V

El aprendizaje mediante la práctica

A principios de la década de los cincuenta, Alemania era una enorme red de relaciones explícitas e implícitas, de secretas vergüenzas y de disimuladas lealtades tanto en la derecha como en la izquierda. Nada era seguro, en nadie podía confiarse por completo, las apariencias engañaban. El resultado fue una atmósfera de intensidad nerviosa y sospecha, reflejada por Billy Wilder en sus películas acerca de la vida en la zona norteamericana —sobre todo asuntos de Estado (A Foreign Affair)— y por mi propio hermano en sus trabajos acerca de los primeros años en la zona rusa. Las versiones oficiales que las personas daban de sí mismas eran como máscaras. «Una de cada dos personas en este país pertenecía a la resistencia clandestina —solía bromear mi padre con amargura después de escuchar fantasiosas reseñas de labios de algunos berlineses, acerca del modo en que habían luchado en secreto contra Hitler—. Por desgracia, nunca se conocieron».

Los dos estados alemanes afirmaban que su objetivo era la reunificación del país. Yo mismo no creía que ese paso fuese al menos concebible en un futuro previsible, porque sería bloqueado por los intereses antagónicos de las potencias victoriosas que habían dividido Alemania después de la guerra. También en Washington y en Londres, la inquietud observada en Alemania Oriental en junio de 1953 los afirmó en su convicción de que su estrategia de ofensiva contra el poder soviético sería eficaz. Se socavaría la fuerza soviética mediante la presión política, económica y también militar, porque el rearme de Alemania Occidental y su integración en la alianza militar de Occidente eran parte del plan. De todos modos, la dirigencia de la República Democrática Alemana se aferraba al lema de la unidad alemana; a pesar de que más de la mitad de sus ciudadanos habían salido del país.

La principal preocupación de nuestros gobernantes era luchar por la creación de una identidad diferenciada en el Este. La fragilidad intrínseca del «segundo Estado alemán» nunca estuvo lejos de su pensamiento. Esta situación originó el culto de un patriotismo que llegaba hasta el absurdo. Adoptamos el uso de uniformes de gala; tuve por lo menos cinco, lo cual no era poco siendo yo una persona que jamás había servido en el ejército. Una de las ideas más extrañas que Ulbricht abrazó durante este período fue el retorno al simbolismo militar, un evidente cambio radical de postura, si se piensa que habíamos criticado a los alemanes occidentales porque continuaban la tradición de nacionalismo agresivo de la Wehrmacht hitleriana. También se revivió la música militar tradicional, y se la ejecutó públicamente por primera vez en Berlín Oriental durante los Juegos Mundiales del bloque soviético en 1951. A semejanza de muchos comunistas que se habían educado en la consideración de que esta mezcla de militarismo y música era una forma de preparar el terreno para el nazismo, la experiencia me pareció inquietante. Cuando se ejecutaron las marchas, me volví hacia el escritor judío ruso Ilia Ehrenburg, que estaba a mi lado en la tribuna, y le pregunté qué pensaba del espectáculo. Esbozó el clásico encogimiento de hombros de los rusos para expresar su resignación, y replicó: «A los alemanes siempre les ha gustado marchar».

Entretanto, nuestro servicio en proceso de desarrollo estaba tratando de aprender su oficio aplicando métodos menos espectaculares, aunque las cosas no siempre funcionaban con eficacia. Los primeros años de nuestra organización de espionaje siempre estaban expuestas a la Ley de Murphy, y la esfera científico-técnica ofrecía abundantes posibilidades de errores y fallas.

Durante la década de los cincuenta millares de ciudadanos de la República Democrática Alemana atravesaron las fronteras prácticamente abiertas que conducían a Berlín Occidental y a Alemania Occidental. El número creció en forma considerable después del alzamiento de junio de 1953, y casi 500 000 de un total de 18 millones de habitantes huyeron durante los tres años siguientes.

Para nuestros agentes no era muy difícil incorporarse a este flujo. Por lo general, eran comunistas jóvenes y convencidos, que pusieron la piedra basal de muchos de nuestros éxitos ulteriores. Aunque habitualmente se los seleccionaba e interrogaba en los campos de refugiados apenas llegaban al Oeste, de todos modos tenían buenas oportunidades de confundirse con la masa de recién llegados si contaban con una cobertura creíble, por ejemplo el deseo de reunirse con sus parientes en el Oeste. Utilizábamos diferentes pretextos: un agente podía decir que había sido descubierta su anterior afiliación al Partido Nazi o a las Waffen-SS, o que había hecho comentarios negativos acerca de la política de nuestro gobierno. Incluso incorporábamos estas «manchas» a los legajos personales de los agentes reclutados por otros ministerios, con el fin de reafirmar la credibilidad de las acusaciones, en el supuesto de que el contraespionaje alemán occidental consiguiera apoderarse de los antecedentes de un agente. Por mi parte, evitaba incorporar a mi departamento a personas que tenían parientes en el Oeste, pues creía que los servicios occidentales podían infiltrarnos de manera más fácil —como nosotros hacíamos con ellos— mediante los nexos y las presiones de la familia.

Asignábamos una misión específica a cada persona enviada al otro sector, y el responsable de la misión adiestraba a cada agente. Limitábamos el entrenamiento a las normas elementales del espionaje y a sugerencias sobre la obtención de información deseada. No tenía sentido entrenar a estos agentes en asuntos y en técnicas que no les concernían; en cierto sentido, se confería a sus operaciones un carácter más peligroso cuando la misión se complicaba en forma innecesaria. En ciertos casos, retirábamos a los agentes del Oeste y los traíamos de vuelta a la República Democrática Alemana, para someterlos a entrenamiento adicional cuando llegaba el momento oportuno.

