CAPÍTULO

5


Ventosas y cuernos

El útero despilfarrador

Hope Phillips desempeña el tipo de profesión que el cerebro adora, pero que el cuerpo, acostumbrado a vivir entre algodones, detesta. Trabaja como directora de proyectos para el Banco Mundial, de modo que se pasa meses enteros viajando sin parar a sitios donde, por no haber, no hay ni carreteras. Lo que sí hay son amenazas físicas: parásitos de las variedades y diseños más extraños imaginables, mosquitos que zumban en coros de malaria, un calor de mil demonios, los efluvios combinados de las aguas residuales locales y los residuos tóxicos importados, y unas reservas de sangre que no deberían volver a ver el interior de las venas de nadie. Hope ha viajado por toda Sudamérica y Asia, pero últimamente ha realizado la mayoría de su trabajo en Sudáfrica. Y fue justamente en África donde empezó a preguntarse si podría seguir permitiéndose el lujo del comportamiento cada vez más irregular de su cuerpo.

Hope Phillips es una mujer esbelta de cuarenta y tantos años con cutis suave, buena estructura corporal y una forma de ser reflexiva y meticulosa. Es de origen estadounidense, pero se crio en Taiwan, donde su padre, médico, investigaba sobre el cólera. De ahí le viene el leve deje que se aprecia cuando habla, recuerdo del chino que aprendió en su infancia. La visité en Arlington, Virginia, donde vive en una casita de forma cuadrada y aspecto pulcro, decorada con alfombras, muebles y tallas procedentes de sus viajes al extranjero. Yo tomé café y mordisqueé unas riquísimas galletas; ella tomó té, no comió absolutamente nada y me relató sus problemas médicos y la solución que había encontrado a ellos.

Durante los últimos años, Hope había estado sangrando por la vagina de un modo que ella consideraba anormal. «Durante unos cinco días al mes, aparte del periodo menstrual, comenzaba a sangrar a las nueve de la noche —explicaba—. Parecía un torrente». Se dejó caer hacia delante para enfatizar como un torrente. Al principio no le dio demasiada importancia, pero finalmente decidió que era mejor consultar a un médico. La ecografía reveló que la causa más probable de su excesivo sangrado era un fibroma, un tumor benigno que crece en el tejido muscular, o miometrio, que constituye la capa intermedia del útero. El término técnico para fibroma es «leiomioma» o simplemente «mioma», una palabra que refleja el origen muscular del tumor, pero los fibromas son tan frecuentes como las pecas, por tanto merecen su nombre común. Al menos una cuarta parte de las mujeres de más de 30 años los sufren, y la verdadera cifra puede estar cerca de la mitad. En la mayoría de los casos, los fibromas son asintomáticos y, a pesar de que se les encuadre dentro de los tumores, constituyen un caso aparte y lo mejor es dejarlos estar. De todos modos, si crecen demasiado o están situados en determinados lugares, pueden causar dolor, sangrado excesivo, estreñimiento y otras incomodidades.

Por desgracia para Hope, su fibroma era de la llamada «variedad submucosa». Son fibromas que, en lugar de permanecer en el miometrio, sobresalen hacia el endometrio, la capa de membrana mucosa que recubre el interior del útero. El crecimiento no era doloroso, pero cada vez que menstruaba y expulsaba el revestimiento del endometrio, los vasos sanguíneos del fibroma, altamente vascularizado, quedaban al descubierto, de aquí el excesivo sangrado que persistía después del final del periodo menstrual. El médico le sugirió que un legrado podría detener la marea roja. El procedimiento consiste primero en ensanchar, o dilatar, el cuello del útero para permitir la inserción de una serie de instrumentos quirúrgicos con el objetivo de realizar un raspado del endometrio más allá de lo que normalmente se expulsa mediante la menstruación.

En el caso de Hope, el viejo procedimiento de limpieza no sirvió de nada y, de hecho, pareció haber empeorado el problema. «Llegó a un punto en el que solo dejaba de sangrar o de manchar durante diez días al mes», explicaba. Su trastorno representaba un inconveniente para viajar, pero como buena trotamundos dominaba el arte de hacer el equipaje. Fuera zapatos de recambio. Cuando preparaba las maletas para un viaje de tres meses, en su neceser se acumulaban más tampones y compresas que los que necesitan la mayoría de mujeres a lo largo de un año.

Pero la hemorragia pronto dejó de ser un simple problema de exceso de equipaje. Durante un viaje a Zimbabwe, empezó a sangrar copiosamente. Le preocupó que la hemorragia aumentara hasta el punto de necesitar una transfusión de sangre, que no es precisamente un plato de buen gusto en un continente donde el retrovirus saltó por primera vez del mono al ser humano, y en esa migración se inventó el sida. Al cabo de un tiempo, estando ya en Estados Unidos, se sometió a otro legrado, y algunos días después se puso gravemente enferma. La fiebre le subió hasta treinta y nueve grados. Tuvo que cancelar un nuevo viaje a África que ya estaba planeado. Los médicos le dijeron que el fibroma había crecido tanto que el útero ya no se veía en la ecografía. Finalmente, se encontró en la consulta de la doctora Nicolette Horbach, de la Escuela Universitaria de Medicina George Washington, hablando de extirpar la única parte del cuerpo que tiene carácter único para la mujer, el único órgano que no tiene un homólogo masculino: el útero.

Como hemos visto anteriormente, Galeno y los que le siguieron durante los casi dos milenios siguientes concebían el cuerpo femenino como un calcetín sacado con prisas, es decir, un cuerpo masculino al revés. La vagina sería un pene invertido; los labios, el equivalente al prepucio; el útero, un escroto interno, y los ovarios, los testículos femeninos. Pero Galeno no era tonto, iba por el camino adecuado al observar el principio de la equivalencia genital. Los genitales adultos son homólogos, aunque no exactamente como él pensaba. Sí, los ovarios corresponden a los testículos, pero el análogo femenino del pene es el clítoris, no la vagina, y los labios son el homólogo estructural del escroto y no del prepucio. Ambos sexos poseen tejido mamario sensible y, bajo determinadas condiciones hormonales, las mamas de un hombre pueden hincharse hasta alcanzar proporciones dignas de sujetador, una enfermedad que se denomina «ginecomastia» (que significa «mamas femeninas»).

Sin embargo, cuando llegamos al útero, la homología anatómica deja de funcionar. Durante el desarrollo de un feto masculino, el factor inhibidor de Müller elimina el proto-útero cuando la estructura no es mayor que una semilla de alcaravea, sin dejar nada para ser reinterpretado por los inquietos andrógenos del feto. Dicho factor también suprime las incipientes trompas de Falopio, aunque el segundo juego de conductos primordiales se conserva y se transforma en conductos seminales. Solo el útero representa un claro caso de presencia versus ausencia, tener o no tener.

¡Y menudo peso lleva este órgano monosexual! El peso de la humanidad, ni más ni menos. Cada una de las seis mil millones de personas que están vivas hoy en día y los miles de millones que ya han fallecido han llegado a existir gracias a la tolerancia uterina ante el concepto implantado y la generosidad, también uterina, para compartir el riego sanguíneo con el feto colonizador. El útero ha soportado el peso de extraordinarios mitos médicos. Hipócrates creía que el órgano vagaba errante por el cuerpo femenino, motivando todo tipo de trastornos físicos, mentales y morales; después de todo, la palabra histeria procede del griego hystera, útero. Hipócrates también creía que el útero humano tenía hasta siete cámaras y que estaba revestido de «tentáculos» o «ventosas». Estos estrambóticos errores eran resultado de leyes y costumbres religiosas que prohibían la disección del cuerpo humano y que obligaban al gran hombre del juramento a extrapolar lo que observaba en el estudio de otras especies, cuyos úteros sí suelen poseer múltiples cavidades y estructuras en forma de cuerno.

La metedura de pata de Hipócrates persistió hasta el Renacimiento, cuando el magnífico dibujo de Leonardo da Vinci que mostraba un útero abierto en cuyo interior se podía ver el feto y el cordón umbilical puso de manifiesto que el útero humano cuenta con una sola cavidad. No obstante, en otros de sus dibujos anatómicos ilustraba otra de las fábulas de la época, la existencia de una «vena láctea» que ascendería desde el útero hasta las mamas con el cometido de transformar la sangre del útero de la embarazada en leche para el recién nacido. No hace tanto, durante el siglo XIX, los médicos sostenían que el útero competía directamente con el cerebro por el riego sanguíneo. Así, cualquier esfuerzo que realizara la mujer para alimentar su mente a través de la formación o de una carrera profesional iba en detrimento de su fecundidad.

La guerra del útero continúa hasta la fecha. Uno de los temas más controvertidos de la actualidad, el incansable debate sobre el aborto, conduce en último término a la pregunta de: ¿quién es en realidad el dueño del útero: la mujer o el feto (o un apoderado fetal, como la Iglesia o el Estado)? Además, aunque solo la mitad de la población posee uno, el útero es el lugar donde se realizan las dos intervenciones quirúrgicas más frecuentes en Estados Unidos. La primera es la cesárea, en la que el útero se rebana y se abre para sacar rápidamente al bebé (que quizá no necesite tal despliegue militar para nacer). La segunda es un asalto al útero en toda regla, la histerectomía. Y fue justamente eso, una histerectomía, lo que la doctora Horbach le sugirió a Hope Phillips como una posible solución para terminar con su incontrolable sangrado.

