XVI
El fin del antiguo orden
La fundación del sindicato independiente Solidaridad en Polonia bajo el liderazgo de Lech Walesa en 1980 originó ondas revulsivas en el bloque oriental. Se las percibió sobre todo en la República Democrática Alemana, vecina inmediata de Polonia; se temía que los trastornos se difundieran a través de la frontera. El papel dirigente de los sindicatos en el alzamiento polaco perturbaba especialmente a la dirección comunista, porque las huelgas debilitaban de manera decisiva la afirmación del partido en el sentido de que representaba a todos los trabajadores.
El HVA había dado a conocer información adecuada a finales de la década de los setenta acerca de la amplitud de la insatisfacción en Polonia. Teníamos nuestras propias fuentes de información en los círculos de Walesa además del importante intelectual Adam Michnik. Pero las relaciones entre los servicios secretos de Varsovia y Berlín Oriental nunca habían sido fluidas y las autoridades polacas no tomaban en serio nuestras advertencias acerca del descontento.
En vista de que el futuro parecía amenazador, formamos grupos especiales de trabajo acerca de Polonia en el seno de nuestro ministerio en Berlín y en los centros provinciales situados cerca de nuestra frontera con Polonia. Para mi servicio de inteligencia exterior, la principal prioridad era descubrir las intenciones de los gobiernos occidentales, los partidos políticos, los servicios secretos y las organizaciones privadas, por ejemplo, los sindicatos obreros extranjeros que apoyaban a Solidaridad. Nuestros colegas polacos nos pidieron que vigiláramos las organizaciones de emigrados polacos, y especialmente Radio Europa Libre, con sede en Múnich, y la revista Kultura en París. Durante el período más intenso de descontento, también recogimos información en la propia Polonia con el acuerdo del Ministerio del Interior polaco. Elaboramos medidas activas con el fin de influir sobre la opinión pública en Polonia y también averiguamos qué estaba haciendo la sección de emigrados de la inteligencia alemana occidental en Polonia, con el propósito de contrarrestar su acción.
Pero ni nuestras advertencias ni la vigilancia interna de los propios polacos en su país cambiaron el curso de los acontecimientos. Solidaridad era una organización auténticamente revolucionaria que dio vuelta el discurso convencional de los disidentes de Europa del Este, en el sentido de que la economía y la estabilidad social debían ser la base de la reforma. En cambio, los obreros en huelga trataron de confrontar con el Estado comunista en todas las áreas y demostraron que este último carecía de la seguridad en sí mismo necesaria para contragolpear. La imposición de la ley marcial por el general Wojciech Jaruzelski en diciembre de 1981 sólo aminoró la marcha de un proceso que tenía su propia dinámica.
Hacia 1981 yo ya comenzaba a pensar en el retiro. No sólo había logrado la mayoría de los objetivos que había fijado para mi vida profesional, sino que el avance prometido por el Tratado Fundamental de 1972 se había detenido y Erich Honecker se había convertido en otro anciano líder que se aferraba al poder. Se hablaba de la posibilidad de que yo fuese elegido miembro del Comité Central y que posiblemente entonces sería llevado al Politburó, pero el progreso político en estas condiciones no era lo que yo deseaba. De todos modos, Mielke estaba decidido a bloquearme. No dije nada, pero escribí en mi diario:
Mielke no comprende que eso ya no es lo que deseo. Por una parte, sería otro vínculo que estorbaría mis decisiones personales. Elegir ese camino sería malgastar mis energías, pues nuestros poderes ya carecen de influencia real. ¿Por qué molestarse?
Había comenzado a leer con mayor amplitud de miras que antes, y abrí mi mente a nuevas ideas y críticas a nuestro sistema. Lo que denominábamos el «socialismo real vigente». Uno de los libros más influyentes fue La estética de la resistencia, de Peter Weiss, que combinaba el tratamiento de las causas y los efectos del estalinismo con recuerdos personales y una narración elocuente. También pasé horas conversando con mi hermano Koni, acerca de su idea con destino a una película o un libro denominado La troika. Había decidido relatar la historia de su amistad de adolescencia con Lothar Wloch, hijo de una destacada familia comunista alemana, y con Victor y George Fischer, hijos de Louis Fischer, el periodista norteamericano que habíamos conocido en Moscú[21]. Treinta años después de la guerra, los cuatro volvieron a reunirse en Estados Unidos. Koni había luchado en el Ejército Rojo y se había convertido en un cineasta respetado y en jefe de la Academia de Artes de Berlín Oriental. Lothar había regresado a Alemania después de que su padre se convirtió en víctima de una de las purgas de Stalin, y el pacto con Hitler, firmado en 1939, le brindó la excusa necesaria para prestar servicio en la Luftwaffe contra la Unión Soviética. Después de la guerra se estableció en Berlín Occidental y llegó a ser un empresario de éxito en la construcción. George Fischer llegó a capitán del ejército de Estados Unidos, y yo sospechaba que podía tener vínculos con la inteligencia norteamericana. A pesar de las vidas y las creencias muy distintas, la troika comprobó que la chispa humana de esa precoz amistad había sobrevivido a la Guerra Fría.
Hacia 1980 Koni se preparaba para rodar la película, pero ya padecía cáncer. Falleció en marzo de 1982 y quedó a mi cargo completar la obra de mi hermano. Todos los días yo llevaba sus notas y su esbozo general a mi oficina, garabateaba mis propios comentarios y planeaba el trabajo de investigación. Pronto me resultó evidente que este trabajo tenía un valor más duradero que el mero hecho de continuar dirigiendo un eficaz servicio de espionaje. La excitación que yo solía sentir cuando reclutaba nuevos agentes y planeaba operaciones, ya sólo la experimentaba cuando trabajaba en el libro.
Es extraño [escribí en mi diario], que Koni me parezca de nuevo tan lleno de vida… Mucha gente parece suponer que es natural que yo retome el hilo de las cosas donde él lo dejó. Hay muchas esperanzas y contactos humanos y es necesario mantenerlos vivos. Parece tan importante para tantas personas que lo conocieron. Por primera vez en mi vida sé que el reloj está marcando el paso del tiempo. Y es hora de continuar con las cosas.
A principios de 1983, conocí el panorama más deprimente que hasta ese momento había visto acerca del estado del Pacto de Varsovia. Rainer Rupp, nuestro principal topo en la OTAN, había conseguido trasmitirnos una copia microfilmada de un estudio de la OTAN acerca del equilibrio del poder global entre el Este y el Oeste. Era un análisis magistral acerca de las debilidades del sistema soviético y su decadencia en lo referido a la eficiencia militar y el poder económico. Al leer este documento, comprendí que el análisis de Occidente acerca de las carencias del bloque oriental era exacto y también supe que no había esperanzas en el sentido de que las «cabezas de hormigón» —como sus críticos denominaban en forma burlona a nuestros ancianos jefes— promoviesen un intento destinado a cambiar la situación. Parecía que estábamos encerrados en una vertiginosa espiral de decadencia. Todo esto minaba mi moral profesional y mis energías, y me dejaba deprimido y con un creciente sentimiento de aprensión.
Me preparé para presentar a Mielke el documento, acompañado de nuestro comentario analítico. De allí pasaría a Victor Chebrikov, jefe del KGB en Moscú, y al secretario general Konstantin Chernenko. El tono de nuestro «comentario» debía ser preciso y trabajé con los mejores jóvenes de nuestro equipo, para garantizar que el texto no disimulara el cuadro sombrío presentado por el estudio de la OTAN y no expresara una disimulada satisfacción por el mal ajeno producida por el retrato miserable de la Unión Soviética.
Durante nuestro viaje a Moscú en febrero de 1983, aproveché la oportunidad para explicar a Mielke que ya estaba pensando en elegir el momento oportuno para retirarme. Había llegado a los sesenta años; Mielke tenía setenta y cinco. Era hora de que ambos comenzáramos a pensar en nuestros sucesores. Movió la mano en actitud de rechazo. Yo insistí en la observación, y después de cierta vacilación, Mielke aceptó en principio la idea de mi retiro, pero agregó con altivez que él decidiría acerca de la oportunidad. Se había enterado de mis planes de continuar el trabajo de Koni en La troika y comentó burlonamente: «Los jefes de inteligencia no producen películas». Pero en todo caso, el tema estaba planteado.
Los sentimientos políticos y sociales de insatisfacción existentes a lo largo y lo ancho de nuestro país habían penetrado los gruesos muros del Ministerio de Seguridad del Estado. En nuestro sauna privado, donde los altos funcionarios consideraban que podían hablar con más franqueza que en otros lugares, dos altos jefes de la oficina exterior me habían hablado de la frustración que experimentaban al ver las actitudes de un liderazgo envejecido e insensible que eran corrientes en Moscú y Berlín Este. Mis interlocutores en el sauna revelaron que no todo marchaba bien entre Alemania Oriental y Moscú. Chernenko desconfiaba de los acercamientos de Honecker a Helmut Kohl y temía que los alemanes occidentales intentaran promover una identidad nacional pangermánica que se impondría a la solidaridad socialista. En una reunión celebrada en Moscú en 1984, advirtió a Honecker que la República Democrática Alemana acabaría siendo «en definitiva la víctima de todo esto». «Usted debe recordar» —agregó—, «que el desarrollo de las relaciones entre Alemania Oriental y la Occidental debe respetar siempre, primero y principalmente, los intereses de la seguridad de la Unión Soviética».
