XV
Cuba
Por cierto, jamás me habría arriesgado a viajar voluntariamente a Estados Unidos, pero la casualidad quiso que mi primer contacto con el continente americano fuese en Nueva York, una ciudad que yo conocía sólo por la poesía de Brecht, la música de Kurt Weill y las películas de pistoleros protagonizadas por Peter Lorre. Fue en 1965. Habían pasado seis años desde la caída del dictador cubano Batista, y a pedido de los cubanos yo volaba a La Habana para asesorar al gobierno de Fidel Castro acerca de la creación de un eficaz servicio de inteligencia. Más tarde, Cuba se uniría a Checoslovaquia como miembro del primer grupo de países socialistas hábiles en la práctica del espionaje, pero en aquel momento sólo era un principiante. Recibí la orden que los asesorara en todo, desde los más elementales principios del trabajo encubierto a la creación de sistemas seguros de descifrado y archivo. La reciente liberación de Cuba era para mí una fuente de inspiración y emprendí el viaje muy animado, en dirección a esa isla socialista a la deriva en un mar capitalista. La ruta acostumbrada a La Habana desde Berlín Oriental era pasando por Praga, con escalas en Escocia o Canadá. Pero en mi caso Mielke se mostró inflexible y sostuvo que yo no debía ni siquiera aterrizar en un país de la OTAN. «¿Quién sabe lo que ellos saben acerca de usted, y lo que podría suceder si algo saliera mal?», dijo con expresión preocupada. En cambio, debía volar a Moscú, y empalmar allí con el vuelo regular de los soviéticos, sin escalas, a La Habana.
Con dos funcionarios, aterricé en Moscú el 6 de enero de 1965, en medio de un invierno especialmente duro. La temperatura era bastante baja, y nosotros temblábamos mientras atravesábamos el aeropuerto de Sheremietevo y ocupábamos automóviles que nos esperaban para llevarnos a conversar con Vladimir V. Semichastny, que era entonces el jefe del KGB, y con su jefe de inteligencia exterior, Aleksandr Sajarovski. Nos explicaron sus vínculos con el Ministerio del Interior cubano y nos dieron información acerca del número y las actividades de los oficiales de enlace del KGB que ya se encontraban destacados allí.
Esa noche volvimos a partir en un enorme AN-124 de turbohélice, el transporte aéreo más poderoso de la soviética Aeroflot. La azafata María, sin duda empleada del KGB, prodigaba atenciones a nuestra pequeña delegación. La mayor parte de los otros pasajeros eran oficiales navales soviéticos o expertos militares que viajaban con sus familias para ocupar cargos en la periferia del mundo comunista. Había una atmósfera de actividad pionera. Fuera de nosotros, los únicos dos extranjeros eran chinos, sin duda correos diplomáticos. Estaban sentados directamente frente a nuestro grupo y las manijas de sus maletines de cuero estaban firmemente unidas a sus muñecas. Observaban casi sin descanso el equipaje a sus pies, como si temieran que nosotros saltáramos para robar la maleta diplomática de la República Popular China. La parte trasera del avión estaba completamente vacía. Se habían retirado los asientos para reducir la carga del avión y asegurar, como se nos informó con amabilidad, que su combustible nos permitiese llegar a destino, a unos trece mil kilómetros de allí.
Volamos toda la noche y cuando amaneció entrevimos por nuestra ventanilla la costa canadiense. Pasaron varias horas más, según mis cálculos las necesarias para llegar a Cuba. El avión ya había empezado a perder altura. Yo estaba afeitándome, preparándome para la recepción que nos esperaba en La Habana, cuando advertí que el sol no salía por el lado debido. Regresé a mi asiento mientras las turbulencias hacían que el avión se estremeciera de manera alarmante antes de bajar bruscamente. Era inquietante que no nos dijeran nada sobre alguna anormalidad, pero pude ver que el mar se acercaba velozmente a nosotros, y tuve apenas unos segundos para preguntarme si esa era la sensación que se tiene cuando un avión cae a tierra. Pero casi de inmediato estábamos deslizándonos sobre una pista y oímos el chirriar de los frenos. Apoyé la cabeza contra la ventanilla y vi un cartel que rezaba: Bienvenidos al aeropuerto John F. Kennedy.
Todos nos quedamos sentados en un sorprendido silencio, repitiendo mentalmente los mismos y obvios interrogantes. ¿Qué había sucedido? ¿Se había agotado el combustible? ¿Habíamos estado a un paso de un accidente? ¿El piloto soviético de pronto había decidido que su futuro estaba en el Mundo Libre? Y sobre todo, yo me preguntaba, ¿qué demonios debíamos hacer nosotros, emisarios de un servicio secreto del bloque oriental, que viajábamos en busca de nuestro solitario aliado que se encontraba en el extremo opuesto de un mundo tenso, ahora que habíamos sido arrojado sobre Estados Unidos, el corazón mismo del territorio enemigo?