El hecho de que enviáramos a nuestros agentes a Alemania Occidental, un país que tenía un idioma y una cultura idénticos a los nuestros, sin duda era una ventaja. Como es obvio, para la Unión Soviética era mucho más difícil infiltrar agentes en Estados Unidos, o viceversa. A medida que los dos estados alemanes se separaron, dicha infiltración llegó a ser más difícil, y la construcción del Muro de Berlín redujo a un delgado hilo el ancho caudal de emigrados que solíamos utilizar para ocultar a nuestros agentes. Eso significaba que las historias de cobertura debían ser mucho más elaboradas que antes. Pero incluso entonces, el Oeste estaba en desventaja, pues la emigración del Oeste al Este era muy rara, y se la observaba con mucho cuidado. En cambio, Occidente no necesitaba tanto enviar gente a nuestro sector: podía limitarse a comprar a ciertos individuos seleccionándolos entre nuestro amplio caudal de ciudadanos insatisfechos. Para superar los obstáculos burocráticos creados en Alemania Occidental, la mayoría de los agentes que teníamos allí solían comenzar sus misiones con un período de sencillo trabajo manual. Por esa razón, a menudo preferíamos candidatos con habilidades artesanales y experiencias prácticas en un oficio. Pero no todos seguían este camino. Sin embargo, como se mencionó antes, casi la totalidad de los científicos y estudiantes de ciencias que emigraron por entonces pudieron instalarse en compañías u organizaciones de investigación que nos interesaban. También obteníamos información a través de contactos informales con los científicos alemanes occidentales. Muchos se sentían muy incómodos a causa de la amenaza de las armas atómicas, biológicas y químicas. Profundamente conmovidos después del lanzamiento de las bombas atómicas sobre Hiroshima y Nagasaki, ofrecían a nuestros agentes muchas oportunidades y materiales relacionados con la posibilidad de mantener conversaciones informativas.

Algunos de nuestros agentes pudieron introducirse en áreas que estaban protegidas por rigurosas normas de secreto. Otros, ocuparon cargos muy bien pagados en la gerencia de empresas. Pero infiltrar el entorno más secreto de los centros militares y políticos de Bonn, en los que se adoptaban en realidad las grandes decisiones, era mucho más difícil.

Después de los episodios de 1953, la cumbre de los cancilleres de las potencias aliadas de Berlín, en el año siguiente, se convirtió en nuestra preocupación más imperiosa. Era la primera vez que un acontecimiento así tenía lugar ante nuestras propias narices, y yo no sabía muy bien cuáles eran las actividades de inteligencia que se esperaban de mí. Como de costumbre, los soviéticos nos reclamaron un plan de acción preciso. Animado más por la esperanza que por la expectativa, traté de preparar un plan que aportaría un súbito caudal de información de elevada calidad recogida por mis agentes.

Moscú envió un asesor especial que examinó el amplio diagrama desplegado sobre mi escritorio, y como un autómata que señala una falla en la máquina, dijo: «Por supuesto, usted necesitará un malina mientras se desarrolla la operación». Me sentí desconcertado. Malina es una palabra rusa que significa frambuesa, pero sin duda nuestro amigo del KGB no estaba aludiendo a un postre de frutas. Resultó que estaba utilizando la palabra que en germanía significa burdel, allí donde nuestros agentes llevarían a los funcionarios asequibles de la conferencia, para gozar un poco de la buena vida.

Eso fue varios años antes de que yo definiera una estrategia clara para aprovechar el sexo en el espionaje, pero no deseaba permitir que mi colega soviético pensara que yo era una persona tan ingenua. Con rapidez vertiginosa convertimos una pequeña casa en las afueras, al sur de Berlín Oriental, que usábamos a veces como una combinación de burdel y madriguera política, con aparatos de escucha en la sala de estar y una cámara con una lámpara infrarroja ocultas en la instalación de luz del dormitorio. En aquellos tiempos estos sistemas eran muy primitivos, y por eso el fotógrafo tuvo que introducirse en el minúsculo armario del dormitorio y permanecer allí hasta que se habían retirado las personas a las cuales observaba.

El problema siguiente era encontrar a las damas. Abordamos a un alto funcionario policial que había sido jefe de la brigada del vicio en Berlín. Aunque pueda parecer extraño, el control de la prostitución y la pornografía era una labor compartida por el Este y el Oeste entre 1945 y 1949. Era un policía veterano que conocía todos, los refugios de las prostitutas —dónde podía encontrárselas—, ahora que la profesión más antigua del mundo había pasado a la clandestinidad en nuestro nuevo y puritano Estado. Por desgracia, nos llevó a la zona de la Mulackstrasse, que siempre había sido el nivel más bajo del mercado berlinés en el negocio de la venta de carne humana. Mi jefe, que después de una vida dedicada al espionaje era inconmovible en estos asuntos, me telefoneó para trasmitirme el sombrío mensaje: «Usted no aceptaría participar en eso aunque le pagaran encima».

En contradicción con la ideología, tuvimos que basarnos en los instintos de la libre empresa. En un bar de la Karl Marx-Allee encontramos a algunas jóvenes atractivas que, pese a que se ganaban decentemente la vida de día, estaban dispuestas, en beneficio de la Patria socialista, a obtener ingresos menos honorables por la noche. El plan era enviar veintenas de agentes a los locales de Berlín Occidental donde se reunían los periodistas, y a los restaurantes y bares que funcionaban en las proximidades del Ministerio de Relaciones Exteriores. Las muchachas debían invitar a los funcionarios y a los consejeros a beber unas copas, y si la noche parecía promisoria, debían llevarlos a participar de una «pequeña fiesta» en la «malina», donde la compañía femenina estaba garantizada.