Horbach es una mujer enérgica de pelo oscuro a la que le gusta resaltar sus ojos con un elaborado maquillaje y que se plantea la medicina de forma pragmática y directa. Pero directa no quiere decir precipitada. La primera consulta con Phillips duró dos horas. La paciente le describió sus síntomas, sus antecedentes médicos y las exigencias de su trabajo. También le habló sobre un reciente cambio que se había producido en su vida y que la hacía sentirse reticente a la histerectomía. Phillips había estado casada dos veces y en ninguno de sus matrimonios, que habían acabado en sendos divorcios, había considerado la posibilidad de quedarse embarazada. Sin embargo, últimamente había estado saliendo con un hombre con el que, por primera vez en su vida, se imaginaba a sí misma siendo madre. «¡Qué ironía!, es como si Dios me hubiera dado una patada en la boca», me dijo Phillips. ¿Se podría hacer algo, preguntó a Horbach, para eliminar el fibroma y conservar el útero?

Horbach le describió las opciones posibles. Le explicó que podía tomar unos fármacos denominados agonistas de la hormona liberadora de gonadotropinas para bloquear temporalmente la producción de estrógenos, los culpables del crecimiento de los fibromas. El problema es que estas sustancias suelen actuar solo mientras se toman y además, tienen efectos secundarios masculinizantes.

Otra alternativa posible era la miomectomía, la extirpación quirúrgica del fibroma. Horbach le habló con franqueza. Tienes 45 años, le dijo a Phillips. En el mejor de los casos, las posibilidades que tienes de quedarte embarazada son mínimas, y dado el gran tamaño del fibroma, su extirpación las reduciría más aún. Horbach añadió que una miomectomía puede producir una importante pérdida de sangre con la consiguiente necesidad de una transfusión durante la intervención, lo que, a su vez, puede ser causa de infecciones postoperatorias y complicaciones. En este último caso, advirtió, la recuperación tardaría más de las cuatro a seis semanas habituales.

Horbach también le explicó que podía limitarse a no hacer nada y convivir con el desmedido sangrado hasta que llegara la menopausia. Cuando cae la producción natural de estrógenos, los fibromas tienden a encogerse hasta adquirir proporciones intrascendentes.

Phillips volvió a casa para reflexionar. ¡Cinco años más de pérdidas crónicas! No podía soportar la idea, en especial ahora que las hemorragias eran cada vez más fuertes. También consideró la opción de la miomectomía, pero las palabras de Horbach resonaban en sus oídos. ¿Qué clase de fantasía se estaba construyendo, que podía someterse a una operación de cirugía mayor, recuperarse, casarse con un hombre a quien apenas conocía y, a los 45 o 46 años, concebir de inmediato? Sus hermanos y hermanas estaban haciendo un buen trabajo en cuanto a la reproducción, pensó. El árbol familiar no necesitaba sus brotes. A Phillips también le inquietaba la posibilidad de una larga recuperación de una miomectomía. «Nunca me he definido por mi útero o por mi potencial para tener hijos —dijo—. En cambio, me defino por mi trabajo».

Habló con su familia y sus amigos. Mencionó la posibilidad de una histerectomía al hombre con el que estaba saliendo, pero su respuesta fue más bien fría. «Ah, sí —respondió vagamente—. Es lo que les han hecho a algunas de las amigas de mi madre». Finalmente, decidió someterse a la histerectomía. Dado el gran tamaño del fibroma, la cirugía debía hacerse por vía abdominal, en lugar de vaginal o a través de laparoscopia, que es el método habitual que se sigue. Tanto Phillips como Horbach accedieron a que yo asistiera como observadora a la intervención. Yo, por mi parte, tenía ganas de ver qué aspecto tenían los órganos reproductores internos: los ovarios, las trompas de Falopio, el cuello del útero y el útero. La interesante observación de un fibroma —uno gigantesco, fibroso y de color púrpura— iba incluida en el precio.

El equipo quirúrgico que se reúne en el Hospital Universitario George Washington a primera hora de una mañana de marzo para realizar la histerectomía es deliciosamente insólito: tres cirujanas (la propia Horbach y dos residentes) y un enfermero. Con la mitad inferior del rostro cubierto por una mascarilla quirúrgica y los ojos delineados con lápiz oscuro, Horbach parece una Cleopatra. Phillips yace desnuda sobre la mesa de operaciones, ya en la tierra de la felicidad. No le han administrado anestesia general, sino un tranquilizante para sedarla y anestesia epidural para bloquear la sensibilidad de cintura para abajo, un procedimiento minimalista que permite una recuperación posterior más fácil que en el caso de una pérdida de sentido total. La paciente ronca ligeramente mientras los miembros del equipo quirúrgico la preparan para la intervención. Su cuerpo tiene un aspecto juvenil y atlético, demasiado juvenil incluso para una cirugía que se suele catalogar de «dirigida a mujeres maduras» y «propia de las amigas de mi madre». El equipo le rocía la pelvis y el abdomen con Betadine y le pasan una esponjita jabonosa por el vello púbico. Una vez restregada a conciencia, la tapan hasta el cuello con una sábana azul, dejando expuesto solo un triángulo de carne alrededor del abdomen. Delante de la cabeza de la paciente ponen una cortina. Es un cuerpo incorpóreo, una mujer en crudo.

A petición de Horbach, alguien pone un disco de jazz en un pequeño equipo de música portátil. Los cirujanos se inclinan sobre su pálido campo de juego. Realizan una incisión de unos quince centímetros de longitud por debajo del ombligo de Phillips y su piel devuelve una sonrisa de color rojo brillante. Cauterizan la piel para detener la hemorragia. A continuación, cortan las fascia del recto, el tejido conectivo bajo la piel que lo mantiene todo en su sitio. Atraviesan la fina capa de tejido adiposo de Phillips, que recuerda a la grasa que vetea la carne de pollo. Bajo el tejido adiposo se encuentran los músculos abdominales, dos capas rosáceas que los cirujanos no cortan sino que, simplemente, separan.

«Esto sí que es anatomía de manual —les dice Horbach a las residentes—. Es magnífico». Normalmente, las pacientes a las que opera pesan por lo menos cincuenta kilos más que Phillips, de modo que realizar una incisión a través de toda esa gordura es una verdadera lata. Ya puestos ¡mucho mejor trabajar con el mejor de los libros!

Sin embargo, todo es sangre, sangre y más sangre; tienen que absorberla una y otra vez y cauterizar en la medida de lo posible. Finalmente, llegan al interior de la cavidad abdominal. Mantienen los músculos de Hope separados mediante pinzas. Sus vísceras tienen un aspecto sano y enérgico. Relucen. Hope se ha convertido en un museo viviente, abierto al mundo, de ahí que sea chocante oírla susurrar detrás de la cortina. Después de todo, no está totalmente inconsciente, sino simplemente sedada, entrando y saliendo de una siesta; es la epidural la que la adormece. Le habla atontada al anestesista y él la tranquiliza diciéndole que todo va bien. Horbach palpa las diversas partes de la cavidad, la vejiga, los riñones, la vesícula biliar, el estómago, para examinar la existencia de anormalidades de cualquier tipo. Ya que estamos, echemos un vistazo ¿no? «Alguna vez encontramos algo más complejo que lo que esperábamos», explica Horbach.

No en este caso: pura anatomía de manual. Horbach me señala los ovarios: son del tamaño de un fresón, de color grisáceo y su superficie es irregular. Parecen vainas húmedas. Sobre uno de ellos se puede distinguir una especie de quiste blanco, probablemente el escenario de la última ovulación de Phillips, cuando un óvulo maduro reventó el folículo y dejó un saquito lleno de fluido que todavía está cicatrizando. Horbach también me señala las trompas de Falopio, que están pegadas al útero. Las trompas son exquisitas, suaves y sonrosadas, esbeltas como una pluma, inclinadas a cada lado como un plumero con una campana de frondas llamadas fimbrias. Gabriel Falopio, el anatomista del siglo XVI al que estas estructuras deben su nombre, creía que las trompas parecían trompetas que servían para expeler «humos nocivos» procedentes del útero. En mi opinión, parecen anémonas, flores carnosas cuyos pétalos laten con el ritmo de la sangre. Esta histerectomía será relativamente conservadora, anuncia Horbach. Va a dejar las trompas y los ovarios en su sitio, lo que no siempre ocurre. Normalmente, los cirujanos extirpan el kit reproductor de una sola vez: útero, cuello del útero, trompas y ovarios, tijeretazo, tijeretazo, tijeretazo. Argumentan que si una mujer está cerca de la menopausia, el sistema estaba a punto de jubilarse de todos modos, así que ¿para qué dejar cosas que se podrían convertir en cancerosas? ¡Cuidado con las vainas! El cáncer de ovarios puede ser letal; suele avanzar sigilosamente sin dar síntomas hasta que la enfermedad ha progresado hasta el punto de que ya no hay remedio. Ya que estamos haciendo cirugía mayor, hagámosla mayor aún y eliminemos el riesgo de que la paciente sufra cáncer de ovarios; después, ya le administraremos una terapia hormonal sustitutiva.