Mientras los motores zumbaban hasta detenerse, un enjambre de coches patrulleros se apresuró a rodear el avión. Las sirenas ululaban. «Mierda», dijo por lo bajo mi vecino. Nos preparamos para lo peor. Pero no sucedió nada. Durante varias horas estuvimos sentados en el avión, inmóvil sobre la pista, desconcertados y recorriendo febrilmente todos los escenarios posibles. Ninguno de estos nos daba mucha satisfacción. Los tres miembros de nuestra delegación teníamos pasaporte diplomático de la República Democrática Alemana, pero Alemania Oriental aún no había sido reconocida por Estados Unidos o las Naciones Unidas, de modo que ni siquiera contábamos con un representante a quien acudir en Estados Unidos. Yo llevaba una pequeña caja de documentos, cuyo contenido indicaba nuestras verdaderas profesiones. La deslicé discretamente bajo el colchón de un cochecito de niño que, gracias a las descuidadas restricciones establecidas por Aeroflot, estaba allí, en el corredor, a mi lado.
A esta altura de las cosas el avión estaba rodeado de fotógrafos y periodistas. Advertí que uno incluso llevaba su salvoconducto de prensa en la cinta de su sombrero, como cronista en The Front Page. Estaban discutiendo con el personal de seguridad norteamericano y les pedían que les permitiesen subir al avión. Yo rogaba que los guardias los rechazaran, pues temía la reacción de Berlín Oriental cuando mi fotografía —mi cara todavía no era conocida en Occidente— apareciese a los ojos de todos y nada menos que en la primera página de The New York Times. Como lo sabría más tarde, era la primera vez desde la crisis con Cuba en 1962, que un avión o un barco soviético tocaba tierra en Estados Unidos. La imprevista llegada de nuestra aeronave en efecto provocaba sensación. A través de la ventanilla pude ver a los fotógrafos que nos exhortaban a saludar. Cerré la cortina. La llegada del periodismo restableció nuestro sentido del humor, la mejor compañía en tal situación. Imaginamos y empezamos a imitar las reacciones de Mielke cuando descubriese que su principal jefe de inteligencia y otros dos altos funcionarios del espionaje, llevando información y ayuda técnica para el enemigo de Estados Unidos a noventa millas de sus costas, estaban varados en la pista del aeropuerto JFK. Imaginábamos lo que diría a Moscú: «Camaradas, los envié con ustedes para garantizar la seguridad absoluta de la misión. Y ahora me entero de que no sólo han sido exhibidos al enemigo, sino que han volado directamente para caer en sus manos».
Más allá de los hangares podía ver la autopista bullendo con el tránsito matutino. Mi mente se dispersaba recorriendo líneas especulativas hasta ese momento inexploradas. ¿Cómo sería llegar allí en la condición de pasajero normal? ¿Podría caminar sencillamente, atravesar el sector de «Llegadas», mostrar mi pasaporte diplomático, y por ejemplo llamar a George Fischer, mi condiscípulo de Moscú? ¿O a Leonhard Mins, otro exiliado comunista que había sido íntimo amigo de mis padres en los tiempos en que residíamos en Moscú, detrás de la Arbat? Él había sido el canal que había permitido que mi padre se comunicase con nosotros durante su internación en Francia. Mi medio hermano Lukas, fruto del primer matrimonio de mi padre, también debía vivir en algún lugar próximo a Nueva York, si no recordaba mal. Me sentía extrañamente libre. Era un insólito y fugaz momento de normalidad en una vida que en general era vivida en circunstancias mucho más restrictivas, a causa de una mezcla de historia, destino personal y mis propias convicciones.
La realidad se entrometió muy pronto. Repasé las posibles consecuencias, desde el punto de vista del espionaje, de mi inesperada presencia en suelo norteamericano. ¿De qué podían acusarme ellos si llegaban a identificarme? ¿Bastaría cualquier cargo para detenerme o incluso juzgarme aquí? En ese momento estábamos entrenando a algunos de nuestros agentes más prometedores, con el propósito de infiltrarlos en Estados Unidos como agentes ilegales, con falsas identidades. Felizmente, aún no habíamos enviado ninguno, porque el programa de infiltración había sido interrumpido a causa de una deserción ocurrida en el departamento del HVA que controlaba las actividades de las instituciones norteamericanas en el sector occidental de Berlín. Uno de los que fueron detenidos como secuela de esta deserción era un intérprete perteneciente a la misión militar norteamericana en Berlín, que nos había entregado información secreta acerca de la política de Washington hacia ambas partes de la Alemania dividida. Dicha información provenía de transcripciones recogidas durante la visita de Eleanor Lansing Dulles, hermana de John Foster Dulles y alta funcionaría del Departamento de Estado norteamericano especialmente responsable de la política aplicada en Berlín. Castigando el hecho de que nos pasara una documentación exhaustiva referida a las opiniones de esta dama tan locuaz, nuestro informante había recibido una importante sentencia por traición. ¿Qué sucedería si me atrapaban e identificaban como el oficial responsable de esa operación?
