XII

«Medidas activas»

En su sobria pieza acerca de la práctica del comunismo, The Measure Taken (La medida tomada), Bertolt Brecht racionaliza las medidas extremas ejecutadas para fortalecer la Revolución, y dice:

¿Qué bajeza no cometerás,

para extirpar la bajeza?

Si pudieras cambiar el mundo,

¿para qué serías demasiado bueno?

Húndete en el cenagal.

Abraza al carnicero,

pero cambia el mundo.

Porque lo necesita.

Aunque es probable que ningún miembro de mi personal conociera este fragmento, todos hemos internalizado este tipo de racionalizaciones en la búsqueda de un mundo socialista mejor. Sentíamos que se permitía casi todo, mientras de ese modo se sirviese a la Causa.

En mi caso, eso significaba presidir un grupo de trabajo pequeño pero eficaz, que adoptó el nombre de «Medidas activas» (Aktive Massnahmen). Nuestro objetivo político era debilitar la posición internacional de Bonn, socavar la Doctrina Hallstein, que imponía el aislamiento diplomático de Alemania Oriental, y detener el rearme alemán occidental.

El eje central de nuestra tarea no era «mentir» o «engañar conscientemente», sino un método de difusión de hechos incómodos y embarazosos, un sistema tan antiguo como el concepto mismo del servicio de inteligencia que recoge ese material. Podemos llamarlo guerra psicológica. Hicimos nuestra cuota de maniobras sucias, pero esa no fue nuestra principal función. Combinamos la información verdadera con la falsa, y la difundimos para reforzar nuestra política, debilitar la política y las organizaciones occidentales y comprometer a ciertos individuos. No necesitábamos apelar a este recurso mientras los ex nazis ocupaban altos cargos en Alemania Occidental, porque el gobierno de la República Federal trataba de ejecutar su programa de rearme tan poco tiempo después de la catastrófica derrota nacional a la que llevó la aventura militar de Hitler, que los medios alemanes occidentales se mostraban ansiosos por publicar escándalos políticos.

El pequeño grupo comprometido en las «medidas activas» se convirtió en el Departamento 10 del HVA, organizado formalmente en 1956 con el propósito explícito de influir sobre los medios occidentales y confundir y desorientar a nuestros enemigos en Europa occidental y Estados Unidos, en tanto y en cuanto estos elaboraban fórmulas políticas orientadas contra el bloque soviético. El padre espiritual de esta empresa fue cierto Ivan Ivanovich Agayanz, un especialista en inteligencia sumamente culto cuyos sucesores en el KGB apenas merecían atarle los cordones de los zapatos.

Durante la Guerra Fría, Alemania fue un ámbito ideal para dichas medidas. Por supuesto, compartíamos un idioma y una historia comunes. La Oficina Oriental del Partido Socialdemócrata soltaba globos y enviaba volantes sobre nuestro territorio a pedido de los servicios secretos norteamericanos, de modo que por supuesto desde el comienzo mismo no estuvimos solos en esta práctica. El Ministerio de Defensa de Bonn también organizó una sección de «Defensa psicológica», que nada tenía que ver con la defensa y se dedicaba principalmente a la guerra psicológica. Lo supimos gracias a un ex capitán de destructores, Wilhelm Reichenburg, que trabajó para la sección bajo el nombre en clave de Almirante y nos entregó documentos secretos de inteligencia. Después de su retiro, en 1978, se convirtió en director del grupo de trabajo responsable de la política defensiva del Partido Bávaro de la Unión Social Cristiana, en Múnich, hasta su arresto en 1984, cuando se lo acusó de haber espiado para nosotros a cambio de dinero durante catorce años. Intentamos advertir a Reichenburg y a sus contactos mediante un encuentro en el Rijksmuseum de Amsterdam, bajo la Ronda nocturna de Rembrandt, pero esa cita fracasó. En todo caso, el testimonio ofrecido en el juicio a Reichenburg comprometió a una importante figura del contraespionaje alemán occidental que había estado estrechamente vinculada con él, lo cual desde nuestro punto de vista fue un efecto colateral de ningún modo despreciable, porque desacreditó al servicio alemán occidental, a pesar de que descubrieron a nuestro propio hombre.

La CIA también llevó a cabo un complicado programa de guerra psicológica durante las décadas de los cincuenta y sesenta. Los nexos entre la CIA y organizaciones como Radio Europa Libre y la RIAS (la Radio del Sector Norteamericano) son bien conocidos; entre los diferentes medios utilizados para influir sobre la gente contra el Este durante la Guerra Fría, diría que estas instituciones fueron las más eficaces. Difundieron una excelente contra propaganda, utilizando la información aportada por los grupos disidentes y los ciudadanos que habían huido a los países satélites porque se oponían ideológicamente al régimen. Más aún, se movilizaban con rapidez cuando en el bloque oriental surgía cualquier signo de inestabilidad, poniendo en el aire oportunas y detalladas reseñas de la acción, sumamente valiosas para nuestros enemigos en el planeamiento de una rápida respuesta a los hechos que eran silenciados o encubiertos por los medios comunistas.

Yo conocía bastante bien este tipo de actividad. Después de terminar mis estudios en la Escuela de la Komintern de la Unión Soviética en 1943, fui asignado a la Radio del Pueblo Alemán (Deutsche Volkssender) en Moscú. El modelo de esta estación que llamaba a los oyentes alemanes a levantarse contra Hitler era la Estación de Calais para los Soldados (Soldatensender Calais), que emitía desde Inglaterra y funcionaba abajo la dirección experta y talentosa de Sefton Deimer. La táctica de la estación de Deimer consistía en presentar informes que se acercaban todo lo posible a la verdad, y comunicaba hechos reales mezclados con historias inventadas acerca del nivel de la resistencia antifascista en el ejército alemán, el Partido Nazi y las SA. Se relataban estas historias con el mismo tipo de lenguaje —incluso la jerga y las bromas típicas de los nazis— utilizado por la gente común, en lugar del estilo almidonado y académico de la propaganda soviética con que transmitía la principal radio oficial. Gracias a las cartas enviadas por los prisioneros de guerra y las que interceptábamos de los soldados en el frente, supimos de la eficacia de este método para influir sobre la opinión contra la dirigencia nazi y la guerra.

