I
La subasta
Durante el verano de 1990, las dos Alemanias estaban preparándose para su reunificación después de cuatro décadas de separación y hostilidad, que habían comenzado durante la posguerra, partición realizada por los países aliados victoriosos en 1945, y que se había consolidado por el ulterior conflicto entre las superpotencias. La obra de mi vida, consagrada al ideal socialista, se desplomaba ante mis ojos. Mi propio país, Alemania Oriental, que se había engañado a sí mismo y a los extraños durante cuarenta años enalteciéndose con el título de República Democrática Alemana, afrontaba un matrimonio forzoso con Alemania Occidental, la locomotora económica de Europa. El proceso de liquidación de la Alemania Oriental independiente ya estaba desarrollándose, y aunque yo no sabía qué podría significar una Alemania unificada para Europa, sabía de sobra una cosa: yo mismo me convertiría en un perseguido.
Ya se había fijado la fecha de la unificación: el 3 de octubre de 1990. Hacia donde volvía la mirada, veía que mi patria y el sistema que la había creado eran relegados al vertedero de la basura. Los buscadores de recuerdos compraban gozosamente las medallas y los uniformes que hasta ese momento habían sido exhibidos con orgullo en el Este. Pero mi estado de ánimo no era festivo, ni mucho menos; ni siquiera podía afirmarse que tenía un matiz nostálgico.
Aunque todos éramos alemanes, con un idioma y una cultura comunes que llegaban mucho más lejos que las divisiones marcadas por las alambradas en la Europa de posguerra, la nuestra era una clase especial de hostilidad. Pero no se trataba sólo de una disputa intestina, de la guerra de alemanes contra alemanes. Las cuentas que había que ajustar entre las Alemanias capitalista y comunista eran parte del arreglo global con el legado de Marx y Lenin, y las injusticias perpetradas en nombre de su visión del socialismo. Mi país era la expresión más elocuente de la división global entre los dos campos ideológicos hostiles después del fin de la Segunda Guerra Mundial. Estaba liquidándose esa división con una rapidez que nadie había previsto ni en el Este ni en el Oeste.
Yo siempre había concebido la tarea de dirigir nuestro servicio de inteligencia como una actividad que implicaba una responsabilidad especial en la Guerra Fría. En una canción que contribuí a componer —sobre la base de un modelo soviético— para inspirar a los jóvenes reclutas, asignaba a la labor que ellos cumplían el desempeño en «el frente invisible». No se trataba de una exageración. Durante cuatro décadas, después de terminada la Segunda Guerra Mundial, pensábamos que estábamos en guerra con las fuerzas del capitalismo desplegadas frente a nosotros.
El eje de nuestro trabajo estaba en Berlín, donde la separación entre los dos sistemas parecía casi siempre cristalizada. Los estrategas y los políticos de ambos bandos suponían que, si estallaba una tercera guerra mundial, Berlín sería el lugar más probable para su comienzo. Pero después de la destrucción del Muro de Berlín en noviembre de 1989 y la apertura de los corredores de acceso de Alemania Oriental al mundo en general, la República Democrática Alemana muy pronto cesó de existir como nación. El desenlace de la obra de mi vida en el colapso total del Estado al que yo había servido era algo literalmente inconcebible. Cuatro años antes de la caída del Muro, al sentirme atrapado en las estructuras burocráticas osificadas que me rodeaban, me retiré del servicio para ensayar la mano escribiendo; bajo la dirección pasiva del enfermo Erich Honecker, no veía posibilidades realistas de cambio desde el interior del sistema. Pero incluso yo me sentí completamente sorprendido por la rapidez del desmoronamiento del Estado. Para muchos el fin, cuando llegó, no fue una experiencia grata; la gente me ha hablado de su propia humillación.
Los miembros de los servicios de seguridad de Alemania Oriental, que habían sido uno de los principales sostenes de la República Democrática Alemana fueron declarados Enemigo Público Número Uno por los medios, los políticos y los tribunales. Fue un proceso inevitable, justificado hasta cierto punto como parte de la dolorosa situación en que los ciudadanos de un régimen derribado afrontaron la realidad de su propio pasado.
El 15 de enero de 1990, las turbas irritadas asaltaron el cuartel general del Ministerio de Seguridad del Estado en la Normannenstrasse, y descubrieron los grandes archivos que el ministerio había organizado a partir del espionaje a sus propios ciudadanos. Era como vivir en el interior de una trampa que se cerraba irremediablemente. Mi estado de ánimo me inclinaba al retraimiento y la resignación. Sabía que todas las esperanzas de formar un Estado socialista ahora se veían anuladas (durante los años de mi retiro algunos habían creído que yo podía ser un reformador en el estilo de Mijail Gorbachov). Necesitaba encontrar el modo de salir de ese país sobre calentado.
Me dirigí a Moscú, la ciudad de mi niñez, que había ofrecido refugio a mi familia, salvándola de Hitler, y donde siempre habían permanecido gran parte de mis sentimientos. Al contrario de la creencia popular, no había preparado un cuidadoso plan contingente para mi fuga. Estaba escribiendo mi propia interpretación de los acontecimientos de 1989, y necesitaba tiempo y espacio para terminar el trabajo con tranquilidad. Pero sabía que la unificación probablemente significaría mi arresto; se había publicado una orden formal en Alemania Occidental poco después del derrumbe, acusándome de espionaje y traición. Los tiburones nadaban en círculo a mi alrededor.
Mi media hermana Lena Simonova me alojó en su dacha y su apartamento en la famosa Casa del Malecón, hogar de los miembros de las élites moscovitas desde la década de los treinta. Nunca puedo atravesar las recargadas puertas de esta casa de apartamentos sin recordar nuestros sueños en nuestra condición de jóvenes comunistas residentes en Moscú, adonde habíamos llegado huyendo del Tercer Reich con nuestros padres. Ahora, al volver los ojos hacia el río Moscova en febrero, de nuevo me sentí seguro. El frío aire invernal estimulaba mi pensamiento. Daba largos paseos por las estrechas calles del antiguo Arbat, reflexionando acerca de mi vida y de las vicisitudes que me habían llevado, siendo nativo de Alemania meridional, a Moscú cuando era niño, de regreso a la Alemania dividida como hombre y ahora de nuevo a Moscú como jubilado.