Esta línea de pensamiento fue interrumpida por un codazo de mi colega. Señaló a los chinos que estaban frente a nosotros. Los dos correos diplomáticos habían abierto su equipaje de mano y estaban devorando resueltamente los papeles que llevaban. Nos conmovió su consagración al deber. Masticar y tragar eran las únicas armas que podían usar contra el enemigo de clase. Pero los documentos eran gruesos y no tenían agua para ayudar a digerir esa comida tan poco apetitosa. ¿Debíamos, en nombre del internacionalismo proletario, ofrecer ayuda? Lo consideramos brevemente y llegamos a la conclusión, con cierto alivio, de que eso podía constituir una intervención injustificada en los asuntos internos de China, con imprevisibles consecuencias para las relaciones entre las dos naciones.
A esta altura de las cosas, la temperatura en la cabina había descendido. La única ventilación de la que disponíamos era la del aire fresco, incluso frío, que penetraba desde fuera en la cabina. El termómetro bajó por debajo del cero. Vestidos para el clima tropical de Cuba, los pasajeros temblaban. Pasaron más horas desagradables antes de que el cónsul soviético finalmente apareciese con termos de té caliente. No podía decirnos mucho. «Moscú está negociando con Washington», repitió. Explicó que estábamos en tierra porque el avión había agotado su combustible. Como secuela de la crisis de los misiles con Cuba, en 1961, se habían suspendido todos los acuerdos de aterrizaje y reabastecimiento de combustible para los aviones del bloque soviético que volaban hacia Cuba; eso era parte del programa de sanciones contra Fidel Castro. Pasó un total de dieciocho horas antes de que la bonita azafata del KGB me dijese en voz baja que Washington permitiría que el avión reabasteciera y partiera, aunque llevando a bordo como observadores a dos oficiales de la Fuerza Aérea, sin duda con orden de observar atentamente a los pasajeros.
Traté de comunicar la buena noticia a los chinos, pero sólo conseguí alarmarlos todavía más. Al llegar a ese punto, su capacidad digestiva estaba agotada y habían comenzado a turnarse en el uso del retrete para continuar su orgía destructiva. Antes de que se cerrase la puerta, pude ver que uno de ellos estaba frente al lavamanos, frotando frenéticamente el duro jabón soviético sobre el papel de seda en que seguramente estaban los mensajes secretos escritos en clave. Quizá se trataba de instrucciones para los grupos guerrilleros latinoamericanos, muchos de los cuales recibían órdenes directamente del presidente Mao. En todo caso, estas instrucciones llegarían a destino sólo como mensaje verbal. Cada cinco minutos el inodoro se descargaba ruidosamente. Reanudamos el viaje cerca de medianoche. Fue mi primera escala en el continente americano. No había visto gran cosa, excepto un trozo tentador del cielo neoyorquino y la autopista próxima al aeropuerto.
Todavía estaba oscuro cuando finalmente vimos el tranquilizador anuncio de bienvenida al aeropuerto José Martí, de La Habana. Pero la aventura aún no había concluido. Los cubanos no habían sido informados de la presencia de dos oficiales norteamericanos a bordo del avión, y hubo otra larga demora durante la cual se decidió si a alguno de nosotros se le permitiría desembarcar, o si había que devolvernos a Moscú. Tales eran las delicias de los viajes aéreos internacionales durante la Guerra Fría.
Finalmente, los oficiales de seguridad cubanos consiguieron aclarar la situación de nuestros delegados. El resto de los pasajeros tuvo que esperar. Atravesamos la noche en un enorme Buick. Me encantaron los viejos coches norteamericanos, conducidos con total displicencia por las calles adoquinadas de la capital. Nuestro chófer, Enrique, nos llevó a una espaciosa villa blanca, y Humberto, el agente de seguridad que debía cuidarnos —vestido, a pesar del clima tropical, con traje oscuro, camisa blanca y corbata— nos dijo que el lugar había pertenecido a un millonario antes de la Revolución. «Antes de la Revolución» fue una frase que escuchamos docenas de veces cada día durante cierto tiempo, y siempre la referencia implicaba una comparación con las ventajas que vivía Cuba gracias al liderazgo socialista de Castro. Como yo llegaba de un país donde el comunismo había sido impuesto por el Ejército Rojo después de la derrota nazi, experimenté un sentimiento de afecto y orgullo ante esta gente que había tomado su destino en sus propias manos y puesto en marcha su propia revolución. Umberto presentó al conductor, Enrique, diciendo que era el mejor pistolero de toda Cuba. No debíamos temer —dijo Humberto con entusiasmo— por nuestra seguridad en la isla.
Aunque nos caíamos de cansancio, no pudimos resistir la tentación de caminar un poco por el jardín. El aire nocturno tenía cierta pesadez dulzona que me parecía extraña y al mismo tiempo seductora. Nos maravillamos ante la exuberante vegetación, la oscuridad aterciopelada del cielo y el estridente chirrido de las cigarras. «Imagínense —dijo el más joven de nuestro equipo—. El socialismo, un socialismo auténtico… ¡y en un lugar como éste!». En su imaginación Cuba era lo más parecido al paraíso en la tierra. Yo no era tan impresionable, pero de todos modos me sentí animado por el pensamiento de que esta hermosa isla, en otros tiempos un país oprimido, había conseguido encontrar su propio camino hacia la liberación.
