CAPÍTULO
17
Trabajos de amor
La química de los vínculos humanos
El cerebro es el órgano donde reside la agresividad, y hay muchos caminos que conducen a esta Roma de conquistas imaginadas, tantos que los trastornos mentales, con independencia de sus características particulares, normalmente desembocan en una alteración de nuestro impulso agresivo. Los esquizofrénicos gritan obscenidades a los que pasan por la calle desde una esquina; los depresivos se gritan a sí mismos en silencio desde el lecho. Nuestra agresividad más benigna, el impulso de ser, nos saca de la cama cada mañana y nos empuja unos hacia otros. Y en los otros hallamos justamente lo que nuestro agresivo cerebro desea: amor.
De igual modo que estamos programados para la agresividad, también lo estamos para el amor. Buscamos incansablemente nuevos objetos para nuestro amor. Amamos a nuestros hijos durante tanto tiempo que acaban despreciándonos por ello. Amamos a nuestros amigos, amamos libros, banderas, países, equipos deportivos. Amamos respuestas. Amamos el ayer y el mañana. Amamos a los dioses, puesto que cuando todo lo demás falla siempre queda un dios, y Dios puede mantener vivos todos los conductos del amor: erótico, materno, paterno, eufórico e infantil.
Somos románticos incorregibles que no deseamos ser curados de nuestra enfermedad, lo mismo que un optimista incurable no desea que le cambien de color su visión rosada de la realidad. Durante un tiempo, entre los historiadores era habitual afirmar que el amor romántico era una invención relativamente reciente que habría tenido su origen en la tradición mercantil y trovadoresca de la Francia de la baja Edad Media. Los historiadores argumentaban que, en las sociedades premodernas y no occidentales, los hombres y las mujeres no se casan «por amor», sino que sus matrimonios suelen ser concertados, comprados o vendidos, y en la mayoría de las culturas la gente no sueña despierta con el amado. Sin embargo, más recientemente, los estudiosos del tema han demostrado lo contrario. Han descubierto un tesoro intercultural e intemporal de cancioncillas de amor, géiseres de pasión y elocuentes desvanecimientos. En un estudio de datos etnográficos procedentes de ciento sesenta y seis sociedades contemporáneas, Helen Fisher, de la Universidad Rutgers, encontró indicios de amor romántico en ciento cuarenta y siete casos, mientras que en el resto, los datos eran demasiado incompletos para descartarlo completamente. Históricamente, babilonios, sumerios, acadios, egipcios, griegos, romanos, chinos, japoneses, hindúes y mesoamericanos dejaron alabanzas al amor romántico. Los amantes saltan al fuego inmortal en el Cantar de los cantares, escrito en el siglo IX a. C.: «¡Qué hermosa eres, amada mía, qué hermosa eres! / Son palomas tus ojos vistos a través de tu velo / Son tus cabellos rebañitos de cabras / Son tus dientes cual rebaño de ovejas / Cintillo de grana son tus labios / Son tus mejillas mitades de granada / Es tu cuello cual la torre de David / Tus dos pechos son dos mellizos de gacela que triscan entre azucenas / Eres del todo hermosa, amada mía, no hay tacha en ti». «¡Que me bese con los besos de su boca! Mejores son que el vino tus amores». Tutankamón murió antes de cumplir los 20 años, pero vivió lo suficiente para escribir poemas de amor a su esposa. Si una catedral gótica es, como dijo Rilke, música hecha piedra, entonces el Taj Mahal, que construyó el sah Jahan para su adorada prometida muerta, es un lamento fúnebre hecho piedra. «No tiene sentido, dulce madre mía, no puedo tejer ya mi tela», escribió Safo hace 2600 años. «Puedes culpar a Afrodita / suave como es / casi me ha consumido de amor por ese joven».
El amor es universal, pero no podemos evitar el deseo de aferrarlo a nosotros. No deseamos que nos lo expliquen y, por descontado, tampoco deseamos que nos lo reduzcan a átomos y a biología. Parece al mismo tiempo demasiado grande y demasiado privado, demasiado profundo y demasiado huidizo para que la ciencia meta sus pinzas y sus pipetas en él. ¡Calma! Un cerebro enamorado sigue siendo una ciénaga sagrada y sofocante. Seguimos necesitando a nuestros poetas y cantores, siempre que sean buenos, por supuesto. La ciencia no ha resuelto la cuestión del amor. Sabemos muy poco sobre los sustratos bioquímicos y neuronales del amor. Es un problema enormemente difícil de estudiar. ¿Cómo definirlo? ¿Qué animales se pueden utilizar para estudiarlo? Para realizar experimentos sobre la biología profunda del amor, los científicos necesitan animales y pruebas fiables. Cuando los gatos sienten hostilidad, se les eriza el pelo, enseñan los dientes y bufan de un modo característico, por ello estos animales constituyen uno de los «sistemas modelo» favoritos para el estudio de la agresividad. Pero, ¿cuáles son los signos fiables de amor animal en el laboratorio? ¿Cuál es la diferencia entre dos animales que se acurrucan juntos para darse calor y entre otros dos que lo hacen porque son «amigos»? ¿Hay alguna diferencia?
Además de que el problema amenaza con ser inabordable, a muchos científicos la idea misma de una «biología del amor» no les suena lo suficientemente seria. «¿Qué es lo que estudias?». «El amor». «Ah, ¿y te pagan por eso?». «A veces. Si hago bien la pelota, si disfrazo el tema y si uso tácticas de despiste. Si solicito hábilmente la beca y pongo en el informe que voy a estudiar los riesgos para la salud que representa el aislamiento social, pongamos por caso, o el autismo. Si nunca hablo explícitamente del amor».
Y sin embargo, a través de la biología podemos aproximarnos al amor y ver en él aspectos que quizá no percibimos cuando actuamos como supuestos expertos al enamorarnos. El amor tiene su intríngulis. El amor es hijo del ultraje y llega con más facilidad tras una crisis. El cuerpo y el cerebro tratan de rellenar con amor lo que perdemos con la angustia, y cuando decimos que el amor maduro engorda, es que engorda, literalmente, porque está programado para conservar nuestras calorías, además de nuestra cordura. Puede parecer que el amor es imposible, pero es al contrario, es ridículamente fácil, y, una vez comienza, es alimentado por cada sentido, cada fibra nerviosa, cada célula y también por el cerebro, nuestro gran cerebro dotado de memoria. Con el cerebro, nuestro orgulloso trono de la razón, nosotros, los seres humanos, nos hemos convertido en los mejores y más duraderos amantes que ha conocido este mundo.
El sistema de circuitos del amor y del cariño recorre todo nuestro interior. Es tan complejo como las razones por las que nos hacemos amigos y nos enamoramos. ¿Por qué nos enamoramos? Consideremos las razones categóricas. En el fondo, nos enamoramos porque somos una especie que se reproduce sexualmente. Sin embargo, no conocemos con exactitud las razones por las que la evolución llevó a la reproducción sexual. En teoría, una forma asexual de reproducción, una división en dos partes iguales como las amebas, sería comparativamente más eficaz que la sexual, la unión del espermatozoide y el óvulo. El estudio de los orígenes del sexo constituye una pujante disciplina que ha propuesto una plétora de justificaciones y ninguna prueba para cada una de ellas. Baste decir aquí que la periódica recombinación y reorganización de los cromosomas que comporta la reproducción sexual debe ofrecer grandes ventajas para la producción de crías viables, puesto que la gran mayoría de las criaturas terrestres han adoptado la reproducción sexual en lugar de la fotocopia asexual del yo. Y una vez surgió la necesidad de sexo, surgieron a su vez los rudimentos de la necesidad de afecto. Los machos y las hembras necesitaron tener la capacidad conductual de dejar a un lado cualquier hostilidad que pudieran sentir unos contra otros y dar una oportunidad a la concordia, al menos durante el tiempo necesario para intercambiar gametos.
