III

Los alumnos de Stalin

Tenía once años cuando salí de Alemania y fui a Moscú, y pasarían once años más antes de que regresara a Alemania. A menudo se me dijo en broma que yo era «medio ruso», y en esos casos mi interlocutor adoptaba una actitud superior y a veces crítica; pero nunca lo consideré un insulto, y el patrocinio de los rusos fue un elemento esencial de mi carrera. Ellos sabían que la fase temprana de mi vida había sido modelada en la Unión Soviética, con intervención del profundo espíritu de los rusos. Mi propia cercanía a la Unión Soviética me confería una autoridad que años más tarde pude utilizar con firmeza en las discusiones.

Cuando más tarde visité Moscú en misión oficial, abandonaba mi identidad alemana formal apenas podía, y volvía a las maneras moscovitas tan familiares para mí, y caminaba por las calles y charlaba con gente que me resultaba más cercana que Berlín y los berlineses. Volvía a nuestro antiguo edificio de apartamentos en la avenida Nizhni Kislovski, que ahora exhibía una placa conmemorativa por mi padre y mi hermano, y visitaba a muchos de mis antiguos amigos del Arbat. Con mi viejo amigo Alik, que había perdido una pierna durante la guerra y se había convertido en profesor de alemán, recorría nuestro antiguo barrio hasta la calle Gorki, ahora de nuevo Tverskaia, como antes de la Revolución. Cuando éramos estudiantes habíamos pasado muchas horas formando fila para conseguir entradas que nos permitieran acceder a las funciones del famoso Teatro de Arte de Moscú, y poder ver Anna Karenina, la gran pieza de Tarasova, o admirar a Michoels, astro del Teatro Judío, que estaba situado cerca de nuestra escuela. Amábamos los clásicos rusos, y también a los maestros europeos del siglo XIX —Heine, Balzac— y a Galsworthy, a Roger Martin du Gard, así como el estilo terso y denso de Hemingway. En el verano de 1941, cuando podíamos encontrarnos, remábamos hasta un recodo discreto del río Moscú, y recitábamos la poesía de Alexander Blok y Sergei Yesenin.

Durante años, las ocasiones en que me alejaba de Moscú me provocaban añoranza, pero a diferencia de algunos de mis amigos alemanes que se asentaron allí, nunca me sentí tentado de permanecer en esta ciudad el resto de mi vida. Alemania continuaba siendo mi Heimat[2], y aquí estaba la vocación para la cual mi entrenamiento en el Komintern y mi experiencia en el ámbito de la radio me habían preparado. Tenía veintitrés años, era un joven culto y ambicioso que conservaba su ingenuidad en referencia a lo que encontraría al regresar a Alemania. Nuestra formación había sido intensamente ideológica y se concentraba en la operación de limpieza que ejecutaríamos en el territorio de la nación derrotada. No podíamos imaginar el impacto de enfrentar a nuestros propios compatriotas después del derrumbe de su mundo, en el marco de una vasta derrota nacional, y el fin ignominioso del dictador que los había seducido.

Los jóvenes comunistas que regresábamos de Moscú nos veíamos en el papel de vehículos de la iluminación política, individuos que demostrarían con el ejemplo que la izquierda era mucho mejor que la derecha. Las órdenes iniciales decían que no debíamos imponer estructuras comunistas en la zona soviética de ocupación en Alemania, y que era necesario crear una amplia alianza antifascista, aunque controlada por nosotros. No se trataba de una mera táctica, sino desde nuestro punto de vista y el de todos los comunistas una necesidad. Habíamos aprendido de Hitler cómo era posible eliminar a la izquierda. En realidad, al principio Stalin se mostró escéptico acerca de las posibilidades de crear un gobierno de estilo soviético en una parte de Alemania, y deseaba mantener vigentes todas sus alternativas frente a los aliados occidentales.

En realidad, nuestro regreso fue mucho más cruel y desagradable que lo que podríamos haber imaginado. Mi hermano Koni reflejó esa experiencia años más tarde en su película acerca de los jóvenes que venían a enfrentarse con una barbarie inconcebible: se denominaba Yo tenía diecinueve años. Allí, oponía el infantilismo del joven héroe en una sociedad caótica, donde los alcaldes de los municipios recogían de prisa la bandera nazi —o a veces simplemente cortaban el círculo blanco y la esvástica negra en el centro— a medida que se aproximaba el Ejército Rojo.

Mientras Koni, como oficial de la Administración Militar Soviética, ayudaba a echar los cimientos de un gobierno pos nazi en la Zona Soviética, yo recibí la orden de ir a Berlín como parte del aparato partidario. El estridente y barbado Walter Ulbricht, que había surgido como jefe de los comunistas alemanes en el exilio, viajó de Moscú a Berlín en abril acompañado por la figura más amable de Wilhelm Pieck y un pequeño grupo de vanguardia. El resto de nuestro grupo viajó un mes más tarde, el 27 de mayo, en una versión militar del Douglas DC-3, todos ataviados con ropas civiles absolutamente nuevas. Desde el aire, lo único que podíamos ver allá abajo eran las ruinas de la guerra.

Éramos un grupo heterogéneo: veteranos comunistas y prisioneros de guerra alemanes hijos de antiguos comunistas. Nadie tenía la menor idea de lo que nos esperaba, y conversábamos y nos hacíamos preguntas acerca de lo que hallaríamos. Ni siquiera sabíamos si el Partido Comunista sería permitido en Alemania. Nadie hablaba en términos idealistas de la posibilidad de construir una nueva Alemania. Comprendíamos que nuestra primera tarea sería la fundamental actividad de organizar la vida cotidiana, con el mero objetivo de permitir que los alemanes sobreviviesen.

Emmi vino conmigo. Era la primera vez que estaríamos juntos, como marido y mujer. Para ambos, el regreso a nuestra patria era una experiencia estimulante pero también dolorosa, mientras observábamos el paisaje devastado y las ingentes ruinas de lo que habían sido los pueblos y las ciudades de Alemania. Durante el viaje habíamos percibido de modo fugaz la destrucción de Varsovia. Una ciudad totalmente arrasada, en la que el humo se elevaba de los escombros como de una pira fúnebre. Nuestro avión fue el primero en aterrizar en el aeropuerto de Tempelhof, reabierto poco antes, el mismo que tres años más tarde sería el centro del esfuerzo de los aliados durante el bloqueo de Berlín. La destrucción de Berlín parecía tan absoluta que invitaba a desechar cualquier perspectiva de reconstrucción.

En nuestra condición de hijos del Komintern, nos dominaba un propósito enérgico y definido. Deseábamos extirpar el pasado nazi de nuestro propio pueblo, y creíamos sinceramente que las ideas socialistas en que nos habíamos educado podían depurar y renovar Alemania. Pero para mí era más difícil que lo que había previsto, acostumbrarme a vivir entre la gente que había vivado a Hitler y a Goebbels. Al parecer la mayoría no podía o no quería comprender lo que los nazis habían hecho con la ayuda de todos o en su nombre. Casi nadie experimentaba un sentimiento de culpa o de responsabilidad por lo que había sucedido. Emmi recordaba que había escuchado a un grupo de mujeres comentando el informe acerca de los crímenes de guerra alemanes, difundidos por la estación de radio en la que yo trabajaba. «Los hombres alemanes», decían, haciéndose eco del lenguaje hitleriano ultra nacionalista que habían escuchado durante los últimos doce años, «jamás harían cosas como esas».

