CAPÍTULO
13
No hay nada como la mala fama
Madres, abuelas y otras grandes damas
Los hazda son una pequeña tribu de cazadores-recolectores que habitan en las áridas y escarpadas colinas de la vertiente oriental del Valle del Rift, en el norte de Tanzania. Son apenas setecientos cincuenta individuos, pero no desean irse a ninguna otra parte. Hablan un idioma propio, una lengua inarticulada con chasquidos y siseos que recuerda a la de los !kung, aunque no esté relacionada con ella. Y los hazda rechazan ser domesticados. A lo largo de los últimos sesenta años, la Iglesia y las agencias gubernamentales han intentado una y otra vez convertirlos en granjeros, pero siempre han fracasado y los hazda vuelven al monte. ¡Detestan la jardinería! ¡Detestan las vacas lecheras! En lugar de ello, los hazda subsisten casi enteramente gracias a la caza y a la recolección de bayas, miel y tubérculos. Son oportunistas: ven un impala y lo matan. Si las bayas maduran a cinco kilómetros, se desplazan cinco kilómetros a buscarlas. Cuando la producción de miel de las abejas locales flojea, levantan el campamento y buscan otro lugar con abejas más diligentes. De vez en cuando roban alguna oveja a algún pastor vecino, pero por lo general prefieren el trueque: cecina de jirafa a cambio de maíz o tabaco.
Los hazda llevan una vida sencilla que supuestamente conserva algunas de las características propias del Plioceno y del Pleistoceno, bajo cuyas condiciones evolucionó el Homo sapiens. Son algo así como reliquias de la Edad de Piedra y por ello atraen la atención de los antropólogos occidentales. ¿Qué pueden decirnos sobre nuestras características fundamentales? Por un lado, olvidémonos de Hobbes[23]. La vida de los hazda no es desagradable ni brutal y tampoco es especialmente breve. Cuando Kristen Hawkes, de la Universidad de Utah, invadió, junto con sus colegas, la tranquilidad de los hazda para rastrear la historia de sus vidas, descubrió que las mujeres se negaban a hacer lo que se pensaba que habían hecho siempre nuestras antepasadas: morir una vez que se quedaban sin óvulos. No, muchas mujeres hazda siguen en buena forma una vez pasada la menopausia y llegan a los 60, los 70 e incluso los 80 años, y todo ello sin las pretendidas ventajas de la era posindustrial o incluso de la revolución agrícola. En Estados Unidos, los demógrafos están preocupados por el envejecimiento de la población y por la posible merma de recursos que puedan suponer los mayores en la riqueza y la paciencia del resto de nosotros. Los hazda, en cambio, se preocupan por lo contrario, qué ocurriría si les faltara su consejo de viejas damas. Como ponen de manifiesto los datos obtenidos por Hawkes y sus colegas, las mujeres hazda posmenopáusicas son los miembros más activos de la tribu. Todos los días salen al monte y escarban, remueven, arrancan y trepan. Recolectan más alimentos que cualquiera de sus camaradas y los comparten con los parientes más jóvenes que no pueden valerse por sí mismos: nietos, bisnietos, sobrinos nietos y primos de primos más o menos lejanos. Cuando una mujer joven está amamantando a un recién nacido y no puede adentrarse en el monte para buscar comida para el resto de su prole con la misma efectividad que antes, no pide ayuda a su pareja (¡dónde se habrá metido este hombre!), sino a una pariente femenina de más edad. La abuela —o su apoderada, en su defecto— toma las riendas y abastece a los niños de tubérculos y baobab. Los niños hazda siempre están delgados, pero sin el esfuerzo de las abuelas se quedarían en los huesos, como Karen Carpenter[24], cada vez que aumentara la familia en un nuevo miembro y es muy posible que murieran. Las ancianas hazda son realmente grandes abuelas. No son una opción. No son solo las destinatarias, un día al año, de postales sentimentales. En el estudio de Hawkes, todas las madres que cuidaban de un bebé contaban con una ayudante posmenopáusica.
Los hazda son un grupo pequeño. Han tenido un amplio contacto con burócratas, académicos, oportunistas culturales y especialistas en exhortación de todas las calañas posibles, incluidos algunos de ellos mismos que recibieron una educación al estilo occidental y volvieron predicando el evangelio agrario. Los hazda no son «prístinos», por tanto resulta arriesgado extraer demasiadas conclusiones sobre los humanos de los orígenes de los tiempos a partir de ellos o del resto de los cazadores-recolectores que quedan en el mundo. Sin embargo, si vamos a hablar de la menopausia humana y a discutir si es o no natural o si es una desafortunada secuela de nuestra recién estrenada longevidad, no podemos ignorar a todas esas matriarcas hazda que buscan raíces en los bosques para los frutos del futuro. Vayámonos, pues, a casa de la abuela.
La «hipótesis de la abuela» sobre los orígenes de la menopausia humana apareció por primera vez en un artículo tan antiguo que casi se le podría incluir también en la categoría de abuelo. En un ensayo de 1957 sobre el encantador carácter inevitable del envejecimiento, el famoso biólogo evolucionista George C. Williams se refería al extraño caso del climaterio. Williams señalaba que la mayor parte de los estragos del envejecimiento, como la pérdida de visión, la artritis, las arrugas y la tiranía de la gordura se producían en porcentajes distintos y en diversos grados según los individuos. Algunos de los síntomas del envejecimiento pueden retrasarse durante décadas, ya sea haciendo ejercicio o utilizando un sombrero para tomar el sol, pero no ocurre lo mismo con la menopausia. Haga lo que haga una mujer, por mucho que cuide su salud, cuando llega a la mitad de siglo, año arriba o año abajo, entrará en lo que Williams denominaba «senescencia reproductiva prematura». No todas las personas acaban necesitando gafas para leer, pero todas las mujeres que llegan a la edad de la menopausia dejan de ovular. Por el contrario, otras hembras de mamífero, entre las que se encuentran las de nuestros parientes cercanos, los simios, continúan gozando de su juventud prácticamente hasta la tumba. Las hembras de orangután no sufren la menopausia. Las de chimpancé no necesitan extracto de orina de yegua. Los hombres pueden ser padres aunque su artrosis o sus cataratas no les permitan sostener o contemplar a sus hijos. El programa de fertilidad se da por finalizado varios años antes de la muerte solo en el caso de las hembras humanas, explica Williams. ¿Cómo es posible que, al diseñar a las mujeres, la naturaleza se haya olvidado de su querida tabla de multiplicar?
Williams propone una brillante solución para este aparente enigma: la culpa es de los hijos. Los niños humanos son endiabladamente costosos. Cada uno de ellos necesita años y años para alcanzar la independencia, trece o catorce como mínimo. Hay que alimentarlos, vestirlos, proporcionarles cobijo, adiestrarlos en todas las habilidades que requiera su entorno, y protegerles de la cólera de los aburridos y los matones escolares. Asumiendo que las madres han sido siempre las principales cuidadoras de sus hijos y que, en el pasado, un niño sin madre era un niño sin la menor posibilidad de salir adelante, Williams sugiere que las mujeres sobreviven durante el tiempo suficiente para llevar a sus hijos hasta la pubertad y la autonomía. Si una mujer siguiera siendo fecunda hasta el final de sus días, si se pudiera quedar embarazada aunque su cuerpo se estuviera desmoronando, se arriesgaría a morir en el parto o durante el posparto cuando aún tiene varias criaturas que dependen de ella y que podrían morir o al menos no alcanzar todo su potencial si les faltara su madre. Por tanto, es mejor que las mujeres se olviden de los riesgos de la maternidad madura y se centren en el cuidado de los hijos que ya tienen. Es mejor que sus ovarios estén programados para envejecer antes que el resto de su cuerpo. Es mejor que vivan para ser abuelas.