Amamos porque somos una especie que cuida de sus hijos. La unión sexual puede ser un simple trámite, lo mismo que la dispersión del fruto de dicha unión. Muchas especies que se reproducen sexualmente ponen huevos y los abandonan, dejando su posteridad en manos del azar, las circunstancias y la abundancia de la puesta. Pero el cuidado de los hijos presenta sus ventajas. Los padres pueden protegerlos, proporcionarles el alimento que no podrían obtener por sí mismos, reservarles territorio en un mundo de alta demanda inmobiliaria y enseñarles una serie de habilidades, incluyendo cómo no hacer las cosas, ya que los jóvenes animales aprenden observando tanto los errores de sus mayores como sus victorias. La conducta parental presenta tantas ventajas que se puede encontrar a través de todo el espectro filogenético, tanto entre los peces y los insectos como entre los pájaros y los mamíferos, que son los ejemplos más conocidos de este tipo de conducta. «La evolución de la conducta parental revolucionó la reproducción —afirma Cort Pedersen, de la Universidad de Carolina del Norte—. La protección y alimentación parental continuada de las crías hasta que fueran capaces de alimentarse por sí solas hizo posible una tasa de supervivencia mucho más alta y un periodo mucho más largo de desarrollo cerebral. El cuidado parental representó, en consecuencia, un prerrequisito para la evolución de la inteligencia superior. Las especies que cuidan de sus crías acaban dominando todos los nichos ecológicos en los que habitan». Cuidar a los hijos significa quedarse con ellos, reconocer a los propios y volver a ellos una y otra vez, incluso cuando nuestro egoísta yo murmura: ¿A quién quieres más? Un padre, una madre, debe sentirse atraído hacia su hijo, y este, a su vez, debe sentirse atraído hacia sus padres, y el cuerpo y el cerebro de una especie que cuida de sus hijos deben saber cómo amar y cómo ser amados.
Hasta aquí lo personal. Además, está la política. La unión hace la fuerza, no solo la unión de uno mismo con los más allegados, sino con todo un ejército de ellos. El hecho de ser una especie social y considerar la tribu como una extensión de uno mismo y participar en conductas cívicas proporciona fuerza. Los insectos sociales como las hormigas y las abejas, por ejemplo, dedican gran parte de su tiempo a hacerse gestos de solidaridad artrópoda, intercambiando señales químicas, táctiles y visuales. Se dicen unos a otros: «Ve por ahí, baila así, te recomiendo esas flores rojas, ven a luchar conmigo, ven a luchar, ven a luchar, ven a luchar». Gracias a su continua afirmación de la comunidad, los insectos sociales se han convertido en superorganismos que hacen huir en desbandada a cualquier insecto solitario que se cruce en su camino. «Donde quiera que vayamos, desde la selva tropical hasta el desierto, los insectos sociales ocupan el centro, los lugares más estables y ricos en recursos de su entorno», ha escrito Edward O. Wilson. Los insectos solitarios como los escarabajos y las polillas son expulsados a los márgenes, a las efímeras partes del hábitat que no han sido ocupadas por los insectos sociales, que, como consecuencia de sus ventajas competitivas, se multiplican de una forma asombrosa. Solo representan el 2% de los millones de especies de insectos, pero constituyen el 80% de su biomasa.
Entre los mamíferos también predominan las conductas gregarias. La mayoría de las especies felinas son solitarias, con dos excepciones: el león, que vive en manadas muy socializadas, y el gato doméstico, que centra sus esfuerzos sociales en sus amos humanos. Los leones y los gatos domésticos prosperan, mientras que otras muchas especies de felinos se encuentran en vías de extinción. Los elefantes presentan una conducta social muy elaborada, al contrario que otros paquidermos como los rinocerontes y los hipopótamos. Tal vez no sea casualidad que los elefantes últimamente estén consiguiendo recuperarse de los expolios humanos y la codicia por el marfil, y que en algunas partes de África su número esté creciendo de una forma notable, mientras que los rinocerontes, cuyo cuerno está entre las partes del cuerpo más codiciadas en el mercado negro internacional, probablemente no sobrevivirá como especie en libertad a lo largo de este mismo siglo XXI.
Pero la sociabilidad, por sí sola, no garantiza el dominio ecológico. Los licaones africanos, los chimpancés, los bonobos y los gorilas son todos ellos animales sociales y a ninguno le va particularmente bien como especie en libertad. Sin embargo, curiosamente, las mayores amenazas que acechan a estos mamíferos sociales provienen de otros mamíferos sociales. A los licaones, por ejemplo, les resulta difícil competir en la sabana contra los leones y las hienas manchadas, también carnívoros con conductas tribales. Los chimpancés y los gorilas consideran enemigos a los seres humanos, sus avariciosos primos, y ni siquiera Nim Chimpsky, el chimpancé al que se enseñó el lenguaje, puede hablar de la misma forma que nosotros del amor eterno y de los derechos divinos del hombre.
Los humanos también amamos porque pensamos demasiado. Necesitamos reorganizar periódicamente nuestros pensamientos, como los cromosomas o las moléculas del sistema inmunológico que combaten la enfermedad. La primatóloga Allison Jolly ha comparado los beneficios de la inteligencia con los de la reproducción sexual. Ambos son sistemas de transferencia de información entre individuos. Ambos permiten que un individuo combine y utilice la información procedente de diferentes fuentes. Si el sexo evolucionó para que nuestros hijos no estuvieran condenados a ser como nosotros, explica Jolly, la inteligencia significa que no estamos condenados a ser siempre como somos.
Cuanto mayor es la necesidad de comunicación y de transferencia de gametos intelectuales entre las personas, mayor es también la necesidad de gestos, conductas y sensaciones afiliativas. Podemos obligar a una persona con el puño o la espada a que nos dé sexo o comida, pero cuanto más valor le otorgamos a la inteligencia y a las ideas, más necesitamos sosegar al otro y entablar amistad con él.
Amamos para asegurarnos la posteridad y la protección, para preservar nuestra identidad y para dejarla a un lado. Amamos para evitar el aburrimiento y la calcificación mental. Tenemos razones para amar, pero ¿cuál es el instrumento, el medio biológico para practicar ese arte? Resulta que para entender el amor debemos considerar de nuevo la agresividad, ya que las vías de uno y otra están relacionadas entre sí desde el punto de vista neurológico, hormonal y de la experiencia. A veces la relación es fácil de ver, porque el amor puede ser agresivo hasta el punto de que puede llegar a ser violento. Cometemos los actos de agresión más atroces en nombre del amor. El amor a Dios conduce a cruzadas y yihad; el amor a la tribu deviene en genocidio. Cuando estamos locos de amor, estamos locos. No podemos dormir, nos sentimos ansiosos, temerosos. Cuando pensamos en la persona amada, el corazón literalmente nos duele y las rodillas literalmente nos flaquean. Cuando la vemos, nuestras pupilas se dilatan, nos sudan las palmas de las manos y nuestro dolorido corazón se nos sale del pecho. Es como si estuviéramos a punto de pronunciar una conferencia ante una audiencia de miles de personas. La pasión romántica es tan abrumadora que solo podemos encapricharnos de una persona a la vez.