El otro propósito que subyacía en el viaje a Moscú era comprobar hasta dónde nuestros antiguos aliados del KGB y el Kremlin me apoyarían, y apoyarían a mis colegas de la comunidad de inteligencia, ahora que nuestro Estado literalmente se había derrumbado. No habíamos observado mucha prisa para ofrecer su ayuda fraternal en nuestros amigos de Moscú durante los tensos meses pasados. Como nosotros, ellos habían demostrado que estaban muy mal preparados para todo lo que sucedió. La fraternidad presuntamente eterna por la cual habíamos brindado muchas veces en los últimos años ahora mostraba en su lugar a una banda dispersa y derrotada. Allí donde en otros tiempos los teléfonos y teletipos entre Moscú y Berlín Oriental zumbaban día y noche en los diversos niveles de comunicación entre dos aliados, ahora no había diálogo. Nadie contestaba las cartas. Reinaba un silencio ominoso.
Yo estaba inundado por cartas de ex funcionarios de mi servicio, el HVA (Hauptverwaltung Aufklärung o Directorio Principal de Inteligencia, es decir el servicio de inteligencia exterior), que se quejaban porque los habían dejado solos para hacer frente a la cólera de sus compatriotas, ahora que se habían revelado los excesos del Ministerio de Seguridad del Estado. La gente se enfureció cuando descubrió la medida en que la red de vigilancia interna abarcaba a todo el país. Aunque mi labor en el HVA nunca se había centrado en los 17millones de habitantes de Alemania Oriental, sino sólo en las intenciones que otros países tenían en relación con el bloque oriental, sabía que se manifestaría poco interés por discriminar e intentar percibir las sutiles diferencias entre los departamentos de la Stasi (el nombre que se asignaba popular y despectivamente al Ministerium für Staatssicherheit; no utilizaban el término los empleados del ministerio, y yo lo evitaba[1]). Y yo necesitaba saber qué ayuda podíamos esperar ahora, como miembros de lo que había sido el mejor servicio de inteligencia del bloque soviético.
Cuando llegué se me brindó la bienvenida acostumbrada en los suburbios del sudoeste de Moscú, en el gran edificio de Yasenovo donde se encontraba instalado el Primer Directorio Principal del KGB, el corazón de sus actividades de inteligencia interior. El jefe de la inteligencia exterior, Leonid Shebarshin, y su personal superior me saludaron cálidamente. Nos conocíamos desde hacía muchos años. Sacaron a relucir el vodka y, de modo solícito, preguntaron por mis condiciones de vida en Moscú. Pero pronto se hizo evidente que el KGB, juguete de las luchas por el poder que habían estallado durante las últimas e inciertas fases del gobierno de Mijail Gorbachov, ya no podía ofrecer una ayuda importante.
Mi caso y el destino de los funcionarios, los agentes y los topos del espionaje de Alemania Oriental eran considerados políticamente tan delicados que los manejaba el propio presidente Gorbachov. Entendí que mis contactos con el Kremlin debía mantenerlos a través de Valentin Falin, un destacado miembro del Comité Central y asesor de Gorbachov en cuestiones de política exterior, y un hombre al cual yo conocía bien gracias a su importante labor en las relaciones soviético-alemanas. La participación de Falin, que gozaba de mucho prestigio en Alemania Occidental, sugería que se me atribuía el carácter de una posible molestia política. Se le había encomendado la difícil tarea de atender mis necesidades sin irritar demasiado a Occidente.
No era la primera vez en mi vida que me encontraba en la situación de depender de la Madre Rusia para salvarme. Pero, al contrario de la creencia general, no había mantenido contactos formales con los escalones superiores residentes en Moscú desde que había abandonado el servicio de inteligencia exterior, en 1986. El jefe del KGB en Berlín, primero Vasili T. Shumilov y después Gennadi W. Titov, concentraban toda su atención en Erich Mielke, ministro de Seguridad del Estado, y evitaban el contacto conmigo. Algunas personas habían afirmado que, junto al comunista reformista Hans Modrow, yo preparaba un golpe contra Honecker. Pero aunque yo había advertido a Falin y a otros colegas moscovitas que el régimen de Berlín Oriental estaba llegando al punto de ruptura, nunca había pedido ni recibido apoyo en relación con cualquier intento de influir sobre el liderazgo después de la caída de Honecker, que fue el resultado de un putsch contra él en el interior del Politburó. En realidad, yo llegaría al extremo de afirmar que los rusos evitaban el contacto conmigo después de mi retiro, fuera de las ocasiones impuestas por la lealtad y la cortesía. Durante mis visitas a Moscú, Falin y Shebarshin hablaban sin disimulo acerca de mis preocupaciones con respecto a Alemania Oriental, pero el tema se combinaba con los problemas de la perestroika. Después de la caída del Muro, los hechos se desarrollaron con tal velocidad que fue prácticamente imposible mantenerse actualizado. Probablemente ya era demasiado tarde cuando, el 22 de octubre de 1990, dirigí a Gorbachov una carta en la que decía:
Éramos vuestros amigos. Muchas condecoraciones soviéticas adornan nuestros pechos. Decíase que habíamos realizado un gran aporte a vuestra seguridad. Ahora, cuando los necesitamos, supongo que no nos negarán su ayuda.
La carta continuaba preguntando al líder soviético si exigiría una amnistía que beneficiara a los espías alemanes orientales como condición del acuerdo de unificación. Como respuesta llegó un mensaje de Vladimir Kriuchkov, jefe del KGB, diciendo que Gorbachov había enviado a su embajador en Bonn para discutir mi pedido con el canciller Helmut Kohl. De hecho, el embajador fue desviado en cambio hacia Horst Teltschick, jefe del personal de Kohl. Habían hablado de una amnistía durante el verano de 1990 antes de que se iniciaran las conversaciones de los aliados acerca de la unificación, pero sin llegar a un acuerdo. Kriuchkov creía que Gorbachov abordaría de nuevo el tema en la cumbre celebrada en Arys, localidad situada en el Cáucaso, para completar los detalles de la unificación. No era una respuesta muy promisoria. Por primera vez comencé a alimentar graves dudas acerca de la lealtad de Gorbachov. ¿No estaría dispuesto a entregarnos indefensos a manos de nuestros antiguos enemigos, los alemanes occidentales?
Mis dudas no iban descaminadas, ya que cuando aceptó la unificación, en su reunión con el canciller Kohl en el Cáucaso, el 14 de julio de 1990, Gorbachov nos falló por completo. En las conversaciones definitivas, se negó a presentar nuestro pedido de inmunidad frente a la persecución. Su principal preocupación ahora era mantener su imagen inmaculada en Occidente, después de haber olvidado cómodamente que él también había sido comunista en otros tiempos. Los alemanes occidentales estaban dispuestos a discutir la inmunidad de los que habían trabajado para Alemania Oriental, pero cuando el tema apareció brevemente en el curso de la reunión, Gorbachov agitó la mano y dijo a Kohl que los alemanes sin duda arreglarían ellos mismos de manera razonable el problema. Fue la traición definitiva de los soviéticos a sus amigos alemanes orientales, cuyo trabajo durante más de cuarenta años había robustecido la influencia soviética en Europa.