Esta advertencia sin duda estuvo destinada a frenar los deseos de Honecker de realizar una visita oficial a Bonn. El encuentro, dijeron mis dos fuentes en el sauna, habían concluido en un ambiente gélido. Honecker, encolerizado por su humillación, había protagonizado una inusitada manifestación de cólera cuando por fin estuvo otra vez con su delegación; entonces se burló de la actitud de maestro de Chernenko. Cuando regresó a Berlín Oriental, Honecker reveló sus frustraciones a Mielke y declaró que, cualesquiera fuesen las objeciones de Moscú, estaba decidido a encontrar el modo de visitar a Bonn. Entretanto, la prensa soviética comenzó una campaña de ataques a Honecker.
A causa de mi fluidez en idioma ruso y mis conexiones con Moscú se me pidió que interviniese y llamé a Chebrikov. Me desairó con sequedad recordándome que tales cosas eran cuestiones del partido y no del servicio secreto.
El atolladero relacionado con el deseo de Honecker de visitar a Bonn prevaleció sobre todos los demás problemas con Moscú. Yo nunca había vivido un período en que la situación fuese tan tensa. Se necesitaron meses de delicada diplomacia tan sólo para arreglar un diálogo telefónico directo entre Honecker y Chernenko, pues ninguno de ellos deseaba parecer dispuesto a llegar a un compromiso. Gracias a la vigilancia telefónica, escuchamos un fragmento de conversación entre Klaus Bölling, el vocero de prensa del gobierno de Bonn, y otro alto funcionario de Alemania Occidental, que comentaban la disputa entre Moscú y Berlín Oriental. «Esto está empezando a ser un gran acontecimiento —observó Bölling—. Es más interesante que Dallas y Dinastía juntas».
Una cumbre entre Honecker y Chernenko, en agosto de 1984, duró un solo día y concluyó en un fracaso. Nuestro secretario general se encontraba en la misma situación que millones de sus ciudadanos: no podía visitar el Oeste. Se vio obligado a hacer un cambio radical de postura con respecto a Occidente, y lo hizo de inmediato declarando que «la atmósfera meteorológica general» no era propicia para una cumbre alemana Este-Oeste y que era necesario suspenderla. Rechinando los dientes, dijo en voz baja a sus ayudantes: «Suspendida no significa cancelada».
Honecker sintió que la Unión Soviética lo había dejado en la estacada, tanto desde el punto de vista económico como diplomático, ya que Moscú estaba reduciendo en forma constante la cantidad de petróleo que exportaba a Alemania Oriental a precios inferiores a los del mercado. «Tendremos que depender de nosotros mismos», solía decir, negándose a reconocer que Alemania Oriental no tenía la riqueza ni el poder necesarios para actuar sola. Estaba obsesionado por la idea de irritar a Moscú con gestos tan escasamente significativos como el mejoramiento de las relaciones con China.
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A esta altura de las cosas, los individuos reflexivos en la República Democrática Alemana, y también en Moscú, percibían la aproximación de cambios que afectarían tanto al país como al bloque oriental; y también a las personas. Aproximadamente en esta época me reuní con Hans Modrow, entonces jefe del Partido Comunista de la región de Dresde, un hombre de hablar suave y cabellos canosos que tenía una actitud reflexiva y modales agradables. A diferencia de muchos otros jefes comunistas, más ostentosos y escasamente reflexivos, vivía con sencillez en un apartamento de tres habitaciones, conducía un coche común y corriente y nunca utilizaba los grandes privilegios de los cuales gozaban los jefes partidarios. También se destacaba por su forma de hablar directa y sencilla, un arte rara vez practicado en un partido donde la norma era producir versiones cosméticas de la verdad. «No me pagan el sueldo para que escriba informes maquillados», me dijo. Era evidente que yo tenía un alma hermana en mis frustraciones.
Hablamos de Manfred von Ardenne, un eminente físico de una familia aristocrática que había construido su propio instituto en la cumbre de una colina en las afueras de Berlín. Era un desusado ejemplo poco frecuente de persona que había logrado evitar que la manejaran y trabajaba de manera independiente; había logrado sus propósitos porque sus resultados sobrepasaban de lejos todo lo que el Estado podía producir. Von Ardenne, que ya tenía más de ochenta años en aquel momento, formulaba opiniones enérgicas acerca del país y de todo el bloque oriental. Temía que nos hubiéramos rezagado irremisiblemente con respecto a Occidente en la carrera científica y tecnológica, y que ese hecho en definitiva nos destruiría.
Modrow no era más que un secretario regional del partido y no había perspectivas de que ingresara en el Politburó. Era evidente que fuera del Comité Central yo no podía ejercer influencia directa sobre el rumbo del partido dirigido por Honecker; y von Ardenne era demasiado mayor y sentía muy escaso entusiasmo por las luchas políticas intestinas en la República Democrática Alemana, de modo que no podía hacer más que esforzarse en su propio rincón, defendiendo la investigación científica. De modo que nuestras esperanzas, en relación con los cambios necesarios, dependían de Modrow.
Estos encuentros con el tiempo desembocaron en absurdos informes en el sentido de que nosotros, más tarde denominados los reformadores en el seno del partido, conspirábamos para convertir a Modrow en jefe e imponer reformas de estilo soviético en Alemania Oriental. La verdad era desgraciadamente más modesta. Cuando Mijail Gorbachov sucedió a Chernenko, en marzo de 1985, Modrow y yo opinamos que era un cambio notable y promisorio. Escribí en mi diario:
Ahora, al fin, después de todos los líderes viejos y enfermos del Kremlin, hay un nuevo secretario general y se renueva la esperanza. Parece un punto de partida. Hasta ahora, nosotros mismos nos hemos infligido el mayor daño. Ningún enemigo podría haber logrado lo que hicimos desde el punto de vista de la incompetencia, la ignorancia, el autobombo y el modo en que nos hemos distanciado de los pensamientos y los sentimientos de la gente común.
Después de este acontecimiento, Modrow y yo nos reuníamos unas dos veces por año para conversar, pero yo no intenté en absoluto empujarlo hacia el poder. Si lo hubiese hecho, me sentiría orgulloso de revelarlo ahora. Pero la amarga verdad es que tanto él como yo fuimos demasiado lentos cuando se trató de revelar con claridad nuestra desesperación. El hecho de que ninguno de nosotros disimulara su insatisfacción frente a los amigos y los colegas de confianza, no disculpa que no promoviésemos activamente la reforma del sistema. Como muchos otras personas menos influyentes, esperamos en vano que un redentor surgido desde el interior del sistema apareciese como sucesor de Honecker y definiera un rumbo nuevo.
Tenía otra razón completamente personal que reforzaba mi deseo de abandonar el cargo. Mi segundo matrimonio estaba en dificultades. Me había enamorado de otra mujer. Tiempo antes había tratado muy fugazmente a Andrea durante una visita a Karl Marx-Stadt, la ciudad natal de mi segunda esposa Christa; y había vuelto a verla cuando ella y su marido visitaron nuestra casa de campo, en 1985. En su juventud había pasado cuatro meses en prisión por su intento de huir del país. Cuando escuché su relato, varios años después, la narración fue para mí una sombría evocación de la represión interna practicada en mi país. Creía que mi propio trabajo en el área de la inteligencia exterior era una esfera de actividad distinta y más defendible; pero era inevitable que me sintiera avergonzado a causa de las tácticas brutales utilizadas contra la oposición interna y contra aquellos cuyo único deseo era salir de país.
A principios de 1986 fui a ver a Mielke y le relaté lo que había sucedido. En las cuestiones sexuales era un puritano a la antigua y se mostró irritado. Cuando se calmó, trató de convencerme de que en bien de las apariencias no destruyera mi matrimonio, y dijo que podía arreglar que Andrea se instalase en Berlín Este, de modo que yo pudiera verla siempre que lo deseara. Mielke no era un hombre que percibiese con mucha claridad los problemas del corazón. Su gran preocupación era la seguridad. Mi esposa había trabajado en el Ministerio de Seguridad del Estado en Karl Marx-Stadt y conocía muy bien mi trabajo. Mielke sentía terror ante la posibilidad de que, resentida, ella pasara información acerca de mi persona y mis operaciones en el Oeste.
Rechacé el ofrecimiento e insistí en casarme con Andrea. Mielke estaba furioso. Supe por algunos colegas que había ordenado intervenir mis teléfonos. Ahora yo estaba sintiendo la misma incomodidad que sentían los alemanes orientales comunes y corrientes de quienes —por la razón que fuera— el Estado sospechaba. También se mantenía bajo constante vigilancia a mi ex esposa, no fuese que se relacionase con nuestros enemigos. De todos modos, ella consiguió sortear la vigilancia y durante unas vacaciones en Bulgaria se relacionó con un empresario alemán occidental, un hombre que, de eso Mielke estaba seguro, había sido enviado para seducirla y conducirla a una trampa estilo Romeo por los servicios de inteligencia del enemigo. Me encontré con la desagradable ironía de ver mi propia táctica del Romeo utilizada contra mi ex esposa. Durante un tiempo me preparé para soportar la impresión de ver su foto y los detalles de nuestra convivencia reproducidos en un período de Alemania Occidental. En definitiva, después de algunas ventajas económicas y laborales concedidas por el Ministerio de Seguridad del Estado (y quizá sospechando con cierta razón que los servicios secretos de Alemania Occidental estaban atrayéndola a una trampa), ella prefirió quedarse en el Este.
Mielke por fin aceptó que yo me retirase en la primavera de 1986, cuando el hombre a quien preparé para que me sucediera, es decir Werner Grossmann, estuvo en condiciones de ocupar mi cargo. Mi partida representaría un cambio importante en nuestro servicio de inteligencia después de casi treinta años y deseábamos vivamente que se realizara sin tropiezos, de la manera más natural posible. Negocié con Mielke un paquete de suspensión de mis servicios, incluso un nuevo apartamento en Berlín, donde resido hasta ahora, frente al río Spree. A pesar de todos los privilegios que gozaba la Nomenklatura bajo nuestro sistema, yo sabía que en último análisis estaban vinculados con nuestros cargos. El Estado concedía y el Estado podía quitar. Pedí un chófer, una secretaria y una oficina en el ministerio mientras redactaba mis experiencias en el mundo de la inteligencia, para utilidad del ministerio, y trabajé en La troika. En compensación, estaría disponible para aconsejar a mi sucesor y a Mielke.
