VI
Khruschov nos abre los ojos
Como la mayoría de los habitantes del mundo comunista, pasaron muchos años antes de que yo pudiese arrancar de mí la admiración que sentía por Stalin y el estalinismo. El catalizador de mi despertar sería el discurso secreto más público del mundo, pronunciado por Nikita Khruschov en el Vigésimo Congreso del Partido Comunista, celebrado en Moscú en febrero de 1956. Es difícil determinar el momento exacto en que comenzó mi prolongado y doloroso proceso de ruptura con el estalinismo; es probable que el comienzo estuviera en los fragmentos de duda que perforaron mis defensas ideológicas en la atmósfera agobiante de Alemania Oriental a principios de la década de los cincuenta. Pero como muchos comunistas de mi generación, el acontecimiento que conmovió mi visión del mundo cuidadosamente estructurada fue el discurso de Khruschov, que reveló los crímenes de Stalin. Después de ese episodio, aunque aún podíamos continuar afirmando nuestra condición de fieles comunistas, ya no podíamos sostener que éramos inocentes.
Hasta febrero de 1956, el retrato de Stalin todavía colgaba sobre mi escritorio, una foto que lo mostraba encendiendo su pipa, una especie de padre benévolo de la nación. Un día de ese mes, los periódicos occidentales llegaron formando un grueso fajo, como de costumbre. Siempre leía The New York Times y la edición parisiense del International Herald Tribune, para determinar el sesgo de la actitud norteamericana. También leía diferentes periódicos y revistas alemanes occidentales, incluso el tabloide Bild-Zeitung que, a pesar de sus exageraciones, a menudo tenía mejor información interna de inteligencia que sus rivales más meritorios. Repasaba The Times de Londres y Le Monde. Este material global de lectura era uno de los privilegios de mi cargo. En el Este estaban prohibidos los periódicos occidentales, con el espurio argumento de que incluían declaraciones sediciosas contra el mundo comunista, pero en verdad porque el Politburó sabía en el fondo de su corazón que la versión de la vida detrás de la Cortina de Hierro que ofrecían muy detalladamente estaban demasiado cerca de la verdad, que era incómoda.
En el Congreso del Partido, Khruschov, que finalmente había triunfado en la compleja y sangrienta lucha por el poder que siguió a la muerte de Stalin, denunció al dictador, y reveló que de los 139 miembros y candidatos del Comité Central elegidos en 1934 durante el Séptimo Congreso del Partido Comunista de la Unión Soviética, 98 habían sido detenidos y fusilados. De los 1936 delegados al Congreso, cuyas sesiones nuestros padres nos habían relatado solemnemente cuando éramos adolescentes, bastante más de la mitad había sido condenada por contrarrevolucionaria, y muy pocos sobrevivieron. Khruschov llegó a la conclusión de que la cruel represión de Stalin violaba todas las normas de la legalidad revolucionaria.
Era un lenguaje que nosotros, los comunistas, acostumbrados a blanquear hasta el más leve defecto de nuestro desempeño, nunca habíamos visto. Ahora que el cadáver de ese sistema ha sido abierto para una autopsia completa, llegamos a la conclusión de que el lenguaje de Khruschov contra Stalin fue más bien impreciso y parcial. Pero en aquel momento, fue como si nos hubiesen golpeado la cabeza con un martillo. Cuando terminé de leer el texto del discurso en un periódico occidental, mi primera reacción fue retirar de la pared el retrato de Stalin y enviarlo a un rincón de un puntapié. No podía afirmar que lo que había leído era un golpe total —conocía demasiados aspectos de la vida soviética gracias a mi propia experiencia como para decir tal cosa— pero era una fuente de intenso sufrimiento asomarme al verdadero abismo de sus crímenes. Fue como si, de un solo golpe, se hubieran hecho realidad nuestros peores temores acerca del sistema al que habíamos consagrado nuestra vida.
Mientras se filtraba en Europa Oriental gracias a los medios de difusión occidentales y la trasmisión oral, el volcánico discurso de Khruschov ayudó a agravar la insatisfacción en Polonia y Hungría. El alzamiento húngaro de octubre y noviembre fue el resultado directo de la denuncia de Khruschov. El líder reformista de Hungría era Imre Nagy, a quien yo había conocido en Moscú en 1943 y hasta 1945, cuando él era jefe de la estación de radio húngara en el exilio, mientras yo me desempeñaba como corresponsal de la Radio del Pueblo Alemán. A menudo viajábamos en el mismo autobús para volver a casa después del turno de la noche. Nagy, con su característico bigote húngaro y su cara redonda, estaba siempre sereno y de buen humor, y fácilmente ganaba amigos en los sobrecalentados grupos de exiliados que residían en Moscú. Ahora yo confiaba en que él, lo mismo que el liderazgo moscovita, encontraría en Budapest un curso de hechos que ayudaría a restablecer la calma. Los tanques se retiraron de Budapest después de los primeros días del alzamiento, y Nagy prometió la liberalización.
Pero fue demasiado poco y demasiado tarde. Las protestas y el derramamiento de sangre continuaron y los tanques soviéticos regresaron el 4 de noviembre. Los rusos me llamaban constantemente por mi línea telefónica de urgencia con la misma pregunta: ¿Qué hará la OTAN? Yo no me sentía confiado, ni mucho menos. Por una parte, había sobradas pruebas de que la OTAN se preparaba disimuladamente contra la URSS. Por otra, nuestras fuentes sugerían que Occidente estaba conteniéndose porque temía una escalada. Crucé los dedos y envié a Moscú un radiograma: «La OTAN no intervendrá».