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Cuando comenzaron las fusiones y los traspasos de activos industriales e instituciones de Alemania Oriental, comenzó también otra importante subasta secreta. Era una puja por mi persona, o más exactamente por mis conocimientos y mis servicios en la inteligencia. Y el precio ofrecido era el más alto de todos: mi libertad.
La primera oferta llegó en forma imprevista y provino de un sector por completo inesperado: mis antiguos enemigos del contraespionaje de Alemania Occidental, la BfV (Bundesamt für Verfassungsschutz, Oficina Federal para la Protección de la Constitución), precisamente la organización donde yo había infiltrado topos y agentes dobles que habían trabajado en la oscuridad y excavado túneles secretos durante muchos años.
En marzo de 1990 se celebraron en el Este las primeras elecciones libres desde 1945, que elevaron al poder aun gobierno democratacristiano, apoyado de manera sólida por la coalición gobernante del canciller Kohl en Bonn. Se instaló una administración provisional, cuya tarea era encaminar Alemania Oriental hacia la unificación al mismo tiempo que reducía todo lo posible el trastorno consiguiente. Su ministro del Interior era un joven más bien temerario llamado Peter-Michael Diestel, que había surgido de uno de los partidos conservadores fundados en el Este en las frenéticas secuelas del colapso de Alemania Oriental.
A esta altura de las cosas, Erich Mielke, durante muchos años ministro de Seguridad del Estado de la República Democrática Alemana y mi superior inmediato hasta que me retiré, ya estaba arrestado, y se acentuaba cada vez más la presión ejercida sobre los ex agentes y funcionarios de nuestro servicio, para inducirlos a divulgar sus secretos. La traición era una actitud usual, y se concertaban acuerdos entre nuestros antiguos funcionarios y los alemanes occidentales. Por lo general el trato era que se verían libres de la persecución a cambio de la revelación de los secretos de Alemania Oriental. Los funcionarios de inteligencia temían la perspectiva de pasar entre rejas los primeros años de la Alemania unificada. Todos los días recibía llamados de hombres desesperados que me rogaban que hiciera algo. Ya estaba enterado de que se habían producido dos suicidios de altos funcionarios del ministerio. Mi propio yerno Bernd, que encabezó una sección del departamento HVA, responsable del espionaje frente al contraespionaje alemán occidental, poco antes había recibido el ofrecimiento de que se lo protegería de la persecución y se le entregaría medio millón de marcos, a cambio de todo lo que revelara acerca de las actividades de espionaje y sus antiguos objetivos.
Rechazó la oferta, pero conmovido por el brusco fin de su carrera y la ruina del sistema en que había creído de todo corazón, cayó en una profunda depresión e intentó suicidarse. Como decenas de otros individuos que, para bien o para mal, habían unido su suerte a la del sistema caído, se sentía agotado e inútil. Sus apoyos psicológicos habían cedido, y el sentido de su propio valor y la certidumbre ideológica se habían derrumbado de la noche a la mañana al mismo tiempo que el Muro de Berlín.
En ese momento, Diestel me llamó a mi casa de campo en Prenden, cerca de Berlín, y me invitó para que lo visitara en su casa. Fue evidente desde nuestra primera reunión que estaba procediendo por orden de Wolfgang Schäuble, ministro del Interior de Alemania Occidental. Pero a diferencia de nuestros nuevos políticos, no pareció que él se complaciera especialmente en mi desgracia. Por el contrario, trató de crear entre nosotros una atmósfera amable. A pesar de las amplias diferencias que se habían manifestado en el panorama político del Este (y yo no podía estar más alejado del ultra conservador señor Diestel), nuestro pasado compartido significaba que aún quedaba cierta empatía residual.
—¿Qué le parece si cenamos algo y charlamos acerca de las novedades? —preguntó animosamente. Dijo que su ayudante se encargaría de los detalles.
Pocos días más tarde, apareció en un BMW azul, el nuevo carruaje de los políticos poderosos, que había reemplazado a los Citroën y los Volvo preferidos por el liderazgo comunista. Fue inevitable pensar cuáles eran los miembros de la antigua cúpula a quienes el chófer había servido hasta hacía pocos meses; pero me pareció conveniente abstenerme de hacerlo en forma expresa.
Me regocijó comprobar que servían la comida algunos hombres a quienes reconocí por su actuación en el antiguo Ministerio de Seguridad.
—Lo que ahora le formularé es un ofrecimiento en absoluta reserva —dijo Diestel.
Explicó que los alemanes occidentales no estaban satisfechos con los progresos realizados en el intento de aclarar los perfiles del amplio y laborioso servicio de inteligencia alemán oriental, para lo cual analizaban los datos que habían quedado asentados cuando el sistema comunista que era su eje se había derrumbado con escasa ceremonia. Werner Grossmann, mi sucesor después que abandoné el servicio en 1986, y otro alto funcionario llamado Bernd Fisher, a quienes se había ordenado que guiasen a los alemanes occidentales en ese laberinto de material, no estaban aportando los nombres de los agentes faltantes y los topos, ni un resumen suficientemente exacto de lo que sabían. El ministro del Interior Schäuble se sentía impaciente, y estaba convencido de que sus propios investigadores no habían atinado a abarcar la escala completa de nuestro trabajo.
—¿Quién puede explicar mejor la situación que el hombre que organizó todo y consiguió que trabajase como un mecanismo de relojería? —dijo Diestel mientras volvía a llenar mi copa. No se trataba simplemente de que pidiese un favor. Por supuesto, había una recompensa: no se me acusaría de traicionar al Estado alemán occidental—. Suba a mi automóvil —dijo— y venga conmigo a la oficina de Boeden [Gerhard Boeden era entonces el jefe de la contra-inteligencia alemana occidental, el BfV]. Indíquenos diez o doce nombres de agentes de verdad importantes en el Oeste, y cierta ayuda de modo que podamos evaluar el daño que su sector nos infligió; y veremos que no se formulen acusaciones contra usted.
Agregó que Boeden estaba dispuesto a garantizar que yo pudiera desplazarme sin temor al arresto si aceptaba conversar con él. Era evidente que se había arreglado cuidadosamente el ofrecimiento, y que Boeden, un hombre bien dispuesto, incluso esperaba a pocos kilómetros de allí, para sumar su hospitalidad a la de Diestel. Incluso se habló de que yo podía ofrecer mis conocimientos para ayudar a los servicios antiterroristas de Alemania Occidental.
Ahora me tocaba el turno de negociar. Dije que apreciaba que se me hubiese ofrecido inmunidad frente a la acusación, pero que también asumía cierta responsabilidad por el destino de mis ex funcionarios y agentes.