¿Qué es lo que ocurre en el enamoramiento? Dos cosas. Mil cosas. En el amor apasionado, se activa la respuesta corporal del estrés, el eje lucha-o-huye, para aumentar la vitalidad y la potencialidad. Las glándulas adrenales se contraen e inundan la sangre de adrenalina y cortisol, que, a su vez, hacen que el corazón palpite con más fuerza, las pupilas se dilaten, el intestino se retuerza y el sudor empiece a filtrarse. Pero hay más cosas aparte de la ansiedad y la inquietud. La pasión romántica es eufórica y obsesiva. A tenor de esta analogía, Helen Fisher y otros proponen que el amor romántico accede a los mismos circuitos cerebrales del placer a través de los que actúan drogas como la cocaína o las anfetaminas. Cuando tomamos cocaína, aumenta la concentración cerebral de neurotransmisores estimuladores como la dopamina y la norepinefrina, lo que nos convierte en individuos maniacos, en permanente estado de alerta, insomnes, anoréxicos y expansivos, que son también los síntomas del amor apasionado. En la agonía del romance queremos escapar del amado, hacia el amado. Queremos luchar contra el amado por contenerse, contra nosotros mismos por desear más. Y queremos abrazar el mundo por ser increíblemente hermoso y por darnos la criatura perfecta con labios como cintillo de grana y cuello como la torre de David.
No hace falta decir que los circuitos dopaminérgicos y noradrenérgicos son anteriores al uso del speed y la cocaína y, por descontado, no evolucionaron para que apreciáramos el uso de las drogas psicoactivas. Por el contrario, los circuitos del placer se activaron para reforzar los comportamientos y las actividades que pueden resultar útiles al individuo. Si asumimos que nos sentimos atraídos hacia una persona en particular por buenas razones —que nuestro instinto detecta que hay algo que merece la pena en ella, alguna razón que hace que deseemos emparejarnos con esa persona y pasar tiempo con ella—, podría resultar útil disponer de un sistema neurológico diseñado para amplificar nuestra atracción inicial, que no nos permita desengancharnos, porque tendemos hacia la comodidad y a veces necesitamos un empujoncito. Así, el amor romántico podría ser la primera adicción, y la dopamina, la norepinefrina y las catecolaminas relacionadas podrían ser el escenario neuronal en el que Cualquier Mujer hace el papel de Ginebra, Julieta o Hildegarde von Bingen, que amó a su Dios estáticamente y como una adolescente.
Amamos el emocionante torbellino del amor romántico. También amamos el sabor de nuestra agresividad con más frecuencia de lo que admitimos. Pero ya es suficiente. Como dijo Buda, la vida es dolor, y este está causado por el deseo, el deseo de poseer y devorar al amado como si fuera comida. Así, en el amor no solo buscamos pasión, sino un bálsamo para la pasión, una cura para nuestra agresividad y sus efectos secundarios, la ansiedad y el temor. Buscamos sentirnos tranquilos, seguros y felices. En el amor buscamos a nuestras madres, a nuestras madres idealizadas, a nuestras almas gemelas, a nuestros hijos, nuestro refugio. Queremos un amor afiliativo, un amor de pareja, o, como lo denominaríamos muchos de nosotros, un amor verdadero, en contraposición al capricho, el coqueteo, la obsesión. Incluso lo esperamos. Los extremos del amor romántico deben resolverse y disolverse con el amor verdadero o, en caso contrario, nos sentimos desesperados, estafados, malhumorados. ¿Quién no ha visto alguna de las múltiples versiones de Romeo y Julieta y ha deseado, en secreto, culpablemente, que por una vez Julieta se despertara a tiempo para impedir que su amante bebiera el veneno? El pobre Charles Dickens se vio obligado, por las protestas de los lectores, a escribir un segundo final para su libro Grandes esperanzas. En la primera versión, Pip y Estella se reencontraban al cabo del tiempo y volvían a tomar caminos separados, Pip feliz de haber visto en el rostro y la actitud de Estella señales de que «el sufrimiento […] le ha dado corazón para entender lo que solía ser mi corazón». En la segunda versión, al gusto del público, la pareja permanece unida caminando cogida de la mano sin que la «tranquila luz» del atardecer augure «sombra alguna de una nueva separación». William Dean Howells, director de la revista literaria Atlantic Monthly, intentó negociar una concesión a los sentimientos del público cuando publicó por entregas la novela de Henry James The American. Howells pidió a James que el héroe americano y la heroína francesa se reunieran en el capítulo final. James se negó, y la heroína permaneció en el convento. «Soy realista —le argumentó a Howells—. Habría sido una pareja imposible». James escribió veinte novelas, veinte obras maestras, pero ninguna de ellas termina con una unión feliz. Para él, que vivió solo, todas las parejas eran imposibles. Si leemos a Henry James durante demasiado tiempo, acabamos sumidos en un estado de tristeza e irritabilidad, un estado de angustia literaria del cual la mejor forma de salir es releyendo a Jane Austen, la maestra de la consumación.
Todos sabemos que después de una historia de tribulaciones y conflictos emocionales, esperamos un final feliz y anhelamos la consumación, la reciprocidad de nuestro amor. Lo más curioso es que la agitación, el estrés y la ansiedad puede que no sean meros preludios, sino verdaderos instrumentos a través de los cuales se crean el amor y el afecto profundos. La fisiología del estrés parece disponer el escenario y preparar el sistema de circuitos para la entrada de una nueva serie de señales: de franqueza, de receptividad y de amor. Ablanda el cerebro. Muchos mamíferos que forman parejas o amistades estables son animales con un eje de respuesta al estrés extremadamente activo. Sus glándulas adrenales están prestas a liberar hormonas del estrés, como el cortisol y la corticosterona. Estos animales son muy inquietos, y se enamoran. Los monos del Nuevo Mundo, como los titís de mechón blanco y otras especies de titís, tienen abundantes hormonas del estrés y numerosos afectos sociales. Los ratones de campo, una de las especies favoritas para el estudio del afecto, son extraordinariamente monógamos. Si fueran humanos, no querríamos invitarlos a ninguna fiesta porque son tan inseparables que nos aburrirían. Los ratones de campo —aunque no son exactamente ratones, sino roedores que no pertenecen a la misma especie que los ratones— tienen un nivel de hormonas del estrés entre cinco y diez veces superior al de los ratones de monte, de tamaño parecido, pero que no son monógamos, no se enamoran y son solitarios. Los conejillos de Indias segregan ríos de hormonas adrenales cuando sufren estrés y también desarrollan relaciones de afecto muy estrechas. En los seres humanos, el estrés puede hacer surgir misteriosos e indestructibles vínculos: entre los soldados en una trinchera; entre secuestrador y secuestrado, como podemos ver en el caso del síndrome de Estocolmo, o entre un hombre violento y su sumisa esposa maltratada.
