II

Huyendo de la sombra de Hitler

Mi padre, Friedrich Wolf, nacido en Renania en 1888, provenía de una devota familia judía. En su juventud sus padres deseaban que fuese rabino, pero él se rebeló e insistió en estudiar medicina. Su tránsito hacia el marxismo duró hasta 1928, fecha en que ya tenía cuarenta años; y llegó a esta fe secular siguiendo una ruta sinuosa. No fue uno de los intelectuales alemanes impulsados de modo principal por la Revolución de Octubre de 1917 en Rusia. De orígenes judíos pequeño burgueses —su padre era comerciante— mi padre pasó por un período pacifista y utópico, con ideas extraídas de Tolstoi, Strindberg, Upton Sinclair, Nietzsche y Kropotkin, antes de que llegasen los horrores de la Primera Guerra Mundial. Sirvió en el ejército del Kaiser, y fue herido de gravedad; pero sufrió otro tanto de la desaprensiva insolencia de la oficialidad del ejército alemán, lo que ayudó a inspirar su radicalismo y su anti nacionalismo. La decepción que sufrió como consecuencia de la derrota de los revolucionarios alemanes que trataron de establecer un Estado justo e igualitario en 1918, y después durante los primeros años de la República de Weimar, lo indujeron a abrazar las promesas de armonía social y económica formuladas por Marx y Lenin.

Pero nuestra familia siempre había tenido una veta extremista. Mi padre solía decirme que su educación política había comenzado a la edad de cinco años, cuando su abuela lo llevó a presenciar la ceremonia en que el Kaiser descubrió un monumento a Federico Guillermo, el gobernante alemán del siglo XIX. Mientras la multitud vivaba al gobernante y cada uno estiraba el cuello para ver mejor el monumento, ella alzó al niño y le dijo con expresión severa: «Fritzsche, lo que ves no es un héroe, es el príncipe de gatillo fácil que disparó contra los trabajadores». Se refería a la sangrienta represión que dirigió Federico Guillermo cuando ahogó la rebelión liberal de 1848 en Alemania. Mi madre Else tenía una veta contraria. En diez años más joven que mi padre, y siendo una hermosa rubia de la Renania, había roto con su familia cuando se casó con un judío.

Incluso después de muerto mi padre continuó siendo una figura muy discutida. En la pulcra plaza principal de la pequeña ciudad de Neuwied, a orillas del Rin, al sur de Bonn, hay una placa conmemorativa que recuerda su nacimiento el 23 de diciembre de 1888. Cerca de allí, cedió su nombre a una calle para conmemorar el centésimo aniversario de su nacimiento. El descubrimiento de la placa provocó cierto escándalo cívico en Neuwied, pues mi padre, además de su fama en la región como médico dedicado a los experimentos y dramaturgo, era también un fervoroso comunista, un tipo de héroe local que no recibía homenajes frecuentes en las plácidas localidades de Alemania Occidental.

Después de la caída de Alemania Oriental, finalmente tuve oportunidad de volver a Neuwied. Me pareció desconcertante recorrer las calles de la otra mitad de mi propio país, al que conocía tanto pero había visto tan poco. Durante los años de la Guerra Fría jamás me había aventurado a visitar Alemania Occidental. Las pocas excursiones que realicé fuera del bloque oriental durante los años en que fui jefe del espionaje alemán oriental fueron en esencia viajes de carácter operativo, por lo general para encontrarme con agentes que por razones de seguridad no podían arriesgarse a viajar hasta nuestro país.

Nací en Hechingen, una pequeña localidad del sudoeste rural y católico de Alemania. Fue el 19 de enero de 1923, durante los años de una inflación desenfrenada e incontrolable, en la que mis padres a menudo se sentían aliviados cuando mi padre podía cobrar en especie —mantequilla y huevos— sus honorarios médicos pagados por los pacientes campesinos. Formábamos un hogar muy animado, excéntrico de acuerdo con las tranquilas normas de la localidad. La vida cambió poco cuando nos trasladamos a Hollsteig, en la frontera sur entre Alemania y Suiza.

Mi padre era un fanático de la aptitud física, y se complacía mucho en afinar casi hasta la perfección su atlético cuerpo. Fue también un defensor temprano del naturismo. En consecuencia, en muchas de las fotografías de la familia aparecemos mi padre, yo y mi hermano Konrad, casi tres años menor, completamente desnudos y doblados en el proceso de realizar contorsiones gimnásticas. Koni y yo creíamos que eso era absolutamente normal, a pesar de las risitas de nuestros condiscípulos cuando les mostrábamos las fotografías. Muchas de estas fotos aparecían como ilustraciones anatómicas en la difundida obra de mi padre titulada Die Natur als Arzt und Helfer (La naturaleza como curación y ayuda), un opúsculo homeopático compuesto mientras estábamos en Höllsteig, en el que mi padre se ocupó, entre otras cosas, de los efectos de la vida y las condiciones de trabajo en la salud de los individuos. Tales ideas más tarde llegarían a ser normales en lo que ahora denominamos medicina preventiva. Pero entonces eran consideradas como conceptos heterodoxos, y el ambiente médico miraba con malos ojos a mi padre, porque naturalmente percibía que su análisis de las causas de la enfermedad conducían a un debate mucho más amplio acerca de la sociedad y las condiciones de los pobres, una polémica que deseaban evitar.