Si me hubiese equivocado —y no me sentía seguro, ni cosa parecida— mi carrera probablemente habría concluido, pero ese habría sido el menor de los problemas. Pero acerté, y Nagy se convirtió en la víctima propiciatoria de los soviéticos. Prometieron a Nagy y a otros húngaros que estaban en la embajada yugoslava que no se los perseguiría, pero faltaron a su palabra. Nagy fue secuestrado en la embajada yugoslava, trasladado a Rumania y ejecutado después de un juicio secreto que fue una farsa; todo lo cual implicaba una repetición de los peores métodos del estalinismo. Más tarde, Sandor Rajnai, jefe de la inteligencia exterior húngara, me reveló que se sentía agobiado por la culpa a causa del papel que había representado personalmente interrogando a Nagy. «Mischa, dijo, esa clase de cosas no debe repetirse jamás».
Hungría, con sus imágenes de matanzas y mutilaciones multitudinarias, fue una amarga lección para todos. Si bien es posible que por un momento permitiese a los dogmáticos de Moscú rotular de contrarrevolucionarios a los reformistas, para muchos comunistas reflexivos los aspectos complejos del alzamiento fueron desconcertantes, y sus mensajes contradictorios. Los antiguos interrogantes leninistas volvieron a mi mente: ¿Debemos poner en peligro un poder conquistado con tanta dificultad? ¿Libertad para quiénes y contra quiénes?
En el Ministerio de Seguridad del Estado tuvimos una reunión en marzo de 1956 para analizar el significado del Congreso de Moscú. Ernst Wollweber aún estaba a cargo, de modo que evitamos las reuniones del tipo que solía dirigir su sucesor Mielke, cuya idea de un debate era que él hablaba durante una hora y después nos despedía. Intervine en la discusión y saludé el modo en que nuestros colegas soviéticos habían enfrentado su pasado y expresé mi alivio por desprenderme de las sospechas que me habían perturbado durante años. Mielke se sintió horrorizado. «Yo jamás he soportado semejante carga, dijo. No tengo idea del sentido de las palabras del camarada Wolf». Continuó diciendo que nada sabía de actos represivos en la Unión Soviética, y agregó, para redondear su afirmación, que tampoco había nada por el estilo en Alemania Oriental.
Por supuesto, nuestro país no pudo evitar algunas consecuencias del deshielo. Ochenta y ocho prisioneros alemanes condenados por tribunales militares soviéticos fueron liberados, y otros setecientos convictos recuperaron su libertad antes de completar la condena. En el seno del partido, las medidas disciplinarias contra Antón Ackermann, Franz Dahlem, Hans Jendretzky y otros miembros del Comité Central que habían caído en desgracia (a partir de 1953) fueron anuladas. Súbitamente, los planes de reforma emergieron de los archivos de los funcionarios. En nuestro propio Comité Central se iniciaron intensas discusiones acerca de la creación de un sistema de mercado dentro del régimen socialista, una iniciativa que podía funcionar sólo al amparo de cierta forma de democracia. Fui miembro de una comisión mixta de estudio que incluía a especialistas en economía, banca, política, fuerzas armadas y servicios de seguridad. La economía nunca había sido mi fuerte, pero escuché las discusiones con mucho interés. Incluso comencé a explorar intelectualmente la posibilidad de aceptar una proporción más amplia de propiedad privada, y a cuestionar más de cerca la relación entre la libertad de expresión y la doctrina oficial de adhesión a las enseñanzas del partido.
Pero Ulbricht mantuvo cerrada la caja. Apenas dos meses después del Congreso del Partido en Moscú, el Politburó de Alemania Oriental votó oponiéndose a la discusión ulterior de los errores, no fuese que de ese modo se suministrase munición al enemigo. Se restableció la disciplina al amparo de frases tan absurdas como «superar las imperfecciones en nuestra marcha ascendente». Yo fui uno de los muchos miembros del Partido que, habiendo confiado en los aires frescos que soplaban, se sometió de nuevo a su disciplina todopoderosa. De todos modos, el Vigésimo Congreso del Partido fue el primer paso en el largo trayecto hacia lo que más tarde se denominaría la perestroika y la glasnost. El comienzo de un periplo cuyo fin se manifestaría en 1989. Yo también debí soportar un viaje accidentado hasta que pude abrazar las nuevas ideas y dejar detrás el servicio de espionaje y las imposiciones que este ejercía sobre mi pensamiento.
•
Las explosiones geopolíticas de 1956 debilitaron todavía más las esperanzas de que sobreviniese un cambio. Los acontecimientos de Poznan —donde después de las revelaciones de Khruschov estalló una huelga de los trabajadores polacos, sangrientamente reprimida por las fuerzas polacas— el alzamiento en Hungría y la crisis de Suez fueron todos episodios que nos obligaron a pensar nuevamente en función de la Guerra Fría. Desde nuestro punto de mira, todo lo que podíamos ver era que se disciplinaba a los respectivos aliados de las dos superpotencias cuando intentaban políticas independientes: Hungría por la acción de Moscú, y Gran Bretaña y Francia por la acción de Washington. El mundo estaba dividido en esferas, y sabíamos cuál era la nuestra.