Hasta allí, todo se desarrolló bien. Pero en mitad de la noche me llamaron por teléfono, para comunicarme «noticias imprevistas». El ama de la casa había exigido una inspección sanitaria exhaustiva, y había descubierto que una de las muchachas era menos limpia que lo que ella afirmaba: tenía ladillas. Ordené que la retirasen de la operación.

Comenzó la conferencia, y nuestro equipo esperó impaciente el inicio de la acción, pero no aparecieron invitados. Las camarillas ministeriales sin duda estuvieron desusadamente moralistas ese año, porque el único interesado, y precisamente la última noche, fue un periodista alemán occidental. Se le ofrecieron bebidas y algo para comer, y las damas se prepararon para actuar. Pero en medio de todo el festejo, el hombre que habíamos puesto a cargo de la velada por casualidad bebió la copa de licor que contenía el afrodisíaco destinado al huésped. Para completar la cosa, hubo una exhibición de películas pornográficas. Por supuesto, estaban prohibidas en el Este, pero por la razón que fuese estos aparecían, traídas por el ex jefe de la brigada del vicio, siempre que se necesitara. Pero mientras nuestro hombre apenas podía apartar los ojos de la pantalla, su presa no mostró el menor interés en la exhibición ni en las mujeres, y se retiró a la cocina, donde se quedó charlando con la camarera.

Al día siguiente, el periodista era el único que mantenía la lucidez.

Había comprendido el juego, y declaró entonces que estaba dispuesto a trabajar para nosotros. En cierto modo habíamos conquistado un hombre, pero el resultado del esfuerzo apenas había servido. Hubo que pagar y devolver a sus casas a las decepcionadas jóvenes, no sin antes darles rigurosas instrucciones en el sentido de que no debían comentar el fracaso.

El asunto tuvo una extraña secuela. Cuando enviamos a un agente, encargándole reunirse con el periodista, en su lugar apareció un colega llamado Heinz Losecaat van Nouhuys, que según afirmó trabajaba para Der Spiegel, la popular revista de noticias de Alemania Occidental. Nunca supe si ellos mismos arreglaron el canje o el asunto fue organizado por el contraespionaje de Alemania Occidental. Pero Herr van Nouhuys resultó ser un agente muy bien dispuesto, y aunque yo tenía mis sospechas acerca de sus afirmaciones en el sentido de que poseía información proveniente de los círculos ministeriales, el material que nos hizo llegar en el curso de los años coincidía con otros informes. Su carrera periodística lo llevó a la dirección de Quick. Esta revista derechista de gran circulación se oponía con firmeza al Este, pero él continuó trabajando para nosotros desde ese puesto.

Comenzamos a aprovechar la feria comercial de Leipzig para establecer contactos con la comunidad empresaria, y gracias a ellas con políticos conservadores y figuras públicas que creían que si cooperaban con el Este podrían asegurar que no habría una ruptura total entre las dos Alemanias. Los acuerdos comerciales entre el Este y el Oeste negociados allí estaban sometidos al riguroso embargo del Oeste aplicados a las mercaderías estratégicas, materiales que a veces podían ser tan esenciales como los tubos de acero. Las restricciones aplicadas determinaban que fuese natural que los empresarios establecieran contactos confidenciales y organizaran transacciones ilegales, y un departamento del Comité Central era el responsable de los acuerdos clandestinos, aunque más tarde nosotros nos hicimos cargo de gran parte de su tarea. Yo acudía con frecuencia a Leipzig, adoptando la trillada apariencia de un alto funcionario de la oficina comercial, o de un representante del Consejo de Ministros.

De ese modo conocí a Christian Steinrücke, un hombre que participaba en el comercio mayorista del acero en Alemania Occidental. Esta persona mantenía buenas relaciones con importantes industriales como Otto Wolff von Amerongen, miembro de la empresa familiar del acero, pionera en el comercio con la Unión Soviética a principios de la década de los veinte, y había ayudado a construir el ferrocarril a Manchuria. Una noche cené con él, y le dije que yo era general en el Ministerio del Interior de Alemania Oriental, y a partir de ese momento establecimos una excelente relación. La mañana siguiente, en una reunión reservada de la Federación del Hierro y el Acero de Alemania Occidental, me presentó como su colega al director Ernst Wolf Mommsen. Guiado por Steinrücke, ninguno de los caballeros de este pequeño núcleo secreto pareció advertir mi presencia, y mucho menos preocuparse por ella. Estaba casado con una Wehrhahn, perteneciente a una de las familias más poderosas del capitalismo alemán. Su hermano era yerno de Adenauer —la excitación resonaba en mis oídos cuando me enteré de ese dato— y lo que era mucho mejor, su cuñada era sobrina del cardenal Frings, la figura más encumbrada de la Iglesia Católica de Alemania Occidental.

Nuestro contacto duró muchos años. Para mantener esta relación, yo lo invitaba a cenar conmigo de vez en cuando, y me inventaba una vida familiar completa. Alquilé una pequeña villa en la Rauchfangwerder, y una bonita locutora de la televisión de Alemania Oriental representó el papel de mi esposa. Las fotos de los hijos de esta mujer aparecían colgadas en las paredes siempre que él venía a visitarnos. A medida que el negocio de las armas llegó a ser más complejo, mis conversaciones con él eran cada vez más valiosas, y hacia mediados de la década de los setenta él era asesor de la Lockheed Corporation, y mantenía buenos vínculos con el jefe de la fuerza aérea alemana occidental, y estaba al tanto de las actividades de Franz-Josef Strauss, el líder político bávaro y ministro de Defensa de Alemania Occidental. Nunca realicé un acercamiento formal a su persona, tampoco hablé acerca de espiar para nosotros pero sin duda él debe haber adivinado mi papel, aunque no mi identidad real. El fin de la relación fue provocado sin quererlo por mí mismo, a causa de un amigo de Steinrücke, el doctor Walter Bauer.