La hipótesis de Williams tuvo un éxito inmediato. Le gustó a todo el mundo y sobre todo a las mujeres de más de 50 años. Era igual de ingeniosa y sencilla que la atractiva propuesta de Desmond Morris de que los pechos de una mujer son nalgas de proa. La menopausia es natural, forma parte del sistema, es un sello característico de la humanidad. Somos inteligentes, nuestros hijos son inteligentes y nuestros ovarios así lo demuestran: dejan de producir justo a tiempo para darnos la oportunidad de ver al último de nuestros hijos salir por la puerta. La menopausia es buena y puede llevarse bien; en la década de 1960, Margaret Mead hablaba, por ejemplo, del «entusiasmo» de la mujer posmenopáusica.
Otros hicieron suya la hipótesis y la desarrollaron. Jared Diamond, de la Universidad de California en Los Ángeles (UCLA), ha afirmado que las mujeres mayores han desempeñado un papel crucial en la historia de la humanidad no solo por sus habilidades maternales, sino como depositarias de información, verdaderas bibliotecas de Alejandría para tribus preliterarias. Las ancianas saben dónde se encuentran las plantas comestibles y pueden recordar los desastres naturales acaecidos hace mucho tiempo y que pueden haber afectado a la distribución y la seguridad de los recursos locales. En sus escritos sobre sus experiencias en Nueva Guinea y las islas del Pacífico, Diamond describe que siempre que preguntaba algo sobre la flora y la fauna que las nativas jóvenes o de mediana edad no sabían contestar, la remitían a una choza oscura donde vivía el Miembro más Viejo de la Tribu —a veces un hombre, pero habitualmente una mujer—, que conocía, inevitablemente, la respuesta a la pregunta. Suena como un tropo de Rousseau, o de Hollywood, pero las sabias ancianas tenían las sinapsis y las prioridades en buen estado. Cómase esa planta, señor, y su cuerpo se agitará, los ojos se le saldrán de las órbitas y al amanecer estará muerto. ¿Puedo hacer algo más por usted? Según Diamond, los miembros jóvenes de la familia se benefician de los recuerdos y los consejos de los miembros ancianos, de ahí que la selección natural haya alargado la longevidad humana. Los hombres pueden vivir durante décadas produciendo espermatozoides a ritmo acelerado, pero la maternidad se hace más arriesgada con el transcurso del tiempo. Para que las mujeres sobrevivieran a la invención de la enciclopedia, tenía que ponerse en marcha el mecanismo de la menopausia.
Jocelyn Peccei, que decidió retomar los estudios universitarios en UCLA cuando se acercaba a la menopausia y que después decidió estudiar —¿por qué no?— la evolución de esta, ha calculado que la menopausia puede haber surgido bastante pronto entre los homínidos, quizás hace un millón y medio de años, cuando ya éramos, por lo menos, Homo erectus. Sin embargo, es difícil demostrarlo: los tejidos blandos, como los ovarios, no dejan fósiles.
La reacción en contra de la abuela orgánica comenzó en la década de 1970, coincidiendo con diversos intentos de la comunidad médica de promover la terapia hormonal sustitutiva con estrógenos para mujeres de mediana edad. A medida que los médicos se convencían de que el estrógeno constituye la razón primordial por la que las mujeres no suelen sufrir ataques al corazón hasta pasada la menopausia, empezaron a cuestionar la conveniencia y la «naturalidad» de la senilidad ovárica programada. La hipótesis de la abuela sostiene que las mujeres dejan de ovular para poder vivir durante más tiempo y atender a su prole: ¿por qué, entonces, cortar de raíz la fuente principal de esa hormona maravillosa que puede mantener vivas a las mujeres? ¡Qué cosa tan absurda y tan contraproducente! Lo más probable es que los defensores de la adaptación evolutiva estén equivocados. Lo más probable es que la menopausia no sea una selección de la evolución, sino que corresponda a un mero signo más de nuestra decadencia, como el pelo gris. Y, del mismo modo que el pelo gris puede teñirse o disimularse con reflejos para dar la ilusión de juventud, los peores efectos de la menopausia pueden —y deben— ser contrarrestados con la terapia sustitutiva con estrógeno.
Los detractores de la hipótesis de la abuela orgánica pusieron las espadas en alto. Los paleontólogos arguyeron que los propios conceptos de mediana edad y ancianidad eran relativamente nuevos. De hecho, añadían, hasta hace unos pocos miles de años, casi nadie vivía más allá de los 40. Los huesos que se han descubierto de los primeros homínidos corresponden en su amplia mayoría a huesos de individuos jóvenes. Muy pocos o ninguno de ellos pertenecía a mujeres posmenopáusicas: no hay viejas brujas alegres en los registros fósiles. Resulta ridículo sostener que la selección natural ha favorecido la aparición de la menopausia en la raza humana cuando los primeros seres humanos rara vez vivían lo suficiente para disfrutar de los sofocos y del entusiasmo meadiano. Tanto las mujeres como los hombres morían en torno a los 45 años. Una mujer produce óvulos hasta esa edad. Desde el punto de vista de los paleodemógrafos, todo encaja a la perfección: las mujeres disponemos de todos los óvulos que necesitamos para vivir la vida que vivíamos cuando las fuerzas de la selección natural forjaban los rudimentos de nuestro destino hace decenas de miles de años. Si las mujeres actuales sobreviven tranquilamente a su suministro de óvulos y encima escriben superventas relatando su experiencia, perfecto, ¡bravo por ellas!, pero todos nosotros somos el resultado de la comida enriquecida, el agua purificada y Jonas Salk[25], y la evolución nada tiene que decir acerca de nuestro atletismo geriátrico.
Los antropólogos tampoco lograron encontrar elementos de apoyo para la teoría sobre el valor adaptativo de la menopausia entre sus contemporáneos «primitivos». En la década de 1980, Kim Hill y Magdalena Hurtado, de la Universidad de Nuevo México, estudiaron a los indios aché, un grupo de cazadores-recolectores que habitan en la selva oriental paraguaya y que también cargan con el peso del silencio de la prehistoria. Ambas antropólogas recopilaron un exhaustivo y preciso conjunto de datos. Observaron la ayuda y el socorro que las ancianas aché prestaban a sus hijos y nietos e idearon modelos teóricos comparando los beneficios genéticos indirectos que las abuelas obtenían al dedicarse a sus descendientes con los beneficios genéticos directos que dichas mujeres habrían obtenido si hubieran seguido teniendo hijos después de la menopausia. Se supone que una adaptación debe aumentar nuestra capacidad reproductiva, nuestra aptitud para proyectar nuestra adorable y singular guirnalda genética hacia el futuro. Si la hipótesis de la abuela fuera válida, la contribución de las ancianas aché a la salud y la supervivencia de los hijos de sus hijos debería superar los beneficios genéticos que conllevaría el hecho de que ellas mismas tuvieran dos o tres hijos más. Pero, sintiéndolo mucho, no era así: gana la prima por familia numerosa; los antropólogos llegaron a la conclusión de que, sorprendentemente, las abuelitas aché no mejoraban en exceso las perspectivas vitales de sus nietos y que, desde un punto de vista estrictamente darwinista, sería mucho mejor que hubieran podido seguir siendo madres después de la menopausia.
Alan Rogers, de la Universidad de Utah, llegó a una conclusión similar a través de simulaciones matemáticas. En un artículo de 1991, Rogers estimaba que una mujer tendría que ser una heroína de cómic, una Abuela Neutrón, para hacer que la menopausia pareciese una adaptación. La atención a su familia tendría que duplicar el número de hijos que tuvieran todos sus hijos y debería ayudar a mantener vivos a todos sus nietos para que la senescencia reproductiva precoz resultara ventajosa frente a la maternidad madura. Ni siquiera Deméter, la gran diosa de las cosechas, pudo evitar que su hija, Perséfone, tuviera que permanecer en el infierno durante seis meses al año.