Después de un rato, Diestel se cansó del tira y afloja.
—Señor Wolf —dijo—, creo que usted sabe que de una manera u otra todos iremos a parar a la cárcel. La única duda se refiere al tipo de alimentación y las condiciones que prevalecerán cuando estemos detenidos.
Quería decir que aquellos que habían servido al Este ahora carecían de poder en la nueva Alemania. En mi caso, existía una posibilidad más que realista de que se me sentenciara por alta traición, y de que pasara algunos años fregando el suelo de una celda.
Mentiría si no reconociese que la tentación de aceptar fue grande. Deseaba mi libertad. Pero sabía muy bien que la conseguiría a expensas de la libertad de los hombres y las mujeres que habían consagrado su vida a mi servicio, y en el caso de nuestros agentes que habían trabajado de manera clandestina en Occidente, el riesgo de pasar varios años en la cárcel. ¿Qué pensarían de mí, del hombre a quien habían considerado su jefe, si ahora los vendía? Agradecí a Diestel la amable velada, pero rechacé la oferta.
—Dejaré a otros la tarea de traicionar —dije.
—No habrá escasez de candidatos —afirmó Diestel mientras se volvía para salir—. Si cambia de idea, siempre puede ir conmigo a la oficina de Boeden.
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No faltaron candidatos. Un ofrecimiento ya había llegado de un lugar al que ni en mis sueños más desorbitados hubiera creído posible que fuese una vía de escape hacia la libertad.
El 28 de mayo de 1990, dos caballeros norteamericanos llegaron cierto día a la entrada de mi casa de campo. Se identificaron con desconcertante sinceridad como representantes de la CIA, y ofrecieron a mi esposa un gran ramo de flores y una caja de chocolates. Yo no estaba muy seguro de que las flores representasen un gesto de buenos augurios o una corona fúnebre.
El hombre de más edad, de cara delgada y cenicienta, estaba vestido con un traje oscuro, la camisa inmaculadamente planchada y una corbata a rayas. Afirmó que era el señor Hathaway, y que venía como emisario personal de William Webster, en ese momento director norteamericano de la central de inteligencia, bajo cuya autoridad él trabajaba. Hablaba un alemán preciso y formal.
—Un burócrata —murmuró mi esposa Andrea cuando nos retiramos a la cocina, ella en busca de un jarrón para las flores, yo de mis cigarrillos y un cenicero. Hathaway era uno de esos norteamericanos enemigos fanáticos del tabaco, e intentó convencerme de que no encendiese mi cigarrillo. Yo pregunté en broma si se trataba de una nueva campaña de la CIA, y él se echó a reír, como cumpliendo un deber, pero sin verdadera calidez.
Su compañero, más joven y robusto, se presentó simplemente como Charles, y dijo que era jefe de la oficina de la agencia en Berlín, aunque a mí me pareció que tenía el cuerpo y el estilo de un guardaespaldas. Habló poco y apenas participó en la conversación, aunque más tarde se vio que también hablaba alemán. Andrea se acordó de los norteamericanos que conocía por las películas sobre la guerra de Vietnam.
Habían evitado usar el teléfono para vincularse conmigo, sin duda temerosos de los aparatos de escucha colocados por el KGB o los alemanes occidentales. En cambio, habían aprovechado el hecho de que un coleccionista norteamericano de uniformes militares se me había acercado, para preguntarme si estaba dispuesto a vender algunos uniformes de gala alemanes orientales. Alentados por este nuevo canal de comunicación entre el Este y el Oeste, habían decidido visitarme.
Desde que el Muro había sido derribado, yo también a veces había recibido cartas amistosas, enviadas mediante un ex operador de la CIA en Europa. No pareció jamás que ese hombre intentara conseguir algo de mí; su tono era el de un espía que rinde homenaje profesional a un adversario digno. Pero ahora yo no podía dejar de preguntarme si él no era también parte de esta aproximación tan cuidadosamente arreglada.
Cualquiera fuese el camino elegido, alguien en el cuartel general de la CIA había conseguido encontrar el nombre y la dirección de Eberhard Meier, mi fiel ayudante personal, y se había comunicado con él para preguntarle si yo estaría dispuesto a recibir a dos visitantes norteamericanos. Tuvieron una actitud muy profesional; nunca usaron el teléfono o el correo, medios que podían ser interceptados, y siempre hallaron otros modos de trasmitirme mensajes a través de mi ayudante; nunca directamente. Dije a este que los invitase a mi villa, un lugar más discreto que mi apartamento en Berlín. De todos modos, murmuré, no estaba muy claro lo que deseaban conseguir. Después de cuatro años alejado de mis funciones, era un poco tarde para intentar un secuestro. De todos modos, ¿qué podían estar buscando?
Como ya no disponía de los recursos de un servicio de espionaje, debía retornar a mis primeros principios, y grabar de manera subrepticia el encuentro mediante un aparato oculto en el armario. Quien tenga al menos un conocimiento superficial de las técnicas de espionaje sabe que uno nunca mantiene contacto con una potencia hostil sin grabar todo el encuentro para protegerse de la extorsión.
Hathaway dedicó un rato a simpatizar con mis dificultades en el inminente proceso de unificación, y en la inevitabilidad de mi arresto. Formuló juicios muy lisonjeros acerca de mi reputación como uno de los principales jefes de inteligencia en el mundo.
Adiviné que sabía mucho acerca de mí, y que estaba intentando superar sus prejuicios, y comprobar cuáles respondían a la verdad en el momento en que por fin nos conocimos. Por cierto, en el estilo siempre vigente entre los operadores de inteligencia, aportaba un fragmento poco importante de información acerca de sí mismo, con la esperanza de encontrar otro mayor como respuesta. Me dijo que había actuado en Berlín Occidental durante la década de los cincuenta, y que había seguido de cerca los primeros años de mi carrera. Deduje de su conversación, aunque él no lo confirmó, que también había sido jefe de la sección de la CIA en Moscú.
—Usted es un hombre trabajador e inteligente —dijo Hathaway.
Me dije: primero la zanahoria… ¿y el garrote? Bebimos lo que parecía un océano de café. Fumé, con evidente desagrado de mi huésped. Finalmente, se me agotó la paciencia.
—Bien, caballeros —dije—. No creo que hayan viajado tanto para elogiar mis bonitos ojos. Supongo que también desean obtener algo de mí.
Los dos hombres se echaron a reír, aliviados porque al fin se habían acabado los rodeos. Hathaway habló ahora en voz baja.