Bauer parecía ser un modesto empresario, que estaba en el trueque de sebo de Alemania Occidental por fieltro de Alemania Oriental, en la región de Lausitz, en territorio de la segunda. Mal podía suponerse que esta fuese la base de una fortuna decente, la que Bauer sin duda poseía. Nuestras sospechas estaban justificadas. Cierto tiempo antes de 1945, había ocupado un alto cargo en el conglomerado industrial de Flick, propietarios antes de la guerra de la lucrativa producción de lignito en la región de Lausitz. Su imagen de pequeño traficante, bastante modesto, se veía refutada por una fotografía en que aparecía de pie al lado de Konrad Adenauer, durante una conferencia religiosa. Sospechábamos que su auténtica misión era ayudar a su jefe a mantener un pie en el Este, en beneficio de los grandes industriales que confiaban en la unificación. De acuerdo con nuestro código penal, esa actitud habría permitido acusarlo de espionaje y de actividades revisionistas, y eso me daba argumentos para atrapar a Bauer, o por lo menos así lo creía.

Sabía que él también estaba estrechamente asociado con un hombre llamado Hans Bernd Gisevius, que durante la Segunda Guerra Mundial había sido el contacto entre la resistencia alemana burguesa y la OSS (Oficina de Servicios Estratégicos, antecesora de la CIA). Armado con este material, decidí desencadenar una ofensiva total sobre Bauer. Nos reunimos en el Johannishof, el hotel destinado en Berlín Oriental a los invitados oficiales. Bauer, que en nada se parecía a un agente desenvuelto y apuesto, era un hombre pequeño y redondo que vestía un traje viejo. Steinrücke, a quien sin duda lo complacía su nueva función como intermediario, le había dicho que yo era un alto funcionario del Ministerio del Interior que se ocupaba de cuestiones económicas. Charlamos varias horas, y yo jugué una carta tras otra, pero sin éxito. Bauer tenía respuesta o una explicación para cada cosa que yo decía, y no demostraba el menor temor ni duda bajo la presión, incluso cuando le dije que estaba al tanto de sus contactos con los norteamericanos. Esa debía ser mi carta de triunfo, y fracasó miserablemente.

Ese modesto empresario resultó ser un operador muy hábil, demasiado duro para intimidarse frente a un entusiasta y joven funcionario de inteligencia. Tenía contactos demasiado buenos y no podíamos extorsionarlo, y eso me aportó una valiosa lección con respecto a lo que le sucede a los agentes que exageran el valor de sus propias cartas.

Mi suposición acerca de Bauer se confirmó pronto cuando no apareció en su segundo encuentro conmigo. El servicio de inteligencia norteamericano lo había sometido a un amplio y embarazoso interrogatorio, y estos mismos hombres le dijeron cuál era mi auténtica identidad y le advirtieron con urgencia de la necesidad de interrumpir su relación conmigo; él tomó en serio el aviso. Continuó profundizando sus vínculos con los grupos alemanes y norteamericanos ligados con la industria bélica, el factor que al principio fue lo que me intrigó de modo especial.

A causa de mi audacia con Bauer, había perdido un contacto valioso, que habría continuado trabajando con nosotros sobre la base de un entendimiento cuidadoso. En el curso de los años depuramos las técnicas que nos permitían persuadir a la gente de que trabajasen para nosotros, y acabamos reconociendo que era poco sensato tratar de convencer a los agentes con el fin de que firmasen una suerte de contrato. Muchos de los que estaban dispuestos por diferentes razones a tratar con un servicio de inteligencia hostil, rechazan un compromiso formal y de hecho prefieren una relación ambigua. Aconsejé a mis hombres: si creen que la respuesta será negativa, no hagan la pregunta. No intenten lograr que el material humano se ajuste a cierto esquema preestablecido determinado por las normas burocráticas. En el curso de los años intentamos desechar las obsesiones burocráticas de nuestros padrinos soviéticos, y esa actitud nos resultó útil.

También nos esforzamos mucho en el intento de infiltrar el imperio industrial de Krupp, y tratamos de atraer a Cari Hundhausen, miembro del directorio de inclinaciones artísticas que parecía comprender al Este mejor que sus colegas. Criticaba la actitud del gobierno de Bonn, opuesta al comercio entre las dos Alemanias, pero pronto fue evidente que concebía su contacto conmigo como poco más que un medio de promover los intereses de Krupp. En un congreso acerca de la unidad alemana, nos encontramos con Heinrich Wiedemann, promotor de la unificación alemana, y antiguo amigo de Joseph Wirth, el ex canciller de la República de Weimar. Me complació la observación de Wiedemann de que los discursos contra el fortalecimiento de la alianza entre Washington y Bonn no eran suficientes, y su sugerencia de que necesitaba capital aportado por nosotros para organizar una empresa en Bonn. Se redactó un contrato que nos garantizaba una parte de los ingresos de su compañía, una actitud desusada en mi servicio de inteligencia porque implicaba una iniciativa capitalista; y con nuestro apoyo, Wiedemann fundó la Oficina de Ayuda Económica para los Asalariados a Sueldo Fijo, un grupo de presión que tenía acceso a los ministerios y a los respectivos empleados. Por medio de este canal, pudimos establecer cierto contacto con Rudolf Kriele, jefe de departamento de la Cancillería Federal que era responsable de la política de defensa y las alianzas militares. Este importante funcionario frecuentaba nuestras oficinas, bebía vino del Rin y chismorreaba acerca del funcionamiento interior de la política alemana.

