XIV
Territorio enemigo
El mundo de la inteligencia, tanto en el Este como en el Oeste, era un reino de sombras morales. Sus formas prácticas a menudo carecían de ética y sus métodos eran sucios. En vista de este hecho, a mi juicio la CIA sufría una particular desventaja porque debía actuar en una suerte de pantomima democrática para satisfacer los requerimientos de la Constitución norteamericana, al margen de que los mismos tuviesen o no que ver con la labor de inteligencia. Sin embargo, ningún servicio secreto puede jamás ser democrático, y tampoco, por mucho que los políticos lo deseen, puede estar expuesto al escrutinio constante y en esas condiciones ejecutar debidamente sus tareas. En la CIA, los oficiales superiores consagraban mucho tiempo a preparar documentos y resúmenes de su trabajo, para presentarlos fuera de la agencia, siempre atentos a la posible reacción de los políticos y la prensa.
En el Este, exagerábamos en sentido contrario. Aunque debíamos elaborar documentos e informes destinados a la jerarquía política, lo cual significaba que se practicaba cierto escrutinio formal en nuestro servicio de espionaje, no existía una auténtica supervisión. Nuestros jefes políticos se sentían tan inseguros en los aspectos fundamentales, que insistían en recibir toda la información capaz de influir sobre las posibles amenazas a su posición; y nunca indagaban demasiado acerca del modo en que la conseguíamos. Erich Honecker se especializaba en decir a los políticos alemanes occidentales —cuya confianza trataba de conquistar— que la inteligencia alemana oriental había recibido la orden de mantenerse apartada de ellos. Cuando volvía a casa, devoraba los informes de inteligencia acerca de dichos políticos y daba a entender con actitud enérgica que deseaba más información.
La conducta del contraespionaje de la CIA, acerca de la cual realicé una experiencia personal que relato al comienzo de este libro, me sugiere que estaban más preocupados por calmar las inquietudes acerca de la posibilidad de que un topo desarrollase actividad en la CIA que por descubrirlo realmente. Gus Hathaway dijo al Comité de Inteligencia del Senado en 1985: «Nunca hubo un agente soviético en el centro de la CIA. Es posible que hayamos fracasado en el intento de descubrirlo, pero lo dudo». Y eso a pesar del hecho de que el desertor Edward Lee Howard, separado por la CIA dos años antes por conductas relacionadas con el consumo de drogas y la comisión de hurtos, después había revelado a los soviéticos secretos de las operaciones de la agencia en Moscú; su traición no fue descubierta por la CIA, sino que fue revelada sólo como consecuencia de la deserción de un alto funcionario del KGB: Vitali Yurchenko. En rigor, la afirmación de Hathaway correspondía a la verdad, dado que Howard estaba retirado del servicio en el momento que comunicó los secretos. Pero la afirmación global que implicaba no era cierta. Después de conocer a Hathaway, y considerando que era un oficial de inteligencia serio y concienzudo, me pregunto por qué debía satisfacerle la posibilidad de encubrir de este modo las fallas de la agencia. Mi corazonada es que temía criticar en público a la CIA en momentos en que su prestigio estaba declinando.
Los abortados intentos de la CIA enderezados a derrocar a Fidel Castro y sus tácticas azarosas en América Central habían dañado su reputación tanto entre los conservadores como frente a los liberales. Las evaluaciones realizadas por nuestros hombres de los grupos que operaban en Washington y Nueva York con respecto a la inteligencia norteamericana durante las décadas de los setenta y los ochenta demostraban que se la respetaba mucho menos que veinte años antes. Y esto era, como podría haberlo dicho cualquier asesor de problemas administrativos, una consecuencia de la moral de sus oficiales. Llegó a verse a la organización no sólo como una estructura propensa al secreto e inescrupulosa —opiniones bastante normales cuando se trata de un poderoso servicio de inteligencia— sino sórdida, una reputación que ningún servicio de inteligencia puede tolerar. Los servicios secretos son lugares inestables desde el punto de vista psicológico, y la actitud mental de sus grupos internos se refleja con rapidez en el desempeño. Los informes acerca del traidor Aldrich Ames revelaron la existencia de un elevado nivel de odio dirigido hacia la propia estructura dentro de la misma CIA. Ames no sólo profesaba antipatía a su propio organismo, sino que lo despreciaba. No creo que lo mismo pueda decirse de un traidor soviético como Oleg Gordievski. Los traidores a Moscú cambiaban de bando por una mezcla de razones ideológicas y personales, pero si bien sabían lo que estaba mal en el KGB, no perdieron el respeto que profesaban a la organización, y esa situación se prolongó hasta el reinado de Gorbachov.