Pero el libro tuvo enorme éxito de público, se vendieron millares de ejemplares, y se convirtió en una suerte de Biblia obligatoria del lego en relación con el tema del cuidado de la salud. De hecho, llegó a ser un texto tan difundido que varios años después incluso se salvó de la prohibición nazi aplicada a los libros escritos por judíos. El éxito financiero alcanzado por el libro permitió que nuestra familia se mudase a una agradable residencia en Stuttgart, ciudad cuya larga tradición en las artes se remontaba al liberalismo principesco de su corte de librepensadores.

Mi madre era una persona discreta y gentil, pero además una mujer muy valerosa, tanto cuando debió soportar los violentos registros policiales de los nazis como los de la policía secreta en la Rusia de Stalin. Durante el reinado estalinista del terror, cierta vez dio asilo a la familia de un hombre detenido, un acto que bien podía haber conducido a su propia detención o a algo peor. Asimismo, durante nuestro exilio en Moscú, después de oír que la madre de mi media hermana Lena había sido detenida en la región del Volga, viajó hasta allí desde la capital para rescatar y traer a Lena de regreso a nuestro hogar.

Nuestra madre fue la persona que nos crio durante las prolongadas ausencias románticas o políticas de nuestro padre, pero en todo caso él representó un importante papel in absentia, al enviar cartas colmadas de consejos acerca del modo de ser socialistas y seres humanos correctos y honorables. Sin duda, fue la más intensa influencia política en mi juventud. Nuestra madre sufrió mucho como consecuencia de las relaciones de mi padre con otras mujeres. Estos vínculos produjeron una serie de niños, medio hermanos y medio hermanas de Koni y míos, y los hijos de estas mujeres han salvado los obstáculos de la Guerra Fría. Hasta hoy, tengo parientes en Alemania, Rusia y Estados Unidos, como resultado de los amores de mi padre.

Estas aventuras merecían la censura de los extraños, pero a Koni y a mí nos preocupaban poco. Era simplemente parte de nuestra niñez que mi padre nos anunciara de tiempo en tiempo que pronto conoceríamos a un nuevo medio hermano o hermana. Estos niños de diferentes madres fueron criados por nuestra propia madre con mucha tolerancia, como parte de la familia. El matrimonio sobrevivió a esas relaciones, y mis padres permanecieron unidos hasta que él falleció en Alemania Oriental, en 1953.

El activismo de Friedrich era impresionante: dejó a los socialdemócratas independientes en 1928, se unió al Partido Comunista de Alemania, y fue candidato comunista al concejo municipal de Stuttgart; en esa ocasión recibió el 20 por ciento de los votos. Su pieza teatral favorable al aborto de 1929, Cianuro, lo envió por poco tiempo a la cárcel, y lo convirtió en una expresión nacional de la política radical. En 1931 fue encarcelado otra vez, y esta vez lo acusaron de realizar abortos con fines de lucro. Después que él y su coacusado, casi de inmediato, fueron absueltos de todos los cargos, partieron de Alemania en dirección a la Unión Soviética, y regresaron el mismo año.

Koni y yo asistimos a una escuela regida con los criterios de los grandes reformadores liberales contemporáneos de la educación, y nos alentaros a explorar el país y expresarnos con libertad. Como mi padre y mi madre eran ahora comunistas, mi hermano menor Koni y yo nos incorporamos a la organización de la juventud comunista, los Jóvenes Pioneros, cuando aún estábamos en Alemania. Usábamos muy orgullosos los pañuelos rojos, y escuchábamos los relatos de la Revolución en la «gran Unión Soviética». Esta atmósfera familiar influyó decisivamente durante el resto de nuestras vidas, con excepción del vegetarianismo que nuestros padres practicaban. Se nos hacía agua la boca al ver la carne fría y las salchichas alemanas de los almuerzos de nuestros compañeros de escuela, y mi hermano anunció: «Cuando sea adulto, me comeré un buey entero». Pero la impresión más duradera provino del amor a la naturaleza que ellos sentían y de su aptitud física, así como de las ideas políticas radicales expresadas en las obras de teatro de mi padre referidas a las luchas de los campesinos y los trabajadores, y que podíamos ver representadas en el Grupo de Trabajadores de la Actuación del Sudoeste. Comencé a sentirme como un guerrero político, y organizaba colectas a beneficio de los metalúrgicos en huelga, intervenía en las campañas, y escuchaba las vigorosas discusiones de los adultos durante los últimos días que precedieron al ascenso de Hitler al poder.

Como hijo de comunistas en Alemania, llegué a percibir a Stalin como una figura sabia y lejana, parecida al mago benévolo de los cuentos de hadas. A menudo imaginaba lo que debía ser la vida en la «gran Unión Soviética» —durante años creí que ese era el nombre oficial del país— y llegaba a la conclusión de que debía ser un lugar muy blanco, cubierto de nieve, poblado de buena gente, todos guiados por el mago. Mi hermano Koni, mejor dotado que yo en relación con la capacidad de asignar forma imaginativa a sus pensamientos, pasaba horas enteras dibujando retratos del gran líder, en la figura del héroe de un cuento de hadas. Pero en aquel momento yo no preveía que alguna vez llegaría a vivir en persona la experiencia de la realidad soviética.