Decidimos organizar la Radio del Pueblo Alemán de acuerdo con los mismos criterios aplicados por la estación de Deimer, y creamos la ficción de que se trasmitía desde el interior de Alemania, no desde Moscú. Se creó una compleja mitología de contactos con la resistencia clandestina, y aplicamos la norma de Deimer, que consistía en mezclar ficción con hechos, practicando experimentos con las proporciones hasta que alcanzamos a ser, o así lo creo, una estación que rivalizó con los esfuerzos de guerra de norteamericanos y británicos.

En el Departamento 10 utilizamos un enfoque análogo y buscamos contactos con periodistas occidentales apropiados. Tendíamos a evitar a los corresponsales acreditados en Berlín Oriental, pues suponíamos que estaban advertidos por el contraespionaje alemán occidental. En cambio, concentrábamos la atención en los investigadores libres, que eran menos exigentes con los contactos que realizaban y las personas a quienes trataban, y que de buena gana recibían un documento de cualquiera, mientras eso les sirviese para escribir un artículo.

Incluso nos comunicábamos con Gerd Heidemann, el excéntrico periodista de la revista Stern, que años más tarde vendió los diarios falsos de Hitler, aunque en aquel momento desconocíamos lo que intentaba. Según lo que sabíamos cuando nos relacionamos con él, le interesaba encontrar el tesoro que según se afirmaba estaba a bordo de uno de los últimos aviones alemanes que salieron de Alemania cuando los aliados entraron en Berlín. Heidemann estaba convencido de que dicho tesoro había sido sepultado por simpatizantes nazis cerca de la frontera de Alemania Oriental con Checoslovaquia, y en un complicado acuerdo concertado en el mayor secreto con el Ministerio de Seguridad del Estado, se le permitió cavar en esa región. Por desgracia, no apareció ningún tesoro, pero su reputación de hombre que mantenía vínculos secretos con el Este le dio la excusa perfecta para presentar repentinamente los diarios presuntamente perdidos desde hacía mucho tiempo, con la afirmación de que los había conseguido en Moscú. Esta fábula más tarde fue desenmascarada como una falsificación, pero no antes de manchar la reputación de una serie de distinguidas publicaciones occidentales que habían caído en la trampa, y de historiadores que garantizaron la autenticidad del material.

Aunque el HVA no se complicó en esa estafa, las falsificaciones eran un aspecto del trabajo creador del Departamento 10. Tanto si apuntábamos al gobierno alemán occidental como a las grandes empresas, a una publicación o a un partido político, la intención era siempre socavar la credibilidad pública de las nuevas instituciones nacionales que aún no estaban consolidadas, y por lo tanto sembrar dudas con respecto al orden político occidental. Los jefes del departamento se sintieron tentados de seguir el consejo de Martín Lutero, el fundador del protestantismo alemán: «Cada mentira debe incluir siete mentiras si quiere parecerse a la verdad y revestirse con la aureola de la certeza».

De todos modos, mi principio rector era atenerme todo lo posible a la verdad, sobre todo cuando la proporción de ella era tan considerable que fácilmente podía promover los objetivos del departamento. Difundimos información auténtica acerca de las conexiones nazis de muchos e importantes políticos y jueces alemanes occidentales, entre ellos el presidente Heinrich Lübke; el canciller Kurt-George Kiesinger, ex miembro del personal de propaganda de Goebbels; Hans Fibinger, primer ministro de Baden-Württemberg, que en su condición de fiscal nazi había sido responsable de las condenas a muerte aplicadas a soldados y a muchos otros.

El trabajo de desacreditar a Occidente era una tarea muy especializada. Los funcionarios evaluaban el contenido de las conversaciones telefónicas interceptadas entre los ministros de Estado o los directores de bancos, buscando la información que no llegaba al público en relación con temas delicados como las exportaciones de armas o las intrigas políticas. Después de haber descubierto fallas y encubrimientos, acumulaban la información en una gruesa carpeta, y utilizando la ayuda de nuestros agentes clandestinos en la República Federal y Berlín Occidental, lográbamos que llegase a manos de periodistas que, según sabíamos, ahondarían en las respectivas historias. En general, se enviaban transcripciones sin cambios, y tratábamos de desviar las sospechas hacia el Oeste como fuente de las intercepciones telefónicas, las que según se sabía eran realizadas en enorme escala por la Agencia Nacional de Seguridad norteamericana. Perturbados por la publicación de información auténtica pero restringida, nuestros objetivos no tenían posibilidad de defenderse frente a las demás acusaciones, más perjudiciales, que habían sido inventadas.

Por desgracia, esta especialidad muy profesional creó su propia dinámica, y los hombres que hacían este trabajo se enorgullecían de su capacidad para pergeñar imitaciones convincentes de los modos de hablar o expresarse típicos de centenares de distintas instituciones alemanas occidentales. Los respectivos profesionales se sentían tentados a utilizar sus cualidades sin medidas, y lamento decir que yo lo permití porque no deseaba inhibir la iniciativa y la inventiva de estas personas dotadas de imaginación. Sobrepasaron los límites de lo que incluso un servicio de inteligencia debe tolerar, por ejemplo, la creación de las transcripciones ficticias de lo que el secuestrado industrial alemán Hanns-Martin Schleyer había dicho a la Fracción del Ejército Rojo antes de que lo asesinaran en 1977. Por irónico que parezca, Herbert Bremer, funcionario del Departamento 10, que elaboró en forma meticulosa este documento a partir de una gran cantidad de información auténtica, fue uno de los primeros en vender su historia a los medios después del derrumbe de la República Democrática Alemana.

