujeres acusadas de brujería se les solían cortar los pechos antes de quemarlas en la hoguera. Cuando Anna Pappenheimer, una mujer bávara hija de un enterrador y de una limpiadora de letrinas, fue condenada por brujería, no solo le cortaron los pechos, sino que se los introdujeron primero en su boca y después en la de sus dos hijos adultos, como una mofa grotesca de su papel maternal.

Los primeros científicos también dieron su opinión sobre el pecho. En el siglo XVIII, Linneo, el pintoresco taxonomista sueco, rindió un dudoso homenaje al pecho nombrando toda una clase a partir de él: Mammalia, literalmente «del pecho», un término de su invención. Como ha descrito Londa Schiebinger, Linneo podría haber elegido cualquier otra característica común de los mamíferos conocida en la época. Podíamos haber sido clasificados como Pilosa, los peludos, o Aurecaviga, los de oídos huecos (en referencia a la estructura de tres huesos propia de los mamíferos), o como «los que tienen un corazón dividido en cuatro cavidades» (término aún por acuñar y que tal vez nunca pueda acuñarse). No obstante, a pesar de las burlas de algunos de sus contemporáneos, nosotros y nuestros parientes peludos y vivíparos nos convertimos en mamíferos. Era la Ilustración, y Linneo tenía algo que aportar, de modo que los senos sirvieron de nuevo de metáfora. Los zoólogos aceptaron que los seres humanos eran un tipo de animal por muy incómoda que resultara —y siga resultando— la idea. Se necesitaba un taxón que vinculara a la especie humana con las demás. Cualquiera que fuera la característica elegida por Linneo para poner de relieve nuestro vínculo con las demás especies se convertiría, inevitablemente, en la sinécdoque de nuestra animalidad. Todos los mamíferos tienen pelo, pero los hombres son más peludos que las mujeres, de modo que Pilosa no valía. La estructura del oído es demasiado aburrida para merecer la inmortalización a través de la nomenclatura. Los pechos, sin embargo, tienen romance y resonancia, y están mucho mejor expresados en las mujeres. En el mismo volumen en el que Linneo introdujo el término Mammalia, también nos dio nuestro nombre de especie, Homo sapiens, el hombre que razona, la categoría que distingue a los seres humanos de las demás especies. «Así, en la terminología de Linneo, una característica femenina (la mama lactante), une a los humanos y a los animales, mientras que una característica tradicionalmente masculina (la razón) marca la línea divisoria entre unos y otros», escribe Schiebinger. Los pensadores de la Ilustración abogaban por la igualdad y los derechos naturales de todos los hombres, y algunas mujeres de la época, como Mary Wollstonecraft y Abigail Adams, la esposa de John Adams, reclamaban los mismos derechos también para las mujeres: el derecho a la emancipación, por ejemplo, o el derecho a la propiedad o al divorcio de un marido violento. Los maridos de la época de la Ilustración sonreían con tolerancia y comprensión, pero no estaban preparados para semejante cambio político. La zoología y el refuerzo taxonómico del carácter terrenal femenino proporcionaron a los hombres racionales una justificación conveniente para posponer el tema de los derechos de las mujeres hasta que se confirmara su capacidad de razonar, su sapientia. (Curiosamente, la leche materna se ha descrito a menudo como el más puro y el más etéreo de sus fluidos, el aspecto menos animal de las mujeres, como veremos en el siguiente capítulo.)

Durante el siglo XIX, algunos científicos utilizaron los pechos como los frenólogos[16] el cráneo, para delimitar y clasificar las diversas razas humanas. Algunos pechos eran más iguales que otros. El pecho europeo se dibujaba como un hemisferio erguido: he aquí el pecho inteligente y civilizado. El pecho de una mujer africana se representaba fláccido y colgante, como una ubre de cabra. En la literatura abolicionista las esclavas se representan con pechos erguidos, redondos y agradables, el contrapunto con melanina de los encorsetados senos de sus amas.