La ceremonia de mi retiro en noviembre de 1986 fue realizada con todos los honores formales. Mielke deseaba anunciarla escuetamente, ajustándose al tradicional estilo soviético: «A causa de graves problemas de salud…». Pero yo me sentía completamente sano y no veía motivo para comenzar con una mentira mi nueva vida fuera de los servicios de inteligencia. Insistí en un anuncio más veraz aunque un tanto misterioso: «Satisfaciendo su propio deseo, el general Markus Wolf se ha retirado del Directorio Principal (inteligencia exterior)». La almidonada despedida oficial contrastó mucho con la pequeña fiesta que ofrecí después del saludo oficial. Allí, frente a mis colegas de mayor confianza, mezclé las palabras de auténtico afecto y aprecio que reflejaban los sentimientos que profesaba hacia mi personal con alguna referencia ocasional a los temores, las frustraciones y las dificultades que, como bien sabían, ellos experimentaban. «Un buen comunista —les dije, citando a Bertold Brecht en una de sus expresiones más oblicuas—, tienen muchas abolladuras en su casco. Y algunas han sido producidas por el enemigo».
Elogié las reformas de Gorbachov. Los hombres se miraron, pues sabían que las ideas de la perestroika y la glasnost no merecían la menor atención de nuestro liderazgo. Los dejé con un poema escrito por mi padre, titulado «Excusas por ser humano». «Verzeiht, dass Ich ein Mensch bin…», un preciso resumen de su carácter, y creo que también del mío. Esta es la traducción aproximada:
Y si yo odié demasiado y amé con desenfreno y libertad, perdonadme por ser humano. La santidad no era para mí.
Andrea y yo nos ocultamos en el campo y yo me sumergí en las notas de Koni acerca de la triple amistad que había sobrevivido a la Guerra Fría. Por primera vez en muchos años, me sentía maravillosamente feliz y cómodo conmigo mismo. Sabía que el libro, con su crítica implícita al estalinismo y su elogio a la perdurabilidad de los vínculos humanos a pesar de la enemistad de las dos ideologías, podía ser un aporte importante para nuestro mundo. Estaba decidido a abordar un tema que nunca había sido analizado con franqueza en Alemania Oriental: el terror de Stalin y el carácter arbitrario de sus arrestos masivos. El libro fue publicado de manera simultánea por dos editoriales alemanas del Este (Aufbau) y del Oeste (Classen) en el marco de la glasnost de Gorbachov, que había sido rechazada por Honecker como modelo para nuestro país.
Con un director amigo también comencé a rodar una película acerca de la vida de mi padre. Cuando se acercaba el momento de proyectarla con el título de Disculpas por ser humano, se me informó que debía suprimir unas secuencias acerca de los crímenes de Stalin. Protesté, pero se practicó el corte mientras yo estaba fuera del país. Esta experiencia del insensato intento de suprimir el pasado (y por implicación el presente) fue la gota que colmó el vaso. A diferencia de la mayoría de los alemanes orientales, podía considerarme afortunado porque tenía acceso al secretario general. Me acerqué a Honecker y le relaté anécdotas acerca de otros que habían sido obligados a soportarlo todo en la impotencia, mientras se amputaban al azar fragmentos políticamente sensibles de su obra. Como siempre, Honecker estuvo muy cortés, e incluso aceptó que había sido una muestra de malos modales el hecho que no me informaran, a mí y a los otros, de los cambios que se habían introducido. Después reconoció que él en persona había tomado la decisión de suprimir en la película el análisis de las atrocidades de Stalin y de que no se hicieran concesiones fundamentales. Cuando me quejé y dije que era imposible describir la década de los treinta en la Unión Soviética sin aludir a los crímenes de Stalin, contestó: «Pero ¿no comprende? En los tiempos que corren se falsifica constantemente la historia. Glasnost tiene mucho que decir en este aspecto». Yo insistí:
—Usted no puede decir a la gente durante años y años que todo lo que hace la Unión Soviética está bien, y después volver bruscamente la espalda al tema. La gente deposita muchas esperanzas en Gorbachov. No acepta que lo que él hace está mal. Comparan su franqueza con las medidas aplicadas aquí a los medios de difusión, y todos desean más libertad de palabra y prensa. No se trata de que desaparecerá con el tiempo.
Honecker apretó los dientes en un gesto obstinado y después dijo:
—Jamás permitiré aquí lo que está sucediendo en la Unión Soviética. Buscando con desesperación una respuesta realista, pregunté si estaba al tanto del número creciente de disconformes que encontraban apoyo moral bajo los auspicios de la iglesia protestante de Berlín Oriental y Leipzig; la gente que pocos meses más tarde sería el núcleo de la revolución pacífica en Alemania Oriental.
—Son locos y soñadores —dijo—. Podemos negociar con gente como esa.
En marzo de 1989 mi primer libro, La troika, fue publicado en una atmósfera de tensión social cada vez más acentuada. Las autoridades alemanas orientales acababan de prohibir un número de la revista soviética Sputnik, que contenía la publicación de nuevos datos acerca de los crímenes de Stalin. El conflicto entre la República Democrática Alemana y Moscú ahora se manifestaba a la luz del día, y Berlín Este en efecto censuraba las manifestaciones de la Unión Soviética.
Decidí aprovechar la publicación simultánea del libro en Alemania Oriental y Occidental para tomar una posición pública en favor de la perestroika y contra el régimen moribundo. Me distancié del decreto acerca de la prohibición de Sputnik y dije al entrevistador de la televisión occidental que me preguntó qué opinaba de Gorbachov: «Me alegra y me complace su presencia allí».
Al día siguiente supe que mi persona era tema de discusión en la reunión semanal del Politburó. Mielke me telefoneó para decirme que se creía que mis opiniones eran un ataque a la cúpula partidaria y me informó también que el Politburó había decidido que yo no concediera más entrevistas acerca de mi obra en la inminente feria del libro de Leipzig. Para utilizar una fórmula tosca pero eficaz extraída de la política norteamericana, yo estaba descubriendo lo que significaba estar fuera de la tienda orinando en su interior después de una vida entera de estar dentro de ella orinando hacia afuera. No desobedecí en forma directa la orden del Politburó, pero continué mi gira de conferencias por todo el país. La misma coincidía con el empeoramiento de la crisis interior. Se manifestaba un resentimiento cada vez más intenso con los vergonzosos procedimientos electorales que permitieron a los comunistas del Partido Socialista Unificado continuar en el poder sin oposición alguna después de las elecciones de mayo.
Cuando llegó el verano, el éxodo de alemanes orientales hacia el Oeste a través de la frontera recientemente abierta con Hungría continuó con más impulso que nunca. Al igual que varios de mis colegas más reflexivos, que conocían el funcionamiento interno del Ministerio de Seguridad del Estado, me preocupaba la posibilidad de que hubiese actos violentos. Los sentimientos de hostilidad que se habían incubado durante muchos años estaban muy próximos a un estallido. Me acerqué a Egon Krenz, el sólido y poco imaginativo funcionario que según todos esperaban sucedería a Honecker. Le dije que temía que hubiese derramamiento de sangre si las inquietas fuerzas de seguridad interior se desplegaban contra las manifestaciones sin tener una idea clara del modo de resolver una situación que ellas conocían sólo por los manuales. Le presenté un memorándum con los indispensables pasos siguientes, pero se mostró poco entusiasta. «Ya lo sé, Mischa —dijo, haciéndose eco de comentarios que yo había escuchado en años anteriores de labios de Andropov—, pero usted sabe cómo funciona el Politburó. Si pronuncio allí una sola palabra de lo que está escrito aquí, al día siguiente habré perdido mi empleo. Recuerde que Gorbachov llegó a ser secretario general sólo después que mantuvo cerrada la boca bajo el dominio de tres predecesores».
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El 18 de octubre Honecker finalmente fue derrocado en el tradicional estilo de los gobernantes autoritarios que han perdido el respeto de su círculo interior, y a quienes se pide que se marchen. Nadie asumió la responsabilidad, pero no habría sido posible derrocar a ningún líder de la República Democrática Alemana sin el acuerdo activo de Mielke. Krenz fue designado secretario general y apareció en televisión produciendo sonidos conciliadores. Pero estaba mal dotado para la tarea sumamente ardua que afrontaba.
Me di cuenta que el momento de las palabras circunspectas había pasado cuando Johanna Schall, la enérgica y principista nieta de Bertold Brecht, me invitó a participar en una manifestación realizada el 4 de noviembre en la espaciosa Alexanderplatz de Berlín Oriental; se la organizó como un alegato en favor de un cambio pacífico. Me uní a los escritores Christa Wolf, Stephan Heym y Heiner Müller, y a los líderes del grupo de oposición llamado Nuevo Foro, es decir, Barbel Bohley y Jens Reich. Al pasear la mirada sobre un mar de carteles de hechura casera que exigían el fin del dominio unipartidario, me resultó evidente que había terminado el monopolio de mi Partido Socialista Unificado. A mi juicio, eso significaba clausurar una vida entera de compromiso ideológico. Aún creía que la República Democrática Alemana podía ser mantenida —al menos durante un importante período de tiempo— separada del Oeste, con un gobierno que incorporase creencias socialistas pero permitiese mucho más libertad de palabra y reunión, y el derecho a poseer propiedad. Traté de convencer al medio millón de asistentes a la asamblea y a los millones más que observaba por televisión, que no apelasen a la violencia; pero mientras yo hablaba, criticando la atmósfera incriminatoria que convertía a todos los miembros de las organizaciones de seguridad del Estado en chivos expiatorios de la política del liderazgo anterior, tuve cierta conciencia de que algunos sectores de la multitud estaban silbándome. No estaban de humor para escuchar sermones acerca de lo que era una conducta razonable, pronunciados por un ex general del Ministerio de Seguridad del Estado.