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Como se hacía con todos los visitantes oficiales, al día siguiente de nuestra llegada nos llevaron a ver la estatua de José Martí, el padre del nacionalismo cubano; y también a ver los barcos de guerra norteamericanos fondeados frente a la costa, un poderoso recordatorio de que el país estaba sometido a la constante vigilancia del enemigo. El movimiento contra el régimen de Batista era todavía la materia prima de las recordaciones cotidianas, en los lugares en que los orificios de las balas en los muros todavía estaban a la vista. A diferencia de las previsibles recepciones que yo había soportado en Moscú y en otros países socialistas, los cubanos tenían un modo encantador de alentar a los extranjeros a incorporarse a su ámbito de la experiencia. Nos recomendaron que vistiéramos ropa de fajina y nos llevaron a la playa de Colorado, en la provincia de Oriente, donde Castro y sus ochenta y dos seguidores desembarcaron en 1956 del Granma, después de viajar desde México, para comenzar la lucha por la liberación de Cuba. Visitamos la bahía de Cochinos y nos mostraron con orgullo los restos retorcidos de un bombardero norteamericano B-52.
No necesito recordar aquí toda la incompetencia de las operaciones de la CIA en Cuba. Sólo decir que nos sorprendió que una organización que tenía acceso a los mejores analistas estratégicos de Occidente pudiese provocar semejante chapucería con su intervención en la desastrosa invasión de los exiliados cubanos. El relativismo moral siempre es poco atractivo, pero cuando los periodistas norteamericanos me preguntan, en tono acusador, acerca del compromiso de mi servicio con los terroristas en la lucha de liberación, me parece difícil silenciar la pregunta contraria, a saber, si las campañas de sabotaje e incendios en Cuba respaldadas por los norteamericanos reflejan una visión de lo que es una sociedad civilizada.
Mi colega perteneciente a la inteligencia en Cuba, Manuel Piñeiro, había sido uno de los barbudos, los que sobrevivieron a la marcha de Castro a través de la sierra Maestra y los intensos combates en las montañas antes de la ocupación de La Habana. Raúl Castro, hermano de Fidel y segunda figura del Politburó, y Ramiro Valdez, en aquel momento ministro del Interior, deseaban organizar un servicio de seguridad que les diera aviso oportuno y preciso acerca de las intenciones norteamericanas relacionadas con la isla. Valdez, como muchos otros miembros del liderazgo cubano, me pareció menos un estadista que un luchador audaz siempre dispuesto a entrar en acción. En el curso de nuestros viajes ordenaba al chófer y al guardaespaldas que ocupasen el asiento trasero de su Cadillac, me invitaba a pasar al asiento delantero y ponía el vehículo a ciento sesenta kilómetros por hora. Yo fingía terror y gritaba «Patria o muerte»; la consigna revolucionaria. Le encantaba esa pantomima y conducía entonces a velocidad aún mayor, hasta que mi temor se convertía en algo real. Su pasión era el béisbol, e insistía en que viésemos jugar a su equipo. Cuando el desempeño del equipo no lo satisfacía, entraba en el campo, expulsaba al jugador a quien desaprobaba especialmente y ocupaba su lugar en el equipo por el resto de la tarde.
El interés profesional de Valdez estaba en la recolección y el análisis de la información política y militar. Pero también alentaba expectativas excesivas en referencia a la ayuda técnica que podíamos ofrecerles. Sobre su escritorio descansaban pilas de catálogos occidentales que mostraban los más recientes modelos de aparatos de escucha y control remoto, de micrófonos súper sensibles que podían recoger el sonido al aire libre desde grandes distancias o registrar conversaciones a través de las paredes, receptores y radiotransmisores en miniatura, armas en miniatura y antiguos pero impracticables juguetes, como estilográficas que arrojaban veneno y cuchillos en los tacones de los zapatos. La suya era una visión infantil del trabajo de inteligencia, con el arsenal extraído de su imaginación, que tenía muy escaso valor para determinar los actos de un enemigo poderoso cuya capacidad tecnológica siempre sería inconmensurablemente mayor que todo lo que Cuba pudiera producir. Yo intentaba explicarle que un país pequeño debía encontrar otros modos de triunfar en la guerra del espionaje, y que en todo caso, la Unión Soviética y no la República Democrática Alemana era la responsable de la transmisión a La Habana del conocimiento técnico. A medida que nuestras conversaciones comenzaron a dar vueltas y vueltas alrededor de los mismos temas, la decepción que yo le causaba como vendedor viajero de equipo de espionaje fue cada vez más evidente.
