IX
La sombra del canciller
El canciller Willy Brandt era un hombre atractivo, inteligente, moralmente recto, y una figura de gran impulso en la historia alemana de la posguerra. Tuvo sagacidad para encontrar el gesto adecuado —se arrodilló en honor de los judíos asesinados cuando visitó el gueto de Varsovia— y se consagró con sinceridad a la causa de salvar el abismo que separaba a ambas Alemanias, y el mundo comunista de su correlato capitalista. También lo conocíamos de su época en Berlín, cuando era uno de los principales anticomunistas de la Guerra Fría. Cuando en su papel de líder del gobierno de Bonn propuso su política de reconciliación con el Este —se refería tanto a Alemania Oriental como al resto del bloque— denominada Ostpolitik, teníamos sobradas razones para querer tener la absoluta certeza de que él se proponía realmente ser nuestro asociado y dejar de ser nuestro enemigo.
El descubrimiento de que uno de mis agentes se había infiltrado en el despacho privado del canciller Brandt liquidó de manera brusca su carrera al timón de Alemania. Esa es una responsabilidad que yo debo asumir y que me perturba incluso después de la muerte de Brandt. El interrogante acerca de los motivos de mi actitud, junto al reproche que se resume en la frase «nada menos que a Brandt», es algo que siempre deberé llevar conmigo. La única justicia que puedo dispensar ahora al finado Willy Brandt consiste en explicar detalladamente cómo estalló el principal escándalo de espionaje en la Alemania de posguerra, y por qué.
El 21 de octubre de 1969 Willy Brandt que, como joven alcalde de Berlín había visto consternado cómo se levantaba el Muro ante sus propios ojos ocho años antes, fue elegido canciller de Alemania Occidental. Tres semanas más tarde, un hombre llamado Günter Guillaume, se presentó al jefe de la oficina de Brandt; llegaba recomendado por el dirigente obrero Georg Leber para ocupar el cargo de joven ayudante del canciller, y en ese puesto debía asumir la responsabilidad de los vínculos con los sindicatos y otras organizaciones políticas; se lo designó en ese cargo. De ese modo tan sencillo, instalamos a un espía al lado del jefe del país que nos interesaba especialmente.
Nunca habíamos perdido la esperanza de infiltrar el mismísimo corazón de Bonn, pero nadie esperaba llegar tan cerca de la figura principal. Y tampoco habíamos creído que Guillaume, a quien asignamos el nombre en clave de Hansen, sería el que diese ese histórico golpe del espionaje. Como docenas de otros jóvenes, Günter, que había trabajado en una editorial de Berlín Este y mantenía vínculos con el Ministerio de Seguridad del Estado, y su esposa Christel, habían sido enviados al Oeste obedeciendo nuestras órdenes, a mediados de la década de los cincuenta, y allí se mezclaron con la marea de emigrados. Erna Boom, madre de Christel, era una ciudadana holandesa que se había instalado en Frankfurt am Main y abierto allí una venta de tabaco. Christel siempre me recordaba la figura de una secretaria cabal; sólida, segura de sí misma, carente de imaginación. En cambio, Günter superaba un poco los límites del equilibrio, y siempre se lo veía desbordando afabilidad y capacidad para adaptarse a cualquier grupo.
Los antecedentes familiares de Christel y la presencia de su madre en Frankfurt ofrecieron a nuestra pareja la posibilidad de evitar los habituales campamentos de recepción para los alemanes orientales, y aclarar los obstáculos burocráticos levantados por las autoridades con el fin de ayudar a la investigación de los recién llegados por parte del servicio secreto. Decidimos que nuestra pareja intentaría abrirse paso en el propio SPD, como cobertura operativa. Tanto el marido como la mujer progresaron con rapidez en sus papeles como socialdemócratas. Su ascenso hasta la cima no estaba en nuestros planes; se pensaba que con el tiempo podían J actuar como correos para nuestras fuentes en el SPD. Pero sencillamente se mostraron más enérgicos e industriosos de lo que habíamos esperado.
Los Guillaume vivían en un cómodo apartamento de Frankfurt, donde tenían un comercio de fotocopias. Allí tuvieron un hijo, Pierre. Ambos eran laboriosos. Günter ganaba algún dinero extra como fotógrafo libre. En el medio principalmente izquierdista del Partido Social Demócrata (SPD) de Frankfurt no pasó mucho tiempo antes de que Guillaume, con sus posturas sólidamente conservadoras, atrajese la mirada de los derechistas de la organización. El primer avance importante estuvo protagonizado por Christel, a quien se le ofreció el cargo de jefa del despacho de Willy Birkelbach, a principios de la década de los sesenta. Birkelbach era una de esas figuras que aparecen en todos los partidos y que manejan muchos hilos en distintos sectores. Era miembro del comité ejecutivo del partido, presidente del grupo socialista del Parlamento europeo y secretario de Estado de su región nativa de Hesse. Tenía acceso a los documentos estratégicos de la OTAN, por ejemplo el estudio «Un retrato de la Guerra», y a los planes para el caso de una emergencia nuclear.
Günter volcaba toda esta información en microfilm, la introducía en un tubo para cigarros vacío, que entregaba a un correo que se presentaba como cliente en la tienda de su suegra. Manteníamos contacto por radio con él y Christel —con cierta liberalidad en las primeras etapas— ciertos días y horas del mes, utilizando series de números en clave. Después perfeccionamos el proceso, reduciendo el volumen de los mensajes y cambiando las frecuencias, de modo que Günter medio rezongaba, medio se vanagloriaba, del cansancio que le provocaba descifrar los mensajes que recibía.
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Cuando los socialdemócratas dieron el paso histórico de optar por un programa no marxista en su conferencia de Bad Godesberg en 1959, el partido llegó a ser más interesante para nosotros. El cambio de plataforma significó que la fortuna política del SPD mejoró y que apareció una clara posibilidad de que llegara al gobierno. Alentamos a Günter a concentrar los esfuerzos en su propia carrera política, y hacia 1964 se convirtió en director de los asuntos partidarios en el distrito de Frankfurt. Comprendimos que su carrera se desarrollaba con tal dinamismo que se requerían cuidados especiales para atenderlo. El punto débil de su historia era que, en su condición de supuesto refugiado y desertor del Este, no debía mantener ningún contacto con Berlín Este. Cierta vez, cuando era llevado a una reunión en uno de los apartamentos secretos que usábamos para estas actividades en Berlín Oriental, se detuvo en una esquina para mirar a un amigo de sus tiempos en la industria editorial que cruzaba frente al automóvil. ¿Qué habría pensado ese hombre si hubiese vuelto la cara y visto al mismo Günter Guillaume que supuestamente había huido del país? Pierre, su hijo, también provocaba el tipo de embarazosos problemas que provocan los niños a sus padres con su natural franqueza. En su caso se trataba de algo más que una mera situación embarazosa, porque se corría el peligro de traicionar inocentemente a su padre. En una de las visitas de Günter al Este, el niño había sido llevado al zoológico por un oficial que hablaba con el cerrado acento sajón. En el camino de regreso a Alemania Occidental, Pierre imitó el más peculiar de los dialectos del Este, y preguntó a Günter por qué el hombre hablaba de ese modo. Su padre experimentó la súbita tensión con la cual sin duda conviven todos los espías: el momento en que se dan cuenta que la vida doble que llevan los priva de las libertades que la mayoría de los ciudadanos consideran sobreentendidas. Y estuvo de acuerdo en que sus visitas secretas a nuestros cuarteles generales debían cesar.
Pero su disciplina y su consagración a la tarea de espionaje jamás declinaron. Llegó a ser miembro del consejo municipal de Frankfurt y jefe de su grupo del SPD. Las cualidades organizativas de Guillaume, así como su posición firmemente conservadora en un período de gran conmoción ideológica en el SPD, atrajeron la atención de Georg Leber, líder del sindicato de obreros de la construcción y más tarde ministro de Transportes de la gran coalición de 1966-1969 entre el SPD y los democratacristianos. Leber necesitaba un organizador que le ayudase a conseguir la candidatura parlamentaria en su propio distrito, contra el joven izquierdista Karsten Voigt. Aunque era una figura sólida y respetada en la cima del partido, Leber necesitó de una dura lucha para conseguir la candidatura. La izquierda, alentada por la atmósfera radical de 1968, estaba decidida a luchar contra la coalición gobernante de su propio partido con sus enemigos ideológicos, los democratacristianos.