Así, aprendí en la dolorosa experiencia de ese momento que no podría librarme del pasado. Tendría que aprender a asumir la responsabilidad por las actividades de mi ministerio y por los aspectos del sistema al que yo había servido y ayudado a sostener en el tiempo, incluso si estaban al margen de mi propia experiencia, de mi conocimiento o aprobación. No puedo afirmar que la reacción de la multitud me sorprendiese realmente, pero mi sentimiento abrumador fue de alivio y orgullo porque al fin podía dar la cara y decir la verdad. Esa noche, volví a casa y dormí tranquilamente por primera vez en varias semanas.
El 28 de noviembre el canciller alemán occidental Helmut Kohl publicó un programa de diez puntos que contemplaba la unificación de Alemania. A partir de ese día, especialmente el 4 de diciembre, en la manifestación regular de los lunes en Leipzig, ya habían comenzado a aparecer carteles aislados que proclamaban «Alemania, una patria» (Deutschland, Einig Vaterland). Pero no hubo proclamas de esa clase aquel día en Berlín Oriental. Los oradores y los manifestantes expresaron muchas opiniones distintas acerca de la forma futura de nuestro país, pero existía un sentimiento abrumador que sugería la existencia de una empresa común. Al volver hacia atrás la mirada, supongo que ese fue el último día de nuestro sueño socialista. Cinco días más tarde, yo estaba en un club de escritores de Potsdam comentando La troika, cuando un joven abrió bruscamente la puerta y gritó: «La frontera está abierta». Con esa rapidez se hace la historia. En una sola noche el viejo mundo, el mundo al que yo había consagrado el trabajo de mi vida, desapareció ante nuestros ojos. Esa noche, los televisores difundieron a todos los rincones imágenes del derribo del Muro de Berlín. La barrera de hormigón, que había reforzado físicamente la división ideológica, en esos días quedó reducida a un montón de escombros que serían utilizados más tarde como recuerdo. En adelante, yo debería acostumbrarme a un nuevo mundo, al que conocía sólo como enemigo y en el que sería un extraño, el refugiado de una utopía fracasada.
El 15 de enero de 1990 una multitud colérica —que incluía varios grupos bien organizados— asaltó mi antiguo ministerio y se apoderó de archivos, que después fueron entregados a los servicios secretos occidentales. Se publicaron algunos fragmentos cuidadosamente seleccionados, y como el apellido de Mielke y el mío eran los únicos que el público conocía, casi no pasaba día que no estuviese expuesto a ásperos ataques, sobre todo en relación con el descubrimiento de que los ex terroristas de la Fracción del Ejército Rojo se habían refugiado en la República Democrática Alemana. La situación no cambiaba por el hecho de que no existieran indicios o pruebas de mi participación en las actividades de la Fracción; que yo hubiese trabajado en otro sector del ministerio en cuestión era suficiente para incriminarme a los ojos de los acusadores.
Al llegar el verano tuve que soportar los embates de la venganza. Un proyecto de ley que otorgaba amnistía a los servicios de inteligencia de la República Democrática Alemana había sido bloqueado en el Parlamento de Bonn. Yo no dudaba que en el Día de la Unidad, el 3 de octubre de 1990, sería arrestado. Después de consultar con mis abogados y amigos decidí abandonar un tiempo el país. Abrigaba la esperanza de actuar desde el exterior para proteger a los integrantes de mi antiguo equipo, el último de los cuales había abandonado el ministerio en abril de 1990. Antes de irme, escribí cartas al presidente federal Richard von Weizsäcker, al ministro de Relaciones Exteriores Hans-Dietrich Genscher, y a Willy Brandt, diciéndoles que para mí era imposible repetir la experiencia de emigrar de Alemania:
Este es el país de mis padres. Ellos encontraron aquí un campo para sus actividades, después de un largo exilio. Mis padres y mi hermano están sepultados en Berlín. Y para mí, Alemania es el lugar de mi trabajo, de mi fuerza, de mi amor; de mis actividades positivas, así como de aquellas que han sido intentos equivocados y fallidos.
Y escribí al Fiscal Federal Alexander von Stahl:
Para mí, y para los que han servido conmigo formando parte del servicio de inteligencia, que participaron en la Guerra Fría del mismo modo que los que han revistado en otros servicios, la contienda parece continuar. Hay vencedores y vencidos, represalias sin piedad.
Deseaba que no hubiesen dudas en el sentido de que, si bien podía retirarme de Alemania por un tiempo, regresaría sin vacilar una vez que se me garantizase un proceso justo. También dije a Anatoli G. Novikov, jefe de la sección berlinesa del KGB, que me proponía abandonar un tiempo Alemania. Sonrió y dijo que el KGB conocía los intentos de Alemania Occidental de ofrecer inmunidad frente a las acusaciones a cambio de información. No me dijo cómo lo había sabido, pero afirmó que el KGB se sentía complacido porque yo no había aceptado participar en ese juego. Pocos días más tarde, después de informar nuestro encuentro a Moscú, recibí de él un mensaje que me recomendaba ponerme en contacto con el KGB si en determinado momento corría peligro.
Convinimos en que, si se presentaba una situación de extrema gravedad, mi esposa y yo nos las ingeniaríamos para salir de Alemania por nuestra propia cuenta, con el fin de evitar que se considerase a los soviéticos responsables de mi fuga. Si era necesario yo telefonearía a un número secreto y ellos acudirían en mi ayuda. Era lo mejor que podía obtenerse de un mal puñado de ofrecimientos. Aún esperaba que si podíamos ocultarnos en Europa sin ser advertidos durante unas pocas semanas, la cacería de brujas en Alemania se atenuaría y yo podría regresar.
Andrea y yo preparamos discretamente nuestras maletas el 28 de septiembre, seis días antes de la unificación, y nos marchamos a Austria. Usamos nuestros pasaportes auténticos y viajamos en nuestro propio automóvil —yo había decidido que no permitiría que me pillaran en alguna pequeña ilegalidad y nunca viajaba con documentos falsos— y así atravesamos la frontera como los demás turistas que iban a las montañas en ese verano que ya estaba terminando. Los guardias fronterizos examinaron superficialmente nuestros documentos y nos autorizaron a seguir viaje. Cuando nos hubimos alejado bastante de ellos, detuvimos el automóvil y nos abrazamos como niños que han conseguido escapar de la disciplina de un colegio demasiado riguroso.
Durante dos meses, Andrea y yo recorrimos el paisaje austríaco, alojándonos en pequeños hoteles y casas de pensión, y a veces gozando de la hospitalidad de buenos amigos pertenecientes a los círculos austríacos izquierdistas. No estábamos disfrazados, y cuando se conoció la noticia, después del 3 de octubre, en el sentido de que yo había huido de Alemania la imagen de mi cara comenzó a aparecer con regularidad en la primera página de los periódicos, los cuales por supuesto estaban a la vista de los huéspedes en los vestíbulos y recepciones de los hoteles. Por extraño que parezca, nadie me relacionaba con el «espía más buscado» que había desaparecido. Una o dos veces Andrea advirtió que alguien me miraba con excesiva atención o bien oyó una exclamación en voz baja; y en esos casos desaparecíamos sin ceremonias. Fue un período extraordinario, al mismo tiempo terrorífico y regocijante. Yo me sentía extrañamente rejuvenecido. Pero sabía que no podíamos continuar eternamente de ese modo, en el papel de una suerte de Bonnie y Clyde alemanes.
Tratamos de reactivar la alternativa israelí, pero no tuvimos éxito. A pesar de la promesa original, en Viena no nos esperaba ninguna visa, y yo no deseaba llamar la atención sobre mi persona merodeando en la capital austríaca para conseguir el documento en cuestión. (No viajé a Israel hasta 1995, cuando el diario israelí Ma’ariv me invitó a realizar una visita muy publicitada, para que me reuniera con miembros retirados del Mossad y celebrar un encuentro con el ex primer ministro Yitzhak Shamir). Una noche, después de cenar en una aldea austríaca, observé la cara bonita y fatigada de Andrea, y me di cuenta que la única alternativa viable en este momento era Rusia. Conservaba un jirón de esperanzas en el sentido de que Gorbachov, en tanto que amigo de Helmut Kohl, pediría clemencia para nosotros. Desde Austria le envié una carta, que no recibió respuesta, utilizando el contacto preestablecido. En noviembre de 1990 desempolvé el número del contacto secreto del KGB que me habían entregado en Berlín antes de marcharnos, dije la palabra clave a la voz rusa que me atendió y le expliqué que el momento había llegado.
Dos días más tarde, Andrea y yo fuimos recogidos por un intermediario ruso en la frontera con Hungría, y con él atravesamos las llanuras húngaras. Después de un día de descanso, pasamos a Ucrania, y de allí a Moscú, adonde llegamos exhaustos pero muy aliviados porque la experiencia de la fuga había concluido.