Ames no fue la primera mediocridad a la cual se recompensó en el seno de la CIA. En la década de los setenta, los norteamericanos manejaron a un agente cuyo nombre en clave era Thielemann, y que tenía la misión de establecer contacto con diplomáticos, empresarios y académicos alemanes orientales que visitaban Alemania Occidental y tratar de reclutarlos. Era esencialmente una idea eficaz de la CIA apuntar a alemanes orientales útiles cuando salían de su propio país, y ese programa era mucho menos peligroso que operar en el territorio mismo del Este. Pero nos enteramos de las actividades de Thielemann cuando en 1973 comenzamos un intenso estudio analítico de las operaciones de la CIA realizadas desde su base en Bonn. Mediante el sencillo recurso de vigilar las aproximaciones casuales a nuestros compatriotas en los cócteles, los clubes deportivos, los bares y los cafés, así como en otros lugares públicos de reunión, pronto pudimos preparar una lista de los operadores de la CIA.
Hacia 1975, Thielemann se había instalado en Bonn de modo definitivo. Sin que él y la CIA lo supieran, habíamos descubierto su verdadero nombre, que era Jack Falcon. Al principio nos limitamos a seguirlo, identificando a sus objetivos y estableciendo qué era lo que él buscaba. Poco a poco comenzamos a facilitarle blancos; agentes que trabajaban para nosotros y que permitían que Falcon los reclutase como fuentes. Estas le proporcionaban una mezcla de secretos sin importancia con una cuidadosa contra información. La idea era inducir a los norteamericanos a seguir falsas pistas en sus propias investigaciones y conducirlos a extraer conclusiones erróneas acerca de nuestra labor. El pobre Falcon creía que estaba realizando un espléndido trabajo al reclutar a tantos alemanes orientales bien dispuestos y conocedores de la situación. Ante una fuente especialmente digna de confianza se vanaglorió de que la CIA lo había ascendido y le había concedido un aumento a causa del éxito de su campaña de reclutamiento. Esta información provocó mucho regocijo en el departamento de contraespionaje de nuestro ministerio. Los altos jefes habían amañado personalmente la mayor parte de los secretos sin valor.
En realidad, identificar a los operadores de la CIA en Bonn era ridículamente fácil. En forma absolutamente contraria a mi propia insistencia en la preparación cuidadosa y la aproximación lenta, casi imperceptible, a un posible recluta, siempre se lanzaban a una frenética serie de contactos. Los objetivos que nosotros habíamos propuesto a menudo se quejaban del escaso nivel de conocimiento de los agentes en relación con los problemas económicos del Este, lo que dificultaba precisar qué línea engañosa debía seguirse, ya que su información esencial acerca del Este era demasiado sumaria. Durante un tiempo hacia finales de la década de los setenta y principios de los ochenta, la calidad de los agentes norteamericanos era tan mediocre y su trabajo tan irregular que nuestros jefes comenzaron a preguntarse temerosos si Washington había dejado de tomar en serio a Alemania Oriental.
Más tarde, supimos que Estados Unidos conseguía su información esencial acerca de Alemania Oriental por medio de la vigilancia electrónica en Berlín Oeste y Alemania Occidental. Era un tanto extraño que la CIA se molestase en enviar hombres a espiar en el terreno de manera incompetente cuando la mayor parte de la información valiosa que deseaban estaba en el éter. Pero según mi experiencia, ningún método técnico puede reemplazar la eficacia de la inteligencia y el criterio humanos y —por incompetentes que fueran sus intentos— algún miembro de la CIA sin duda estaba de acuerdo con esta premisa. Uno puede interceptar una llamada telefónica, pero si carece de un sentido del contexto es fácil caer en una interpretación errónea; la foto satelital puede decirnos dónde están los misiles en un momento dado, pero una fuente instalada en el mando militar puede decirnos hacia dónde apuntan. El problema de la inteligencia técnica es que se trata en esencia de una información sin evaluación. La inteligencia técnica sólo puede registrar lo que ha sucedido hasta ahora, no lo que puede suceder en el futuro. Las fuentes humanas pueden brindar información acerca de los planes, analizar el enfoque político y militar, y situar los documentos y las conversaciones en su verdadero contexto. Como lo sabe cualquier funcionario de inteligencia, gran parte del esfuerzo profesional corresponde a la selección de montañas de datos en busca de la valiosa pepita de oro; el exceso de confianza en la inteligencia técnica puede duplicar el número de pepitas, pero seguramente triplicará la altura de la montaña de datos que es necesario escudriñar. Incluso aunque el papel de la inteligencia técnica aumentará y complementará lo que solía hacerse con medios humanos a costa de grandes gastos y riesgos, en realidad nunca puede ser un auténtico sustituto. El factor humano es lo que determina el éxito de un servicio de espionaje, y este no depende del conjunto de campanas y alarmas de alta tecnología.