A juicio de muchos alemanes y de gran parte del mundo, nosotros habíamos regresado del Este trayendo otra dictadura. Pero nosotros no nos veíamos, como lo haría más tarde Occidente, en el papel de personas que cambian una tiranía parda por otra roja. Los comunistas alemanes éramos quizá los menos indicados entre todos los extranjeros que vivían en Moscú cuando se trataba de analizar los crímenes de Stalin, pues la Unión Soviética nos había salvado de la muerte o la cárcel en Alemania. Otras dudas acerca de lo que estaba sucediendo fueron desplazadas por los acontecimientos que tuvieron lugar durante el régimen brutal de Hitler, y por mi parte yo era incapaz de ver nuestro sistema socialista como una tiranía. Para mí y para mi generación de comunistas, había sido una fuerza liberadora. Existía quizá cierta tosquedad en los métodos, pero siempre creímos que en esencia era una fuerza positiva, y habría sido inútil tratar de convencerme de lo contrario.

Este enfoque determinaría nuestro pensamiento durante la Guerra Fría. Significaba que siempre que escuchábamos una descripción poco halagadora de nuestro propio lado, la primera pregunta que nos formulábamos no era «¿Esto es cierto?» sino «¿Qué están tratando de ocultar acerca de ellos mismos cuando nos acusan de este modo?». Una vez que este sistema de defensa mental ha sido perfeccionado, pocas críticas pueden dar en el blanco.

También éramos ingenuos. Yo había tenido la esperanza de que, después del golpe de la derrota, habría más alemanes que se sentirían agradecidos porque se los había liberado de Hitler, de modo que se mostrarían dispuestos a abrazar a los soviéticos como liberadores. La realidad era bastante distinta. En el edificio de inquilinos en el que yo vivía, escuchaba a mis vecinos discutir acerca de quién se trasladaría a los apartamentos más espaciosos y ventilados del frente del edificio, los lugares de los cuales habían sido expulsadas familias nazis. Pensé con amargura que el derrumbe de Alemania como potencia mundial no había destruido las mezquinas ambiciones de su pueblo, que aspiraba a su propio Lebensraum[3]. Mi humor se agrió cuando supe por otros que la familia que reclamaba el apartamento sobre la base de que sus miembros nunca habían pertenecido al Partido Nazi, eran conocidos Denunzianten locales, que habían delatado a cinco comunistas ante las autoridades.

¿Cómo pude haber sido tan ciego ante la ironía de nuestras propias pretensiones de que estábamos instalando un orden humano y pacífico? Sólo puedo responder que la parte de mi persona, que durante los años vividos en la Unión Soviética había llegado a ser medio rusa, simpatizaba en cierto plano emocional con los deseos de venganza por los horrores infligidos por Alemania. Imaginaba que después de un buen castigo, el deseo de venganza se atenuaría, y podríamos construir una nueva relación germano-rusa, desprovista del deseo de dominio.

Pocos días después de nuestra llegada, fuimos convocados a la presencia de Ulbricht uno tras otro. Nos explicó brevemente nuestros papeles en la administración de la Zona Soviética. Yo fui enviado a Radio Berlín, y allí debía desempeñarme como editor; era un enorme complejo en Charlottenburg, en el sector británico, que había sido la Reichsradio de Josef Goebbels, y ahora estaba en manos soviéticas. Al principio me opuse a las órdenes de Ulbricht, pues me habían formado como ingeniero, y sabía muy poco de las técnicas de agitación y propaganda; a pesar de que había realizado la correspondiente experiencia en mi infancia, al ser educado en la resistencia al nazismo. Le pregunté cuándo se me permitiría concluir mis estudios aeronáuticos en Moscú, y replicó con sequedad: «Ocúpese de su trabajo. Ahora tenemos que preocuparnos de otras cosas, no de construir aviones». A pesar de mis aprensiones iniciales, cuando redactaba informaciones y comentarios de política exterior (bajo el seudónimo de «Michael Storm») el trabajo me parecía interesante. Instalada lejos del sector soviético, en el sector británico, nuestra estación era un puesto avanzado en la Guerra Fría que apenas comenzaba. La distancia que nos separaba de la central del partido en Berlín Oriental significaba que podíamos trabajar con cierta independencia. Yo tenía un folletito que detallaba la línea del partido, y que había sido redactado por Ulbricht mientras estaba en Moscú; en ese material se subrayaba la lucha común contra el fascismo, pero al principio esa fue la única directiva política que se me proporcionó.

De vez en cuando me cruzaba con Ulbricht. En un programa que dirigí y que se llamaba «Tribuna de la Democracia», hablaba en nombre del Partido Socialista Alemán Unificado, SED[4] (en realidad, el Partido Comunista, creado sobre la base de una fusión de los comunistas y los socialdemócratas en la zona soviética durante 1946). Su voz muy aguda y su acento sajón inequívocamente provinciano no causaban una impresión agradable en los oyentes. Con la peligrosa sinceridad de la juventud, propuse que Ulbricht permitiese que un anunciador leyera los textos, mientras él se dedicaba a entrenar su voz. El rostro se le encendió a causa de la irritación. Es extraño que mi carrera realizara progresos en Berlín Oriental después de ese torpe comienzo.

Tratamos de que la estación fuese un lugar accesible que trasmitiera programas llenos de vida, y con ese fin contestábamos las preguntas de los oyentes acerca de temas supuestamente tabúes, por ejemplo el destino de centenares de miles de prisioneros de guerra alemanes retenidos en la Unión Soviética, el modo en que se trataba a los funcionarios nazis de menor categoría, y la nueva y reducida frontera de Alemania a lo largo de los ríos Oder y Neisse; por extraño que parezca, estos no eran temas tabúes para los oficiales soviéticos de control que se desempeñaban en la estación. Nuestra lucha principal fue la que libramos contra las órdenes de los oficiales soviéticos de control en el sentido de que debíamos poner en el aire horas y horas de tediosos discursos. Uno de ellos era un discurso aparentemente interminable pronunciado en las Naciones Unidas por el ministro de Relaciones Exteriores Andrei Vishinski, que anunciaba un endurecimiento de las relaciones entre Moscú y los aliados occidentales. Este tipo de emisiones ahuyentaba a muchos de nuestros oyentes, que pasaban a escuchar la RIAS, recientemente fundada (es decir, la radio del sector norteamericano).

Había también otros problemas. No podíamos informar libremente acerca de la relación entre la población alemana y las fuerzas de ocupación soviéticas, ni acerca de las violaciones y el pillaje que habían acompañado el avance del Ejército Rojo hasta Berlín. La brutal campaña contra la población derrotada, sobre todo en Prusia Oriental, era un secreto a voces. Lo mismo que a todos los alemanes, esas noticias nos horrorizaban, y creíamos que el único modo de acercar a alemanes y rusos era hablar con franqueza de los crímenes de guerra. La dirección comunista alemana estaba furiosa, pues el comportamiento de los soldados del Ejército Rojo responsables de estos hechos dificultaba todavía más la tarea de conquistar a la gente. Teníamos nuestras opiniones, pero no podíamos expresarlas francamente, y los oficiales soviéticos más civilizados también reconocían discretamente que jamás debían haberse permitido semejantes atrocidades. Pero la palabra misma «ruso», que había sido muy usada por los nazis para despertar antagonismos primitivos, de nuevo aparecía asociada con el miedo para muchos civiles.

En nuestra condición de comunistas alemanes, no protestamos ante estas atrocidades como debíamos haberlo hecho, y nuestra actitud respondió a dos razones principales. La primera era que no correspondía que un alemán criticase la brutalidad de los rusos, después de los desastres provocados por la Wehrmacht durante su invasión a la Unión Soviética. En aquellos que habíamos abandonado la Alemania de Hitler, era probable que hubiera una pizca de odio dirigido a los miembros de nuestro propio pueblo que habían aceptado convertirse en instrumentos del Tercer Reich. La segunda razón era sencillamente que teníamos razones ideológicas para rechazar nuestras dudas acerca del comportamiento de los rusos.