Sin embargo, el argumento profiláctico para justificar la extirpación adicional de un órgano a muchos les parece discutible o, directamente, escandaloso. Una ovariectomía innecesaria equivale a una castración, argumentan. ¿Qué sentido tiene extirpar partes del cuerpo sanas a tenor de la pequeña probabilidad de que en el futuro se conviertan en cancerosas? Por la misma regla de tres, podríamos deshacernos de un riñón antes de que empezara a hacer el vago, o bien del 85% del hígado que no necesitamos, o, volviendo al principio de la equivalencia genital, por qué no eliminamos los testículos para prevenir el cáncer testicular. Horbach le había explicado a Phillips durante la visita que ella estaba firmemente a favor de dejar en su sitio las trompas y los ovarios, y Phillips no veía ningún motivo para discrepar.

Antes de comenzar a extirpar el útero, Horbach liga con un hilo los principales vasos que le suministran sangre a fin de reducir la pérdida de sangre. Las cirujanas estudian detalladamente su blanco y pronto se dan cuenta de que la intervención va a ser más compleja de lo esperado. El fibroma principal es muy grande y ha deformado extremadamente el útero y el cuello. Además, ha desarrollado un riego sanguíneo parásito para su propia alimentación. Los tumores cancerosos hacen lo mismo: inducir hábilmente al cuerpo para que genere nuevos vasos sanguíneos para mantenerlo, ya que cualquier tejido, maligno o no, necesita aporte sanguíneo para sobrevivir. Las cirujanas deciden realizar una miomectomía parcial, cercenando el fibroma en un esfuerzo por colapsar el útero y hacer posible la histerectomía. Discuten cuál es la mejor manera de ligar y seccionar la maraña de vasos sanguíneos del fibroma para impedir una hemorragia. Descubren otros fibromas, más pequeños, que puntean el útero y complican aún más el trabajo. Horbach pide que le pongan a Phillips una inyección de vasopresina para contraer los vasos sanguíneos y reducir todavía más el peligro de hemorragia. Las cirujanas empiezan a trabajar introduciendo los brazos en el interior de la cavidad abdominal prácticamente hasta los codos y con una concentración tan palpable que yo también contengo la respiración.

Pasan noventa minutos. Ellas no están cansadas, pero yo lo estoy por ellas. Finalmente llega el momento en el que pueden empezar a extraer partes, que son depositadas en una bandeja metálica. El enfermero me las muestra una a una. El cuello del útero: una estructura tubular brillante de color caramelo que me recuerda al glande de un pene. El fibroma: es tan grande y aparentemente tan funcional que me cuesta creer que no formara parte de la anatomía de Phillips. Parece un nabo, una basta maraña de tejido purpúreo que a Horbach le recuerda al tejido cerebral. El cuerpo del útero: en este momento no se puede decir precisamente que resulte fotogénico. Es una simple bolsa del tamaño del puño de un niño, un temeroso accesorio del fibroma al que durante tanto tiempo mantuvo.

Una vez extirpados el útero y el cuello, la vagina de Phillips se abre ahora directamente a la cavidad abdominal, de modo que las cirujanas la cierran con unos puntos de sutura. Puede que no sea un lugar tan sucio como dice la leyenda, pero no deja de ser un orificio y es mejor que no sirva de puerta de entrada entre lo público y lo privado. Horbach se asegura de no dejar ningún tipo de «tejido sucio» por ahí, restos del fibroma que podrían constituir una fuente de infección. Finalmente, las doctoras riegan el lugar de la excavación con agua esterilizada. Con el tiempo, las demás vísceras de la paciente se resituarán y llenarán el espacio donde antaño moraban sus órganos reproductores. Las cirujanas están listas para cerrar. Alguien cambia el disco y el ritmo. «El jazz es para abrir, para cerrar prefiero rock», explica Horbach. El título de la canción que suena en el aparato de música, Mujer encadenada, parece descaradamente apropiado para la ocasión. Pero ¿está Phillips encadenada o más bien a punto de liberarse? Las cirujanas suturan los cortes con firme delicadeza. Una de las residentes se encarga de la mayor parte de la sutura y está claro que es un trabajo que le encanta. Sus dedos vuelan. Parece que esté tocando un instrumento de sutura, fascia, grasa y piel. Cuando se cierra la última capa de piel y el cuerpo recupera su estado favorito, el confinamiento solitario, el abdomen de la paciente tiene un aspecto sorprendentemente pulcro, sin señal alguna del reciente asalto perpetrado aparte de una delgada línea oscura. «Intentamos realizar las suturas de la manera más estética posible, porque por eso es por lo que nos juzgan los pacientes —explica Horbach—. Ellos nunca ven todo el trabajo duro que hacemos dentro». Verlo no, pero sentirlo ¿cómo no?

El útero no define a una mujer ni desde el punto de vista filosófico, ni biológicamente ni, incluso, etimológicamente. Una mujer no necesita nacer con útero para ser tal, ni tampoco conservarlo para seguir siéndolo. No queremos caer en la trampa del culto al útero ni esperar que los hombres sufran envidia por no tenerlo. Muy pocos la tienen y menos cuando están cerca de mujeres embarazadas. Sin embargo, la mayoría de nosotras hemos crecido con la familiar imagen médica del aparato reproductor femenino, la cabeza de carnero o'keeffeiana en la que la cara es el cuerpo del útero, la barba el cuello y los cuernos las trompas de Falopio. Cuando vemos esta imagen nos viene a la cabeza la pelvis femenina, ¡qué bien encaja todo, un triángulo dentro de otro! Podemos afirmar que, al menos desde el punto de vista estético, poseemos el útero; nos sentimos cómodas con él. Durante unos treinta y ocho años de nuestras vidas, desde los 12 años de edad hasta los 50 aproximadamente, experimentamos el habitual tira y afloja del útero en forma de menstruación. Pero ¿qué es el útero? ¿Cómo es su geografía esencial? ¿Por qué es tan temperamental, tan propenso a engendrar brotes que parecen tubérculos arrancados del jardín? Seamos agradecidas y precisas, pero no serviles. Cuando la mujer no está embarazada el útero tiene el tamaño de un puño pequeño; veamos lo fuerte que puede pegar.

En cierto sentido, la evolución cumple el clásico programa de los doce pasos: solo crea cosas de vez en cuando. No aspira a la perfección; no aspira a nada. No hay progreso, ni plan, ni una escala de la naturaleza que clasifique a los organismos de inferiores a superiores, de primitivos a avanzados. Una mosca es extraordinaria en el reino de las moscas y ¿a quién no le gustaría ver como ellas, en todas direcciones? Si los mamíferos nos parecen superiores, más valiosos y más fascinantes que los insectos, conviene tener presente que este punto de vista sesgado es también consecuencia de la evolución mediante la selección natural. Tiende a gustarnos lo que se parece a nosotros, porque la semejanza implica una relación genética y a nosotros nos gustan nuestros genes; son lo que nos define. La tendencia a favorecer nuestros genes frente a los genes extraños se denomina «selección por parentesco» y se extiende a muchos aspectos de nuestras vidas. Significa que antes prestaremos nuestra ayuda a un pariente que a un extraño y que sentimos más compañerismo por un chimpancé o incluso por un león que por cualquier organismo con aspecto extraño que posea esqueleto externo, cuerpo segmentado y apéndices que se doblan hacia atrás. Ahora bien, el hecho de que nos identifiquemos con animales con pelo que maman y que tienen sangre caliente no significa necesariamente que el orden de los mamíferos esté más cerca de la cabeza de la diosa.

Una vez dicho esto, me atrevo a afirmar que el útero ha sido y es una magnífica invención, una revolución de la fisiología. Antes decía que un feto concebido y gestado internamente es un feto protegido, y un feto protegido puede permitirse el lujo de desarrollar un sistema nervioso central complejo. El útero y su placenta acompañante cuidan de la descendencia como nadie más lo hará, ni siquiera su propia madre después del parto. Cuantos más cuidados recibe el animal, más capaz es de dominar su entorno. Por ahora somos nosotros, los mamíferos placentarios, los euterios, quienes definimos la profesión de mamíferos. Los marsupiales hacen también un buen trabajo criando a su feto, que es como una larva, en su bolsa externa. Los canguros son los ciervos de Australia, y los koalas, las ardillas. En Estados Unidos las zarigüeyas son un clásico —y una molestia— de las zonas suburbanas, y son también marsupiales. Sin embargo, hay muchas más especies de mamíferos placentarios que de marsupiales, y los euterios han poblado muchos más hábitats terrestres. ¿Podría haber evolucionado un cerebro humano en especies gestadas en el interior de un marsupio o un huevo? Probablemente no. El útero, en el interior de la cavidad pélvica, protegida por ligamentos y huesos, es incomparablemente más seguro y la placenta mucho más nutritiva. Puede que el útero no tenga nada que ver con el intelecto de su dueña, pero sí con el feto que se desarrolla en su interior.

Indudablemente, el feto sabe la buena vida que lleva. No abandona el útero hasta que se ve obligado a hacerlo por el gradual recorte presupuestario de la placenta; el cuerpo de la madre decide: ya es suficiente, ya hemos hecho bastante ¡fuera niño! Al presentir la inminente sequía, el feto libera una serie de señales bioquímicas que tienen como consecuencia su expulsión del único Edén que conocerá.