Durante los primeros años en Cuba se mantuvo completamente en secreto el papel de los asesores soviéticos. Valdez nunca los mencionaba y parece que le molestaba mi sugerencia en el sentido de que les solicitara ayuda material. A diferencia de los alemanes orientales, que por rutina invitaban a los miembros de la inteligencia soviética a los acontecimientos sociales y subrayaban la cooperación, los cubanos mantenían ocultos a sus colaboradores, quizá para reforzar el apoyo popular a Castro sugiriendo que él lo dirigía todo. Los cubanos tomaban tan en serio este secreto que cuando quise reunirme con un miembro del KGB, cuyo nombre me habían facilitado en Moscú, los cubanos se esforzaron mucho para impedírmelo. En definitiva, tuve que deshacerme de un tenaz seguimiento cubano, distrayendo la atención del agente y desapareciendo súbitamente de su vista, para poder entonces hacer mi camino hasta la embajada soviética. Más tarde, las relaciones llegaron a ser menos tensas. Otra razón que explica la distancia que los cubanos mantenían con respecto a los soviéticos fue la desconfianza que se originó en la crisis de los misiles cubanos. Valdez se refirió con amargura a la decisión de Khruschov de retirar de Cuba los misiles nucleares como parte del acuerdo para resolver la crisis. «Cuando se llega a una situación definida —dijo—, las superpotencias atienden sus propios intereses. Los países pequeños debemos mantenernos unidos».
En aquellos tiempos el Partido Comunista Cubano estaba todavía en la infancia, de modo que no era posible ocultar las divisiones políticas latentes. Cuando recorrí la isla, cobré conciencia de los muchos resentimientos que todavía persistían en relación con Castro y sus barbudos en las filas del Partido Comunista y el movimiento de los trabajadores. Los comunistas más veteranos tendían a desconfiar del culto a la personalidad de Castro y creían que él necesitaba más apoyo y una base social más amplia que la que su equipo ministerial podía aportarle. Cuando regresaba a La Habana y me reunía con Ramiro Valdez o Raúl Castro, inmediatamente percibía que habían recibido informes acerca del contenido de mis conversaciones en las provincias. Era una sensación divertida para un jefe de espías que pasa la mayor parte de su vida profesional recopilando y analizando precisamente dichos informes acerca de otros. Pero los cubanos eran tan directos y naturales en esta práctica que habría sido infantil quejarse. En cierto momento, Valdez se refirió con franqueza a una pregunta que yo había formulado en una granja acerca de la estabilidad interna y la coherencia del gobierno de Castro, un tema que él después pasó a contestar con mucho detalle.
No pudimos resistir la tentación de utilizar los oídos siempre atentos de nuestros compañeros para jugarles una pequeña broma. Cierta noche regresé tarde a nuestra villa y encontré que mis colegas esperaban con un ramo de flores y una botella de vodka que habían conseguido durante nuestra escala en Moscú. Habían recordado mi cumpleaños, una fecha que yo mismo había olvidado en la excitación del viaje. De todos modos, yo no deseaba darle el gusto al protocolo cubano de los cumpleaños, una rutina que sin duda consistiría en larguísimos discursos acerca de mi salud y mi felicidad. De modo que bebimos unos pocos tragos de vodka y fuimos a acostarnos. Al día siguiente, Humberto realizó su trabajo detectivesco y preguntó con insistencia acerca de la causa de la celebración nocturna. Con la solemnidad del caso, le dije que habíamos estado festejando el lanzamiento exitoso del primer Sputnik alemán oriental. Por supuesto, no había más que un Sputnik, y había sido lanzado por los soviéticos pocos años antes. Pero Humberto se tragó la historia, consiguió otra botella y varias copas, y pronunció un pesado discurso acerca del proyecto espacial alemán oriental, que representaba —no quedó muy claro exactamente de qué manera— un gran progreso en las relaciones entre cubanos y alemanes orientales.
Pero lo que en realidad lo desconcertó fue otro asunto: ¿cómo habíamos conseguido recibir la trascendente noticia sin que él lo supiera? Después de obligarlo a jurar que mantendría un secreto absoluto, le dije que el nacimiento del Sputnik nos había llegado gracias a un mini trasmisor especial, tan pequeño que cabía en un bolsillo y tan potente que podía recibir señales de Berlín Oriental. Dije que este aparato ficticio era el «Gogofon», y expliqué al crédulo Humberto que su existencia misma era un secreto oficial de la más elevada categoría, que yo tenía el único existente en el mundo y que todavía estaba en la fase experimental. Humberto juró por su propia vida que jamás diría nada a nadie.
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Consiguió cumplir su palabra un día entero. La noche siguiente, durante una cena ofrecida por el ministro del Interior, nos vimos presionados por todos los que nos pedían detalles acerca de posibles novedades llegadas desde Alemania Oriental. Contesté que estábamos demasiado lejos de nuestro país para poder recibir noticias. Hubo una breve pausa y entonces el comandante Piñeiro explotó. «Pero ¿qué nos dice del Gogofon?». Tuve que reconocer ante mis interlocutores que habíamos jugado una broma a nuestro acompañante, después de lo cual el pobre Humberto fue conocido sencillamente con el nombre de Gogofon.