Yo estaba rendida ante la hipótesis de la abuela. Pese a no ser más que una muchacha cuya menopausia estaba a varias décadas de distancia, me sentía cómoda con la idea de que su llegada formara parte de un diseño óptimo. La idea de la menopausia me vinculaba a mis ancestros míticos, a esas mujeres cubiertas de polvo, larguiruchas y promiscuas que atravesaban a grandes zancadas las mesetas esteparias, con sus cerebros creciendo a casa paso. Por eso me llené de desasosiego cuando, en la década de 1990, los datos parecían acumularse en contra de esta hipótesis. Muchos de los científicos con los que hablé consideraban que se trataba de una idea simpática, aunque probablemente equivocada. «La menopausia adaptativa es una idea interesante, verdaderamente desearía poder creer en ella, pero no veo que haya datos que la sustenten», me confesó a mediados de 1997 Steven Austad, un zoólogo de la Universidad de Idaho. Alison Galloway, antropóloga de la Universidad de California en Santa Cruz, lo veía de la siguiente manera: «No me convence la hipótesis de la abuela. No pienso que haya nada beneficioso en la menopausia. No creo que haya sido seleccionada, sino que es más bien el resultado del reciente alargamiento de nuestro periodo de vida. Sobrevivimos a nuestros folículos». Margie Profet, artífice de la teoría de la menstruación como defensa, me dijo que, desde la perspectiva evolucionista, no importaba si las mujeres posmenopáusicas carecían de la protección que ofrecía la menstruación: ¡de todos modos se suponía que no iban a pasar de los 50! Jane Brody, colega mía en el New York Times y defensora de la terapia hormonal sustitutiva, ha escrito que las mujeres no deberían preocuparse por el carácter antinatural de dicha terapia porque «la actual esperanza media de vida femenina, 77 años, tampoco es natural».
La menopausia es como la herrumbre. Es el sistema que se viene abajo, un signo del pasado que nos alcanza y no un mecanismo creado para ayudarnos a configurar el futuro de nuestra familia. Me encantaba la hipótesis de la abuela, pero había llegado el momento de echar al pasto esa preciosa teoría, al lado de la del mono desnudo con los senos convertidos en nalgas y las nalgas en senos.
Pero entonces supe de Kristen Hawkes y de los hazda, de las Abuelas de la Invención, promotoras y agitadoras, creadoras de la humanidad.
Empecemos por los hechos. Los datos casi mataron a la Abuela y, por tanto, son los propios datos quienes deben resucitarla. Hawkes y sus colegas llevaron a cabo una meticulosa recopilación de datos sobre los hazda. Pasaron meses registrando las actividades cotidianas de noventa individuos, la mitad de ellos hombres y la otra mitad mujeres, cuyas edades se estimaba que estaban comprendidas entre 3 y más de 70 años. Anotaron quién compartía comida con quién y bajo qué condiciones. Los pesaron a todos regularmente para ver quién ganaba o perdía peso durante una determinada temporada. Gracias a este laborioso plan de trabajo, los antropólogos pudieron dirimir el meollo de la cuestión: determinar si los esfuerzos realizados por la persona A en cuanto a la búsqueda de comida repercutían en el estatus nutricional de aquellos con los que él o ella compartía los alimentos recolectados. Los investigadores encontraron que el esfuerzo y el resultado satisfacían una hermosa correlación lineal. Los niños hazda empiezan a buscar comida en el monte a una edad muy temprana —a menudo a los 3 años—, pero no pueden valerse por sí mismos totalmente. Hasta la pubertad, la obtención de la mitad de su comida, aproximadamente, depende de los adultos, y normalmente es la madre quien les proporciona lo que no pueden obtener por sí mismos. Como constataron los antropólogos, los esfuerzos de la madre se ven reflejados en la báscula: cuanto más consigue recolectar la madre, más peso ganan sus hijos.
Sin embargo, esta correspondencia directa desaparece en cuanto la madre tiene que alimentar a un nuevo bebé. Las mujeres que amamantan siguen recolectando, pero con resultados mucho peores. No se trata solo que su rendimiento disminuya a causa del bebé, sino que la propia lactancia la obliga a ingerir diariamente unas seiscientas calorías extra, lo que implica que la madre debe comer la mayor parte de lo que recolecta. No puede permitirse el lujo de compartir su comida con un mocoso de 4 años. Durante la lactancia, por tanto, la relación entre el esfuerzo de recolección materno y el peso de los hijos mayores desaparece. Ambas variables dejan de estar correlacionadas. En lugar de ello, el bienestar del resto de la prole recae en otra hembra, habitualmente la madre de la madre, pero si, por el motivo que sea, no se encuentra por los alrededores, este mismo papel lo puede desempeñar una tía mayor, una tía abuela o, a veces, la madre del padre de los niños. De repente, los esfuerzos de la abuela o su equivalente se ven reflejados en la ganancia o pérdida de peso de los niños: cuanto más recolecta, más kilos ganan. Y cuanto más rápido crecen los niños, más robustos se vuelven y más probabilidades tienen de convertirse en adultos y de engrandecer, con ello, el papel de abuela.
Y ahora una cuestión fundamental: las mujeres mayores son flexibles. Son estratégicas. No limitan su ayuda a sus hijos y a sus nietos, sino que la prestan también a cualquier pariente joven que la necesite. Cuando Hill y Hurtado estudiaron a los aché de Paraguay se preguntaron en qué medida ayudaban las mujeres maduras a sus hijos y nietos y si su contribución les afectaba de forma significativa. (Respuesta: no lo suficiente como para explicar la menopausia.) Hawkes y sus colegas lanzaron una red más amplia. No les quedó otro remedio, porque el tiempo que pasaban las mujeres hazda fuera del nexo acogedor de la familia inmediata era demasiado largo para ignorarlo. Si una mujer madura no tenía una hija a quien ayudar, ayudaba a la hija de una hermana. Si la madre de una mujer lactante había muerto, la mujer recurría a una prima de más edad y dejaba a su cargo a sus hijos mayores, estando la prima obligada a su cuidado siempre y cuando no tuviera hijos propios de los que ocuparse o sus hijos fueran ya mayores e independientes.
«Las mujeres mayores distribuyen sus esfuerzos de la manera más óptima —me explicó Hawkes—. Si no tienen hijas lactantes a quienes ayudar, buscan otros parientes para hacer lo propio». Con criaturas estratégicas como nosotros, cabía esperar ajustes conductuales como este. Era lógico que la selección natural favoreciera el hecho de asignar la ayuda allá donde más se necesita.
«Si observamos a los hazda y consideramos únicamente el impacto que ejerce una mujer posmenopáusica sobre el éxito reproductivo de sus hijos —añade Hawkes—, infravaloraríamos en gran medida los efectos de la ayuda prestada». Pero si tenemos en cuenta la contribución de las mujeres maduras al estatus nutricional de todos los parientes jóvenes, de repente las viejas damas empiezan a adquirir valor. Las mujeres maduras aumentan la capacidad genética total hasta el punto de que no necesitan una maternidad madura para dejar su impronta darwiniana. Más bebés representarían un obstáculo para la recolección.