Me pregunto si yo me hubiese comportado de distinto modo en caso de haber ejercido el poder. Así lo espero, pero no estoy tan seguro. Cuando hablé con Yuri Andropov a principios de la década de los ochenta acerca de los problemas de la reforma —el tema era Polonia, no Alemania, pero los interrogantes eran los mismos— pregunté a este comunista liberal por qué ejercía tan escasa influencia en esas cuestiones. «Camarada Wolf, contestó, cuando alguien llega al cargo de secretario general usted dispone aproximadamente de un año para influir sobre él. Cuando su propia gente lo rodea, le dice que es el individuo más grande que ha conocido y aplaude todas sus iniciativas, y entonces es demasiado tarde». Andropov citó el caso de Nicolae Ceaucescu, de Rumania, que al principio pareció seguir un curso independiente respecto de Moscú, y después se convirtió en un tirano.
Alcanzo a oír a mis críticos que se burlan y afirman que necesité veinte años para llevar a la práctica mis ideas. Pero así fue. La base de todo mi pensamiento acerca de la Guerra Fría era que el Oeste y su sistema no representaban una alternativa aceptable. En ese momento, y después durante muchos años, no habría dado un solo paso, ni siquiera de carácter mental, que ayudara a que mi país o los restantes miembros del Pacto de Varsovia se acercaran a un sistema de tipo capitalista. Mi creencia inconmovible era que el sistema socialista, pese a todas sus terribles fallas, nos aportaba la posibilidad de un modelo mejor para la humanidad que lo que veíamos en Occidente. Cuando se llegaba a una definición, pese a todas las dudas cada vez más intensas que tenía acerca de la práctica comunista, creía que jamás debíamos ceder nuestra influencia en Europa. Una extensa y angustiada anotación en mi diario, el año 1968, dice:
En este período de transición, en camino hacia el verdadero socialismo, se han desarrollado estructuras de poder que responden a sus propias normas y poseen una existencia independiente. Están regidas por factores e intereses acentuadamente subjetivos. Estas estructuras, estos aparatos y funcionarios a veces pueden abusar del poder en perjuicio de la gente, y hacerlo de un modo que al parecer tiene escasa relación con la Revolución.
Esta mezcla de fervorosa fe e incómoda duda torturaba a la mayoría de los comunistas inteligentes. Pero siempre persistía la tentación de sepultar esos molestos interrogantes y concentrarse en cambio en los progresos tecnológicos y científicos realizados por nuestro sistema, y en su influencia modernizadora sobre sociedades atrasadas como las de Rusia y China. Todo el resto se dejaba a un lado, hasta que el socialismo fuese un régimen más estable. El hecho de que los cambios no fuesen posibles en ese momento correspondía al carácter tanto del sistema mismo como a las tensiones de la situación internacional. Por eso, la aceptación de la reforma parecía una forma de reconocimiento del fracaso, y eso se convertía de manera automática en la afirmación de una victoria del Oeste. Tales eran los círculos demoníacos en los que girábamos, un año tras otro.
Después de los trastornos de 1956, la principal preocupación de Khruschov fue desactivar los conflictos y las tensiones del bloque oriental con el fin de concentrar los esfuerzos en sus ambiciosos planes económicos internos. Su serie de estadísticas y discursos optimistas provocaron cierto suave regocijo en muchos de sus propios colegas, pero él en verdad creía que bajo su guía el país no sólo podía alcanzar sino superar la prosperidad norteamericana. Esta meta fue traducida religiosa pero torpemente por los consejeros de Ulbricht como «superar sin igualar» (überholen ohne einzuholen), una fórmula que nuestro secretario general manifestó durante mucho tiempo antes de que alguien se atreviese a llamar su atención sobre el hecho de que se trataba de una imposibilidad lógica.
Existía también cierto discreto regocijo ante la fascinación que Khruschov sentía por el maíz, un producto que según él creía era el arma secreta que permitiría resolver la gran escasez de alimentos de su nación. Durante su primera visita a Alemania Oriental, en 1957, Mielke y yo lo llevamos a las llanuras cerealeras más impresionantes de la república, en la región de Magdeburg, donde se reunió con agrónomos que podían explicarle a satisfacción todos los problemas. Anotó con mucho cuidado las cifras, y después supe que había torturado a sus propios funcionarios cuando regresó a la Unión Soviética, pues les criticaba que estuvieran rezagados incluso frente a los niveles de producción de la República Democrática Alemana.
Los toscos modales y los larguísimos discursos de Khruschov provocaban cierto grado de irritación en su país, pero en Alemania Oriental, donde estábamos condenados a escuchar las fórmulas aburridas de Ulbricht, la espontaneidad de Khruschov resultaba impresionante. Hasta que llegó Gorbachov gozó de mejor reputación que cualquier otro líder soviético. Pero a diferencia de Gorbachov, era un hombre sencillo con una comprensión innata del modo en que la gente común siente y piensa. Podía explayarse con orgullo sentimental durante horas acerca de su nativa Kalinovka, al mismo tiempo que exhibía un saludable desprecio por las cortesías diplomáticas.
Recuerdo un incidente después de la recepción de despedida en Alemania Oriental, al finalizar la visita de Khruschov a la República Democrática Alemana. El círculo íntimo se había refugiado en las habitaciones del embajador soviético en la embajada, para beber la última copa. Anastas Mikoyan, ya mayor, y presidente del Soviético Supremo, de pronto tuvo sueño después de algunas copas, y no quiso realizar el viaje hasta el castillo de Niederschönhausen, en los suburbios de Pankow, la residencia oficial de los huéspedes del Estado, y en cambio prefirió pasar la noche en la embajada. Ulbricht se sentía decepcionado, porque había dispuesto que el día siguiente la carretera de Niederschönhausen al aeropuerto estuviese bordeada de fieles alemanes orientales despidiendo a los visitantes.