Con el infatigable apoyo y la colaboración administrativa de Guillaume, Leber conquistó una sólida victoria en las elecciones de septiembre de 1969. Los socialdemócratas surgieron como el partido más votado por primera vez desde la guerra, y la situación no podía ser más propicia para Guillaume, que aparecía asociado con el resultado obtenido en uno de los distritos más difíciles del país. Leber prometió llevarlo a Bonn de inmediato. Al observar este desarrollo desde Berlín Oriental, nos sentíamos gratamente sorprendidos, pero también preocupados. Sus orígenes en el sector editorial de Berlín Este no eran un secreto, y en todo caso sabíamos que su nombramiento en un cargo oficial en la capital implicaría un control de seguridad mucho más exhaustivo que el que había sufrido cuando no era más que una mera abeja obrera en la colmena partidaria de Frankfurt.
Ordenamos a Günter y a Christel que tratasen de dejar pasar el tiempo y que no presionaran en favor de su ascenso personal en el nuevo gobierno. Se instalaron cómodamente y esperaron. Como habíamos sospechado, la estructura de seguridad realizó un trabajo realmente exhaustivo. Heribert Hellenbroich, después jefe de la inteligencia exterior de Alemania Occidental (Bundesnachrichtendienst), confirmó que se había investigado a Guillaume como a ninguna persona con anterioridad; pero sin descubrir nada. Sin embargo, hubo dos indicios imprecisos provenientes de los evaluadores del contraespionaje de Alemania Occidental (la Oficina para la Protección de la Constitución, es decir la Bundesamt für Verfassungsschutz - BfV) y Horst Ehmke, jefe de la oficina de Brandt y por lo tanto responsable del personal que allí se desempeñaba, decidió plantear estas sospechas directamente a Guillaume.
Las reacciones de Günter y su comportamiento general mientras explicaba el trabajo que había realizado en la casa editorial Volk und Welt parecieron tan naturales que, como diría más tarde el asombrado Ehmke, todas las dudas se disiparon. Un hombre, sin embargo, continuó desconfiando instintivamente de Guillaume; fue Egon Bahr, el asesor en quien Brandt confiaba especialmente, y el arquitecto de la Ostpolitik, es decir la política de alentar el deshielo entre las dos Alemanias, como una herramienta que permitiría mejorar las relaciones generales entre el Este y el Oeste. Bahr dijo a Ehmke que lo molestaba la idea de nombrar a Guillaume en un puesto cercano a Brandt, y dijo: «Quizá cometa una injusticia con ese hombre, pero su pasado me parece muy peligroso».
Las reservas de los servicios de seguridad fueron desechadas con la explicación de que eran muy comunes las denuncias en perjuicio de los residentes de Alemania Oriental que llegaban al Oeste. Muchos emigrados creían que debían calumniar a sus compatriotas para demostrar sus credenciales anticomunistas a las autoridades alemanas occidentales. En todo caso, varias altas figuras incluidas en el gobierno alemán occidental provenían del Este, y entre ellas estaba Hans-Dietrich Genscher, ministro del Interior de Brandt y miembro del Partido Democrático Liberal. A pesar de sus orígenes, era el responsable político del BfV.
A otros socialdemócratas sencillamente les desagradaban los intentos de Guillaume para conquistar simpatías y su costumbre de merodear en un segundo plano durante las conversaciones que no le concernían. ¡En una visión retrospectiva, no era difícil comprender por qué procedía así! Pero el nuevo gobierno estaba decidido sobre todo a romper con el pasado. El compromiso, la energía y el impulso dinámico eran más importantes que una carrera tradicional y burocrática. Este enfoque de renovación beneficiaba a las personas como Guillaume, que no tenían una educación superior ni relaciones de familia que lo apoyasen en su actividad política. Por supuesto, la protección de terceros también importaba, y Guillaume tenía de su lado al amable e influyente Leber. De modo que se le designó para el cargo, y desde el 28 de enero de 1970 tuvimos a nuestro propio hombre en la oficina del canciller, casi sin haber realizado esfuerzos especiales.
Guillaume parecía el fruto de una decisión razonable. Leber y otros sindicalistas deseaban tener a un hombre de confianza en la Cancillería, con el fin de promover el programa de reformas sociales y políticas; y más tarde, Brandt quiso establecer un nexo con los sindicatos. Un año después de su designación Guillaume había ascendido al cargo recién creado de subjefe, responsable del enlace entre el Parlamento, los organismos oficiales y las iglesias. Un año más tarde fue ascendido a funcionario de categoría superior, directamente responsable ante Horst Ehmke, jefe de la Cancillería. Pero aunque Ehmke lo consideraba competente, nunca olvidó del todo la incomodidad que le había provocado el nombramiento de Guillaume.
A menudo se me ha preguntado si Guillaume contribuyó a que mi servicio pudiese juzgar con claridad el significado de la Ostpolitik de Brandt. En otras palabras, el riesgo político implícito en una actitud que amenazaba la política de Brandt, ¿justificaba lo que conseguíamos en el terreno de la información? Lo que esperábamos primera y principalmente de una fuente que se encontraba en el despacho del canciller era un aviso a tiempo acerca de las posibles crisis internacionales. La actitud vigilante era la prioridad de Guillaume. Antes de su traslado a Bonn, yo le había dicho a Guillaume, lo mismo que a otros agentes, que no creía que el nuevo gobierno de Brandt se desviaría de la política de la OTAN o abandonaría el programa de rearme. Pero me parecía que bien podía dar pasos que contribuyesen a aliviar las tensiones europeas, un proceso que debía merecer cuidadosa atención.
La tarea de Guillaume era sobre todo de carácter político, y por nuestra parte lo usamos para vigilar el estado del gobierno de Brandt, desde el principio agobiado por tensiones internas y desacuerdos en relación con sus intenciones en el campo de la política exterior, sobre todo en relación con la República Democrática Alemana y Moscú. En el período que precedió al primer encuentro entre Brandt y el primer ministro de la República Democrática Alemana Willi Stoph, en Alemania Oriental en marzo de 1970, Guillaume logró conocer algunos de los planes de Alemania Occidental, y este material, combinado con la información proveniente de otras fuentes, permitió que nos formáramos una idea más clara de las intenciones y los temores de Brandt.
Günter estaba siendo cada vez más valioso para nosotros. Cuando se celebró el congreso del SDP en Saarbrücken, a mediados de mayo de 1970, fue necesario organizar una oficina gubernamental que asumiese la tarea cotidiana de gobernar el país. Guillaume fue puesto a cargo de esta oficina, ¡lo cual incidentalmente lo convirtió en el enlace entre ese organismo y el servicio de inteligencia exterior de Alemania Occidental! Afrontó la prueba sin mucho esfuerzo —todos hablaron de su eficiencia y su prodigiosa capacidad de trabajo— y después de este episodio mereció la aprobación total del sistema de seguridad.
Pero su auténtica importancia para nosotros en Berlín Oriental residía en sus instintos políticos. Gracias a las opiniones de Guillaume, pudimos llegar a la conclusión, más bien antes que después, de que la nueva Ostpolitik de Brandt, aunque todavía cargada de contradicciones, significaba un cambio verdadero en el curso de la política exterior de Alemania Occidental. En ese sentido, su trabajo en efecto contribuyó a la distensión, al crearnos la confianza necesaria para dar fe de las intenciones de Brandt y sus aliados.
La estrella de Guillaume continuó ascendiendo. Peter Reuschenbach, director de la campaña del SPD, se presentó como candidato a un escaño en el Parlamento, y propuso que Günter lo reemplazara en el período que precedió a las elecciones de 1972. Brandt sólo había estado en el cargo desde 1969, de modo que su período no había concluido ni mucho menos; pero el voto de confianza del Bundestag en relación con el Tratado Básico, firmado con la República Democrática Alemana en mayo de 1973, casi había fracasado. Habíamos ayudado a Brandt a salir airoso de la difícil situación pagando en secreto al democratacristiano Julius Steiner la suma de cincuenta mil marcos federales por su voto; pero el estrecho margen de la victoria hizo que el canciller convocase a elecciones anticipadas que debían realizarse el 27 de abril de 1972. Nuestro ágil e incansable colaborador lo acompañó constantemente mientras los socialdemócratas recorrían Alemania Occidental en un tren especial.