La gente me ha preguntado cómo era posible que yo, un joven bastante culto proveniente de una familia educada, podía excluir de mi mente el pensamiento de tantos hechos desagradables. Tenía curiosidad suficiente para escuchar esos relatos, pero las palabras apenas me rozaban, filtradas por el cedazo ideológico existente en mi espíritu. En el caos de venganza y sospecha de la posguerra la injusticia no escaseaba, pero nosotros concentrábamos nuestra atención en el intento de lograr que el nazismo nunca volviese a infectar de nuevo a los alemanes. Ciertamente, la gran mayoría de los oyentes que nos escribían parecían mucho más interesados en eliminar los vestigios del nazismo que en prestar atención al destino de los que podían verse perjudicados en el proceso.

Cuando los funcionarios soviéticos de ocupación practicaban detenciones en masa de ex nazis y de otros adversarios de Stalin, millares de opositores socialdemócratas del nazismo sufrían las consecuencias, y algunos concluían en campos de trabajo que, por irónico que parezca, poco antes habían sido campos de concentración nazis. Sabíamos muy poco de todo esto, y lo que en efecto sabíamos nos parecía que era la manifestación de una cruel propaganda occidental. Por ejemplo, el periódico socialdemócrata Telegraf, de Berlín Occidental, publicó un artículo en que afirmó que en el sótano de la residencia donde yo vivía, una sección policial denominada K-5 interrogaba y torturaba a la gente. Negué en forma pública esta afirmación, y acusé al periódico de inventar no sólo la tortura sino la existencia misma de una sección K-5. Sólo después, cuando me designaron en el Ministerio de Seguridad del Estado descubrí que la K-5 en efecto existía, y había estado torturando a sospechosos en ese mismo sótano.

A lo largo de mi carrera ignoré, minimicé o justifiqué racionalmente episodios análogos, y sólo puedo recordar de nuevo al lector cómo se formó mi carácter en la lucha contra el fascismo; llegamos a sentir que contra esa tiranía enemiga, se justificaba casi cualquier cosa. A su debido tiempo, bajo la influencia del discurso secreto de 1953 pronunciado por Nikita Khrushchov en el Vigésimo Congreso del partido, cuando reveló los crímenes de Stalin a sus partidarios comunistas, y por lo tanto al mundo, comencé lentamente a cambiar de actitud. Pero en aquella época y durante gran parte de mi vida no dudé de que los comunistas estábamos del lado de la renovación y la justicia social. Esta convicción había ayudado a disculpar los episodios de propaganda representados por los procesos durante las purgas, y ahora las exigencias del comienzo de la Guerra Fría permitirían que ignorásemos actos como los ataques a los socialdemócratas alemanes que habían sobrevivido a los nazis. Quizá ya me sentía eximido de la obligación de respetar ciertas normas morales, una actitud robustecida por la confianza en el sentido de que la máquina comunista jamás se volvería contra mí, pues era uno de sus hijos. Nunca me vi en el papel de víctima. Y lo mismo puede afirmarse de mi padre; y quizás esa es una de las razones por las cuales sobrevivimos. Incluso escribió a Stalin en 1945 para quejarse de que se le había impedido regresar a Alemania por su condición de judío; y cuando la conocida «conspiración de los médicos» de los últimos años de Stalin brindó la excusa para renovar el antisemitismo en la Unión Soviética, ni él ni yo nos vimos afectados. Así como en la época de la inseguridad total y el peligro antes de la guerra, en el caos que siguió a la contienda sentí que no era mi tarea debilitar a los miembros de mi propio bando que estaban luchando contra el mal.

Por supuesto, conocí muchos de los terribles crímenes de la era de Stalin, incluso cuando estaban cometiéndolos; quien diga que nada sabía es un mentiroso. No son cosas que recuerdo con orgullo. Incluso hablé del tema con los jefes comunistas alemanes. Pero ni entonces ni ahora incluí los crímenes del régimen comunista en la misma categoría que los delitos cometidos por los nazis; y si algo me convenció de que era imposible equiparar jamás las dos cosas, debo señalar los terribles hechos que surgieron en los procesos por crímenes de guerra que se siguieron en Nuremberg a los líderes nazis.

En septiembre de 1945 la estación de radio me ordenó informar acerca de la actuación del Tribunal de Crímenes de Guerra de Nuremberg. Hasta ese momento me había enterado de los acontecimientos en la Alemania nazi a través de la propaganda soviética, que concentraba la atención en el destino de los comunistas alemanes. Pero también sabíamos algo de lo sucedido gracias a los relatos de nuestra propia familia que nos hicieron llegar a Moscú, y por los escritos de mi padre acerca de los comienzos de lo que llegó a denominarse el Holocausto. Pero tardamos mucho en comprender que la magnitud específica de la masacre de los judíos estaba en la esencia del nacionalsocialismo. Pero en Nuremberg, como en una mesa de operaciones, quedó al desnudo la anatomía del nacionalsocialismo y la magnitud total del Holocausto por primera vez fue evidente para mí.

Como hijo de una familia de comunistas judíos, me estremecí al encontrarme sentado frente a las principales figuras sobrevivientes de la época nazi. Al pasearme entre las ruinas de Nuremberg, conocida antes como el «joyero de Alemania», pero ahora asociada definitivamente con las leyes raciales que habían convertido en víctimas a millones de judíos, de pronto cobré cabal conciencia de que nosotros los comunistas y los demás adversarios de Hitler no habíamos conseguido impedir esta masacre; y me prometí que no debíamos permitir que jamás volviese a suceder algo así en suelo alemán.

Por esa razón me pareció irritante el resentimiento de los alemanes derrotados frente a los ocupantes soviéticos. Escribí a mis padres con cierta ingenuidad que la «generosidad [del Ejército Rojo] aparece como cosa sobrentendida, y la gente se queja a cada momento. Sencillamente no parecen haber comprendido la magnitud de la catástrofe que Hitler ha provocado en Alemania. No comprenden que se les ofrece la oportunidad de un nuevo comienzo».

Alemania se dividió formalmente en dos entidades políticas después de la reforma monetaria de 1948, con las tres zonas de ocupación occidentales unificadas en la nueva Bundesrepublik alemana o República Federal. Como respuesta a lo anterior, se fundó de manera oficial la República Democrática Alemana en octubre de 1949, con desfiles de antorchas, marchas de masas y canciones patrióticas. A los ojos de algunos socialistas más sensibles, todo se parecía de manera desagradable a las antiguas exhibiciones del poder nazi. Pero yo consideré que se trataba de un gran momento histórico en las relaciones germano-rusas. Poco después fui convocado por el Comité Central, y me informaron que había sido elegido con el fin de que contribuyese a consolidar esa unión. El 1 de noviembre debí regresar de urgencia a Moscú, para ocupar allí el cargo de consejero de la nueva embajada alemana oriental. Para asumir mi función tuve que renunciar a mi ciudadanía soviética, y de nuevo me convertí oficialmente en alemán. Llegamos a Moscú el 3 de noviembre de 1949.

La elegancia y la comodidad de la existencia de un diplomático fue un alivio después de la vida entre las ruinas de Berlín; y en efecto nos agradó mucho la vida con nuestra familia en Moscú. Y era una vida de familia: mientras yo informaba acerca de los juicios de Nuremberg en 1946, nació mi primer hijo, un varón rubio de ojos grises a quien llamamos Michael, seguido en 1949 por Tatjana, su hermana de luminosos ojos. Emmi, a quien desagradaba el tono artificial del mundo diplomático, también pudo consagrarse a sus estudios en ruso, y comenzó a redactar una tesis doctoral acerca de Dostoievski.