A diferencia de algunos de mis colegas más enérgicos e imaginativos, en el fondo de mí mismo no creía que este tipo de iniciativa pondría de rodillas el orden capitalista. De manera más prosaica, percibía su principal utilidad: apartaba del juego de la propaganda a ciertos enemigos del Este, hombres sobremanera tenaces e inventivos que tenían mucha influencia sobre la política y la opinión pública. El magnate periodístico Axel Springer era nuestro principal enemigo en esta batalla. Springer, cuyo imperio incluía el periódico Bild, de circulación masiva, así como Die Welt, el periódico más respetado en los círculos oficiales y administrativos de Alemania Occidental, se oponía de modo violento a todo lo que representara el reconocimiento diplomático de Alemania Oriental. Hasta mediados de la década de los ochenta, sus periódicos incluían las iniciales en alemán de la República Democrática Alemana, DDR (Deutsche Demokratische Republik), entre comillas. Springer utilizaba sus publicaciones para socavar los tratados que reconocían la división de Alemania y normalizaban las relaciones entre las dos partes. Nuestro liderazgo, ansioso del reconocimiento mundial y de las oportunidades comerciales y diplomáticas que eran la secuela de dichos acuerdos, ordenó a los servicios de inteligencia que adoptasen todas las medidas posibles para contrarrestar la oposición de las voces occidentales.

Lo mismo que los periódicos de Springer, la revista Quick, de circulación masiva en Alemania Occidental, era una plataforma popular de dichas opiniones. Para nosotros eso significó un gran golpe de suerte. Su director, Hans Losecaat van Nouhuys, la única fuente que resultó de nuestro intento precoz de establecer un falso burdel, había continuado siendo informante de mi servicio durante la década de 1950, y entregado —bajo el nombre en clave de Nante— valioso material a partir de su conocimiento íntimo de la política de Bonn. A mediados de la década de los sesenta, su trabajo para nosotros había terminado, pero cometió la tontería de creer que el asunto jamás volvería a molestarlo. (Me sorprende que occidentales que por lo demás eran individuos inteligentes y se enredaban con servicios secretos enemigos, creyeran que podían continuar siendo dueños de su propio destino. Jamás se olvida la cooperación con un servicio de inteligencia. Es posible exhumar la información y usarla contra un individuo hasta el día de su muerte).

Decidimos faltar a nuestra propia norma que era no traicionar jamás la identidad de un agente, y dar a conocer que el director de una revista violentamente contraria a los tratados con el Este había estado a sueldo de Berlín Oriental durante muchos años. Combinamos esta filtración con otra operación, una investigación de la muerte de un empresario alemán occidental llamado Heinz Bosse, que tenía buenas relaciones en Bonn y había fallecido en un accidente de automóvil en Alemania Oriental. En realidad, Bosse tenía buenos contactos con la inteligencia alemana oriental y había estado realizando una visita de cortesía a estos servicios cuando su coche patinó en el pavimento húmedo cuando regresaba al Oeste. Inmediatamente comenzaron a circular rumores acerca de la sospechosa muerte de un hombre que tenía varias conexiones misteriosas con el Este y el Oeste, incluso contactos con Karl Wienand, miembro del grupo parlamentario del SPD. Su accidente fue sólo un episodio trágico, y por nuestra parte ansiábamos demostrarlo, entre otras cosas porque las sospechas que pudiesen concebirse acerca de su muerte serían un poderoso disuasor que impediría que otras fuentes o agentes occidentales realizaran viajes ocasionales al Este, para hacer consultas o entregar material. Tomamos la insólita iniciativa de invitar a un investigador de la revista Stern a analizar el accidente, y lo autorizamos a conocer la autopsia y la totalidad de los demás informes periciales.

Después aprovechamos el viaje del periodista de Stern al Este como oportunidad de interesarlo con discreción en la historia de van Nouhuys. No se necesitó presionar mucho, pues Stern —que en general tenía una línea liberal— era el más acérrimo rival de Quick. La historia apareció debidamente en Stern tal como nosotros lo deseábamos. Despidieron a van Nouhuys, pero Quick inició una larga batalla judicial contra Stern acerca de la veracidad de la historia. Se necesitaron años para llegar al punto en que los tribunales fallaron en favor de Stern, un signo de lo difícil que resulta resolver a través de los métodos legales disputas que se originan en el complejo mundo de la inteligencia.

En Alemania, las historias personales pueden soportar las más extrañas deformaciones. Poco después de la caída de Alemania Oriental y la revelación de los archivos de la Stasi, en los que se apilaban los detalles de la traición de van Nouhuys, así como centenares de miles de otras biografías fatídicas, criticables y trágicas, abrí un periódico sensacionalista y vi frente a mí el nombre de Hans van Nouhuys en el encabezamiento de un artículo. Siempre propenso a cambiar de estilo para adaptarse a la situación, se había transformado en experto del Ministerio de Seguridad del Estado y del Servicio de Inteligencia Exterior de Alemania Oriental.