Durante ese período se acercó más a Brandt, y tuvo oportunidad de observar sus debilidades personales. No era un secreto que Willy Brandt era un mujeriego incorregible, y que su presunto romance con la periodista Wiebke Bruns continuó durante toda la campaña electoral. Salvo que lo acompañase Rut, la esposa noruega de Brandt (en cuyo caso ella ocupaba el compartimiento contiguo), los ocupados por Guillaume y Brandt sólo estaban separados por un delgado tabique. Guillaume pronto se dio cuenta de que la práctica adúltera de Brandt era frecuente y variada. A esta altura de las cosas, nuestro hombre era un miembro de confianza de ese grupo y nuestro único temor era que las oportunidades que se le ofrecían de beber con sus amigotes políticos enturbiase su memoria. Por lo que sé, toda la estructura socialdemócrata parecía estar lubricada con vino tinto. Pero un buen agente sabe moderar su consumo alcohólico.
La coalición de socialdemócratas y demo liberales obtuvo una victoria inesperadamente decisiva en las elecciones generales de 1972. Por primera vez en la historia de Alemania Occidental, un gobierno que no era demócrata cristiano obtenía una clara victoria parlamentaria, lo cual significaba que la Ostpolitik continuaría desarrollándose. Durante la trasmisión televisada de la fiesta con que el SDP festejó los resultados, vimos a Günter brindando alegremente por el nuevo canciller, en compañía del resto del equipo de Brandt.
Ese otoño, otro de nuestros agentes, Willy Gronau, cuyo nombre en clave era Félix, fue detenido en Berlín Oeste. Era director de la llamada Oficina Oriental de la Asociación de Sindicatos Alemanes Occidentales, y una de nuestras fuentes más antiguas. Lo detuvieron cuando se reunía con su responsable llegado del Este. Ignoramos si él o la persona encargada de controlarlo llamó la atención del BND.
Guillaume y Gronau mantenían contactos profesionales como parte de sus tareas, pero ninguno de ellos sabía que el otro era agente de Alemania Oriental. Nuestros agentes de primera línea no debían conocer la existencia de otros agentes, y mucho menos mantener contactos. Pero sin duda existe una ley que todavía no ha sido establecida de manera científica que afirma que las personas que no deben encontrarse con otras, siempre lo logran. ¡Gronau de hecho un día nos informó que Guillaume podía ser una buena presa para nosotros, y que debíamos realizar un esfuerzo para reclutarlo! Esta información provocó una mezcla de regocijo y alarma en nuestra central. Estábamos tratando de separar a estos dos, cuando el destino intervino bajo la forma del contraespionaje alemán occidental, y ahí terminó la historia del pobre Gronau.
Dado que se conocían y realizaban una labor política análoga, no me pareció extraño que las autoridades que investigaban a Gronau interrogaran a Guillaume como parte de sus indagaciones. Pero su ascenso al cargo de consejero estrechamente relacionado con el canciller pareció un signo seguro de que las pocas sospechas que se habían manifestado cuando se lo contrató por primera vez habían sido desechadas.
A esta altura de las cosas, Guillaume asistía a todas las reuniones del partido y la dirección parlamentaria del SDP Aprendía mucho como oyente silencioso y discreto presenciando muchas conversaciones que Brandt solía mantener en pequeños grupos. Reforzamos nuestras medidas de seguridad para proteger todavía más a Guillaume. Nuestro contacto con él ahora había sido reducido a un mínimo absoluto. No hubo más saludos de cumpleaños; sólo se trasmitía información en verdad importante, y siempre de manera oral.
En julio de 1973 se inició la primera ronda de negociaciones destinadas a crear el Consejo de Seguridad y Cooperación Europeas (CSCE). Henry Kissinger, en aquel momento consejero de seguridad del presidente Nixon, anunció una iniciativa estratégica denominada Declaración del Atlántico, de acuerdo con la cual los miembros europeos de la OTAN aceptarían el papel de Estados Unidos como potencia global en la formulación de la estrategia defensiva del continente europeo. Cuando se advirtió que Washington, con el fin de impulsar este programa, negociaba por separado con Londres y Bonn, a espaldas de los demás socios, comenzó a manifestarse inquietud en el seno de la Alianza. Sobre todo los franceses se opusieron a lo que veían como un intento de dejarlos aislados.
No puede extrañar que la mayoría de las comunicaciones que el canciller recibió en relación con los temas de la política exterior durante sus vacaciones en Noruega estuviesen consagrados a sus conversaciones en el seno de la OTAN acerca del futuro de la Declaración del Atlántico, una cuestión que en ese momento estaba llegando a su clímax. Guillaume estaba a cargo de supervisar los mensajes enviados por télex y de preparar los memorándums oficiales que Brandt recibía junto a los periódicos de la mañana. Un equipo de la televisión fue a filmar un reportaje en el lugar cercano a Hamar donde el canciller pasaba sus vacaciones. El camarógrafo que filmó a Guillaume de pie al lado de la máquina codificadora, en el momento de leer el télex que acababa de llegar, mal podía saber que estaba filmando a un espía magistral en plena acción. Como quien no quiere la cosa, Guillaume tuvo tiempo de copiar tres comunicaciones muy importantes.
La primera, el 3 de julio de 1973, era el texto de una carta en inglés enviada por Richard Nixon, y en ella solicitaba la ayuda de Brandt para que presionara a los franceses y los convenciera de que firmasen la declaración. Llevaba la indicación de «personal» y estaba firmada con un saludo de puño y letra de Nixon. La segunda era un informe detallado del embajador de Alemania Occidental en Washington acerca de las conversaciones secretas durante las cuales el ministro de Relaciones Exteriores de Alemania Occidental, Walter Scheel, decía a Kissinger y a Nixon que la declaración era un movimiento premeditado de Nixon para fortalecer la posición norteamericana antes de las negociaciones para el Consejo de Seguridad y Cooperación Europeas, y que él no veía motivo que indujera a los europeos a aceptar de manera automática esa posición. Kissinger y Nixon también manifestaron sus temores de que la Unión Soviética estuviera realizando tales progresos en la estrategia nuclear que, si no se reforzaba tecnológicamente la OTAN, los norteamericanos ya no podrían garantizar una inmediata respuesta nuclear ante una ofensiva terrestre soviética. Y el tercer documento que Guillaume extrajo de la máquina personal de télex del canciller contenía la escéptica reacción del consejero en todo el asunto, que urgía a Brandt a ignorar la presión norteamericana y continuar sus esfuerzos por mantener buenas relaciones con los franceses.
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Otras expresiones del rechazo de los aliados europeos a los norteamericanos surgieron de la máquina con claridad y pasaron a las manos impacientes de Günter Guillaume. Repasó los rechazos británicos a la estrategia norteamericana. París llegó más lejos con su retórica: Michel Jobert, ministro de Relaciones Exteriores, acusaba a los norteamericanos de comportarse como los bomberos que provocan un incendio para después poder acudir a apagarlo.
Había llegado el momento de que Brandt redactase una carta a su ministro de Relaciones Exteriores para definir su propia posición. Pero el canciller no estaba complacido con el borrador de sus consejeros, que le habían enviado desde Bonn, y trabajó muchas horas incorporando modificaciones, sugiriendo distintos énfasis y reducciones con un rotulador verde. Brandt entregó a Guillaume la versión corregida para remitirla a Bonn mediante el télex confidencial. Guillaume alegó que el original estaba demasiado sucio para entregarlo en esas condiciones a la sala de télex, y mecanografió una copia limpia. Nadie preguntó cuál había sido la suerte del original de Brandt.