El hecho de que la agresividad y el estrés puedan preparar el escenario neurofisiológico para el afecto no está exento de lógica. La agresividad impulsa a un animal hacia fuera de sí mismo y hacia los demás. Los actos que preceden a la necesidad de establecer un vínculo entre individuos rebosan de estrés. En las criaturas que se emparejan para criar a su descendencia, como los ratones de campo, los pinzones cebra o los peces cíclidos, el acto que pone los cimientos del vínculo entre macho y hembra es el sexo, y este, por consensuado que sea, no deja de ser un acto de agresión, ansiedad, temeridad y valor.
Para las madres, de las que se espera que amamanten y cuiden de sus hijos, la llegada de un recién nacido dependiente va precedida de un estrés, en el propio parto, de enormes dimensiones. Esto es cierto para los mamíferos en general (¡pensemos en la desdichada hiena, que da a luz por el clítoris!), pero es entre nosotros, los seres humanos, donde mejor se ejemplifica el papel del parto como crisol de la vinculación afectiva. Las mujeres anticipamos la extremada agitación del parto. Incluso antes de la primera contracción, una mujer que va a dar a luz es presa del pánico, de los presentimientos y de la sensación de vulnerabilidad. Anhela el apoyo y la compañía de otras personas. La mera idea de parir la aterroriza. En ese sentido, la mujer es única en su clase taxonómica, ya que cuando otras hembras de mamífero están a punto de parir, lo que buscan es precisamente la soledad. Buscan un lugar oscuro y tranquilo lejos de la manada o el rebaño y gruñen y empujan solas.
Solo entre los humanos el nacimiento es, casi universalmente, una empresa compartida, el trabajo de parto de una mujer, sus parientes —generalmente mujeres— y una comadrona o dos. Según Wenda Trevathan, una antropóloga de la Universidad del Estado de Nuevo México, en todas y cada una de las culturas documentadas, las mujeres que están de parto buscan de forma sistemática ayuda y compañía en vez de aislamiento. Todos tenemos en la mente la imagen de la campesina que se pone de cuclillas, pare sin más, se sujeta al bebé contra el pecho y sigue trabajando, pero esa imagen es apócrifa o es una rareza que se ha ido exagerando gracias a los rumores y la repetición hasta convertirse en la norma primitivista. Parir en el campo es, literalmente, como parir en un taxi o en el metro. Sucede, pero es poco frecuente y, en todo caso, no intencionado. Lo que las mujeres buscan cuando dan a luz es ayuda.
Según Trevathan, la profesión médica más antigua del mundo es la de comadrona, que data tal vez de hace tres o cuatro millones de años, cuando empezamos a caminar erguidos. La postura erguida cambió la mecánica del parto, de la odisea del bebé a través de esos infinitos doce centímetros del canal del parto. Como nuestra pelvis hubo de ser remodelada para hacer posible la bipedación y como la cabeza del bebé es excepcionalmente grande y sus hombros son extraordinariamente anchos en proporción a su cuerpo, el parto humano es, comparativamente, doloroso y prolongado; además, cuando el recién nacido empieza a salir por la vagina, suele hacerlo de espaldas a la madre en lugar de salir de cara a esta, como ocurre con los demás primates. Una madre chimpancé puede ayudar a salir a su cría y cogerla en brazos para acercarla a su regazo. Si el cordón umbilical está enrollado alrededor del cuello del bebé, como suele pasar a menudo, una madre chimpancé puede desenrollarlo ella misma. Puede limpiar también la mucosa de la boca del bebé y evitar que aspire el plasma del útero, los vestigios de su vida acuosa.
Pero una madre humana no puede. El niño sale de espaldas, y si intentara sacarlo con sus propias manos, podría dañarle la columna vertebral y el cuello. No puede desenrollar el cordón umbilical del cuello del bebé. No puede limpiarle la cara y facilitarle su primera bocanada de aire. Necesita ayuda. La necesita tanto que poco antes del parto ya comienza a sentir pánico. Anticipa el dolor y las dificultades y se siente perdida y vulnerable, pero esa ansiedad no es patológica, no es un subproducto del torbellino hormonal de la última etapa de la gestación, como se ha llegado a afirmar. Por el contrario, se trata de una ansiedad racional, tan humana como nuestro pulgar oponible, nuestro torso sin vello y nuestras clases de preparación para el parto. La ansiedad hace que la mujer, más que exclusión, busque audiencia para el parto. Como sucede con la profunda ansiedad del amor romántico, la ansiedad de una mujer que está de parto está teñida de temor, un temor que la impulsa de forma refleja a huir, pero hacia el otro, no del otro. Los impulsos son inexorables y agresivos, lo que significa que son incontrolables. Igual que una persona enamorada puede arremeter contra el ser amado, una mujer que está de parto es como la bruja del bosque, que echa espumarajos e insulta a sus sufridos ayudantes.
Mientras daba a luz a mi hija, estuve rodeada de un coro afectuoso y exhortante: mi esposo, mi madre, dos comadronas y una enfermera. Me daban ánimos y me decían cuándo debía empujar. A cada empujón me aseguraban que lo estaba haciendo muy bien, que era muy fuerte y que ya faltaba muy poco, de verdad, muy poco, ya casi estaba. Y mientras empujaba, durante una hora y cincuenta minutos —cada uno de los cuales se me hacía una eternidad—, me sentía como Rosemary[33] rodeada de los adoradores de Satán, y pensaba: «Sois unos mentirosos, sois ridículos, estáis diciendo gilipolleces, ¡por qué no os calláis de una vez y me dejáis sola!». Pero si me hubieran dejado sola, me habría quedado paralizada, incapaz de empujar o de respirar, como un reptil. Sin embargo, después del nacimiento, adoraba a todos mis torturadores: a mi hija y a mi marido, sí, y también a las mujeres que estaban allí, a la hora de la verdad, absorbiendo mi desesperación y desenrollando el cordón umbilical del cuello de mi hija. ¡Oh, mujeres maravillosas! «A mi yegua, entre los carros del Faraón, yo te comparo, amada mía».
En los extraordinarios mecanismos del nacimiento humano vemos, por tanto, otra razón por la que los seres humanos debemos estar rodeados de otros y por la que somos los primates más sociales. También vemos otra prueba de que la ginocracia, el frente unido que podemos formar las mujeres en tiempos de necesidad, está enraizado en nuestro pasado remoto y en la soledad de permanecer erguidos sobre nuestros pies.
La propia química del estrés encierra las semillas de su alivio. Una vez superado el deseo apremiante y la obsesión, o cuando el frenesí expulsivo del parto ha terminado, podemos alcanzar un estado de apego, un antídoto neuroquímico para el torrente de agresividad y deseo. La ansiedad es catabólica y consume mucha energía. El apego, en cambio, es anabólico y conserva la energía. Nacemos para la agresión. Nacemos para la unión. Y, así como sabemos algo sobre la primera, sobre la segunda, su contrapeso, sabemos mucho menos. Sospechamos (y el verbo sospechar es el adecuado en este caso) que el estado de apego tiene algo que ver con la hormona oxitocina, un neuropéptido, y con su pariente molecular, la vasopresina.