También podríamos preguntarnos: ¿y qué pintan los hombres hazda en este tema? ¿Por qué no mantienen a sus esposas y a sus hijos, como se supone que siempre han hecho los hombres, dando origen a la familia nuclear y a la división de tareas según el sexo? Los hombres hazda trabajan. Cazan, y la carne que traen constituye una importante fuente de calorías para la totalidad del grupo. Pero la caza es una actividad irregular y no se puede contar con ella para el sustento diario. Hablando con propiedad, los cazadores-recolectores deberían denominarse recolectores-cazadores. Además, cuando los hombres hazda abaten un animal, no pueden evitarlo: presumen de ello. Son grandes hombres, y los grandes hombres comparten. Comparten para lograr el apoyo de aliados o para aplacar a los enemigos. Comparten con las muchachas a las que desean impresionar y con los niños que se apiñan alrededor de la pieza de caza. Al final, muy poca carne llega a las bocas de la propia familia del cazador. Pero el modelo de los hazda no es único: entre muchas sociedades tradicionales, la caza es más una ocupación política que personal. «La caza proporciona un bien colectivo del que todos se benefician, con independencia de la relación que tengan con el cazador —han escrito Kristen Hawkes y sus colaboradores—. Es la recolección femenina, y no la caza masculina, lo que verdaderamente afecta —y de forma diferencial— al bienestar nutricional de las propias familias». La recolección llevada a cabo por las mujeres es lo que mantiene a flote a las familias y, en ese sentido, las mujeres maduras pueden recolectar con la misma eficacia que sus hijas e incluso con mayor eficacia que estas cuando tienen bebés.
La abuela orgánica ha vuelto a casa justo a tiempo. Te echábamos de menos. Nos sentíamos tristes, solos y viejos sin ti, póstumos antes de tiempo. Además, los niños lloran. Necesitan ser alimentados. Aquí tienes tu pala y tu costal, abuelita. Ahora, ¿te importaría volver al trabajo, por favor?
A juzgar por las apariencias, el estudio sobre los hazda es más que suficiente para demostrar la validez de la hipótesis de la abuela, pero el estudio de Hawkes no se limita a ofrecer datos que permitan revivir la moribunda hipótesis de Williams o dar lustre a la reputación de la menopausia. Hawkes tiene planes a mayor escala. Tiene ovarios. En su esquema ambicioso, especulativo y perfectamente plausible, las mujeres maduras inventaron la juventud. Hicieron de la infancia humana lo que es hoy en día: larga, dependiente y grandiosa. Y, al inventar la infancia, inventaron la raza humana. Crearon el Homo imperialis, una especie que puede ir a todas partes y explotarlo todo. Consideramos la infancia como algo que ha evolucionado por el bien de los niños, para darles tiempo a desarrollar un enorme cerebro lleno de pliegues y adquirir habilidades lingüísticas, motrices y sociales. Hawkes invierte el sentido de la flecha y contempla la infancia como un beneficio evolutivo para los adultos, como un periodo de dependencia forzosa que, paradójicamente, proporciona a los padres una enorme libertad. Los adultos querían niños dependientes. Deseaban una prole que los necesitara lo suficiente como para permanecer pegada a ellos hasta la entrada en la edad adulta. Con niños dependientes, los primeros humanos pudieron recoger el campamento y emigrar a tierras jamás soñadas por un póngido. Es como si los adolescentes tuvieran razón a fin de cuentas: puede que mamá se queje de los sacrificios que tiene que hacer y de las cargas que tiene que soportar, pero basta con que intentes marcharte y verás cómo tira del cordón umbilical para que vuelvas a casa. Y ayudando a la mano que tira del cordón, mece la cuna y gobierna el mundo está la abuela. Para poder seguir siendo jóvenes, tuvimos que aprender primero a hacernos viejos.
Empecemos por prescindir de la menopausia. Desde los tiempos de George Williams, los adaptacionistas la han presentado como un hito en la evolución humana, un rasgo que nos distingue de las demás hembras de primate. Sus ovarios pueden seguir funcionando hasta el final, proclaman los adaptacionistas, mientras que los nuestros están programados para cesar su actividad prematuramente, dejándonos tiempo para sacar adelante a nuestras familias. Para Hawkes, en cambio, la menopausia no tiene nada que ver con eso. Según ella, las mujeres no experimentan una senescencia reproductiva «prematura». Nuestros ovarios duran lo mismo que los de nuestras parientes primates más cercanas, las hembras de chimpancé, bonobo y gorila: unos cuarenta y cinco años. Cabe suponer que las progenitoras comunes de los humanos y los grandes monos también tenían ovarios que duraban aproximadamente cuarenta y cinco años. El ovario de cuarenta y cinco años representaría la condición ancestral, la vasija primordial de la familia antropoide, un receptáculo que no se muestra particularmente dispuesto al ajuste o al aumento. Es posible que existan limitaciones fisiológicas que impidan que la selección natural prolongue considerablemente la vida reproductiva de las mujeres. Por ejemplo, tal vez seamos demasiado pequeñas. Las únicas hembras de mamífero que pueden tener descendencia pasada la quinta década de vida son las que corresponden a gigantes como los elefantes y los rorcuales blancos. Si queremos llevar muchos huevos, necesitamos una cesta muy grande.
Sean cuales sean las limitaciones, Hawkes sostiene que no hay nada de precoz en la senescencia de nuestros ovarios. En este punto, coincide con los artificialistas: las mujeres experimentan la menopausia porque sobreviven a sus folículos. Sin embargo, Hawkes no comparte la insistencia de los artificialistas en que la vejez es una invención moderna. Por el contrario, lo viejo es muy antiguo. Podríamos denominarnos Homo maturus. Es cierto que la gente acostumbraba a morir joven debido a enfermedades infecciosas, a las fauces de un leopardo o al dar a luz un bebé muy grande y en posición de nalgas. Sin embargo, los que sobrevivían a la enfermedad y a los accidentes tenían muchas probabilidades de llegar a edades bastante respetables. La Biblia sitúa nuestra esperanza de vida en los 70 años, lo que no es una mala cifra, biológicamente hablando. Estamos hechos para durar entre 70 y 80 años. Añádase la ingeniería necesaria para impulsar a una cantidad considerable de gente hacia la marca señalada y tenemos un siglo. Vayamos donde vayamos, sea cual sea la población industrializada, agraria o nómada que estudiemos, encontraremos que cien años es el límite superior de la duración de la vida humana. «Es el patrón humano, y no hay motivo para pensar que no fuera válido también para nuestros antepasados», afirma Hawkes.
Lo que distingue a las mujeres de las demás primates, por tanto, no es la menopausia en sí misma, sino la larga y saludable vida que pueden disfrutar las mujeres después de la menopausia. A la edad de 45 años, una hembra de chimpancé no solo ve que sus ovarios se marchitan, sino que experimenta un deterioro global. Todos sus órganos empiezan a fallar y siente que se acerca a la muerte. Da igual que haya pasado su vida bajo los atentos cuidados de los empleados del zoo, con la mejor atención médica y todas las bananas del mundo; a los 50 años, una hembra de chimpancé es una vieja decrépita. Sería el equivalente, no de una mujer menopáusica, sino de una centenaria soplando las velas de cumpleaños con los vítores de Willard Scott[26].
Así, aunque es posible que la selección natural haya estado constreñida por la fisiología ovárica y no haya conseguido aumentar la capacidad folicular de una mujer más allá del patrón estándar de los primates, sí que ha permitido un espectacular aumento de la duración de la vida de las mujeres. Y debemos insistir en el carácter femenino de la longevidad. Volvamos de nuevo al papel de la abuela y recreémonos en él. En efecto, cualquier anciano arrugado puede servir, como sugiere Jared Diamond, de depositario de la memoria, de botánico o de toxicólogo para el clan. Pero ¿es un buen hipocampo suficiente para explicar el ascenso de los centenarios? Probablemente no. La vida se vive al día, y la mayor parte de los días no son Navidad. Ejercer de sabios es, como la caza, una ocupación irregular. Necesitamos comida diariamente. Necesitamos mujeres día tras día, año tras año, década tras década después de la menopausia. Construyámoslas para que duren.
Con la nueva edición ampliada de la hipótesis de la abuela, los rudimentos de la longevidad humana, y de la dominación global humana, pueden encontrarse en un ritual que damos por sentado: la comida familiar. Una madre chimpancé amamanta a su hijo durante cuatro o cinco años. Es mucho tiempo, pero después ya no hay más comidas gratis en el Café de Mamá. Se supone que el mono destetado se las arreglará solo, que encontrará, seleccionará y se comerá su propia comida. De tanto en tanto, su madre o algún otro chimpancé adulto pueden compartir sus alimentos con el joven, en especial si el tipo de alimento es difícil de manejar por unos dedos jóvenes. Pero lo que se le ofrece es un lujo, una especie de banana split ocasional, y el joven chimpancé sabe muy bien que no puede esperar limosnas de forma rutinaria.