En Moscú, Leonid Shebarshin nos dio la bienvenida en la central de la inteligencia exterior en Yasenevo, y varias veces brindamos para celebrar mi fuga. Pero la atmósfera era tensa. Mis anfitriones se sentían avergonzados porque yo no había recibido más apoyo de Gorbachov. Aunque me conocía bien, Kriuchkov envió saludos por intermedio de Valentín Falin y el Comité Central, en lugar de recibirme en forma directa. El jefe del KGB me aconsejó que no regresara a Alemania. Era evidente que la dirección tenía una actitud ambivalente con respecto a mi presencia. Por una parte, se sentía obligada por el pasado a ofrecerme refugio en Moscú. Por otra, no deseaba llamar la atención sobre mi presencia allí, pues las relaciones con Bonn tenían prioridad.
Por primera vez en mi vida, en lugares de Moscú que siempre me habían respondido de manera afirmativa, ahora comenzaron a contestar por la negativa. O más bien, de ese modo inefablemente ruso, no me daban ninguna respuesta. Como parte de la investigación destinada a este libro, traté de consultar algunos viejos documentos de la OTAN que habían sido obtenidos por mis agentes y entregados por mí mismo a Moscú. Nunca aparecieron. Por supuesto, no me formularon una negativa directa. Me dijeron que el acceso a los secretos que yo mismo había entregado a Moscú era imposible por «razones técnicas».
Pasé un tiempo intentando encontrar apoyo político y legal para los ex miembros de mi equipo principal, para mis agentes y para mí mismo, y también vi amigos de mi juventud y me dediqué a mis intereses culinarios, reuniendo recetas rusas para un libro de cocina que publiqué más tarde. Mi hijo Sascha, que estaba al cuidado de Claudia, una hija que Andrea había tenido en su primer matrimonio, nos visitaba de tanto en tanto.
Viví con comodidad pero en forma sencilla en Moscú hasta agosto de 1991. Pero sentía la necesidad de estar en Alemania con mi familia y mis ex colegas. Permanecer en la Unión Soviética significaba vivir discretamente, en realidad como un emigrado. En el verano, Andrea y yo fuimos invitados por el Comité Central a pasar las vacaciones en Yalta, a orillas del Mar Negro, en una dacha reservada a la élite política. En aquellos días, Mijail Gorbachov pasaba sus vacaciones cerca de allí; unas vacaciones que serían las últimas como líder de la Unión Soviética. Porque fue allí donde recibió a una inesperada delegación de colegas del Politburó que llegaron de Moscú para anunciarle un golpe dirigido nada menos que por Kriuchkov, jefe del KGB.
Kriuchkov no era un hombre a quien yo habría preferido al frente del KGB, pero nunca pensé que un individuo de su envergadura se comprometería en una iniciativa tan mal concebida. Apenas se necesitaba el juicio de un jefe de la inteligencia para comprender que era una farsa desde el principio.
El putsch fracasado fue para nosotros la gota que desbordó el vaso. Mis abogados me habían visitado dos veces para discutir la posibilidad de mi retorno a Alemania. Ahora, la decisión de partir era apremiante. Parecía evidente que los días de Gorbachov estaban contados y que muy pronto Boris Yeltsin trataría de adueñarse del poder absoluto. Y yo no esperaba de él ninguna clase de favores.
De modo que a finales de agosto, justamente cuando el nervioso Gorbachov regresaba al Kremlin, concerté una cita para ver a Leonid Shebarshin. Había ocupado el cargo de jefe temporario del KGB, ahora que Kriuchkov había caído en desgracia y estaba arrestado. Estaba aturdido y tenso a causa de la presión de los acontecimientos. Con el desorden que reinaba en la Unión Soviética, y la división en el KGB entre partidarios y enemigos del putsch, lo que menos necesitaba Shebarshin era que yo apareciera con mis problemas a cuestas. De todos modos, quizás intentara retenerme y realizar un último gesto de solidaridad hacia un colega de la inteligencia.
Me escuchó con cuidado mientras yo le explicaba mi intención de regresar a Alemania, y después puso las palmas de las manos hacia arriba, el típico gesto ruso de impotencia. «Mischa, ya ve cómo están aquí las cosas —dijo—. Usted fue un buen amigo para nosotros, pero ya no hay nada que podamos hacer por usted en este país. ¡Quién habría pensado que todo terminaría de este modo! Vaya con Dios».
Decidimos que en el camino de regreso pasaríamos unas breves vacaciones en Austria, no sólo para reponernos de las tensiones de las últimas semanas, sino porque era una base más conveniente cuando necesitábamos comunicarnos con mis abogados alemanes y arreglar mi regreso con la mayor discreción posible. En definitiva, esta presunción resultó una falsa esperanza. Por descuido más que por malicia, los soviéticos habían revelado en su declaración formal con motivo de mi partida, que yo había ido a Austria. Se ordenó a la policía y el servicio secreto austríacos que me encontrasen y arrestaran. Después, debían entregarme a sus colegas alemanes.
De todos modos, yo no veía motivos para complacer a la maquinaria de la publicidad regresando antes de lo debido. Reanudamos nuestro viaje. Pero los comentaristas y los caricaturistas comenzaron a reír, y después a burlarse de la incompetencia de unas autoridades austríacas que no atinaban a encontrar a un magistral espía retirado que se les había metido en su pequeña nación. En los diarios aparecían informes cotidianos y todo el asunto se convirtió en una farsa, de modo que fuimos a Viena, donde me entregué. La policía austríaca no podía haber sido más cortés. Encontraron un alojamiento discreto lejos del periodismo, y allí, casi un año después de mi salida de Alemania, con la ayuda de mis abogados, organizamos mi regreso al país.
Los alemanes aseguraron que fuese una operación elegante. Al llegar a Baviera nos encontramos con que los guardias nos esperaban en la frontera. Me rogaron con actitud cortés que descendiera del automóvil y revisaron mi equipaje superficialmente. Buscaban armas, explicó el avergonzado oficial. Mi hijo mayor, Michael, había venido a reunirse conmigo en el lado austríaco, encantado de participar en el drama. Se hizo cargo de mi coche, y Andrea y yo fuimos introducidos en un Mercedes blindado apenas cruzamos la frontera. Un segundo vehículo blindado nos seguía, con el fiscal general y mi abogado.
Poco después de la frontera, las autoridades alemanas habían preparado una escala en un hotel, para merendar. En el vestíbulo, el fiscal, adoptando un tono severo, extrajo la orden de arresto y me la leyó. Después nos dirigimos a la oficina del tribunal superior de Karlsruhe. A pesar de la inusitada hora avanzada, el fiscal consiguió que nos arrestasen de inmediato. Poco antes de la medianoche, me introdujeron en el único calabozo que tenía barrotes dobles en la prisión de Karlsruhe. Después de once días, fui liberado atendiendo a la solicitud de mi abogado. Se fijó una cantidad tan elevada que sólo pude reuniría gracias al apoyo de amigos y en condiciones que —con razón— fueron calificadas de lamentables.
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Se ha tejido una leyenda a partir de la cual durante mis dos largas visitas a Moscú, en la primavera de 1990, y de nuevo en noviembre del mismo año, llevé conmigo archivos de inteligencia de la República Democrática Alemana y los entregué al KGB. Este entretenido pensamiento forma parte de las animadas conjeturas que rodean el destino de estos archivos pero está tristemente equivocado, por razones que tienen que ver con la mera práctica del espionaje. Yo llevaba tres años ausente de la oficina cuando se derrumbó Alemania Oriental, y me había sucedido Werner Grossmann, a quien yo mismo elegí. Hombre activo, Grossmann contaba con el apoyo del personal más joven y tecnocrático del servicio. Nunca fue mi intención marcar el estilo de mi sucesor después de retirarme y Grossmann también manifestó con claridad que deseaba imprimir su propia orientación al servicio. Raras veces me consultaba y me pedía asesoramiento en relación con casos que habían comenzado durante mi gestión; pero en general prefería aplicar su propio criterio. Un consejo que en efecto le di al entregarle la llave de mi despacho fue que nunca volcase los datos de los agentes en ningún tipo de disco de computadora. Yo había dedicado los primeros años del auge de la informática a resistir la presión de un grupo de inteligentes jóvenes que insistían en que el sistema de archivo de datos era engorroso e ineficiente. Como ahora todos lo saben gracias a los horrorizados reportajes de los medios, los legajos del Ministerio de Seguridad del Estado ocupan varios kilómetros de estantería en los archivos. Si bien no discuto que la seguridad oficial de Alemania Oriental estaba afectada por un deseo obsesivo de recoger y archivar información acerca de sus ciudadanos y de aquellos a quienes consideraba sus enemigos en el exterior, amablemente recordaría a los redactores de los titulares que la única razón que explicaba ese estado de cosas era la condición primitiva de la informática en el Este. Dudo que en la CIA escaseen los archivos, pero estoy seguro de que esa organización los acumula más pulcramente en microchips.
Como mencioné antes, al principio de mi carrera elaboré un complejo sistema de referencias cruzadas, lo cual significaba que, quien intentase identificar a un agente a partir de nuestros archivos, necesitaría acceder a un total de tres a cinco tarjetas de información fragmentada y claves de seguridad (según el nivel de esta) para leer tres conjuntos de documentos interrelacionados. El registro central contenía tanto a los agentes (clasificados de acuerdo con el nombre de pila, el apellido, la fecha y el lugar de nacimiento), como a centenares de miles de otras personas que habían sido registradas por razones muy variadas. Los registros de tarjetas estaban agrupados por separado en cada departamento, cada uno de los cuales atendía a lo sumo de sesenta a cien agentes. Para cada agente había una tarjeta con un nombre en clave, dirección y territorio; que podía ser su ministerio, una compañía u otra organización. Las tarjetas nunca indicaban los apellidos reales de los agentes y la pequeña pila de tarjetas en cada departamento por lo general estaba a cargo de un funcionario superior de confianza. En momentos de crisis o en tiempo de guerra, su tarea sería retirar ese material del ministerio y llevarlo a nuestro cuartel general provisional. Cualquier persona no autorizada se encontraría con un mar de papeles si quería determinar la concordancia de los datos. Esta tarea tan conspicua destinada a reunir el nombre en clave de un agente con su nombre real inevitablemente atraería la atención: lo que no ocurriría si los diferentes datos hubiesen sido volcados en archivos informatizados. El engorro de la operación no me afectaba, porque mis oficiales superiores y yo manteníamos en nuestra memoria los nombres de la mayoría de los agentes importantes. Como yo había usado primero el modelo de la telaraña para identificar las conexiones entre las redes de espías existentes en Alemania después de la guerra, me resultó muy fácil agregar los nuevos nombres a mi memoria. Rara vez necesitaba recordar quién era un agente o cuál era su campo de operaciones.
