XI
Espionaje y contraespionaje
Ahora que la Guerra Fría es historia, parece fácil sacar la conclusión de que la Unión Soviética fue una criatura lamentable y mal coordinada, inferior en muchos aspectos a su archirrival, los Estados Unidos, y condenada al fracaso desde su gestación. Pero durante los cuarenta años que el conflicto entre las superpotencias dominó los asuntos mundiales, de ningún modo parecía tal cosa. Por el contrario, los temores de Occidente en el sentido de que Moscú cumpliría la promesa de Nikita Khruschov de alcanzar y superar a los países capitalistas fue el motor que impulsó el espionaje y la propaganda con una intensidad sin precedentes históricos. Además, la imaginación política occidental se sintió profundamente influida por el aparente éxito del espionaje soviético. El espionaje y el contraespionaje del bloque oriental se vio movido por el temor a la explícita política occidental de volver al pasado y a las amenazas de Reagan en relación con la guerra de las galaxias. Cada superpotencia temía ser superada estratégicamente por la otra.
En mi condición de ex jefe del que fue reconocido como el más efectivo y eficaz servicio de espionaje comunista, estoy en condiciones favorables de evaluar el éxito y los fracasos de nuestro espionaje.
En los círculos de inteligencia del Este y el Oeste yo gozaba de la reputación de ser el representante de Moscú en el bloque oriental. A esto respondo con una afirmación y una negación. Si la gente quería decir que yo telefoneaba al Kremlin o al KGB los lunes por la mañana para charlar acerca del trabajo de la semana, se equivocaba. Pero si se referían al hecho de que yo gozaba de una relación de confianza y consideración mutua con algunas de las figuras más influyentes del Estado soviético desde los primeros tiempos que siguieron a la muerte de Stalin hasta el derrumbe del bloque oriental, tienen razón. Gracias a mi dominio fluido del ruso y a las raíces que había establecido allí antes de la Segunda Guerra Mundial y en el transcurso de la misma, ocupaba una posición especial que me permitía juzgar al mismo tiempo desde fuera y desde dentro el pensamiento de la Unión Soviética, y las actividades de sus servicios secretos durante la Guerra Fría.
Los servicios de inteligencia soviéticos alcanzaron sus principales éxitos en Estados Unidos y en Europa antes y durante la Segunda Guerra Mundial, cuando pudieron apoyarse en el Partido Comunista y en la intelectualidad de muchos países, sobre todo en Alemania e Inglaterra, pero también en Estados Unidos. La Unión Soviética fue un faro que atrajo a partidarios que apoyaron a sus servicios de inteligencia movidos poruña profunda convicción. Los agentes reclutados en esa época fueron los mejores, y dieron a la Unión Soviética la posibilidad de obtener ventajas en la carrera nuclear. Muchos continuaron ocultos, incluso después de la era McCarthy y la deserción en 1945 de Igor Gousenko en Canadá.
Desde los comienzos mismos, los que actuamos en Alemania Oriental tuvimos a la inteligencia por una profesión honrosa. Pudimos desarrollar nuestro trabajo basándonos en la experiencia y las leyendas originadas en los grandes espías que habían trabajado contra los nazis: Richard Sorge y sus famosos ayudantes; Ruth Werner, alias Sonia, que espió en China, Danzig, Francia y Gran Bretaña para los soviéticos durante la guerra; Max Christiansen-Klausen, operador de radio de Sorge; Use Stöbe, que espió desde el corazón del Ministerio de Relaciones Exteriores de Hitler; y Harro-Schulze-Boysen, oficial de la fuerza aérea de Göring y jefe de la legendaria red de espías denominada la Rote Kapelle, que incluyó a Arvid y Mildred Harnack, y a Adam y Margarethe Kuckhoff. Nuestro propio aparato incluyó a muchos veteranos del movimiento comunista durante la vigencia del Tercer Reich, por ejemplo mis primeros jefes, entre ellos Wilhelm Zaisser, Richard Stahlmann, Robert Korb y Ernst Wollweber. Me sentí personalmente fascinado por sus relatos, y percibí el valor de ofrecerlos a nuestros reclutas como modelos del desempeño del espionaje en su papel de puntal del socialismo. Incluso teníamos un nombre más bien grandioso para representar todo esto: Traditionspflege o conservación de la tradición. Parte de la diferencia entre el enfoque oriental y el occidental en el manejo de un servicio de inteligencia se percibe con claridad, según creo, en el lenguaje que usábamos para describirnos nosotros mismos. La Agencia Central de Inteligencia y su equivalente alemán occidental, el Servicio Federal de Inteligencia (Bundesnachrichtendienst o BND), asignaban a cada uno de sus empleados un rango basado en la práctica del servicio civil, y en cambio nosotros seguíamos la tradición soviética de asimilar los grados de nuestro servicio a los de las fuerzas militares; el ministro de Seguridad del Estado tenía el rango de general de cuatro estrellas, y así sucesivamente. Incluso teníamos himnos de batalla y un coro del Ministerio que expresaba nuestra eterna lealtad a la causa. Traduzco una canción del original ruso, dedicado a nuestros agentes que operaban en territorio extranjero. Comenzaba así:
Nuestro servicio trae la luz
Los nombres continúan en el secreto,
Discretos son nuestros logros,
Siempre en la mira del enemigo…
Había un vibrante coro alusivo a los luchadores que actuaban en el frente invisible, una sugestiva frase originada en los servidores de la Cheka, la primera policía secreta de Lenin. Nunca nos denominábamos espías, sino Kundschafter, una buena y enérgica palabra del alemán de Lutero, que significaba proveedor de información. Nuestro bando jamás utilizó la palabra «agente», y la reservaba para describir a nuestros enemigos. Todo esto constituye una psicología lingüística muy elemental, pero logró crear una atmósfera en la cual los hombres de Alemania Oriental naturalmente se veían a sí mismos como personas honorables y describía a sus enemigos como individuos pérfidos.
Debo subrayar que los aspectos militares ocupaban un lugar muy secundario en referencia a los ideológicos, pero en Occidente no prestaban en absoluto atención a ese tipo de mística. Por lo que puedo saber, lo que la CIA, el MI6 de Gran Bretaña y la mayoría de los demás servicios de Europa occidental tenían en común, era un enfoque bastante triste de sus actividades y de sus propias personas. No quiero decir con eso que carecieran de profesionalismo —nada de eso—, pero se los alentaba a verse en una función poco atractiva, nada especial; más bien como abejas laboriosas, que recogen información que otras almas más importantes deben elaborar. Probablemente avanzamos demasiado en sentido contrario, pues creamos en nuestro servicio una estructura militar y un gran rigor acerca de las costumbres individuales y la moral personal. Pero en todo caso así se originó un intenso sentimiento de pertenencia, que apuntaló la lealtad sin la cual un servicio secreto no puede funcionar.
Mantengo la firme creencia en que casi nadie traiciona sólo por dinero. La CIA siempre tendió a utilizar el dinero como elemento del reclutamiento, y el KGB no vaciló en hacer lo mismo. Sobre todo en Estados Unidos, el KGB al llegar a cierto punto ya no pudo reclutar suficiente número de agentes atraídos por sus convicciones y tuvo que ofrecer más y más dinero. En los últimos años sus principales éxitos, que culminaron con Aldrich Ames, fueron personas que se acercaron buscando premios monetarios y no agentes reclutados con el plan de infiltrar una institución, un proceso que en nuestro servicio comenzaba durante los años de estudiante de un posible agente.
En el caso de agentes como Klaus Kuron, perteneciente al contraespionaje alemán occidental, por supuesto pagamos mucho, pero esa fue la excepción más que la regla. Los mejores reclutadores soviéticos sabían que, al buscar posibles topos en el Oeste, debían tener presente que otros factores actuaban siempre. Uno de ellos es lo que me agradaba denominar la atracción erótica del Este. Con esa expresión no me refiero a las prostitutas o a los vídeos pornográficos facilitados a veces para ayudar a los visitantes a matar el tiempo, sino al sugestivo entusiasmo que parecían sentir cuando los recibían y agasajaban del otro lado de la Cortina de Hierro. A veces realizábamos visitas completamente innecesarias a la República Democrática Alemana, e incluso a la Unión Soviética, y en ellas participaban las personas que nos interesaban, porque los paisajes por lo general poco conocidos (por supuesto, elegidos con mucho cuidado) tendían a conmover el corazón de un occidental sugestionable.
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Cierta vez usamos este método para reclutar a un importante socialdemócrata alemán occidental, a quien aplicamos el nombre en clave de Julius. Era director de un periódico regional, un hombre que ocupaba una posición relativamente elevada y tenía buenos contactos, entre ellos Willy Brandt y otras figuras importantes del partido. Sucedió que fui a pasar mis vacaciones y a realizar una excursión de pesca en el río Volga, precisamente en momentos en que Julius había sido invitado a visitar una usina eléctrica soviética y conocer Stalingrado, que está a orillas del Volga. Percibí que había en él una veta aventurera, y lo invité a pasear en una embarcación fluvial; en el curso del paseo desembarcamos y visitamos la casa de un obrero, en la que nos sirvieron sopa de pescado. En todo el episodio había una excelente atmósfera de amistad y hospitalidad. Me desempeñé como intérprete y Julius preguntó acerca de la vida, la familia, la batalla de Stalingrado —el obrero había combatido en la defensa de la ciudad— y la situación política y económica. El trabajador criticó a Moscú, y todos discutimos los defectos del sistema socialista. Esta franqueza impresionó a Julius. Al día siguiente, visitamos una villa que había sido preparada para recibir al presidente Eisenhower, en una visita que nunca se realizó. Firmé con mi nombre completo en el libro de visitantes, teniente general Markus Wolf, lo cual provocó incomodidad en Julius, porque su propio nombre estaba al lado.
Pero esas pequeñas vacaciones en el corazón del territorio enemigo le ayudaron a despojarse de sus temores acerca de la posibilidad de que se lo comprometiese en ayudar a la Unión Soviética a asegurar la paz mundial, el nombre que nosotros dábamos a nuestra propuesta. También le dejó ver un atisbo de experiencia prohibida. Se convirtió en una fuente política para nosotros en su partido, y por nuestra parte lo ayudamos a mantener su oficina privada, un tipo de canje político que no es desconocido en muchas democracias occidentales.
A menudo he dicho a mis colegas rusos: «Ustedes no aprovechan su mejor arma. Les muestran las usinas energéticas y no a la gente. Esa gente quizá viva en casas pobres, pero impresiona a los extranjeros más que cualquier otra cosa».
La inteligencia soviética fue nuestro modelo, y en los primeros tiempos nuestra maestra en el espionaje extranjero. A partir de mediados de los años cincuenta viajábamos a Moscú para reunimos con los jefes de la inteligencia exterior soviética, instalados en el Primer Directorio Principal, y para recibir instrucciones generales del jefe del KGB. En aquel momento no nos quedaba ninguna duda en el sentido de que nuestros anfitriones nos consideraban simplemente como unos peones colocados en una avanzada del orgulloso imperio.