El hecho de compartir comida, no obstante, encierra la semilla de la oportunidad. Los chimpancés y otros primates sociales tienen limitaciones según su rango. Deben permanecer en un área en la que todos los miembros del grupo puedan encontrar suficiente comida, y eso incluye al joven destetado. Los recursos existentes deben ser accesibles incluso para las torpes manos y la fuerza en proceso de desarrollo de los animales preadolescentes. Si la tropa decidiera emigrar a una zona donde el alimento fuera escaso y su obtención requiriera la habilidad de los adultos, los animales más jóvenes morirían pronto de desnutrición.
A menos, claro está, que los adultos empezaran a compartir regularmente su comida con las crías destetadas. Y «adultos» quiere decir «madres». En casi todas las especies de primates, los padres tienen poco que ver con sus crías y, probablemente, ni siquiera saben identificar cuáles son las suyas. Los machos tienen otras ocupaciones, como la caza. Es la madre la que debe ocuparse de proporcionar a sus hijos lo que ellos no pueden obtener por sí mismos. Y eso está bien, ella está dispuesta, pero entonces aparece un contratiempo: se queda encinta de nuevo. Debe amamantar otra vez, y la lactancia es costosa. Tiene que comer más que nunca y no puede alimentar a los hijos mayores y al lactante al mismo tiempo. ¿A quién va a recurrir? Conocemos la respuesta: a su madre, a su tía o a una prima de cierta edad. Surge entonces la oportunidad para que una hembra madura pero robusta haga algo por el bienestar de su familia. Una hembra de chimpancé madura no tiene nada que hacer en una sociedad en la que los jóvenes son autónomos, de modo que podría morirse y no pasaría nada, ¿verdad Madre Naturaleza, querida zorra monomaniaca y desdeñosa? Por el contrario, en un entorno en el que abastecer a los niños destetados es esencial, las abuelas también lo son. Una hembra madura con buena salud consigue mantener con vida a su descendencia, mientras que una hembra madura moribunda, no. La selección natural favorece la robustez después de la menopausia, y así, la duración de la vida humana empieza a exceder la norma de los primates como un par de brazos extendidos, fuertes y amorosos, siempre dispuestos a abrazar.
Ahora, con la ayuda de la abuela, los seres humanos primitivos son libres. Pueden ir donde otros primates y posiblemente otros homínidos competidores no pueden. Pueden invadir hábitats solo para adultos, donde deben escarbar para desenterrar nuevos tubérculos y cocinar diversos alimentos para hacerlos comestibles. (Los tubérculos, por cierto, son bastante ricos en proteínas y calorías y constituyen un importante porcentaje de la dieta en el seno de muchas culturas humanas tradicionales, pero rara vez son consumidos por los grandes simios.) Las madres pueden alimentar a sus hijos la mayor parte del tiempo, pero cuando dan a luz saben que contarán con ayuda. Una pariente mayor puede responsabilizarse de los niños destetados. De hecho, cuando una madre cuenta con la ayuda de la abuela puede dejar de amamantar antes. Las hembras de chimpancé amamantan a sus crías durante cuatro o cinco años, el tiempo necesario para que estas alcancen su autosuficiencia. Pero, si un niño no necesita ser autónomo al dejar el pecho de la madre, ¿para qué continuar con la lactancia? Incluso en sociedades tradicionales donde no se conocen las leches maternizadas y se espera que las mujeres amamanten a sus hijos, el periodo de lactancia dura una media de solo 2,8 años, un intervalo de tiempo menor que el de otros primates superiores. Una lactancia más corta implica mayor fecundidad y, verdaderamente, las mujeres de las culturas tradicionales tienen más descendencia con sus ovarios de primate que las hembras de chimpancé o de gorila. Los intervalos entre niños son comparativamente menores. El hecho de tener más nietos realza la capacidad genética de la hembra madura. Gracias al hecho de compartir la comida, una mujer madura se convierte en una zarina genética de alcance dinástico.
A medida que la abuela se hace más fuerte, los niños se debilitan. Es una regla básica del desarrollo: cuanto más larga es la vida de un animal, más tarde alcanza su madurez sexual; si un cuerpo tiene que perdurar, debe construirse con cuidado. En consecuencia, los cambios genéticos que favorecen la vida después de la menopausia acaban por mantener a los niños pequeños y prepúberes durante más tiempo. Los niños son infantilizados desde todos los puntos de vista. Se les arrastra a hábitats donde los alimentos están fuera de su alcance y sus genes retrasan la llegada de la madurez. No nos desesperemos. En lugar de ello, doremos la jaula. La prolongación de la infancia abre un abanico de oportunidades para la experimentación cerebral. El cerebro tiene tiempo para madurar, sus sinapsis pueden enlazarse e interconectarse lentamente una y otra vez. Durante los primeros dos o tres años de vida, un niño humano no es muy distinto de una cría de chimpancé. Ambas criaturas son asombrosamente listas y curiosas, apasionados estudiantes de la vida. Sin embargo, el chimpancé pronto deberá abandonar la escuela y ganarse la vida, mientras que la niña —seamos predecibles y consideremos que se trata de una niña— seguirá disfrutando del lujo de una niñera, como ocurre en la mayoría de las culturas. La niña dispone de todos esos años posteriores a la lactancia en los que sigue siendo alimentada y, por tanto, puede dedicar sus energías a su formación social e intelectual. De hecho, se le aconseja que así lo haga, porque aunque la dependencia prolongada ofrece oportunidades, también presenta riesgos. El joven chimpancé puede alimentarse por sí mismo y la niña no. Un adulto, a diferencia de una higuera, no es particularmente receptivo a que le sacudan y le despojen de sus frutos, sino que exige ser desplumado sutilmente. Y para ello, la niña debe aprender el arte de usar sus encantos: la sonrisa estratégica, el gimoteo oportuno, el leve parpadeo. Debe convertirse en un parásito simbiótico, un organismo que lo absorbe todo y que debilita, como buen parásito, pero que proporciona a su huésped una sensación de reciprocidad, de ser agradable, digno y útil; y eso es una hazaña conductual difícil de dirigir que requiere un diagrama de flujo lleno de rutinas y subrutinas. Otro elemento que sirve para aguzar el ingenio juvenil es el bullicioso coro de hermanas y hermanos. La madre es fértil. Tiene muchos hijos. Los desteta pronto y ellos holgazanean por la casa. Todos esos niños dependen de sus mayores y deben aprender a engatusarlos y a confabularse con sus hermanos para llamar la atención. Puede que a los adultos les gusten los niños dóciles y maleables, pero los hermanos agudizan el ingenio. No es extraño que los niños deseen desesperadamente crecer: el jardín de infancia está plagado de víboras.