Después que los nacionalsocialistas asumieran el poder en 1933, nuestra vida en Alemania llegó a ser intolerable. El incendio del Reichstag alemán en Berlín y las falsas acusaciones nazis de que los comunistas habían sido los responsables del episodio originaron una cacería de brujas en perjuicio de la izquierda. Mi padre, doblemente en peligro porque era judío y comunista, se marchó para ocultarse en Austria. Durante uno de los muchos registros policiales que siguieron, contesté de manera atrevida a uno de los camisas pardas de la SA. Me empujó contra una pared y dijo que yo acabaría «en el Heuberg» si no revelaba el paradero de mi padre. El Heuberg fue el primer campo de concentración de nuestra región, al que enviaban a los opositores políticos. Los adultos lo mencionaban en voz baja, y yo me preguntaba qué sucedería allí, pero a esa edad todavía interpretaba el conflicto entre los nazis y la izquierda como una suerte de pelea de pandillas. Sabía que los hombres de camisa parda eran profunda, incluso tribalmente distintos de nuestra familia, y yo mismo ya me veía en la figura de un joven luchador.

Fue en esa época cuando por vez primera tuve conciencia de mi herencia judía. Después de un registro excepcionalmente brutal, cuando según recuerdo mi hermano y yo nos sentimos especialmente furiosos porque los matones irrumpieron en nuestras habitaciones y pisotearon nuestros preciosos juguetes y libros, mi madre, reuniendo toda la serenidad de que podía disponer para ocultar su terror íntimo, nos llevó en bicicleta a través del lujurioso campo, a visitar a Moritz Meyer, tío de mi padre, a quien en la familia conocíamos por el nombre de «Öhmchen».

Se consideraba un poco extraño a Öhmchen en la pequeña ciudad de Hechingen. Después de realizar una carrera legal, se había retirado a vivir con sus cabras en el bosque, y gozaba de una modesta reputación de curador milagroso. Por cierto, fue su influencia la que determinó que mi padre pasara de la medicina convencional a las curas homeopáticas y la terapia natural, y mi padre le dedicó su libro acerca de la salud natural. Fue en Pascua cuando hicimos nuestra visita en bicicleta, de modo que el tío sólo pudo ofrecernos pan ázimo, lo cual sin duda no fue grato a nuestro apetito infantil; pero compensó esta decepción relatándonos graves y sugestivas historias de la Torah, y explicando el significado de las fiestas judías.

Pocos meses después, mi madre, mi hermano y yo fuimos llevados subrepticiamente a Suiza, con la ayuda de los comunistas que estaban allí; el partido en ese momento era ilegal. De Suiza pasamos a Francia, donde se nos declaró de manera oficial «extranjeros indeseables», y tuvimos que ocultarnos con la ayuda de amigos en la pequeña isla de Brehat, en Bretaña, donde mi padre fue a reunirse con nosotros. Allí terminó de escribir su pieza El profesor Mamlock, el primer testimonio literario de la persecución de los judíos en Alemania. Incluso antes de su estreno en idioma alemán en Zürich, se la representó en los teatros judíos de Varsovia y Tel Aviv, y gozó de enorme éxito en todo el mundo. En la Unión Soviética se rodó una película basada en esa obra y, muchos años más tarde, otra realizada por mi hermano Koni. Cuando la película se proyectó en Nueva York, en 1939, se conoció el nombre de mi padre en Estados Unidos.

La respuesta de los nazis al éxito de esta pieza —la cual por supuesto nunca fue representada en Alemania bajo el régimen de Hitler— no tardó en llegar. Incautaron nuestros bienes, y el nombre de mi padre fue incluido en la lista oficial de autores de «escritos dañinos e indeseables». Poco después, toda la familia fue despojada de su ciudadanía alemana, y hacia 1937 no sólo su nombre, sino el de mi madre, el mío y el de mi hermano aparecieron en la lista de personas buscadas por el Estado. Por esa misma razón los niños nos sentíamos personas adultas. Si existe un solo factor que define la posición política de un hombre, para mí fue este: aparecer en una lista de delincuentes buscados en su propio país.

Si no nos hubiéramos refugiado en Suiza, muy fácilmente podríamos haber compartido el destino de nuestros parientes judíos, cuyos nombres después fueron inscritos para siempre en el Memorial Yad Vashem de Jerusalén. Por ejemplo, Öhmchen no sobrevivió al Holocausto. Un prisionero de guerra alemán en Moscú me dijo que había sido detenido y enviado al campo de concentración austríaco de Mauthausen. Tenía entonces más de ochenta años.