—Usted es un comunista convencido, eso lo sabemos. Pero si deseara aconsejamos o ayudamos, podría trabajar conmigo. Nadie más necesita saberlo. Como sabe, podemos organizar eso. Podemos hacer esa clase de cosas.
Mi cerebro recogió las señales de ese lenguaje codificado, y comenzó a trabajar aprisa. Aquí estaba un emisario de Estados Unidos, nuestro principal enemigo durante la Guerra Fría, dispuesto a ofrecerme protección contra la venganza de su aliado de la OTAN, la Alemania unificada.
—California —continuó en su fluido alemán— es muy agradable. Un hermoso tiempo el año entero.
—Siberia también es agradable —bromeé, dolorosamente consciente del extraño modo en que las conversaciones reales en el mundo del espionaje a veces imitan el estilo de las novelas del género.
Nos echamos a reír, y eso me dio un momento para pensar.
—Pero el hecho es que no conozco Estados Unidos. Para mí sería difícil imaginarme la vida en ese país.
Hathaway dijo que Webster deseaba invitarme al Cuartel General de la CIA en Langley, Virginia, para discutir un acuerdo. Continuó diciendo:
—Usted podría modificar los rasgos de su cara, si de ese modo se sintiera más seguro.
Me costó trabajo contener la risa ante la idea de retornar a mi edad a los ardides de un espía joven.
—Estoy satisfecho con mi aspecto, tal como es —repliqué.
De nuevo una risa breve y seca llegó desde mi interlocutor. Agregó que una suma considerable de dinero formaba parte de la oferta. No discutimos los detalles, pero sabía que a mi encargado del espionaje contra Estados Unidos, Jürgen Rogalla, el jefe de la CIA en Berlín le había ofrecido un millón de dólares si le revelaba lo que sabía; y Rogalla había rechazado la oferta. Hablamos en forma cortés acerca de las consecuencias del derrumbe del comunismo y de la buena reputación del servicio que yo había dirigido.
—Por supuesto —dijo—, deberá hacer algo por nosotros.
Temeroso de que se repitiese el ofrecimiento alemán de canjear la revelación de nombres por mi libertad, dije que no estaba dispuesto a revelar la identidad de ninguno de mis agentes.
—Por supuesto, usted será recompensado —dijo Hathaway.
Esta frase provocó en mí un efecto desagradable. Probablemente porque evocaba la mezcla de manipulación y prepotencia con la cual yo había tratado a los agentes en mi propia época. ¿Con quién demonios esa gente creía estar hablando?
—Caballeros —respondí—, tengo una enorme experiencia en esto que ustedes están intentando hacer ahora. Sé con exactitud lo que están pensando. Quieren conseguir muchas cosas de su colaborador, pero este no se muestra muy bien dispuesto. Es necesario mostrarse paciente. Se puede comentar distintos problemas, y extraer mucha información de una conversación antes de que nada se formalice.
Esta era la versión más amable de mis pensamientos. Mi voz interior ansiaba decir a Hathaway que estaba completamente equivocado, que me hablaba como si yo fuese un agente de poca monta a quien él podía comprar y vender. Deseaba decirle francamente que las cosas no se hacían así, que debíamos hablar respetando el nivel previsible en dos personas que conocían a fondo el juego.
—Pero usted tiene que ayudarnos —repitió Hathaway.
—Eso sería cierto si yo estuviera ofreciéndome a ustedes —dije, y esta vez casi no me molesté en ocultar mi irritación—. En ese caso ustedes podrían preguntarme qué aportaré a la fiesta, por así decirlo. Pero yo no ofrezco nada. Son ustedes quienes vinieron a verme.
—Sí, sí —se apresuró a decir Hathaway—, es cierto que he venido a Berlín especialmente para hablar con usted.
—Esta clase de discusión siempre tiene límites —dije—. Mi límite es que no traicionaré a nadie que haya trabajado para mí. Nada de nombres. Si aún desean conversar conmigo, invítenme formalmente a Estados Unidos, y entonces podremos hablar en los términos debidos, como adultos. Necesito conocer su país antes de decidir nada.
—Pero su seguridad aquí no es muy buena —interpuso Hathaway, recordándome que si permanecía en Alemania sólo unas pocas semanas, me esperaba un arresto seguro, como yo muy bien sabía.
—Siempre está Rusia —repliqué.
Al oír esto, mi interlocutor se animó súbitamente, e intuyó que quizás estaba enfrentado con al menos otro rival poderoso.
—No vaya a Moscú —dijo—. La vida allí es dura. Piense en Andrea. Venga a un país donde las cosas sean agradables para usted, donde pueda trabajar y escribir con tranquilidad. En mi opinión, eso puede hacerlo ahora sólo en Estados Unidos.
La perspectiva de broncearme en un lujoso refugio de California o Florida en lugar de saborear los dudosos placeres de una prisión alemana ciertamente era atractiva. Pero aún me incomodaba la perspectiva de entregarme como rehén a la CIA. ¿Qué sucedería si decidían apretarme las clavijas? Cabía presumir que también estaban grabando la conversación, y siempre podían afirmar que yo había inventado la reunión, si todo el asunto se echaba a perder. Deseaba que ellos se comprometieran más antes de continuar hablando, de modo que pedí alguna invitación a Estados Unidos, quizás originada en una organización que fuese una pantalla para la agencia.
Mis visitantes se mostraron incómodos ante la idea, y explicaron que funcionaban con un sistema de cupos aplicado a los huéspedes extranjeros de la agencia, y que era difícil exceder ese límite. Era más probable que se sintiesen nerviosos si los alemanes occidentales se enteraban del acuerdo. Después de todo, incluso el intento de reclutar a una figura que era un antiguo veterano del campo enemigo equivalía a una gigantesca traición de los norteamericanos en perjuicio de sus aliados europeos, y sobre todo los alemanes. Propuse que encontrasen una editorial dócil o una compañía cinematográfica que se encargase de invitarme como autor; el tradicional método de realizar una aproximación disimulada. Ese era por cierto el modo en que se habría concertado un acuerdo en el bloque oriental, y yo suponía que estaba dentro de las posibilidades de la CIA encontrar una organización que estuviese en condiciones de enviar una invitación, la cual después podía convertirse en una estancia permanente en Estados Unidos, si llegábamos a un acuerdo.
Hubo un prolongado silencio, seguido por el movimiento negativo de la cabeza de Hathaway. De todos modos persistieron en su intento, y dijeron que yo podría realizar una contribución valiosa a la agencia sin traicionar de manera directa a mi gente. Poco a poco percibí con claridad que, a diferencia de los alemanes occidentales, estaban interesados principalmente no en mi trabajo para la inteligencia alemana oriental sino en lo que yo sabía del KGB y la estructura de la inteligencia soviética.