Resumamos nuestra historia: los primeros humanos se apropiaron de una afición que ya tenían los primates, compartir la comida, y la profesionalizaron. Al asumir la responsabilidad de alimentar a los niños, los adultos pudieron ocupar nuevos territorios. Pero no habrían podido trasladarse sin la ayuda de la abuela. Las mujeres jóvenes necesitaban mujeres mayores. La buena salud tras la menopausia se convirtió en una regla, así como su corolario, la pubertad retrasada. Con la abuela a las riendas y los niños a remolque, ningún terreno resultaba demasiado inhóspito y ningún tubérculo era lo suficientemente profundo para enfriar el entusiasmo imperial de la humanidad. Cuanto más hostil fuera el terreno, mayor sería la dependencia de los niños respecto a los adultos. ¡Ahí echó raíces Peter Pan! La infancia se alargó y, con el tiempo, se dieron las condiciones apropiadas para otra expansión revolucionaria: la de la inteligencia. Nuestras mentes se lanzaron hacia el mundo exterior en todas direcciones. Nos convertimos en seres absurdamente creativos, Homo artifactus, que rechazaban de plano los muros desnudos de las cavernas y las vasijas de arcilla sin decoración. Fabricamos mejores herramientas, mejores lanzas y mejores trampas para mastodontes. Los territorios que invadíamos no nos bastaban y reivindicamos los cielos, poblando la enorme y silenciosa bóveda situada sobre nuestras cabezas con un exuberante divinario de consejeros, legisladores, entrenadores y animadores. Vivimos tanto tiempo y con tanta conciencia de nosotros mismos que dimos por sentado que debíamos vivir eternamente y sepultamos nuestra muerte con los suficientes talismanes y cambio de sobra para toda la eternidad.
Pensemos en ello: la hipótesis de la abuela invierte todas las secuencias convencionales y se carcajea de las directrices de la teoría de la evolución humana. Solemos creer que primero adquirimos la inteligencia, después tuvimos que gozar de una prolongada infancia para cultivar la circuitería de esa inteligencia y, más tarde, tuvimos que vivir lo suficiente como adultos para cuidar de nuestros inteligentes niños durante su lento crecimiento. Sin embargo, tal como lo presenta Hawkes, la secuencia es justo la contraria: primero nos hacemos viejos, después jóvenes y, finalmente, inteligentes. Hawkes le da un buen porrazo a la figura del hombre-cazador, cuestionando el papel del macho en el aprovisionamiento de los jóvenes y en la prolongación de la infancia. Según ella, la división original del trabajo se realizó entre las mujeres en edad fértil y las menopáusicas. Las madres parían, las abuelas alimentaban. Con semejante alianza, la fecundidad y la movilidad humanas no conocieron límites.
¿Y qué pasa con los hombres? Ellos también viven mucho tiempo. Si la longevidad supone un beneficio para la hembra, ¿qué ocurre con el macho añoso? La respuesta a esta pregunta puede formularse básicamente en términos genéticos. Las mujeres no tienen la patente exclusiva sobre ningún gen en particular. A diferencia de los genes ubicados en el cromosoma Y, que solo se transmitirán de padres a hijos, las madres aportan todos sus genes a hijos e hijas por igual. Cuando una mujer hereda los genes que favorecen la robustez tras la menopausia, también los pasa a los cigotos masculinos y dicha transmisión alarga la vida del hombre. Aun así, es posible que la robustez somática funcione a su máximo rendimiento en un contexto femenino. Los hombres, después de todo, no viven tanto tiempo como las mujeres, y la disparidad en la duración de la vida se aplica globalmente. Quizás ellos no tengan por qué vivir tanto. O quizá no deseen vivir tanto. Quizás estén hartos de perder el pelo, de la pompa política de la caza y de hacer chistes malos sobre sus suegras.
Si consideramos a la abuela como el cimiento de nuestro pasado y la vida después de la menopausia como un derecho ancestral en vez de como un regalo moderno, podemos examinar con moderado escepticismo el concepto de «deficiencia de estrógeno». Asumiendo que nuestros cuerpos fueron construidos para envejecer lentamente, ¿qué debemos hacer con la disminución de los niveles de estrógeno que acompaña a la menopausia? Es más, ¿debemos tratarla? ¿Nos dice la hipótesis de la abuela si debemos o no tomar hormonas exógenas cuando nuestros ovarios dejan de producir hormonas cíclicamente? La respuesta es… compleja. Por una parte, la naturaleza es imperfecta. Es una ingeniera chapucera cuyo lema es «así ya vale». Arrugas sobre el labio superior, manchas hepáticas, la ocasional secuencia de embarazosos estornudos. La naturaleza grita: ¡qué más quieres, te sigue latiendo el corazón! En otras palabras, aunque nuestros cuerpos sigan viviendo en ausencia de estradiol ovárico, ello no significa que no podamos sentirnos mejor y más fuertes tomando pastillas de estrógeno. En el pensamiento evolucionista existe un principio denominado «la falacia naturalista»: cometer el error de pensar que si ocurre algo es por algo. El asesinato y el infanticidio son «naturales» en nuestra especie y en muchas otras, pero no son estrategias humanas defendibles. Lo mismo puede aplicarse a la menopausia: vivir sin estradiol ovárico puede ser natural, pero está muy lejos de lo ideal. A fin de cuentas, si la senescencia de nuestros ovarios de primate no es una adaptación per se, sino meramente el resultado de las limitaciones evolutivas en el suministro folicular, entonces la concomitante pérdida de estrógeno ovárico puede constituir un ejemplo de: «Perdone, no hemos podido hacer más. Tendrá que valer así. Podrá ir tirando». Ir tirando cuando no es necesario es una estupidez. Somos inteligentes. Tenemos la química orgánica. Tenemos la ginecología, la cardiología y la endocrinología. Tenemos pruebas de que las hormonas ayudan. Tómate tu pastilla de hormonas, cariño: si somos inteligentes de forma natural, es lo más natural que podemos hacer.
Por otra parte… el viejo Cadillac rosa todavía funciona. La naturaleza es chapucera, pero el motor, aunque sea a trancas y barrancas, responde. La analogía que muchos médicos establecen entre la menopausia y los trastornos debidos a una deficiencia hormonal como la diabetes y el hipotiroidismo no se sostiene. Si yo misma dejara de tomar mis suplementos de hormona tiroidea, me vendría abajo en cuestión de días o semanas. Mi tiroides me ha fallado; tengo una enfermedad, lo admito, y no me queda otra opción que buscar ayuda externa. Pero la menopausia no es tan funesta. Los huesos de una mujer no se desmoronan ni sus vasos sanguíneos se hacen añicos una vez deja de producir óvulos. La mayoría de las mujeres se sienten extraordinariamente bien durante años o décadas después de la menopausia sin tomar hormonas. Cabe suponer que, durante la evolución del programa de prolongación de la vida de los homínidos, el cuerpo femenino desarrollara mecanismos específicos para compensar el «fallo» ovárico. Recordemos que la actividad de la aromatasa aumenta con la edad. La aromatasa puede reconvertir los productos precursores de nuestras glándulas adrenales en estrógeno, y dichas glándulas no permanecen inactivas durante la menopausia. ¿Es esta mejora en el funcionamiento de la aromatasa una mera coincidencia o es más bien una adaptación evolutiva que nos permite mantenernos sanas durante los años posovulatorios? El porcentaje de grasa corporal aumenta con la edad, incluso aunque nos mantengamos en el mismo peso que teníamos con 25 años. La grasa fabrica estrógeno. ¡No la demonicemos! Puede que también tenga su valor. Puede que también sea un rasgo adaptativo de la mujer centenaria. Se dice que nuestros cerebros necesitan estrógeno. ¿Podría ser que las neuronas fabricaran sus propios esteroides? ¿Se hace la esteroideogénesis neuronal más fuerte con la edad, tal como ocurre con la aromatasa? No lo sabemos. Lo que sí sabemos es que la mayoría de las mujeres se conservan considerablemente bien a medida que envejecen, aunque carezcan del supuesto alimento cerebral procedente de sus ovarios.
También sabemos que la terapia hormonal presenta riesgos y beneficios y que no escapa a la complejidad corporal o a la individualidad de cada cuerpo y su historia en concreto. Volvemos al principio, obligadas a decidir caso por caso y a decidir por nosotras mismas. Una mujer con un esqueleto de gorrión puede optar por la terapia estrogénica para ayudar a prevenir la osteoporosis. Una mujer con antecedentes familiares de enfermedades cardiovasculares puede optar por lo mismo pensando en el bien de su corazón. Una mujer delgada y en forma, de espíritu aventurero, que sabe que el cuerpo evolucionó para recolectar vegetales y no para convertirse en uno de ellos y que se resiste a ser absorbida completamente por la regalada vida del ordenador personal, bien puede decidir olvidarse de las píldoras, dar un paseo, levantar pesas, visitar a su hija y ofrecerse para hacer de canguro con sus nietos ya mismo.