Sesenta años más tarde, paseando por las cuidadas calles de Hechingen, recordé a mi tío abuelo y un escalofrío me recorrió la columna vertebral, una sensación que sólo un alemán puede sentir cuando contempla las caras de los hombres de su misma edad y se pregunta cómo se comportaron durante el período del dominio nazi: ¿cuántos de ellos sabían, y cuántos recuerdos culpables han ocultado? Quizá las ciudades son más eficaces a la hora de borrar los rastros del pasado. Pero en las pequeñas localidades de Alemania mi mente se vuelve hacia incómodos pensamientos acerca de mis propios compatriotas.

A esta altura de las cosas, los nazis habían congelado nuestras cuentas bancarias y confiscado nuestra propiedad. El asilo que nos ofreció la Unión Soviética fue un salvavidas para mis padres, y también para Koni y para mí. Con ayuda de un amigo, el dramaturgo Vsevolod Vishneski, mi padre había encontrado un pequeño apartamento de dos habitaciones en la calle Nizhni Kizlovski, una de las retorcidas vías del siglo XIX que atraviesan el antiguo centro de Moscú, detrás de su calle principal, el Arbat, tan amada por los escritores e intelectuales. En marzo de 1934 mi madre, mi hermano Koni y yo nos reunimos allí con él.

Nos adaptamos con lentitud a una cultura y un idioma extraños, temerosos de los modales duros de los niños que compartían nuestro patio. «Nemets, perets, kolbassa, kislaya kapusta», nos gritaban: «Alemanes: pimienta, salchichas, chucrut». También se reían de nuestros pantalones cortos, y por eso rogamos a nuestra madre que nos hiciera otros más largos.

Finalmente, ella accedió con un suspiro, mientras decía: «Ahora sois verdaderos hombrecitos».

Pero pronto nos sentimos fascinados por nuestro nuevo ambiente. Después de una niñez en una localidad alemana provincial, la ciudad agitada con sus modales rudos y vivaces, nos impresionaba. En esos tiempos la gente todavía escupía en el pavimento las cáscaras de sus semillas de girasol, y los vehículos tirados por caballos circulaban ruidosamente por las calles. Moscú era todavía una «gran aldea», una ciudad de costumbres campesinas. Al principio, asistimos a la Escuela alemana Karl Liebknecht (destinada a los hijos de padres de habla alemana, y que llevaba el nombre del líder socialista del alzamiento espartaquista de enero de 1919, que fue asesinado en Berlín poco después); más tarde, concurrimos a un colegio secundario ruso. Cuando ya éramos adolescentes, apenas nos diferenciábamos de nuestros compañeros nativos, pues hablábamos el ruso coloquial con acento moscovita. Teníamos dos amigos especiales, George y Víctor Fischer, hijos del periodista norteamericano Louis Fischer. Ellos me aplicaron el apodo de «Mischa», que aún hoy perdura. Mi hermano Koni, que no deseaba quedar excluido, adoptó el diminutivo ruso de «Kolya».

El Moscú de los años treinta perdura en mi memoria como una época de luces y sombras. La ciudad cambiaba ante nuestros propios ojos. Entonces yo era un adolescente bastante serio, y ya no concebía a Stalin como un mago, pero mientras los nuevos edificios de apartamentos de muchos pisos pronto comenzaron a elevarse alrededor del Kremlin, la magnitud del tránsito se acrecentó súbitamente y los grandes coches negros reemplazaron a las tartanas tiradas por ponis. Era como si alguien hubiese movido una varita mágica y convertido al Moscú de antaño en un paisaje futurista. El elegante metro, con sus lámparas art déco y sus escaleras mecánicas muy empinadas, zumbaba de manera constante, y nosotros solíamos pasar las tardes, después de las horas de clase, explorando sus bóvedas, donde se originaban ecos como en una enorme iglesia subterránea. La desastrosa escasez de alimentos de los años veinte se había atenuado, pero a pesar de los nuevos edificios, los amigos de mi familia, la mayoría intelectuales rusos, vivían apretados en minúsculos apartamentos. Había espectaculares desfiles del de Mayo. Las interesantes novedades del día incluían episodios destacados de la época, por ejemplo la audaz recuperación de la expedición de Cheliushkin, atrapada entre los hielos del océano Ártico después de haber conquistado el Polo Norte. Seguíamos estos acontecimientos con el entusiasmo que los niños occidentales consagraban a sus equipos favoritos de fútbol o béisbol.

Con idéntica pasión Koni y yo nos unimos a los Jóvenes Pioneros soviéticos —el equivalente comunista de los boy scouts— y aprendimos canciones de combate acerca de la lucha de clases y la Madre Patria. En nuestra condición de jóvenes pioneros marchamos en la gran manifestación de noviembre realizada en la Plaza Roja para conmemorar la revolución soviética, entonando lemas de elogios para la minúscula figura protegida por un abrigo en la balaustrada que estaba sobre la tumba de Lenin. Pasábamos los fines de semana en el campo que rodeaba a Moscú, recogiendo bayas y setas, porque incluso aunque habitase en la ciudad, nuestro padre estaba decidido a defender su culto a la naturaleza como modo de vida. De todos modos, yo echaba de menos los manjares alemanes, y me parecía que la escasa dieta soviética era muy aburrida, centrada como estaba en el guiso de avena cocida y la cuajada de leche agria. Después aprendí a amar toda la variedad de la comida rusa, y si me apuran diré que preparo los mejores budines Pelmeni (rellenos con carne picada) de este lado de Siberia. Pero nunca me agradó mucho el guiso de avena cocida, probablemente como consecuencia de haber consumido toneladas de ese plato en mi adolescencia.

