Introducción

Durante treinta y cuatro años fui jefe del servicio de inteligencia exterior del Ministerio de Seguridad del Estado de la República Democrática Alemana. Como lo reconocerán incluso mis peores enemigos este servicio fue probablemente el más eficaz y competente de todo el continente europeo. Concentramos en nuestras manos muchos de los secretos estratégicos y técnicos de los poderosos ejércitos desplegados contra nosotros, y por intermedio de la inteligencia soviética los trasmitimos a los centros de comando del Pacto de Varsovia en Moscú. Afirmábase que en general yo sabía más que el propio canciller residente en Bonn acerca de los secretos de la República Federal Alemana. Ciertamente, instalamos agentes en el despacho privado de dos cancilleres, parte del millar de individuos, más o menos, que habíamos infiltrado en todas las áreas de la vida política, los negocios y los demás sectores sociales de Alemania Occidental. Muchos de estos agentes eran alemanes occidentales que colaboraban con nosotros por mera convicción.

Percibía mi vida personal y profesional como un amplio arco que comenzaba con lo que fue una grandiosa meta, fuera cual fuese la medida objetiva utilizada. Los socialistas alemanes orientales tratamos de crear un nuevo tipo de sociedad que no repitiera jamás los crímenes alemanes del pasado. Sobre todo, habíamos decidido que la guerra nunca volvería a originarse en suelo alemán.

Nuestros pecados y nuestros errores fueron los de todos los organismos de inteligencia. Si tuvimos defectos, y ciertamente los hubo, tuvieron que ver con el exceso de profesionalismo que no estaba moderado por el áspero filo de la vida común y corriente. Como la mayoría de los alemanes, estábamos impecablemente disciplinados. Nuestros métodos fueron tan eficaces que involuntariamente ayudamos a destruir la carrera de Willy Brandt, el más visionario de los modernos estadistas alemanes. La integración del servicio de inteligencia exterior en el Ministerio de Seguridad del Estado significó que el servicio y yo asumimos la responsabilidad de la represión interior en la República Democrática Alemana y la cooperación con los terroristas internacionales.

No es fácil relatar la historia de esta guerra de la inteligencia formulada desde nuestro lado de la desaparecida Cortina de Hierro, de modo que sea entendida por quienes han pasado su vida del lado opuesto. Al relatar mi historia de esta batalla original, que fue parte de la Guerra Fría, no busco que se me perdone como representante de los perdedores. Nuestro lado luchó contra el renacimiento del fascismo. Luchamos en favor de una combinación del socialismo y la libertad, un noble objetivo que fracasó por completo, pero que aún creemos posible. Me atengo a mis creencias, aunque ahora están moderadas por el tiempo y la experiencia. Pero no soy un desertor, y esta memoria no es un argumento confesional en favor de la redención.

Desde el momento en que asumí la dirección del servicio de inteligencia exterior de Alemania Oriental, en la década de los cincuenta, hasta que mi fotografía fue obtenida de manera subrepticia en 1979 e identificada por un desertor, Occidente no tenía idea de mi apariencia. Me llamaban «el hombre sin rostro», un apodo que casi confiere una apariencia romántica a nuestras actividades de espionaje y a la guerra de inteligencia entre el Este y el Oeste. No lo fue. La gente sufría. La vida era dura. A menudo no se pedía ni se daba cuartel en la guerra entre las dos ideologías que dominaron la segunda mitad de nuestro siglo, y que de modo paradójico determinaron que Europa gozara de su más prolongada época de paz desde la caída del Imperio Romano. Hubo crímenes cometidos por ambas partes en la lucha global. Como la mayoría de los habitantes de este mundo, yo también experimento remordimientos.

En estas memorias intenté relatar desde mi punto de vista la totalidad de la historia, según yo la conozco. Los lectores, los críticos y los historiadores especializados pueden examinarlas, aceptarlas y controvertirlas. Pero rechazo las acusaciones de algunos de mis compatriotas de acuerdo con las cuales no tengo derecho de relatar y examinar en detalle los éxitos y los fracasos de mi carrera. En Alemania hubo un intento, a través de los tribunales y desde otros ámbitos, de llegar a un arreglo de cuentas que garantizara el predominio de una sola versión de la historia. No busco justificación moral ni perdón, pero después de una gran lucha es hora de que ambas partes hagan un balance de lo que sucedió.

Una historia digna de ese nombre no puede ser escrita sólo por los vencedores.