Hubo un diálogo tenso, hasta que Khruschov intervino: «Anastas, no tiene sentido discutir con Ulbricht. Los alemanes son insoportablemente detallistas». Ulbricht insinuó una reacción colérica, pero no dijo nada. Al día siguiente, en camino hacia el aeropuerto después de la noche pasada obligatoriamente en el castillo, Mikoyan estaba de mal humor. En actitud de protesta frente a la decisión de sus anfitriones de confrontarlo por última vez con las hileras de obedientes alemanes orientales que bordeaban el camino, se durmió en el automóvil. Desde su asiento, Khruschov se volvió hacia mí y dijo en voz baja: «Allí en nuestra fábrica de Kalinovka, cierta vez teníamos un operario alemán llamado Müller. Cierto verano trajo consigo a su prometida de Alemania. Estaba muy orgulloso porque había jurado que no la tocaría hasta que estuviesen casados legalmente. La noticia se difundió en la fábrica, y uno de mis amigos, un hombre llamado Vaska, vio su oportunidad. Atendió a la dama durante todo el verano. Como usted ve, camarada Wolf, la escrupulosidad alemana no siempre es una cosa positiva».
Sin duda, Khruschov podía ser un hombre primitivo, y su limitada capacidad intelectual y falta de experiencia con respecto a otras regiones del mundo le permitían ignorar los graves defectos de su propio país. También fue incapaz de asumir las consecuencias más generales de su discurso secreto, demostrando en definitiva que estaba firmemente atado al viejo sistema y sus modos de pensar. Pero era un político convencido, no un burócrata, y creía apasionadamente en su ideología, al extremo que a menudo sacrificaba las medidas diplomáticas para fortalecer su argumentación.
•
Hacia 1956 el conflicto entre las superpotencias había llegado a ser algo parecido a la descripción que ofrece Bertold Brecht de la Guerra de los Treinta Años en su pieza Madre Coraje: había adquirido su propio impulso. Por ambas partes, la industria bélica, los políticos y los servicios de inteligencia aprovechaban este florecimiento.
Una mañana temprano, a finales de abril de 1956, me despertó mi casera con un anuncio desusado: «El ministro lo espera a la puerta del jardín». De inmediato me puse en guardia. Espiando por una rendija en las cortinas, vi un viejo y minúsculo escarabajo Volkswagen estacionado abajo. Mis sospechas se acentuaron todavía más, pues ese no era el modo en que los ministros oficiales de Alemania Oriental solían viajar. Desconcertado y nervioso, tomé la pistola cargada que conservaba en mi mesita de noche, la deslicé en el bolsillo de mi bata y bajé para ir hasta la puerta principal.
Frente a mí estaba la figura regordeta de Wollweber, con la colilla de un puro entre los labios. Señalando con un gesto el automóvil, pregunté si todo estaba bien. Explicó que lo había despertado una llamada urgente de los soviéticos, y que había decidido ahorrar tiempo tomando prestado el coche de un vecino en lugar de esperar la limusina con su chófer y sus guardias. «En marcha, Mischa —insistió—, no creerá lo que han encontrado».
Avanzamos por las calles desiertas, en dirección al aeropuerto de Schönefeld. Detrás de Altglienecke, a unos cuatrocientos metros del límite con el sector norteamericano, y precisamente al lado del Muro de un cementerio, vimos un grupo de figuras a la luz grisácea del alba. La mitad eran soldados soviéticos, que cavaban enérgicamente. Eran observados por otros hombres, quienes según yo sabía eran los principales jefes de la inteligencia militar rusa en Berlín. Habían descubierto un túnel utilizado por el espionaje.
Los soldados ya habían cavado una profunda trinchera, y nosotros mirábamos, fascinados, mientras entraban en ella y se abrían paso a través de una estructura tubular metálica subterránea. Unos pasos más adentro había una puerta de acero. Se cortó la chapa alrededor de las cerraduras con un soplete de acetileno, y la puerta se abrió ante nuestros ojos. En silencio, los hombres encargados de la detección de minas y bombas descendieron, y verificaron la posible existencia de trampas caza bobos en la cueva. No encontraron nada. Los constructores del túnel no esperaban compartir su secreto. La vanguardia nos hizo señas indicándonos que podíamos bajar.
Me encontré en una habitación que tenía las dimensiones de un estudio amplio. En el centro había dos sillas y una mesa pequeña. A lo largo delas paredes había mazos de cables, cuidadosamente separados. Cada uno de ellos tenía una conexión con un amplificador anexo, antes de volver al cable principal que corría del lado opuesto. Se recogían las señales, se las ampliaba y se las dirigía hacia una barraca construida especialmente, a quinientos metros de allí, en territorio de Berlín Occidental. Era un puesto de escucha subterráneo perfectamente diseñado.
Hasta qué punto el túnel era realmente sofisticado, lo supe en detalle más tarde, gracias a mis colegas soviéticos. Los norteamericanos habían descubierto que bajo ese tramo de terreno corría el principal cable telefónico de antes de la guerra y que este comunicaba con el sur de lo que ahora era Alemania Oriental. Tres de esos cables eran líneas reservadas al uso de las fuerzas armadas. Incluían la llamada línea Ve-Che (abreviatura rusa de las palabras «alta frecuencia», es decir Vysokaya chastota), que comunicaba Moscú con el cuartel general de las fuerzas soviéticas en Wünsdorf, al sur de Berlín.