Esta experiencia avivó nuestras ambiciones. Planeamos convertir la oficina en una residencia ilegal (la denominación que en el ámbito del espionaje se asignaba a las operaciones encubiertas profundas), que se convertiría en punto de contacto en los momentos tensos entre el Este y el Oeste. Instalamos a un agente con el equipo destinado a registrar las conversaciones con los funcionarios visitantes, y a recibir, procesar y retransmitirnos la información. También reclutamos a la amante de Wiedemann, cuyo jefe trabajaba en la Cancillería, y le asignamos un seudónimo. Pero había un problema engorroso. A pesar de todas sus dotes de persuasión, Wiedemann no era un empresario especialmente eficaz, y el costo de operar la oficina sobrepasaba de lejos los ingresos, hecho que no podía ocultarse mucho tiempo al mundo exterior. Operábamos basándonos en el supuesto de que el contraespionaje alemán occidental examinaría las declaraciones impositivas, y de que pronto comenzaría a preguntarse de dónde salía el dinero. El final llegó más rápido que lo que yo esperaba cuando un desertor se pasó de nuestra central al Oeste, y nos vimos obligados a retirar a nuestro agente ante el riesgo de que el desertor lo denunciara a Bonn.

El premio consuelo fue Iris, aunque el placer de tenerla allí disminuyó cuando su jefe fue trasladado desde la Cancillería al Ministerio de Ciencias y Educación. Desde allí, durante una década, nos trasmitió detalles de los proyectos de investigación apoyados por el gobierno, y nos ayudó a planear nuestro propio espionaje científico y técnico.

Al mismo tiempo que la oficina de Wiedemann, una fascinante azafata que residía en Bonn también pareció una perspectiva muy promisoria a principios de la década de los cincuenta. Habíamos percibido sus posibilidades cuando vimos el nombre de Susanne Sievers al repasar la lista de prisioneros occidentales retenidos en Alemania Oriental, las personas que esperaban ser liberadas gracias a una amnistía. Nuestro contraespionaje la había detenido durante una visita a la feria comercial de Leipzig, en 1951, y había sido sentenciada a ocho años de prisión por espionaje. Su legajo decía que su profesión era la de periodista independiente, y este hecho intrigó a nuestro personal. Un coronel concertó un encuentro antes de que ella supiera que sería puesta en libertad. En la sala de visitas, nuestro hombre se encontró frente a una mujer alta y delgada en mitad de la treintena. Su personalidad enérgica y segura de sí misma irradiaba a través del grisáceo atuendo de la prisión, e incluso en ese momento ella continuó afirmando que su arresto había sido una injusticia, y de ningún modo intentó ablandar a sus captores. Pero también se refirió a los problemas de Alemania y a las actitudes pronorteamericanas de Adenauer. Nuestro hombre preguntó si ella estaría dispuesta a continuar la conversación en otras circunstancias. Llegó su liberación, y se encontraron en el Puente de Varsovia, en Berlín Oriental, donde se acordó que, al regresar al Oeste, ella nos trasmitiría información. Le asignamos el seudónimo de Lydia.

Con gran placer de nuestra parte, Lydia se instaló en un agradable apartamento en Bonn, donde organizó un salón que reunía a personas destacadas, las cuales discutían temas políticos y culturales. Recibimos información valiosa acerca de una organización política alemana de extrema derecha denominada Salvar la Libertad (Rettet die Freiheit) encabezada por el político democratacristiano Rainer Barzel. Mantenía vínculos con países de Europa oriental gracias a los emigrados, y estaba aliado a Otto von Habsburgo, descendiente de la familia imperial austrohúngara, que era muy activo en política. Barzel más tarde llegaría a perseguirnos cuando se convirtió en director de la Unión Demócrata Cristiana, de la cual fue el candidato contra Willy Brandt; en estas circunstancias, se opuso enérgicamente a los esfuerzos de Brandt para conseguir el reconocimiento diplomático de Alemania Oriental por parte del Oeste.

Antes de ser detenida por los alemanes orientales, Lydia había tenido una relación apasionada con Willy Brandt, cuando este aún era alcalde de Berlín. Él le había escrito una serie de cartas íntimas, publicadas durante la campaña electoral para el Parlamento, en 1961, por los enemigos de Brandt, entre ellos Franz-Josef Strauss. Los informes de Lydia fueron los primeros factores que nos obligaron a repensar nuestro estereotipo de Strauss como el enemigo fanático del socialismo, es decir, la imagen que proyectaba al público. Ella lo veía como un pragmático desapasionado. Cuando Lydia reveló que Strauss y Brandt habían concertado una cita para tener una reunión privada en el apartamento que ella ocupaba, surgieron rumores acerca de la posibilidad de que se organizara una Gran Coalición que determinaría que por primera vez desde la guerra los socialdemócratas accedieran al poder. Brandt confirma estas conversaciones en sus memorias, sin mencionar la escena ni sus propias relaciones con Susanne.

A menudo me he preguntado qué indujo a esta mujer a acercarse a los manejos conspirativos en Berlín e informar acerca de organizaciones y personas que estaban mucho más cerca de sus propias opiniones políticas que de las nuestras, sobre todo después de haber sufrido un período de cárcel en lo que yo supuse que eran acusaciones fraguadas. Por cierto, sabía con quién estaba tratando. Si hubiese sido un agente doble, habría formulado algunas preguntas acerca de nuestras actividades, pero jamás lo hizo. Aceptó compensación sólo por sus gastos, y nada más. Como coartada para sus visitas a Berlín, inventó una amiga que residía en el sector occidental de la ciudad.