Linneo nos vinculó a los demás mamíferos por nuestra posesión de tetas, pero nuestros pechos, como bien sabemos, son solo nuestros. Los pensadores evolucionistas también lo sabían y nos han ofrecido toda una serie de justificaciones para su presencia. Pero, como afirma Caroline Pond, hay pocos datos que respalden cualquiera de estas teorías. No disponemos de pistas que nos indiquen en qué momento de la historia evolutiva aparecieron los pechos. No se fosilizan. No sabemos si aparecieron antes o después de que perdiéramos nuestro pelo corporal y tampoco sabemos cuándo o por qué lo perdimos. Pero los pechos representan un rasgo tan característico del cuerpo femenino que los científicos siguen investigándolos en búsqueda de pistas. Se sienten confundidos por ellos, ¡y es comprensible!

Los hombres no tienen pechos, pero les gusta reivindicar su propiedad, toquetear a su novia judía y sentir que tuvieron algo que ver en su invención. No debería sorprendernos que muchas teorías evolucionistas postulen que los pechos surgieron para hablar con los hombres. Sin duda, la explicación más conocida en esta línea procede del zoólogo británico Desmond Morris, que en 1967 escribió un libro que tuvo un éxito espectacular, El mono desnudo, y en el que presentaba una metáfora sin parangón, la de los senos como imitación de las nalgas. Seguro que hemos oído hablar de esta teoría en alguna parte. Es difícil evitarlo. Como los Rolling Stones, se niega a retirarse. Según fue concebida originalmente, la teoría se basaba en una serie de postulados, el primero de ellos que hombres y mujeres necesitaron crear un vínculo de pareja —más conocido como matrimonio— para criar a los hijos. Dicho vínculo exigía cultivar la intimidad de forma continuada entre los miembros de la pareja, lo que significaba pasar a mantener relaciones sexuales cara a cara y no en el anónimo estilo perrito, que se supone que habría sido la técnica copulatoria de nuestros antepasados prehumanos. Con tal fin, el clítoris migró hacia delante, para proporcionarles a las mujeres primitivas el incentivo de buscar el sexo frontal. Para los caballeros, el pecho surgió como inspiración para modificar su técnica, ofreciéndoles un recuerdo frontal de una parte del cuerpo que tanto habían codiciado desde atrás. En libros posteriores, Morris ha repetido esta teoría, ilustrándola con fotografías donde compara una serie de nalgas femeninas con una serie de tetas.

Quizá Morris tenga razón al comparar a los pechos con las nalgas, pero ¿quién sabe si fueron las redondeadas nalgas las que se desarrollaron para imitar a los pechos o si ambos, nalgas y pechos, se desarrollaron a la vez por su atractivo estético intrínseco? Las nalgas altas y redondeadas de los humanos no se parecen al trasero, plano y estrecho, de muchos otros primates. Morris y otros sostienen que el carácter hemisférico del glúteo seguramente surgió primero, porque la evolución de la postura erguida demandaba una mayor musculatura en los cuartos traseros. La configuración vertical habilitó también una zona donde se podía almacenar energía en forma de grasa sin interferir con los movimientos básicos, escribe Timothy Taylor en The Prehistory of Sex. Además, la postura erguida introdujo la necesidad de unas nalgas femeninas con una forma seductora, añade Taylor. Cuando una mujer está de pie, no se le ve la vulva. La presentación de la vulva funciona como una importante señal sexual en muchas especies de primates. Si una mujer no puede alardear de su vagina, necesitará otra señal sexual en la retaguardia, así que se acentuaron las nalgas. Y, para asegurarse de que la mujer atraía la atención de los hombres al ir y venir, pronto se hincharon también los pechos. Hasta aquí perfecto, salvo que las mujeres encuentran igual de atractivas las nalgas levantadas y redondeadas de los hombres y también miran las de otras mujeres, además de que los hombres también miran las de otros hombres. Los traseros bonitos son dignos de contemplar, pero no asumieron sus contornos globulares necesariamente para albergar un gran músculo. En lugar de ello, la curvatura de las nalgas humanas en ambos sexos podría haberse seleccionado como un ejemplo más de explotación sensorial y de nuestra preferencia por lo curvo y generoso frente a lo recto y escaso. Puede que no se trate de que los senos imiten a las nalgas o las nalgas a los senos, sino que ambos convergen en un tema común.