En verano fui enviado a un campamento de pioneros, y ascendido al grado de líder. Escribí a mi padre quejándome de la comida miserable y la disciplina militar que se aplicaba allí. Al poco tiempo recibí una carta típicamente optimista exhortándome a resistir el régimen formando una comisión con mis compañeros. «Diles que el camarada Stalin y el partido no aceptan ese apremio. Lo que importa es la calidad… ¡De ningún modo tú, que eres un buen pionero, y sobre todo un líder de los pioneros, debes pelear! Tú y los restantes líderes del grupo deben hablar colectivamente con la administración. Hijo mío, no te desesperes».

La Unión Soviética era ahora nuestra única patria, y al cumplir dieciséis años, en 1939, recibí mis primeros documentos soviéticos. Mi padre me escribió desde París, donde se había detenido en su viaje a España: «Ahora eres un auténtico ciudadano del pueblo soviético»; esas palabras excitaron mi más profundo orgullo. Pero cuando tuve algunos años más, comprendí que el contagioso utopismo de mi padre no era mi inclinación natural. Yo tenía un carácter más pragmático. Por supuesto, era un momento que entusiasmaba, pero fue también la época de las purgas, durante la cual los hombres que habían sido exaltados como héroes de la Revolución, aparecían desaprensivamente acusados de crímenes, de modo que a menudo se los condenaba a muerte o a la detención en los campamentos del Ártico. La red tendida por la NKVD —la policía secreta y precursora de la KGB— se cerró sobre nuestros amigos y conocidos de la emigración. Era una situación confusa, oscura e inexplicable para nosotros los jóvenes, educados en la tradición que nos impulsaba a creer en la Unión Soviética como el faro del progreso y el humanitarismo.

Pero los niños son sensibles a los silencios y las evasiones, y nosotros sentíamos una suerte de conciencia subliminal, en el sentido de que no conocíamos toda la verdad acerca de nuestro entorno. Muchos de nuestros maestros desaparecieron durante las purgas entre 1936 y 1938. Nuestra escuela alemana especial fue clausurada. Los niños advertíamos que los adultos nunca hablaban de las personas que habían «desaparecido» en presencia de su familia, y automáticamente comenzamos a respetar también nosotros esas extrañas fórmulas de cortesía. Años más tarde conoceríamos la extensión y el horror de los crímenes, y la responsabilidad personal de Stalin en los mismos. Pero en aquel momento era un líder, una figura paternal, con su mentón cuadrado, la cara adornada por un bigote mirando el horizonte como si se tratara de un visionario, observando desde el retrato que colgaba en la pared de nuestra aula. El hombre y lo que él hacía era algo irreprochable e indiscutible para nosotros. En 1937, cuando la máquina asesina funcionaba con su eficiencia más terrorífica, uno de los conocidos de nuestra familia, Wilhelm Wloch, que había arriesgado su vida trabajando en la clandestinidad para el Komintern en Alemania y otros países, fue detenido. Las últimas palabras a su esposa fueron: «El camarada Stalin no sabe nada de todo esto».

Por supuesto, nuestros padres trataron de ocultarnos sus temores acerca del derramamiento de sangre. En sus corazones y sus mentes, la Unión Soviética continuaba siendo, pese a todas las dudas y las decepciones, «el primer país socialista», como nos lo dijeron con orgullo cuando realizaron su primera visita, en 1931.

Ahora sé que mi padre temía por su propia vida. Aunque se había otorgado la ciudadanía a su esposa y sus hijos, porque vivíamos allí, él pasaba gran parte de su tiempo en el extranjero y no era ciudadano. De todos modos, aún podía viajar con su pasaporte alemán, pese a que se había anulado su ciudadanía. Había solicitado autorización del gobierno soviético para salir de Moscú y dirigirse a España, pues deseaba desempeñarse como médico en las Brigadas Internacionales que luchaban contra los fascistas del general Franco en la cruel guerra civil que allí se libraba. España era el escenario donde las fuerzas militares nazis ensayaban sus posibilidades destructivas, practicando para la agresión que preparaba contra otras naciones vulnerables. De toda Europa llegaban voluntarios izquierdistas que acudían en ayuda de los republicanos contra los insurgentes militares españoles. Para muchos que vivían en la Unión Soviética, la lucha en España también significaba una posibilidad de salir del territorio soviético y alejarse de la atmósfera opresiva de las purgas. Muchos años después, un amigo de confianza de la familia me dijo que mi padre había dicho de sus propios intentos de llegar a España: «No pienso esperar aquí hasta que me detengan». La revelación me lastimó, aunque entonces ya era adulto, porque me llevó a comprender cuántas inquietudes y reservas nos habían ocultado nuestros padres durante los años treinta, cuánto dolor seguramente sufrían nuestros propios amigos de Moscú.