A la oxitocina se la ha llegado a denominar la hormona del amor. Es una expresión tan estúpida, tan subjetiva, tan claramente reduccionista que, como los términos el gen de la homosexualidad o el gen de la inteligencia, casi ni merece la pena refutarla. Sin embargo, la oxitocina sí puede desempeñar un determinado papel en la sensación del amor. Nuestros sentimientos deben sentirse de alguna manera, a través de un medio físico, y la oxitocina tiene todas las trazas de ser una especie de emulsor emocional. Esta hormona se presenta en circunstancias en las que es necesaria una conducta afiliativa. Durante el parto, el cerebro la libera hacia el torrente sanguíneo. Tiene un cometido práctico y mecánico: desencadena las contracciones uterinas. La pitocina, la hormona sintética que se les suministra a las embarazadas para inducir el parto cuando las contracciones no surten efecto, es una versión sintética de la oxitocina. Dicha hormona también estimula el reflejo de la subida de la leche, su secreción por parte de las células mamarias y su paso a través de los conductos para manar, finalmente, por los pezones. La oxitocina estimula las construcciones musculares maternas por encima y por debajo de la cintura. Facilita el nacimiento del bebé. Facilita su alimentación. Y puede que también facilite que el bebé sea amado, porque, sin amor, la madre bien podría quedarse mirando a esa pequeña y berreante criatura y preguntarse: «¿Cómo demonios me habré metido en esto? ¿Cómo puedo escapar?».
La vasopresina es también una buena candidata a ser la hormona de los vínculos. Desde el punto de vista molecular es similar a la oxitocina y, como esta, tiene un cometido práctico que es esencial para la lactancia. Ayuda al cuerpo a retener agua, y, si no podemos retener líquidos, no podemos fabricar leche. La vasopresina contribuye a mejorar la memoria, y parece una buena idea que podamos recordar a aquellos que son importantes para nosotros: nuestros hijos, por ejemplo, o un amante digno de ser amado. Tanto la oxitocina como la vasopresina actúan de un modo bastante rápido, que es precisamente lo que esperamos de unas hormonas que deben regular verdaderas revoluciones de la conducta en un breve periodo de tiempo. En menos de un minuto pasamos de ser una embarazada, aún impaciente, aún libre, a ser una madre que amamanta y de la que se espera que se siente a dar de mamar, que dé, que ame y que vuelva a sentarse para la siguiente toma.
«La naturaleza es conservadora —afirma Carol Sue Carter, de la Universidad de Maryland, la gran dama de la investigación sobre la oxitocina—. Rara vez desarrolla algo que vaya a utilizar una sola vez. Las funciones de la oxitocina evolucionaron desde algo primitivo y básico a algo muchísimo más elaborado».
Todo esto sobre la oxitocina y la vasopresina suena estupendamente bien, pero los datos sobre sus ramificaciones en los asuntos humanos siguen siendo escasos, porque no se pueden hacer experimentos fiables con las hormonas. La oxitocina es un péptido, al contrario que el estrógeno o la testosterona, que son esteroides liposolubles. La liposolubilidad de un esteroide es lo que le permite pasar del cerebro a la circulación periférica y viceversa. En cambio, para una hormona peptídica, el tráfico es siempre unidireccional, del cerebro a la sangre. El hipotálamo genera oxitocina cuando es necesario y se reserva una parte para sí mismo, para las necesidades locales del cerebro, pero la oxitocina liberada al torrente sanguíneo no puede atravesar la barrera de la sangre cerebral y volver a casa. Cuando a una mujer embarazada se le administra un goteo intravenoso de oxitocina sintética, esta sustancia no llega al cerebro, sino que va directamente al útero y la hace sentir como si el propio Josef Mengele le estuviera abriendo el vientre, pero eso es todo. No podemos hacer un experimento en el que le administramos a una persona una pastilla de oxitocina y le preguntamos: «¿Ya te sientes maternal? ¿Y afiliativa, cariñosa o unida a tus opresores?». La oxitocina exógena no llega a donde tendría que llegar para influir en la conducta, si es que lo hace.
La mayor parte de lo que sabemos sobre la oxitocina y la vasopresina es gracias a los experimentos llevados a cabo con animales como los ratones de campo, los hámsteres y las ratas, en cuyos cerebros se considera legítimo hacer manipulaciones. Cuando se inyecta oxitocina directamente en el sistema nervioso central de una rata, esta comienza a acercarse furtivamente a otra rata en busca de contacto físico, de un lugar confortable donde apoyar su hocico. Las hembras de ratón de campo forman parejas estables después de haberse apareado y también liberan oxitocina tras el apareamiento. Una hembra a la que se le inyecta oxitocina o vasopresina en el cerebro y después se la coloca junto a un macho, actúa como si hubiera copulado con él y deseara permanecer a su lado. En el caso del macho ocurre otro tanto: si se inyecta un bolo de oxitocina o vasopresina a su sistema nervioso central, se empareja fielmente con la primera hembra que se encuentra. Y por el contrario, una hembra de ratón de campo tratada con un antagonista de la oxitocina, que bloquea la actividad del péptido, tiene problemas para emparejarse con un macho o para interesarse por uno en concreto.
La oxitocina también puede inducir un comportamiento maternal en hembras vírgenes. Cuando se administra oxitocina a las hembras de ratón de campo a través del líquido cefalorraquídeo, en menos de media hora ya están limpiándoles los mocos a las crías que tienen cerca y llevándolas con las demás si se extravían. Las ovejas suelen ser buenas madres, pero su comportamiento cambia si, por alguna razón, se las separa del cordero al poco tiempo de parir. En ese caso, es probable que lo rechacen y que se nieguen a alimentarlo. Pero los granjeros tienen otro medio para persuadirlas: les estimulan la vagina con una especie de consolador ovino. El cosquilleo provoca que el cerebro emita una ráfaga de oxitocina y entonces sí que acceden a amamantar el cordero. Una inyección de oxitocina en la médula espinal tiene el mismo efecto maternogénico.
La vasopresina se hace más de rogar que la oxitocina. Puede inducir una conducta maternal en las hembras de roedor, pero tarda aproximadamente una hora más que la oxitocina. Según la teoría al uso, la importancia de la vasopresina en la inducción del amor y de la conducta parental es comparativamente mayor en los machos que en las hembras. Entre los ratones de campo, que forman esos estrechos vínculos monógamos de pareja que nos resultan tan entrañables a los seres humanos, los niveles de vasopresina de los machos se ponen por las nubes después de aparearse, aunque no ocurre lo propio con las hembras; es después de aparearse cuando el macho se hace inseparable de su pareja. Entre las ratas de laboratorio, los machos muestran diversos grados de implicación paternal según la raza. La menos paternal es la rata Brattleboro. Es un mal bicho. Y también es particularmente deficiente en vasopresina.
Lo que funciona bien para un roedor es indicativo para un simio. En uno de los escasos experimentos relacionados con la oxitocina que se han llevado a cabo con primates, se inyectó esta hormona en el sistema nervioso central de varias hembras de monos rhesus vírgenes. Al cabo de unos pocos minutos, se colocó una cría en la misma jaula. Las hembras daban vueltas a su alrededor, se la comían con los ojos. Se atrevieron a tocarla suavemente e hicieron un gesto con los labios que recordaba a un beso. También mostraron una actitud más amigable hacia sus observadores humanos, absteniéndose de bostezar, hacer muecas u otros signos típicos de resentimiento. Por el contrario, las hembras vírgenes a las que se les había administrado una inyección de control de solución salina no mostraron signo alguno de inclinación maternal, no hicieron gestos besucones a la cría y bostezaron displicentemente ante sus captores.