En mi condición de primer consejero de la embajada de la República Democrática Alemana por fin conocí a Stalin; una experiencia importante para mí, incluso después de tantos años. Al conversar con amigos de mi generación, compruebo que Stalin aún figura en ocasiones en todos nuestros sueños, tal vez como una evocación de los grandes desfiles que presenciamos en la Plaza Roja, durante los cuales la intensidad de la adulación de la multitud superaba a todas las demás sensaciones, o como consecuencia de los retratos y las estatuas de Stalin —que hace mucho desaparecieron de Moscú—, lo que nos inducía a pensar que estábamos viviendo en presencia de un semidiós.

En realidad, por mucho que intente orientar mi espíritu hacia un juicio objetivo de sus ingredientes malignos, este aspecto semi místico de mi experiencia de Stalin se niega a desaparecer. Incluso puede ser positivo que no se haya anulado por completo, pues siempre me recuerda qué importante y poderoso continúa siendo el carisma de un dictador, ya que persiste incluso después de haber tenido lugar la revelación de su iniquidad.

El recuerdo más vivido de mi breve carrera en la embajada fue una recepción ofrecida al líder chino Mao Tse-tung, en el gran salón de baile del hotel Metropol, en febrero de 1950. Yo estaba de pie, la espalda vuelta hacia la entrada, cuando de pronto se hizo el silencio en la habitación. Al volverme, vi a Josef Vissarionovich Stalin que se encontraba de pie a pocos metros de distancia. Vestía su famosa túnica Litevka, con el cuello alzado. No usaba insignias ni medallas. Extrañamente pequeño y rechoncho, exhibía una calvicie incipiente. Estos rasgos contrastaban mucho con las imágenes del vozhd, o Gran Líder, cultivada en las películas y los retratos. Realicé una doble maniobra, primero impulsado por la decepción, pero después con una suerte de orgullo. «Por lo menos parece un hombre normal —pensé—. Todas esas historias acerca del culto de la personalidad seguramente fueron inventadas sin que él lo supiera».

En mi condición de encargado de negocios, acompañé al embajador en esta ocasión, sentado frente a él mientras los jefes de ambas delegaciones intercambiaban sus brindis. Mientras Chou En-lai, ministro chino de Relaciones Exteriores y su colega soviético Andrei Vishinski hablaban, Stalin encendía un fuerte cigarrillo Herzegovina Flor tras otro (eran los papirosi rusos especialmente largos con boquilla de papel que él prefería). Después, propuso varios brindis por su cuenta. En uno elogió la modestia y la solidaridad de los líderes chinos. Luego, en una actitud notable, alzó su copa en homenaje a los pueblos de Yugoslavia, los mismos que según dijo un día volverían a ocupar su lugar en la familia socialista de naciones. Yugoslavia había sido excluida en 1948 por orden de Stalin, después que el carismático líder yugoslavo Josip Broz Tito se negó a aceptar el culto de la personalidad en favor del líder del Kremlin, y exigió más autonomía que la que Moscú estaba dispuesta a conceder para gobernar el estado balcánico multi étnico. Los que pertenecíamos a los países que se mantenían fieles a Moscú, mirábamos a Yugoslavia con una mezcla de temor y maravilla, porque veíamos que Tito manifestaba la audacia necesaria para desafiar los deseos de Stalin.

Absorbíamos religiosamente cada palabra del líder soviético. Para mí, como para la mayoría de los que participaban de esa recepción, Stalin y Mao eran mucho más que seres humanos. Eran monumentos históricos. Yo aún nada sabía de la futura división chino-soviética, pero recuerdo haber pensado que me pareció notable que Mao no pronunciara una sola palabra en toda la noche. En aquel momento me pregunté si ese era un signo de la famosa inescrutabilidad china.

No todas las experiencias de mi carrera diplomática de dos años fueron tan impresionantes. En una recepción que conmemoró el segundo aniversario de la fundación de Alemania Oriental la polémica no se refirió a la quiebra de una alianza o un Estado comunista insubordinado, sino al atuendo que correspondía llevar. Como siempre, los diplomáticos más jóvenes discutieron con el jefe de misión, que deseaba que vistiéramos chaqués, para destacar la solemnidad de la ocasión. Como no teníamos ese tipo de ropa, preferíamos los trajes de calle. En definitiva, llegamos a un compromiso, que fue usar esmoquin. Pero en aquel momento sólo los países socialistas reconocían la República Democrática Alemana, y en la mayoría de ellos se rechazaba el esmoquin por entender que era un atuendo burgués. A pesar de su notoriedad ulterior como obediente satrapía comunista, durante sus primeros años la República Democrática Alemana aún exhibía claramente los rasgos de su ordenado pasado prusiano. Un hecho que nos avergonzó enormemente fue que las únicas personas que en esa recepción usaban trajes de etiqueta, además de nosotros, eran los camareros. Cuando Nikolai Krutitski, arzobispo metropolitano de la Iglesia Ortodoxa Rusa se puso de pie para salir y lo acompañé cortésmente hasta el cuarto de vestir, rebuscó un momento bajo sus pesadas vestiduras, hasta que al fin consiguió encontrar tres rublos y me los entregó solemnemente como propina.

En agosto de 1951 recibí un mensaje urgente que me ordenaba regresar a Berlín Oriental para celebrar consultas con Anton Ackermann —cuyo verdadero nombre era Eugen Hanisch— el secretario de Relaciones Exteriores de Alemania Oriental, y uno de los principales estrategas del Politburó. Me recibió por la mañana en el Ministerio de Relaciones Exteriores, preguntó por mi salud, y me dijo que fuese a las tres de la tarde, ese mismo día, a una sala del grandioso edificio del Comité Central. Yo estaba desconcertado; hasta que concurrí a la entrevista vespertina y encontré al mismo camarada Ackermann esta vez detrás de un escritorio diferente, en su condición de miembro del Politburó. Este absurdo era consecuencia de la insistencia de Ackermann en el secreto y la separación de poderes entre el partido y el aparato estatal, lo cual en la práctica tenía sentido.

Se había confiado a Ackermann la tarea de crear un servicio de inteligencia política, y yo había sido asignado a esa misión, de modo que compartía la responsabilidad por el «esclarecimiento del joven Estado». Dicho con más franqueza, debía convertirme en espía. De nuevo era una orden, y según lo que se acostumbraba en aquel momento, no la discutí y ni siquiera reflexioné en el efecto que podía tener sobre mi vida. El partido me había enviado a la escuela del Komintern. El partido me había asignado a las estaciones de radio de Moscú y Berlín. El partido me había despachado a Moscú como diplomático. Si el partido creía que yo podía ser útil en la labor de inteligencia, así sería. Me sentía orgulloso de que la dirección confiase en mí lo suficiente como para comprometerme en una labor confidencial. Este sentido de disciplina absoluta es lo que más cuesta entender a los observadores occidentales de nuestro sistema, pero sin comprender el modo en que el partido gravitaba sobre nosotros y el modo en que definía las posibilidades de los comunistas de mi generación, es imposible comprender y mucho menos juzgar la vida que hacíamos.