Nuestro contacto con esta fuente sumamente valiosa fue interrumpido bruscamente por construcción del Muro de Berlín en 1961. Fue una de varias fuentes occidentales que dejaron de trabajar para nosotros en ese momento. Pero creo que en ella había más que lo que se veía a primera vista, y hubo indicios de que había comenzado a trabajar para la inteligencia de Alemania Occidental. Desapareció en compañía de Fred Sagner, un mayor del ejército de Alemania Occidental, que fue la primera persona que habló a Lydia de la organización Salvar la Libertad, y ambos fueron al Lejano Oriente, donde él ocupó cargos como agregado militar en diferentes embajadas de la República Federal. Hacia 1968 ella trabajaba para una red de espías controlada por un agente alemán occidental llamado Hans Langemann, un contacto de la CIA que controlaba agentes en Europa y el Lejano Oriente.

Se comprobó que esta mujer —en tiempos pasados la misma Lydia que tanto nos había ayudado— después ocupó el cargo de jefe local de la inteligencia alemana occidental (Bundesnachrichtendienst - BND) en Hong Kong, con el número de código 150, a cargo de subestaciones en Tokio, Manila, Yakarta y Singapur. Los archivos de la inteligencia de Alemania Occidental, a los cuales pudimos asomamos durante la década de los setenta, demostraron que ella había recibido un pago de 96 000 marcos, de modo que su papel seguramente había sido importante. Cuando Klaus Kinkel finalmente se convirtió en principal jefe del espionaje de Alemania Occidental en 1968, su primera tarea fue eliminar a los falsos agentes y liquidar los descabellados planes inspirados por Gehlen, que aún eran la norma, pese al hecho de que otros dos hombres habían dirigido el BND después de Gehlen. Lydia abandonó el servicio y según se dice recibió 300 000 marcos por su silencio acerca de la participación del BND en la política interior. La perdí de vista, y hasta ahora sigue siendo una figura cuyos auténticos sentimientos de lealtad y el significado de su actuación continúan siendo un enigma para mí.

En una actitud más moderada gracias a mi error con Steinrücke, comprendí que el secreto de la penetración política en la República Federal residía en una amplia diversidad de fuentes y en el manejo atento de las mismas una vez que se había establecido el contacto. En la derecha, habíamos afirmado un contacto con Günter Gereke, patriota alemán y parlamentario de la preguerra que había sido encarcelado por su oposición a Hitler, y después se había reunido con los conspiradores que intentaron asesinarlo en 1944. En muchos aspectos, Gereke era un paradigma de los sólidos conservadores que acabaron trabajando con nosotros. Muchos no podían soportar a Adenauer, y rechazaban su idea de asegurar el renacimiento de Alemania con la ayuda de una partera norteamericana. Gereke protestó reuniéndose públicamente con Ulbricht, y fue expulsado del partido de Adenauer. Nos aferramos a él por entender que era una valiosa fuente de los círculos democratacristianos, acerca de los cuales nos daba amplios informes.

Cuando se difundió la noticia de que el ayudante de Gereke había sido agente de la inteligencia británica, fue evidente para Gereke que las autoridades de Bonn casi con seguridad estaban preparando una acusación contra él, con la esperanza de desacreditar como agentes comunistas a todos los opositores a las medidas pronorteamericanas. Decidimos actuar de prisa, y dijimos a Gereke que se trasladase a Berlín Oriental. Era una solución para la cual su clase social por cierto no lo había preparado; pero en aquellos tiempos nosotros éramos muy directos, y Gereke no tuvo muchas alternativas. De todos modos, estaba acabado como figura pública en el Oeste si Adenauer decidía convertirlo en ejemplo.

Lo presentamos en una conferencia de prensa en Berlín Oriental, donde explicó las razones que lo inducían a mantener contactos como patriota alemán, una victoria de propaganda que satisfizo mucho a nuestra dirigencia. En realidad, satisfizo demasiado, pues despertó en él un apetito poco saludable por los desertores de clase, sin considerar el hecho de que un buen agente que realiza el trabajo que corresponde generalmente vale tanto como una docena de desertores. Yo tenía una fuente que respondía al nombre clandestino de Timm, un diputado de la CDU (la Unión Demócrata Cristiana), cuyo nombre real era Karlfranz Schmidt-Wittmack. Era miembro del Comité para los Problemas de la Seguridad Europea y jefe del comité de defensa de la rama juvenil de la CDU; también era el protegido de poderosas figuras industriales, y estaba en la línea de sucesión que debía llevarlo a la cumbre de su propio partido.

Regresé de unas vacaciones estivales en 1954, y encontré una nota dejada por Wollweber en la cual decía que Schmidt-Wittmack debía ser llevado a la República Democrática Alemana. Me enfurecí ante la idea de que un hombre que estaba entregándonos documentos que informaban sobre las condiciones de la entrada de Bonn en la NATO debía ser sacrificado sólo por una conferencia de prensa; y lo que era peor, sabía que resistiría mucho la idea de renunciar a su próspera carrera para hundirse en el anonimato de Alemania Oriental. Pero yo ya no controlaba el asunto. Por agudos que puedan ser los instintos de un servicio de inteligencia, siempre es el juguete del gobierno al que sirve.