Después, durante el proceso de Guillaume, el fiscal general subrayó el hecho de que informar a la Unión Soviética acerca de la división en el seno de la OTAN:
… pudo haber reducido el poder de disuasión de la OTAN a los ojos de la Unión Soviética, un poder basado en la determinación creíble de los estados miembros a desarrollar una defensa conjunta, a demostrar una auténtica solidaridad en el seno de la Alianza y a obtener un equilibrio estratégico de las fuerzas militares. Esa situación pudo inducir a la Unión Soviética, por consideraciones políticas y estratégicas, a adoptar medidas enderezadas a socavar la alianza occidental y más tarde a transformar esa nueva situación en una serie de medidas políticamente coercitivas…
En sus memorias, escritas por Guillaume en parte para aumentar la vergüenza que el asunto provocó en Bonn (después de un proceso de adaptación cuidadoso a cargo de mi servicio, como elemento de desinformación —para proteger otras fuentes— y como relaciones públicas positivas en referencia a nuestro trabajo y su necesidad), Guillaume reforzó la impresión de que el traspaso de los papeles de Brandt a nuestras manos había sido un éxito fundamental para la inteligencia del bloque soviético. Remataba sus reflexiones acerca de las vacaciones del canciller en Noruega con estas palabras:
El sancta sanctorum de los sacramentos de Bonn ahora estaba en nuestro sancta sanctorum de Berlín.
Con esta frase sugería que después de copiar los documentos y depositarlos en un maletín, los había enviado a Berlín Este. Esta fanfarronada, que desde entonces fue aceptada como un hecho, resultaría fatídica para mí muchos años más tarde.
La lamentable verdad, jamás revelada antes, es que nosotros no recibimos las sugestivas comunicaciones que detallaban la división entre Washington y sus socios europeos con un detalle tan minucioso. Y esta fue la razón: nuestras propias inquietudes acerca de los Guillaume comenzaron en el verano de 1973. Poco después de su estancia en Noruega, Christel comenzó a temer la posibilidad de estar sometida a vigilancia. Al principio, tuvimos dudas con respecto a sus inquietudes. Sucede a menudo que los agentes clandestinos, incluso los que tienen mucha experiencia, comienzan a ver fantasmas. En situaciones perfectamente normales empiezan a imaginar que los siguen o que se registran sus movimientos.
Pero la sospecha se confirmó. Christel registró un caso evidente de vigilancia en el jardín del restaurante Casselruhe de Bonn, donde a veces se reunía con su correo. Dos hombres se habían sentado cerca de su mesa. Uno de ellos abrió un maletín en dirección a Christel, y ella entrevió en su interior la lente de una cámara. En realidad, ese fue precisamente el día en que Christel se reunió con su correo, Anita, y le entregó los documentos microfilmados provenientes de Noruega, aunque por fortuna la entrega se había completado antes de la llegada de los dos hombres. Las dos mujeres se comportaron de manera profesional, concluyeron sus bebidas en actitud indiferente y se separaron. Mientras el correo recorría la ciudad con los filmes en su bolso, se convenció de que uno de los hombres la seguía. Tomó un tren local que la llevó a Colonia, donde cambió de tranvías varias veces y se hundió en la multitud como se enseña a hacer a los agentes.
Pero no pudo quitarse de encima el perseguidor. Cuando consiguió adelantarse, giró en una esquina próxima al río; allí decidió proceder sobre seguro y dejó caer el paquete en el agua que corría más abajo. Heinrich Boíl dedicó su última novela, titulada «Mujeres en un paisaje fluvial» al Rin y a todos los secretos que encierra. Yo podría haberlo ayudado con un ejemplo concreto.
Cuando Guillaume fue juzgado, la acusación supuso que los documentos de Noruega habían llegado a nuestras manos. Le habíamos ordenado que no revelase nada, pero decidimos que no apartaríamos a los alemanes occidentales de la idea de que les habíamos infligido el máximo daño. Estaba también el tema del orgullo de Guillaume. Lo amargó la duración de la condena, pero lo que lo reconfortó —era un hombre más bien vanidoso— fue saber que se lo conocía en el mundo entero como el súper espía alemán. Con nuestro acuerdo, en su libro desarrolló el mito de que la entrega de los documentos de Noruega había sido su principal éxito.
Uno de los peligros que acechan al hombre que dirige una red de espías es que no le creen ni siquiera cuando dice la verdad. Pero puedo señalar aquí que la búsqueda en nuestros archivos de los documentos de Noruega sería inútil. Y no porque se los destruyera en 1989: a esa altura de las cosas ya serían demasiado antiguos para que estuviesen entre los documentos con prioridad en el proceso de destrucción que tuvo lugar como consecuencia del pánico que siguió a la caída del Muro. No están allí sencillamente porque ni yo ni ninguno de mis funcionarios jamás los leímos. La única información que tuvimos provino de las revelaciones inadvertidamente hechas por el lado alemán occidental durante el juicio a Guillaume. Y fueron relativamente escasas, dado el volumen original de los materiales en cuestión.
El contraespionaje de Alemania Occidental tenía sobrados motivos para alimentar sospechas acerca de las actividades de Guillaume en el verano de 1973. El apellido Guillaume había atraído la atención de un miembro del contraespionaje mientras trabajaba en otro caso distinto. Ya estaba familiarizado con Guillaume como amigo de Willy Gronau. No había un vínculo que uniese a los dos apellidos, pero ese peculiar nombre francés aparecía a cada momento. Sobre todo era muy perjudicial el hecho de que el responsable de nuestro cuartel general a quien habían detenido con Gronau en Berlín Occidental había quebrantado las reglas más elementales del servicio secreto: llevaba encima un trozo de papel donde había garabateado unas pocas palabras esenciales como ayuda memoria. Una de ellas era Guillaume, y él lo había escrito porque se le había ordenado que exhortara a Gronau a suspender contactos con Guillaume, pues creíamos que las relaciones entre ambos eran demasiado estrechas.
El nombre peculiar de Guillaume representó un papel fatídico. Si se hubiese llamado Meyer o Schultz, podría haberse evitado el desastre. Otra coincidencia selló su suerte. El agente del contraespionaje alemán occidental que había observado la recurrencia del nombre de Guillaume precisamente estaba sentado en una cafetería cierto día con un colega, quien a su vez inspeccionaba algunos mensajes radiales no identificados. Comenzaron a conversar acerca de los proyectos en que ambos trabajaban, y ese encuentro casual tuvo consecuencias desastrosas para Guillaume.
Durante la década de los cincuenta, mi servicio había utilizado el sistema de codificación soviético, el mismo que se había empleado durante la guerra para mantener contacto con los agentes en el exterior. Cada mensaje comenzaba con un número, asignado a determinado hombre o mujer. Los servicios occidentales lo habían descifrado mucho tiempo atrás con la ayuda de la informática. Una vez que se había definido el hecho de que cada número representaba a un hombre o una mujer en acción, era posible registrar y recopilar cada llamado. Se anotaban los telegramas y más tarde se los descifraba. Había un archivo destinado a cada agente que recibía los mensajes. La única tarea que debían ejecutar del otro lado era asignar nombres a los números de los destinatarios.
Apenas nos dimos cuenta de la situación, en 1959, por supuesto cambiamos la cifra y el método de llamada. También adoptamos la norma general que nos impedía la mención completa de personas, lugares o encuentros en las trasmisiones radiales. Después de verificar todo nuestro movimiento de emisión de mensajes por radio, estábamos convencidos de que los mensajes que enviamos a los Guillaume no ofrecían ningún indicio acerca de sus respectivas identidades. Por desgracia, no tuvimos en cuenta las comunicaciones meramente rutinarias correspondientes a cumpleaños, Año Nuevo o acontecimientos familiares. Los alemanes son muy concienzudos en relación con esas cuestiones, y en referencia a nuestros agentes dicha práctica subrayaba el hecho de que formaban parte de nuestra gran familia. Si hubiésemos sido menos concienzudos, tal vez jamás habrían descubierto a Guillaume.
En 1957 se habían enviado varios mensajes aun agente identificado como G. Uno enviaba felicitaciones a G, el otro a la esposa de G. El último decía «Felicitaciones por el Segundo Hombre». Dieciséis años después, en ese bar de Colonia, recorriendo los casos no resueltos de intercepción de transmisiones, con la ayuda mental de su colega, el investigador recordó el caso no resuelto de un presunto agente G, que había estado bastante activo hacia el final de los años cincuenta, poseía contactos en el SPD y tenía importancia suficiente para recibir telegramas de felicitación de sus jefes.