Nuestras habitaciones se encontraban en el apartamento de huéspedes de Kolpachni Pereulok, que había pertenecido a Viktor Abakumov, el brutal jefe del SMERSH, la organización responsable de la liquidación de los enemigos reales e imaginarios de Stalin durante la Segunda Guerra Mundial. Abakumov fue fusilado en 1953, después de la muerte de Beria.
Construida en el grandioso estilo prerrevolucionario, la mansión de tres pisos tenía varios apartamentos, un ascensor, hogares y un amplio cuarto de baño de mármol con una enorme y antigua bañera. El armario del comedor estaba atestado de fina vajilla de porcelana y cristal, y había una hermosa mesa de comedor ovalada con una lámpara baja, y alrededor de ella nos sentábamos a analizar el estado del mundo con nuestros anfitriones. Las ventanas estaban protegidas por gruesas cortinas. La casa tenía una hermosa biblioteca de clásicos rusos (rara vez leídos), su propia sala de billares y un cine, y se la consideraba una maravilla incluso en el ambiente de los altos jefes del KGB, a quienes encantaba esta mezcla del antiguo gusto burgués y el lujo vulgar estilo nuevo rico. Se decía que Abakumov torturaba en persona a los prisioneros, y continuaba la práctica de Beria de secuestrar a muchachas atractivas en la calle, llevarlas a la casa y violarlas. ¿Quién podía decir qué horrores habían tenido lugar en los cuartos en los cuales se nos agasajaba con tanto lujo? Después del derrumbe de la Unión Soviética, la oficina de prensa del Servicio de Inteligencia ruso se instaló allí.
A Mielke le encantaba que los soviéticos lo agasajaran en gran estilo, y en cambio yo prefería las excursiones fuera de la ciudad, para visitar las agradables dachas en medio del bosque que me recordaban la niñez. Mielke nunca se liberó por completo de los sentimientos de inseguridad propios de sus orígenes obreros. Insistía en compartir una habitación conmigo, porque se sentía solo; o quizá, considerando el entorno, un poco temeroso. De noche, mi compañero roncaba ruidosamente, lo cual por cierto no era nada apropiado para pasar una semana tranquila.
Después de 1953, la relación con el KGB empezó a tener tensos perfiles a causa de la turbulencia existente en el seno de la dirección soviética después de la muerte de Stalin y la ejecución de su secuaz Lavrenti Beria. Sergei Kruglov, que sucedió a Beria, dejó el sitio a Ivan Serov, que había estado a cargo de la instalación de estructuras soviéticas en Alemania Oriental: el gran edificio del KGB en Berlín, la distribución de representantes del KGB en todos los distritos de la República Democrática Alemana y la creación del enorme Departamento de Inteligencia Militar en Potsdam. Serov era partidario de permitir que la República Democrática Alemana dirigiese sus propias operaciones de espionaje y contraespionaje. Lo conocí en una reunión realizada en marzo de 1955 en la cual participaron representantes de seguridad del bloque oriental. Siempre estaba de uniforme, tanto en el atuendo como en la mente, y su discurso insistía en la necesidad de que concentráramos nuestros esfuerzos contra el enemigo común, los Estados Unidos. Mi ángel guardián soviético era Alexander Paniushkin, ex embajador en Washington y más tarde responsable de los cuadros extranjeros del Comité Central.
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Cierta vez realicé un excursión en carruaje a través del bosque del coto de caza del Ministerio de Seguridad en Wolletz, a unos sesenta y cinco kilómetros de Berlín, con Serov y el residente del KGB en Berlín, Alexander Korotkov. Antes de la guerra Korotkov había sido «Erdmann», el responsable berlinés de la Rote Kapelle. Ambos pasaron el tiempo recordando, en tanto que camaradas de armas, cómo habían sofocado la rebelión húngara. A partir de ese momento tuve la impresión de que muchos de los principales generales del KGB habían intervenido en la represión.
Serov fue reemplazado por Alexander Shelepin, que duró sólo tres difíciles años (durante los cuales aprobó el asesinato en Múnich de Stepan Bandera, el líder nacionalista ucraniano, y condecoró personalmente al agente que lo cometió). Arrogante y ambicioso, Shelepin fue exonerado por haber apoyado un putsch que no tuvo éxito contra Khruschov en 1961, y fue reemplazado por Vladimir Semichastni. Este era tan bondadoso y cordial como podía esperarse de un ex líder del Komsomol, el ala juvenil del partido.
Aunque afable, Semichastni era un individuo de mente aguda e ideología rigurosa, que había ascendido con bastante rapidez en la jerarquía del KGB, tratando de apoyar al sector más promisorio cuando Khruschov por fin fue eliminado, en 1964, en favor de Leonid Brezhnev. La obsesión personal de Semichastni era la contaminación del sistema desde el interior por los artistas y los escritores soviéticos; él fue quien presidió la campaña contra Boris Pasternak y su novela Doctor Zhivago. Le interesaba poco la inteligencia exterior, y la dejaba en manos de Alexander Sajarovski, un hombre muy respetado por muchos miembros de su personal y también por mí. Sajarovski me trataba como un hijo, en concordancia con nuestras respectivas edades.
Traté de alejar al HVA de los «excesos operativos» de otros servicios de espionaje en el Este que también buscaban la guía del KGB. No obstante los estereotipos de las películas y las novelas de espionaje, la violencia física era la excepción y no la regla. No creo que en ninguno de los dos bandos se tratara de asesinar al contrario, y la mayoría de los que murieron fue por accidente, después de recibir una dosis excesiva de somníferos, a menudo durante un secuestro. Tales muertes fueron utilizadas contra el bloque oriental por el Oeste con fines de propaganda en los áridos y tendenciosos noticieros de los años cincuenta; ciertamente, por nuestra parte solíamos enterarnos de esas muertes gracias a las publicaciones occidentales, pues no era la clase de acontecimientos de los cuales alguien se vanagloriaba internamente.
Eso no significa que a veces no aplicáramos métodos duros. El HVA (Hauptverwaltung Aufklärung, o inteligencia exterior), como resultado de su integración en el Ministerio de Seguridad del Estado a mediados de los años cincuenta y en concordancia con el modelo de espionaje soviético, tenía diferentes y numerosos vínculos con el contraespionaje. Por ejemplo, si el Departamento 20 de Seguridad del Estado, responsable de la cultura, se interesaba en cierta «persona hostil-negativa» —para usar la jerga del contraespionaje— y comprobábamos que un vecino de esa persona estaba incluido en los archivos del HVA, se utilizaba la ayuda de él o ella para informar y conseguir información acerca del sospechoso, mientras otras condiciones de seguridad lo permitiesen. El término tan amplio, «hostil-negativo», podía usarse contra quien se opusiera a la política de la dirección, o discrepase con ella en todo o en parte. Era uno de los peores instrumentos de persecución de la Stasi. Si el HVA tenía información acerca de las actividades y contactos de los escritores alemanes orientales que vivían en el exterior, se pasaba esa información al contraespionaje. Por nuestra parte, aprovechábamos el conocimiento que tenía el contraespionaje de relaciones de ciudadanos de la República Democrática Alemana con el Oeste.
Estos intercambios de información eran un procedimiento usual entre los países del bloque oriental, y también en el Oeste. Algunos han dicho que la colaboración de los servicios de inteligencia extranjera con el departamento de contraespionaje del Ministerio de Seguridad del Estado me convierte en colaborador en la vigilancia y represión de los ciudadanos alemanes orientales por parte del Ministerio. No diré que no tuve nada que ver con dicha represión, pero la división relativamente rigurosa del Ministerio en departamentos significa que mi servicio estaba explícitamente al margen de las actividades del contraespionaje interno. El HVA fue siempre un servicio de inteligencia exterior, y si bien participábamos en la cooperación burocrática usual con el contraespionaje, no teníamos casos internos propios que determinasen detenciones o condenas. De todos modos, sabíamos bien lo que sucedía y conocíamos los métodos a menudo duros del contraespionaje. Durante los últimos años de cooperación entre el HVA y los departamentos de contraespionaje del Ministerio de Seguridad del Estado, el uso de la fuerza fue la excepción más que la regla, y nunca fue ordenada ni aprobada por los oficiales superiores. Sin embargo, se adoptaron medidas con el fin de debilitar e intimidar a los grupos opositores, y sus efectos psicológicos en definitiva probablemente fueron más perjudiciales que lo que podría haber sido la tortura física.
Tales métodos, casi inconcebibles por el alcance y su maligno refinamiento, fueron utilizados contra el científico Robert Havemann. Comunista convencido, había sido condenado a muerte durante la dictadura de Hitler y liberado por el ejército soviético de la misma cárcel en la que estaba Erich Honecker. Al final de los años sesenta Havemann criticó de manera pública el liderazgo político de la República Democrática Alemana y reclamó la introducción de reformas democráticas en nuestro estancado sistema. Su pequeña vivienda en Grünheide, cerca de Berlín, fue acordonada y sitiada como si se tratase de un baluarte enemigo. Todos los miembros de su familia, todos los visitantes, fueron sometidos a la vigilancia de informantes que literalmente seguían sus movimientos cotidianos y se difundieron calumnias acerca de sus esposas, incluyendo relatos referidos a aventuras extraconyugales reales o inventadas. Un ex agente de nuestro departamento, un hombre llamado Knut Wollenberger, fue infiltrado en el grupo de reformistas democráticos de Havemann, con la orden de presionarlo y subvertirlo.
El mismo trato fue aplicado de manera sistemática al poeta y cantante Wolf Biermann, amigo de Havemann y miembro de su círculo. Después de una gira por Alemania Occidental, se le negó el reingreso a la República Democrática Alemana y fue privado ilegalmente de su ciudadanía.
Karl Winkler, joven poeta y cantante, y admirador de Havemann y Biermann, fue detenido bajo falsas acusaciones de «inconducta pública» en 1979, y fue deportado al Oeste después de un proceso en el que se lo declaró culpable. Publicó un libro en el cual describió la tortura psicológica de su encarcelamiento. Nos conocimos —quizá trabamos amistad— después de 1989, cuando yo asistí a la asamblea de la Alexanderplatz en la que se reclamaron reformas. Declaró en mi favor durante la sesión del tribunal celebrada en el verano de 1993. Al año siguiente, Winkler se ahogó en el Mediterráneo en circunstancias que todavía no están aclaradas.