Existen otras razones para mostrar escepticismo ante la hipótesis del desarrollo de los senos para favorecer el sexo frontal. Muchos otros primates, como los bonobos y los orangutanes, copulan también cara a cara, y las hembras no exhiben distintivos sexuales en el pecho ni ingeniosas réplicas de sus traseros planos o sus vulvas hinchadas. No obstante, son solicitadas, y en el caso de las hembras bonobo, varias veces al día. ¿Cuál es el secreto del P. Paniscus? ¿Se puede comprar el manual en algún sitio?

Cuando no funcionan como señuelos sexuales, los pechos desempeñan un papel esencial en la reproducción, lo que ha llevado a muchos teóricos a suponer que se desarrollaron con el objeto de informar a los hombres sobre algunos aspectos de la fecundidad femenina. Los pechos, ciertamente, proclaman que una mujer se encuentra en edad reproductiva, pero hay otros muchos elementos que así lo anuncian: la presencia de vello púbico, el ensanchamiento de la pelvis o el olor corporal activado por las hormonas. Para mantener un embarazo, una mujer necesita dedicar un cierto porcentaje de su grasa corporal, y los senos son dos paquetes de grasa. Tal vez anuncian que una mujer tiene suficientes reservas nutritivas y que, en consecuencia, puede gestar y amamantar a sus crías; un dato que un hombre primitivo que estudiara las distintas alternativas entre una serie de mujeres en el límite calórico posiblemente habría deseado conocer. Sin embargo, los pechos, a pesar de su prominencia, representan solo una pequeña fracción de la grasa total del cuerpo —en promedio un 4%— y su tamaño generalmente cambia con respecto a la ganancia o pérdida de peso de la mujer en menor proporción que otros depósitos corporales de grasa, como la adiposidad de las caderas, nalgas y parte superior de los brazos; por tanto, la grasa de los pechos no es un buen indicador de la salud de la mujer o de su estado nutricional. Como hemos visto anteriormente, el tamaño de los senos no tiene nada que ver con la capacidad reproductiva o de lactación de la mujer y, en consecuencia, no sirve como indicador de su valor maternal. Otros investigadores sugieren que los senos evolucionaron para engañar y confundir a los hombres sobre el estado ovulatorio de la mujer o disimular el embarazo, lo mejor para evitar dudas de paternidad e inhibir la tendencia de los hombres a matar a los hijos que no son suyos. No se sabe muy bien por qué los hombres habrían de sentirse atraídos por semejante ardid, a menos que supongamos que están predispuestos por algún otro motivo a que les guste el aspecto de los senos.

Las mujeres también reivindican para sí mismas la utilidad del pecho femenino. Meredith Small retoma la idea de los pechos como despensas móviles, pero los considera diseñados para ayudar a la mujer más que para asegurarle al hombre que esta es fértil. «Un pecho grande podría ser simplemente un almacén de grasa para mujeres que evolucionaron bajo estrés nutricional —escribe—. Nuestras antepasadas caminaban durante largo tiempo recorriendo grandes distancias en busca de comida y además necesitaban grasa para años de lactancia». Una vez más, los pechos no son el mejor activo líquido de las reservas de grasa y se muestran enormemente tacaños ante la idea de dejar sus reservas energéticas a libre disposición. Cuando una mujer está amamantando, la energía lipídica de las caderas y los muslos se moviliza mucho más rápidamente que la de los senos, aunque esta se encuentre mucho más cerca de los sistemas de producción de leche. Helen Fisher propone que, para la mujer, los pechos son cofres de placer, el andamiaje levantado bajo los pezones erotogénicos que asegura que el pecho es acariciado, lamido y presionado para obtener la máxima estimulación. Sin embargo, no todas las mujeres tienen la misma sensibilidad en los pechos ni les gusta necesariamente que se los acaricien constantemente. «He tenido muchas experiencias a lo largo de mi vida —afirma una mujer de 75 años de edad en Breasts: Women Speak—. He llegado a la conclusión de que las mujeres desarrollan cáncer de mama porque los hombres les tocan los pechos demasiado». Al mismo tiempo, muchos hombres tienen pezones muy sensibles y desearían que las mujeres se sintieran más inclinadas a lamérselos de vez en cuando.