Mi padre jamás llegó a España. Durante un año su solicitud de salida no tuvo respuesta. Aumentaba cada vez más el número de amigos y conocidos de la comunidad alemana que habían desaparecido, y mis padres ya no podían disimular su angustia. Cuando el timbre llamó en forma inesperada una noche, mi padre, por lo general un hombre sereno, se puso bruscamente de pie y lanzó una violenta maldición. Cuando se comprobó que el visitante era sólo un vecino que deseaba que le prestasen algo, mi progenitor recuperó sus buenos modales, pero las manos le temblaron durante una buena media hora.

Quizá contaba con un protector en la cúpula del Partido Comunista alemán en el exilio. Sé que mantenía correspondencia con una de las figuras principales, Wilhelm Pieck, y que éste le profesaba mucho respeto. O quizá simplemente tuvo suerte. En todo caso, fue autorizado a salir de Moscú en 1938 y fue a Francia, donde al estallar la Segunda Guerra Mundial fue internado; por irónico que parezca, como extranjero enemigo, a causa de su pasaporte alemán. Lo que fue todavía peor, después de la invasión nazi a Francia en el verano de 1940, él y los demás internos del campamento Le Vernet debían ser traspasados a las autoridades alemanas, lo cual habría significado su muerte segura. En realidad, es posible que se le ofreciera la oportunidad de emigrar a Estados Unidos, pero como eso significaba escribir en la solicitud que él nunca había sido comunista, se negó a firmar dicha declaración, con su actitud de permanente fidelidad. Mi madre persiguió a las autoridades de Moscú, desde donde muy poco antes él había intentado huir, durante tres largos años, para conseguirle la ciudadanía soviética, de modo que fuera posible repatriarlo. Finalmente, en agosto de 1940, se le concedió la ciudadanía.

Pero a esa altura de las cosas el pacto entre Hitler y Stalin de agosto de 1939 dificultaba más que nunca la vida de los emigrados alemanes en Moscú. Las autoridades, que respetaban nuestra condición de víctimas perseguidas por el perverso Reich, ahora habían recibido la orden de evitar la exacerbación de los sentimientos negativos con respecto a Hitler. La situación era especialmente difícil para las familias como la nuestra, que habían sido expulsadas de Alemania por los nazis, y no podían comprender el acuerdo del líder soviético con ellos. En nuestra condición de agitadores en ciernes del Komsomol (Liga de la Juventud Comunista) se nos dijo que era el único modo que podía usar Stalin para salvar de un ataque a la gran Unión Soviética, y que las potencias occidentales tenían la esperanza de que nuestra nación comunista «se desangrara» bajo la espada nazi. En aquel momento pareció una explicación convincente, aunque adivinábamos que para nuestros padres era anatema el hecho de que los comunistas hubiesen concertado un acuerdo precisamente con el dictador de quien habían huido.

Muy deseosos de armonizar con nuestro nuevo medio, Koni y yo nos habíamos rusificado con la mayor rapidez posible. Hablábamos la lengua rusa todo el día en la escuela y con nuestros condiscípulos, y escuchábamos alemán sólo en nuestra casa, por las noches. Me encantaba que los muchachos me llamasen Mischa, porque eso significaba que también podía pasar por ruso. Nos acostábamos escuchando las emisiones de los alaridos maníacos de Hitler que proclamaban la gloria del Reich.

Después de terminar el colegio secundario, comencé a estudiar ingeniería aeronáutica, el tema con el cual había soñado. Esa situación cambió de manera brusca el 22 de junio de 1941, cuando la Wehrmacht de Hitler atacó la Unión Soviética con ferocidad, en el curso de la operación Barbarossa. Cuando el ejército alemán se aproximó a Moscú, en 1941, las familias de los miembros de la Unión de Escritores, incluso nosotros mismos, fueron evacuadas a Alma Ata, capital de Kazajstán, a seis mil quinientos kilómetros de Moscú. Recuerdo vívidamente el horror del viaje en tren que duró tres semanas a través de los Urales. Nuestro tren se arrastraba sobre las vías, enviado a vías muertas cada hora, poco más o menos, para permitir que los trenes que se dirigían al frente avanzaran en dirección contraria. Mi padre asistía a Anna Ajmatova, la gran poetisa rusa, que era una mujer enferma y frágil. Dos de sus esposos habían desaparecido en el curso de las purgas, y un hijo de ella estaba en un campo de internación. Se me permitió llevarle la ración alimenticia asignada de cuatrocientos gramos de pan negro y un poco de agua tibia. Yacía, macilenta y cansada, el alma de la literatura rusa, ahora definida oficialmente como una «no persona» por las autoridades, pero aún adorada por los intelectuales que viajaban con nosotros en el tren de la Unión de Escritores.