Mis contactos con Piñeiro se consolidaron con el paso de los años. A pesar de sus comienzos tan elementales, la inteligencia exterior cubana se desarrolló rápido y bien. Mi relación de entonces con el liderazgo de Castro hizo que de tanto en tanto pudiese utilizar la isla cuando necesitaba ocultar a alguien. A cambio de eso, a veces Piñeiro recibía los dispositivos especiales de escucha, descifrado y fotografía que él deseaba. Después del asesinato de Salvador Allende en Chile en 1973 y la campaña de terror contra la izquierda bajo el gobierno del general Augusto Pinochet, pudimos emplear a Cuba como vía de escape para los refugiados chilenos. La hija de Erich Honecker estaba casada con un chileno, de modo que Alemania Oriental hizo todo lo posible para ayudar a la oposición de ese país. A Honecker le agradaba la idea de que Alemania Oriental ofrecía ayuda humanitaria a quienes la necesitaban. Ayudar a Chile y a otros países latinoamericanos donde la izquierda estaba siendo diezmada por los gobiernos militares y de extrema derecha fue también una actitud apreciada por la juventud del Este. No es exagerado afirmar que estas campañas de los años setenta fortalecieron a Alemania Oriental, al conferir a mi asediada nación un aura de respetabilidad.
Piñeiro también me habló de sus últimas conversaciones con el argentino Che Guevara antes de que él, y su pequeña guerrilla, se retirase de Cuba, profundamente desilusionado por la decisión soviética de poner fin a la crisis cubana retirando los misiles. «El Che creyó que podía repetir la experiencia cubana en otros lugares y aliviar la presión que soportábamos —dijo Piñeiro—. Pero Cuba era un caso único, y creo que todos lo supimos incluso antes de que él se marchase». Cuando asesinaron a Guevara en Bolivia, en 1967, una joven alemana llamada Támara Bunke murió con él. Sus padres habían emigrado de Alemania a Argentina en la infancia de Támara. Había desempeñado el papel de intérprete acompañando a una delegación juvenil de Alemania Oriental que llegó a La Habana y permaneció allí sin autorización; se enamoró del Che y lo acompañó en su última rebelión. Esta combinación de romance y revolución la convirtió en un ídolo popular entre los adolescentes alemanes orientales. Después de su muerte, mi segundo me recordó un encuentro, olvidado hacía mucho tiempo, durante nuestra primera visita a La Habana. Él se había detenido a cambiar unas pocas palabras con una hermosa mujer uniformada, en la entrada al Ministerio del Interior cubano. Era Támara. Poco después, la joven desapareció con el Che. Entiendo que en el momento de mi visita Piñeiro estaba ayudándolos a preparar su expedición a Bolivia, pero durante mi primera visita a La Habana nunca me mencionaron la persona del Che Guevara. Los cubanos ya estaban observando la primera y más importante norma de un eficaz trabajo de inteligencia. Nadie debe saber lo que no necesita conocer explícitamente.
En contraste con Piñeiro y Valdez, comprobé que Raúl Castro era un hombre mucho más seguro, una persona culta y con características de estadista. A diferencia de sus colegas más emotivos, consideraba con frialdad la posición estratégica de Cuba. Jamás le oí decir nada que sugiriese que se sentía distanciado o decepcionado en relación con la Unión Soviética. Era el único que llegaba puntual a las citas, un rasgo muy inusitado en los cubanos. Sus amigos se burlaban de su puntualidad y lo llamaban «el Prusiano». Se había dedicado a estudiar las teorías marxistas y la militar durante su exilio en México y se esforzaba por demostrar a los visitantes que a pesar de la distancia geográfica que separaba a Cuba de la Unión Soviética y Europa oriental, él estaba versado en los debates ideológicos del comunismo y en las técnicas militares.
En 1985 visité Managua, capital de Nicaragua, viajando desde Cuba como invitado de Tomás Borge, el ministro del Interior. Celebramos los seis años de la Revolución Sandinista y me impresionó el modo en que los nicaragüenses habían conseguido combinar la teología de la liberación, el humanismo y las teorías marxistas, obteniendo en consecuencia un programa de gobierno coherente. Siempre me impresionó la energía revolucionaria de los cubanos y los nicaragüenses, que tanto habían hecho para transformar sus respectivos países. Por lo menos en ese momento, en general no se escuchaban las quejas y las censuras a terceros por las desgracias sufridas, un tema que escuchaba con frecuencia en mi patria. Envidiaba a esos países que habían realizado su propia revolución y en el fondo de mi corazón sabía que los países de Europa oriental siempre mirarían con hostilidad la ocupación militar soviética de la posguerra, que los había obligado a aceptar gobiernos socialistas.