El investigador de los mensajes extrajo los archivos y encontró los inquietantes textos. El que incluía la velada referencia a un segundo hombre era el más desconcertante. En realidad, lo habíamos enviado con motivo del nacimiento de Pierre, primero y único hijo de Günter y Christel. Los dos agentes de la inteligencia reflexionaron un momento, hasta que uno de ellos aventuró que se refería al nacimiento de un varón. Repasaron en los archivos los legajos de los miembros del SPD cuyos nombres habían sido mencionados alguna vez en otras investigaciones. Allí, como nota al margen del caso Gronau, figuraba Guillaume. Incluso entonces, no podía afirmarse que la suerte nos había abandonado por completo. Más tarde supe por Klaus Kuron, nuestro principal topo en el seno del contraespionaje de Alemania Occidental, que la primera sugerencia en el sentido de que ese hombre podía ser Guillaume fue rechazada por ese equipo de análisis, pues Guillaume tenía un solo hijo y el radiograma sugería que el recién nacido era el segundo de la estirpe. Se necesitó una idea luminosa, o quizá la intervención de un sencillo y anticuado hombre de familia, para destacar que el padre es por tradición el primer hombre de la familia, y el primogénito es el segundo.
El paso siguiente fue decidir cómo se lograría obtener pruebas decisivas contra Guillaume al mismo tiempo que se evitaba que los intereses occidentales sufriesen mayores perjuicios. Había dos alternativas: comenzar a reunir pruebas de inmediato e impulsar la investigación con la mayor rapidez posible, o bien dejar en su lugar a Guillaume y controlar sus movimientos. Colonia eligió el segundo método. Con el propósito de evitar las sospechas de Guillaume, primero pusieron bajo observación a su esposa, pues supusieron acertadamente que las comunicaciones de su marido con el Este pasaban por sus manos. Un evidente intercambio de materiales practicado por ella con un correo aportaría la prueba que faltaba.
Hasta allí, todo era lógico. Pero lo que sucedió después da pie a la sospecha de que no todos los políticos se preocupaban sinceramente por la suerte de Brandt. El 29 de mayo de 1973 el ministro del Interior Hans-Dietrich Genscher fue informado del caso Guillaume por Günter Nollau, jefe del contraespionaje. En su testimonio ulterior ante un comité parlamentario de investigación, los dos hombres ofrecieron diferentes versiones de lo que se dijo. Genscher y su jefe de personal Klaus Kinkel —más tarde jefe de la inteligencia, ministro de Justicia y finalmente ministro de Relaciones Exteriores después del retiro de Genscher— insistieron en que Nollau se había referido sólo a una sospecha, sin mencionar los indicios que su servicio había compilado con cierto detalle. Cuando Genscher informó a Brandt de la conversación y de la recomendación del contraespionaje en el sentido de que se dejara en su lugar a Guillaume para observarlo, al parecer lo dijo de un modo tan indiferente que Brandt apenas prestó atención al asunto y no volvió a pensar en ese problema.
Nollau insistió hasta su muerte en que él había hecho una enérgica advertencia, aunque en definitiva asumió la culpa y renunció. Las contradicciones entre el testimonio del ministro del Interior y el del jefe de la inteligencia interna originó rumores en el sentido de que Genscher había atenuado intencionadamente la importancia de la información que tenía acerca del caso Guillaume, con el fin de que toda la fuerza política del desastre recayese sobre Brandt, como en efecto sucedió.
¿Cuáles son las explicaciones políticas que subyacen a este asunto? La primera teoría es que el ambicioso Genscher, al percibir que el gobierno de Brandt estaba en dificultades, y respaldado por su Partido Demócrata Liberal —que mantenía el equilibrio parlamentario del poder—, ahora estaba apoyando a los democratacristianos, y ya mantenía reuniones con Helmut Kohl. Es posible; pero supongamos que Genscher y Nollau decidieron, por razones loables, dar la orden de no innovar, de permitir que las cosas siguieran su curso para consolidar las pruebas contra Guillaume. En ese caso, jamás debían haber permitido que Guillaume continuase en un cargo tan delicado, al lado del canciller. Si yo hubiese estado en lugar de Willy Brandt, habría hecho tronar mi cólera primero y principalmente contra Genscher.
El hecho cierto es que desde el momento en que el contraespionaje informó a Genscher que estaba vigilando a Guillaume, hasta el día de su detención, no se consiguió una migaja más de indicio que lo que ya había. Durante un año entero, período en que continuaron confiándose a Guillaume los más importantes documentos secretos, quienes se encontraban al tanto de la situación toleraron que hubiese un espía al lado del canciller, manipulando precisamente los secretos oficiales que supuestamente protegían. Si bien es cierto que nosotros arrimamos la leña, otros, incluso Genscher y Kinkel, encendieron el fuego que quemó a Brandt, y lo mantuvieron ardiendo mucho tiempo más de lo que hacía falta.
Genscher seguramente se esforzó mucho por ocultar su equívoco papel cuando dijo al Parlamento, después del arresto de Guillaume, que una red completa de agentes había sido descubierta. Era el único modo de justificar la demora en que se incurrió para arrestar a nuestro hombre. Ahora que ya no tengo motivos para vengarme, puedo afirmar que la historia acerca de una red de espías fue un invento. Los Guillaume formaban una solitaria pareja de espías.
Después del alerta transmitido por Christel, ordenamos que tanto ella como Günter suspendieran su trabajo de espionaje. ¿Por qué no los retiramos de inmediato? Por cierto, nuestra actitud fue un error, pero no fue una cuestión de mero descuido. Pensé mucho en la perspectiva de retirar a Günter. Pero el grosero estilo que se manifestó en la vigilancia a Christel nos indujo a pensar que no existía una sospecha urgente acerca de su esposo. En ese momento Georg Leber se había convertido en ministro de Defensa, y ofreció a Christel un empleo en su oficina como ayudante. Sabíamos que el nuevo cargo implicaría un exhaustivo control de seguridad y supusimos que la vigilancia era consecuencia del ofrecimiento de empleo. Finalmente, dejamos la decisión en manos de la propia pareja y le ofrecimos la posibilidad de regresar al Este si creían encontrarse en peligro. Ninguno de ellos vio motivo para dar ese paso.
En cambio, convinimos iniciar un período de enfriamiento. En este punto, informé a Mielke. Como ya indiqué, nuestra relación no era cálida, y yo trataba de defender la independencia de mi departamento controlando en persona a los principales agentes. Sólo cuando nuestros planes amenazaban tener consecuencias en las esferas políticas informaba a mis superiores. En el caso de Guillaume, la importancia política de su cargo hacía que fuese aconsejable explicar la situación al ministro. Mielke convino en que era mejor de iniciar un período de espera. Y me parece improbable que informase a Honecker o a cualquier otro de lo que estábamos haciendo.
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No sucedió nada durante varios meses, hasta febrero de 1974. Los mismos Guillaume propusieron reanudar la labor de inteligencia, pero yo recomendé que continuaran en reserva hasta el otoño de 1974.
Durante unas vacaciones en el sur de Francia, en abril, Günter vio que lo seguía de manera ostensible un verdadero enjambre de vehículos franceses y alemanes de vigilancia. Pero mientras viajaba de regreso, durante la noche, vía París y Bélgica, el convoy desapareció. Era una oportunidad de oro. Su instinto y su entrenamiento debieron decirle que era la oportunidad para huir. La decisión todavía estaba en sus manos.
Los primeros informes en el sentido de que habían sido detenidos el 24 de abril de 1974, me tomaron desprevenido, tanto como a Willy Brandt, que se enteró de la noticia en un aeropuerto, al regresar de una visita a Egipto. Guillaume había caído con mucho estilo, pero no con el estilo que esperábamos de uno de nuestros agentes. Cuando la policía llegó a su casa, en las primeras horas de la mañana, con una orden de detención, exclamó: «Soy ciudadano y funcionario de la República Democrática Alemana. ¡Respeten eso!».
Un verdadero desastre, pues esto equivalía a una confesión de culpa sin haber escuchado todavía las acusaciones. Con esa declaración, liberó al contraespionaje alemán occidental y a la justicia criminal del problema mayor: el hecho de que carecían de pruebas firmes contra él. Aun hoy, no puedo explicarme la causa de su confesión. Después que volvió a Alemania Oriental, en 1981, y cuando se le permitió escribir sus memorias, destinadas a un público limitado, trató de justificar su respuesta mencionando la hora temprana y la presencia de su hijo. Ciertamente, Pierre era tremendamente importante en la vida de Günter, y él sufría pensando en la responsabilidad que le cabía por ocultar a su hijo sus auténticas creencias y su profesión. Pierre se había convertido en un joven socialista perteneciente al ala izquierda, un joven que veía a su padre como un traidor a esa causa socialista. Algo en el propio Günter obligó a decir a Pierre: «No soy lo que tú crees». Cierta vez hablé con Günter acerca de la posibilidad de una detención y utilicé estas palabras: «Manténgase firme y confiado en usted mismo». Quizá la mezcla de la confusión mental propia de las primeras horas de la madrugada con la mirada asombrada de Pierre hizo que su entrenamiento y sus instintos se embrollaran.