La geografía del útero, por tanto, no puede desligarse de su papel como madre primigenia, tienda de campaña fetal y supermercado fetal. Consideremos las características contradictorias que debe satisfacer el útero: debe ser a la vez flexible y estable, rico y económico, capaz de crecer durante la edad madura como ningún otro órgano puede hacerlo; debe comunicarse con el resto del cuerpo para averiguar en qué momento del ciclo se encuentra entre la ovulación y la menstruación. El útero forma parte del sistema endocrino, el macramé de glándulas, órganos y estructuras cerebrales que segregan hormonas y que responden a ellas. Se comunica a través de una red bioquímica con las glándulas adrenales, los ovarios, el hipotálamo y la pituitaria, y al mismo tiempo es un lugar privilegiado, un reino aparte del que el feto no será expulsado por las xenófobas células del sistema inmunológico del cuerpo de la madre.

Desde el punto de vista estructural, el útero no es un sistema complejo. En una mujer adulta que no esté embarazada pesa unos sesenta gramos y mide unos ocho centímetros de longitud. Tiene dos partes, más o menos del mismo tamaño: el cuerpo, o fundus, donde se desarrolla el feto y el cuello, o cérvix, que se proyecta hacia la vagina y se abre ligeramente para la expulsión de sangre menstrual y muchísimo más para el nacimiento de un bebé. Si observamos el cuello del útero desde la perspectiva de un ginecólogo, parece una rosquilla glaseada. Una doctora que trabajaba en una clínica para mujeres dijo una vez que realizar exámenes pélvicos le daba hambre, y no es que estuviera bromeando o contando chistes verdes ¡simplemente le gustaban las rosquillas!

En otros aspectos, el útero es un bocadillo, un héroe musculoso. Tanto el cuello como el fundus están compuestos por tres tipos de tejidos. El fiambre del bocadillo es el grueso miometrio, compuesto a su vez por tres capas entretejidas de músculo. El exterior del miometrio está recubierto por la membrana serosa, similar en cuanto a textura y función a la pleura que rodea el corazón y los pulmones. Como esta, la membrana serosa uterina mantiene el órgano húmedo y protegido.

Al otro lado del miometrio se encuentra el revestimiento uterino, el endometrio. Al cuerpo le gustan las tríadas, de modo que el endometrio, a su vez, está formado por tres capas de membrana mucosa que, a diferencia de la serosa, respira, resopla y segrega. Absorbe agua, sales y otros compuestos y libera moco, una mezcla de leucocitos, agua, la pegajosa proteína denominada mucina y células residuales de tejido. La menstruación es, en parte, una expulsión de moco. Durante la misma, se expulsan dos de las capas de mucosa, que deberán reconstruirse cuando el ciclo comience de nuevo. Como si hubiera visto la luz, la tercera capa endometrial, la más profunda, escapa de la rueda de la muerte y la reencarnación; es justamente sobre esta base estable donde se asienta la placenta en caso de que haya que proporcionar un hogar a un feto.

Hipócrates creía que el útero literalmente vagabundeaba, que realizaba un viaje por el cuerpo que llegaba hasta el esternón e incluso hasta la garganta, y que se ponía especialmente frenético cuando no era alimentado regularmente con semen. (Así, según el punto de vista hipocrático, el útero de una prostituta estaría mucho más calmado que el de una virgen.) Obviamente estaba equivocado, pero ello no significa que el útero sea una roca inmóvil. De hecho, es elástico y fungible. Está sujeto sin demasiada rigidez al cinturón pélvico mediante seis ligamentos, unas bandas flexibles de tejido fibroso que lo sostienen y contienen los vasos sanguíneos que lo nutren. La posición del útero en la pelvis varía dependiendo de si estamos tumbadas o derechas, de si nuestra vejiga está llena o vacía, además de otras circunstancias cotidianas. Si en este momento estamos sentadas, no necesitamos ir al lavabo y no estamos embarazadas, nuestro útero se encuentra inclinado ligeramente hacia delante, con el fundus mirando hacia un punto situado cuatro o cinco centímetros por encima del pubis, el hueso más duro de la horquilla pélvica. Si nos levantamos, de nuevo con la vejiga vacía, y tiramos los hombros hacia atrás con rigidez militar, nuestro útero adoptará una posición casi horizontal, como una pera caída.

El útero alcanza su mayor vistosidad fisiológica con el embarazo. Un órgano que pesa apenas unos sesenta gramos antes del embarazo acaba pesando unos novecientos al final de este, con independencia del peso del feto y de la placenta. Su volumen se multiplica por mil. Ningún otro órgano experimenta unos cambios tan espectaculares durante la edad adulta a menos que esté enfermo, y bastan seis semanas después del parto para que recupere sus dimensiones originales. El miometrio es el responsable de la mayor parte del trabajo correspondiente a los cambios del embarazo. Las células musculares se multiplican al principio de este y después se agrandan, o hipertrofian, durante el segundo trimestre, de la misma forma que hacen las células musculares de otras partes del cuerpo si se practica ejercicio de forma regular. Durante el último trimestre del embarazo, las células ni se dividen ni se hipertrofian, sino que la pared uterina en conjunto se estira, se estira y se estira hasta que piensas: «¡Ay madre, esto va a estallar!». En realidad, la ruptura del útero durante el embarazo es sorprendentemente rara. Después de todo, los mamíferos placentarios llevan en el planeta ciento veinte millones de años, tiempo más que suficiente para diseñar los entresijos de un útero distensible.

Como suele ocurrir también en la vida, el problema de la expansión se resuelve a través de la oposición armónica. Nada de plácida madona. Durante el embarazo, el útero es una lucha a brazo partido entre dos musculosas damas. Un brazo comienza a tirar y tumba al otro, este flaquea pero ¡venga! ¡Arriba de nuevo! Consideremos el siguiente razonamiento: el útero crece porque, durante el embarazo, nuestro cuerpo está inundado de estrógenos. Hace cuatro mil años, si una mujer quería conocer su estado mezclaba su orina con semillas de cebada; si la cebada aumentaba de tamaño más rápido de lo normal, significaba que estaba encinta. En aquella época nadie lo sabía, pero la prueba probablemente funcionaba porque el estrógeno estimula el crecimiento de muchos tipos de células: de mamíferos, de insectos, de cereales. Es un potente biotopo, una antigua señal del Babel orgánico, como veremos más adelante. Por ahora nos basta con saber que el estrógeno estimula la división y dilatación de las células del miometrio.

Este esquema presenta un único problema. La hormona también lleva a las células musculares a un estado de excitación eléctrica. Las hace contraerse, y un útero que se contrae demasiado es también un útero que expulsa al feto. En consecuencia, no solo debemos pedirle al miometrio que se expanda, sino que, simultáneamente, debemos tranquilizarlo. Y esa es precisamente la misión de la progesterona, la denominada «hormona del embarazo»; no en vano progesterona significa progestación. Dicha hormona inhibe la contractilidad de las células musculares. Durante los nueve meses que dura la gestación, se produce una negociación dinámica entre el estrógeno y la progesterona. Por el útero en crecimiento pasan leves contracciones pasajeras como tormentas locales que centellean en el desierto. Cuanto más avanzado se encuentra el embarazo, más intensas son las denominadas contracciones de Braxton Hicks. ¡Virgen Santa, qué extraordinario! Primero nuestra barriga se hincha y pensamos: «Voy a estallar, soy una supernova». Y después, las contracciones nos agarrotan y pensamos: «No, voy hacia el colapso. Soy un gigantesco agujero negro».

El útero se dilata. El útero se contrae. No es muy distinto del corazón, un potente músculo de gran tamaño que se hincha, se encoge, se retuerce y palpita. Las oscilaciones y los ritmos marcados constituyen la fuente de la vida, el principio de esta; incluso las células funcionan a través de mecanismos pulsátiles. Cuando los radioastrónomos descubrieron por vez primera pulsos de señal procedentes de una lejana estrella de neutrones, pensaron que lo que estaban detectando era un mensaje enviado por una civilización extraterrestre. ¿Quiénes, sino otros seres vivos, podían emitir ese tipo de señales rítmicas? Solo cuando los científicos determinaron que aquellas señales eran demasiado regulares, demasiado mecánicas para proceder de un ser vivo, empezaron a rastrear su origen hasta el núcleo giratorio de una estrella de neutrones extraordinariamente densa. Si respondemos a la música de forma visceral, es precisamente porque son nuestras vísceras las percusionistas originales, y tanto el corazón como el útero están entre las que marcan el ritmo de forma más perceptible.