Aunque escasos, los datos procedentes de los estudios realizados con seres humanos confirman el modelo que presenta a la oxitocina y la vasopresina como ligamentos emocionales. Kerstin Uvnas-Möberg, del Karolinska Institute sueco, ha llevado a cabo gran parte del trabajo con seres humanos. Estudia a las madres lactantes, en las que los niveles de oxitocina son particularmente altos. Pensemos en una mujer que amamanta, dice. Pensemos en su singular fisiología. La oxitocina estimula la subida de la leche, esto ya lo sabemos. Pero hay mucho más. La oxitocina, de común acuerdo con otros péptidos, permite aumentar el flujo sanguíneo hacia las mamas. La mama, hinchada de sangre, se vuelve cálida, más cálida que nunca. La madre irradia calor como si tuviera fiebre, como si fuera una losa al sol. Alimenta al bebé y lo baña con su calor.
«Hay una total transferencia de calor, y eso es muy importante, ¿no es así? —afirma Uvnas-Möberg—. ¿No es ese justamente el sustrato del amor, transmitir calor? Cuando hablamos de una persona cariñosa, decimos que es una persona cálida. De una persona que se niega a amar decimos que es una persona fría. En este caso, la psicología ha tomado prestados términos que representan aspectos muy profundos de la fisiología». Uvnas-Möberg habla con una voz cálida, íntima y susurrante, como si estuviéramos las dos en una habitación dando de mamar juntas en vez de en un despacho del Karolinska Institute, abotonadas hasta el cuello y sin ningún bebé a la vista. Lleva un traje de chaqueta de color verdoso, sus mejillas son redondeadas y su rostro, rosado y brillante, como una fruta lustrosa.
«Criar a un recién nacido consiste en darle energía y calor, lo que requiere, en ambos casos, calorías —afirma—. Y eso es algo muy peligroso y muy caro. Eso significa que la oxitocina tiene otra vertiente, la del ahorro, porque, para que la ecuación se cumpla, de algún sitio tenemos que sacar lo que perdemos proporcionando calor y leche».
Según Uvnas-Möberg, la oxitocina es una hormona generosa y conservadora. Actúa en el intestino para ralentizar la digestión y permitir, de este modo, que cada caloría ingerida sea absorbida por el organismo. Incrementa las concentraciones de insulina de manera que el azúcar en sangre llegue a las células en la mayor medida posible y no se elimine en la orina. Una madre que amamanta a su hijo también debe ahorrar energía en su conducta. Debe poder estar tranquila, permanecer sentada sin que la molesten. La ansiedad y la inquietud representan un despilfarro de calorías, mientras que la calma las preserva, ayuda a mantener la igualdad en la ecuación, a dar calor, a irradiarlo, y a la vez a obtener fuerza anabólica, puesto que, cuanto más damos, más oxitocina producimos, mayor es la capacidad conservativa del intestino y más serenas nos sentimos. Es como los lemas que emplean los grandes almacenes para vender más en rebajas: cuanto más gastas, más ahorras.
Uvnas-Möberg y sus colegas estudian a las mujeres que crían a sus bebés. Observan la conducta de las madres y les realizan tests de personalidad. Les preguntan cuánto suele durar cada toma y miden los niveles en sangre de oxitocina y otras hormonas tomando muestras cada treinta segundos durante diez minutos de lactancia, y llegan a la conclusión de que las pautas de secreción de oxitocina difieren según las mujeres. En algunas hay picos y valles: la oxitocina se segrega en ráfagas. En otras mujeres, en cambio, la pauta es relativamente homogénea, con cuencas y mesetas más que con montañas. «Resulta que, cuantos más picos presenta una mujer, mayor es su concentración total de oxitocina y más tiempo tiende a amamantar a su bebé —afirma—. También existe correlación con los cambios de la personalidad. Las mujeres con más picos refieren sentirse más tranquilas. Explican que se sienten más accesibles desde el punto de vista emocional que antes, que se sienten unidas a sus hijos. Y eso es muy razonable: cuanto más alta es la concentración de oxitocina, más largo es el periodo de lactancia, y cuanto más tiempo dan de mamar, más tiempo pasan en contacto con el bebé y más cercanas se sienten a él física y emocionalmente, e incluso yo añadiría que también neuroquímicamente».
Una madre hace algo más que alimentar y dar calor al bebé. Cuando lo sostiene en su regazo, lo toca. Lo acaricia para calmarlo. «Una sabe la forma adecuada de acariciar a alguien —afirma Uvnas-Möberg—. Sabes lo que funciona y lo que no. Si lo haces así, demasiado rápido, es irritante —explica mientras se frota el brazo rápidamente para demostrarlo—. Si lo haces demasiado despacio, tampoco funciona —dice mientras se pasa la mano lentamente por el brazo—. Pero, si lo haces así, si lo acaricias de forma constante y tranquila, sabes que está bien, que es la forma correcta de hacerlo». Entonces se acaricia el brazo rítmicamente y yo la observo, y mientras la observo, me siento indirectamente acariciada e indirectamente calmada. «Este ritmo supone unas cuarenta caricias por minuto —continúa—. Es el mismo ritmo al que acariciamos a nuestras mascotas». La oxitocina vuelve a entrar en escena. Cuando los científicos toman muestras de sangre de las mujeres mientras estas acarician a sus bebés, observan la misma activación de los sistemas de segregación de oxitocina que cuando dan de mamar. La madre segrega oxitocina mientras acaricia al bebé, porque su mano siente la sensación relajante de la caricia, del mismo modo que su hijo siente el efecto balsámico de ser acariciado. La madre describe una sensación de calma, y si la pellizcamos, apenas se da cuenta. «Sabemos que se pueden inducir reflejos de dolor en cualquier punto del cuerpo con un pellizco —explica Uvnas-Möberg—. Pero también podemos inducir tranquilidad y aliviar el dolor tocando y acariciando cualquier punto. No sabemos muy bien cómo, pero lo sabemos ¿no crees? Es un conocimiento innato, aunque a veces lo olvidamos o nos incomoda reconocer que lo poseemos».
El contacto transmite calor. Acariciar es recalcar que estamos tocando, dando, que estamos ahí. Quizá perdimos el pelo en el cuerpo para poder tocarnos mejor y facilitar, así, la aparición del amor. Acariciamos a nuestros hijos y los acunamos. Comprar una mecedora para dar de mamar es uno de los placeres de la maternidad inminente y el mero pensamiento de acunar al bebé nos llena de calidez y de alegría. En China, las mujeres se dan una ducha de agua caliente cuando se ponen de parto y casi nunca necesitan pitocina, ya que el chorro de agua caliente libera sus propias reservas de oxitocina; en Occidente, las mujeres están empezando a descubrirlo y algunas clínicas donde se ofrece el parto natural están empezando a poner jacuzzis a disposición de las parturientas. Otros mamíferos se lamen continuamente durante el parto; después, lamen a sus crías y estas acarician con el hocico a la madre: ¡es tan maravilloso como la propia vida! Una caricia acompasada induce la secreción de oxitocina y su ritmo es el mismo que el de los conductos lácteos al segregar la leche y el ritmo al que mama el bebé. Este es el ritmo del amor: cuarenta pulsaciones por minuto.