Consideré que debía comunicar en persona la noticia a Schmidt-Wittmack. Los escasos argumentos políticos que conseguí formular no lo satisficieron en absoluto. Deseaba ser algo más que un engranaje en la rueda de la propaganda en constante movimiento. No tuve más remedio que mentir y afirmar que el contraespionaje alemán occidental estaba sobre su pista, y que su única posibilidad de evitar la cárcel era huir inmediatamente al Este. Por su parte, dijo que su decisión dependería del acuerdo al que llegara con su esposa. Supusimos que, aunque ella estaba familiarizada con el trabajo que su marido realizaba para los alemanes orientales, no se sentiría muy atraída ante la idea de trasladarse a nuestro sector. Convencimos a Schmidt-Wittmack de que le escribiese ante de regresar a Hamburgo a ordenar sus asuntos, y nuestro correo volvió de prisa a Hamburgo antes que él, con el fin de que ella dispusiera de tiempo para asimilar la impresión. Obligada a elegir entre un marido en desgracia y enviado a la cárcel o iniciar una nueva vida en una hermosa casa a orillas de un lago en el Este, optó por lo segundo.

El 26 de agosto de 1954 Schmidt-Wittmack compareció ante el periodismo en Berlín Oriental. Reveló que Adenauer había callado información importante acerca de sus intenciones en las relaciones exteriores y la política de seguridad. Como era usual en tales casos, acentuamos la impresión provocada por el espectáculo facilitándole información suplementaria proveniente de otras fuentes —en este caso, la inteligencia militar soviética—, a saber, que Bonn, al contrario de lo que declaraba en público, se proponía crear un ejército de veinticuatro divisiones.

Se confió a Schmidt-Wittmack el cargo de vicepresidente de la organización de comercio exterior, pero yo siempre lamenté la decisión de traerlo, y a menudo me pregunté si no habíamos sacrificado un futuro ministro de Defensa en beneficio de un titular en la prensa. Gereke llegó a ser funcionario del Partido Democrático Nacional, el partido alemán oriental que representaba a los veteranos, los artesanos y las pequeñas empresas. Para Gereke, no fue un modo muy útil de pasar el tiempo.

El desertor más espectacular durante ese período llegó a nosotros sin que hubiéramos hecho nada para atraerlo, y ni siquiera fuera una de nuestras fuentes. Por el contrario, su tarea era desenmascarar y denunciar al nuestros agentes, y su nombre era Otto John, jefe del contraespionaje alemán occidental (la Oficina para la Protección de la Constitución). Ahora es difícil comprender qué sensación provocó el episodio en momentos en que las biografías personales y los sentimientos corrientes de fidelidad de todos los alemanes aún provocaban las sospechas de sus ex enemigos, y la izquierda todavía gozaba de cierta credibilidad.

John, que era adversario de los nazis, desapareció de Berlín Occidental después de un servicio en el que se evocó el décimo aniversario del putsch de los oficiales contra Hitler, el 20 de julio de 1944; golpe que había fracasado. Se lo vio por última vez en el Oeste en compañía de un viejo conocido, el doctor Wolfgang Wohlgemuth, ginecólogo de la clase alta; y apareció el 21 de junio de 1954 en la base militar soviética de Karlshorst, en las afueras de Berlín. Se comprobó que ambos habían entrado en Berlín Oriental viajando en el automóvil de Wohlgemuth.

El pánico cundió en el Oeste, donde se explicó el episodio como un provocativo secuestro realizado por el espionaje comunista. Pero con un sentido espléndidamente cómico de la oportunidad, en el momento mismo en que el portavoz del gobierno de Bonn explicaba que John no había salido de la República Federal por su propia y libre voluntad, el jefe de la inteligencia confesaba en la radio alemana oriental que se había trasladado voluntariamente porque, según decía, Adenauer se había convertido en instrumento de los norteamericanos, que en su «necesidad de acudir a la guerra contra los soldados alemanes orientales… aceptan de buen grado a los que no han aprendido nada de la catástrofe y están esperando el momento en que puedan vengarse de lo que sucedió en 1945». Cuando también dijo que los nazis dominaban la organización de espionaje de Alemania Occidental, sus palabras ejercieron considerable influencia.

Pero como muchos hechos que se dieron en los momentos más tensos de la Guerra Fría, este no fue del todo lo que parecía. Aquí, por primera vez, está la verdad —tal como yo la conozco— del extraño asunto.

La clave estaba en las experiencias que John había vivido durante la guerra, cuando se convirtió en confidente de un pequeño grupo de resistencia del contraespionaje nazi que estaba conspirando para matar a Hitler. Lo presentaron a Claus Schenk Graf von Stauffenberg, el oficial que en definitiva frustró el intento de asesinato, y se le asignó la misión de determinar si los aliados aceptarían el pedido de paz de los conspiradores en caso de que pudiesen desembarazarse de Hitler. John, que entonces trabajaba en la neutral Madrid para la Lufthansa, la aerolínea comercial alemana, estableció vínculos con la embajada norteamericana, y sobre todo con el agregado militar, el coronel William Hohenthal, que tenía conexiones en los más elevados niveles del cuartel general de Eisenhower. John también envió un mensaje a través de la embajada británica en Lisboa reclamando el apoyo de Londres.

Años más tarde, John me dijo que él creía que su mensaje había sido interceptado por Kim Philby, que en ese momento estaba en la cumbre de su fuerza como topo del KGB en la inteligencia británica. Los rusos se oponían firmemente a cualquier acuerdo entre los enemigos alemanes de Hitler y los aliados occidentales, no fuese que un putsch conservador terminase con todos ellos agrupándose para luchar contra Rusia. «Los documentos que entregué a Philby seguramente desaparecieron en sus archivos —me dijo John mucho después de la muerte de Philby—. No creo que llegaran a Londres».