En la computadora, la seguridad de dicha información habría sido dada por los niveles de autorización y las contraseñas. En repetidas ocasiones los expertos intentaron convencerme de que un sistema informatizado era invulnerable. Siempre parecían convincentes, hasta que pocas semanas o meses después, aparecía en un periódico la información acerca de cierto jovencito de doce años que había ingresado en una computadora militar desde su cuarto de juego. Por mi parte, nunca confié en las computadoras.
Era necesario proteger a toda costa el índice central de tarjetas codificadas, que era la clave para determinar la identidad y la operación de un agente. No puedo decir con certeza cuál fue su destino. Si yo hubiese continuado a cargo del servicio, es probable que lo enviara a Moscú cuando se derrumbó Alemania Oriental, pero no existía un plan formal acerca del destino que se daría a los archivos en caso de que el Estado colapsara. En el HVA supusimos que en caso de guerra los materiales irían a nuestro centro operativo en el cuartel general de Gosen, en el límite oriental de Berlín; pero cada departamento tenía su sede de emergencia. En 1989 el destino de los archivos dependía de la voluntad del jefe de la inteligencia exterior de la República Democrática Alemana.
Es difícil determinar de qué modo habrían aprovechado los rusos las pilas de tarjetas si las hubiesen recibido. Se ha hablado mucho de que Moscú habría activado a estos agentes para beneficio propio y que habría continuado espiando al Oeste utilizando lo que esos hombres sabían, un conocimiento por cierto profundo y especializado. Esa probabilidad me parece muy dudosa. Si yo hubiese sido el jefe de la inteligencia exterior rusa, habría considerado que el aprovechamiento de esos agentes era excesivamente peligroso. La seria experiencia de los últimos años tan turbulentos nos demuestra que los trastornos sociales pueden convertir en traidores incluso a personas en apariencia leales. La unificación alemana fue un golpe tan intenso que soportamos todos y un desafío tan terrible a nuestros sentimientos de fidelidad, que ya no es fácil pronosticar cómo debían reaccionar nuestros agentes, los oficiales y las fuentes. A mediados de 1990 ya sabían que los soviéticos los habían dejado librados a su propia suerte, y cuando algunos altos jefes me visitaban, la conversación se orientaba de modo inevitable hacia la incapacidad de Moscú para ayudarlos después de los muchos brindis que habíamos compartido.
Más avanzado el año me llegó un rumor proveniente del KGB en el sentido de que discos que contenían material sumamente secreto del HVA habían llegado a manos de la CIA, y estaban siendo descifrados en una gran operación. Era la primera noticia que tenía en el sentido de que dicho material hubiese sido volcado en discos. Poco después, Ranier Rupp e incluso contactos como Karl Wienand fueron detenidos. La materia prima relacionada con estos descubrimientos sólo pudo haber tenido origen en un registro central de tarjetas conteniendo detalles de nuestros agentes operativos en Occidente.
¿Dónde se había conseguido ese material? ¿Había sido archivado en discos? El temor a una posible conflagración que se dio a principios de la década de los ochenta había hecho que se adoptasen complicadas medidas de evacuación e incluso que se construyese un bunker especial en Gosen, el lugar desde donde yo debía continuar dirigiendo a mis agentes; como si yo hubiese podido comunicarme con ellos por radio o apelando a cualquier otro medio en caso de un holocausto atómico. Me pareció que toda esa iniciativa era un poco absurda; visité el bunker una sola vez y en esa ocasión observé que si estallaba el conflicto atómico, jamás dispondríamos de tiempo para llegar a ese refugio. En la fiebre de estos ridículos preparativos, ahora creo que los datos acerca de los agentes asentados en las tarjetas fueron reunidos y volcados en algún sistema informático, ignoro por orden de quién. Una vez dado ese paso, copiar los datos del disco con la lista de agentes habría sido una tarea relativamente sencilla para un funcionario experimentado.
Por consiguiente, mi conclusión es que uno de nuestros agentes vendió los datos a la CIA por una considerable suma de dinero y la promesa de inmunidad por parte de los fiscales alemanes. Recuérdese que el jefe de mi departamento norteamericano había rechazado el ofrecimiento de un millón de dólares precisamente por dicha información. Una razón por la cual creo que esta llegó directamente a la CIA, y no a través de los rusos, fue la publicación de relatos en los periódicos, en los que se afirmaba que la inteligencia de la República Democrática Alemana había entregado sus archivos a los rusos en la base del KGB situada en Karlshorst, Berlín. Esta eventualidad me parece tan improbable que creo que los relatos formaban parte de una intencionada campaña de desinformación, destinada a ocultar el acuerdo directo entre la CIA y uno de nuestros oficiales.
Si estoy en lo cierto, este episodio habría sido el golpe individual de inteligencia más grande de la historia. Los alemanes ya no ocultaban el hecho de que gran parte de la información en que se basaba el juicio a docenas de nuestros agentes les había sido transferida desde Estados Unidos como un gesto de buena voluntad. Durante mis propias investigaciones, así como las efectuadas por otros, se hizo evidente que los interrogadores estaban trabajando con listas de nombres en clave, tratando de descubrir cuáles eran los nombres reales. Por ejemplo, Heinz Busch, uno de mis ex analistas de inteligencia, dijo a los fiscales que habíamos tenido un agente infiltrado en la OTAN que, interrogado en 1990, reveló su seudónimo. Pero Rainer Rupp no fue desenmascarado por su nombre real hasta finales del verano de 1993, después que los periódicos alemanes informaron que la CIA había permitido que la inteligencia alemana inspeccionara algunos de los nombres, mantenidos en un archivo distinto.
Esa investigación se realizó en el cuartel general de la CIA en Langley, cuando ya habían pasado dos o tres años desde que los norteamericanos obtuvieran los nombres. ¿Por qué la CIA esperó tanto tiempo? Desde el punto de vista de la CIA, la identificación de los agentes alemanes orientales era un mero subproducto de una operación que por su amplitud y su intensidad indicaba que tenía relación con algo completamente distinto. Su presa estaba más cerca del centro de la cuestión, y era el topo que carcomía año tras año el corazón mismo de la seguridad norteamericana. Sabían que estaba allí. Conocían el daño que estaba provocando. Pero no conocían su nombre, precisamente la situación que determinó que Gus Hathaway viniese a verme en la primavera de 1990.
Cuando Gaby Gast, nuestra brillante y encumbrada agente en el corazón del Servicio Federal de Inteligencia (BND) fue encarcelada en 1991, resultó evidente que había sido denunciada mucho antes y por un precio muy inferior. Su amante, Karlizcek, pretendía salvar su propio pellejo y la abandonó, rehusando aportar la prueba destinada a aliviar la situación de Gaby y anunciando públicamente que para ellos ya no existía un futuro común. Como ciudadano de la ex República Democrática Alemana, se le aplicó una sentencia en suspenso por sus actividades de espionaje (¡este había sido el desenlace en todos los casos, excepto en el mío!). Pero a ella, como alemana occidental, se la consideró traidora a su propio país, y se le aplicó una sentencia de seis años y medio. Karlizcek festejó su libertad con una opípara comida en un restaurante italiano que estaba frente al tribunal, mientras trasladaban a la que había sido su amante durante más de veinte años a la prisión de mujeres de Neudeck, en Múnich. Quedó claro que la lealtad de Karlizcek no era hacia ella ni hacia nosotros; para él se trataba simplemente de un trabajo más.
La detención y condena de Gaby fue el golpe más duro para mí durante un período que abundó en decepciones y derrotas personales. En una carta escrita en la prisión, Gaby expresó con furia su amargura al ser traicionada por un importante funcionario de la inteligencia alemana oriental. No podía evitar sentirme culpable, ya que yo le había prometido en repetidas ocasiones que nunca la descubrirían y que siempre la protegeríamos. Pero un Judas había revelado su identidad y yo me sentía afectado por mi incapacidad para ayudarla. El pensamiento de que Gaby estaba en una celda, preocupada por su hijo, agobiada por sus propias recriminaciones, mientras el panorama de sus motivaciones y sus actos era puesto bajo el prisma deformador de los medios alemanes, me oprimía el cerebro.
Quizá lo único que yo podía hacer era ayudar a Gaby a reforzar su moral. Le inquietaba la idea de que mis manifestaciones de solidaridad habían sido pura palabrería, hechas con el único propósito de que trabajase en beneficio de nuestra causa, y que ahora mis declaraciones sonaban a hueco. En mi respuesta, le escribí una carta recordándole que «jamás usted fue un mero engranaje de un mecanismo, o simplemente una de las muchas personas cuyo destino está unido a los acontecimientos que en mayor o en menor medida nos han convertido a todos en víctimas. Es difícil hablar de todas estas cosas en una carta, y por muy firme que sea mi convicción de que la comprendo, nuestras experiencias siempre fueron distintas; y durante los últimos años aún más. De todos modos, estamos unidos por las circunstancias. [Mis referencias a la solidaridad] de ningún modo formaban parte de un gastado y viejo ritual de palabras. Reflejaban lo que real y profundamente sentía».