El inconveniente de los departamentos de «desinformación», como lo saben todos los jefes de espionaje en el mundo, es que tienen una lamentable tendencia a cobrar vida propia. Los especialistas que trabajan en ese sector desean probar la mano con relatos cada vez más temerarios. Uno de los episodios acerca de los cuales todavía sufro más problemas de conciencia tuvo origen en el departamento responsable de las iglesias y los disidentes; no estaba bajo mi control, y en este caso los perpetradores fueron impulsados por Moscú. A principios de la década de los ochenta, preocupado porque las actividades neonazis en Alemania Occidental estaban extendiéndose a los jóvenes descontentos del Este, este departamento fabricó su propia provocativa propaganda neonazi, imitando el grosero e histérico estilo occidental, y envió por correo los volantes a Alemania Occidental. De acuerdo con lo que se esperaba, los volantes fueron considerados auténticos, provocaron un escándalo en el Oeste y despertaron los temores que habíamos esperado despertar, conduciendo a un debate en el Bundestag. Consideré que esta siniestra comedia era peligrosa; algunos de los patrocinadores soviéticos de la idea de buena gana hubieran deseado vemos promoviendo verdaderos mítines neonazis, nada más que para molestar a Alemania Occidental.

Un defecto fundamental de la inteligencia del bloque soviético era la permanente presión política enderezada a producir pruebas de los males del Oeste, para utilizarlas en folletos de propaganda contra el enemigo. Las batallas de propaganda durante la Guerra Fría se libraban con un vocabulario moral que ocultaba la auténtica sustancia tecnológica y militar del conflicto. Pero desde el punto de vista del consumo público a ambos lados de la Cortina de Hierro, era fundamental para los respectivos gobiernos vilipendiar al enemigo y de ese modo abrir la posibilidad de afirmar que el propio bando actuaba con legitimidad y sentido ético, y en cambio la otra parte infringía las normas de una conducta civilizada.

El fruto más venenoso de todo este proceso estuvo representado por los casos de invención lisa y llana de parte de los funcionarios de inteligencia decididos a demostrar a su centro que en efecto estaban oponiéndose al enemigo, cuando en realidad no hacían nada parecido. Era sabido que los funcionarios de inteligencia de Moscú destacados en embajadas extranjeras a veces enviaban informes acerca de encuentros con agentes y fuentes que sencillamente no existían, con el propósito de parecer personas laboriosas a los ojos de sus jefes en la metrópoli.

Este tipo de conducta no habría podido pasar inadvertido mucho tiempo en el servicio de inteligencia exterior, porque toda la información reunida por los agentes y las fuentes era sometida de inmediato al análisis cuidadoso de los funcionarios, y por lo tanto era probable que se descubriese la manipulación y la fantasía al realizar la comparación entre los distintos elementos de la información en bruto. Pero los riesgos de dicho comportamiento eran mucho más graves en el servicio de contraespionaje. En ese sector, Mielke creó una atmósfera de invernadero al formular exigencias poco realistas a sus hombres con el fin de demostrar a los soviéticos y a nuestros propios jefes que sólo sus hombres estaban salvando de los espías occidentales a la República Democrática Alemana. En 1979, esta situación culminó en el lamentable caso de los ASA, los «agentes con tareas estructurales especiales».

A veces, algunos desertores de nuestra Volksarmee[16] huían al Oeste, y al comprobar que allí la vida era menos espléndida y descansada que lo que parecía en las pantallas de sus televisores, decidían regresar a Alemania Oriental. La posición de tales desertores siempre era precaria. Se les permitía regresar porque su retorno era buena propaganda y representaba un elemento disuasivo muy eficaz contra otras deserciones. Al mismo tiempo, el Estado desconfiaba de los desertores que habían vuelto. Para obtener viviendas o empleos decentes, debían demostrar, en el curso de un interrogatorio intenso y no siempre cortés, que esta vez continuarían siendo fieles al Estado socialista. No se necesita poseer las cualidades de un Freud para llegar a la conclusión de que en ese punto eran individuos muy maleables desde el punto de vista psicológico.

Un objetivo del interrogatorio era descubrir a los hombres que habían sido expuestos a los reclutadores de la inteligencia occidental; y, en caso de hallarlos, determinar qué métodos se habían utilizado. Por desgracia, la oficina del Departamento 9 del ministerio en la región de Suhl (el Departamento 9 estaba a cargo del interrogatorio) estaba produciendo escasos resultados en este sector. Casi ninguna de las personas interrogadas por sus oficiales había sido tratada por los reclutadores del espionaje occidental; o si había existido tal cosa, era en un plano que el jefe de departamento no consideraba bastante alto como para impresionar al cuartel general de Berlín Este.

Cierto día, dos funcionarios de nivel medio informaron que acababan de terminar el interrogatorio de un desertor militar que estaba de regreso y que había confesado que estaba a sueldo de los norteamericanos. Era un descubrimiento mucho más interesante que el de una persona que simplemente trabajaba para los alemanes occidentales. Los funcionarios informaron que ese hombre había sido entrenado en las técnicas subversivas y violentas por oficiales norteamericanos que actuaban en las bases de reasentamiento destinadas a los orientales fugados. Varios años durante los cuales nuestra propia propaganda acerca de los planes del Oeste para organizar una guerra clandestina en el territorio del Este estaban dando sus frutos. El hombre afirmaba que los norteamericanos habían dicho que cada nativo de Alemania Oriental entrenado era un «agente con tareas estructurales especiales», o ASA, acrónimo de la expresión alemana Agent mit spezieller Auftragsstruktur.

La mención de este nombre debería haber activado señales de alarma. En primer lugar, era un nombre de acento muy alemán y no norteamericano; más específicamente alemán oriental, por su vulgaridad y su exageración lingüística. El episodio de los ASA pronto cobró impulso. Una mezcla de insinuaciones de los interrogadores y el hecho de que los desertores que regresaban percibían que cuanto más colorido era su relato las autoridades lo recibían de manera más favorable, garantizaron que uno tras otro reconocieran su condición de ASA. La central berlinesa del Departamento 9 se sumó al juego y otros distritos lo imitaron; Rostock, a orillas del Báltico, incluso proporcionó un relato realizado por un ASA acerca de un misterioso submarino.