Pero en realidad no había excusas. Un espía siempre debe estar preparado para asumir la detención. En relación con esta cuestión, entrenábamos muy rigurosamente a nuestra gente. Si se encontraban con un funcionario que pretendía detenerlos, debían decir su nombre, su domicilio y la fecha de nacimiento, de acuerdo con lo que exigía la ley de Alemania Occidental, y después limitarse a pedir que se estableciera contacto con la misión alemana oriental en Bonn, la cual designaría a un abogado con experiencia. Si se aplicaba con exactitud ese método, la carga de la prueba correspondía por completo a los alemanes occidentales.
Pero la verdad —ocultada hasta ahora— era que el matrimonio de Guillaume había estado en problemas mucho antes de su detención. Guillaume tenía una amante y deseaba protegerla; cuando regresaba del sur de Francia llevaba sus cosas, las que había retirado del departamento en que ella vivía. Fue un grave error además de un gesto inútil en relación con la mujer, una secretaria que se suicidó cuando supo que él había sido arrestado por espionaje.
En la prisión de Colonia, Guillaume sufrió tanto como consecuencia de su sentimiento de fracaso como por la dureza del nuevo ambiente. Pero nuestro agente desenmascarado hizo bastante más que pagar los errores cometidos durante su detención. Resistió todos los intentos de ablandamiento que se le hicieron para que canjease información acerca de otros agentes por una reducción de su pena.
Guillaume había reconocido sus errores. Pero ¿cuáles habían sido los nuestros? ¿No habíamos tomado bastante en serio la vigilancia que percibimos muy tempranamente? Sucede con bastante frecuencia; cuando llega una señal de alarma en la actividad de los espías, se observa una cantidad de actos de vigilancia orientados tanto hacia gente inocente como hacia los culpables. A veces uno tenía la impresión de que la mitad de Bonn se ocupaba de vigilar a la otra mitad. En el caso de Guillaume nos engañó la torpeza de aficionados con que se llevó la vigilancia. Pero sobre todo nos desconcertó el hecho de que se le permitiera permanecer cerca del canciller. Nos pareció absolutamente inconcebible que a un agente conocido se le permitiese continuar tanto tiempo en el círculo íntimo de un estadista destacado. Brandt y yo opinamos lo mismo en esta cuestión. En sus memorias, Brandt se quejó de que se dejara al agente cerca de él y agregó acerbamente: «En lugar de proteger al canciller, se lo convirtió en un agente provocador del servicio secreto de su propio país».
Los errores profesionales que mis colegas y yo cometimos tuvieron diferente naturaleza. Al analizar los peligros que corrieron los Guillaume, ignoramos por completo los mensajes de radio trasmitidos quince años antes, los mismos que según sabíamos habían sido descifrados. Sencillamente los olvidamos. Sólo en el curso de la ulterior investigación practicada por las autoridades alemanas occidentales recordamos su ominoso significado.
Después de varios meses de actuaciones judiciales, el tribunal superior de Düsseldorf condenó a Christel y a Günter Guillaume. Ella fue condenada a ocho años de prisión y él a trece, una pena que en otros países sería considerada leve, pero que en el caso de los espías en Alemania eran muy pesadas. (Las sentencias alemanas por espionaje generalmente eran cortas, porque se asumía la tentación y la frecuencia del espionaje entre las dos Alemanias). Durante este período de prueba, la pareja presentó un frente único ante el mundo, y en una demostración de coraje se negó a revelar el menor indicio de que en su matrimonio podía haber fisuras que a su vez constituían un recurso posible para extraer información de alguno de ellos.
Pierre, hijo de los Guillaume, se sintió terriblemente golpeado, y su padre, casi agobiado por la angustia, escribió cartas rogándome que prometiese cuidar del bienestar del adolescente, para convertirlo en un ciudadano que enorgulleciese a la República Democrática Alemana. Eso no era tan fácil como parecía, y exigió compromisos de tiempo, personas, energía y nervios de tal magnitud que parecía que necesitábamos un departamento entero consagrado al joven. Por supuesto, mal podía decirse que todo eso respondiese a su propia culpa. Se lo había educado en un medio completamente distinto y antiautoritario, que fomentaba el individualismo en el vestido, la expresión y la conducta. Felizmente, ese estilo no había desbordado el Muro de Berlín, y cierto tipo de orden prusiano todavía prevalecía en las escuelas de Alemania Oriental. Pero descubrimos el colegio más apropiado que podía utilizarse, donde la directora estaba acostumbrada a lidiar con los niños bastante malcriados de las familias de la élite de Alemania Oriental. Se pidió a varios activistas fieles de la Juventud Alemana Libre y a voluntarios de familias que a juicio de los servicios secretos merecían confianza, que trabasen amistad con él. Todo fue inútil. Pierre sencillamente dejó de concurrir a la escuela, y cuando asistía provocaba desórdenes y era desatento. Poco después, nos anunció, con bastante horror de nuestra parte, que deseaba regresar a Bonn, donde tenía una novia cuyo padre pertenecía al partido conservador del Ministerio del Interior. Cada vez que Pierre viajaba al Oeste para ver a su padre encarcelado, pensábamos que podíamos perderlo.
Así, comenzamos a tomar medidas desesperadas para retenerlo. Se había interesado en la fotografía, de modo que mi departamento le compró el equipo más moderno y le facilitó un codiciado aprendizaje en la mejor técnica de color que pudimos hallar. En el curso del tiempo, tuvo una nueva amiga socialista, una alemana oriental cuyo padre era funcionario en mi servicio. Nuestro alivio fue inmenso. Pero la situación mostró otra complicación. Aproximadamente un año después, supe que ambos habían solicitado permiso para salir de Alemania Oriental. Nada pudo hacerse para disuadirlos. Aceptamos la derrota y aceleramos la partida de la pareja a través de los mecanismos burocráticos con la mayor rapidez posible; los despedimos con cierto alivio. Yo había tratado lo mejor posible de cumplir la palabra dada a Günter, pero fue imposible ignorar la decepción que experimentó. Pasaron muchos años antes de que se reparase la brecha entre padre e hijo.
Aconsejamos a Guillaume que guardase silencio en la cárcel, mientras intentábamos organizar con discreción su canje por agentes occidentales. Pero las posibilidades de un rápido intercambio de prisioneros disminuyeron cuando llegó la inevitable renuncia de Brandt, en 1974. Su sucesor, Helmut Schmidt, insistió en que Guillaume tendría que cumplir su condena «hasta el último día». El caso se convirtió en una suerte de ping-pong político, y no sólo en Alemania. Washington y Moscú intervinieron en el juego cuando cierto Anatoli Sharanski, el disidente judío soviético encarcelado, fue propuesto como parte de un posible intercambio. Una iniciativa siguió a otra, pero los años pasaban, en perjuicio de la moral de nuestros agentes más jóvenes. Luchar por el regreso de nuestros espías encarcelados no sólo era una obligación moral sino también un medio importante de mantener la moral de los colegas que cumplían misiones peligrosas en el presente y el futuro.
En marzo de 1981, Christel Guillaume fue liberada como parte de un canje múltiple de agentes. Faltaban aún ocho años de la condena de Günter. Uno de los agentes occidentales incluido en el canje acusó al gobierno de Bonn porque a su juicio no hacía lo suficiente para rescatar a sus agentes encarcelados en el Este. Esa acusación dio nuevas fuerzas a la campaña que se desarrollaba y Guillaume por fin fue canjeado en el otoño de ese año.