Además del carácter rítmico, el corazón y el útero comparten otra cualidad: su asociación con la sangre. No todas las mujeres procrean, pero casi todas menstrúan o han menstruado. Jane Carden explicaba que lamentaba mucho más su incapacidad para menstruar que su incapacidad para quedarse embarazada. Solo por lo primero sentía que se estaba perdiendo algo extraordinario de la odisea femenina. Y es cierto. No existe un rito de transición más claro, una línea de demarcación más evidente entre la infancia y la edad adulta que la menarquia, el primer periodo. Cuando alguien explica que goza de una memoria prodigiosa, se jacta de recordar dónde se encontraba cuando asesinaron a Kennedy o cuando explotó el transbordador espacial Challenger. Sin embargo, lo que verdaderamente recuerda una mujer es su primer periodo: es un recuerdo grabado a fuego en la memoria por las muchas emociones que comporta. Con algunas excepciones, claro está, a una chica le gusta tener su primera regla. Se siente como si hubiera llevado a cabo una gran hazaña, como si a partir de ahora le hubiera dado un sentido a su vida. Emily Martin entrevistó a un gran número de mujeres procedentes de distintos estratos sociales preguntándoles sobre la menstruación, y todas ellas relataron que habían vivido su menarquia de forma festiva. Una de ellas recordaba haberse puesto a cantar en el cuarto de baño, mientras que otra corrió a la cafetería del instituto a anunciarles a sus amigas que le acababa de venir el periodo, a lo que ellas respondieron con una pequeña fiesta en la que le compraron un helado. Las que son demasiado tímidas para celebrarlo públicamente se alegran internamente. En su diario, Ana Frank se refería a aquellos primeros periodos —desgraciadamente los pocos que tuvo durante su corta vida— como su «dulce secreto». Si una chica tiene dolores menstruales puede que, al principio, incluso le gusten. Son la señal del poder de su cuerpo, las flexiones musculares que la impulsan hacia un destino que se aparece, al menos por ahora, tan brillante y tan importante como la propia sangre.

Tras el embriagador triunfo de la menarquia, la mayoría de nosotras pronto empezamos a pensar que la menstruación es un fastidio, una porquería, una incomodidad. Intentamos no darle importancia y ser pragmáticas, pero nos seguimos sintiendo incómodas al ir a pagar una caja de tampones o unas compresas cuando el cajero del supermercado es un hombre. Existen innumerables mitos y tabúes asociados a la menstruación, y algunos de ellos, como era de esperar, son atribuibles a nuestros queridos médicos, Hipócrates, Aristóteles y Galeno (a quienes podemos recordar más fácilmente como el equipo HAG). Según Hipócrates, la fermentación de la sangre precipitaba la menstruación porque las mujeres carecían de la capacidad masculina de disipar las impurezas de la sangre de una forma discreta a través del sudor; en su opinión, la sangre menstrual tenía un «olor fétido». Galeno pensaba que la sangre menstrual era el residuo de sangre que quedaba en la comida y que las mujeres, con sus cuerpos más pequeños e inferiores a los de los hombres, eran incapaces de digerir. Aristóteles sostenía que el menstruo correspondía a la expulsión del exceso de sangre que no se había incorporado al feto.

La idea de que la sangre menstrual es tóxica se ha extendido por el pensamiento humano de todas las sociedades, tanto orientales como occidentales, tanto en el hemisferio norte como en el sur. A tenor de los humores nocivos que exudan, se han dicho todo tipo de barbaridades de las mujeres menstruantes: que pudren la carne, agrian el vino, evitan que suba la masa del pan, empañan los espejos y desafilan los cuchillos. Se las ha confinado en chozas, en su propia casa, donde sea menos aquí. Según algunos antropólogos, las sociedades cazadoras han sido particularmente estrictas en cuanto a mantener a la mujer encerrada en cuarentena durante su flujo menstrual, en parte por el temor a que el olor de la sangre atrajera a los animales. Incluso hoy en día, se advierte a las mujeres menstruantes que no vayan de camping a zonas donde hay osos, no sea que un enorme orificio nasal detecte la fragancia. Todavía no está claro si la advertencia tiene o no razón de ser. Cuando, recientemente, unos biólogos de Carolina del Norte intentaban determinar la mejor manera de atraer a un oso con un señuelo, encontraron que la sangre menstrual no servía prácticamente de nada. Algunos hombres, ya tengan facultades osunas o no, afirman que pueden detectar mediante el olfato si una mujer tiene el periodo, pero no se ha llevado a cabo ningún estudio que ratifique esta encantadora —aunque algo engreída— creencia. Quien escribe estas líneas tampoco ha podido constatarla incluso cohabitando con algunos de esos elementos aparentemente tan sensibles. Ciertamente, los hombres que continúan teniendo prejuicios ritualistas contra la menstruación no se basan en sus poderes olfativos para distinguir lo limpio de lo sucio. No es extraño que un judío ortodoxo, por ejemplo, rechace los servicios de una mujer médico, no vaya a ser que esté menstruando y le contamine más profundamente que la propia enfermedad que sufre.

Para ser justos, hay que reconocer que no siempre se ha considerado la menstruación desde un punto de vista negativo e incluso a veces se han atribuido propiedades terapéuticas a los potentes ingredientes de los que supuestamente consta la sangre menstrual. En Marruecos, la sangre menstrual se ha utilizado para curar llagas y heridas, mientras que en Occidente se ha sugerido como tratamiento para la gota, el bocio, las lombrices y, en el marco de la teoría de emplear el fuego para luchar contra él, los trastornos menstruales. La antigua práctica de la sangría, que dominó la medicina durante siglos, bien pudo haber sido un remedo de la menstruación, aunque el hecho de que las mujeres sangraran de forma natural no las eximía de someterse a drenajes extrafisiológicos cuando caían enfermas.

Nuestra actitud ante las variaciones sobre el tema del sangriento súcubo puede ser divertida o de indignación, pero ¿acaso somos mejores las mujeres actuales? Nosotras, las mujeres modernas, también consideramos que la sangre menstrual es sucia, mucho más que la sangre procedente de un corte en un brazo. Y si no ¿cuál de ellas preferiríamos llevarnos a la boca? Camille Paglia, la más ofensiva y antifeminista de las autoproclamadas feministas, expresaba en su libro Sexual Personae una actitud hacia la menstruación no mucho más alentadora que la del equipo HAG. «La sangre menstrual es la mancha, la marca de nacimiento del pecado original, la suciedad que la religión trascendental debe lavar del hombre —escribe—. ¿Es esta identificación simplemente fobia o misoginia? ¿O es posible que haya algo misterioso en la sangre menstrual que justifique su asociación con el tabú? Yo […] sostengo que no es la sangre menstrual per se lo que perturba la imaginación —por muy difícil de restañar que sea el rojo torrente—, sino la propia albúmina de la sangre, los jirones uterinos, la medusa placentaria del mar femenino. Tenemos una aversión evolutiva por el cieno, nuestro emplazamiento en los orígenes biológicos. Cada mes, la mujer está destinada a afrontar el abismo del tiempo y la existencia, el abismo que es ella misma». ¿Medusa placentaria? ¡Nada de choza! ¡A esta mujer hay que confinarla en un acuario!

También hemos insistido demasiado en los aspectos negativos de la menstruación y la premenstruación: los dolores de cabeza, la irritabilidad, las mamas doloridas, los granos. Hemos convertido el síndrome premenstrual en un género propio de la taxonomía psiquiátrica, al mismo nivel que el trastorno por pánico y la conducta obsesiva-compulsiva. Sospechamos que las mujeres son algo menos competentes cuando están a punto de tener la regla y, sin embargo, quizá sea justo al contrario. Como ha señalado Paula Nicholson, los estudios experimentales sugieren que «la fase premenstrual del ciclo suele venir acompañada de una mayor actividad, claridad intelectual, sensación de bienestar, felicidad y deseo sexual». Lo suscribo. Uno de los recuerdos más hermosos de mi época de estudiante corresponde a un día en que se me retrasó la regla. Estaba sentada en el salón, estudiando, y sentí una inexplicable sensación de alegría. Levanté la vista del libro y me quedé deslumbrada por el aire. Era tan claro, tan transparente, que los objetos de la habitación se perfilaban nítida y orgullosamente frente a él y, sin embargo, era como si pudiera ver el aire por primera vez. Se había hecho visible para mí, molécula a molécula. Mi mente estaba concentrada y no sentía ansiedad alguna. Me sentí por un momento como si hubiese tomado la droga perfecta, la que todavía está por inventar, llámese Liberitium o Creativil.

Mi entusiasmo se desvaneció rápidamente y no conseguí revivir esas sensaciones en periodos posteriores. Ocurrió durante la década de 1970, en la que las feministas intentaban crear una mitología desde el punto de vista femenino y, entre otras cosas, darle un buen nombre a la menstruación, pero no pude evitar recibir sus esfuerzos con desdén. Eran, como estoy segura que me dirá mi propia hija algún día, ¡tan siglo XX! Por ejemplo, una de las profesoras de mi clase, en la que estudiaban solo chicas, sugirió que todas nosotras cambiáramos los tampones por compresas durante unos pocos meses con el objetivo de sentir mejor el proceso de la menstruación, dejarnos llevar por el flujo, por así decirlo. ¡Bobadas!, pensé. Las mujeres han estado utilizando tampones desde hace al menos tres mil años, incluso los antiguos egipcios ya escribieron sobre algo que podría sonar a tampones primitivos y lo mismo hizo el padre del útero con tentáculos, Hipócrates. Desde luego, no seguí el consejo de mi profesora, ni entonces ni ahora. Me alegré mucho cuando mi madre me dio permiso para pasar de las compresas a los tampones —lo que ocurrió, me da la sensación, solo después de que un médico le hubo asegurado que los tampones no representaban peligro alguno para una jovencita y su himen—, de modo que yo no estaba por la labor de volver a la incomodidad de llevar un paquete de algodón entre las piernas.