Mielke se regocijó con las noticias, que confirmaban sus más alarmistas pronósticos acerca de la infiltración occidental en el Este y la necesidad de ejercer una estrecha vigilancia sobre la población. En una reunión con Andropov a la cual yo asistí, se vanaglorió de poseer información importante acerca de los peligros de la guerra clandestina. Entregó a Andropov un documento muy secreto que detallaba el paradero de un supuesto mini submarino norteamericano, y mientras clavaba sus ojos en mí subrayó que eso era el resultado de su trabajo de contraespionaje más que del servicio de inteligencia exterior del HVA, que estaba sometido a mi dirección.

Nadie se atrevió a preguntar qué hicieron los soviéticos con estos documentos, ya que poco después un colega de la inteligencia militar del Ministerio de Defensa me advirtió que estaba incubándose un escándalo. Al analizar las afirmaciones, sus expertos navales y en estrategia habían declarado que era físicamente imposible que los norteamericanos —o cualquier otro— tuviesen un submarino en las aguas donde el presunto ASA afirmaba haberlo visto. Una tras otra, las afirmaciones de los ASA comenzaron a desplomarse. El descubrimiento de que todo era fantasía fue obra, no de las investigaciones realizadas en el seno del servicio, sino del famoso abogado Wolfgang Vogel, a quien se había pedido que defendiese al desesperado ASA acusado de fabricar versiones (si bien su confesión de que estaba complicado con el esfuerzo de los supuestos ASA mejoró su situación, tales desertores de todos modos se enfrentaban al cargo de deserción). Vogel tuvo la sensatez de investigar a fondo los relatos y descubrió que la mayoría había sido introducida por los propios interrogadores del Departamento 9. Peor aún, parecía que los altos jefes de nuestro departamento de investigación apenas creían en los relatos de los ASA, pero que enfrentados con una avalancha de sugestivas afirmaciones y percibiendo un gran apetito de este material en el contraespionaje de Berlín Oriental, no pudieron o no quisieron impedir que todo el asunto cobrase su propia dinámica interna.

Mielke reaccionó con rapidez y energía, y destituyó al jefe del importante Departamento 9, al mismo tiempo que iniciaba una investigación. Pronunció un severo sermón acerca de la necesidad de que los servicios de seguridad respetasen la ley. Reclamó controles más cuidadosos sobre los interrogadores y una constante consideración por los derechos de los ciudadanos. «Una confesión no reemplaza la necesidad de aclarar de manera independiente la verdad —tronó entonces—. El lema de que es mejor arrestar a uno de más antes que uno de menos no es aceptable». Correspondía preguntarse si estábamos frente a un nuevo Mielke. Resultó un alivio que rematase su homilía con una vibrante orden del día: «Camaradas, es necesario tratar al enemigo como tal… ¡sin cuartel!». Por lo menos sabíamos que Mielke había vuelto a la normalidad.

Ignoro si jamás reconoció ante sí mismo que la farsa de los ASA fue el resultado de la atmósfera de invernadero que él mismo había creado. No lo sé. La totalidad de los altos jefes del Departamento 9 en Suhl fue separada discretamente de sus puestos, aunque ninguno de los responsables fue castigado. Sin duda el ministro llegó a la conclusión de que la discreción era el mejor método.

Uno de los principales factores de presión sobre los gobiernos del Este y el Oeste durante las décadas de los setenta y ochenta tuvo que ver con el naciente movimiento por la paz. El temor al conflicto nuclear provocó enérgicas opiniones y protestas en ciudadanos por lo demás indiferentes a los movimientos. Trescientas mil personas marcharon en una manifestación por la paz en Bonn, para protestar contra la decisión de la OTAN de instalar misiles en Europa. Estas protestas antinucleares en el Oeste en general armonizaban con nuestros fines, pues creaban complicaciones políticas a los dirigentes de la OTAN. Las presiones políticas a menudo eran tan irritantes que los líderes occidentales nos acusaban de fomentar las enormes manifestaciones y controlar el movimiento por la paz.

De hecho, las protestas recibieron apoyo financiero del Este; entretanto, teníamos nuestros propios problemas. Nos encontrábamos en la embarazosa situación de que intentábamos apoyar el movimiento por la paz en Europa Occidental como arma de propaganda contra Washington, mientras nuestra policía secreta en el Este no ahorraba esfuerzos para reprimir la «desviación ideológica» en los nacientes grupos locales por la paz. En los países del bloque oriental no se permitían protestas masivas como las que veíamos en Bonn y en Greenham Common, Inglaterra, pero sabíamos que el movimiento por la paz había arraigado en nuestras propias sociedades y que representaba un posible desafío a la influencia soviética. En Alemania Oriental el tema era sobremanera inquietante para unos líderes acostumbrados a utilizar la paz como un ideal esencialmente comunista. Pero el despliegue soviético de misiles SS-20 en Alemania Oriental en 1980 inquietó a las poblaciones locales. Aunque separados durante mucho tiempo, los alemanes orientales y occidentales comenzaron a identificarse intensamente unos con otros a causa del común aborrecimiento que provocaba la bomba atómica. El tema también aportó un importante punto de vista para las insatisfacciones más generales de nuestra sociedad. La Iglesia protestante produjo muchos activistas por la paz reclutados en su clero, y estos militantes utilizaron la protección de la iglesia para encauzar protestas que eran críticas apenas veladas de la política nuclear.