El 16 de agosto de 1951 comencé a trabajar en una organización completamente nueva, el «Instituto para la Investigación Científica de la Economía», denominación dada al edificio que ocultaba la embrionaria red de espionaje de Alemania Oriental. Mi nueva carrera comenzó con un viaje en compañía de Richard Stahlmann, en una enorme limusina Tatra de ocho cilindros, un vehículo muy ostentoso para esa época. Stahlmann, a quien se había confiado la tarea de inaugurar nuestras operaciones, era un revolucionario profesional y una figura imponente a quien yo admiraba. Su verdadero nombre era Artur Illner, pero había trabajado tanto tiempo en el mundo comunista clandestino que todos, incluso su esposa, utilizaban el nombre en clave como si se tratase del auténtico. Miembro del Partido Comunista Alemán desde 1918, se lo había designado parte de su «consejo militar» en 1923. Como casi todos los hombres de la vieja guardia, rara vez hablaba de un pasado que contenía un número excesivo de secretos. De todos modos, me contó anécdotas acerca de sus misiones en la Unión Soviética, Gran Bretaña, China, España, Francia, Suecia y Estados Unidos. Tenía una jerarquía casi legendaria como el «Guerrillero Richard» que actuó en la guerra civil española, y era un íntimo confidente de Georgi Dimitrov, el comunista búlgaro acusado por los nazis de provocar el incendio del Reichstag. Stahlmann estaba con Dimitrov cuando la Gestapo fue a buscarlo, pero ambos habían mantenido su entereza, incluso después de una detención e interrogatorio verdaderamente brutales. Dimitrov más tarde se refirió a Stahlmann diciendo que era «el mejor caballo del establo», un antecedente que le confería muchísima influencia en el nuevo liderazgo de Alemania Oriental. Se tuteaba con casi todos, y cuando surgían obstáculos en el proceso de creación del servicio de inteligencia, visitaba en su casa al primer ministro Otto Grotewohl y los problemas desaparecían prontamente.

Estos problemas por lo general se relacionaban con el dinero y otros recursos. Los primeros años estábamos muy necesitados de efectivo, y se requerían meses para conseguir divisas solicitadas a través de los conductos oficiales. A veces Stahlmann visitaba al ministro de Finanzas, y retornaba con su gastado maletín repleto de crujientes billetes. Cuando Checoslovaquia tuvo la amabilidad de entregar veinticuatro automóviles Tatra para el gobierno de la República Democrática Alemana, Stahlmann consiguió apartar la mitad del envío y destinarlo a nuestra organización todavía minúscula, de modo que incluso cuando todavía estábamos trabajando sobre cajas de cartón, podíamos viajar con cierto estilo. Stahlmann sabía que estos lujos ayudaban a realzar la jerarquía del servicio a los ojos del gobierno, y que los departamentos que tratan de operar a bajo costo normalmente atraen la atención de los funcionarios que se ocupan de recortar el presupuesto.

Nos conocimos en Bohnsdorf, un suburbio que está al sudeste de Berlín. Ninguno ha podido recordar muy bien el día del encuentro, y no hubo constancias escritas, de modo que más tarde declaramos que el 1 de septiembre de 1951 había sido la fecha de fundación del servicio de inteligencia. Poco después, nos trasladamos a una oficina instalada en una ex escuela del distrito de Pankow, en Berlín Oriental, cerca del sector restringido donde vivían los jefes del partido y el gobierno; un signo de que se nos consideraba indispensables.

Al principio éramos sólo ocho, con cuatro asesores soviéticos, incluso un veterano de la NKVD presentado como el «camarada Grauer». Andrei Grauer había sido funcionario soviético de inteligencia en la embajada de la URSS en Estocolmo. Era un operador muy experimentado, y nosotros nos sentábamos a sus pies, mirándolo con los ojos muy abiertos mientras desgranaba sus anécdotas acerca de los topos descubiertos, los servicios infiltrados y los heroicos agentes. De él aprendimos el modo de crear la estructura fundamental de un servicio de inteligencia, que clasifica sus objetivos y busca alcanzar los puntos vulnerables del enemigo. Por desgracia, su propia carrera terminó mal unos años después. Imagino que concibió una desconfianza compulsiva, combinación de su deformación profesional con la atmósfera de la Unión Soviética estalinista. Él y Ackermann, formalmente el jefe del servicio de inteligencia, se convirtieron en enemigos enconados, y Grauer se obsesionó con la idea de que Ackermann era un sospechoso. Un tiempo después, fue necesario ordenar a Grauer que regresara a Moscú. Más tarde me informaron, los avergonzados amigos del servicio soviético de inteligencia, que en realidad Grauer era un esquizofrénico que sufría una paranoia aguda. El espíritu de vigilancia que en otros tiempos lo había convertido en un gran funcionario de inteligencia, ahora lo había descontrolado.

En los círculos gubernamentales y partidarios el nombre que encubría nuestro servicio era el de Directorio Principal para la Investigación Económica y Científica (Hauptverwaltung für Wirtschafts-Wissenschaftliche Forschung). Esta denominación no disimulaba nada, pues las palabras mismas «directorio principal» recordaban a quien conociera estas cuestiones la existencia del Pervoie Glavnoie Upravleniye, o «Primer Directorio Principal» del KGB, responsable de sus operaciones de espionaje. En 1956 el servicio de inteligencia exterior fue rebautizado con el nombre de Hauptverwaltung Aufklärung —abreviado HVA— que se traduce como «Directorio Principal de Inteligencia».

Nuestros asesores soviéticos representaban un papel importante, incluso dominante. Al principio, nuestros jefes de sección trazaban todos sus planes de labor bajo la mirada vigilante de estos asesores, que aplicaban métodos soviéticos sumamente burocráticos, lo cual nos irritaba profundamente. Además de copiar manualmente las normas y otros documentos, debíamos consagrar horas a archivarlos con cuidado en distintos cartapacios, procedimiento creado por la policía secreta zarista antes de la Revolución. Nadie conocía la justificación racional de este procedimiento, pero nadie lo cuestionaba tampoco.

La estructura de nuestro apparat era un reflejo exacto del modelo soviético. El espíritu de nuestras pautas revelaba que habían sido traducidas del ruso, y representaban los objetivos principales de nuestro trabajo futuro. Se trataba de recoger inteligencia política acerca de Alemania Occidental y Berlín Occidental; datos científicos y técnicos en áreas como las de armas nucleares y sistemas de tiro, energía atómica, química, ingeniería eléctrica y electrónica, aviación y armas convencionales; y finalmente, pero por cierto no lo menos importante, datos acerca de los aliados occidentales y sus intenciones respecto de Alemania y Berlín.

Una pequeña sección independiente del HVA, denominado «contraespionaje» (Abwehr) debía vigilar e infiltrar los servicios secretos occidentales; pero chocó de inmediato con el Ministerio de Seguridad del Estado, que tenía su propio departamento de vigilancia, más complejo que el nuestro. Incluso cuando en 1953 se nos incorporó al ministerio, este conflicto persistió, y el contraespionaje permaneció bajo el control directo del ministerio. Los conflictos burocráticos nos vedaban el acceso a información fundamental acerca de las operaciones realizadas en nuestro propio ministerio, sobre todo en años ulteriores, cuando los operadores del contraespionaje comenzaron a actuar con terroristas extranjeros.

La gente a menudo se pregunta por qué Moscú creó nuestro servicio como un competidor alemán de sí mismo. Pero Stalin supuso acertadamente que durante el período de la posguerra a los servicios rusos les sería difícil infiltrarse en Alemania. Al principio, nuestros asesores soviéticos recibían toda la información que teníamos, incluso los nombres cifrados de nuestras fuentes y nuestros casos individuales, aunque nosotros comenzamos poco a poco a proteger nuestras fuentes y a seleccionar la información dada a los oficiales soviéticos de enlace.