Si no es por la mujer, tal vez sea por el niño. Elaine Morgan, una original y audaz intelectual que sigue defendiendo, prácticamente en solitario, la teoría de la evolución humana a partir del simio acuático, ha propuesto varias líneas de pensamiento. Morgan cree que los seres humanos pasaron parte de su desarrollo evolutivo inmersos en agua, es decir, que somos en parte pinnípedos y en parte simios. Una posible explicación para la presencia de los pechos sería que se trataba de Mae Wests, como llamaban a los chalecos salvavidas los soldados de la Segunda Guerra Mundial: dispositivos de flotación a los que los niños podían asirse mientras mamaban. Más recientemente, Morgan ha sugerido que la pérdida del pelo corporal, otro supuesto legado de nuestra fase náutica, dio paso a los pechos. Las crías de monos y simios pueden colgarse del pelo pectoral de sus madres mientras maman, mientras que las crías humanas no tienen donde agarrarse. Además ¡los bebés son tan indefensos!, ni siquiera pueden levantar la cabeza para alcanzar el pezón, es este el que tiene que llegar hasta ellos. En consecuencia, el pezón del pecho humano está situado más abajo que en los primates y no está anclado firmemente a las costillas, como ocurre en estos últimos. «La piel del pecho que rodea al pezón está más suelta para que se pueda manejar mejor, dejando un espacio por debajo de la piel que será ocupado por tejido glandular y grasa —concluye Morgan—. Los machos adultos encontraron los contornos resultantes, propios de la especie, sexualmente estimulantes, pero el instigador y primer beneficiario del cambio fue el propio bebé». Es la teoría del armario vacío aplicada al pecho: si está, se llenará. Aparte de la falta de datos que corroboren la teoría del simio acuático, las hipotéticas ventajas para amamantar de un pezón suelto no están del todo claras. La mujer debe coger al bebé en brazos mientras le da el pecho, levantarlo con ayuda de almohadones o sujetarlo con un pañuelo en cabestrillo (la forma en que la amplia mayoría de las mujeres de los países en vías de desarrollo amamantan a sus hijos). ¡Si la madre tuviera que pasar mucho tiempo inclinada con el bebé en el regazo como si fuera la vaca Daisy, con el pezón sobre la boca del bebé, le resultaría difícil volver a erguirse y caminar con las dos piernas!

Y, por supuesto, el pecho estético no movería un dedo para ayudarla.

Platón dijo que la psique era una esfera. Carl Jung dijo que el círculo simboliza el yo. Buda se sentaba sobre una flor de loto con ocho pétalos simétricos. El mandala circular representa la unidad de la mente consciente y la inconsciente. En las grandes catedrales góticas europeas, donde cada vidriera está coloreada con las lágrimas y los himnos de los peregrinos y ateos que las admiran, el máximo exponente artístico son los rosetones, los círculos simbólicos del cielo. El supremo logro de Filippo Brunelleschi, padre del Renacimiento, fue el Duomo, que devolvió al mundo la olvidada alegría de la cúpula, la conjunción de lo sagrado y lo humano. Rodear con un círculo es amar y poseer, como reconocemos hoy en día con el anillo de boda. El teatro de Shakespeare se desarrolla alrededor de un escenario circular llamado Globe [el Globo].

Vivimos la vida vertiginosamente en torno a lo circular. ¡Quién sabe por qué! Puede que todo haya comenzado con la cara. Lo primero que llama la atención a un recién nacido no es el pecho materno, ya que el bebé está demasiado cerca de este para enfocarlo correctamente, sino la cara de la madre. Las caras humanas son redondeadas, mucho más que las de otros simios adultos. El blanco del ojo humano, del que carecen nuestros primos hermanos simios, sirve para subrayar la redondez del iris. Cuando sonreímos, nuestras mejillas se redondean y las comisuras de los labios levantadas y los arcos de las cejas caídos crean la imagen de un círculo dentro de otro. Solo los seres humanos interpretan universalmente la sonrisa como un gesto amistoso. Entre los demás primates, una sonrisa es tan solo una mueca, una expresión de amenaza o de temor.

O puede que todo comenzara con la fruta, el pilar de nuestro sustento durante los años de forraje, el becerro de oro, la fantasía de la abundancia. La fruta es redonda, como las nueces, los tubérculos y la mayoría de las partes comestibles de las plantas. ¿O fue nuestra veneración por la luz? Las principales fuentes de luz, el Sol y la Luna, son redondas, y cuanto más lo son, más brillan. Mueren en cada ciclo por la degradación de su geometría celestial. Desde que somos humanos hemos observado la preponderancia del círculo y el vínculo entre lo redondo y lo que nos define. El círculo ilumina y delimita. No podemos huir de él. Nunca nos cansa.