No es necesario tener mucha imaginación para darse cuenta que se trataba del sueño de un espía. Los norteamericanos podían captar conversaciones acerca de las adquisiciones de armas, las carencias y dificultades tecnológicas y los nombres en clave de nuevos desarrollos en tecnología militar trasmitidos entre el ministerio de Defensa en Moscú y la base de Karlshast en Berlín, la principal de Europa oriental. También podían enterarse de los planes operativos y de las discusiones acerca de las constantes dificultades presupuestarias que aquejaban a las fuerzas armadas soviéticas.
Los rusos tenían mucha confianza en la seguridad de sus líneas Ve-Che. Habían creado una nueva técnica, que consistía en rellenar los minúsculos alambres que estaban en el interior del cable de aire a presión. Este sistema registraba cualquier caída en la corriente que pasaba por el cable; algo que sucede siempre que se acerca un aparato de escucha, por perfeccionado que sea.
Como hijo del período estalinista en Rusia, nunca creí que existiese una línea que no pudiese ser intervenida, y todavía no lo creo. (La medida de la confianza que los rusos depositaban en sus líneas, incluso después del descubrimiento del túnel, me lo demostró varios años después el hecho de que, durante una visita a mi colega del KGB en Berlín, me pasara el teléfono de manera desaprensiva con el propósito de que yo hablase con Yuri Andropov, que en ese momento estaba en su oficina de Moscú, como jefe del KGB).
Los servicios secretos británico y norteamericano primero habían construido una pequeña barraca al lado de la frontera en el Oeste, para interceptar los mensajes en un lugar seguro. Le agregaron una cúpula, de modo que pareciese una instalación meteorológica, con lo cual distraían la atención de su verdadera tarea subterránea a la cúpula como fuente de posibles señales de radio.
Para resolver el problema representado por el minúsculo descenso de la corriente cuando se intervenían las líneas, los ingenieros británicos habían diseñado un pequeño amplificador para cada uno de los varios centenares de pares telefónicos que corrían en el interior de los tres grandes cables. Eran una maravilla técnica, y yo supongo que, sin el aviso del KGB, era improbable que descubriéramos el túnel confiando sólo en los esfuerzos independientes realizados por nuestra parte.
Avanzamos a lo largo del túnel en la oscuridad y el silencio, ayudados sólo por el débil haz de luz de una linterna. Percibí algo blanco, e iluminé un trozo de cartulina. Allí, bajo tierra, bajo la línea que dividía dos sistemas y dos ideologías, un integrante de la inteligencia enemiga, con un desarrollado sentido del humor, había dejado un minúsculo rollo de alambre de púa y un trozo de cartulina sobre el que había escrito un mensaje con tinta negra: «Usted está entrando en el sector norteamericano». ¡Y allí estaba yo, uno de los principales enemigos de la CIA, compartiendo la broma privada de los espías norteamericanos! Por primera vez en el curso de esa mañana extraordinaria, me pellizqué para tener la certeza de que no estaba soñando.
Por supuesto, la concepción que presidió esta maravilla del espionaje tenía un defecto que ni siquiera los técnicos más brillantes podían haber superado: los soviéticos conocían la existencia del túnel desde el comienzo, gracias a George Blake, su brillante agente doble en el espionaje británico. Pero si gracias a este recurso protegían sus propias conversaciones, jamás nos dijeron nada, dejándonos expuestos e indefensos. Por desgracia, esta no era una actitud desusada en los soviéticos. Para ellos, la inteligencia generalmente discurría en una sola dirección.
Yo ya tenía la sospecha de que existía un agente británico de alta jerarquía que trabajaba para ellos en Berlín Occidental. Los soviéticos por supuesto mantenían los detalles en absoluto secreto, pero uno de sus generales no había podido resistir la tentación de vanagloriarse ante mí, afirmando que él estaba dirigiendo una importante operación en el campo británico. Pero los soviéticos deseaban permitir que los norteamericanos concluyeran su obra maestra con el fin de evaluar la capacidad tecnológica que poseían. Los norteamericanos cayeron en la trampa. El espionaje soviético observó la operación de escucha durante aproximadamente un año, y después reveló el secreto.
A su tiempo, en 1961, Blake fue arrestado y encarcelado, pero protagonizó una fuga sensacional a la Unión Soviética cinco años después, desde la cárcel londinense de Wormword Scrubs. Incluso después de que se instaló en Moscú y creó una nueva familia, los soviéticos no se atrevían a permitirle viajar. Finalmente, cedieron a sus ruegos en relación con unas vacaciones, y lo enviaron con un responsable a uno de los lugares de descanso de nuestro ministerio en la isla de Usedom, en el mar Báltico. Blake visitó Berlín Oriental cuatro veces en total, siempre seguido por su guardián del KGB. Lo invité a hablar acerca de sus aventuras ante nuestros alumnos de la escuela de inteligencia, con la esperanza de promover cierto sentido de integración y tradición en la comunidad de espionaje comunista.