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Todas las cárceles lesionan la dignidad humana, pero mucho depende de los que dirigen las investigaciones iniciales y de la naturaleza de los carceleros una vez concluido el caso. Mis propios agentes me informaron acerca de la tortura psicológica en el confinamiento solitario a que fueron sometidos quienes estuvieron encarcelados en las prisiones occidentales. Nunca vi las cárceles de Alemania Oriental, pero la situación que prevalecía allí seguramente era muy mala. Los relatos de Winkler acerca de los trece meses durante los cuales se lo encarceló e interrogó antes de deportarlo fueron una deprimente demostración del desprecio total a la dignidad del prisionero, una experiencia compartida por millares de individuos. Más tarde, Winkler organizó visitas y programas relacionadas con el Ministerio de Seguridad del Estado y sus cárceles, y él y yo llegamos a comprender y apreciar nuestras respectivas inquietudes.
Al conocer las experiencias de Winkler, de nuevo me sentí abrumado por la vergüenza ante el aspecto oscuro del ministerio donde yo había ocupado una posición importante durante tanto tiempo. No tuve una reacción diferente cuando conocí a Walter Janka, un veterano comunista y compañero de mi padre, que me habló de su persecución y encarcelamiento después de los levantamientos de 1956, cuando fue enviado a la notoria institución penal Bautzen. En diciembre de 1989, Janka y yo presidimos el Congreso del Partido y tratamos de convertir el Partido Socialista Unificado en una organización de socialistas democráticos. Ayudé a preparar un informe acerca de los crímenes del estalinismo y de nuestro propio pasado, pidiendo disculpas a los habitantes de la República Democrática Alemana. Durante los años siguientes, yo y mi sucesor, Werner Grossmann, declaramos en repetidas ocasiones que nuestro servicio no podía esquivar la responsabilidad de la represión interna y tratamos de que se nos perdonara.
El empleo del poderoso instrumento que era el servicio de seguridad del Estado en perjuicio de los ciudadanos que sostenían opiniones diferentes o el de los que deseaban abandonar su propia patria, a la que ya no apreciaban, equivalía a pisotear las ideas de los fundadores del comunismo. Por lo tanto, se desaprovecharon las posibilidades de reforma, y nuestra propia responsabilidad y nuestra culpa por defecto continúan siendo una carga que nos atormenta todavía hoy.
Yo me oponía con firmeza a los actos de violencia física o peligrosos, pero no puede decirse lo mismo de los servicios «fraternos». Cierto día recibí una llamada del jefe de la sección búlgara en Berlín pidiendo un médico que fuese capaz de guardar un secreto, para ayudarles en «un asunto difícil». Cuando yo insistí, se limitó a contestar: «Estamos transportando algunos artículos, y corren peligro de descomponerse».
No necesité mucho para comprender que los búlgaros seguramente habían drogado a una persona «secuestrada», y no habían conseguido controlar el efecto de la droga. Encontramos un médico apropiado, que tenía relaciones con el servicio secreto, lo cual significaba que no se impresionaba con facilidad. Aproximadamente una hora después de llegar a la embajada búlgara, me telefoneó: «Demasiado tarde —dijo—. Esos estúpidos le aplicaron una dosis capaz de matar a un caballo. Y metieron al pobre individuo en el maletero de un auto. Sin aire para respirar y un somnífero. Una combinación con resultados previsibles».
Volvió al teléfono el hombre del servicio secreto búlgaro y ahora habló con voz temblorosa. Como había liquidado por accidente a un desertor, presumiblemente después de secuestrarlo en su refugio de Alemania Occidental, para interrogarlo en Sofía, el agente búlgaro había puesto en juego su cabeza.
—¿Habría inconveniente que le dejásemos la mercadería? —rogó.
—De ningún modo —contesté.
Discutimos el tema un rato y finalmente remití el problema a Mielke, quien decretó que el cadáver era asunto que concernía a los búlgaros. Nos despedimos de la lamentable carga antes de que el cadáver exhibiera el rigor mortis.
Me parece imposible convencer a la gente de que yo no utilizaba esos métodos. La explicación de nuestra metodología en los casos citados en este libro de todos modos debería aclarar a todos, salvo a los que no desean creer o los que prefieren creer que James Bond es una persona real, que no era necesario comprometerse en la ingrata tarea de los «trabajos sucios» y las drogas somníferas para dirigir un servicio de inteligencia muy eficaz.
Pero yo sabía que, incluso después de la muerte de Stalin, los soviéticos aún tenían un departamento que inventaba modos extraños de matar a los enemigos. Incluso en el ámbito del KGB la existencia de este departamento era un secreto muy bien guardado. Además de asesinar a Stepan Bandera con una bala envenenada, el KGB asesinó al desertor Trajnovij, jefe de la organización de inmigrantes rusos denominada Unión Nacional, en Berlín, mientras intentaba secuestrarlo. Un miembro del KGB fue enviado a los distintos departamentos de inteligencia del bloque oriental, para mostrar artículos como las toxinas nerviosas que no dejaban rastros y los venenos por contacto con la piel, destinados a untar los tiradores de las puertas. Lo único que alguna vez acepté de este individuo fue un saquito de «droga de la verdad» que según él me explicó era «insuperable», esto último dicho con el entusiasmo de un vendedor a domicilio. Durante años estuvo en mi caja fuerte personal. Cierto día, movido por la curiosidad, pedí a nuestro médico, un profesional cuidadosamente instruido, que analizara la sustancia en cuestión. Regresó sacudiendo la cabeza, horrorizado. «Si usa esta droga sin constante supervisión médica, es muy probable que el tipo a quien quiera arrancarle la verdad esté muerto en pocos segundos», dijo. Jamás utilizamos la «droga de la verdad».
Pero la muerte era siempre un riesgo, y para el caso poco importaba de qué lado uno estuviese. El precio cuando descubrían la traición de un hombre en los primeros tiempos de la Guerra Fría, muy a menudo era la ejecución, después del juicio organizado por la gente de su propio lado. La primera víctima de la cual oí hablar fue una mujer llamada Elli Barczatis, secretaria del primer ministro alemán oriental Otto Grotewohl. Grotewohl había sido socialdemócrata antes de la fusión del SPD con los comunistas del Este en 1948, y sus antiguos colegas del SPD en el Oeste nunca habían renunciado a la esperanza de que Grotewohl se apartase de los soviéticos y dividiese al partido alemán oriental gobernante. Los hombres del Oeste lo seguían muy de cerca, pero como se trataba de un individuo taciturno, decidieron dedicarse a su secretaria. Barczatis fue seducida por un agente occidental, y como se descubrió más tarde durante su interrogatorio, se le aplicó el nombre en clave de «Daisy». Por lo que sé, fue la primera aplicación durante la posguerra de la técnica estilo Romeo por los servicios de inteligencia de cualquiera de ambos lados para seducir a una persona que estaba cerca de una figura política, de modo que cooperase con el enemigo.
La gran desgracia de Barczatis fue que su caso tomó estado público poco después de la ejecución de Julius y Ethel Rosenberg como espías atómicos en Estados Unidos. El signo aritmético que prevalecía en el juego del espionaje, como en otros aspectos de la Guerra Fría, era la paridad. Fue sentenciada a morir en la guillotina por un tribunal de Frankfurt-am-Oder, en la frontera con Polonia.
En esta atmósfera política, fue inevitable que cobrase conciencia desde el comienzo mismo de la dureza que había tomado el juego. No pretendo que ignoraba las brutalidades de la vida en nuestro propio país; las detenciones al azar y el miedo que se habían infiltrado en la estructura comunista de los años cincuenta me llevaron a la conclusión de que nadie estaba a salvo de la acusación de traición.
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Las cosas cambiaron en forma radical para mejor con la llegada de Yuri Andropov como jefe del KGB en 1967. Estábamos frente a una figura a la que yo admiraba, que no se sujetaba al protocolo y se distanciaba de las mezquinas intrigas que habían caracterizado el régimen de sus predecesores. También estaba exento de la generalizada arrogancia soviética, que automáticamente suponía que este gran imperio era invulnerable. Con más certeza que cualquier otro en Moscú, Andropov entendió que la intervención militar en Hungría en 1956, y más tarde en Checoslovaquia en 1968, fueron signos de debilidad más que de fuerza de los soviéticos. Ansiaba que esos acontecimientos no se repitiesen. Andropov se distinguió de sus predecesores y sucesores en el KGB por sus cualidades políticas y humanas. El horizonte de sus intereses fue mucho más amplio que el de cualquiera de los anteriores. Fue capaz de comprender aspectos importantes de la política interior y exterior, los problemas ideológicos y teóricos, la necesidad de promover cambios y reformas fundamentales; pero también estuvo al tanto de sus riesgos y sus consecuencias.
Mi primer encuentro importante con Yuri Andropov fue en 1968, poco después de que las tropas rusas aplastaran la Primavera de Praga. Debía visitar Alemania Oriental ese verano, pero su viaje se postergó a causa de los episodios de Praga. Llegó a vernos en otoño; todos aún estábamos aturdidos por lo que había sucedido y nos preguntábamos cuál sería el comentario más adecuado. Entre los muchos banquetes oficiales prácticamente idénticos a los cuales asistí, este se destaca en mi recuerdo. Cenamos en una de las casas de huéspedes de nuestro Ministerio en el barrio de Pankow, en el norte de Berlín Oriental. (En los primeros tiempos, la jerarquía alemana oriental vivía toda en un edificio muy ordenado, en estrecho contacto mutuo, hasta que al fin las consideraciones de seguridad la convenció de la necesidad de trasladarse fuera de la ciudad, al complejo de Wandlitz, durante los años cincuenta).
La casa de huéspedes de Pankow era una villa bien ubicada, elegida teniendo en cuenta la necesidad de contar con un sitio que, por su elegancia, representase un alojamiento adecuado para nuestros invitados, pero que al mismo tiempo no fuese más grandioso que los ambientes que los soviéticos utilizaban cuando nos ofrecían una cena. Los participantes del lado alemán eran Erich Mielke, once altos funcionarios del Ministerio de Seguridad del Estado y yo. Esa noche la atmósfera era distendida, un tributo a los cambios que Andropov había promovido en la organización. El duro núcleo del miedo —que se manifestaba durante los años cincuenta, una década que a pesar del deshielo de Khruschov estaba marcada por el legado de Stalin— ahora se había disuelto. Andropov se comportaba con dignidad y, a diferencia de muchos de sus compatriotas, podía ser civilizado después de unas pocas copas. Uno podía ver que todos, incluso los individuos de pretensiones intelectuales más modestas, dejaban escapar un suspiro de alivio. Fue una reunión completamente masculina. Incluso los camareros eran hombres, elegidos por el Ministerio en una lista especial de personal considerado digno de confianza.
La conversación se orientó hacia Checoslovaquia, lo que yo sabía que sucedería. La obsesión de toda la vida de Mielke eran los socialdemócratas alemanes, a quienes criticaba culpándolos de haberse «desviado ideológicamente» en el marco del movimiento socialista. Consideraba que la cena era una oportunidad ideal para aliviar la presión y demostrar a nuestro invitado la solidaridad del partido con la decisión de su país de aplastar el movimiento reformista en Praga. Se puso de pie y habló de la necesidad de impedir «el debilitamiento» a través de la influencia socialdemócrata, que dominaba en los círculos reformistas de Praga.