Las visitas de los cubanos a Berlín Oriental, retribución de las que nosotros les hacíamos, siempre estaban cargadas de ansiedad desde el punto de vista de la seguridad. A Fidel Castro le encantaban los viajes al exterior, y a medida que aumentaba la carga de sus responsabilidades en su propio país, se sentía especialmente a sus anchas cuando visitaba países amigos que estaban lejos de Cuba. Por supuesto, los alegres cubanos se entretenían de manera algo diferente de la nuestra, los serios europeos septentrionales. El personal del departamento de seguridad responsable de proteger a Castro y a su delegación durante las visitas a nuestro país palidecía al recordar las sesiones nocturnas de canto y bebida y la tendencia cubana a atraer a absolutos desconocidos —generalmente hermosas muchachas cubanas que estudiaban en Berlín Oriental— y a invitarlos a pasarlo bien en sus residencias. Oí decir que Fidel, frustrado por los intentos de sus responsables alemanes orientales de conseguir que se acostara temprano, salía por la ventana de su habitación y bajaba por un tubo de desagüe para unirse a la fiesta en otros lugares. Después de eso, se pensó que sería mejor encontrar un modo de agasajar de manera más satisfactoria a nuestros visitantes. Alguien concibió la idea de invitar a las jóvenes de la compañía de ballet de la televisión estatal con el fin de que coquetearan y bailaran con los cubanos hasta bien entrada la noche; de ese modo se evitaba que se metiesen en dificultades. Pero al margen de los inconvenientes, siempre que oí hablar de las ganas de vivir de los cubanos sentía que nuestra propia vida era gris; que estaba regida por los dos imperativos alemanes, el deber y el trabajo duro.
Cooperamos mucho menos con Nicaragua que con Cuba. Los cubanos se quejaban ante nosotros amargamente porque las filtraciones salían de Managua como el agua de una cesta. En los primeros tiempos después de la revolución de Nicaragua, haber intervenido en la lucha armada era considerada prueba suficiente de lealtad. La mediocre formación de los servicios de seguridad fue una razón de los progresos realizados por la «contra» apoyada por los norteamericanos. Tratamos de encontrar colaboradores en los sectores más estables de los servicios de seguridad. Quizá porque estaban al tanto de su mala reputación, tenían una obsesiva propensión al secreto en las relaciones con nosotros, e insistían en celebrar conversaciones al aire libre y no en el cuartel general del Ministerio del Interior.
Nuestro principal aporte a la seguridad nicaragüense fue el adiestramiento de guardias de seguridad para el presidente y los ministros. Esta actividad casi se había convertido en una industria para el Ministerio de Seguridad del Estado de Alemania Oriental. Nuestra reputación en el campo de la seguridad personal era muy buena, y un país tras otro de América latina y África pedían que nuestros expertos adiestrasen a sus guardias. Por lo general aceptábamos, aliviados porque encontrábamos el modo de ayudar a los aliados que lo necesitaban sin que fuese necesario comprometerse con una participación importante en sus operaciones internas de seguridad. También proporcionábamos un pequeño caudal de respaldo técnico, por ejemplo la revelación de fotos especiales y los equipos de ampliación. En contraste con el material suministrado a países africanos, se dispensaban grandes cuidados a estas contribuciones y eran exhibidas con orgullo cuando retribuíamos visitas.
Nos esforzamos especialmente en relación con Chile. En el momento del golpe de Estado de septiembre de 1973 contra Salvador Allende, nuestros servicios de seguridad no tenían ninguna representación en Santiago. Dos años antes, yo había reducido nuestra presencia mínima a dos operadores, aunque no nos habíamos distanciado por completo de la inteligencia. En un período anterior del mismo año, mi servicio había advertido a Allende y a Luis Corvalán, jefe del Partido Comunista, que era inminente un golpe militar; pero ellos ignoraron el aviso, porque creían que las fuerzas armadas de Chile estaban tan apegadas a la tradición del control civil que no deseaban mezclarse en política. Nuestra advertencia se basaba en la información proveniente de la inteligencia alemana occidental, que estaba muy representada en Chile, y conocía bien las intenciones de los insurgentes y de la CIA.
En el momento culminante de la lucha en Santiago, parte de la dirección de la Unidad Popular buscó asilo en la embajada de Alemania Oriental. El más destacado de ese grupo era Carlos Altamirano, secretario general del Partido Socialista. Berlín Oriental había interrumpido las relaciones diplomáticas con Santiago, lo cual significaba que desde el punto de vista formal nada podíamos hacer para ayudar. Pero Erich Honecker, deseoso en ese momento de ampliar las relaciones bilaterales y la influencia de Alemania Oriental, estaba decidido a facilitar la fuga de los socialistas. Su hija estaba casada con un activista que era camarada de Altamirano, de modo que el destino de los socialistas perseguidos tenía importancia emocional y estratégica.
Desarrollamos una de las misiones de rescate más complicadas de todas las que habíamos realizado hasta entonces. Un equipo de nuestros mejores funcionarios fue despachado a toda velocidad desde Berlín Oriental, para verificar la permeabilidad de los controles de inmigración en los aeropuertos chilenos, en el puerto de Valparaíso y en los pasos de carretera con la Argentina. Desde la Argentina, improvisamos una notable operación. Los prisioneros fueron retirados del país en coches preparados como los que se utilizaban en la República Democrática Alemana para las fugas a través del Muro de Berlín. Cuando de pronto los controles fueron reforzados y esta técnica pareció demasiado peligrosa, enviamos buques de carga a Valparaíso e introdujimos a bordo a los prisioneros en sacos de arpillera que contenían fruta y pescado envasado. Fueron necesarios casi dos meses para retirar a Altamirano de Chile; pasó a Argentina, después a Cuba y más tarde a Berlín Oriental.