—Caballeros —dije, con la esperanza de abreviar una conversación que comenzaba a fatigarme—. Ignoro a qué sector del servicio pertenecen ustedes, pero puedo imaginarlo. Ustedes desean de mí algo muy definido, ¿no es así?
Finalmente, Hathaway fue al fondo de la cosa.
—Herr Wolf —dijo en voz baja—, hemos venido porque sabemos que usted posee información operativa que puede sernos útil en un caso especialmente grave. Estamos buscando un topo que actúa en nuestra organización. Nos ha perjudicado mucho. Nos ocurrieron cosas muy negativas alrededor de 1985. No sólo en Bonn sino también en otros lugares, en sitios que usted conoce bien. Perdimos varios hombres… quizás entre treinta a treinta y cinco, y cinco o seis del aparato central.
Parecía conocer los distintos aspectos de la inteligencia soviética, y sabía quién dirigía su sección exterior y las operaciones consiguientes, lo que me llevó a concluir en una fase inicial de la conversación que era un alto funcionario del contraespionaje norteamericano. Hablamos reservadamente acerca de los grandes traidores soviéticos —Penkovski, Gordievski, Popov—, hombres que al cambiar de bando habían ayudado a los norteamericanos a mantenerse a la par del espionaje soviético. Admiraba a uno de mis colegas soviéticos, el general Kireyev, jefe del contraespionaje exterior en Moscú, con quien yo había planeado algunas operaciones conjuntas contra la CIA. Parecía saber algo acerca de estas actividades, y trató de iniciar una discusión acerca de Félix Bloch, un diplomático norteamericano de quien la CIA sospechaba que había sido reclutado por Moscú, aunque nunca se lo había acusado a causa de falta de pruebas. Adiviné que ya se habían realizado algunos complejos trabajos de investigación en Langley para conocer detalles de mi cooperación con el KGB, y que este trabajo preparatorio había originado esperanzas en el sentido de que yo podía conocer la identidad del topo a quien buscaban.
Yo no sabía nada. Este tipo de información estaba rígidamente protegida por los soviéticos. Por mi parte, y a pesar de la unión formalmente fraterna, jamás habría revelado a los soviéticos la identidad de mis principales topos o agentes. A lo sumo, podíamos sugerir tortuosamente uno al otro que teníamos a «alguien instalado» en el campo enemigo. Pero nada más.
Era evidente, a juzgar por la intensidad del intento de Hathaway y por sus tenaces esfuerzos encaminados a atraerme al campo norteamericano, que la CIA se encontraba dominada por el pánico a causa de esta infiltración. Sin duda habían tenido que esforzarse mucho para mostrarme su problema. Más aún, al aproximarse a mí se arriesgaban a soportar una importante fisura en las relaciones con sus socios de Alemania Occidental. En situaciones tan desesperadas, incluso los sentimientos más firmes de lealtad ideológica se tensaban casi hasta el punto de ruptura.
El 29 de mayo volvieron a la carga, pero no nos acercamos más a la concertación de un acuerdo que originase una invitación formal a visitar Estados Unidos. Hathaway dijo que informaría a Webster y que si yo deseaba continuar examinando la cuestión, debía comunicarme con él. Sin duda esperaban que, ante la inminente amenaza del arresto, yo aceptaría ponerme bajo su protección, y en las condiciones que ellos mismos dictaran. En ese punto Charles intervino y habló a Andrea, para describirle los placeres de la vida en Estados Unidos. Antes de partir, me entregaron un número telefónico sin cargo, correspondiente a Langley, e intercambiamos términos codificados para futuros contactos. Yo no les había entregado ni prometido nada. Sabía que ellos confiaban en que el tiempo jugaría en su favor y en que mi situación sólo podía empeorar.
A mediados de agosto, la propuesta alemana formulada por Peter-Michael Diestel había fracasado por completo. Yo sentía que mis posibilidades disminuían aprisa. La CIA sin duda sospechaba lo mismo, porque de nuevo se comunicaron conmigo utilizando el mismo canal. Concertamos otro encuentro en mi dacha, y Hathaway se refirió de nuevo a lo que con delicadeza denominó mi «desagradable situación». Agregó que Webster continuaba negándose a enviarme una invitación personal, pero que se mantenía el ofrecimiento de concederme asilo en Estados Unidos a cambio de mi ayuda para identificar al topo. Esta vez Charles estuvo más conversador. Explicó que si yo decidía pedirles ayuda, debía enviar a mi esposa Andrea a la estación del Zoológico, la Bahnhof Berlin Zoologischer Garten, en el sector occidental de Berlín, para llamar a cierto número gratuito. Debía presentarse como Gertrud y decir «quiero hablar con Gustav». Después, se planearía mi salida de Berlín, donde el hombre que se hacía llamar Charles estaría a cargo de mi caso.
De todo esto deduje que la mención del nombre codificado Gertrud automáticamente enviaría la llamada a Langley y la CIA de Berlín. No sería demasiado difícil trasladarme, probablemente por vía aérea, como habían hecho los soviéticos cuando retiraron de Alemania Oriental al líder en desgracia Erich Honecker, a bordo de un avión militar que lo llevó a Moscú. Pensé que habiendo llegado en 1945 en uno de los primeros vuelos en los que volvieron comunistas alemanes residentes en Moscú, después del derrocamiento de Hitler, sería un final lleno de ironía alejarme de Berlín cuarenta y cinco años después bajo la protección de los norteamericanos.
Hubo otra reunión, esta vez en mi apartamento berlinés, a finales de septiembre, pero la oferta norteamericana no mejoró.
En este punto, el fiscal general de Alemania Occidental me hizo el servicio de anunciar que los funcionarios policiales llegarían a mi puerta la medianoche del 2 de octubre, para arrestarme. El periódico Bild-Zeitung había enviado un representante con la oferta de pagar los costos legales de mi defensa si les daba la cobertura exclusiva de mi arresto. Les dije que lo pensaría. Todo eso era un circo bien preparado, del cual yo no deseaba participar. Dije al periodista del Bild que no me proponía salir de Alemania. Esto era casi verdad, porque ciertamente en mí alentaba el firme deseo de salir de Alemania durante un tiempo, pero no tenía idea del lugar al que podía ir. Al rechazar la idea de traicionar en beneficio de Bonn, de hecho había liquidado la alternativa de permanecer en Alemania sin afrontar un juicio y muy probablemente la cárcel.