No obstante, creo que debería existir una mitología de la menstruación desde la perspectiva femenina, una construcción basada en nuestra higiene íntima común, tal vez algo semejante al ritual del pis masculino. Los hombres, obviamente, encuentran que su forma de orinar de pie es varonil, divertida y potencialmente sediciosa, o, de otro modo, la típica escena de orinar en público no sería un elemento fijo en el cine y la televisión. Emily Martin ha descrito el potencial de la menstruación para fomentar la rebelión y la solidaridad al ofrecer a las mujeres asalariadas una excusa para retirarse al único lugar al que sus jefes masculinos no las pueden seguir. «En los documentos de principios del siglo XX —escribe—, hay referencias dispersas a grupos de dos o tres chicas a las que se suele encontrar en los lavabos “arreglando el mundo”, […] una chica sollozando en el lavabo porque le habían robado el sueldo y varias chicas leyendo panfletos sindicales en el lavabo durante una dura lucha por organizar el movimiento sindical en una fábrica textil». Retirémonos nosotras también de nuevo a nuestros aposentos para arreglar el mundo e instigar revueltas. Derroquemos el saber popular, la estupidez y el remilgo pagliano que rodean a la menstruación y fundemos un mito sobre la realidad. ¿Cómo y por qué sangramos? ¿Por qué se desarrolló el ciclo de muerte y renovación del endometrio? Sorprendentemente, estas preguntas no se han formulado hasta hace poco y la respuesta continúa buscándose. Al explorar los orígenes, podríamos encontrar sangre nueva.

La menstruación es la primera forma en que experimentamos el útero y, si somos mujeres occidentales con familias poco numerosas, lo experimentamos entre cuatrocientas cincuenta y cuatrocientas ochenta veces a lo largo de nuestras vidas. Durante un periodo menstrual medio, expulsamos un volumen de material equivalente a unas seis cucharadas soperas, noventa gramos de fluido, la mitad sangre y la otra mitad revestimiento endometrial desechado, además de secreciones vaginales y cervicales. La mayoría de nosotras pensamos que la menstruación es un asunto pasivo, una desintegración favorecida por la gravedad. El revestimiento uterino se desarrolla y espera al sagrado blastocito que se convertirá en el bebé; si no aparece ninguno, el revestimiento se desintegra y cae como lo haría el papel pintado enmohecido. El proceso activo, imaginamos, es la fase anticipatoria del ciclo menstrual, el anabolismo, el recubrimiento del endometrio con tejido y nutrientes que se produce al mismo tiempo que la maduración del óvulo. Si no ocurre nada para mantener el anabolismo, si no se dan ni la concepción ni la implantación del embrión y ya no es necesario el recubrimiento para alimentar al bebé, la actividad se detiene, se tira del tapón y de ahí el color rojizo del agua del baño.

Pero no es así como ocurren las cosas. Recordemos la lección que nos enseña la biología contemporánea: la muerte es tan activa como la vida. Los óvulos mueren por apoptosis, es decir, se suicidan. La menstruación es también un asunto dinámico y dirigido. Margie Profet, una bióloga evolucionista que actualmente trabaja en la Universidad de Washington, ha descrito la menstruación como una adaptación: es un producto del diseño, siendo el diseñador, en este caso, la mayor y menos pretenciosa de las deidades, la evolución mediante la selección natural. «Los mecanismos que constituyen colectivamente la menstruación parecen manifestar su diseño adaptativo en [su] precisión, economía, eficiencia y complejidad —ha escrito—. Si la menstruación fuera meramente un producto secundario del flujo hormonal cíclico exento de función, no existirían mecanismos diseñados específicamente para causarla».

El primero de dichos mecanismos es un tipo de arteria especializada. En el interior de las dos capas superficiales del endometrio, las únicas que se expulsan y renuevan cada mes, desembocan tres arterias espirales, llamadas así porque recuerdan a un sacacorchos. Durante la gestación, las arterias espirales funcionan como importantes conductos de sangre para la placenta. Sin embargo, su propósito va más allá de la alimentación del feto. Varios días antes de comenzar el periodo menstrual, los extremos de las arterias aumentan de longitud y se enroscan con más fuerza, como si se tratara del clásico vestido ajustado que estiramos y retorcemos para que nos quepa. La circulación hacia el endometrio se hace más lenta, la calma que presagia la calamidad. Veinticuatro horas antes de empezar a sangrar, las espirales se contraen bruscamente. El grifo se cierra, el flujo sanguíneo cesa. Es un infarto del útero. El tejido endometrial, privado de sangre y, por tanto, de oxígeno, muere. Después, de una forma tan abrupta como se cerraron, las arterias se vuelven a abrir temporalmente permitiendo que la sangre fluya de nuevo por ellas y penetre en el endometrio. La sangre se acumula bajo las capas de endometrio muerto provocando que el revestimiento del mismo se hinche y estalle, con lo cual comienza el periodo. Una vez cumplido su objetivo mortal, las arterias espirales se contraen de nuevo. (Los fibromas alteran el ritual de la menstruación porque su riego sanguíneo parasitario no se ajusta al patrón de contracción-relajación-contracción de las arterias espirales.)

Otra característica importante de la menstruación es la calidad de la sangre. La mayor parte de esta está preparada para coagularse. A menos que seamos hemofílicos, cuando nos cortamos la sangre fluye durante un breve periodo de tiempo y a continuación se coagula, un proceso que debemos agradecer a nuestras plaquetas y a algunas pegajosas proteínas de la sangre como la fibrina. Pero la sangre menstrual no se coagula. En algunas ocasiones puede parecer grumosa y el tejido muerto que la acompaña puede formar coágulos —¡nuestras limosas medusas!—, pero la sangre propiamente dicha contiene muy pocas plaquetas y no forma la malla coaguladora que caracteriza a la sangre que sale de una herida. La única razón por la que la sangre menstrual no continúa fluyendo es que las arterias espirales se contraen tras la muerte del endometrio.

Arterias como sacacorchos y sangre como vino: ¡claramente estamos diseñadas para menstruar! Pero eso no es todo. Todo problema biológico —señala el pensador evolucionista Ernst Mayr— consta de dos partes: el cómo y el porqué, la explicación próxima y la explicación última. Debe existir un argumento racional que explique la menstruación, un motivo por el que evolucionó este preciso y complejo sistema. Y aquí nos topamos de nuevo con las limitaciones de la historia. Hasta hace relativamente poco, casi todos los científicos eran hombres, y estos no menstrúan, de ahí que no se haya profundizado en las causas últimas de este fenómeno estrictamente femenino. Sin embargo, la fisiología de la menstruación, el cómo, sí que tenía el suficiente interés para los ginecólogos como para explorarlo con detalle. Aun así, nadie se planteó seriamente el porqué de la menstruación hasta principios de la década de 1990, y lo hizo justamente Margie Profet, cuya teoría, demasiado provocadora para ser ignorada, fue presentada en la revista Quarterly Review of Biology.

Profet es una esbelta y hermosa mujer que ronda los 40 años y de la que se podría decir que es de terciopelo californiano por fuera y de hierro por dentro. Luce una larga melena rubia y unos bellos ojos azules, habla con voz dulce y cantarina, y lleva conjuntos elegantes, como una falda de cuero negro con largas cremalleras decorativas y una chaqueta corta a juego. Ha ganado una beca de investigación McArthur —un «premio para los malditos genios», según la describe Roy Blount Jr.—, pero nunca se ha molestado en obtener el título de doctor, ya que teme que la acreditación formal la lleve por el camino de la conformidad profesional. Desde el punto de vista político es una especie de feminista libertaria, el tipo de persona que cree que Charles Murray, el conocido autor del libro The Bell Curve[14], es un buen tipo y que la Food and Drug Administration representa una amenaza para la libertad de los estadounidenses. Intelectualmente es una radical, alguien que hace preguntas incómodas que, de tan obvias, nadie las había formulado antes. En resumen, una broncas.

Como buena pensadora evolucionista, Profet enfocó su tesis sobre el porqué de la menstruación en términos económicos, como si se tratara de un análisis coste-beneficio. Según ella, la menstruación es extraordinariamente cara. Deshacerse del tejido endometrial para renovarlo una vez al mes representa un enorme gasto de calorías, y para nuestras antepasadas del Pleistoceno, que probablemente pasaban la mayor parte de sus breves vidas al filo de la malnutrición, cada caloría contaba. Además, cuando perdemos sangre perdemos también hierro, un micronutriente esencial y otro escaso bien para nuestros predecesores. Finalmente, el ciclo menstrual hace que las mujeres sean menos eficientes en cuanto a la reproducción. Toda esa construcción y posterior derribo del revestimiento uterino limita el tiempo durante el cual una mujer puede concebir. Si la evolución está tan dirigida a la reproducción, ¿por qué dedicar tanto esfuerzo a la contraproducción?

Un proceso que sale caro necesita una justificación extravagante, y Profet ya tiene su candidato. La menstruación —sugirió— es un mecanismo de defensa, una ampliación del sistema inmunológico corporal. Sangramos para librar al útero de microorganismos patógenos potencialmente peligrosos que podrían haber viajado gratis a lomos de los espermatozoides. Imaginémoslo. El útero es una lujosa ciudad que está esperando a que la saqueen, y el esperma es el caballo de Troya ideal. Bacterias, virus y parásitos, todos ellos consiguen pasar al útero si son buenos jinetes oportunistas de genes, como así lo ponen de manifiesto las microfotografías del esperma obtenidas mediante barrido electrónico en las que se puede ver una escena propia de los dibujos animados: una célula-renacuajo en el centro rodeada por un enjambre de parásitos microbianos. Si se les permitiera quedarse en el útero de forma indefinida, podrían desbocarse y causarnos enfermedades, heridas o incluso la muerte. Nuestro endometrio debe morir —propuso Profet— para que podamos vivir.