En la tercera visita, los cuidadores de Blake parecían más tranquilos y permitieron que su esposa rusa lo acompañase. Blake también solicitó una reunión privada conmigo. Tenemos más o menos la misma edad, y de inmediato establecimos una relación cálida. Me impresionó sobre todo su costumbre británica de describir las situaciones en términos moderados. Mientras su esposa salía de compras, y gozaba de la relativa prosperidad de las tiendas estatales de Alemania Oriental después de las condiciones de escasez sufridas en Rusia, nosotros nos instalamos en una casa de huéspedes a intercambiar anécdotas. Tenía gran facilidad para los idiomas y hablaba de modo fluido el árabe, el francés y el holandés. A esa altura de las cosas, también se expresaba con soltura en alemán y en ruso, aunque con el acento propio de un caballero inglés que en apariencia se le había pegado en la Universidad de Cambridge.
Blake me dijo que la idea original del túnel había sido de los británicos. Después de regresar de Corea, donde había sido subjefe de la sección de la inteligencia británica en la región, Blake participó en una iniciativa análoga en Viena. El plan de hacer un túnel hasta la misión militar soviética, partiendo de la central de la Policía Militar británica en la Simmeringstrasse de Viena, tropezó con dificultades técnicas, pero parecía un comienzo promisorio. Como había participado en el proyecto, se le pidió que consultara con los norteamericanos acerca del túnel berlinés.
Después de su encarcelamiento y fuga a Moscú, Blake y yo volvimos a reunimos en compañía de mi hermano Koni, para asistir al estreno de su película ¡Madre, estoy vivo!, que relataba la historia de los prisioneros de guerra alemanes en Rusia. Fue una velada agradable, durante la cual hablamos de películas y libros rusos. Aun tratándose de un antiguo espía, se mostraba más reservado de lo usual cuando se trataba de comentar los detalles más sombríos del oficio. En efecto, me dijo que su amistad en Moscú con Kim Philby había sido para él un factor enormemente positivo. Me pareció entonces que Blake sufría mucho a causa de la reputación que le habían endilgado en el sentido de que era un agente endurecido; y que deseaba se lo considerase un idealista. También tuve la sensación de que, a pesar de su compromiso con la causa soviética, se negaba a aceptar el rótulo de traidor que le asignaba su propio país. Quizás era menos inteligente que Philby, a quien yo también conocía y admiraba mucho. Ambos parecían aliviados de hablar con una persona que comprendía el compromiso que habían establecido con el sistema socialista, y que compartían la visión crítica del curso seguido por Moscú. Mucho antes de Gorbachov, también confiaban en que el cambio podría comenzar desde el interior del sistema.
Aunque tanto Philby como Blake desempeñaban cargos en los cuales podían usar su conocimiento, nadie puede afirmar que la vida era fácil para los agentes retirados después de una existencia activa en el Oeste, sobre todo si tienen que vivir en un país que se debate con tantas contradicciones como la Unión Soviética. Philby tenía un carácter más expansivo que Blake, y era confiado, amable y tranquilo en compañía de otros. Vino varias veces a Alemania Oriental a pasar las vacaciones, y dedicó una larga velada a hablar y beber con antiguos amigos y camaradas. Pero después de algunos años en Moscú, su visión de la Unión Soviética se hizo más moderada. Se quejaba ante mí con amargura acerca del desastroso estado de la economía y la distancia entre los gobernantes y el pueblo. Siempre me resultó divertido el hecho de que los británicos creyeran que fueron los primeros en descubrir verdades tan evidentes como la mediocre calidad de los artículos de consumo y los embrollos burocráticos de la URSS. En Moscú, Philby no disponía de muchas oportunidades para conversar con personas cultas, pero no coincido con las versiones occidentales de que llevaba una vida muy ingrata en esa ciudad. La verdad es que no tenía otras alternativas; pero Philby podía arreglarse mejor que otros espías.
Recogí la impresión de que el KGB organizaba vacaciones en países como Alemania Oriental y Hungría, donde el estándar de vida era mucho más elevado que en la Unión Soviética, como un modo de que se aliviase la presión que soportaban personas como Philby y Blake. El KGB temía que esos valiosos personajes occidentales regresaran a su país y asestasen un golpe propagandístico al Kremlin; y ciertamente esas fugas no eran demasiado difíciles. Philby me dijo que el servicio secreto británico en Moscú encontró el modo de hacerle varios ofrecimientos con el fin de que regresara.
A Philby le encantaba el campo de Alemania Oriental, y cuando llegaba de visita hablábamos de muchas cosas: libros, ideas, incluso platos de cocina; preparábamos juntos arrollados Pelmeni, de modo que pudiéramos comparar nuestras versiones de este plato, con sus combinaciones muy individuales de ingredientes. Después de una visita me regaló un ejemplar de sus memorias, con la dedicatoria: «Al camarada Generaloberst (Coronel-General) Wolf, con alta estima y mucha gratitud por una maravillosa acogida en la República Democrática Alemana, Kim Philby». Era una edición alemana occidental del libro, y Philby agregó una posdata: «La traducción de la República Federal Alemana deja mucho que desear. K. P». Quizá consideró que era un gesto de elemental cortesía castigar a Alemania Occidental cuando regalaba un libro al jefe de la inteligencia exterior de Alemania Oriental. En todo caso, este agregado me divirtió, porque era un indicio de la pedante preocupación de Philby por la exactitud.