Un grisáceo día de octubre Guillaume regresó a la patria a la cual había decidido servir veinticinco años antes. Arreglé que fuera recibido en una de nuestras casas de campo secretas. Deseando que su regreso fuese tan grato para él como fuera posible, enviamos a sus antiguos supervisores a que lo recibieron en la frontera y lo llevaran directamente a la recepción. Vistiendo el regalo de despedida de sus carceleros, un traje de confección que le sentaba mal, llegó un tanto aturdido por su recuperada libertad. Filmamos su regreso para un documental titulado Misión cumplida, que después utilizamos en nuestros programas de entrenamiento. Sabía que aún le dolía el hecho de no haber sido canjeado antes, de modo que quise aclararle especialmente que se lo consideraba un héroe.
Después del largo encarcelamiento y las preocupaciones acerca de su familia, aparecía pálido e inseguro. Incluso así respondió a mi saludo: «Bienvenido a casa, Günter, es bueno que haya pasado al fin ese tiempo tan largo». Replicó: «Gracias a ustedes por todo». Me apresuré a decirle que nosotros éramos quienes debíamos agradecer, y así continuó un largo intercambio de mutuos agradecimientos.
Entonces vio a su esposa Christel, que esperaba a un lado. A pesar de las dificultades que el matrimonio había afrontado antes y volvería a soportar, ambos se abrazaron estrechamente. Era imposible no sentirse conmovido por esta escena. Se les asignó una agradable residencia y se los dejó unos pocos días en soledad para que definieran sus cosas. Christel nos había dicho que no deseaba volver con Günter, y esa actitud de Christel fue un golpe terrible para Guillaume después de las esperanzas de reconciliación que él había alimentado durante sus largos años en prisión.
Su moral y su salud estaban pasando por un momento difícil, pero sus expectativas eran buenas. Creo que consideraba la posibilidad de ocupar un puesto desempeñándose como mi mano derecha, surgiendo de la oficina que daba al corredor para aconsejar acerca del manejo de los agentes occidentales. Pero él se había mantenido alejado del juego durante demasiado tiempo. Recuerdo que pregunté al médico que trataba sus numerosas dolencias qué debíamos hacer con Günter. El médico, que había atendido a varios de los hombres de más edad de nuestra élite política, y que no se hacía ilusiones acerca de sus capacidades, había sido bendecido con un seco sentido del humor, y cuando sugerí que lo único que satisfaría a Günter sería un lugar en el Politburó, replicó: «Bien, uno más o menos no cambiará la situación».
La compañía femenina ayuda en tales situaciones; así fue que asignamos a Guillaume una agradable enfermera de edad madura, con el propósito ostensible de atender sus problemas renales y de circulación, pero también para ensayar las posibilidades de una relación sentimental. La iniciativa tuvo éxito; poco después se casaron y fueron a vivir a una casa agradable en el campo, en las afueras de Berlín Oriental. Era la recompensa otorgada a Günter por sus servicios a la república.
Las evaluaciones occidentales de Guillaume sugieren que en él había una personalidad dividida. A la gente le resulta difícil comprender que un hombre como Guillaume pudiese servir a dos amos tan diametralmente opuestos sin padecer cierto daño psicológico. Con el fin de alcanzar los objetivos trazados, un agente sobre todo debe proteger, bajo la piel en la cual se ha introducido, las convicciones que lo llevaron inicialmente a acometer la tarea. Guillaume tuvo éxito en su trabajo al acercarse a Brandt, pero eso no le impidió respetar al hombre por sus muchas cualidades personales y profesionales y por sus logros. Durante la formulación de la Ostpolitik, Guillaume estaba convencido de que a su modo él estaba contribuyendo al nuevo entendimiento.
Siempre sostuve que el asunto Guillaume no fue la causa sino el pretexto de la renuncia de Brandt, el 4 de mayo de 1974, poco después de la detención de Günter. En sus memorias, Brandt arguyó que el descubrimiento de un espía en su entorno no tenía por qué ser una razón apremiante para su renuncia. Mi opinión es que Brandt fue víctima de las dificultades por las que pasaba el SPD, y de una crisis de confianza en el liderazgo, provocada entre otras cosas por el incómodo triángulo de poder del que Brandt era uno de los vértices; Herbert Wehner, jefe del grupo parlamentario del partido, era el segundo; y el tercero era Helmut Schmidt, ministro de Finanzas y sucesor de Brandt. Los informes de Guillaume indicaron con claridad que, incluso antes del escándalo, los enemigos de Brandt en el seno de su gabinete eran no menos feroces que los que nosotros enviábamos desde Berlín Este. Y el más feroz entre ellos fue sin duda Wehner.
Wehner, un hombre de expresión agria y lengua mordaz, era uno de los pocos nexos que aún quedaban con el mundo bizantino de la izquierda alemana de la preguerra, ásperamente dividida entre los socialdemócratas y los comunistas durante el período que precedió a la contienda. En su condición de joven comunista, había realizado trabajos clandestinos para el partido en Checoslovaquia y la Unión Soviética. Durante la década de los treinta había ocupado un cargo en la Komintern, donde según pudo verse después había traicionado a algunos de sus camaradas informando a la NKVD. Durante la guerra fue detenido en Suecia, y reveló a la policía sueca todo lo que sabía acerca del Partido Comunista y aquellos miembros que trabajaban en Alemania. A causa de esa traición fue expulsado del partido en 1942. En su condición de socialdemócrata de la posguerra, era el único político alemán occidental veterano que conocía a integrantes dela dirigencia de Alemania Oriental desde los años que precedieron a la guerra, y entre ellos estaba Erich Honecker. Los separaban muchos años, muchos secretos y mucha acritud y recriminaciones mutuas acerca del destino de Alemania, pero compartían el vínculo especial de un pasado social e ideológico común, que los ayudaba a salvar el abismo de la Guerra Fría.
A pesar de su comportamiento bastante terrible (se decía, y sólo en parte bromeando, que los animales domésticos en las casas corrían a esconderse bajo el sofá cuando su imagen aparecía en la televisión), Wehner tenía mucha sensibilidad por la forma en que la división de Alemania afectaba la vida cotidiana de la gente. Simplificó los procedimientos para el canje de prisioneros durante un encuentro cara a cara con Honecker, en mayo de 1973. Patológicamente temeroso de la Unión Soviética después de las experiencias que realizó allí durante la guerra, cierta vez confesó que había temblado de miedo antes de su primer viaje a Moscú. Pero él y Honecker comprobaron que la juventud que ambos habían vivido en el movimiento comunista les ayudaba a establecer una relación muy parecida a la amistad. Yo iría más lejos y afirmaría que el paso que hizo Wehner del comunismo a la socialdemocracia lo acercó más al Este hacia el fin de su vida —a pesar de que ideológicamente tenía una actitud contraria— porque se sentía más cerca de la República Democrática Alemana de Honecker que de su propio partido.
Desde el principio Brandt sospechó de los contactos de Wehner con nosotros, convencido de que su colega estaba negociando a sus espaldas con la República Democrática Alemana. Imagino que la dirección del Partido Social Demócrata sabía desde los años cincuenta acerca de los contactos confidenciales, pero ignoro en qué proporción y con cuánto detalle se informó a Brandt. Este sospechaba que Karl Wienand, el colega más cercano de Wehner en el Bundestag, trabajaba para el KGB o para mi servicio. No se trataba de una sospecha caprichosa; después de la unificación, Wienand, que había sido secretario del SPD en el Parlamento alemán occidental, fue acusado de desempeñarse como uno de mis agentes. La totalidad de los principales políticos del SPD atestiguaron durante su proceso, que concluyó a mediados de 1996, y todos confirmaron que sabían que Wehner había usado a Wienand para mantener contactos con nosotros. Pero ninguno de ellos conoció los detalles de tales contactos[11].
En honor a la verdad, Wehner y Honecker no conspiraban en secreto, y no había contactos clandestinos entre Wehner y la Unión Soviética. De todos modos, Brandt se sintió traicionado y sus sospechas rozaron la paranoia. Sin embargo, como afirma un antiguo proverbio, incluso los paranoicos tienen enemigos, y por mi parte no dudo de que —con fines políticos— Wehner utilizó su conocimiento de los resultados de la insólita —e inconstitucional— investigación de los asuntos privados de Brandt por la policía alemana occidental durante el asunto Guillaume. Después de desenmascarar a Guillaume, Horst Herold, jefe de la Oficina (Policial) Criminal Federal (Bundeskriminalamt), elaboró un informe basado en un interrogatorio al que fue sometido el personal de seguridad de Brandt, en relación con la vida privada del canciller, un catálogo de sus relaciones con periodistas, conocidas casuales y prostitutas. El informe destacaba la afirmación de que Guillaume había sido el responsable de proporcionar mujeres a Brandt.