Hubo en el grupo una sucesión de gestos de asentimiento. Después, habló Andropov.
—Esa no es la historia completa —dijo con expresión cortés pero firme—. Teníamos dos alternativas: la intervención militar, que perjudicaría nuestra reputación, o permitir que Checoslovaquia siguiese su propio camino, con todas las consecuencias que eso implicara para Europa oriental. No era una situación envidiable.
Andropov bebió un sorbo de agua y los presentes guardaron silencio, todas las miradas fijas en él.
—Uno debe considerar la situación existente en cada país y examinar dónde están los puntos de tensión. El nuevo gobierno [comunista] pasará momentos difíciles en Checoslovaquia. Y con respecto a los socialdemócratas, bien, creo que tendremos que considerar con mucho cuidado nuestras relaciones con ellos y lo que representan en todas partes.
La cantidad de vacas sagradas que habían caído era sobrecogedor. En primer lugar, había rechazado el riguroso análisis ideológico de la intervención en favor del examen de los problemas internos de un país por ese mismo país. Los comentarios de Andropov también sugirieron que los comunistas de Checoslovaquia no habían percibido la extensión del disenso y el trabajo que se requería para mejorar la situación. La preocupación de Andropov por el destino de la nueva dirección se oponía en forma directa a la línea oficial, que sostenía que la masa de ciudadanos respetuosos de la ley estaba complacida al ver que se restablecía el orden y los comunistas recuperaban con firmeza el control de la situación. Y la posdata, que favorecía los contactos con todos los socialdemócratas, era una crítica velada a los odios viscerales entre el liderazgo alemán oriental y el principal partido de la izquierda en Alemania Occidental. También implicaba un gesto premonitorio, dado que en el año siguiente los socialdemócratas alemanes occidentales lanzarían su campaña de la Ostpolitik, buscando un entendimiento mejor con el Este. Me sentí impresionado por la firmeza con que Andropov estaba superando el papel que, como bien sabía, nosotros esperábamos que él representase, y por su expresión sincera en un foro en que el halago y la retórica en general estaban en el orden del día. Envalentonados por su actitud, los que estábamos sentados a la mesa volvimos a llenar nuestras copas.
Esta ocasión no representó el fin de las declaraciones temerarias de Mielke. Hasta la década de los setenta insistió en brindar por Stalin y en reclamar «tres vivas por nuestro modelo e inspiración» en presencia de grupos de personas cada vez más irritadas. Sugería con claridad que había sido un grave error que la Unión Soviética se distanciara del legado de Stalin. Pero por supuesto, en esos momentos estaba en compañía de funcionarios de su país. Cuando alternaba con los soviéticos, la cuestión era diferente.
A diferencia de sus predecesores, el principal interés de Andropov era la política y la inteligencia exteriores. También promovió estructuras administrativas en el KGB e instaló un sistema que implicaba un más amplio sentido de responsabilidad. En las operaciones exteriores se dio cuenta muy pronto que la práctica tradicional de llenar con agentes las embajadas y las representaciones soviéticas oficiales y comerciales no era el mejor modo de actuar, pues estas instituciones estaban muy bien vigiladas por el contraespionaje extranjero. Yo sabía, gracias a mis propios intentos, casi siempre abortados, de dirigir agentes desde la embajada en Washington que apenas podían salir del edificio sin qué los siguiera un hombre del FBI, aunque algunos años después conocí a Ivan Gromakov, antiguo residente del KGB en Washington, que sostenía que era fácil descubrir la vigilancia del FBI, y que nunca había sido para él un obstáculo cuando tenía que relacionarse con sus fuentes. La otra desventaja del trabajo con cobertura diplomática era el riesgo de que hubiese expulsiones de diplomáticos como represalia, lo cual significaba que cualquier agente asentado en una embajada o en un cargo tenía muchas probabilidades de ser expulsado del país en alguno de los incidentes que sucedían constantemente. Las embajadas soviéticas estaban tan atestadas de agentes que en un año los británicos expulsaron de la embajada soviética en Londres un total de 105 funcionarios de quienes se sospechaba que eran agentes. El cambio promovido por Andropov, que hizo que se desplazara el énfasis hacia los agentes ilegales (consistente en la infiltración de un agente en un territorio hostil bajo la protección de lo que denominábamos una leyenda, es decir, con una falsa identidad, documentos falsos y una justificación aparente para encontrarse allí); ciertamente, era una práctica mejor para el ejercicio del espionaje, a pesar de que era muy impopular en los cuadros, que preferían el apoyo institucional.
Este desplazamiento hacia el empleo de agentes ilegales era una realidad con la cual ya nos habíamos visto obligados a lidiar a causa de la necesidad. Como la República Democrática Alemana no fue reconocida diplomáticamente en el Oeste hasta el Tratado Fundamental (Grundvertrag) de 1973, firmado con Alemania Occidental, en todo caso podíamos gozar del lujo de utilizar las embajadas como bases de espionaje y dependíamos mucho más de la «línea ilegal» (incluso usábamos esa antigua expresión bolchevique). Andropov examinó de cerca nuestros métodos y llegó a la conclusión de que debía ser más reducido el número de agentes que gozara de las comodidades de la vida institucional, y que era necesario enviar mayor cantidad de agentes ilegales para que se abriesen paso por su cuenta. Estudió en profundidad el desarrollo de la inteligencia alemana oriental y me pidió que le facilitara ejemplos detallados de mi enfoque de la organización de los agentes. Me sentí halagado ante el pedido y me apresuré a complacerlo.
Nunca compartimos los nombres de los agentes. La primera norma de la tradición de nuestro espionaje se remontaba a la política del Partido Comunista revolucionario, que afirmaba que el agente debía tener acceso sólo a lo que necesitaba saber. Esta limitación razonable impidió que hubiese episodios de recriminaciones mutuas cuando se daban casos de traición, y por lo tanto impedía que un servicio tratase de responsabilizar a otro.
La disposición de Andropov a recibir información que no pertenecía al KGB también profundizó su percepción de las verdaderas relaciones entre los diplomáticos y los funcionarios de inteligencia que actuaban en las embajadas, en contraposición a los datos informados de manera oficial. El enfoque de esta relación por el KGB, que a veces tomaba una forma arrogante, hizo que en muchas embajadas las relaciones entre el embajador y el residente oficial del KGB fueran tensas. Esto sería exacerbado por los recursos superiores del KGB; siempre estaba bien abastecido de fondos y sus empleados podían tener sus propios vehículos, en tiempos en que sólo los diplomáticos soviéticos de alto rango tenían su propio coche; otros diplomáticos estaban obligados a depender del parque de vehículos de la embajada. Los miembros del KGB también podían reclamar pagos más elevados en concepto de comidas que lo que se otorgaba a los diplomáticos reconocidos como tales. Estas diferencias no sólo constituían una fuente de resentimiento, sino que también ayudaba a las organizaciones del contraespionaje extranjero a identificar a los agentes del KGB que operaban bajo la protección diplomática.
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Con respecto a la influencia política más amplia de Andropov, sé que él fue el origen de muchas de las ideas reformistas que Gorbachov después reclamaría como propias. Se dio cuenta que una de las razones por las cuales la economía soviética se había rezagado tanto con respecto a la de Occidente era el control centralizado y la separación total de los sectores militares y civiles. Las enormes inversiones oficiales en el complejo militar-industrial norteamericano y en otros países capitalistas desarrollados podía revertirse, gracias a la iniciativa de las compañías privadas, hacia provechosos progresos civiles en el área de la alta tecnología, por ejemplo la aviación a reacción y la informática. Pero en la Unión Soviética, el fetiche del secreto provocaba un retraso insuperable, como los ministros de la República Democrática Alemana podían atestiguar gracias a su propia experiencia en los ministerios militares soviéticos. Cuando expliqué el problema a Andropov, este me dijo que había intentado aplicar esa línea de pensamiento en las comisiones que él había integrado con expertos civiles y militares, los cuales supuestamente debían aprender de las comparaciones realizadas entre los dos sistemas económicos competidores. Andropov consideraba que la inteligencia era un instrumento importante para aprender más allá de las fronteras el modo de mejorar el sistema socialista, y su disposición intelectual a examinar otros caminos contrastaba con el estancamiento de todo su entorno. Cavilaba acerca de la posibilidad de un «tercer camino» democrático social encabezado por Hungría y ciertos sectores de la República Democrática Alemana, e incluso durante la represión aplicada a los disidentes soviéticos, un movimiento del cual era responsable, en privado analizaba los experimentos húngaros en la esfera del pluralismo político y del liberalismo económico.
A menudo me pregunté qué habría hecho Andropov si se le hubiese concedido diez años en el poder, en lugar de unos pocos durante los cuales soportó el peso de la enfermedad. Seguramente no habría hecho lo que hizo Gorbachov. Había expresado la esperanza de que podría arreglárselas para someter la propiedad socializada al mercado libre, además de promover la liberalización política, y seguramente los pasos encaminados hacia la reforma habrían sido meditados con más cuidado.
En su trato con los países socialistas, Andropov nunca tuvo una actitud protectora como su predecesor Brezhnev o como su sucesor Chernenko. Viacheslav Kochemassov recuerda que, cuando fue designado embajador soviético en Berlín, Andropov le dijo: «Necesitamos un nuevo embajador en la República Democrática Alemana, no un gobernador colonial». Queda por dilucidar si el fin del antiguo estilo imperial ruso habría llevado a una reforma exitosa del socialismo.
Quizás estos recuerdos ayuden a resolver la paradoja que Andropov representó para Occidente. Se lo presentaba como un liberal de gabinete —incluso un admirador del jazz—, pero los analistas occidentales no podían conciliar esta caracterización con la dureza que mostraba frente a los disidentes. Pero equivocaban el análisis. Puedo atestiguar que ciertamente apoyaba la reforma, pero que no la habría promovido en el estilo democrático del Oeste, que le habría parecido anárquico. Andropov habría impuesto las reformas desde arriba, con todas las limitaciones que eso implicaba. Pero creo que tales reformas se habrían ajustado a un ritmo más mesurado, y quizás habrían alcanzado más éxito.
Pero el hecho de que yo admirase a Andropov no significa que siempre obtuviese de él lo que deseaba, y eso se aplica sobre todo al caso en que intenté organizar un canje de espías que favoreciese a Günter Guillaume, en 1978. Imaginé que Bonn podía proponer a Guillaume sólo a cambio de una persona realmente importante cedida por el lado soviético. Un canje de esa naturaleza consolidaría la reputación de los alemanes occidentales como hábiles jugadores en el juego de la diplomacia global, y además podría incluirse cierto número de agentes de Alemania Occidental para mejorar el acuerdo en vistas al consumo interno. Mientras yo garabateaba nombres posibles al dorso de un sobre, comprendí que la clave —y el problema— era Anatoli Sharanski. O más exactamente, la obsesión del Kremlin con él.