Ella y yo hemos vuelto a escribirnos cartas como gestos de mutuo apoyo. Me telefonea a menudo y ha declarado que nuestra relación permanente le aporta fuerza para soportar la tortura de afrontar el pasado. Está desarrollando cierta actividad en un grupo que hace campaña por la suspensión de las acusaciones formuladas contra otros agentes, cuyos casos continúan ventilándose en los tribunales. En la actualidad, nuestras comunicaciones no necesitan de un lenguaje cifrado o circular por canales secretos, lo cual es un tributo al hecho de que en la más negra adversidad dos espías han terminado siendo amigos.
Aunque el amante de Gaby pudo evitar los cargos de traición por su antigua condición de ciudadano alemán oriental, esa lógica no se aplicaba a mi persona. El 4 de mayo de 1993 nos abrimos paso a través de una multitud de tenaces periodistas y público, para llegar al tribunal supremo de la provincia de Düsseldorf y hacer frente a una investigación del trabajo de toda mi vida. Acompañados por mis dos abogados, Andrea y yo no nos detuvimos. Al elevar la mirada hacia la torre que adorna el edificio, entreví el águila con las alas extendidas que sirvió de símbolo heráldico al Reich alemán, un extraño vestigio del reinado del Kaiser en la Alemania de la posguerra. Una multitud de periodistas se agrupaba a la entrada, todos decididos a obtener su cuota de sensaciones para el día. Avanzaron codiciosamente hacia nosotros.
Avanzamos por el pasillo principal del edificio y entramos al sótano, donde tendría lugar mi juicio. Allí nos enfrentamos a otra multitud de periodistas. Tomé el brazo de Andrea y nos precipitamos en la silenciosa sala.
Frente a mí, del lado opuesto del estrado en forma de U, estaban sentados los fiscales, vestidos de púrpura. Yo había llegado a conocer bien sus caras desde el día de mi arresto en la frontera de Austria y una ulterior y breve audiencia ante el Tribunal Supremo Federal de Karlsruhe. No había un solo lugar vacío en la sala.
Mi presencia ante este tribunal estaba cargada de ironía. Aquí estaba yo, ex jefe del servicio de inteligencia exterior de la Alemania Oriental, juzgado por los jueces de Alemania unificada por espiar contra la República Federal Alemana. Más aún, esta era la misma sala donde en 1975 habían juzgado a Günter Guillaume y su esposa Christel. La sala había sido construida especialmente en el sótano, para que fuera imposible la instalación de micrófonos, dado que los principales ministros y los funcionarios del BND y la BfV aportaron testimonios considerados secretos.
La elección de este lugar cargado de emoción no fue accidental. La oficina del fiscal federal de Karlsruhe había solicitado especialmente al tribunal de Düsseldorf que comenzara a ventilar el caso aquí, en esta ciudad. Incluso antes del juicio a Guillaume, el tribunal de Düsseldorf se había ganado la reputación de mostrar un inflexible rigor en sus sentencias. Sus jueces se contaban entre los más severos del país. La lista de las acusaciones llenaba 389 páginas. Su contenido y el breve tratamiento con que la oficina del fiscal público afrontó las objeciones de mi defensa, incluso antes de que comenzara el juicio, no me permitieron tener dudas acerca de lo que me esperaba.
Cinco jueces aparecieron a su debido tiempo y ocuparon sus lugares. Así comenzó la parte formal de mi proceso. Durante los preliminares, examiné las caras de los jueces. Eran cuatro hombres y una mujer. Los había visto antes una vez, el año precedente, cuando yo había comparecido como testigo en el juicio a Klaus Kuron.
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El juicio a Kuron fue un desagradable preanuncio de lo que vendría, y la visión de su persona en el estrado, encorvado y envejecido por la tensión del proceso, me había impresionado con fuerza. Pensé entonces que ese era el rostro de la unificación vista de cerca. En aquel momento había podido declarar y salir, pero ahora estaba sin posibilidad de alejarme de estos mismos jueces, que sentados con sus vestiduras negras bajo el águila gigantesca, tenían un aire un tanto fantástico, como personajes de los cuadros de Hieronymus Bosch (El Bosco) o el mundo de pesadilla de Goya. Durante los siete largos meses siguientes, llegaría a conocer muy bien sus expresiones e incluso sus gestos.
El juez que presidía, Klaus Wagner, era de cara ancha, gestos faltos de vida y ojos vigilantes, rasgos que lo hacían sorprendentemente parecido a un búho entrado en años. Dejaba traslucir una sensación de modestia y serenidad, aunque de un momento a otro podía arrojarse agresivamente sobre un incauto testigo. Entre él y una jueza de cara delgada (que parecía decidida a anotar cada palabra de las actas), se sentaba un juez más joven de rasgos alpinos. Ansiaba mostrar que su jerarquía lo situaba inmediatamente después del juez Wagner, pero rara vez se le permitía pronunciar una palabra y se limitaba a llenar melancólicamente el vaso de agua de su superior.
El cuarto juez parecía asumir sobre todo la responsabilidad de cuidar que se presentasen las pruebas documentales correspondientes a cada punto de mi caso, y en general se afanaba detrás de una alta montaña de carpetas y papeles. Era difícil situar al quinto juez, que al parecer representaba muy escaso papel o ninguno en absoluto en el juicio y que limitaba su participación a mostrar una ocasional e inescrutable sonrisa sobre su cara, que desaparecía con la misma rapidez con que había llegado.
Mientras observaba a estos representantes de lo que para mí no podía ser otra cosa que la estructura judicial de un enemigo, no pude menos que reflexionar acerca de la ironía fundamental de mi vida. Mi éxito era la causa de mi caída. Estaba en el banquillo de los acusados por haber dirigido el servicio de espionaje más eficaz de Europa oriental u occidental.
Mi defensa comenzó reclamando que se postergase el juicio hasta que hubiese un fallo de la Corte Constitucional Federal de Karlsruhe, el tribunal supremo de Alemania, en el que determinara si en efecto el proceso debía continuar. Mis esperanzas se habían fortalecido en cuanto se supo que el tribunal berlinés que debía juzgar a mi sucesor, Werner Grossmann, se había negado a continuar ventilando el caso hasta que se formulase un dictamen con respecto a la existencia de una sólida base legal para juzgar a espías del Este en una corte alemana unificada. Pero el juez del Tribunal Constitucional desechó sin más trámites la objeción de mis abogados.
Nuestro segundo intento fue demostrar, interrogando a los testigos y aportando pruebas extraídas de los archivos oficiales, que no había existido una diferencia jurídicamente importante entre las actividades de los servicios de inteligencia de Alemania Oriental y Occidental. Este argumento intentaba quebrar el eje central de la acusación del fiscal, a saber, que yo era culpable de traición por haber trasmitido al KGB información obtenida por el servicio de inteligencia. También habríamos podido señalar que el Servicio Federal de Inteligencia (BND) era no menos activo a la hora de trasmitir información a su colega norteamericana, la CIA.
Por desgracia para mí, no fue posible realizar ante el tribunal esa analogía, pues el juez desechó nuestra objeción con el argumento de que las actividades del BND no eran asunto que compitiese a ese tribunal. Por consiguiente, el argumento básico del fiscal general fue la afirmación de que mi servicio de inteligencia servía a un régimen injusto. Por lo tanto, nuestro servicio era una entidad esencialmente agresiva, y en cambio los servicios equivalentes del lado contrario en la Guerra Fría tenían un carácter defensivo, y por consiguiente aceptable. El fundamento jurídico del argumento se basaba en la Ley Fundamental (Grundgesetz) de Alemania Occidental, de acuerdo con la cual la República Federal afirmaba su soberanía sobre todo el antiguo territorio alemán.
Tan pronto como el tribunal de Düsseldorf rechazó las peticiones de mi equipo de defensores, consideré que podía ahorrar tiempo a los jueces si yo me declarara culpable ya. La acusación sostuvo que yo había sido durante muchos años jefe del servicio de inteligencia exterior de la República Democrática Alemana, es decir, el Directorio Principal de Inteligencia; por cierto, no se requerían pruebas ni testigos para demostrar tal aserto. El principal fiscal declaró además que tenía pruebas incriminatorias contra mí demostrando que yo me había encontrado en persona con agentes, a quienes había dado instrucciones. Yo no necesitaba molestar al tribunal con el examen de estos encuentros, pues no me proponía negar esas afirmaciones. Me sentía orgulloso de ser un jefe que mantenía contacto inmediato con sus subordinados y no un burócrata detrás de un escritorio ordenando a otros que corriesen los riesgos del espionaje.
—Me he sometido a este juicio porque quiero vivir en el país que es mi patria. Respeto las leyes de la República Federal Alemana, al margen de que coincida o no con ellas —dije—. Pero me convertí en ciudadano de la República Federal el 3 de octubre de 1990. Hasta ese día, yo era ciudadano de otro país.
La palabra alemana que significa traición es Landesverrat, que literalmente significa «traición al país». El sentido común indicaba que el cargo contra mí era absurdo: ¿a qué país supuestamente había yo traicionado? Ciertamente no traicioné a mi propia nación, ni a las personas que trabajaron para mí, y no veía una razón que justificara mi presencia en el banquillo de los acusados por haber traicionado a otros.