Sólo mucho después descubrí la identidad del topo que estaba provocando tantos dolores de cabeza a la CIA. Se llamaba Aldrich Ames, y fue el traidor que más daño provocó en la historia del espionaje norteamericano. Ames utilizó su posición, a cargo de la vigilancia de las operaciones soviéticas de contraespionaje en el mundo para vender a los soviéticos los nombres de los agentes norteamericanos, con lo cual destruyó eficazmente desde el interior la red norteamericana de inteligencia en la Unión Soviética. Durante nueve años sirvió a Moscú, bajo el régimen comunista y durante el gobierno democrático de Boris Yeltsin, aprovechando este cargo y después su propio desempeño en el departamento de lucha contra el narcotráfico. En este proceso ganó 2,7 millones de dólares, lo cual sin duda hizo que fuese el topo mejor pagado de la historia. Mi visitante de Langley no era un mero emisario de William Webster, sino Gardner A. Hathaway que, como después supe, se había retirado como jefe del contraespionaje norteamericano apenas unos meses antes de visitarme.
Gus Hathaway, veterano funcionario del Directorio de Operaciones de la CIA, se había desempeñado en ese cargo durante más de un año cuando comenzaron a multiplicarse los indicios en el sentido de que había un traidor en los niveles superiores de la agencia. Fue uno de los pocos que supo cuan graves fueron las pérdidas de agentes norteamericanos en el interior de la Unión Soviética —diez ejecuciones y docenas de severas condenas de cárcel— y que tenía un conocimiento completo del modo en que este traidor instalado en la estructura estaba desangrando la inteligencia norteamericana.
Yo había realizado algunas labores casuales de investigación, y algo relacionado con Hathaway me fascinó. Cuando supe que acababa de retirarse, sentí cierta empatía por él, en cuanto era también un jubilado del espionaje. Como yo, no había podido trazar una línea divisoria en su vida, para dedicar sencillamente sus últimos años a la jardinería, vacaciones y placeres familiares, las cosas que todos imaginamos que nos harán felices una vez jubilados. Quedó aprisionado por ese enigma mortal, y pasó sus últimos años de trabajo intentando resolverlo: ¿quién era el traidor en serie de su propia agencia? Recuerdo el modo en que su mirada había sostenido la mía cuando en efecto confesó los fracasos de la CIA en frases breves y aisladas. Seguramente su orgullo había sufrido cuando se vio obligado a viajar a Berlín y pedir la ayuda de un ex enemigo. Pero tanto profesional como personalmente estaba obsesionado por la necesidad de descubrir a Ames. Su unidad de persecución del topo era un secreto incluso en el seno de la CIA. Estaba integrada sobre todo por funcionarios retirados para asegurar mejor el secreto, y se la denominaba Fuerza Especial de Tareas. Incluía una mujer, veterana analista de contraespionaje —un caso raro en la CIA o en cualquier servicio de inteligencia— que había estudiado el comportamiento de un topo chino de la CIA a quien no se había descubierto durante treinta años, y era una respetada colega de la división soviética. Me impresionó la gama de conocimientos y cualidades que Hathaway había reunido. Procedió como yo habría hecho en su situación, y mantuvo el número de miembros de su equipo tan reducido como pudo. El empleo de funcionarios retirados fue una maniobra especialmente hábil, ya que cualquier intento de reclutar hombres en su propio departamento soviético de la CIA implicaba el peligro de advertir o incluso de reclutar al propio topo. El lema de este tipo de operaciones podía resumirse en estas palabras: avanzar sin ruido.
Con el tiempo, Ames fue descubierto por el FBI, rival de la CIA. Dudo de que las dificultades de Hathaway proviniese de la falta de experiencia o conocimiento. Más probablemente no se trataba de una persona de mucha capacidad creadora, y como afirmaban algunos de sus colegas, era una personalidad más bien burocrática. Pero no lo culpo por su incapacidad para identificar al traidor que había estado atacando el espionaje norteamericano desde su interior, como un bacilo malvado. La tarea ingrata y agotadora de identificar a un traidor siempre parece mucho más fácil en una visión retrospectiva que cuando se mira hacia adelante. Los indicios siempre parecen muy obvios; pero sólo después que los cazadores han conseguido atrapar a la presa.
Buscar los caprichos de la conducta es el modo apropiado de identificar a un topo. Pero mucha gente de mi profesión —sin hablar de la inquietante profesión del espionaje— tiene problemas de alcoholismo, de comportamiento o conyugales, se siente poco apreciada o necesita más dinero que el que puede ganar de manera honesta. Los operadores del espionaje son alentados por el medio secreto en que viven o trabajan, lo que los lleva a sentir que las normas que rigen para otros a ellos no se les aplican. Los miembros de un departamento que trabajaba con tanta intensidad como el equipo soviético de la CIA sin duda llegaron a conocer tan bien la mentalidad del enemigo, que les resultó cada vez más fácil adaptarse a ese modo de pensamiento, especialmente si, como en el caso de Ames, los vínculos con su propia patria y su agencia fueron desbordados por los sentimientos de inferioridad y frustración.
En 1985, cuando fue reclutado formalmente por los soviéticos, Ames estuvo a cargo del residente del KGB (el funcionario del KGB nombrado oficialmente) de la embajada soviética en Washington: Stanislav Androsov. Un año después Androsov fue reemplazado por Ivan Semionovich Gromakov, a quien yo había conocido desde la década de los sesenta como jefe de la sección alemana del KGB (Departamento 4 del Primer Directorio Principal). Aunque sabía que él hablaba alemán, ignoraba que también su inglés era fluido, y por lo tanto me sorprendí cuando supe de su nombramiento en Washington. Rechoncho y jovial, solía usar gafas de gruesos cristales, y tenía la irritante costumbre de proponer escalofriantes brindis por el éxito del KGB. Nunca le hablé de su principal triunfo, pero me imagino con facilidad que se sintió muy complacido cuando fue enviado al corazón del territorio enemigo, y Ames fue a parar a sus manos.
Cuando se conoció la historia de la traición de Ames, me asombró que llegara a trabajar tanto tiempo sin ser descubierto, y que el contraespionaje norteamericano hubiese sido tan incompetente y llegado a tal extremo de desesperación como para verse forzado a solicitar la ayuda de un jefe del espionaje enemigo para descubrirlo.