El ritmo del amor. El orgasmo es otra sensación rítmica y también corresponde a unas cuarenta pulsaciones por minuto; además, el útero se contrae durante el orgasmo del mismo modo que durante el parto. La frecuencia de la oxitocina, la acción de la oxitocina. En un estudio se pidió a varias mujeres que se masturbaran hasta alcanzar el orgasmo y se midieron sus niveles de oxitocina antes y después de este. La concentración de oxitocina aumentó ligeramente durante el clímax y cuanto mayor era el incremento, más placer afirmaba haber sentido la mujer. Algunas mujeres explican que cuando dan de mamar no se sienten relajadas sino, por el contrario, más bien excitadas, casi orgásmicas, y su útero se contrae al mismo ritmo que los conductos lácteos y la boca del bebé al mamar. En realidad, el estado de excitación no es muy distinto del de tranquilidad. Ambos se caracterizan por un aletargamiento del sistema nervioso simpático y por una disminución de la presión arterial y del estrés. El nirvana se define como un estado ideal de paz, armonía, estabilidad y alegría. Se puede alcanzar el estado meditativo mediante una respiración acompasada y lenta. El amor y la alegría animan y a la vez reconstituyen. Se fundamentan en la armonía, una clara y definida forma de onda que se puede mantener con una mínima inversión de energía en el punto de origen, lo más cerca que podemos estar del sueño imposible, de la máquina de movimiento perpetuo.
«Están empezando a surgir diversos patrones —explica Uvnas-Möberg—. Creo que hallaremos subgrupos de personas que tienen niveles altos de oxitocina y niveles bajos de ansiedad y presión arterial. Y bien, ¿debería acaso sorprendernos? No nos sorprende si nos dicen que la gente con altos niveles de cortisol o de adrenalina está más estresada. Y es probable que lo contrario también se cumpla. Lo único que pasa es que no lo hemos estudiado de forma sistemática, pero, al menos en casos particulares, todo concuerda. Las mujeres con niveles altos de ansiedad también tienen niveles bajos de oxitocina. Los niños que acuden al hospital con dolor abdominal recurrente suelen tener niveles de oxitocina extremadamente bajos. El dolor abdominal recurrente es un síntoma clásico de ansiedad infantil».
El intestino sabe más de lo que nos imaginamos y mantiene al cerebro informado de lo que ha aprendido. Habla en el lenguaje de las hormonas, como la colecistoquinina, una hormona metabólica que se sabe que induce la sensación de saciedad. «El vínculo entre el cordero y la madre se establece mediante el acto de mamar —explica Uvnas-Möberg—. La acción de succionar tiene varios efectos, como liberar oxitocina en el cerebro del cordero y colecistoquinina en su intestino. Si se bloquea la emisión de oxitocina se impide que se forme el vínculo entre el cordero y la madre, y lo mismo ocurre con la colecistoquinina: su bloqueo interfiere con la capacidad del cordero para establecer vínculos».
«El cerebro y el vientre están relacionados —continúa—. Los psicólogos conocen la importancia del vientre en el aprendizaje. Los niños se llevan las cosas a la boca para conocerlas, para comprenderlas. Decimos que sentimos algo “visceralmente”, hablamos de instinto “visceral”. Decimos que para llegar al corazón de un hombre primero debemos pasar por su estómago. Cuando hemos comido nos volvemos amables y generosos. Es difícil serlo cuando estamos hambrientos». Y ahora vemos otra razón por la que debemos mostrarnos cautelosos con una persona que rechaza la comida que se le ofrece. Esa persona no desea sosegarse, sino que prefiere permanecer alerta, en tensión. Esa persona es una amenaza. No es extraño que no nos guste comer en compañía de alguien que renuncia a la comida: no podemos permitirnos apaciguarnos unilateralmente. Guarda la colecistoquinina, por favor. Esta noche no habrá fiesta de la oxitocina.
El cuerpo nos otorga la fuerza de cada sentido y cada sustancia de los que dispone. El estrés extremo actúa como la partera de la devoción profunda. La mujer da a luz gritando y llorando, pidiendo que le saquen esa criatura, que liberen a esa ballena Willy como sea, recurriendo a un enema si es necesario. Para el bebé, el tránsito por el canal del parto tampoco es nada fácil y, durante el nacimiento, la producción de hormonas del estrés alcanza en el bebé niveles imposibles, cien veces superiores a los que se observan en una persona normal. Y no mucho después, ambos, madre e hijo, yacen abrazados, cálidos y sonrientes. Buda y su bodhisattva.
El olor también es un ministro subcognitivo que predica vínculos que todavía no sabemos describir o comprender. Un recién nacido humano es un ser indefenso cuya descoordinación es patética, pero si, al poco de nacer, lo colocamos sobre el vientre de la madre, buscará el camino hasta el pecho, guiado casi exclusivamente por las pistas que le proporciona el olfato. Y si un pezón está lavado y el otro no, el bebé buscará el que no está lavado. La fontanela de la cabeza del bebé, los espacios donde todavía no se han fundido las placas craneales, posee abundantes glándulas sudoríparas que exudan olores, y la madre olisquea la fontanela a menudo, baja la cabeza instintivamente y la huele. El vínculo entre padres e hijo puede establecerse incluso antes del nacimiento, mediante el intercambio de olores o moléculas odoríferas. El feto segrega su olor característico en la orina que flota en el líquido amniótico. Este líquido se expulsa en la orina de la madre y, de este modo, ella puede conocer el olor de su hijo antes de que nazca, y el padre también puede familiarizarse con él, al estar en estrecho contacto con la madre. Los padres aman a sus recién nacidos casi tan profundamente como las madres, incluso sin haber experimentado los cambios físicos y hormonales que comporta el embarazo. Los olores fetales ambientales pueden servir para inducir en los circuitos un estado receptivo y sumiso. John Money, uno de los principales investigadores en el ámbito de la sexología, ha afirmado que una persona que sufre anosmia —que no tiene sentido del olfato— puede sentir atracción por otra, pero no así establecer vínculos. Cuando a uno de los esposos no le gusta el olor del otro, el matrimonio está condenado al fracaso. «¡No te cases con Hermengarda! —escribió el papa Esteban III a Carlomagno—. Apesta, como todos los longobardos». «Carlomagno se casó con ella de todos modos, y acabó repudiándola —escribe Guido Ceronetti en El silencio del cuerpo—. No podía soportar su olor».
Tacto, gusto, olfato: todos los sentidos intervienen en la solicitud del amor. Y como, ante todo, somos una especie visual, los bebés se aprovechan de ello agradando a la vista, siendo, literalmente, casi demasiado bonitos para soportarlos. Durante las últimas semanas de la gestación, el bebé adquiere una capa de grasa subcutánea. La diferencia entre un bebé ligeramente prematuro y otro que nace a término es, en gran parte, una cuestión de un kilo de tejido adiposo, y ese peso adicional hace el parto más difícil para la madre. Un bebé gorila, en cambio, nace prácticamente sin grasa y comienza a ganar grasa y peso después del parto. No está claro por qué el bebé humano llega al mundo preengordado, ya que no existe una justificación fisiológica evidente para tales reservas de grasa. Algunos investigadores proponen que la grasa está ahí por el bien del cerebro, pero si fueran necesarias grandes dosis de lípidos para alimentar a este órgano, que crece rápidamente después del parto, cabría esperar un alto contenido en grasa en la leche humana. Sin embargo, ocurre justamente lo contrario: la leche humana es, comparativamente, muy baja en grasa. Sarah Blaffer Hrdy sugiere que los bebés nacen así de regordetes para resultar adorables a la vista. La grasa es un acabado estético. Nos atraen los bebés gorditos y blandos, con sus mejillas y nalgas redondeadas y sus piernecitas y sus bracitos carnosos. La seducción visual de un bebé, su grado de belleza, puede magnificar su poder para obtener el calor, el olfateo, el tacto, el agua bendita baja en grasas de su madre. Lo que viene redondeado, permanece redondeado.