Más aún, el movimiento por la paz atrajo la atención del público sobre un grupo de destacados intelectuales que eran activos partidarios de los disidentes soviéticos y del bloque oriental, entre ellos Solzhenitsin, exiliado en Estados Unidos; Wolf Biermann, un popular cantante y poeta alemán oriental que compartió la suerte de Solzhenitsin y fue despojado de su ciudadanía; y Heinrich Boll, el escritor alemán oriental ganador del Premio Nobel. En los politburós de Moscú y Europa oriental surgió el temor de que los individuos atraídos por los llamados de estas figuras respetadas se unirían para protestar contra otros aspectos de los regímenes comunistas. También debíamos temer a los principales activistas por la paz de Alemania Occidental, dado que después que la Unión Soviética firmó el Acuerdo de Helsinki acerca de los Derechos Humanos en 1975, fue cada vez más difícil justificar la prohibición de que esa gente ingresara en los países del bloque oriental.

Mi función como jefe de la inteligencia exterior, con un eficaz conocimiento de la atmósfera política de Europa occidental, era concentrar los esfuerzos acerca de los efectos de la campaña por el desarme sobre la política exterior de los países de la OTAN, y determinar de qué modo el Este podía aprovechar las divisiones que se suscitaban en el seno de la alianza occidental en relación con este tema, que tenía tanta carga emocional.

En Alemania, había sido creada la Unión Alemana por la Paz (Deutsche Friedensunion, DFU) después de las protestas estudiantiles de 1968, por iniciativa de personas que estaban cerca del Partido Comunista Alemán, aunque no comprometidas directamente con esa organización. No fue, por lo menos en las primeras etapas, el resultado de un hábil planeamiento de nuestra parte. Moscú y Berlín Oriental no tenían inconveniente en permitir que los activistas de la extrema izquierda organizaran esos grupos, para después ver qué sucedía. Incluso yo me sorprendí al percibir la rapidez con que sus ideas arraigaban en toda la sociedad. En un memorándum de 1979 a mi personal escribí:

En los jóvenes de las familias acomodadas está llevándose a cabo un fundamental cambio de valores. El progreso personal y el bienestar material ahora tienen menos importancia para este sector social. Se entiende que las iniciativas realmente meritorias están en el compromiso con los problemas más generales de la humanidad, la solidaridad y un «sentimiento colectivo» que implica pertenecer a un grupo que comparte intereses y alentar ideales que se oponen a los del Estado capitalista.

Este cambio proporcionó un nuevo campo de reclutamiento que nos permitía hallar fuentes de inteligencia. Pero debíamos proceder con cuidado y decidimos que no reclutaríamos directamente dentro del movimiento por la paz. En el espionaje siempre hay accidentes, y si se descubría que estábamos manipulando a las principales figuras de las protestas antinucleares, ellas habrían perdido credibilidad, y sus partidarios y la población en general las habrían percibido como meros hombres de paja de los soviéticos. Sin embargo, en algunos casos abordamos a los probables candidatos; si aceptaban trabajar con nosotros les recomendábamos que renunciaran al compromiso activo en las campañas por el desarme. Se trataba de una precaución muy razonable, pues dichos ciudadanos favorables al desarme eran vigilados cuidadosamente por el contraespionaje de su propio país, tratando de determinar si mantenían contactos sospechosos.

En el marco de la batalla entre los partidarios y los enemigos de la disuasión nuclear, la opinión pública acerca de las intenciones de Moscú y Washington tenía suprema importancia. Nosotros destacábamos mucho la necesidad de contrarrestar la propaganda norteamericana acerca de la amenaza soviética. En este contexto, el trabajo de una organización dominaba el cuadro. Era un pequeño sector del movimiento por la paz, con un nombre que parecía una contradicción en sí misma; pero su influencia en el debate acerca del desarme era enorme comparada con su tamaño. Era el grupo de los «Generales por la Paz» (Generale für den Frieden).

Formado en 1981, el grupo estaba integrado por ex generales y ex almirantes que habían renunciado todos a sus cargos porque discrepaban con las doctrinas nucleares de la OTAN. Eran el general retirado conde Wolf Wilhelm von Baudissin, de la Bundeswehr (el Ejército alemán occidental), hijo de una familia aristocrática y un hombre que ejercía una gran influencia social y militar en Bonn; el general Michael Harbottle, de Gran Bretaña; el almirante John Marshall Lee, de Estados Unidos; al almirante Antoine Sanguinetti, de Francia; el general D. M. H. von Meyenfeldt, de los Países Bajos; el general Niño Pasti, de Italia; y el general Francisco da Costa Gomes, de Portugal. Pronto se les unió el general Gert Bastian, recientemente retirado, ex comandante de la 12.a División Panzer, cuerpo de élite de la Bundeswehr. Era un soldado muy respetado, que había sufrido heridas en el frente ruso y era asesor del Ministerio de Defensa; había escalado los rangos de coronel, brigadier general y mayor general, antes de que le asignaran el codiciado cargo de jefe de la 12.a División Panzer. Atemorizado por lo que percibía como tendencias regresivas de los militares alemanes occidentales y el disimulado retorno a la nostalgia nazi de los oficiales superiores que eran sus colegas, se opuso con energía a la instalación de armas nucleares norteamericanas en Alemania, y en 1980 renunció a su cargo y se consagró al movimiento por la paz. Su vida privada se dividía en adelante entre su dolida esposa Charlotte, y su nueva amante, la carismática y elegante Petra Kelly, una mujer cuyos encantos podían hacer que el halcón más agresivo escuchase sus exhortaciones en favor de políticas más humanas.

Los razonamientos y las motivaciones que animaban a «Generales por la Paz» habían sido expresados por un hombre llamado Gerhard Kade, ex oficial de la infantería de marina alemana, que se había desempeñado como historiador en la Universidad de Hamburgo; era además un prolífico escritor acerca de los temas de la paz. En su carácter de exhaustivo investigador de los nexos entre los altos jefes militares y la industria de armamentos de Alemania y Estados Unidos, ya era una espina en el costado del sistema consagrado a la defensa.