Mi primera misión fue el cargo de subjefe de análisis, subordinado a Robert Korb, mi ex colega en Radio Moscú. Korb poseía un profundo conocimiento político y un enorme dominio de los hechos, así como un intelecto muy amplio. De él aprendí mucho acerca de cosas que nada tenían que ver con nuestra labor, por ejemplo el Islam, los complicados antecedentes de Israel y los conflictos religiosos del sub continente indio. Era un analista brillante, que me enseñó a considerar con escepticismo los informes provenientes del trabajo de campo, y así pronto llegamos a la conclusión de que una lectura cuidadosa de la prensa a menudo ofrecía resultados muy superiores a los informes secretos de los agentes, y de que nuestros propios analistas debían extraer conclusiones independientes de distintas fuentes, con el fin de evaluar el material de inteligencia en bruto. He continuado adhiriéndome a este concepto desde entonces.

Original tanto por la conducta como por el pensamiento, Korb podía retener la atención del público con un ingenio y un sarcasmo que con frecuencia no implicaba mucho respeto por los dignatarios a quienes debía informar. Con excepción de su irreverencia, descubrimos que teníamos muchos elementos en común. Aunque éramos fieles servidores del Estado, tratábamos de distanciarnos del entusiasmo misionero de algunos de nuestros jefes políticos.

Nuestro equipo creció de prisa, y de nuevo nos trasladamos de Berlín-Pankow a un edificio más espacioso en la Rolandufer, en el centro de Berlín Oriental. Pronto fui ascendido a suplente de Gustav Szinda, en el servicio de inteligencia exterior recién creado; se trataba de un hombre con muchos años de experiencia en operaciones encubiertas en España y otros lugares, al servicio de la inteligencia soviética.

Por desgracia, ni Szinda ni yo sabíamos muy bien por dónde comenzar, al vernos enfrentados a un servicio de Alemania Occidental que había surgido, prácticamente indemne, después del derrumbe del Reich nazi. Las principales figuras del espionaje que habían servido a Hitler ahora trabajaban para sus nuevos amos en una pequeña y misteriosa aldea bávara llamada Pullach. Tuvimos que consultar el mapa cuando el nombre apareció por primera vez en los diarios. Para nosotros era un mundo desconocido, y nos parecía inalcanzable, aunque con el tiempo llegamos a familiarizarnos mucho con sus métodos de trabajo.

Vi por primera vez el nombre del general Reinhard Gehlen, primer jefe de la inteligencia alemana occidental, en un titular del Daily Express de Londres, que decía «Un general de Hitler espía de nuevo… a cambio de dólares». El texto era de Sefton Delmer, un periodista conocido por sus relaciones con la inteligencia británica; durante la guerra había estado a cargo de la estación de radio Soldatensender-Calais, del contraespionaje británico. El artículo de Delmer provocó furor. Reveló no sólo que la red de veteranos de la inteligencia nazi continuaba intacta, sino que los nuevos servicios de espionaje de la República Federal incluían a muchos ex miembros de las SS y expertos en espionaje militar que habían actuado bajo Hitler en Francia y en otros lugares. El propio Gehlen había sido jefe de la unidad de espionaje militar de los nazis contra el Ejército Rojo. Por intermedio del Servicio Gehlen, como llegó a conocérselo, los norteamericanos, que impartían órdenes al sector de inteligencia de Alemania Occidental más o menos como los rusos lo hacían en el bloque oriental, tenían acceso a las antiguas conexiones nazis.

También circulaban rumores acerca del papel del general George S. Patton (h.), que según se afirmaba protegía a algunos altos oficiales alemanes. Preocupado, comprendí que la meta de la posguerra referida a una Europa signada por una paz general, ya no era realizable. Se habían cargado las armas de ambos lados. La paz obtenida con tanto sacrificio ahora parecía muy frágil. Europa estaba dividida, y la línea de fractura atravesaba Alemania.

Konrad Adenauer, canciller de Alemania Occidental, apoyó la «política de fuerza» norteamericana y la estrategia de ofensiva contra el comunismo profesada por John Foster Dulles, cuyo hermano, Allen, era el jefe de inteligencia norteamericano, la Agencia Central de Inteligencia (CIA). El poder soviético había avanzado hacia el Oeste al final de la guerra; ahora Washington estaba dispuesto a movilizar toda la fuerza política, de inteligencia, económica y, si era necesario, incluso la militar de Estados Unidos y sus aliados para contraatacar. Gehlen advirtió la oportunidad que el nuevo choque le ofrecía, ya que ahora podría ejercer una influencia directa sobre la política. Se reunió con Adenauer antes de que los alemanes occidentales recibieran el servicio de inteligencia de manos de la CIA, y consiguió obtener poderes extraordinarios y apoyo. Esta nueva situación incluyó el control de los archivos contra los enemigos políticos internos, incluso los socialdemócratas que se oponían desde el Parlamento al gobierno democratacristiano. En las fuerzas armadas de Alemania Occidental y en la burocracia estatal, los fieles servidores del Tercer Reich de nuevo ocuparon altos cargos, y ex oficiales nazis dirigían la organización de Gehlen.

El nombre de Hans Globke, uno de los consejeros más cercanos a Adenauer, y en definitiva secretario de Estado en la oficina del canciller, se convirtió en sinónimo de este tipo de infiltración. Globke había sido un funcionario de elevada jerarquía en el Ministerio del Interior de Hitler, y había redactado un autorizado comentario acerca de las leyes raciales de Nuremberg, que legitimó la discriminación violenta, y finalmente condujo a la Solución Final de los nazis. Globke sería el secretario de Estado de Adenauer durante diez años.

En esta agitada atmósfera, durante los años cincuenta, Berlín sucedió a Viena como centro de las operaciones de espionaje en Europa. En la ciudad llegaron a operar ochenta organismos de servicios secretos, con sus diferentes filiales y pantallas. En los organismos norteamericanos y rusos encubiertos, presentados de muy diferentes modos, desde empresas de fontanería y de exportación de mermeladas a entidades académicas y de investigación, había grupos enteros de responsables que reclutaban y dirigían a sus respectivos agentes, quienes a su vez podían desplazarse fácilmente entre los sectores de Berlín y las dos mitades de Alemania en los días anteriores al momento en que se erigió el Muro destinado a dividir la ciudad y la nación, en 1961.

Fue también antes de que comenzara el milagro económico alemán occidental, y por consiguiente se trataba de una época de escasez y de desesperación económica. Las promesas de comida o ascensos inducían a la gente a espiar. Pero mientras los alemanes occidentales podían apelar de manera más fácil a los ofrecimientos financieros, nosotros continuábamos actuando en medio de la estrechez, y debíamos apelar a un enfoque más ideológico. Muchos de nuestros topos en Alemania Occidental, sobre todo en las esferas políticas e industriales, no eran comunistas, y trabajaban con nosotros porque deseaban superar la división de Alemania, y creían que la política de los aliados occidentales estaba acentuándola. A algunos de ellos los perdimos más tarde, cuando se construyó el Muro y este les mostró el símbolo de una Alemania dividida afirmada literalmente en el hormigón armado.

El trabajo minucioso de crear un servicio de espionaje completamente nuevo absorbía la mayor parte de mi tiempo. Mi atención estaba concentrada en el Oeste, y yo hacía todo lo posible para familiarizarme con los cambios políticos sobrevenidos en Estados Unidos y Europa occidental, y para mantenerme informado del desarrollo de sus servicios de inteligencia en la posguerra.

Necesitábamos obtener nuevas fuentes en los centros políticos, militares, económicos, científicos y técnicos del otro lado. Pero era más fácil decirlo que hacerlo, pues los requerimientos de seguridad en nuestra propia estructura impuestos por los soviéticos eran sumamente rigurosos. Había que seleccionar a millares de candidatos recomendados, con el fin de terminar con un puñado de individuos que fuesen aceptables. Se excluía a los que tenían parientes en el sector occidental, así como a la mayoría de los que habían pasado los años de la guerra como refugiados o prisioneros de guerra en Occidente. Contrariamente a los rumores que aún persisten, en nuestra estructura no empleamos a sabiendas a ex nazis, y en ese sentido nos considerábamos moralmente superiores a los alemanes occidentales.