Aunque el análisis evolucionista de la menopausia no sugiera nada sobre las ventajas o inconvenientes de la terapia hormonal, sí está de acuerdo con los resultados epidemiológicos y se pueden extraer conclusiones interesantes a partir de él. Tal como hemos visto, numerosos estudios han sugerido que el riesgo de sufrir cáncer de mama aumenta a medida que se prolonga en el tiempo la terapia sustitutiva de estrógeno. Es como si el cuerpo nos dijera: no necesito todo lo que me estás dando. No soy idiota del todo. Puedo cuidar de mí mismo mejor de lo que tú te crees. Algunos médicos han sugerido que se podría considerar un acercamiento en dos fases a la terapia hormonal, en el que las mujeres tomarían suplementos durante un breve periodo de tiempo al inicio de la menopausia —si los necesitan para hacer frente a síntomas pasajeros como los sofocos y el insomnio— y se pospondría después el uso de suplementos de mantenimiento hasta los 60 o 65 años, cuando aumenta el riesgo de enfermedades cardiovasculares y osteoporosis y la amenaza de la demencia senil comienza a enseñar las orejas. Esta estrategia me parece razonable. Incluso para los Panteras Grises de la hipótesis de la abuela, una vez cumplidos los 60 el suministro de reservas empieza a fallar. Es posible que ya no baste con la aromatasa y el tejido adiposo. Estamos poniendo a prueba la paciencia de la naturaleza y ella está perdiendo el interés por nosotras. Ya hemos pasado la fase de la posmenopausia. Si, llegadas a este punto, el hecho de tomar estrógeno nos ayuda a desafiar al destino, ¡tomémoslo! Somos viejas sabias y ser sabia significa darse cuenta de que una ya lleva demasiado tiempo por aquí y que le importa un bledo lo que pueda pasar.
La farmacología está muy bien, pero queremos más de la matriarca orgánica, y ella tiene más que ofrecernos. La hembra madura es alguien a quien siempre tenemos presente en nuestra mente. Está ahí, en un recoveco del inconsciente femenino, silenciosa, temible, amorosa, devastadora. Ella explica algunos de los impulsos que nos agitan y nos confunden. A menudo he observado que las hijas son duras con sus madres, mucho más duras que los hijos. Las mujeres tienden a idealizar a sus padres y a perdonarles muchos de sus pecados y defectos, pero no tienen compasión con sus madres. Hiciera esta lo que hiciera, seguro que no lo hizo bien. La madre era fría y negligente, la madre era autoritaria y asfixiante, la madre era tímida, la madre era una arpía. Ni siquiera el feminismo nos ha curado de nuestra odiada madre, de la gripe materna. Proyectamos nuestra ira sobre nuestras madres y no queremos renunciar a esa ira porque nos protege. No hace mucho, una editora me propuso que colaborara en un libro de ensayos en el que varias mujeres escribían sobre sus madres. Mis coautoras eran novelistas, poetas, críticas, historiadoras, muchas de ellas conocidas y todas ellas con una formidable capacidad intelectual. Acepté el encargo y escribí un texto positivo en el que elogiaba a mi madre por haberme enseñado el valor de una nómina y por aconsejarme la mejor de las curas, sin discusión, de la anorgasmia. La editora llamó para darme las gracias y aprovechó para decirme que había aportado un tono que el libro necesitaba: yo era una de las pocas autoras que decían algo bueno sobre sus madres.
No hay motivo para vanagloriarse. Podría haber sido de otro modo. He pasado largas temporadas odiando a mi madre de una forma absurda y obsesiva, llorando amargamente cuando pensaba en ella, escribiendo breves fábulas en las que ella era el ogro, la gran devoradora de corazones sin corazón. Pero también ha habido otros momentos en los que, en pleno acceso de cólera contra mi madre, me detenía y me decía a mí misma: esto no es racional, no es justo, sienta un mal precedente. Piensa cómo podrías salir por tus propios medios de la cloaca del odio hacia la madre, no sea que tu hija crezca y la emprenda contigo, odiándote a su vez y culpabilizándote de todos sus males. En ese estado deliberativo, generoso a regañadientes y autodefensivo estaba yo cuando escribí mi ensayo a favor de la madre. Sin embargo, en otras circunstancias, ¡cuánta bilis puedo destilar! Y, por lo que parece, no es nada extraño. Las hijas, como las víboras, tenemos colmillos no retráctiles.
Al mismo tiempo, las hijas suelen permanecer muy apegadas a sus madres. Hablan con ellas mucho más a menudo que los hijos. Por término medio, una mujer telefonea a su madre una vez a la semana, mientras que un hijo lo hace una vez al mes. Las mujeres necesitan a sus madres. Las llenan de reproches y sueñan con asesinarlas, pero siempre vuelven para pasar más tiempo con ellas. Quieren algo, aunque no logren articular su deseo. Esperan algo. Esperan que sus madres estén ahí para ellas muchos años después de haberse convertido en adultas. Silvia Plath[27] escribió poemas llenos de violencia sobre su madre: «Me llevaste a través del mar / Gorda y roja, una placenta / Paralizando a los amantes en lucha […] ¡Fuera, fuera, tentáculo-anguila! / No hay nada entre nosotras». La misma Plath, durante su estancia en la universidad de Cambridge como estudiante en intercambio, escribió largas y sinceras cartas a su madre en las que le describía todos los pormenores de su vida: los hombres a los que conocía, las fiestas a las que asistía, lo mucho que le desagradaban las muchachas inglesas, «de tez blanca y más bien histéricas y ansiosas», su lastimero deseo de tener a «alguien que me prepare un caldo caliente y que me diga que me quiere». El lastimero deseo de tener consigo a su madre.
El lazo emocional entre madre e hija se ha explicado frecuentemente por el hecho de compartir el mismo sexo y porque la hija se identifica con la madre y no necesita individualizarse, como ocurre con un hijo, para afirmar su identidad. Según este análisis, las mujeres permanecen junto a sus madres como si fueran niñas porque pueden. Pueden permitirse gritar «¡Mamá!» sin que ello les cause ningún problema, al contrario que los hombres. Su autonomía y su identidad sexual no les exigen rechazar a la hembra todopoderosa. Así, cualquier expectativa de ayuda maternal que pueda tener una mujer puede contemplarse simplemente como la exigencia, constantemente reciclada, de una niñita petulante.
La hipótesis de la abuela, sin embargo, sugiere otra interpretación en la que se le otorga menos énfasis a lo pueril. Si las mujeres jóvenes han necesitado a las mujeres maduras desde hace mucho y si dicha necesidad fue un principio organizativo en las sociedades humanas primitivas, entonces nuestra ansia constitucional por nuestras madres no puede —es más, no debe— terminar con la pubertad. Es mucho más fuerte que eso. Es como el río de nuestras vidas: fluye y debemos navegar por él, con sus rápidos, sus remansos y sus cataratas, como los momentos buenos y malos de la vida, pero es un río sin fin. Si una mujer madura se hace cargo de nuestros hijos, esa mujer pasa a ser, como ellos, parte de nosotras mismas, alguien a quien amamos profundamente. Al mismo tiempo, la mujer madura no nos pertenece en exclusiva, puesto que tiene otros familiares a los que atender. Puede decepcionarnos y puede que incluso nos enfademos con ella, pero no dejamos de necesitarla y no dejaremos de pedirle ayuda. Nos proporcionará la ayuda que buenamente pueda y, cuando lo haga, nos sentiremos seguras. Y cuando no nos pueda ayudar, habrá otra mujer mayor dispuesta a hacerlo.