El mensaje de los Generales era el mismo que se expresaba en la mayoría de las campañas europeas en favor del desarme; pero los defensores de la paz siempre se sienten fascinados por los militares, y los nueve generales pronto comprobaron que se les rendía un auténtico culto dentro del movimiento. Todos tenían experiencia directa de la Segunda Guerra Mundial y muchos habían sido heridos en combate. Esta experiencia les confería la autoridad que no tenían los líderes, en general jóvenes, de los que protestaban por la paz. En lo más alto de sus profesiones en sus respectivos países, tenían la autoridad suplementaria de haber participado en el planeamiento estratégico relacionado con la disuasión nuclear. Nadie podía afirmar que estos hombres no sabían de qué estaban hablando.

Kade y von Meyenfeldt ejecutaron la parte principal del trabajo en la creación del grupo Generales por la Paz. Pero, lo que los amigos y los colegas de Kade en el seno y al margen de Generales por la Paz, no sabían —y de haberlo descubierto se habrían horrorizado— era que buena parte de las ideas de Kade provenían de Moscú, y una cantidad sustancial de dinero y otras formas de ayuda habían sido aportadas por la inteligencia exterior de Alemania Oriental.

No ordené a mis hombres que se infiltrasen en Generales por la Paz. No era necesario. Los principales funcionarios del área de Medidas Activas, Departamento 10, sabían que su tarea era hallar modos indirectos de apoyar a todos los grupos del Oeste cuyas actividades pudieran ser útiles para nosotros, y el grupo Generales por la Paz, con su postura opuesta a la OTAN, el apoyo público con que contaba y la atención que le prestaban los medios, era un blanco lógico.

A fines de 1980, uno de mis oficiales vino a presentarme los frutos del trabajo de su departamento. Habían consultado con Gerhard Kade por intermedio de una fuente en Hamburgo. Kade había propuesto un encuentro, y por nuestra parte despachamos a dos hombres de mi servicio, equipados con el endeble pretexto de que eran representantes del Instituto de Política y Economía, un nombre que a veces utilizábamos como una cobertura propicia. Lo conveniente de esta actitud era que un individuo del Oeste, si poseía algún conocimiento acerca de Alemania Oriental o incluso mucho sentido común, podía deducir que estaba hablando con el servicio de inteligencia exterior sin necesidad de soportar la incómoda situación o el temor que habría provocado una presentación formal. Para disimular nuestra presencia utilizábamos tanto las sombras como las luces, a diferencia de los norteamericanos, que siempre me parecieron individuos demasiado dispuestos a reconocer francamente que provenían de la CIA o el FBI.

Después de unos pocos encuentros, Kade quedó registrado por mis funcionarios con el nombre de cobertura Super. Eso no significaba que lo considerasen definitivamente un agente: era usual que asignáramos seudónimo a la gente cuando en secreto estábamos investigándola. Pero en el caso de Kade, yo pensaría que la asignación de un seudónimo halagador implicaba que ellos creían que habían concertado un acuerdo con este hombre. Ciertamente, Kade aludió al tema de los Generales por la Paz y les dijo que la organización necesitaba financiación si se deseaba que publicase sus opiniones con amplitud suficiente para influir en la opinión pública. Los oficiales arreglaron un subsidio anual y yo lo aprobé.

Se pagaba el dinero directamente a Kade. No era una suma enorme, pero el número relativamente reducido de miembros de la organización significaba que el dinero representaría un generoso aporte a los gastos de viaje y a los costos de publicación. Al mismo tiempo, Kade también tenía contactos con el departamento de inteligencia exterior del Ministerio de Seguridad del Estado en Moscú y preparaba materiales para la discusión, basados parcialmente en consultas con fuentes del KGB, que constituían la base de las campañas de los Generales por la Paz.

Sería erróneo sacar la conclusión de que los miembros de Generales por la Paz conocían los contactos de Kade con la inteligencia exterior, o que todos los documentos publicados o las declaraciones hechas por el grupo de Generales por la Paz estaban inspirados en Moscú o Berlín. Los generales actuaban según sus propias convicciones, pero a menudo utilizaban razonamientos presentados por Kade. Escuchemos, por ejemplo, a Gert Bastian en una entrevista radiofónica difundida por Berlín Oriental, en 1987:

Entrevistador: ¿Usted cree que el discurso del ministro soviético de Relaciones Exteriores [Gromyko] podría contribuir a fortalecer el impulso estabilizador hacia la paz?

Bastian: Sí, lo creo. Creo que las sugerencias que llegaron desde Moscú hace poco han sido muy constructivas y espero que encuentren eco positivo en el Oeste. En cierto modo ya está sucediendo aunque, en mi opinión, con poca claridad y definición. Abrigo la esperanza de que esto mejore y de que durante el mandato del actual Presidente demos un paso concreto en la dirección adecuada: a saber, la eliminación de las armas nucleares en Europa[17].

No tengo pruebas de que Bastian supiera de dónde salían los fondos para Generales por la Paz. Von Meyenfeldt, que estaba cerca de Kade y presenció el nacimiento mismo de la organización, tenía más motivos para ser inmediatamente suspicaz, si es que no conocía el compromiso del KGB y el Ministerio de Seguridad del Estado.