Podíamos acceder a algunos de los archivos nazis donde constaba la afiliación partidaria en el Tercer Reich, y los utilizábamos para convencer de que cooperasen con nosotros a alemanes occidentales que, arrepentidos, habían ocultado su colaboración anterior con los nazis. Muchos se presentaban voluntariamente a trabajar con nosotros, y afirmaban que veían esa actitud como una especie de reparación moral por el daño que habían infligido anteriormente. Era un modo muy benévolo de considerar la cosa. La razón real era con más probabilidad que deseaban asegurar la situación de su propia persona y sus nuevas carreras en el Oeste frente a la posibilidad de revelaciones ingratas provenientes de nuestro sector en una fecha ulterior. En alemán, llamábamos a este recurso Rückversicherung, literalmente una suerte de «seguro retrospectivo» en vista de la experiencia del pasado. Gracias al Partido Comunista alemán occidental heredamos los servicios de un político del Partido Democrático Liberal, que aportó mucha información política, hasta que descubrimos que desde su alto cargo había cometido crímenes de guerra durante la ocupación alemana de Polonia. Lo apartamos. También recluíamos a otro antiguo nazi, un ex miembro de las tropas de asalto, cuyo seudónimo era Moritz, que colaboró con nosotros durante nuestra lucha política contra la Comunidad de Defensa Europea, bloqueada finalmente por el nacionalismo de los franceses, más que por todo lo que pudo hacer nuestro servicio de inteligencia para desacreditar el proyecto.

El pasado era un arma poderosa en los servicios de espionaje, y los dos bandos no tenían el menor reparo en apelar a la extorsión. Así como nosotros tratábamos de destruir a figuras políticas importantes hostiles a nuestra causa revelando su complicidad con los nazis, el Comité de Juristas Libres de Berlín Occidental, una organización anticomunista formada por abogados que habían huido del Este, preparó su propio directorio de funcionarios de Alemania Oriental que habían conseguido ocultar su afiliación al Partido Nazi. Pero como casi todos los principales altos funcionarios de inteligencia y los miembros de la élite política se habían exiliado o habían pasado a la clandestinidad durante el Tercer Reich, nuestro bando ganó esa batalla de la propaganda.

Algunos nazis trataron de incorporarse a nuestro lado ocultando su pasado. Poco después que empecé a trabajar, un joven miembro del personal se me acercó muy avergonzado para decirme que había visto trabajar en el departamento de interrogatorios a un hombre que exhibía en el brazo el conocido tatuaje de las SS. El departamento de interrogatorios era el más duro en todo el ministerio, y personalmente no me habría agradado caer en manos de algunos de los matones que trabajaban allí. Bien podía imaginar que la persona que sentía preferencia por dicho trabajo a causa de su práctica en el régimen anterior, sin duda se sentía cómoda en ese sitio. Discretamente apartamos del cargo a ese hombre.

El chantaje que se practicaba era un juego sucio y peligroso, y ambas partes lo jugaban. Algunos ex nazis residentes en el Oeste nos ofrecían sus servicios impulsados por una suerte de arrepentimiento; otros lo hacían por dinero, o para impedir que se los desenmascarase como ex colaboradores con el régimen nazi. Los soviéticos tenían más oportunidades de practicar la extorsión porque retenían los archivos nazis capturados, y habían incorporado a gente como un ex miembro de las SS que tenía el rango de Obersturmführer[5] en la organización de inteligencia nazi, la Oficina de Seguridad del Reich (RSHA - Reichssicherheitshauptamt), y que había podido emplearse después de la guerra al servicio de Gehlen. Este hombre se convirtió en un agente doble soviético, y traicionó en beneficio de Moscú la totalidad de los principales logros del servicio alemán occidental, de modo que provocó perjuicios en una escala comparable sólo con el trabajo de agentes dobles como Kim Philby, George Blake y Aldrich Ames.

Una de las primeras oportunidades de infiltrar los servicios de los aliados surgió de la inteligencia del Partido Comunista en Alemania. En el siglo XIX, el movimiento socialdemócrata alemán había organizado servicios clandestinos para hacer frente a la represión del Kaiser. El Partido Comunista de Alemania (Kommunistische Partei Deutschlands, o KPD), endurecido por el trato aun más cruel que le dispensaron las autoridades (su historia inicial estuvo dominada por los asesinatos tempranos de los espartaquistas Rosa Luxemburgo y Karl Liebknecht) copió a los socialdemócratas organizando su propia red de espionaje. Esta estructura pronto estableció estrechos lazos con el liderazgo del Komintern en Moscú, y con los servicios secretos que allí existían.

Los cerebros que estuvieron detrás de la red de inteligencia partidaria en el curso de este siglo fueron Ernst Schneller, asesinado en 1944 por orden de Hitler, y Hans Kippenberger, cuya muerte en 1938 fue más tarde atribuida a Stalin. Esta red, consagrada a la obtención de información científico-técnica y militar que debía enviarse a la Unión Soviética, durante los años del régimen hitleriano, fue la fuente de la famosa red de inteligencia Rote Kapelle (Orquesta Roja).

La Orquesta Roja fue una de las principales organizaciones de la resistencia. Unos pocos miembros eran comunistas, y una reducida proporción estaba formada por agentes de los servicios de inteligencia soviéticos (NKVD y GRU, es decir, la inteligencia militar). El primer desafío que afronté fue el intento de verificar si valía la pena crear una nueva red comunista. Pronto llegué a la conclusión de que la nueva red, organizada según los criterios de la antigua, no merecía confianza. Sobre todo los británicos habían realizado un trabajo muy valioso al convertir a unos cuantos comunistas a quienes retenían como prisioneros de guerra. También tuvieron mucho éxito en el esfuerzo por dar vuelta a algunos de los emigrados comunistas en tiempos de guerra, así como a varios nuevos y jóvenes agentes de la red creada poco antes.

Un ejemplo apropiado del modo preciso en que estaba comprometida la red, fue el caso de Merkur, cuyo nombre era Hans Joachim Schlomm. Tropecé con su nombre mientras revisaba montañas de papel, la mayor parte sin seleccionar, en busca de pistas que me condujesen a los servicios secretos occidentales. Estudié los archivos, que me indicaron que él tenía contactos con el servicio de contraespionaje alemán occidental, denominado Oficina Federal para la Protección de la Constitución (Bundesamt für Verfassungsschutz, BfV), con base en Colonia. También tenía numerosos vínculos con el mundo político de Bonn. Sus recientes informes al partido eran de un detalle impresionante, variados y profundos, e incluían información interna acerca de los partidos políticos en el Parlamento alemán occidental; material reservado de los ministerios de Relaciones Exteriores y otros, y datos organizativos acerca del sistema de contraespionaje. En apariencia, parecía una fuente maravillosa, de modo que ordené a un hombre que fuese a buscarlo en Schleswig-Holstein, donde según el archivo debía estar. Merkur afirmó que había estado esperando pacientemente nuestra llamada, y sin vacilar aceptó la invitación de viajar a Berlín. Debía ser mi primer agente.