Profet también subrayó que la menstruación no es el único tipo de sangrado uterino que podría servir para eliminar microorganismos patógenos del útero. Las mujeres sangran también durante la ovulación, la concepción y de forma abundante justo después de dar a luz. Podría pensarse que sangrar a chorro es la solución que proporciona el útero ante los peligros de la fertilización interna.

El novedoso planteamiento del flujo menstrual como defensa dotó de carácter práctico a diversos elementos confusos del proceso. ¿Por qué, por ejemplo, viene acompañada la expulsión del endometrio de un río de sangre? El cuerpo podría deshacerse del tejido muerto sin emplear sangre para ello. De hecho, el revestimiento del estómago es renovado regularmente, por ejemplo, y la sangre no tiene nada que ver con dicho proceso. Profet sugirió que sangramos porque la sangre transporta las células inmunitarias del cuerpo —las células T y B, además de los macrófagos—, y dichas células participan en el cometido de expulsar a cualquier desagradable microorganismo patógeno que hubiera intentado infiltrarse en el útero. ¿Por qué expulsar el revestimiento endometrial en lugar de reabsorberlo hacia el interior del cuerpo, como haría, lógicamente, un sistema más parco? Para evitar el riesgo de reciclar tejido enfermo. Y ¿por qué sangramos tan abundantemente en comparación con otras hembras de mamífero que, presumiblemente, también corren el riesgo de recibir donaciones indeseadas de esperma? Sangramos a chorro porque somos una especie amorosa. No limitamos el coito a un periodo temporal determinado, o celo, sino que utilizamos el sexo para otros muchos fines no reproductivos: establecer vínculos, negociar, apaciguarnos o distraernos. Por tanto, debemos sangrar abundantemente para purificarnos: llamémoslo «los macrófagos del pecado». Profet también predice que la mayoría de los mamíferos —si no todos— experimentan algún tipo de sangrado uterino protector y que, si los científicos estuvieran por la labor, encontrarían muchos más ejemplos de menstruación en el reino animal de los que se conocen hasta la fecha. La mayoría de dichos ejemplos corresponden a nuestras hermanas primates, aunque también se ha observado que tanto los murciélagos como las vacas, las musarañas y los erizos sangran vaginalmente de vez en cuando.

La respuesta a la radical tesis de Profet fue inmediata, y la del ámbito profesional abrumadoramente negativa. ¡Menudo disparate!, exclamaron los ginecólogos. Lejos de ser un mecanismo protector, sostenían, la menstruación es la época del mes en la que la mujer corre un mayor riesgo de sufrir infecciones bacterianas como la gonorrea y la clamidiasis. En esos días la capa de moco cervical es más fina, lo que permite a los microbios de la vagina acceder fácilmente al útero. Y olvidemos esa idea de los espermatozoides como antiguos griegos portadores de ofrendas. Los residuos menstruales suelen ascender de nuevo, convirtiéndose en un eficaz medio de transporte de microorganismos patógenos desde el tracto genital superior al delicado tejido de la cavidad uterina y las trompas de Falopio. Usar la menstruación como defensa uterina —proclamaban los críticos— es como contratar a un lobo para que guarde nuestro preciado rebaño de ovejas clónicas.

Otros señalaron que la menstruación rutinaria es una invención moderna. Nuestras antepasadas del Pleistoceno no tenían que preocuparse por la pérdida de nutrientes y hierro a causa del flujo menstrual; estaban demasiado ocupadas con los embarazos y las lactancias para menstruar. Incluso hoy en día, en algunas sociedades subdesarrolladas, las mujeres pueden pasarse varios años sin menstruar. Un antropólogo explicaba que había entrevistado en la India a una mujer de 35 años que, no solo no había menstruado nunca, sino que ni siquiera había oído hablar de ese concepto. Casada a los 11 años, había concebido su primer hijo antes de la menarquia y había estado embarazada o amamantando —y por tanto amenorreica— desde entonces.

En última instancia, lo que realmente les molestaba a los críticos de Profet era que les hubieran pillado con los pantalones intelectuales bajados. No tenían una hipótesis alternativa que explicara la menstruación. Solo tras hacer aspavientos de menosprecio y rechazo, algunos científicos tuvieron la decencia de poner a prueba la propuesta y ofrecer una alternativa viable en caso de que la teoría de Profet no pasara el examen.

Beverly Strassmann, de la Universidad de Michigan, aceptó el reto con entusiasmo y publicó una larga exégesis en la misma revista donde Profet había presentado su teoría. Strassmann señaló que dicha hipótesis conducía a diversas predicciones: primera, que el útero debería contener más microorganismos patógenos antes de la menstruación que después de esta; segunda, que el ritmo al que se produce la menstruación debería guardar alguna relación con la época en la que la mujer presenta un mayor riesgo de sufrir una infiltración de microorganismos patógenos; y, tercera, que una comparación entre especies debería dar como resultado que los periodos menstruales más abundantes de los primates se corresponden con una mayor promiscuidad relativa del animal. En otras palabras, que cuanto más activa sea la especie desde el punto de vista sexual, más abundante será el sangrado menstrual.

Strassmann concluyó que las pruebas experimentales no corroboraban ninguna de las predicciones anteriores. En los estudios realizados, los frotis uterinos tomados a mujeres en diversos momentos del ciclo menstrual no indicaban una diferencia significativa en el contenido bacteriano entre una fase y la siguiente; en todo caso, la concentración de microbios era inferior, no superior, justo antes de la menstruación. De hecho, la sangre es un excelente caldo de cultivo para muchos tipos de flora microbiana, ya que no solo ofrece proteínas y azúcares, sino también hierro, ¡y todos sabemos cómo se pone Popeye cuando come espinacas! Los investigadores han demostrado que el hierro permite acelerar la proliferación de Staphylococcus aureus en cultivos, y probablemente ese es el motivo por el que si nos dejamos puesto un tampón durante demasiado tiempo se convierte en un tentador territorio para este agente del síndrome del choque tóxico.

Strassmann también consideró si el momento en el que se presentan la menstruación u otros tipos de sangrado uterino se corresponde con las épocas en las que la mujer necesitaría, lógicamente, un servicio de limpieza. O, dicho de otra manera, si las mujeres no necesitan tanta protección cuando no sangran, durante el embarazo y la lactancia, por ejemplo. ¿Se abstuvieron nuestros antepasados de mantener relaciones sexuales al menos durante parte de la prolongada gestación y en los periodos posparto? Los datos que poseemos de las tribus cazadoras-recolectoras contemporáneas que, supuestamente, viven en condiciones parecidas a las de los orígenes de la humanidad, no parecen indicar que se esfuercen por practicar la abstinencia. Los dogon de Mali, por ejemplo, mantienen relaciones sexuales durante los dos primeros trimestres del embarazo y las reanudan un mes después del parto. Sin embargo, las mujeres no vuelven a menstruar hasta unos veinte meses después de este, por término medio. Además, en todas las culturas las mujeres siguen manteniendo relaciones después de la menopausia, pero nada indica que aumente el riesgo de infección cuando terminan los ciclos menstruales.

Tampoco el análisis filogenético de otros primates contribuyó a reforzar la hipótesis antipatógena. Strassmann no encontró conexión entre la abundancia de la menstruación de una especie y su tendencia a irse de picos pardos, para entendernos. Las hembras de algunos tipos de babuinos, por ejemplo, son muy licenciosas y, en cambio, apenas sangran; las de otras especies de babuinos son más recatadas, se acuestan con un solo macho, y sin embargo sangran abundantemente. Las hembras de gorila son monógamas y menstrúan discretamente. Las hembras de gibón son monógamas y, en cambio, menstrúan abiertamente.

Entonces, si no es para defendernos de los microbios, ¿para qué sangramos? ¿Por qué existe este extravagante y costoso sistema de la menstruación? Aquí, Strassmann rechaza de plano la hipótesis fundamental de Profet: que la menstruación es tan cara que necesita una justificación desde el punto de vista evolutivo. Lejos de ser caros, los periodos son una verdadera ganga —sostiene—. Caloría a caloría, este sistema de reproducción estilo hinduista en el que el recubrimiento del útero muere y renace una y otra vez sale más barato que mantener el útero fértil. Consideremos el endometrio en su momento de esplendor, justo después de la ovulación, cuando está en condiciones de recibir un blastocito. Es grueso, rico y dinámico desde el punto de vista metabólico. Segrega hormonas, proteínas, grasas, azúcares y ácidos nucleicos. Es el equivalente a la yema de huevo en la mujer y resulta caro en términos energéticos. Strassmann calculó que, en esos días de derroche, el revestimiento uterino necesita siete veces más oxígeno que en la época de vacas flacas, después de la menstruación. Y más oxígeno significa más calorías. Además, las secreciones del endometrio afectan a todo el cuerpo, ya que las hormonas que libera estimulan todos los tejidos, desde los del cerebro hasta los del intestino. De nuevo, un metabolismo más activo requiere más calorías. Parece lógico restringir la lujosa productividad a un periodo del mes en el que la concepción es probable: la ovulación. Si no llega el embrión, el revestimiento y sus secreciones representan una pesada carga, de modo que lancémosla por la borda. Ya empezaremos de nuevo al mes siguiente. Strassmann ha estimado que durante cuatro meses de ciclo, una mujer ahorra una cantidad de energía que equivale a seis días de comida respecto a la que habría necesitado para mantener el endometrio permanentemente activo. Incluso entre los lagartos, los oviductos se marchitan cuando acaba el periodo reproductivo.