Desde la trágica muerte, en 1992, de Gert Bastian y Petra Kelly, probablemente en un pacto suicida, he sido perseguido por investigadores, amigos y periodistas que preguntan si la apertura de los archivos del ministerio pudo haber llevado a Bastian a quitarse la vida y matar a Kelly. Por lo que sé, los archivos han aportado poco más que los registros de la vigilancia rutinaria realizada durante sus visitas al Este. A algunos de sus antiguos aliados del movimiento Verde que han manifestado la sospecha de que los archivos importantes fueron destruidos, les diría lo siguiente: entre noviembre de 1989 y enero de 1990 fueron destruidos varios archivos de inteligencia muy delicados. Pero por lo que sé sólo incluían a agentes vivos y a fuentes que, a nuestro juicio, tenían máxima importancia. No creo que los archivos sobre Kelly y Bastian entraran en esta categoría. Gerhard Kade, que falleció en Berlín en diciembre de 1995, jamás reconoció sus contactos con los servicios de seguridad del bloque oriental, y se lo recordaba —como él habría deseado— como investigador y defensor de la paz.

Por supuesto, era de importancia vital que se nos identificara como patrocinadores de esta organización, cuya credibilidad se basaba en el hecho de que no era un rehén de la OTAN ni del Pacto de Varsovia. Con el tiempo, Kade persuadió a los soviéticos de que presentaran un general que diese la impresión de que existía cierto equilibrio. A diferencia de los auténticos Generales por la Paz, que se habían desvinculado del Estado y de las fuerzas armadas para fundar la organización, el general soviético fue sencillamente apartado de su trabajo habitual para que se dedicara a ser general por la paz; y no estaba en absoluto contento con esta tarea.

Cuando la campaña de los generales se convirtió en un gran éxito, varios departamentos de Alemania Oriental se apresuraron a atribuirse el mérito. Lo que más nos irritó fue que Manfred Feist —cuñado de Erich Honecker, un funcionario incompetente que había conseguido su empleo como jefe de la propaganda exterior del Comité Central gracias a sus vínculos familiares— dijo al líder alemán oriental que la idea había sido suya.

Tratamos de influir no sólo sobre los generales. William Borm era un anciano a quien habitualmente veíamos en las primeras filas de las manifestaciones contra los misiles. Durante el régimen nazi Bonn había sido director de una fábrica en Berlín. Más tarde fue detenido por la República Democrática Alemana por razones no muy claras —mantenía estrecho contacto con el Servicio Secreto de Inteligencia británico— y fue sentenciado a diez años de cárcel. Fue dejado en libertad después de nueve años, a finales de la década de los cincuenta. En el servicio de inteligencia exterior recibíamos las listas de los individuos que habían recuperado la libertad y decidimos relacionarnos con Borm, que ahora se había reasentado en Berlín Occidental. Él y yo nos hicimos amigos, y entonces me pareció evidente que en relación con la economía Borm era un liberal a la antigua, de espíritu conservador y aristocrático, cuya francmasonería, con sus ideales de justicia e igualdad, le había ayudado a sobrevivir a los rigores de la cárcel. Allí estudió textos marxistas y descubrió ideales con los que podía identificarse. Me respetaba tanto a mí como a otros marxistas, aunque nunca adoptó esa posición.

Cuando en 1965 fue elegido miembro del Bundestag por los demócratas liberales de Berlín Oeste, colaboró estrechamente con Brandt, que entonces era el líder de los socialdemócratas, representando un papel importante en el marco de la Guerra Fría. Pagábamos la oficina parlamentaria de Borm y él nos entregaba información acerca de su partido y los tratados con Polonia y la URSS en el marco de la Ostpolitik de Brandt; información que no era muy diferente de la que un diplomático podía recibir en una capital extranjera; pero en ese momento carecíamos de representación diplomática en Bonn. Pronunció apasionados discursos en favor de los gestos de apertura de Brandt hacia el Este, incluso el que apoyaba el Tratado Fundamental de 1972 que reconocía las dos Alemanias. Cuando Hans-Dietrich Genscher abandonó a los socialdemócratas y desplazó hacia Helmut Kohl el apoyo de su Partido del Centro, Borm se negó a seguirlo, a pesar de que lo exhortamos a dar ese paso con el fin de mantenerlo como un factor favorable en el interior de los demócratas liberales. Pero Borm se mantuvo fiel a sus principios y organizó una fracción denominada Partido Liberal Democrático, a pesar de que tuvo escasas posibilidades de éxito, y en efecto pronto se desintegró. Cuando Borm comenzó a aparecer a la cabeza de las marchas de protesta, perdió su valor desde el punto de vista de la inteligencia; sabíamos que en adelante el contraespionaje alemán occidental lo vigilaría de cerca. De todos modos, nuestra financiación fue el factor que había ayudado a Borm a alcanzar una posición influyente y creíamos que continuaría orientando las cosas en una dirección propicia. Por desgracia, su fallecimiento, el 2 de septiembre de 1987, a los 92 años, significó el fin de sus honrosas actividades.

Si ahora se me preguntase si lamenté esta manipulación de las muchas personas sinceras que apoyaron a los «Generales por la Paz» y se inspiraron en ellos para continuar su lucha contra la amenaza nuclear, debería responder en forma negativa. En este caso no tengo los mismos escrúpulos tardíos que tuve en otros. No fundamos el grupo de los Generales. Lo que hicimos fue conceder apoyo institucional y financiero a una organización que respondía a los justificados temores de algunos miembros de las fuerzas armadas en el sentido de que la carrera armamentista estaba peligrosamente descontrolada. Esta actitud reflejaba una opinión muy compartida por el público en general. Era una posición por completo respetable que se adoptaba en momentos tensos y todavía aplaudo a los que hicieron frente a la cólera de sus colegas militares y al rechazo de sus amigos y sus familias al asumir dicha posición. Y por supuesto, ninguno de nosotros podía haber previsto en esos tiempos temibles, a comienzos de la década de los ochenta, que la carrera armamentista no desembocaría en un holocausto nuclear, sino en los crujidos del derrumbe de la Unión Soviética.