A semejanza del moralista y cronista del Gulag, Alexander Solzhenitsin, y el científico y disidente Andrei Sajarov, el constructor de la bomba atómica soviética que se consagró a la causa de los derechos humanos, durante los cinco años de su intensa campaña por los que asistían a los judíos, Sharanski se había convertido en auténtica figura de culto en el mundo de los disidentes. Era tanto cuestión de carisma como de suerte, porque había conocido a los periodistas que podían simpatizar con él; en la Unión Soviética había centenares de disidentes tan consagrados como él a esa causa, pero se ignoraban por completo. Gracias a su éxito, este tímido académico se había convertido en blanco de un sentimiento de cólera muy personalizado tanto en el KGB como en el partido. Yo sabía por mi experiencia de las relaciones de Moscú con los enemigos internos que estas solían orientarse sencillamente hacia el objetivo de desembarazarse del individuo que les molestaba; a Solzhenitsin lo habían puesto en un avión para que lo llevara a Alemania; Sajarov había sido enviado (por el propio Andropov) al exilio interno en Gorki. Entonces, ¿qué les impedía desembarazarse también de Sharanski? Pero Andropov no veía las cosas de ese modo.
—Camarada Wolf —dijo—. ¿Sabe qué sucedería si diéramos esa señal? Ese hombre es un espía [Andropov consideraba que Sharanski estaba comprometido con la CIA], pero lo más importante, es que se trata de un judío y habla en nombre de los judíos. Demasiadas minorías han soportado represión en nuestro país. Si de este modo cedemos terreno ante los judíos, ¿quiénes vendrán después? ¿Los alemanes del Volga? ¿Los tártaros de Crimea? ¿O quizá los calmucos o los chechenos?
Se refería a los grupos étnicos deportados por Stalin de sus hogares en las zonas rurales, para eliminar literalmente posibles fuentes de oposición privándolos de sus raíces geográficas. El KGB tenía una palabra burocrática para designar a estas minorías, un término que yo nunca había escuchado antes: kontingentirovannye. La palabra kontingent aludía a las «cuotas» o categorías de personas que no merecían confianza. Se entendía que estos «contingentes» estaban formados por personas que podían ser hostiles, y Andropov calculaba que su número alcanzaba el sorprendente total de ocho millones y medio de personas.
—No podemos incurrir en la irresponsabilidad de resolver todos estos problemas en momentos tan difíciles —continuaba diciendo—. Si abrimos al mismo tiempo todas las válvulas, y la gente comienza a expresar sus quejas, habrá una avalancha y no habrá manera de contenerla.
Este era el Andropov que yo conocía de antiguo, un hombre franco que desechaba las versiones oficiales hinchadas y mentirosas para revelar la razón desnuda que estaba en el fondo de la intransigencia de la Unión Soviética en el tema de los derechos humanos: el miedo. Miedo al posible conflicto que había dejado el legado de Stalin, es decir, los posibles enemigos en el mismo interior del país. Sharanski podía convertirse en el portavoz no sólo de los judíos soviéticos sino de muchos, muchísimos más, kontingentirovannye.
Ahora parece que no existían pruebas de que Sharanski estuviese enredado con la CIA, pero Andropov estaba absolutamente convencido de lo contrario. No tenía motivos para mentirme precisamente a mí. Pero por encima y más allá de las relaciones con el espionaje, las principales consideraciones de Andropov se referían a otras áreas, y por mi parte me asombró la franqueza con que se refirió a los posibles problemas étnicos. Andropov continuó: «Será un estandarte para todos los judíos. Los excesos antisemitas de Stalin han hecho que esta gente esté profundamente dañada por el Estado soviético, y ellos tienen poderosos amigos en el exterior. En este momento no podemos permitir tal cosa». Se mostró igualmente franco con respecto a la declinación de la Unión Soviética, cuyo punto de inflexión, en una referencia a nuestro encuentro catorce años antes, a su juicio estaba en la invasión a Checoslovaquia en 1968.
Realicé varios esfuerzos para persuadir a Andropov para que aceptara canjear a Sharanski, pero siempre fracasé. Andropov era alérgico sólo a la mención del nombre, y generalmente se acaloraba y gritaba. «Es un espía, y eso es todo». Y así concluía la conversación.
En definitiva, la mala salud de Guillaume (a semejanza de Andropov, tenía una dolencia renal) aceleró su liberación. Los alemanes occidentales se vieron obligados a calcular que, por escasa que fuese su disposición a demostrar clemencia, no conseguirían un canje muy beneficioso si lo único que tenían era un cadáver. Además, después de suceder a Ulbricht, Erich Honecker comenzó a tomar en serio el tema y sugirió a Helmut Schmidt que, a menos que hiciera algo, tendría que hacer frente a la limitación de los intercambios de prisioneros y a la interposición de obstáculos a la reunificación de las familias separadas por la frontera.
Vi de nuevo a Andropov en 1980, cuando fui en avión a Moscú con Mielke para entregar medallas a algunos funcionarios importantes del KGB, con motivo del trigésimo aniversario de la fundación de nuestro ministerio. Ambas partes, el KGB y los servicios de inteligencia del bloque oriental, tomaban muy en serio estas ceremonias, las que habían alcanzado un nivel de previsible reciprocidad. Nos concedían medallas en sus aniversarios y nosotros retribuíamos del mismo modo en los nuestros. Este comportamiento se repetía en todo el bloque oriental, y ya nadie llevaba la cuenta del número de recompensas recibidas por los altos jefes del KGB. En el cuartel general del KGB había un vestidor especial que se ocupaba de que los oficiales de la organización llevaran las medallas apropiadas en cada ocasión. En esta ocasión, Andropov recibiría una medalla de oro que marcaba tres décadas de cooperación fraterna con nuestro ministerio. Estaba en el hospital, pero recibió la medalla en la sede del KGB[15].
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El año 1980 fue un año de inestabilidad en las relaciones soviético-norteamericanas. Argumentando que el despliegue soviético de los misiles móviles SS-20 en Rusia occidental y Alemania Oriental exigiría contramedidas, la OTAN había decidido a finales de 1979 instalar misiles nucleares en cuatro países europeos, incluso Alemania Occidental, si no podía negociarse el retiro de nuestros misiles en el plazo de dos años, es decir, antes de diciembre de 1981. De este modo, habría misiles que podían alcanzar a las principales ciudades europeas a ambos lados de la frontera de la Guerra Fría. El plazo se había cumplido, y el estado de ánimo en Alemania Oriental y Occidental era sombrío. Algunos comentaristas comparaban la situación con la que se había dado en vísperas de la Primera Guerra Mundial, en 1914, cuando se cernía la amenaza de la guerra y un paso en falso podía desencadenar las hostilidades. Los conservadores desechaban estos temores por entender que emanaban del alarmismo de la izquierda, pero yo sabía que Helmut Schmidt había esbozado la misma analogía histórica en sus conversaciones con un enviado de Honecker.
El temor a un enfrentamiento nuclear ciertamente era muy profundo. En una conversación privada con Günter Mittag, consejero económico de Honecker e intermediario frecuente en los asuntos inter-germanos, Schmidt se quejó de la presencia cada vez más acentuada de Washington en Alemania Occidental, y agregó: «Todo está descontrolándose. Debemos mantener un contacto frecuente». Afirmó que el pánico podía agravarse con mucha rapidez, pero Honecker debía saber que podía confiar en la República Federal. «Del lado alemán occidental no se cometerá ninguna locura», fueron sus palabras finales. En otras palabras, mientras las superpotencias jugaban el juego de la guerra, nosotros los alemanes debíamos tratar nuestros asuntos y mantenernos al margen.
Andropov creía que los norteamericanos estaban realizando un esfuerzo coordinado para alcanzar la superioridad nuclear frente a los soviéticos. «Este no es el momento apropiado para demostrar debilidad», dijo, y citó declaraciones del presidente Carter, su asesor Zbigniew Brzezinski y el Pentágono, en el sentido de que ciertas circunstancias podían justificar el uso de armas nucleares en una ofensiva inicial contra la Unión Soviética. Andropov también se sentía inquieto por el aumento de las pérdidas soviéticas en la lucha contra los rebeldes musulmanes fundamentalistas de Afganistán y, por mi parte, decidí tantear el terreno y le pregunté qué pensaba acerca del futuro de la operación. «Ahora no podemos retroceder», es todo lo que dijo.
Sus críticas más agrias estuvieron reservadas para el canciller Schmidt, que había aceptado la estrategia a dos carriles de la OTAN, que consistía en negociar mientras planeaba el despliegue de los misiles nucleares móviles en Alemania Occidental. «Ese hombre tiene dos caras —se quejaba—. Pero en realidad, está del lado de los norteamericanos. No deberíamos mantener contactos de alto nivel con un hombre así». Supuse que se trataba de una alusión a su anterior conversación privada con Mielke respecto de los contactos de Erich Honecker con Schmidt, muchos de los cuales eran desconocidos para los soviéticos, hecho que constituía una permanente fuente de irritación para ellos. Moscú desconfiaba esencialmente de los movimientos de apertura entre el Este y el Oeste originados en la Ostpolitik, y deseaba mantener el control de cualquier aproximación. Andropov y Andrei Gromyko, ministro de Relaciones Exteriores, insistían sobre todo en impedir la visita de Honecker a Bonn. Cuanto más amenazadora era la situación internacional, con mayor intensidad Honecker y Schmidt trataban de mejorar sus relaciones personales. Se mantenían en contacto gracias a una línea telefónica especial, y por su parte Alemania Occidental compraba constantemente la libertad de prisioneros de Alemania Oriental, el espejo más preciso del estado de las relaciones.
Gracias a nuestras fuentes de inteligencia en Bonn, sabíamos que en ese momento la lealtad de Alemania a la OTAN estaba sometida a dura prueba. Schmidt se había colocado en una situación difícil, porque había planteado el problema de una defensa europea después que Moscú y Washington concertaran su propio acuerdo referido a la limitación de las fuerzas de misiles intercontinentales que se cernían sobre los europeos. Ahora, el llamamiento de Carter de unirse al boicot norteamericano a los Juegos Olímpicos de Moscú fue la gota que colmó el vaso. Dividió al gobierno de Schmidt, que ya estaba fracturado, y una fuente en el SPD nos informó que él sólo pudo imponer su voluntad amenazando con renunciar si no se aprobaba el boicot. Gracias a nuestras fuentes en lugares importantes de la capital alemana occidental, supimos de la irritación que había sentido al someterse a la presión norteamericana. El endurecimiento de la posición norteamericana frente a Moscú lo obligó a cancelar una visita que planeaba realizar a Berlín Oriental. Incluso entonces, sus pensamientos se centraron en mantener la relación entre las dos Alemanias, más que en jugar el juego de las superpotencias. Insistió en cancelar francamente su visita a Berlín Oriental, y no en tratar de manipular a Honecker de modo que este se encontrase en una situación que obligara al Este a anular la invitación.