Por supuesto, Guillaume nos había informado siempre de este tipo de conducta, un tema que recreaba con regularidad la posibilidad de que extorsionáramos a Brandt en relación con su vida privada. Nunca intentamos tal cosa. En primer lugar, sabíamos que en el mundo político de Bonn, un ámbito cerrado y cuidadosamente protegido, la prensa ni siquiera tocaría la información. En todo caso, no nos serviría de mucho, pues no estábamos interesados en destruirlo, sobre todo porque habíamos aprendido a tratar con él, sabíamos mucho de su persona, y aplicábamos la máxima de todos los servicios de inteligencia, consistente en trabajar con el demonio conocido antes que acostumbrarse a uno nuevo.
El puritano Wehner fue el primero que advirtió las consecuencias del comportamiento de Brandt, y las aprovechó. Se acercó a Brandt formulando sombrías advertencias acerca del posible escándalo que estallaría en el caso de que Guillaume revelara ante el tribunal los detalles más picantes de la vida sexual del canciller. Wehner también advirtió a Brandt que estaba expuesto a la extorsión por Berlín Oriental, aunque no creo que Wehner creyese en realidad que tal cosa era probable. Este tipo de acción nos habría beneficiado poco, y precisamente Wehner conocía bien a Honecker y se daba cuenta que la extorsión sexual no armonizaba con el estilo puritano y prudente del líder de Alemania Oriental. Helmut Schmidt, que ya ambicionaba suceder a Brandt como canciller, tuvo una actitud más discreta, pero tampoco ofreció mucha ayuda. De modo que Brandt, que gozaba de la más elevada consideración en la comunidad internacional, fue dejado solo por los colegas de su propio partido, y en esas condiciones probablemente llegaría a la conclusión de que no sólo había sido espiado por un servicio exterior hostil desde su ascenso al poder, sino que la policía y los servicios de seguridad de su propio país habían estado vigilando sus debilidades y que los expedientes que habían preparado podían ser utilizados en cualquier momento por sus rivales. Estaba atrapado, y de acuerdo con su propia estimación, la única alternativa era renunciar.
Como preveía la reacción política negativa del bloque oriental y Moscú ante el descubrimiento de que habíamos espiado a Brandt, redacté un estudio titulado: «Acerca del desarrollo de la crisis de la coalición y la renuncia de Brandt», y lo entregué a Honecker. Menciono esto porque Brezhnev y más tarde Honecker dijeron que les había provocado desagrado el desenmascaramiento de Guillaume, y que no conocían su existencia, y mucho menos sus actividades como espía. Es posible que esta afirmación corresponda a la verdad, pero un mes después de la renuncia de Brandt, Mielke me informó que Moscú coincidía con mi opinión de que la génesis del escándalo estaba en la política interior de Alemania Occidental. En Alemania Oriental, donde la sólida popularidad de Brandt entre la gente común se basaba en el hecho de que la Ostpolitik significaba que todos podían volver ver a sus familiares residentes en el Oeste, su caída política fue un acontecimiento muy impopular. En Neustrelitz, manos misteriosas pintaron «Calle Willy Brandt» en una esquina, y en Erfurt, donde Brandt había pisado por primera vez en 1970 el suelo de Alemania Oriental, aparecieron algunos carteles anónimos que denunciaban que había sido traicionado. La oficina de correos de la norteña ciudad de Güstrow interceptó un telegrama de simpatía que tres mujeres jóvenes habían tratado de enviar a Brandt y que decía: «Tenemos la esperanza de que su sucesor tendrá el coraje necesario para continuar hasta el fin el proceso que usted comenzó». Incluso entonces, yo mal podía ignorar que su caída era considerada un desastre tanto en el Este como en el Oeste, y que se atribuía la culpa a mi servicio.
En forma inversa, persiste la opinión de que la infiltración de Guillaume en la Cancillería fue mi principal éxito. Los admiradores de Willy Brandt —y hay muchos en la antigua Alemania Oriental— no pueden perdonar mi papel en este derrocamiento. Por esa razón, y para constancia, debo subrayar que considero el caso Guillaume como la peor derrota sufrida hasta ese momento. Nuestro papel en la caída de Brandt fue equivalente a tirar piedras a nuestro propio tejado. Nunca deseamos, planeamos ni vimos con agrado su eliminación política. Pero una vez que la cadena de los hechos se puso en movimiento, tuvo su propia dinámica. ¿En qué momento debí haber detenido la operación?
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La relación entre la política y el trabajo de inteligencia a menudo es incómoda. Desde la época en que Andropov asumió el poder en Moscú, y también bajo Gorbachov, la doctrina fundamental era que el espionaje no debía interferir con la distensión. Al mismo tiempo aumentaba la presión para descubrir los secretos de la OTAN. Como dice el viejo proverbio ruso, se suponía que debíamos lavar al oso sin mojarle la piel. El mejor modo de evitar las críticas en semejante situación es no hacer absolutamente nada. Algunos de mis colegas realizaron esta hazaña, no tuvieron grandes éxitos y gozaron de una vida pacífica. El éxito tiene tanto sus recompensas como sus castigos.
Dos semanas después de la renuncia de Brandt, traté de ordenar mis propios sentimientos y escribí en mi diario:
B. imprimió su sello personal a nuestro tiempo y al que siguió. Hizo mucho. Gran parte de lo que determinó que subjetivamente fuese tan atractivo fue la debilidad del mundo político real. Y así, de modo súbito, representamos el papel de Némesis sin desearlo.
Ahora uno puede preguntarse con razón si la apuesta no era demasiado alta y los riesgos demasiado grandes en el intento de mantener a Guillaume en la oficina de Brandt. Uno siempre tiene que contemplar la posibilidad de que las cosas se descontrolen, y desde el principio necesita calcular el costo del fracaso. Pero ¿eso es realmente posible? ¿Cuándo debemos detenernos? La consecuencia lógica sería disolver todos los servicios de inteligencia exterior. No veo que eso suceda en ninguna parte, al menos hasta ahora.
Mucho después, en otros momentos, experimenté en persona la grandeza de corazón de Willy Brandt cuando, poco antes de su fallecimiento en 1993, criticó la acusación penal en mi contra, en ocasión de la conferencia de prensa en que anunció la publicación de la edición francesa de sus memorias, en 1991. Me habría gustado aprovechar la oportunidad para ofrecerle personalmente mis disculpas, pero él no deseaba verme ni recibir a Guillaume; escribió que eso le «provocaría excesivo dolor».
A mediados de 1995 Guillaume falleció después de una larga enfermedad. Asistí a su funeral en el recién construido y frío cementerio de Berlín-Marzahn, un vasto proyecto edilicio, que se alza como un tributo de hormigón a la grandiosa y predestinada visión de Honecker relacionada con la suerte de una república obrera. Un momento antes del inicio del breve servicio secular, se abrieron las puertas del edificio y entró aprisa una figura traída por el viento. Me volví, con la esperanza de ver a Christel o a Pierre, el niño que había crecido demasiado rápido, que había sabido demasiado tarde que su padre tenía dos vidas y que él conocía sólo la ficticia. En el catálogo de las víctimas del espionaje, es necesario mencionar con más frecuencia a los niños, y observar con más atención el efecto que produce en la vida de cada uno de ellos.
Pero ni Pierre ni Christel llegaron. Ambos estaban lejos; las heridas del pasado eran demasiado profundas para curarlas antes de su muerte. La persona que llegó a última hora era su segunda esposa, Elke, la mujer que habíamos elegido para cuidarlo y que se convirtió en el amor del tramo final de su vida. Se sentó en silencio, sus ojos mirando más allá de los curiosos invitados, recordando a alguien a quien ella había conocido y amado no como el famoso o el infame agente Guillaume, sino como un señor jubilado que había intentado rehacer su vida, mientras el sistema que él conocía y al que había servido tan valerosamente se desplomaba alrededor de su persona. Caminamos juntos sobre el suelo yermo de un desierto camposanto y depositamos el cajón en tierra. En armonía con la tradición comunista, me limité a dejar una única rosa roja sobre el ataúd.