Durante los siete meses que siguieron, fui acusado de dirigir a treinta importantes agentes, algunos de los cuales aparecieron en calidad de testigos. Esta situación me ofreció la oportunidad de observar y de nuevo encontrar a mucha gente que había estado vinculada conmigo por su trabajo y sus convicciones políticas. Al menos por eso he contraído una perversa deuda de gratitud con el tribunal. Lo mismo que yo, la mayoría de ellos había presenciado el derrumbe irremediable del orden mundial en el cual creían. Pero su creencia en ellos mismos y su dignidad personal continuaban intactas, y me aportaron mucho consuelo y aliento.
En el estrado de los testigos apareció una extraña procesión de individuos. Extraídos de diferentes sectores de Alemania Oriental y Occidental, habían cooperado con mi servicio por muchas razones distintas. Mi encuentro más amargo fue el que tuve con Gaby. Cuando entró en la sala del tribunal, durante mi proceso, me volvió la cara. Los periodistas que cubrían el caso lo interpretaron como un gesto de rechazo, pero fue el resultado de una situación sumamente emotiva. Modelo de una testigo capaz de dominarse, Gaby se negó a cooperar con los esfuerzos de la acusación, que pretendía presentarme como el Svengali que había empleado y retenido a varias mujeres apelando a la extorsión y a otras formas de presión. Estaba pálida y tensa mientras movilizaba sus últimos recursos mentales para responder a las preguntas del juez, y yo comprendí que la situación provocaba en ella una tensión muy intensa. Su condena, como la de Kuron, fue para mí otro doloroso recordatorio de que el honor, de cuya invulnerabilidad en mi servicio yo estaba convencido, no había soportado la prueba de circunstancias distintas.
Otra figura fascinante que ocupó el estrado fue [Hannsheinz] Porst, empresario multimillonario que había pretendido usar sus vínculos con nosotros —en momentos en que dicho contacto era un delito penal a los ojos de las autoridades federales— para promover la normalización de las relaciones entre las dos Alemanias. La unificación también lo había dejado expuesto, y el hombre a quien la última vez yo había visto como un empresario joven y ágil aparecía en el estrado de los testigos como un señor mayor, con un mechón de cabellos blancos y una poblada barba. Aún lo animaba el deseo de la reconciliación nacional que lo había llevado a trabajar con Alemania Oriental, y en ese momento afirmó que la acusación de traición contra mí era absurda.
También compareció uno de mis «súper Romeo», Herbert Schröter, y al verlo evoqué toda clase de situaciones relacionadas con planes absurdos y ardides audaces. Después que se enumeraron los éxitos de Herbert, el fiscal comentó: «¿Imagino que usted cree que es un auténtico regalo de Dios para las mujeres?». Desmañado y expansivo como siempre, nuestro ex agente se acercó al lugar en que yo estaba sentado, esbozó un saludo y en voz fuerte dijo: «Fue un placer trabajar con usted, Herr General». Esa fue la última vez que lo vi.
La sala del tribunal ardía de impaciencia el día en que Günter Guillaume compareció como testigo. Nadie habría reconocido en él al mismo personaje que antes había sido la mano derecha de Willy Brandt. Los siete años que había pasado en prisión y el ataque cardíaco que sufrió habían dejado sus huellas en él. Había aceptado testimoniar sólo después que la oficina del fiscal público aclaró que corría el riesgo de tener que responder a un segundo juicio si no colaboraba con su declaración. Pero cuando se le preguntó acerca de sus sentimientos personales teniendo en cuenta que había engañado a Brandt durante un largo período, Guillaume replicó con frialdad: «En el curso de mi vida he respetado y servido de todo corazón a dos personas: Markus Wolf y Willy Brandt». Hubo un momento de tensión cuando repitió su afirmación de que había logrado pasarnos los documentos noruegos de Brandt, y yo no pude dominar la tentación de dirigirle una sonrisa cómplice. Pero mi defensa y yo habíamos convenido que yo no diría nada que pudiese dañar a Guillaume o promover nuevos recursos legales contra su persona. Lo que menos necesitaba cualquiera de nosotros era una riña en público entre dos viejos colegas.
Mi defensa pidió que Klaus Kinkel, que entonces era ministro de Relaciones Exteriores de Alemania unificada, atestiguara en el juicio, porque estaba en el Ministerio del Interior en el momento de la caída de Brandt, antes de convertirse más tarde en jefe de la inteligencia alemana occidental. Kinkel había intervenido en muchos de los aspectos más sórdidos del caso, los cuales sólo ahora se ventilarían, después de mucho tiempo, gracias a este proceso. Ambos habíamos nacido en la pequeña ciudad de Hechingen, cerca del castillo de los monarcas Hohenzollern.
Aquí, los ex jefes de la inteligencia exterior de Alemania Oriental y Alemania Occidental se enfrentaron ante el tribunal. Mis actividades me habían llevado allí en la condición de acusado, y por su parte Kinkel había realizado la carrera de un importante estadista, apreciado en Washington, Londres y Moscú, sin que su pasado en el marco de la inteligencia preocupase a nadie. El personal de Kinkel se había esforzado de modo notable para asegurar que nosotros no nos encontráramos en el camino al tribunal. Yo sabía que él me profesaba intensa antipatía y que detestaba la idea de que el mundo exterior nos viese enfrentados en el tribunal, y pudiese hallar aunque fuese una pizca de equivalencia moral en lo que habíamos hecho desde nuestras contrapuestas posiciones oficiales. De modo que Kinkel llegó a último momento y se sentó en el estrado de los testigos. Después de unos instantes, incluso él pareció un poco avergonzado por no reconocerme e hizo un rápido gesto en dirección a mí.
Kinkel respondió a unas pocas preguntas de escaso valor, pero mi encuentro con él fue en muchos aspectos un episodio simbólico del trauma que los alemanes orientales enfrentaban después de la unificación. Sus vidas estaban sobre el mármol de vivisección y el Oeste empuñaba el escalpelo. El maestro del Oeste podía acusar al maestro del Este de ser un mal educador, sólo porque había enseñado en el marco del sistema rival, por buen profesional que fuese el maestro del Este o por mucho que se lo respetase. Los diplomáticos del Este perdieron sus empleos porque de acuerdo con la nueva jerga eran personas «inmanentes al sistema», mientras que los diplomáticos del Oeste, con quienes hasta poco antes celebraban negociaciones, ascendían en la jerarquía profesional. El espía del Este había acabado en el banquillo de los acusados, el espía del Oeste ocupaba el estrado de los testigos.
Pese al carácter absurdo de la acusación y a las dudas jurídicas expresadas con frecuencia en ese sentido, el tribunal me acusó el 6 de diciembre de 1993. El cargo de traición acarreaba una condena de seis años de prisión y el tribunal me halló culpable. Mi abogado apeló la decisión ante la Suprema Corte, que a su vez pidió al Tribunal Constitucional que adoptase una decisión. En junio de 1995 el Tribunal Constitucional Federal llegó a la conclusión de que los funcionarios del servicio de inteligencia de la República Democrática Alemana no podían ser acusados de traición ni espionaje. Por consiguiente, el 18 de octubre de 1995 la Suprema Corte Federal debió aceptar la solicitud de mi abogado y anular la acusación, que fue devuelta al tribunal de Düsseldorf.
Viendo pasar frente a mí, en el tribunal, a ex agentes y topos, fui forzado a preguntarme si todo eso valía la pena. Es un interrogante que me formulo constantemente cuando repaso mi vida mientras escribo este libro. Mi intención, entonces y ahora, ha sido examinar los entrecruzamientos históricos que señalaron la segunda mitad del siglo XX, y evocar mis aportes a ese problema en mi condición de jefe de un servicio de inteligencia cuyo alto desempeño no pudo impedir el fin del sistema al que servía. La Guerra Fría no fue un período de negros y blancos, sino de muchos matices del gris. No podemos considerar lo que ha sucedido sin recordarlo y no podemos avanzar si no tenemos esto en mente. Como dije ante el tribunal, durante mi proceso:
Ningún proceso judicial puede iluminar un período histórico que abundó en contradicciones, ilusiones y culpas… El sistema en que yo viví y trabajé fue hijo de una utopía que, desde principios del siglo XIX, ha sido la meta de millones de personas, entre ellas pensadores destacados, que creyeron en la posibilidad de liberar a la humanidad de la represión, la explotación y la guerra. Ese sistema fracasó porque ya no contaba con el apoyo de las personas que vivían en él. Y sin embargo, insisto en que no todo lo que sucedió durante la historia de cuarenta años de la República Democrática Alemana ha sido malo y digno de ser eliminado, y no todo lo que existe en el Oeste es bueno y justo. Este período de conmoción histórica no puede tratarse de manera adecuada mediante los estereotipos de un «Estado justo», por una parte, y un «Estado injusto» por otra.
¿Eso significa que no hay culpa ni responsabilidad? Por supuesto que no. La Guerra Fría fue una lucha brutal y ambos bandos realizaron actos terribles con el propósito de vencer. Pero ahora que la Guerra Fría y la República Democrática Alemana han desaparecido de las primeras páginas de los periódicos y han pasado a los libros de historia, no debemos olvidar que las cosas nunca estuvieron definidas con tanta claridad como las organizaciones de propaganda de ambas partes las presentaban. Deberíamos tomar en serio las palabras del gran filósofo japonés contemporáneo, Daisaku Ikeda: «Uno no puede, en forma irreflexiva, convertir a algunos en representantes del bien y a otros en proscritos, juzgándolos mediante criterios relativos de carácter positivo o negativo. Estos, como todo lo demás, cambian de acuerdo con las circunstancias históricas, el carácter de una sociedad, la época y los criterios subjetivos». Sólo si vemos las cosas de ese modo podemos aprender realmente las lecciones que la Guerra Fría y las vidas de los que ayudamos a librarla están en condiciones de ofrecemos.