También es redondeado el sonido del amor, la voz, a veces estridente y a veces susurrante, con la que arrullamos a los bebés y a nuestra pareja. Los bebés responden mejor a una voz modulada en nítidos graves y agudos. Tienen que aprender el lenguaje. Tienen que empapar sus cerebros de lenguaje, y lo aprenden mediante los tonos graves y agudos precisos y cada palabra claramente vocalizada que se les dirige. Si el parloteo infantil suena cálido, es una transferencia de otro tipo de calidez, puesto que, con la voz, los padres alimentan el cerebro del niño proporcionándole las bases del lenguaje, la fuente más segura del poder humano. Cuando somos adultos, recuperamos el balbuceo infantil para ganarnos el cariño de un amante. Retrocedemos ontogénicamente y ofrecemos gorgoritos y apodos secretos de nuestra invención.
Sabemos cuándo estamos en forma, y nos sentimos bien, y nos da la impresión de que podemos continuar así de forma indefinida. Una persona amada nos calma cuando estamos hechos polvo y nos da alegría cuando caemos en la inercia. Una pareja compenetrada que lleva muchos años junta se asemeja a dos relojes sincronizados. Sus rostros han acabado pareciéndose, porque sus músculos faciales imitan inconscientemente los gestos del otro. Su ritmo al hablar es semejante y caminan al mismo paso. Cuando uno de los dos miembros de la pareja fallece poco tiempo después del otro, inferimos que la segunda persona muere de pena o del shock. Pero, a menudo, no hay señales externas de shock o de desesperación, dado que, al fin y al cabo, la pareja ha tenido una larga vida y es consciente de que la muerte está ahí. Es posible que una muerte siga a la otra por pura coincidencia. Con el paso de los años, sus células han adoptado un ritmo similar, laten al unísono y, por tanto, su tiempo molecular se agota también a la vez.
Conocemos algunos de los estímulos del afecto, pero otros permanecen en el reino de lo desconocido. Muchos años después de parir, la mujer continúa llevando en su cuerpo vestigios de su hijo. Y estoy hablando de vestigios tangibles, no de recuerdos. Durante la gestación, circulan células del feto por el cuerpo de la madre, posiblemente con el objetivo de que el feto pueda comunicarse con el sistema inmunológico materno e impedir así ser expulsado, ya que en realidad se trata de un cuerpo extraño. Se creía que el diálogo entre las células fetales y las maternas era efímero, que duraba lo mismo que el embarazo. Sin embargo, los científicos han descubierto recientemente células fetales que sobreviven en el torrente sanguíneo de la madre décadas después de que esta haya dado a luz a sus hijos. Estas células no murieron, no se eliminaron, sino que, por el contrario, sobrevivieron y quizá se dividieron unas cuantas veces en el ínterin. Son células fetales, lo que significa que tienen mucha vida en su interior. Una madre es, entonces, una eterna quimera celular, una mezcla del cuerpo con el que nació y de todos los cuerpos que ha llevado en su seno. Esto, o bien no significa nada o bien significa que siempre queda una especie de recordatorio, unos cuantos compases bioquímicos de una melodía capaz de actuar sobre sus sistemas neuronales del apego, particularmente si ese apego fue alimentado por múltiples estímulos, múltiples entradas sensoriales: el despliegue hormonal de la gestación, los olores de la orina fetal, el extraordinario esfuerzo del parto y la vista y el tacto del recién nacido.
Además de todas las razones por las que sigo siendo una firme defensora del aborto, además de todas las razones por las que una mujer tiene derecho a su sexualidad con independencia de la falta de fiabilidad de los métodos anticonceptivos y del corazón humano, a continuación expongo otra. Es cruel obligar a una mujer a tener un hijo que no desea, empujarla vengativamente a los preparativos del organismo para el embarazo y forzarla a que quede marcada con todos los mecanismos psicológicos de que dispone la evolución por un niño al que no puede mantener, por un niño que permanecerá para siempre en su sangre, un antígeno de la respuesta del apego, por mucho que intente superar su triste pasado. La «opción de la adopción» es buena si la joven la elige y se conforma con ella. Pero debe ser solo una opción, porque el cuerpo es una criatura de costumbres y, cuanto más tiempo ha estado expuesto a la química de los vínculos, más propenso es a las escenas retrospectivas emocionales, a las pesadillas neuroendocrinas recurrentes, esas que nos devuelven al barrio de nuestra niñez, que, sin saber muy bien por qué, sabemos que ya no es el nuestro y, sin embargo, volvemos a él una y otra vez, vamos hasta nuestra antigua puerta y llamamos al timbre. Pero nadie responde. Ya no es nuestra casa. Nuestra casa ha desaparecido.
Todo es bonito en el amor, y el amor lo sabe y conquista todo aquello en lo que puede hundir sus tiernas garras, a cuarenta pulsaciones por minuto. Hay numerosos sistemas neuronales del apego que se entrelazan y el corazón y el vientre desempeñan también su papel a través del estrés. Pero el amor es más que un sentimiento visceral o una emoción instintiva, puesto que tiene también una faceta cognitiva. Solemos olvidar con demasiada frecuencia el aspecto reflexivo del amor, incluso dejamos a un lado el intelecto cuando hablamos de amor, acusando a alguien de ser demasiado «cerebral» o «analítico» sobre el amor, como si la cognición fuera la antítesis de la emoción. Y no lo es. El pensamiento puede reforzar el amor en la misma medida en que puede dar razones al racionalista pasivo-agresivo afectado para escabullirse de ese sentimiento. Un simple pensamiento puede activar todo el panel sensorial del amor. Cuando una madre lactante está lejos de su bebé y se lo imagina amamantándolo, su pecho se inunda de calor y puede empezar a secretar leche. Susan Love explicaba que una colega suya, cirujana, en una ocasión empezó a pensar en su bebé en plena operación y unos momentos después, la leche le caló la ropa y empezó a gotear sobre su paciente inconsciente.
Cort Pedersen ha señalado que los seres humanos podemos mantener un estado de apego con el ojo de la mente, mientras que otros animales necesitan los sentidos físicos de la vista, el olfato y el oído para mantenerlo vivo. Raramente podemos deshacernos de los componentes de un vínculo íntimo, afirma. Tenemos fotografías, tenemos amigos que nos hablan de la persona amada, pasamos por las mismas calles por las que una vez caminamos con ella y vamos a los mismos restaurantes en los que cenamos y liberamos colecistoquinina juntos. Siempre hay un Sam que toca la misma canción, debes recordarlo. Tenemos demasiados sentidos y sistemas deseosos de reconstruir el pasado, y tenemos demasiada memoria. Una y otra vez se encienden las llamas de un viejo amor. Nuestras mentes analíticas alimentan y protegen los circuitos del apego. La capacidad humana para el pensamiento y la memoria mantiene vivo el amor mucho después de que el cerebro inferior, el cerebro Rattus, lo haya desechado. El amor eterno es un mito, pero nosotros creamos nuestros propios mitos y los amamos hasta la muerte.