Alma Ata era un lugar sombrío, y allí vivíamos aislados de las noticias de Moscú, y mucho más de lo que sucedía en el resto del mundo. Físicamente hermoso, habitado normalmente sólo por cuatrocientas mil personas, Alma Ata de pronto resultó atestado por un millón de refugiados, y las condiciones de vida se convirtieron en las de un lugar superpoblado y difícil. En 1942 Koni se incorporó al Ejército Rojo, del cual en ese momento yo me veía eximido, porque la ingeniería aeronáutica era una ocupación esencial. Yo me encontraba todavía en esa edad optimista en la cual no pensaba siquiera que él podía sufrir un daño, a pesar de los rumores que se referían a las grandes pérdidas rusas. Mientras estaba eximido, recibía entrenamiento militar, y como era el más alto de nuestro grupo tenía que trasladar de manera habitual el pesado trípode de la ametralladora Maxim, cargada sobre mis hombros con temperaturas superiores a treinta y ocho grados centígrados. Nuestra ración de pan se limitaba a quinientos gramos, y puedo afirmar con sinceridad que fue la única vez en mi vida que supe lo que era el hambre. Pero nos llegó cierta ayuda y un poco de variación de la intelectualidad moscovita exiliada, y en especial de los estudios cinematográficos de Moscú. Por las noches visitábamos al gran director Sergei Eisenstein, que nos leía pasajes del libro que había escrito para la película Iván el Terrible. Cuando comenzó la filmación, fuimos incorporados como extras, y representamos el papel de los caballeros alemanes invasores que fueron rechazados. A causa de mi entrenamiento como paracaidista, se me asignó el papel de doble de los actores que debían ejecutar maniobras difíciles, lo que me permitió ganar un salario triple, y eso a su vez ayudó a aliviar el hastío y las privaciones de la guerra.

En medio de mis estudios, llegó un misterioso telegrama, firmado «EKKI Vilkov». Las cuatro letras EKKI aludían al Comité Ejecutivo de la Internacional Comunista, es decir el Komintern, y traía la firma del hombre que encabezaba el departamento de personal y cuadros. Se me ordenaba ir primero a Ufa, capital de la remota república autónoma de Bashkiria, donde había sido trasladado el Komintern y la dirección en el exilio del Partido Comunista de Alemania, para alejarla del sitio de Moscú.

El partido había decidido enviarme a la escuela del Komintern, en la pequeña aldea de Kushnarenkovo, a unos 65 kilómetros de Ufa, donde los comunistas de los países europeos y ocupados y los comunistas coreanos se preparaban para la liberación de sus respectivas patrias, de modo que se los entrenaba para futuras misiones políticas. Yo estaba bastante formado en la disciplina de un joven comunista, de modo que no intenté discutir la decisión, aunque lamenté que mis sueños orientados hacia el diseño de aviones soviéticos probablemente quedarían insatisfechos. Pero aunque lamentaba la situación, estaba absolutamente convencido de que la lucha contra Hitler era más importante y honorable que mis estudios.

La vida en el Komintern, una organización cuya tarea era promover la revolución proletaria internacional, se realizaba en una atmósfera de profunda confidencialidad, lo cual me llevó a sentir que yo era un verdadero adulto. Estaba muy arraigado en mi carácter el hecho de que, si el partido me pedía algo, yo debía responder en una actitud obediente. Ordenaban: «Salte», y respondíamos: «¿Cuántos metros?». En la escuela prevalecían condiciones de máximo secreto. Nos asignaban nombres falsos; el mío era Kurt Förster, lo cual a mí me parecía muy atrevido. Aunque todos los jóvenes alemanes nos conocíamos desde Moscú, usábamos sólo estos nombres nuevos para dirigirnos unos a otros; un entrenamiento precoz en los métodos de la clandestinidad. Se nos enseñaba a manejar metralletas, fusiles y pistolas, así como el uso de explosivos y granadas de mano, y las «técnicas conspirativas» para encontrarnos y trasmitirnos mensajes; es decir, todo lo que es la base del espionaje. Nuestra educación política estaba orientada hacia el momento que seguiría a la esperada victoria contra Hitler. El supuesto más firme era que podríamos organizar un frente común de todas las fuerzas antifascistas y democráticas.

Pero también recibimos una preparación completa en el área de las técnicas de propaganda. En una de las lecciones, se elegía un miembro del grupo que debía exponer los argumentos de nuestros enemigos nazis con la mayor convicción posible, mientras el resto se dedicaba a refutarlos con los preceptos antifascistas. Me complacía este desafío, que me llevaba a profundizar todo lo posible en la mente del enemigo, y formulaba mis argumentos pro nazis claramente y con mucha pasión, mientras que los estudiantes más mediocres, temerosos quizá de poner en peligro su legajo de convencidos jóvenes comunistas, repetían con escaso entusiasmo las explicaciones de los libros de texto. Cierta vez, mis condiscípulos fueron reprendidos porque no habían conseguido responder con bastante fuerza a la retórica fascista que yo les proponía. «¿Qué demonios harían si tuviesen que discutir con un auténtico nazi?», tronó el profesor. Mi único competidor auténtico en estas extrañas disputas de ingenio ideológico era Wolfgang Leonhard, un hombre que años más tarde huiría de Alemania Oriental para pasar a Yugoslavia en 1949, y convertirse en uno de los principales sovietólogos en Alemania, y después en Harvard y Yale. Una de las muchas ironías de mi vida es que el profesor Leonhard a su tiempo utilizó las cualidades polémicas que perfeccionó en el Komintern para atacar al régimen soviético, mientras yo continuaba utilizando las mías en su defensa.