La estructura de las vidas occidentales no facilita los vínculos a largo plazo entre las mujeres maduras y las jóvenes. Nos casamos, nos marchamos de casa, vivimos en pisos o en pequeñas casas donde lo último que deseamos es alojar a nuestras madres. Tenemos escasa o nula relación con los parientes lejanos y solo mantenemos contacto con los familiares más cercanos. Sin embargo, los anhelos y las necesidades no se evaporan, simplemente se transforman. Cada deseo insatisfecho en la época adulta se deposita en el umbral materno. En todo caso, la pérdida de la amplia matriz de parentesco proyecta la furia ante nuestra impotencia enteramente sobre nuestras madres. Esperamos ayuda por parte de una mujer mayor y la única que conocemos es nuestra madre. Cuando las mujeres deciden ir a terapia, suelen preferir una mujer terapeuta que sea mayor que ellas. Buscan la ayuda de una mujer que se ajuste al canon de la potencial salvadora que tienen en sus cabezas. No están buscando a su madre, sino que, por el contrario, probablemente están furiosas contra ella y eso forma parte de los motivos que las llevan a someterse a una terapia. En la terapeuta mayor buscan, pues, a la mujer madura ausente, a la mujer in loco matris[28] que llene el hueco dejado por su madre si esta ha muerto, no está en buenas condiciones físicas o mentales o está ocupada en otros asuntos.
La falacia naturalista nos previene a la hora de elevar lo supuestamente innato a lo supuestamente óptimo. Quizá no deseemos pasar nuestras vidas rodeados de parientes. Nuestras familias nos resultan agobiantes. Huimos de las ciudades pequeñas porque estamos hartos de que nuestros vecinos sepan de nuestros asuntos y cotilleen sobre todas y cada una de nuestras transgresiones sociales. Aun así, todos nosotros somos compendios de patrones ancestrales, con mil capas superpuestas y la singularidad del yo. A nadie le viene mal encontrar refuerzos donde sea, en el pasado o en el presente. El tacto, por ejemplo, es maravilloso. Es también una de las transacciones más antiguas, un desafío a la membrana plasmática y a la soledad que conlleva. El tacto puede curar. Incluso cuando una persona está en coma, la simple caricia de una enfermera hace bajar la tensión arterial del paciente. Necesitamos el tacto y, por regla general, este apetito por el tacto nos beneficia. En esta misma línea, yo diría que el ansia de madre que tiene una mujer, su necesidad de otra mujer mayor y de otras mujeres en general, es también antigua y también merece la pena tenerla en cuenta. No hay pruebas que indiquen que los seres humanos hayan vivido alguna vez en un verdadero matriarcado, una sociedad en la que las mujeres gobernasen. No obstante, el fenómeno de la matrilocalidad —es decir, que las hijas permanecen en su grupo de parentesco natal mientras que los hijos se dispersan al convertirse en adultos— no es infrecuente entre las sociedades tradicionales y constituye la abrumadora norma entre los primates no humanos. En este caso, las hembras forman un núcleo estable, mientras que los machos van y vienen, hablando de Miguel Ángel o, más probablemente, de fútbol. «Cualquier modelo de sociedad protohumana que deje en segundo plano el papel fundamental que desempeñan las relaciones entre las hembras es, con toda probabilidad, erróneo», afirma la primatóloga Kim Wallen. La cultura hazda no es matriarcal; de hecho, en muchos aspectos, las mujeres dependen de los hombres. Sin embargo, el hecho de tenerse unas a otras y la matrilocalidad hacen que nadie pase hambre, y ese arreglo tácito es una potente medicina para la mente.
En la década de 1970, las mujeres hablaron de hermandad e intentaron ponerla en práctica, pero incluso las más utópicas cayeron en el fácil hábito de la segregación por la edad. Las mujeres jóvenes se relacionaban con sus coetáneas. Las mujeres maduras se escindieron y formaron grupos como la OWL (Older Women's Liberation, liberación de las mujeres maduras, considerando madura a toda mujer que pasara de los 30 años). Fue un error separarse entonces y es un error en el que continuamos siendo expertas. Establecemos barreras entre generaciones con denominaciones tan tediosas como la generación del baby-boom, la generación X y la última edición, la generación del milenio o los ceroástricos («antes de nosotros, todo era negativo»). Entablamos amistad con nuestros coetáneos y difícilmente nos aventuramos a hacerlo con individuos una década por encima o por debajo de nosotros. Así que acabamos con amigas que se encuentran en la misma situación precaria que nosotras, angustiadas por las mismas razones que nosotras, y seguimos buscando a nuestras madres, a esas míticas criaturas a las que identificamos con nuestras mentoras femeninas y que representan una pequeña parcela de tierra donde podemos detenernos apenas un minuto a respirar, a respirar seguras. Un grupo de personas de la misma edad es intrínsecamente inestable. Los iguales compiten entre sí como lo hacen los hermanos. Las antiguas hermandades femeninas universitarias eran transgeneracionales, y si queremos que de la hermandad femenina surja la fuerza y a la vez el bálsamo, no estaría de más replantear en cierta medida el viejo modelo y reforzar nuestra biblioteca de cohortes con sujetalibros de mujeres jóvenes y mujeres maduras.
De todos modos, no deja de ser mi fantasía. Siempre he creído en el modelo del portafolio diversificado, el clan, el aquelarre. Para el anuario de mi instituto, elegí como la frase que mejor me definía una procedente de Ulises: «La juventud guiada por la experiencia conduce a la mala fama». Me encantaba la idea de ir de la mano de una astuta mujer mayor, con sus cabellos grises vistosamente peinados, y ser conducida hacia el atrayente y amenazante Elíseo de la mala fama. La mala fama era mi gnosis, la verdad espiritual, pero más firme y oscura, y mi mentor tenía que ser una mujer, porque la idea de un hombre experimentado sonaba a sátiro. No tenía ni idea de cómo encontrar la Experiencia; mis profesoras del instituto tenían que mantener una distancia profesoral y eran peores que las madres y las abuelas, puesto que tenían muchas personas a su cargo, muchas alumnas a quienes atender. En cualquier caso, me aterrorizaban, y sentía el peso de mi ingravidez, de lo poco que yo podía ofrecer a cambio. Todavía no sé cómo hacer amigas fuera de mi mismo grupo de edad y todavía anhelo el consuelo que ello podría proporcionarme, aunque la mera imagen de ese aquelarre y la esperanza de encontrarlo ya son, en sí mismos, un consuelo.
Tengo la gran esperanza de reencontrarme con mi hija cuando ella ya sea adulta, cuando nominalmente deje de necesitarme, cuando ya hayan pasado las crisis y los reproches que supongo que llegarán con la adolescencia, puesto que a mí me llegaron brutalmente. Espero no equivocarme con mi interpretación de la abuela orgánica, con mi convicción de que el ansia de madre es un rasgo primordial de la feminidad, y espero que la necesidad que tenga mi hija de mí sea más duradera y más apasionada que la que siente un niño por la comida, la ropa, el cobijo y el aplauso. Espero que me necesite lo suficiente para mostrarme cómo es, para que me informe regularmente de cómo le van las cosas, para que confíe su progenie intelectual a mi custodia. Espero que le gusten los trueques: Juventud y Experiencia a cambio de Mala Fama. Puede que ella escupa fuego y me abandone encantada, pero deseo que sienta en su propia hemoglobina que puede encontrarme, descansar conmigo y respirar, respirar segura, aunque sea solo durante un instante entre ciclo y ciclo de ira y decepción. Porque, mientras duren, mis huesos, mi cerebro y mi fuerza son suyos por derecho de nacimiento, y puede que no sean gran cosa, pero son tenaces por decreto y acatarán, felices, las costumbres de la dinastía. Cuando la Juventud pide ayuda, la Experiencia saca su pala y empieza a cavar.