•
Philby y Blake son algunas de las figuras trágicas de los servicios de inteligencia. Sus logros profesionales fueron grandes, pero no puede pensarse lo mismo de sus destinos políticos. Lo que fue especialmente triste en el de Blake es que perdió su patria no una vez, cuando huyó de Inglaterra, sino dos, cuando la Unión Soviética se derrumbó y él tuvo que llevar una vida retirada en una patria adoptiva que había abandonado su causa. Philby, que había participado en muchos de los grandes episodios del siglo, comenzando por la guerra civil española, quizá tuvo más suerte, pues falleció a tiempo. Nunca me molestó que Philby fuese un traidor a su patria, porque actuó así por convicción. Se mostró convencido desde el principio de que la Unión Soviética era el país que mejor representaba sus ideales antifascistas. Si uno tiene convicción en su vida, sigue el camino que eligió y no se desvía del mismo, por terribles que sean las cosas que uno pueda ver en el trayecto. Por supuesto, el camino que sigue cada persona y sus prioridades son variables. Hubo personas como Arthur Koestler, que comenzó abrazando los ideales comunistas de justicia y equidad, y después los abandonó a causa de los excesos soviéticos. Fue también la experiencia de mi antiguo amigo Wolfgang Leonhard. En otro tiempo me parecía difícil comprender a estas personas, pero ahora hablo con Leonhard y creo que nos entendemos.
Al estabilizarse las normas que regían la Guerra Fría, los espías también empezaron a aparecer menos como agentes del demonio que actuaban en el bando contrario y más bien como piezas —a menudo peones— en el juego entre el Este y el Oeste. Era más probable que fuesen retenidos por los servicios de inteligencia rivales después de la captura, y no que se los fusilara, aunque a veces en efecto se practicaban ejecuciones, con frecuencia cuando un político deseaba enviar un mensaje a su propia gente que estaba en el bando opuesto. Este cambio hizo que me diera cuenta que los canjes podían ser un aspecto importante de nuestro arsenal de inteligencia. Comencé a considerar de modo más sistemático a los individuos retenidos por nuestro bando como posibles canjes para recobrar a nuestros agentes capturados en el Oeste.
En Alemania, esta práctica se formalizó a través de los servicios de Wolfgang Vogel, el abogado de Berlín Oriental que representó internacionalmente los intereses de la República Democrática Alemana, y de Jürgen Strange, su contraparte de Alemania Occidental. Con el paso de los años, llegó a ser más fácil organizar canjes a través de la Cortina de Hierro, incluso cuando estaban en juego sentencias prolongadas. Vogel amasó una pequeña fortuna facilitando el establecimiento de vínculos entre las potencias enemigas.
El primer canje internacional importante entre el Este y el Oeste incluyó a Francis Gary Powers, el piloto de un avión espía norteamericano que fue derribado en 1960 sobre la Unión Soviética. El incidente provocó muchas molestias políticas al presidente Eisenhower, y el manejo torpe del asunto arruinó su cumbre con Khruschov en París. Viví la extraña experiencia de ver el proceso de Powers en el recargado Salón de los Sindicatos en Moscú, donde en la década de los treinta se habían realizado los juicios programados por Stalin con fines de propaganda. Estaba en la ciudad por otros asuntos, y decidí asistir. Me senté en un banco duro, bajo la engañosa tranquilidad del techo pintado al pastel, alumbrado con brillantes arañas más apropiadas para una sala de baile que para un tribunal.
Era la primera vez desde la muerte de Stalin que se celebraba con tanta publicidad un proceso por espionaje, y la conversación acerca del juicio a Powers fue el tema principal ese verano en Moscú. La gente común se acercaba al tribunal, deseosa de echar una ojeada al norteamericano que había caído de los cielos soviéticos. Mis colegas del KGB me dijeron en voz baja que el propio secretario general se proponía confirmar el veredicto y la sentencia.
Powers apareció en el estrado, un poco confundido por las indicaciones judiciales que estaba recibiendo en ruso. Tenía la cara suave y aniñada y la costumbre de fruncir intensamente el entrecejo cuando no entendía una pregunta. Su actitud amable y un tanto ingenua originó en mí un atisbo de simpatía, a pesar de que estaba trabajando para el bando opuesto. Por medio de un intérprete de rostro inmutable, respondió pronta y extensamente a las preguntas de la acusación, confirmando el carácter de su misión y confesando para quién trabajaba. «Tonto», murmuré por lo bajo.
Según se vio, la ingenuidad de Powers y su cooperación con los rusos fueron precisamente lo que las superpotencias necesitaban para facilitar el primer canje importante de espías. Powers fue sentenciado a sólo diez años de cárcel, y mis amigos del KGB explicaron que esta sentencia relativamente benigna era una señal a Washington en el sentido de que Moscú estaba dispuesto a proceder a un canje de espías.
Del otro lado del Atlántico, el coronel Rudolf Ivanovich Abel, del KGB, estaba en una penitenciaría federal en Atlanta. Era hijo de un obrero de San Petersburgo de origen alemán que había abrazado el bolchevismo con entusiasmo y conocido a Lenin en varias ocasiones. Abel (cuyo verdadero nombre era William Fischer) había sido llevado en forma subrepticia a Estados Unidos por el KGB en 1947; allí había adoptado el disfraz de un fotógrafo y pintor y tomado el nombre de Emil Goldfus. Desde su estudio en Brooklyn, dirigía una red de agentes que intervenían en el gobierno, el comercio y los secretos militares hasta ser detenido en 1956 y condenado el año siguiente a treinta años de prisión. Vogel representó un papel importante al organizar el canje de Powers por Abel el 10 de febrero de 1962.