El útero, entonces, es como un árbol de hoja caduca, un roble o un arce, y el endometrio actúa como las hojas. Cuando hace calor, cuando el sol luce en lo alto, el árbol despierta e invierte en hojas. La estructura ramificada del árbol —el tronco, las ramas, los vástagos— es semejante a la de la vascularización del cuerpo, pero distribuyendo agua en lugar de sangre. Esta homología en la estructura no es casual. Agua bendita, sangre sagrada, son una y la misma, y la ramificación es el medio más eficiente desde el punto de vista hidráulico para bombear el líquido desde la fuente central —el corazón, el tronco— hasta las extremidades. Una vez nutridas, las hojas echan brotes, se abren, se hacen más gruesas y se oscurecen. Las hojas son fábricas fotosintéticas en las que la luz del sol se transforma en energía lista para usar, y dicha energía permite al árbol crear las semillas y los frutos, los embriones de árbol. Las hojas son caras de mantener, puesto que el árbol debe suministrarles agua, nitrógeno, potasio y los nutrientes del suelo, pero le devuelven lo invertido con creces convirtiendo la luz solar en oro. Del mismo modo, el endometrio resulta caro en términos metabólicos y es también generativo, puesto que dispone del potencial para nutrir el embrión. En ambos casos, la inversión merece la pena solo en determinados momentos. Para la foliación, la mejor época es la primavera y el verano, cuando hay abundante luz solar, el agua no está helada y el suelo está lo suficientemente blando para que se puedan extraer los nutrientes. Es entonces y solo entonces cuando la hoja puede saldar su deuda con intereses. En el caso del útero, el momento óptimo llega cuando hay algo que merece la pena nutrir, un óvulo maduro que ha encontrado a su pareja. Curiosamente, la hoja muere en otoño, igual que el revestimiento endometrial muere al final de un ciclo improductivo. El corpúsculo situado en la punta de la ramita se contrae, impidiendo el paso de agua a la hoja y, en consecuencia, matándola.

El supuesto balance coste-beneficio de la muerte cíclica del endometrio no explica, sin embargo, la necesidad de la sangre menstrual. ¿Es que no puede haber una racionalización de gastos sin sangrado? La sangre, según la opinión de Strassmann, no tiene nada que ver, es solo un producto secundario de la pérdida de un tejido que, necesariamente, está muy vascularizado. Al expulsarlo, se derrama algo de sangre. ¿Y esas extrañas arterias espirales que destruyen el endometrio y que inician así el flujo, las que, según Profet, representan la prueba del carácter adaptativo de la menstruación? Están ahí por la placenta, explica Strassmann. Esa es su razón de ser y, una vez llegada la menstruación, de no ser. La placenta es una estructura espectacular, aunque vampírica. Necesita sangre, y las arterias espirales se la proporcionan. Cada mes extienden sus dedos enroscados por el endometrio; si se llega a formar la placenta, le suministrarán sangre. Cuando el endometrio muere, se lleva consigo la vascularización, las puntas de las arterias espirales, los dedos de sangre. Al parecer, la arquitectura vascular del útero de muchos otros mamíferos es menos recargada, y dichos animales expulsan poca sangre menstrual o ninguna. Las especies que poseen arterias espirales, los humanos y algunos otros primates, también son las que sangran más abundantemente. Es algo estructural —explica Strassmann—, una cuestión más de fontanería que de defensa. Podemos reabsorber y reciclar el tejido y la sangre; ese sería un enfoque frugal, una concesión a la avara naturaleza. Y hasta cierto punto reabsorbemos, pero el útero humano es bastante grande en comparación con el cuerpo humano, de manera que, simplemente, no podemos con todo. Tampoco pueden las demás hembras primates cuyos úteros son también grandes en relación con su cuerpo y estas son, por regla general, nuestras hermanas de sangre.

Entonces, ¿qué podemos concluir sobre este extraordinario y a la vez vulgar aspecto de la feminidad, el flujo mensual, los casi cuarenta litros de sangre y fluido que expulsamos a lo largo de una vida de menstruos? ¿A quién debemos creer sobre los motivos por los que sangramos: a Profet, a Strassmann, a los ginecólogos, a nosotras mismas, quizá, si tenemos nuestra propia teoría? De hecho, puede que no tengamos que escoger. Si he aprendido una sola lección al observar la biología, es precisamente que nada en un organismo vivo es una sola cosa. La economía de la naturaleza consiste sobre todo en extraer el máximo provecho de lo que ya existe, un proceso al que podríamos denominar pleoadaptación, la adaptación de un órgano o un sistema a múltiples usos. El hígado, por ejemplo, la mayor glándula del cuerpo, realiza más de quinientas tareas distintas, entre las que se encuentran el procesamiento de la glucosa, las proteínas, las grasas y otros compuestos que el cuerpo necesita, la generación de la hemoglobina, el alma de los glóbulos rojos, y la eliminación metabólica de la toxicidad de los venenos que consumimos cuando bebemos vino o comemos esos fibrosos paquetes de toxinas naturales llamados vegetales. ¿Podemos afirmar realmente que el hígado está programado para llevar a cabo una sola de esas tareas y que las demás las realiza solo incidentalmente? La respuesta es no. Con independencia de cuál fuera el problema al que iba dirigido el prototipo de hígado —y el órgano apareció en su forma primitiva en los invertebrados hace cientos de millones de años—, desde entonces ha desempeñado muchos otros papeles esenciales y ha sido seleccionado precisamente por esta capacidad multitarea. De la misma manera, sudamos para no sobrecalentarnos, pero también lo hacemos cuando estamos inquietos o cuando comemos cosas picantes para ayudar al cuerpo a expulsar sustancias químicas nocivas como las hormonas del estrés y el curry. Y además, aquí está ese par de glándulas sudoríparas modificadas conocidas como mamas, que exudan un tipo insólito de sudor de especial interés para los recién nacidos.

La menstruación, por tanto, podría ser una pleoadaptación: hace un uso eficiente de la energía y es protectora. Podemos interpretar dichas cualidades como queramos, así que celebrémoslas. Una es para el bien general; la otra, para nosotras mismas. Consideremos la hemorragia menstrual y la teoría de que es un producto derivado de nuestro útero hipervascularizado. ¿Para qué todos esos vasos, todas esas arterias retorcidas? Las arterias espirales alimentan una placenta grande, dracúlea. La placenta, a su vez, debe ser grande y rica para mantener el desarrollo del cerebro fetal. El tejido cerebral es insaciable. Gramo a gramo, es diez veces más caro de mantener que cualquier otro tejido corporal. Durante el último trimestre de la gestación, el desarrollo del cerebro fetal es tan explosivo que su mantenimiento se lleva casi las tres cuartas partes de toda la energía que le llega al bebé a través del cordón umbilical. No es extraño que este último sea tan grueso, como una larga salchicha, y tampoco es sorprendente que la expulsión de la rolliza placenta tras el nacimiento del bebé se considere en sí misma un acontecimiento digno de ser clasificado como la tercera fase del parto (la primera sería la dilatación del cuello del útero y la segunda la expulsión del feto). El cerebro del bebé tiene que comer. Y come sangre.

Así, una posible respuesta a la pregunta de por qué tenemos la regla podría ser, simplemente, ¡porque los humanos somos tan condenadamente listos!

¡Ah! Pero esto suena demasiado a queja de mártir: nosotras sangramos para que nuestros hijos puedan pensar. ¡Y nuestras hijas también, caramba!, pero al menos ellas no tardarán en pagar el precio en especias de la especie con sus propias hojas caducas. Según Camille Paglia, al menstruar, «las mujeres [llevan] la carga simbólica de las imperfecciones del hombre, su enraizamiento en la naturaleza». No, estamos diciendo algo muy distinto: que las mujeres llevan sobre sus hombros la carga del cerebro humano, el órgano que nos permite disfrutar al menos de la ilusión del libre albedrío, la trascendencia, el escape de la trituradora de la naturaleza. De todos modos, ¡qué aburrido sería si tuviéramos que llevar la carga de cultivar la conciencia humana nosotras solas!

Consideremos ahora el aspecto antipatógeno de la menstruación, su capacidad para purificar y derrotar, el útero como guerrero. Se trata de una interpretación egoísta, activa y erótica de la menstruación, un reconocimiento de que somos seres carnales cuya actividad sexual supera en mucho a sus necesidades reproductivas. Con nuestro sangrado defensivo no estamos ayudando a nuestra descendencia, ni a nuestros compañeros, ni a la totalidad de la raza humana; nos estamos ayudando a nosotras mismas.

Ayudemos a las demás también. Cuando nuestra hija o nuestra sobrina o nuestra hermana pequeña corra hacia nosotras gritando ¡ya me ha venido!, invitémosla a un helado o a un pastel de chocolate y brindemos juntas con un vaso de leche por la nueva vida que comienza con sangre.