Mi servicio asumió la responsabilidad de trasmitir a Moscú la ubicación propuesta y las especificaciones técnicas de los misiles norteamericanos Pershing II y Cruise, que serían instalados en 1982 si fracasaban las negociaciones. De hecho, yo sabía mucho más acerca de la estrategia nuclear norteamericana que con respecto al despliegue soviético en Europa oriental, gracias principalmente a Rainer Rupp, mi principal fuente en la OTAN. El emplazamiento de los misiles soviéticos móviles SS-20 era un secreto cuidadosamente protegido incluso en relación con nosotros, a pesar de que éramos el principal aliado de Moscú; y los misiles más adelantados después de todo se encontraban en nuestro propio territorio. La arrogancia soviética en este aspecto irritaba y distanciaba a muchos alemanes orientales, por lo demás fieles. Los miembros de mi servicio fueron convocados sólo para unirse a los ejercicios especiales que se realizaban como preparación para enfrentar el escenario extremo de un supuesto ataque inicial de la OTAN.
Con el programa de rearme norteamericano y la llegada de la agresiva administración de Reagan, nuestros socios soviéticos habían llegado a obsesionarse con el peligro de un ataque de misiles nucleares, a los que aludían con un acrónimo, RYAN, formado a partir de la frase rusa Raketno iadenoye napadeniye. Se ordenó al HVA que descubriese cuáles eran los planes occidentales para dicho ataque por sorpresa, y por nuestra parte formamos un grupo especial y un centro de situación, además de centros de mando de emergencia destinados a cumplir esta tarea. El personal tenía que someterse a entrenamiento militar y participar en ejercicios de alarma. Como la mayoría del personal de inteligencia, consideré que estos juegos de guerra constituían una gravosa pérdida de tiempo, pero estas órdenes no admitían el menor cuestionamiento, lo mismo que otras órdenes emanadas de nuestros superiores. Yo ya no creía en la posibilidad de una guerra nuclear en Europa, sin embargo pensaba que el enfrentamiento entre los dos sistemas globales antagónicos se agravaría en los aspectos políticos, económicos y otros. Al mismo tiempo, se acentuaban mis dudas en el sentido de que los principales políticos de ambos lados fueran capaces de comprender y actuar de acuerdo con los cambios que se producían en el mundo. Comencé a pensar en el modo de terminar mi carrera en el mundo del espionaje y en dedicar mi vida a escribir, pero la presión cada vez más intensa en la atmósfera de un enfrentamiento, progresivamente más grave, me obligó a postergar la decisión.
A pesar de la enérgica propaganda de Moscú, siempre supe que la Unión Soviética era mucho más vulnerable que lo que se pretendía frente a una línea norteamericana dura. Las negociaciones de desarme de SALT-II entre Brezhnev y Nixon me lo demostraron con claridad. Pero la elección de Jimmy Carter como presidente nos encontró mal preparados; nuestros documentos iniciales acerca de su persona contenían escasa información, salvo la descripción que lo presentaba como un cultivador de cacahuetes, de perfil bajo. Era reconfortante saber que nuestras fuentes de inteligencia en Bonn informaban que los alemanes occidentales tampoco se sentían muy impresionados por el nuevo comandante en jefe. Pero cuando Carter anunció un presupuesto de defensa récord de 157 000 millones de dólares para pagar los misiles MX y Trident, los Cruise, más submarinos atómicos y una fuerza de reserva de once mil hombres, la reacción en Moscú fue de pánico apenas controlado. «No podemos combatirlo con dinero —me dijo un importante estratega nuclear soviético—. Gracias a Dios somos eficaces en otras cosas».
A esta altura de la situación, algunas de las diferencias políticas entre Alemania Oriental y Occidental habían sido superadas, al margen de los respectivos amos en Moscú y Washington. Herbert Wehner, todavía jefe de los parlamentarios y factor de poder en el Partido Socialdemócrata gobernante de Bonn, estaba tan desconcertado por la política nuclear norteamericana que realizó esfuerzos importantes para mantener vigentes los contactos entre Bonn y Alemania Oriental. Por intermedio de Karl Wienand, ayudante de Wehner, tuvimos acceso a un documento confidencial redactado por Wehner, en el que señalaba la amplitud de su desconfianza con respecto a las intenciones de Washington. Wehner no ahorraba críticas: «La CIA ha distribuido el bacilo de una posible guerra entre las dos Alemanias. Esto no es una invención. La bombas de neutrones están hechas a la medida del Ruhr y Berlín. Comparto el escepticismo de Schmidt con respecto a Carter. No porque tenga intenciones perversas, sino porque es probable que ensaye todas las variantes posibles. Este método puede descarriarse con mucha facilidad».
Creo que Wehner conocía las relaciones de su ayudante con Berlín Oriental. Su desilusión con respecto al comunismo sin duda le impediría convertirse jamás en una de nuestras fuentes directas, pero estaba muy dispuesto a demostrar que, al margen del riesgo político que ello representara para su propia persona, indicaría al Este incluso el más leve peligro nuclear con el fin de salvaguardar los intereses alemanes. Wehner más tarde estableció relaciones con la República Democrática Alemana por intermedio del abogado Wolfgang Vogel, que se dedicaba al canje de espías. En definitiva, creo que Wehner confiaba en Honecker más que en los líderes de su propio partido. Nuestros contactos en el Este incluso nos informaron que Wehner había dejado instrucciones con el fin de que sus papeles personales fuesen depositados en el Este después de su muerte.
Al mismo tiempo que nos inquietaban los cambios incomprensibles en la política norteamericana, la naturaleza cambiante de la política exterior soviética durante este período nos provocó gran número de problemas. Apenas Honecker se había adaptado a la nueva Ostpolitik y se orientaba hacia una interpretación más generosa de la socialdemocracia occidental, y ya Moscú nos enviaba señales de que suspendiéramos nuestros movimientos.
Los interrogantes que me expresaba Vladimir Budajin, mi propio y personal oficial de contacto soviético, revelaban que, pese a todos los brindis y la retórica afectuosa, la relación entre Moscú y Berlín Oriental estaba condenada a vivir malentendidos. Tratárase de la construcción de una autopista entre Hamburgo y Berlín a través de nuestro territorio, de la apertura de un canal navegable entre el Este y el Oeste o de las negociaciones comerciales con los gigantes industriales Krupp o Hoechst de Alemania Occidental, los soviéticos siempre aparecían con preguntas y objeciones suspicaces. Por lo general, el resultado de estas maniobras era la postergación, una vez más, del encuentro largamente deseado entre Honecker y Schmidt.
Honecker era víctima de la ilusión, reforzada por el mini culto de la personalidad a imitación de la del Kremlin, que él permitía, de que podía resolver por sí mismo tales problemas. Cuando recibió por intermedio de Wehner informes acerca de algunos contactos confidenciales entre los soviéticos y Bonn, una novedad acerca de la cual Berlín Oriental no había sido informada, se limitó a comentar: «No pueden decidir nada sin nuestra participación». La historia demuestra que este fue su gran error.
Yo también cometí un error garrafal al subestimar las consecuencias de nuestra dependencia total respecto de la Unión Soviética. Mis lazos permanentes con Moscú y la relación amistosa que mantenía con la inteligencia soviética me llevaron a creer —equivocadamente— que el KGB trataba con el HVA de igual a igual. Sabíamos que volcábamos sobre Moscú una catarata de información: inteligencia política y militar acerca de sus enemigos de primera línea, manuales técnicos acerca del espionaje electrónico de la Agencia Nacional de Seguridad de Estados Unidos, las identidades y los métodos de los agentes de la CIA, y una cantidad tan elevada de información científica y tecnológica que el oficial de enlace ruso debió pedir un ayudante para poder manejar dicho material. En sentido opuesto apenas llegaba un hilo de información. Pero esto era algo que mis colegas principales de la inteligencia de Moscú reconocían, y trataban de corregir en un nivel personal; y por otra parte, la lentitud de los cambios que sobrevenían en Moscú me indujo a pensar que siempre estaríamos casi en la primera línea de las prioridades extranjeras del Kremlin. Ese había sido por cierto el caso bajo los regímenes de Stalin, Khruschov, Andropov y Chernenko, que asumió la jefatura durante un período de transición. Por consiguiente, la inexplicable decisión de Gorbachov de dejar nuestro destino en manos de la OTAN en 1989 sería para nosotros un golpe brutal.
Dicho esto, es necesario aclarar que nos habíamos acostumbrado al comportamiento de los soviéticos, al menos desde el punto de vista militar, y los veíamos como una potencia ocupante a la cual inquietaba poco nuestra sensibilidad. Honecker a menudo había expresado a Moscú su inquietud ante la concentración de armas, soldados y ahora dispositivos nucleares en Alemania Oriental. Yo me sentía muy incómodo ante la distancia que había entre su auténtica influencia y lo que él percibía como influencia propia. Sin duda era muy grande, pero ese autoengaño era parte consustancial del modo en que vivíamos nuestra vida en ese puesto avanzado del imperio soviético. Cuando se acentuó la disputa acerca de los misiles entre Moscú y Washington, en 1979, y Moscú amenazó con desplegar incluso más armas en Alemania Oriental, Mielke me dijo cierto día: «No tiene sentido que gastemos miles de millones en beneficio de terceros, y talemos nuestros árboles para dejar espacio a los tanques y las rampas de lanzamiento de misiles. Ya verá, no sucederá nada. Sólo más negociaciones».
No necesito aclarar que cuando los enormes SS-20 soviéticos rodaron en medio de la noche, disfrazados de entregas de troncos de madera, los bosques fueron talados sin más discusión.
Quizá corro el riesgo de endiosar a Andropov. Por cierto, merece críticas, incluso de un admirador como yo, y es cierto que el trato que él dispensó a los disidentes fue duro. Sus decisiones (y a todos los efectos prácticos fueron suyas) de quitar la ciudadanía a Solzhenitsin y confinar en Gorki a Sajarov, son todas partes de la misma actitud mental que se resistió a la liberación de Sharanski. Su objetivo, por encima de todas las demás consideraciones, era la estabilidad de la Unión Soviética. Su interés por las formas posibles de pluralismo político se limitaba a observar el experimento del comunismo goulash de Hungría (así lo denominábamos nosotros, medio en burla medio con desprecio), mientras se aplicaba una interpretación mucho más rigurosa de la doctrina en el interior del país. Pero puso más cuidado que Gorbachov en los cambios que promovió en el Comité Central, e inició la lucha contra la corrupción con intensidad mucho mayor que sus sucesores.