El seno es la forma más clara que tiene el cuerpo de rendir homenaje al círculo. A lo largo de los siglos, los senos humanos se han comparado a todas las cosas redondas que conocemos y amamos: manzanas, melones, soles, lunas, cerezas, caras, ojos, perlas orientales, globos, mandalas y mundos dentro de otros mundos. Sin embargo, centrarse exclusivamente en el pecho es despreciar las otras formas en las que el cuerpo humano conmemora y reproduce la redondez. Las nalgas, evidentemente, son redondas y conspicuas. Nuestros largos cuellos humanos se curvan hacia los hombros, una parábola de la elegancia cuando se ven desde atrás. Nuestros músculos asumen también la redondez y prominencia propias de la especie. Otros animales poseen una densa y fuerte musculatura sin mostrar las marcadas curvas de los atletas humanos. Muchas criaturas nos sobrepasan en velocidad, pero ninguna posee nuestros característicos músculos de las pantorrillas que, como las nalgas, están curvados tanto en los hombres como en las mujeres. Los bíceps de los brazos pueden recordar a los senos, igual que los deltoides, los músculos de los hombros. Unos músculos pectorales muy desarrollados nos hacen pensar en un escote femenino. La curvilínea sensualidad del hombre musculoso no pasó desapercibida a los antiguos griegos ni tampoco a Miguel Ángel ni al fotógrafo Bruce Weber, que en sus fotografías para la ropa interior de Calvin Klein nos ofreció un torso masculino desnudo tan provocador como el escote femenino convencional. Los bailarines de ambos sexos, cuyos cuerpos radiantes y musculosos parecen dibujados con aerógrafo, subrayan y consagran la curva mediante el movimiento. Desobedecer a la curva coreografiada es una renuncia, una burla, una afrenta a la belleza.

Nos atraen las curvas bien definidas. Se ha llegado incluso a sugerir que los seres humanos se deshicieron del pelo corporal para mostrar mejor la curvatura de los senos y las caderas femeninas, pero ¿por qué no deshacerse del pelo de esas áreas en concreto? En cualquier caso, los beneficios estéticos de la depilación deben considerarse globalmente. La totalidad del cuerpo se convierte en un proscenio donde podemos exponer las curvas que deseemos, y nuestras opciones vienen determinadas en parte por nuestra fisiología y nuestro medio hormonal. Las mujeres son ricas en estrógeno, la hormona que controla la maduración y la liberación del óvulo cada mes y, además, la experta en la formación de depósitos de grasa. El pecho de los primates fue capaz de soportar la expansión: estaba preparado para curvarse. Los hombres son ricos en testosterona, la hormona necesaria para la producción de esperma y que, además, contribuye a la formación de los músculos. En ningún caso necesita el ser humano las curvas. Podemos ser fuertes, fértiles, veloces y producir leche sin ellas. Sin embargo, misteriosamente, tenemos curvas y nos sentimos atraídos por ellas y por quienes las mueven delante de nosotros. Nos sentimos atraídos por los pechos y los músculos redondeados. Nos sentimos atraídos por los pómulos altos, como senos faciales, ¿o deberíamos decir nalgas, minibíceps, manzanas faciales o caras dentro de otras caras?

Debo señalar aquí que las ventajas de ser considerado atractivo no se limitan a la capacidad para atraer a una pareja. La gente atractiva atrae aliados. Como especie extremadamente sociable que somos, dependientes del grupo para nuestra supervivencia, podemos acumular beneficios para nosotros mismos y para nuestra descendencia en una serie de armonías que se refuerzan y amplifican unas a otras. Si tenemos amigos, tenemos quien nos defienda y nuestros hijos tendrán quien les defienda. El atractivo se utiliza tanto para exhibirlo ante los miembros de nuestro propio sexo como para despertar el interés entre los miembros del sexo contrario. La exhibición puede ser enormemente competitiva, pero también puede ser una muestra de interés. Las mujeres se exhiben para las otras mujeres, se visten para ellas y se preocupan de lo que las demás opinan de su aspecto. Solemos interpretar este pavoneo como una competición un tanto maliciosa y presuponemos que el objetivo último es mostrar a las demás mujeres quién se quedará con los hombres. Pero la exhibición femenina puede ser también afiliativa, e implicar la posibilidad de una alianza. En ese sentido, las mujeres pueden haber «elegido» los pechos de las otras en la misma medida que los hombres. Y el pecho escogido para la exhibición y la persuasión no es el blando y caído pecho maternal ni el botón de rosa virginal, sino el pecho rotundo y protuberante, el pecho que puede flexionarse prácticamente como un músculo, el que destaca entre la multitud.