En la escuela del Komintern también conocí a mi futura esposa, Emmi Stenzer. Nunca conocí a una mujer consagrada de manera tan absoluta a su tarea política, concebida por ella como un homenaje a su padre Franz Stenzer, diputado del Reichstag asesinado por los nazis en Dachau en 1933. Cuando nos conocimos ella tenía un amante español, y sólo después que abandonamos la escuela del Komintern y volvimos a encontrarnos en Moscú ambos nos enamoramos. Me fascinaba su independencia y su fuerza de voluntad después de las privaciones que había afrontado siendo tan joven; había pasado varios años en un orfanato de la sombría ciudad industrial de Ivanovo, después de la detención de su madre en Moscú, durante los años treinta, en una de las persecuciones generales a los residentes extranjeros, sospechosos de actividad anti soviética (su madre más tarde fue liberada).

Bertold Brecht escribió a su esposa Helene Weigel acerca de la importancia de «la tercera cosa» que siempre existía entre ellos —su adhesión compartida a la Causa—, una parte viviente de su mutua relación. En la actualidad parece fácil burlarse de ese factor, pero en los tiempos en que las creencias políticas pueden conducir a la muerte o la cárcel, se convierten en una parte muy definida de la trama emocional e intelectual de una vida. A pesar de que me divorcié de Emmi después de casi treinta años de matrimonio, y después volví a casarme dos veces, ella continúa siendo un alma hermana, y mantiene su vínculo inicial con toda mi familia, pues dirige el Archivo Friedrich Wolf en Berlín.

El 16 de mayo de 1943, mi vida sufrió otro cambio brusco. Llegamos a nuestra aula y encontramos en el pizarrón un anuncio que nos informaba que, a causa de «las diferencias de las condiciones que prevalecían en los países que habían soportado la tiranía nazi y los pueblos amantes de la libertad», la Internacional Comunista (Komintern) y sus escuelas debían disolverse. Por supuesto, había razones políticas ocultas que explicaban este cambio. La disolución de la Internacional fue el compromiso de Stalin con los aliados occidentales, para quienes el Komintern era un organismo que fomentaba la revolución en sus propios países.

Puede afirmarse que la oportunidad de mi reclutamiento fue sumamente afortunada para mí. El grupo precedente de graduados había sido lanzado en paracaídas en Alemania con el propósito de establecer contacto con los grupos de la resistencia, pero cayó en una trampa tendida por el contraespionaje del Tercer Reich, que había estado enviando falsas trasmisiones de radio tomadas como auténticas por las autoridades soviéticas. Fueron atrapados por la Gestapo y el contraespionaje militar de Hitler, y ejecutados. Su sacrificio evitó que nuestro grupo corriese una suerte análoga. En cambio, trabajamos en un equipo de mantenimiento de máquinas instalado en una granja cercana, y descargamos barcazas en el río Belaya.

De todos modos, la decisión nos sorprendió. ¿Nuestros maestros no nos habían dicho que la Internacional era eterna, el factor principal del partido? Pero toda nuestra educación estaba enderezada hacia el objetivo de cumplir las órdenes sin discutir. Habíamos aprendido a aceptar lo que el partido ordenaba por entender que era lo que correspondía, y así esperábamos pacientemente que llegasen las nuevas instrucciones.

Probablemente porque yo era hijo de un autor conocido, la dirección partidaria consideró conveniente encomendarme la función de anunciador y comentarista de la «radio del pueblo alemán», la voz del Partido Comunista Alemán trasmitida por Radio Moscú, de modo que regresé a Moscú. Me convertí en miembro pleno del partido a la edad de veinte años, y asistí a reuniones en el antiguo Hotel Lux, celebradas en la habitación de Wilhelm Pieck, más tarde primer presidente de la República Democrática Alemana. Allí, en un hotel que había sido el centro de las purgas de los comunistas extranjeros, me reuní por primera vez con hombres como Walter Ulbricht y otros, que gobernarían mi país después de la guerra.

Entretanto, Emmi fue enviada al frente a desarrollar contra-propaganda en alemán por medio de un micrófono, como parte de la campaña de guerra psicológica. Se paseaba a la vista de las líneas enemigas, clamando a través de su altavoz que la guerra había concluido, y exhortando a capitular a los soldados alemanes. Fue herida de gravedad en Gomel, y el 24 de septiembre de 1944, ante la posibilidad de que no volviésemos a vernos, nos casamos. Pero permanecimos separados durante los últimos meses de la guerra.

Finalmente, en mayo siguiente se celebró la victoria sobre la Alemania nazi, y nunca olvidaré la alegría con que mis padres y yo nos unimos a las jubilosas multitudes moscovitas. Koni ya estaba en suelo alemán y participó en el ataque final a Berlín, durante el cual mereció seis recompensas por su valor en combate. Nos envió una carta diciendo que nos esperaba, y yo comencé a preparar el equipaje con las pertenencias de mi vida adolescente en Rusia. En la escuela del Komintern sabíamos que nos preparaban para regresar a Alemania después de una posible victoria de los aliados. El momento había llegado.