La decisión de Andropov de designar a Vladimir Kriuchkov en el cargo de jefe del Primer Directorio Principal del KGB fue lógica pero no demasiado sensata. Kriuchkov había sido el principal ayudante de Andropov desde los sucesos de Budapest en 1956. Él sabía que Kriuchkov entendía la política exterior y cabe presumir que a su juicio confiar la inteligencia exterior a quien se había formado a imagen del propio Andropov impediría una recaída en los antiguos cismas internos y las manifestaciones de estrechez de pensamiento.
La jerarquía de Kriuchkov en el seno del KGB había aumentado a causa de su compromiso en Afganistán, donde se le atribuyó la organización de operaciones especiales después de la invasión. Pero carecía de la comprensión amplia que caracterizaba a Andropov, y por su carácter no era un líder. Si su maestro no estaba allí para guiarlo, este competente e inteligente Número Dos estaba perdido. Percibí un atisbo del grado en que Kriuchkov endiosaba a Andropov cuando lo visité en 1982 para felicitarlo por su designación como jefe del KGB. Después, una vez concluida la cena, me recitó algunos de los poemas de Andropov. Era la primera noticia que tenía acerca de la existencia de esas creaciones y me parecieron versos notablemente buenos, un tanto melancólicos y románticos, en la línea de Pushkin y Lermontov, que ponían el acento en el amor frustrado y la añoranza de la juventud. Esa noche creció mi respeto por Andropov, aunque, todo hay que decirlo, me pareció un tanto cómico que su sucesor a la cabeza del KGB se atarease aprendiendo de memoria la poesía amatoria del nuevo secretario general del Partido Comunista de la Unión Soviética.
Cuando yo llegaba a Moscú, Kriuchkov siempre me llevaba a una habitación privada que tenía detrás de su oficina, me ofrecía un whisky generosamente servido y decía: «Dígame cómo están las cosas». Cuando Mielke estaba cerca, las cosas no eran tan directas, y por ambos lados se batía intensamente el parche político, había interminables brindis acerca de la gloria de la Revolución y el éxito del comunismo, lo cual era un tanto extraño, dado que esas dos personas eran precisamente los jefes de los servicios de seguridad, y sabían que la situación de ningún modo era promisoria en sus respectivos países.
Una visita a Kriuchkov debía complementarse con la asistencia al teatro. Él concurría a menudo, y se enorgullecía de haber visto las principales obras ofrecidas en Moscú y de la colección de programas que guardaba en su oficina. Con esta costumbre se ganó la reputación de hombre culto. En realidad, su afición al teatro tenía más que ver con su afán por coleccionar cosas que con cualquier otro factor. Descubrí que, durante una de sus visitas a Alemania Oriental, a mediados de la década de los ochenta, se representaba Fausto en el Teatro Nacional de Weimar. El alemán de Kriuchkov era defectuoso, pero de todos modos insistió en ir, sin duda consciente de que se trataba de uno de los dramas más importantes de la literatura mundial. Ocho horas de Fausto exigen más concentración que la que incluso yo podía demostrar en mi lengua nativa, pero de buena gana acepté acompañarlo, en beneficio de la amistad germano soviética. Al cabo de una hora, poco más o menos, de representación, miré de reojo a mi huésped y vi que se le cerraban los ojos. Era evidente que Goethe a él también le resultaba un poco pesado. Cuando terminó la primera parte, vi con claridad que no tenía la menor idea de lo que sucedía en escena. «Creo que ya comprendí de qué va la historia —dijo—. Podemos pasar por alto el resto». Salió apretando orgulloso su programa; la última adquisición para su colección.
Aunque yo no lo respetaba tanto como a Andropov, tenía buenas relaciones con él. Me impactó inmensamente tiempo después, cuando en agosto de 1991, durante mi estancia en Moscú, intentó su conocido putsch de aficionados contra Gorbachov. Varios grupos importantes en la estructura de la seguridad y el partido se sentían profundamente incómodos ante el grado de autodeterminación que Gorbachov deseaba ceder a las repúblicas soviéticas, de modo que el intento mismo me impresionó menos que el estilo de opereta con que se lo ejecutó. Antiguos colegas del KGB se quejaron amargamente ante mí porque ni siquiera habían sido informados de lo que estaba sucediendo. Cuando vieron el grado de desorganización del golpe y la impotencia de los participantes, por supuesto se negaron a apoyarlo francamente.
El sentimiento especial de formar parte de una familia unida al KGB y a sus servicios aliados era una de las fuentes de la superioridad del KGB soviético. Pero esta organización también tenía defectos, y los principales eran una burocracia partidaria excesivamente densa en la cima y el fondo de desconfianza que prevalecía en la misma organización. Esto último demostraba su incapacidad, a pesar de los mejores esfuerzos de Andropov y Kriuchkov de desembarazarse de la sombra de Stalin y Beria.
Además, durante largo tiempo de manera paralela al sentimiento cuidadosamente protegido de pertenecer a cierta nobleza, en el KGB se manifestó una abrumadora falta de gratitud hacia los agentes que habían arriesgado su vida por la organización; a menudo se los rechazaba o descuidaba cuando ya no parecían útiles. Alemania Oriental, considerada el cuerpo más confiable desde el punto de vista de la inteligencia en el seno del bloque, fue utilizada como un basurero para una cantidad de espías descubiertos a quienes Moscú deseaba quitarse de encima. Esta práctica representaba una carga tanto económica como organizativa para Alemania Oriental, pues la contabilidad interna en el seno del bloque oriental siempre arrojaba resultados favorables a la Unión Soviética. Cuando se nos presentaba un agente retirado, llegaba con lamentables recursos económicos, completamente insuficientes para instalarlo en un apartamento cómodo y encontrarle un empleo adecuado.
Tanto el KGB como el GRU (Principal Directorio de Inteligencia del Estado Mayor Soviético, es decir, la Inteligencia Militar Soviética) reclutaban alemanes orientales. A pesar de los estrechos vínculos entre ambos países y sus servicios de espionaje, les gustaba contar con su propia gente y mantenían en secreto sus identidades. Descubríamos que habían estado usando un alemán oriental para espiar, generalmente en Alemania Occidental o la OTAN, sólo después que este era capturado. Cuando ese espía había cumplido su condena o era canjeado por un agente occidental detenido, los soviéticos esperaban que nos hiciéramos cargo de él, financiera y personalmente. Esto era engorroso. Una vez que en el Oeste conocen a un agente, no es posible volver a emplearlo. Y tampoco me agradaba tener a esa gente trabajando en algún sector del Ministerio de Seguridad del Estado, donde tendría acceso a secretos o podía enterarse de información delicada.
Lo que era peor, a menudo padecían estados de depresión u otros traumas psicológicos, pues los soviéticos les ofrecían escaso apoyo o recompensas por su labor y sus sacrificios. Esta fría actitud de rechazo inducía a muchos a pensar que sus jefes soviéticos los censuraban porque habían permitido que fueran descubiertos, aunque en muchos casos el fracaso no les era imputable, y debía remitirse por lo general al planeamiento o la ejecución descuidados de sus encuentros con los instructores soviéticos (los «correos» en el Oeste) o a la traición de alguna persona en Moscú. Me decepcionó que los soviéticos realizaran tan escaso esfuerzo para recompensar a estos agentes fracasados, y que ni siquiera los premiasen con una medalla por los trabajos realizados.
Uno de estos agentes soviéticos, que me mereció el mayor respeto, fue Klaus Fuchs, espía que trasmitió secretos atómicos. Había desempeñado un papel fundamental en el programa nuclear soviético entregando a Beria, que supervisaba en persona la estrategia nuclear, detalles norteamericanos y británicos del trabajo en la bomba de plutonio y en el uranio-235. Por consiguiente, realizó la principal contribución individual a la capacidad de Moscú para construir la bomba atómica. Había huido a Gran Bretaña antes de la guerra para escapar de los nazis, y allí trabajó en los programas nucleares de la Estación de Investigación Harwell. Fuchs estaba formado con la misma fibra humana que Sorge y Philby, y lo mismo que ellos, este hombre brillante voluntariamente puso su saber al servicio de la Unión Soviética. Todos creían realmente que sólo con la ayuda de la URSS era posible derrotar a Hitler. El descubrimiento de que algunos científicos de Alemania nazi estaban trabajando en la bomba indujo a Fuchs a trasmitir sus secretos a Moscú.
Las convicciones comunistas de Fuchs se profundizaron a partir de su experiencia en la Alemania nazi. Presenció la explosión de la primera bomba atómica de los norteamericanos en Alamogordo, Nueva México, el 16 de julio de 1945, y comunicó las noticias con tal rapidez a Moscú que Stalin mostró muy poca sorpresa cuando el presidente Truman le sugirió que los norteamericanos poseían una nueva y poderosa arma, apenas ocho días después, en la conferencia de los vencedores de la guerra, en Potsdam.
Por orden de la Inteligencia Militar Soviética, Fuchs guardó silencio durante más de treinta años después de su arresto en Gran Bretaña, en 1950, y no publicó sus memorias ni concedió entrevistas, ni siquiera a las publicaciones soviéticas o alemanas orientales. Después que los británicos lo liberaron, en 1959, vivió en Dresde, pero durante mucho tiempo no se nos permitió hablar con él. En la década de los setenta, se aceptó por fin que mi Sector Científico y Tecnológico podría llamarlo para recibir asesoramiento ocasional acerca de la política energética. Se me expresó claramente que no debíamos comentar los resultados del espionaje de Fuchs.
El pensamiento de que el hombre que había realizado el principal aporte al espionaje nuclear vivía en mi país, y contestaba a las preguntas que se le hacían cada tanto acerca de los méritos de distintos sistemas de enfriamiento y de los aspectos más complejos de la física nuclear, pero que no podía hablar de su gran golpe en el área de la inteligencia, me quitaba el sueño. Yo había realizado un gran esfuerzo para crear un sentido de tradición y pertenencia en el seno de mi servicio, y con ese fin había recordado con películas y libros la vida y los hechos de los grandes espías que habían trabajado para nosotros. Sabía que Klaus Fuchs sería un tema ideal en el marco de dicho estudio. Por supuesto, era inconcebible que me acercase a él sin autorización de la cúpula política. Realicé varios intentos de convencer a Erich Honecker de que me apoyase en el esfuerzo por persuadir a Fuchs de que me relatase su historia. Después de algunas demoras, finalmente se me autorizó a visitarlo acompañado por un colega veterano que tenía conocimientos de física nuclear. Fuimos los únicos hombres que no pertenecían al KGB o al GRU a quienes se les permitió entrevistarlo con respecto a su pasado, después que se reasentó en Alemania Oriental. El encuentro que tuvimos con él en 1983 se efectuó a partir de nuestro compromiso de que su contenido sería utilizado con exclusividad sólo en los límites de mi servicio. Pudimos convencer a Fuchs de que se rodase una cinta de vídeo, y esta filmación es la única en que aparece su imagen en la República Democrática Alemana.