El pinzón cebra es un esteta por naturaleza, pero tiene sus limitaciones estructurales e intelectuales. No puede fabricar sus propios penachos. Si pudiera, tal vez se volvería temerario: podría empezar a hacerse crestas tan altas como el peinado de María Antonieta o las cosería con hilo de lycra para hacerlas más vistosas y no dejar ninguna corteza visual del pinzón sin explotar. Una cresta es un rasgo perfecto para acentuar. No se puede hacer mucho con un brazalete, pero un penacho de plumas puede servir para gritar: ¡Mírame! No, a .

No solo tenemos gusto sino los medios para complacerlo, modularlo y engañarlo. Los senos, como las crestas, se prestan a la manipulación. Son los complementos ideales y hemos explotado ya nuestros explotadores sensoriales. Los pechos son la parte del cuerpo femenino que se puede transformar con más facilidad. Se pueden levantar, juntar, proyectar hacia delante y se les puede dar más volumen de forma natural, con sujetadores con relleno, o bien artificialmente, con prótesis de silicona. Afinar el talle es difícil, aunque algunas mujeres lo han conseguido —desmayándose o falleciendo en el intento, eso sí—, pero levantar los senos es relativamente indoloro. La conversión de los senos en fetiche va paralela a nuestra condición de monos vestidos. En el siglo XIV no solo bajaron los escotes, sino que los primeros corsés levantaron los senos para ponerlos a la altura de las circunstancias. La mayoría de las veces, el pecho ideal es un pecho imaginario. El típico escote con los pechos juntos es un invento del vestido: los pechos desnudos no bailan mejilla con mejilla, se dan la espalda. Los pechos varían en forma y tamaño hasta niveles insospechados, pero pueden dominarse hasta alcanzar una impresionante conformidad. Sin embargo, como somos humanos, no podemos dejar las cosas como están y nos hemos pasado de la raya. Hemos explotado la tendencia del ojo a seguir lo redondo, a sentirse atraído por lo hemisférico, y la hemos exagerado y mimado en exceso.

¡Siempre podemos consolarnos pensando que las curvas masculinas también están bajo presión! La introducción de los aparatos de musculación marca el inicio de la era del David alcanzable, al que le brotan senos en el torso y en los brazos. Podemos rasgarnos las vestiduras de mojigata desesperación ante el énfasis contemporáneo que se le da a lo superficial y ante nuestra apreciación homogeneizada de la belleza, pero aunque la tecnología es nueva, la obsesión es congénita. Se nos ha recriminado nuestra vanidad desde que Narciso descubriera las propiedades reflexivas del agua. Se nos ha amenazado con visiones de brujas de pechos marchitos si nos negamos a enmendarnos, si no dejamos de preocuparnos por nuestros cuerpos y de mirar los melones y las lunas de los demás.

Decir que todos los pechos son bonitos es como decir que todos los rostros lo son: es cierto, y a la vez, falso. Sí, todos tenemos nuestro encanto, y somos únicos desde el punto de vista genotípico y anatómico, y esta singularidad tiene su mérito. Al mismo tiempo, reconocemos la belleza cuando la vemos. La belleza es despótica, pero ¿qué más da? Nuestro error consiste en atribuir a un bello perfil más significado del que realmente tiene. Los pómulos altos, las nalgas levantadas y los senos protuberantes son hermosos, pero ninguno de ellos debería verse como el sine qua non de la feminidad. Si los senos tuvieran algo verdaderamente importante que decir, serían mucho menos variables y caprichosos de lo que son. Serían meras glándulas mamarias, una cucharadita de café por pecho y por mujer. Si los pechos hablaran, probablemente contarían chistes, todos los chistes de tetas del repertorio.