Puede parecer extraño que yo estuviese incluso dispuesto a conversar con la CIA. Después de todo, sinceramente no deseaba salir de Alemania, y había declarado de manera formal que no pensaba emigrar. Rechacé lisa y llanamente la pretensión de Occidente, en su carácter de vencedor en la Guerra Fría, de aplicar su versión de la justicia a mi persona y a mis colegas; a mi juicio esta pretensión estaba teñida por el deseo de venganza. La principal atracción del ofrecimiento de la CIA era que me permitiría abandonar mi país en forma provisional durante los primeros tiempos después de la unificación. Yo sabía que en esas primeras semanas, durante esos meses iniciales, el apetito de venganza sería muy intenso. En lo posible, deseaba evitar la alternativa rusa, pues si desaparecía en Moscú la situación equivaldría a enviar falsas señales públicas acerca de mi relación con la nueva Alemania, y alentaría a la gente que en mi país deseaba perseguirme. Se formularían acusaciones en el sentido de que había viajado a Moscú para entregar los nombres de los agentes, una versión que ya había circulado durante mi estancia de dos meses, a principios de 1990. No era el caso. Estaba muy preocupado por el deseo de asegurar que yo mismo, mis ex subordinados, mis agentes y mis topos estarían libres de cualquier persecución, y por lo mismo no deseaba representar el papel de intermediario con los soviéticos.
Si la CIA hubiese estado dispuesta a recibirme en Estados Unidos, yo habría considerado seriamente su oferta, por entender que era una solución dramática aunque temporaria. Pero temía que, si el acuerdo fracasaba cuando yo ya me encontrara en Estados Unidos sin una invitación formal, la CIA podía afirmar que yo había ofrecido mis servicios, chantajeándome eficazmente de modo que cooperase con ellos en las condiciones que los norteamericanos me impusieran. Con la arrogancia propia de una gran organización de inteligencia, la CIA suponía que yo estaba tan desesperado que deseaba trabajar con ellos, y dispuesto a ocupar la vulnerable posición que todos los buenos desertores tratan de evitar; que lo atrapen cuando celebra negociaciones en territorio enemigo. Aunque Hathaway había llegado concretamente a Berlín el 26 de septiembre, y nosotros ya habíamos preparado nuestras maletas, la última conversación se desarrolló repitiendo con monotonía, una y otra vez, los mismos temas.
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Lo que no percibieron los norteamericanos, los soviéticos ni los alemanes occidentales, fue que otro candidato importante se había incorporado en secreto a esta curiosa subasta. Se trataba de Israel. Soy judío, un caso desusado en un miembro de los niveles superiores de la inteligencia del bloque soviético. O para ser más exacto, soy medio judío, pues mi madre era gentil. Pero mi condición de judío habría permitido que se me clasificara y persiguiese como tal de acuerdo con las leyes raciales de Nuremberg promulgadas en 1936 si los nazis hubiesen apresado a mi familia cuando esta huyó, primero a Francia, y después a Rusia. Mi ideología y las rupturas de la Guerra Fría deberían haberme convertido en adversario de Israel. Pero siempre tuve cierto interés por los asuntos judíos, y en vista de las tradiciones de mi familia me consideraba depositario de una herencia judía, si bien no de las convicciones religiosas.
Mis primeros contactos con Tel Aviv sobrevinieron muy tarde, y fueron una consecuencia inesperada aunque bienvenida de mi presencia en una asamblea celebrada el 4 de noviembre de 1989, en la cual se reclamó un cambio en el régimen de Alemania Oriental. Allí conocí a una mujer llamada Irene Runge, una académica que dirigía la Asociación Cultural Judía, fundada en Berlín Oriental durante la década de los ochenta, después de unos cuantos años de represión de la tradición judía en el Este, a su vez consecuencia de la alianza de la República Democrática Alemana con el mundo árabe. Concedí a Irene una entrevista que debía publicarse en un periódico israelí, y asistí como invitado a una reunión de su asociación; pero de todo eso no resultó nada más.
En el verano de 1990 me llamó repentinamente con la noticia de que cierto rabino Tsvi Weinman, un antiguo personaje ortodoxo de Jerusalén, deseaba conocerme. Era viernes, lo cual significaba que el Sabbath judío comenzaría con la puesta del sol, y que él no podría verme en persona. Pero decidí telefonearle, e intercambiamos cortesías, y aceptamos reunirnos durante su siguiente visita a Berlín. Poco después, apareció de nuevo, y dijo que la principal razón de su presencia era una visita a la Asociación Cultural Judía. Lo invité a venir a mi apartamento, y se presentó puntual; era un hombre de alrededor de cincuenta años, con un sombrero negro de ala ancha pero sin otros signos externos del típico judío ortodoxo. Se interesó solícitamente por mi situación, pues yo era un individuo de antecedentes judíos y experiencia de la persecución, que estaba afrontando un juicio político en Alemania. Evitó con mucho cuidado mencionar mi trabajo anterior, pero preguntó si me agradaría visitar Israel. Comencé a preguntarme si el interés de Weinman por mi persona podía atribuirse con exclusividad a los asuntos culturales. Poco después, recibí una invitación del periódico israelí Yediot Ahronoth para visitar el país.
Las averiguaciones acerca de Weinman revelaron que había trabajado para el Mossad en su juventud. Él se apresuró a negarlo, y dijo que había estado en el ejército pero nunca había actuado en el espionaje. Nos llamábamos a menudo y yo alimentaba cierta expectativa con respecto al viaje, pues imaginaba las caras largas en Bonn, Moscú y Washington cuando los titulares revelaran mi súbita presencia en Israel. Supuse que el Mossad podía sentirse interesado por conocer mi versión acerca de los grupos palestinos y sus operaciones, lo cual era muy poco, pero decidí que cruzaría ese puente cuando llegase a Tierra Santa. En todo caso, la visita ofrecía la posibilidad de una nueva ruta de escape para salir de Alemania. No pensaba examinar el diente de ese caballo regalado.
Dos semanas antes de la unificación, recibí una súbita llamada de Weinman. Percibí que estaba deprimido y un poco avergonzado. La visita quedaba cancelada. El periódico ya no estaba interesado, según dijo Weinman, a causa de la aparición de una obra de crítica al Mossad y sus métodos, un trabajo que en ese momento provocaba furor. No era el momento apropiado para recibirme. Comprendí de inmediato que los israelíes se habían desanimado a último momento, sin duda temiendo que cualquier servicio que yo pudiera prestarles sería contrarrestado por el daño que sufriría su excelente relación con Alemania Occidental, a causa de mi presencia en Israel. La ventana de la esperanza que se había abierto de manera tan tentadora se cerró de golpe. Pero Tel Aviv no cortó del todo sus vínculos conmigo. Después de la llamada de Weinman, recibí otra del periódico, ofreciéndome una visa y un pasaje aéreo para una fecha ulterior. Arreglé que me los dejasen en Viena. Pero cuando pregunté pocas semanas más tarde, no había nada. Si en algún momento me habían enviado un pasaje, este ya había desaparecido.
Pero ahora la presión era intensa, y yo sabía que las autoridades alemanas ansiaban verme tras las rejas. ¿Adonde podía escapar, y cuál sería el costo del refugio obtenido? No existían alternativas convincentes, y comenzaba a agotarse el tiempo.