Cuando la conspiración fracasó y los complotados fueron cazados y asesinados de manera implacable, John consiguió huir a Inglaterra, pasando por Madrid y Lisboa. El periodista Sefton Delmer lo protegió y le dio un puesto en el departamento de evaluación de su red de noticias. Después de la guerra, John entregó a los británicos pruebas que fueron utilizadas en los procesos contra los mariscales de campo von Brauchitsch, von Rundstedt y von Manstein. Con estos antecedentes, no era difícil que se lo designara jefe del contraespionaje alemán occidental, instalado en Colonia, una ciudad de la zona de ocupación británica.

John no era un aliado natural del ex nazi Reinhard Gehlen, puesto a cargo de la inteligencia exterior por los norteamericanos, ni de los nazis que rodeaban a Adenauer, ni del propio Adenauer, que como muchos conservadores alemanes occidentales creían que la conspiración de Stauffenberg tenía elementos de aventurerismo. John habría preferido un cargo en el servicio diplomático que estaba formándose, pero como me explicó más tarde, una carrera en ese sector era inconcebible, porque su personal se reclutaba en un círculo de diplomáticos que habían rodeado a Joachim von Ribbentrop, el ministro de Relaciones Exteriores nazi. Como para agravar la situación, Olaf Radtke, vicepresidente de la agencia Gehlen, se había incorporado al servicio de contraespionaje, sin duda para mantener vigilado a John. Poco puede extrañar que hacia 1954 se sintiera desesperado, y que su aparición en el Este una soleada mañana de junio fuese percibida como una deserción.

La verdad es completamente distinta, y mucho más extraña. John jamás había pensado desertar. El doctor Wohlgemuth era un agente soviético que decidió que utilizaría la desmoralización de su amigo para llevarlo al Este. Mis colegas soviéticos juraron que jamás intentaron alentarlo, pero imagino perfectamente a Wohlgemuth diciendo a su control: «Puedo traerles a Otto John», a lo cual el escéptico agente de inteligencia soviético habría replicado: «Magnífico, lo creeremos cuando lo veamos aquí».

Pero es indudable que la última vez que, según se comprobó, alguien vio a John, fue en el automóvil de Wohlgemuth, mientras los dos pasaban a Berlín Oriental en mitad de la noche. Imagino que John seguramente estaba muy borracho o había sido drogado por su amigo. Vieron a los dos recorriendo una cantidad de clubes nocturnos y bebiendo a la memoria de sus camaradas muertos en la resistencia. Cuando el poco dispuesto viajero despertó, estaba en los cuarteles soviéticos de Karlshorst, una auténtica pesadilla para el hombre que era jefe del contraespionaje alemán occidental. Creo que los rusos estaban tan sorprendidos como John por su aparición en ese lugar, porque llamaron al general Yevgeni P. Pitovranov, jefe de la sección del KGB en Berlín, y a cierto señor Turgarinov, representante del Comité de Información del Ministerio de Relaciones Exteriores dirigido por W. M. Molotov, para decidir cuál era el mejor modo de aprovechar el asunto. John sabía que estaba fatalmente comprometido y que, en su condición de virtual prisionero en Karlshorst, los rusos tenían la llave de su destino. Cuando regresara lo esperaba la prisión, y su carrera habría concluido.

Después que realizó su aparición pública, y en Colonia comenzaron a asimilar el golpe, como de costumbre los rusos nos traspasaron las mercancías deterioradas. John se encontraba en estado de absoluta desorientación, de modo que nuestra primera inquietud fue acercarle un círculo de amigos que lo apoyasen. Nos pusimos en contacto con Hermann Henselmann, principal arquitecto de Berlín Oriental, y con Wilhelm Girnus, a quien yo conocía de mis tiempos en Radio Berlín, y que tenía en común con John algunos amigos anti-nazis. El Ministerio de Seguridad del Estado aportó guardaespaldas para protegerlo de un secuestro de los servicios occidentales, pero no hicieron un trabajo muy eficaz. Diecisiete meses después de su aparición en el Este, John desapareció también con muy pocas ceremonias, y se retiró de una reunión de la Universidad Humboldt de Berlín Oriental para hablar con un periodista danés llamado Bonde-Henrickson. Los dos hombres subieron al coche de Henrickson y regresaron de prisa al Oeste atravesando la Puerta de Brandenburg.

Eso fue en 1955. Treinta y siete años más tarde, en abril de 1992, yo estaba sentado con John, que ya tenía ochenta y tres años, en un restaurante desde donde se dominaba el lugar, al lado de la Universidad Humboldt, que había sido su punto de partida cuando regresó al Oeste. Aún estaba furioso porque, al regresar al Oeste, se lo sentenció a cuatro años de cárcel por traición a su patria. Cumplió sólo dieciocho meses, lo cual sugiere que los alemanes occidentales no estaban muy seguros de la medida de su culpabilidad. Acerca de su «deserción» al Este me dijo: «Quedé inconsciente, y desperté en Karlshorst [cuartel general de las fuerzas militares soviéticas en Potsdam]. Jamás tuve la menor intención de ir al Este». Dijo que jamás se había sentido cómodo en Berlín Oriental, y que después de un año sencillamente había llegado a la conclusión de que ya tenía bastante, y había tratado de relacionarse con alguien que pudiese ayudarlo a salir de allí.

En último análisis, nuestros famosos desertores tuvieron escaso valor estratégico. Sí, Adenauer se vio obligado por las revelaciones de un desertor a reconocer que estaba discutiendo el rearme de Alemania. Y la tenaz influencia de los veteranos nazis en Bonn se manifestó de manera tan espectacular que el tema se instaló en la agenda política para quedarse. Pero de todos modos Alemania Occidental pronto se incorporó a la OTAN. No conseguimos impedir su incorporación a la alianza occidental, o al menos retrasarla.