Me reuní con él en una casa de huéspedes de Berlín, donde se alojaba durante las asambleas del partido, de cuyo Comité Central era miembro. Me encontré con una persona que desde el punto de vista físico parecía incongruente en el papel de súper espía. Era la imagen del científico brillante que ofrecen los caricaturistas, de frente despejada y gafas sin montura, detrás de las cuales sus ojos vigilantes nos observaban reflexivos mientras yo lo acribillaba a preguntas. Esta mirada había impresionado a todos los que lo conocieron, incluso el profesor Max Born, mentor de Fuchs y su ex asociado en el campo de la investigación nuclear en Edimburgo; Born lo recordaba desde los tiempos de estudiante como un joven muy simpático de ojos grandes y tristes. Esos ojos cobraban vida cuando Fuchs empezaba a hablar de física teórica. Aún mostraba un entusiasmo juvenil por el tema, y podía exponer muchas horas acerca de la teoría de los quantas y de su propio y destacado aporte a la investigación que desembocó en la creación de la bomba: el descubrimiento del cálculo de los cambios que se producen durante la implosión dentro de la bomba de plutonio. Fue siempre un investigador en cuerpo y alma.
—Nunca me consideré un espía —me dijo Fuchs—. No podía entender por qué Occidente no deseaba compartir la bomba con Moscú. Un artefacto que poseía ese inconcebible potencial de destrucción debía ser propiedad común de las grandes potencias. Me parecía absurdo que uno de los bandos pudiese amenazar al otro con una fuerza tan tremenda. Era como si un gigante pisoteara a los liliputienses. Nunca pensé que yo hacía algo reprochable al trasmitir los secretos a Moscú. Actuar de otro modo me habría parecido una negligencia perversa.
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En 1941, Fuchs tomó contacto con la inteligencia militar soviética (GRU) por intermedio de su amigo el economista Jürgen Kuczynski. El GRU le asignó una cadena de correos que cambiaban constantemente. El favorito de Fuchs era la hermana de Kuczynski, llamada Úrsula Beurton, alias Ruth Werner, cuyo nombre en clave era Sonya. La hábil Werner vivía, a juzgar por las apariencias externas, como una discreta madre de dos niños pequeños en Oxford. De hecho, fue una de las principales espías de la Unión Soviética en Gran Bretaña, y más tarde se le concedería el desusado título honorario de coronel del Ejército Rojo; la única mujer a la cual se concedió ese rango. Werner iba en bicicleta con Fuchs hasta el bosque cercano a la residencia de la familia Churchill en Blenheim. Allí él le pasaba el material secreto, y Werner lo guardaba bajo el asiento de la bicicleta. Fuchs no tenía entrenamiento en la actividad de inteligencia, y se negó a aprender las claves de radio o microfilmar documentos. Se limitaba a hacer copias de la información que deseaba o la que investigaba, y después la reproducía confiando en su prodigiosa memoria fotográfica. El sistema de entrega era extraordinariamente sencillo, incluso ingenuo desde el punto de vista del espionaje. No se utilizaba un buzón. Los materiales pasaban de una mano a otra, lo cual habría sido un regalo para el contraespionaje si sus miembros hubiesen estado vigilando. Felizmente, en ese momento los británicos no sospechaban de Fuchs. A él le impresionaban menos los correos rusos. A diferencia de Ruth, era evidente que tenían miedo cuando estaban conmigo —dijo—. «Sobre todo había uno que solía mirar constantemente alrededor, para comprobar si lo seguían. No soy profesional en estas cuestiones, pero me pareció que atraía más atención sobre nosotros que si sencillamente hubiese hecho lo necesario».
Ruth Werner, que por extraño que parezca consiguió huir de Gran Bretaña después del arresto de Fuchs, llegó a ser mi íntima amiga en Berlín Oriental. Cierta vez reconoció que había echado una ojeada a los secretos, pero no había podido entender una palabra de todo el asunto. «Eran simplemente columnas de jeroglíficos y fórmulas escritas con letra tan minúscula que parecían sólo garabatos».
Estos garabatos cambiaron el equilibrio del poder en el mundo al quebrar el monopolio nuclear norteamericano antes de lo que hubiera sido el caso dadas otras condiciones. Fuchs fue muy reservado con nosotros en relación al papel personal que le tocó en el desarrollo de la bomba atómica soviética, y en realidad Moscú jamás le confió, hasta dos años antes de su muerte, cuál había sido el valor de su información. Era este un intento de confundir a Occidente, induciéndolo a pensar que los soviéticos podían haber tenido otros espías nucleares que no habían sido descubiertos. Esa ficción concluyó sólo cuando el Kremlin aprobó la publicación de las memorias del profesor Igor Kurchatov. Kurchatov confirmó que la información de Fuchs le había ahorrado varios años de investigación, porque le permitió enfocar el tema sobre la base de lo que ya se sabía, es decir, el método norteamericano empleado con éxito para construir la primera bomba en Los Alamos.
Cuando abordé con ansiedad el tema de su detención en 1950, percibí enseguida que estaba tocando una herida que en treinta años aún no se había cerrado. Fuchs había decidido que no se derrumbaría frente a nosotros, pero el esfuerzo por controlarse se revelaba en la tensión de su rostro y los gestos involuntarios. Nos relató la historia de su gran error con una emoción y un pesar tan profundos que pareció una segunda confesión.
Estoy seguro de que sufrió sobre todo porque, desde su liberación en 1959, no se le había ofrecido la oportunidad de hablar directamente de su descubrimiento con sus responsables soviéticos. No pude entender por qué, durante más de veinte años, Moscú nunca había tomado la iniciativa de promover dicho encuentro. No hubo gratitud, ni un gesto de reconocimiento por su servicio, ni siquiera preguntas acerca de los posibles errores. Este silencio demostrado por el país al que había servido meramente por conciencia y a elevado costo para su libertad y su carrera científica, pesaba sobre él como una carga cotidiana.
Fuchs no opinó acerca de estas omisiones. Pero sospecho que la razón del cruel silencio de sus jefes residía en la sospecha de los soviéticos en el sentido de que él habría revelado los nombres de los correos o de otros agentes durante el interrogatorio al que lo sometió el MI5, el departamento de contraespionaje del Servicio Secreto Británico. Sin embargo, creo que no existían pruebas de la culpabilidad de Fuchs.
Fuchs me dijo que cuando se dio cuenta que los británicos sospechaban de él, pensó que podría desviar las sospechas. Fue interrogado después del arresto del científico británico Allan Nunn May, en 1946, acusado de espionaje, pero tenía la sensación de que el contraespionaje británico estaba investigando a todos los científicos que habían conocido a Nunn May y pensó que había salido bien librado. «La presión aumentó en 1950, cuando me llamaron varias veces para hablar con las autoridades de Harwell y me encontré que estaban con varios funcionarios de la inteligencia británica —recordaba—. Yo aún me sentía confiado. Pero evidentemente que era a mí a quien investigaban, porque sabían que mi padre había ido a vivir a Alemania Oriental y me interrogaron también sobre eso. Finalmente, comenzaron a aludir a la información recibida de Nueva York, y entonces fue evidente que la CIA les había trasmitido información acerca de mí».
Esta incómoda situación continuó un tiempo. Es difícil comprender por qué los soviéticos no intentaron retirar a Fuchs de Gran Bretaña, en vista del interés por su persona que demostraban las autoridades de Harwell. Uno puede suponer que descuidaron dar ese paso por la sencilla razón de que deseaban continuar extrayendo de Harwell todo el material posible, y porque la seguridad de Fuchs en ese sentido ocupaba el segundo lugar. Eso explicaría también la incomodidad de Fuchs tantos años después de su detención.
Al fin y al cabo, Fuchs quedó atrapado por una sencilla maniobra psicológica, más que por la existencia de pruebas concretas. El subdirector de Harwell, muy amigo de Fuchs, comentó francamente con él las sospechas de que era un espía. Se limitó a preguntar a Fuchs si eso era cierto o no. Ese amigo le señaló que si Fuchs lo negaba, Harwell entera estaría a su lado y lo defendería sin vacilaciones.
Imagino que se trataba de una maniobra hábilmente planeada por el contraespionaje británico, utilizando un recurso sumamente eficaz de perfiles psicológicos. Habían comprobado que Fuchs sabía soportar el interrogatorio; no se quebraría si iban más a fondo en el uso del mismo tipo de metodología, de modo que intentarían algo completamente distinto. Al ver cómo trabajaba en Harwell, llegaron a la conclusión de que Fuchs tomaba muy en serio a sus amistades. Indicarían al subdirector lo que debía decir, conscientes de que para Fuchs la idea de mentir directamente a su amigo sería dolorosa. Los británicos acertaron.
Fuchs, incapaz de decidirse a mentir, balbuceó y después guardó silencio en respuesta a la pregunta de su amigo. «A partir de ese momento, me dijo Fuchs, me encontré en un trance crucial. Cautericé mi temor trabajando fuerte y aparté el tema de mi mente. Además, había signos alentadores. Ninguno de los funcionarios de seguridad de Harwell quería creer que yo era un traidor, y se negaban a realizar más interrogatorios. Cuando vinieron a detenerme, me limité a pensar sencillamente: “Bien, este es el fin”».
Me sorprendió que Fuchs tuviese una actitud tan ingenua con respecto al espionaje que nunca concibió la idea de averiguar qué sentencia podía recibir. Subí los escalones que llevaban al banquillo de los acusados en el tribunal, como si estuviese en un sueño —dijo—. Me preguntaron: «¿Sabe qué sentencia le espera si se lo juzga culpable?». Y yo contesté: «Imagino que la pena de muerte», porque había leído en alguna parte que eso es lo que le sucede a los espías. Dijeron: «No, catorce años», y me sentí muy aliviado. Sólo entonces pensé que viviría y que habría cierto futuro.
Nueve años después salió de la cárcel y fue trasladado a Alemania Oriental por orden de los soviéticos. Seguramente esperó que por lo menos ellos lo recibirían. Pero desde el momento en que salió de la cárcel, pasó a manos de los diplomáticos alemanes orientales como si hubiese sido un paquete postal. Sólo después que yo hablé con él, en 1983, se permitió a sus antiguos responsables en Moscú, Vladimir Barkovski y Alexander Feklisov, que se relacionaran de nuevo con él y se le concedió un tardío reconocimiento de la Unión Soviética a sus servicios.
Fuchs era un hombre sensible y vulnerable. No tenía la personalidad necesaria para las tareas de espionaje, y su incapacidad para mentir al amigo, si bien demostraba su calidad humana, era un defecto en un agente. De acuerdo con la afirmación del escritor británico E. M. Forster, prefería traicionar a su país antes que a su amigo.