Varios años después, Abel llegó a Berlín Oriental para explicar su experiencia a los hombres de mi servicio. El KGB le había concedido el rango de general y lo había puesto a cargo de su red anglo-norteamericana. También habló a mis reclutas, y yo organicé varias reuniones en su honor con mis principales funcionarios. Podía ser un hombre amable, si se encontraba en la compañía adecuada, y después de brindar cada uno por los éxitos del espionaje del colega, pasamos a discutir el escenario de los años veinte y treinta, incluso las piezas teatrales de mi padre. Abel era un renacentista moderno, que manifestaba un vivo interés por la química y la física, y un entusiasmo especial por Albert Einstein. Sus cuadros —que había utilizado en Brooklyn como pantalla para su labor de espionaje— eran bastante buenos. Todavía tengo algunos pequeños dibujos que me dejó como recuerdo. Después de su fallecimiento, en 1971, su viuda tuvo que presionar con firmeza a los soviéticos para lograr que su verdadero nombre fuese grabado en su lápida, debajo del que le había asignado el KGB. Esa gente no podía perder la costumbre de guardar secretos, incluso cuando uno de sus principales agentes estaba muerto y sepultado.
Otro indicio de la virulenta rutina de la Guerra Fría surgió después de la irritada reunión cumbre entre Khruschov y el presidente John Kennedy, en Viena en 1961. La verdadera gravedad de la disputa resultó evidente para mí cuando Khruschov regresó a su país para hablar a sus oficiales militares y destacar la importancia de Berlín Occidental. De dos de nuestras fuentes —una en el comando militar británico de Berlín, y otra en el cuartel general de la OTAN— nos llegó la noticia de los febriles preparativos norteamericanos para tomar contramedidas en caso de que Moscú ordenase un segundo bloqueo de Berlín. Mientras yo recorría los documentos secretos que habían sido reordenados como una suerte de complicado rompecabezas a partir de montones de microfilmes, comprendí que un solo paso en falso de cualquiera de los lados podía llevar a la guerra. Y comenzaría aquí, en Berlín.
Una organización norteamericana muy secreta llamada Live Oak (Roble viviente) había sido creada en 1958 por quien era entonces el secretario de Estado, John Foster Dulles, y puesta en principio bajo las órdenes del general Lauris Norstad, comandante de la OTAN, con el propósito explícito de oponerse a un nuevo bloqueo de Berlín. Cierto día me trajeron una transcripción, firmada por Norstad, que reseñaba las partes fundamentales del «Tanteo inicial de las intenciones soviéticas». Este documento, que me fue enviado por una fuente en el cuartel general del ejército británico en Alemania, hasta ahora, cuando escribo estas líneas, cuarenta años después, continúa siendo secreto en Estados Unidos. Si se agravaban las relativas molestias que debían soportar los vehículos militares que viajaban a lo largo del corredor de ciento sesenta kilómetros entre Berlín y Alemania Occidental, el plan Live Oak proponía despachar un convoy militar que insistiera en el acceso militar a Berlín, y comprobase la reacción soviética. El documento continúa proponiendo alternativas militares más amplias. En primer lugar, un batallón de tropas norteamericanas, británicas y francesas tantearía el corredor. Esta maniobra culminaría con el nivel máximo de fuerzas, una división formada por tropas de los tres países desplazándose por el corredor para afirmar el derecho de Occidente a entrar en la ciudad. Sólo participarían tropas norteamericanas, británicas y francesas, pues eran las únicas que tenían derecho a atravesar Alemania Oriental para llegar a sus zonas de ocupación en el sector occidental de Berlín.
No soy propenso al pánico, pero el documento Live Oak me provocó escalofríos. Algunas fuentes de Moscú me dijeron que Khruschov hablaba constantemente de Berlín. Incluso dijo al embajador norteamericano Llewellyn Thompson que resolver el problema de Berlín afectaba su «propio prestigio», y que había «esperado bastante» para tomar una iniciativa. Conocía el obstinado orgullo de Khruschov, y eso acentuó mis temores. Las grandes potencias han apelado a la guerra con bastante frecuencia para proteger el frágil prestigio de sus líderes.
Lo que no sabía en aquel momento era que en la propia OTAN se manifestaba una enérgica oposición a Live Oak. Muchos años después, la CIA reveló documentos que informaban que el jefe del Estado Mayor de defensa británico, almirante lord Mountbatten, había dicho a Kennedy con respecto al plan:
¿Qué le sucedería a un batallón que entrase en la Autobahn[9]? Los rusos volarían un puente por delante, y otro por detrás, y después venderían localidades destinadas a la gente que quisiera venir a reírse. Si eso fuera una farsa, una división entera sería una tragedia. Necesitaría un frente de casi cincuenta kilómetros para desplazarse, y el acontecimiento sería visto como una invasión de Alemania Oriental, y conduciría a una guerra total.
Me alivió saber que el veterano caballo de batalla de Gran Bretaña mostraba un poco de sentido común acerca del aventurerismo de Live Oak. El personal de Live Oak no fue reconocido por la OTAN hasta 1987, cuando se le permitió usar un distintivo SHAPE (Supreme Headquarters Allied Powers Europe) en sus uniformes, como el resto del personal de la OTAN. En realidad, la organización fue disuelta sólo después de la unificación alemana. Felizmente, su importancia en el pensamiento estratégico de Estados Unidos bajó después que Khruschov llegara a la conclusión de que no deseaba arriesgarse a una guerra por lo que en esencia era un problema alemán. En cambio, buscó una solución distinta y la encontró en forma de hormigón armado.