Nuestro esfuerzo en Chile no pasó inadvertido para la inteligencia norteamericana. Negociando a través de los norteamericanos, Wolfgang Vogel pudo canjear a los Corvalán por la liberación de Vladimir Bukovski, un escritor e intelectual disidente retenido por los soviéticos. Para Cuba, la lección de lo ocurrido en Chile durante el gobierno de Allende fue muy amarga. Raúl Castro me dijo que el golpe militar había impresionado de tal modo a la cúpula en La Habana que se resolvió reforzar el programa de defensa civil y él y Fidel dejaron de viajar juntos o de aparecer en los mismos actos públicos.
Cuando pienso en la Cuba de hoy, lo hago con un sentimiento de pesar y tristeza por el derrumbe de las esperanzas que en otros tiempos eran algo vivo en ese país. Fue una experiencia triste volver a visitar a Cuba en 1985, veinte años después de mi primer viaje. Los fenómenos de escasez constante y fracaso económico daban pie a un estado de evidente desencanto en todos los cubanos. Ya se había instalado el lamentable sentimiento de que habían sido abandonados y de su vulnerabilidad. «¿Quién nos ayudará ahora si los norteamericanos nos invaden?», preguntaba con amargura un alto funcionario de seguridad. Era cierto. Moscú soportaba la pesada carga de Afganistán. La apertura de Mijail Gorbachov a Occidente significaba que podía movilizarse escasa ayuda real a Cuba. Mientras mi avión se aproximaba a La Habana —esta vez sin la imprevista escala en Nueva York— me sentía agobiado por una sensación de incomodidad y desilusión. La práctica del comunismo parecía distanciarse cada vez más de las ideas que yo había abrazado en mi juventud y con las cuales había vuelto a Alemania en 1945. Existía una considerable distancia entre el pensamiento y los deseos de los políticos —Castro incluido— y la realidad que sufría la población cada día. El ascenso de Gorbachov al poder en efecto representó un destello de esperanza; yo pensé que quizás este cambio en Moscú ayudaría a Cuba y a Nicaragua a encontrar nuevos modos de resolver los problemas propios de su ingrata situación geopolítica frente a Estados Unidos.
Yo no atiné a ver entonces que el nuevo rumbo de Gorbachov aislaría por completo a Cuba y en Nicaragua conduciría a la derrota de los sandinistas. Los países socialistas de América latina se vieron efectivamente apartados de Moscú desde el punto de vista de la seguridad, y por primera vez el Kremlin aclaró que aceptaría y respetaría la esfera de influencia norteamericana. En el momento del ascenso de Gorbachov, pensé que ese hecho determinaría una liberalización y un aumento de la libertad personal, lo cual beneficiaría al socialismo cubano. Qué equivocado estaba.
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Mi última visita a Cuba fue durante la primavera de 1989, momento en que estaba agobiado por nuestros propios problemas en Alemania, muchos de los cuales afectaban también a Cuba. Nuestros dos países habían rechazado la apertura política y la reforma económica de Gorbachov; las políticas gemelas de la glasnost y la perestroika. Experimentaba mucha aprensión al ver las largas colas frente a las tiendas casi vacías y a las puertas de las embajadas extranjeras, que ofrecían un número aún menor de visas. No podía imaginar de qué modo el gobierno de Castro sobreviviría a todo esto. Una de las ironías más acerbas de la historia es que mi propio Estado, a juicio de los analistas del Este y el Oeste mucho más estable que Cuba, se derrumbó pocos meses después. Erich Honecker, que antes había ofrecido la ayuda alemana oriental a los socialistas vencidos de Chile, concluyó su vida en el exilio en ese país, el 26 de mayo de 1994, después que Moscú le negó un asilo a largo plazo.
Había presenciado a mi alrededor la derrota del idealismo socialista. El socialismo democrático de Allende fue derrotado de manera sangrienta en Chile. Las estructuras pluralistas y las prácticas innovadoras que caracterizaron los años siguientes a la Revolución en Cuba y que parecían ofrecer un panorama tan renovador también se habían desplomado, dejando en su lugar un régimen autoritario. Observo con interés y cierto dolor los intentos actuales de Castro por liberalizar y renovar Cuba desde el interior, sin contar tan siquiera con la ayuda simbólica de la Unión Soviética. Debe sentirse el hombre más solitario del mundo. En esta cuestión sostengo la misma opinión que Günter Grass, el más importante escritor alemán viviente, que escribió: «Siempre fui opositor al sistema doctrinario en Cuba, pero cuando hoy veo que está acercándose a su fin sin que exista ninguna alternativa, como no sea la entronización de un nuevo Batista, me declaro en favor de Castro».