Se presentó puntual en una casa de seguridad, una villa en las afueras de Berlín. Era un hombre alto y delgado de treinta años, y su apariencia parecía corresponder a su profesión, la de ingeniero eléctrico. Explicó que había mantenido relaciones con el Partido Comunista cuando era estudiante universitario en Hamburgo, que había trabajado para la inteligencia del partido, que había obedecido la orden de unirse a una organización juvenil derechista, y finalmente había ido a Bonn como secretario privado del doctor Fritz Dorls, director del Partido Socialista del Reich. Después lo interrogué extensamente, pero había algo que parecía extraño; sus respuestas acerca de las personas que según afirmaba él conocía, no coincidían con los archivos. Lo enviamos de regreso a Berlín Occidental, y lo invitamos a volver al día siguiente. Volví a leer sus antecedentes.

Cuando regresó, representé el papel de intelectual y Szinda actuó como el hombre duro. «Suficiente, mierda», decía Szinda para indicar que estaba perdiendo la paciencia con nuestro posible operador. Cuando se acentuaron las contradicciones de su relato, Merkur reconoció por fin que ya en 1948 había sido infiltrado por los británicos en la inteligencia comunista, que continuaba trabajando para ellos y que el material que había suministrado era ficticio.

La investigación pasó entonces a Erich Mielke, Número Dos del Ministerio de Seguridad del Estado (fundado el 8 de febrero de 1950), del que más tarde sería su jefe; Mielke ya sospechaba de nuestro servicio, al que veía como un competidor. Este duro y veterano estalinista no se llevaba bien con Szinda desde los tiempos en que habían sido camaradas en la guerra civil española, y por mi parte yo le inspiraba sólo desagrado. Mielke detuvo a Merkur como agente doble, y lo sometió a proceso, que desembocó en una sentencia de cárcel de nueve años.

El caso Merkur provocó alarma no sólo en el Oeste sino en nuestro servicio, pues de su interrogatorio y su testimonio extrajimos la conclusión de que sabía de la inteligencia del Partido Comunista y sus vínculos con otras organizaciones mucho más que lo que debía saber un agente clandestino. En ese momento comprendimos que debíamos verificar a todos los miembros de los grupos comunistas clandestinos, un total de cuarenta a cincuenta agentes. Como si hubiese deseado armar un rompecabezas, comencé a interrogar a los oficiales de enlace y los correos que habían sido enviados a Alemania Occidental desde la República Democrática Alemana, con el fin de que nuestras sospechas no fuesen comunicadas a los propios agentes. Lo que me dijeron acerca de las violaciones de las normas del funcionamiento clandestino me llevó a sospechar que había peligro de infiltración.

De modo que comencé a dibujar un diagrama de las relaciones directas y cruzadas entre las redes de inteligencia existentes, y la representación gráfica comenzó a parecer una enorme telaraña. Yo era un ingeniero aeronáutico experimentado, y dibujé lo que llegué a denominar mi «araña» en una hoja de papel milimetrado. En el diagrama vinculé a todos los correos, las casas de seguridad y otras cosas por el estilo. Apliqué colores rojos a los sospechosos de ser agentes dobles, azul a las fuentes, y verde a los residentes. Las líneas de los casilleros también identificaban las relaciones personales y profesionales. Unos símbolos especiales destacaban las circunstancias sospechosas o los contactos extraños con servicios contrarios. Para quien no estaba iniciado el diagrama nada significaba, pero a mí me pareció que se delineaba un cuadro bastante claro, que indicaba las posibilidades de ampliar y profundizar nuestro trabajo. También era esencial obtener un panorama claro de la profundidad con que este servicio había sido penetrado desde fuera.

Finalmente, llegué a la conclusión de que si los servicios secretos occidentales lo deseaban, fácilmente podían liquidar toda la red. En realidad, era probable que no fuesen tan inteligentes o eficaces, pero el peligro persistía, especialmente para el Partido Comunista en el caso de que se consiguiese que la antigua red de espionaje traicionara, o de que esta fuese desenmascarada. Por eso decidí que sería mejor que liquidásemos la red y abandonáramos todos nuestros contactos comunistas en Alemania Occidental.

Con mi telaraña enrollada bajo el brazo, concerté una entrevista con Walter Ulbricht, a quien en ese momento todos los servicios de inteligencia estaban subordinados de manera directa. Destaqué la absoluta confidencialidad de lo que me disponía a decirle. En lugar de convocarme a su oficina, me invitó a su hogar en el enclave de Pankow, el lugar que los habitantes de Berlín Oriental denominaban sin mucho afecto la «ciudadela». Las habitaciones del jefe revelaban la afición de un carpintero profesional por los muebles macizos de la clase media, embellecidos con adornos tallados.

Desenrollé mi diagrama sobre la mesa del comedor de Ulbricht, y le expliqué en detalle mis observaciones. De acuerdo con Ackermann, a quien había explicado la situación antes del encuentro, había decidido interrumpir todos los contactos con la inteligencia del Partido Comunista en Alemania Occidental, y separar a todos los agentes que tuviesen alguna relación con esa estructura. El hecho de que las autoridades de Alemania Occidental ya estuviesen preparándose para ilegalizar al Partido —finalmente se lo declaró inconstitucional en 1956— representó un papel importante en nuestro pensamiento. Ulbricht se manifestó de acuerdo con mi propuesta, y a partir de ese momento el Partido Comunista de Alemania Occidental fue territorio prohibido para nuestro servicio; y lo mismo pudo decirse de su sucesor, el Partido Comunista Alemán, restablecido en un período más liberal en 1968.

En 1952 convocamos a nuestros agentes, e incluso los comunistas más fieles se encontraron aislados en una suerte de «arresto domiciliario», y sometidos a un áspero interrogatorio. La gente a menudo pregunta qué método utilizábamos en tales casos. Se basaba en la presión psicológica sobre hombres y mujeres acostumbrados a extraer su sentimiento de identidad y autoestima de la afiliación a un grupo de personas de actitud parecida. Cuando se retira de manera brusca esa confianza, la presión psicológica que se ejerce sobre ellos puede ser intensa. No había necesidad de amenazarlos o de emitir órdenes formales de detención. Tratarlos como sospechosos y vigilar sus respuestas fue suficiente para convencernos de que eran inocentes, y de que no existían otros agentes dobles. Por supuesto, no era cuestión de enviarlos de nuevo al Oeste. Se les advirtió que no debían hablar acerca de lo que había sucedido. Todos cumplieron su palabra en este aspecto, como hacen los buenos camaradas.

Algunos habían luchado valerosamente contra los nazis. Uno incluso había sido internado en un campamento francés con mi padre; lo mantuvimos aislado en un apartamento durante varias semanas antes de exculparlo. Concedimos pensiones a varios y a otros cargos inferiores en las provincias, donde continuaron trabajando bajo sospecha.

En 1956, después del discurso secreto de Khruschov en el Vigésimo Congreso del Partido, rehabilitamos a la mayoría de estos camaradas a quienes habíamos apartado, y les otorgamos medallas y condecoraciones. Bruno Haid, que había luchado en la Resistencia francesa durante la guerra, y después había sido retirado y enviado a una fábrica en Karl-Marx-Stadt como funcionario de menor jerarquía, más tarde se convirtió en principal ayudante del Fiscal General de la República Democrática Alemana. Me acusó de utilizar métodos brutales que recordaban a Lavrenti Beria, jefe de la policía secreta de Stalin, en el acto de cerrar la red partidaria —no hice tal cosa—, pero más tarde, aunque fuese de mala gana, comprendió mi actitud al enterarse de la existencia de agentes dobles como Merkur.

Unas pocas de nuestras fuentes «reservadas» no fueron suspendidas, y más tarde se las reactivó, aunque aislándolas de manera rigurosa de los contactos más recientes. ¿Por qué procedimos así? Sencillamente, descubrimos que la infiltración no había llegado tan lejos como temíamos. El Oeste no conoció en el campo de la seguridad más milagros que nosotros.