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Hacia finales de la década de los ochenta, nos encontrábamos en la envidiable posición de saber que ni un solo agente de la CIA había trabajado en Alemania Oriental sin que lo convirtiéramos en agente doble o trabajase para nosotros desde el principio. Respondiendo a nuestras órdenes, todos entregaban a los norteamericanos tanto información como desinformación cuidadosamente preparada. Lo sabíamos porque Edward Lee Howard había trabajado en la sección que atendía los asuntos de Alemania Oriental. Conoció a Falcon después que este fuera convocado al cuartel general de la CIA en Langley y recompensado por sus éxitos en Alemania Oriental. De labios de Falcon, Howard pudo saber que sólo seis o siete agentes habían trabajado para la CIA en Alemania Oriental. Nosotros fuimos capaces de subordinar a nuestros planes a todos ellos. Más tarde esto fue confirmado por la propia CIA, que después de la caída de Alemania Oriental reveló que todos sus agentes habían sido manipulados por el Ministerio de Seguridad del Estado.
En 1987-1988, Howard, que residía en ese momento en Moscú bajo la protección del KGB, visitó Berlín Oriental y explicó en detalle a los responsables del servicio de inteligencia exterior cuáles eran las operaciones de la CIA y sus prioridades en el espionaje practicado en las instalaciones militares y los institutos de investigación. Para nosotros fue algo realmente nuevo la revelación de Howard en el sentido de que la CIA tenía una lista de objetivos formada por individuos que pertenecían a la élite económica y los académicos de Alemania Oriental. Si cualquiera de ellos solicitaba visa para visitar Estados Unidos, el departamento consular comunicaba su nombre a los servicios secretos norteamericanos y de ahí pasaba a un gran banco de datos. Durante la visita de este individuo a Estados Unidos, siempre que su nombre aparecía mencionado en una conversación telefónica, en un fax o un mensaje de télex controlados, las autoridades norteamericanas registraban el hecho y lo sometían a la evaluación de la CIA. Alemania Oriental pudo haber tenido una justificada reputación conquistada por su sistema de espionaje y escucha, pero nuestras limitaciones técnicas por sí misma garantizaba que no podíamos igualar a los norteamericanos en este aspecto.
Una debilidad institucional de la inteligencia norteamericana que el caso Ames debió haber destacado es su vulnerabilidad a los gestos políticos. En los últimos años, el cargo de director de la Central de Inteligencia se parecía al de un entrenador de fútbol al que se despide después de una mala temporada. Las ventajas de una política semejante son apenas cosméticas, en cuanto originan en el público la idea de que ha llegado una escoba nueva, hasta que pocos años más tarde el nuevo titular puede ser condenado también por incompetencia. Este no es el modo de aumentar la eficiencia de un servicio de inteligencia. Por el contrario, el período posterior a una deserción importante o al arresto de varios agentes es precisamente el momento en que se requiere continuidad y seguridad en la cumbre. Nunca creí que los despidos en masa fueran una respuesta adecuada.
Cuando Werner Stiller desapareció, me limité a recomendar un cambio del jefe de sección inmediato. Nadie me presionó o pidió que yo o el ministro de Seguridad del Estado renunciáramos. ¿De qué habría servido? Para nosotros era mucho más conveniente que todos conserváramos nuestros cargos y definiéramos el modo de evitar que se reiterase la experiencia. Digamos de pasada que veo escasas pruebas de que la CIA se haya detenido alguna vez a pensar el modo de impedir que dichos tropiezos se repitieran. Ciertos sectores de sus operaciones —me viene a la mente sobre todo la sección soviética— parecían haber colgado de un hilo. Si hubiese existido una investigación exhaustiva después de la deserción de Howard, se podría haber descubierto antes a Ames.
Los servicios de espionaje no mejoran su situación si ceden ante los reclamos de políticos ignorantes que exigen cortar cabezas siempre que toma estado público un accidente de este carácter. Siempre sentí cierta contenida simpatía por Heribert Hellenbroich, cuya carrera al frente de la inteligencia exterior de Alemania Occidental fracasó como consecuencia de la deserción de Tiedge. Hellenbroich, que había sido jefe de la Oficina para la Protección de la Constitución, era nuevo en su cargo del BND; mantenía ciertas discrepancias con los asesores del nuevo canciller (sobre todo con Klaus Kinkel) y se convirtió en el chivo expiatorio de los fracasos que en realidad debían atribuirse a la ausencia de una previa selección del personal y a la falta de control total que es endémica en un servicio secreto.
Por supuesto, mi encuentro con Gus Hathaway fue un extraño final para mis relaciones de la Guerra Fría con Estados Unidos. Durante los treinta y cinco años que fui jefe de la inteligencia exterior de Alemania Oriental, Estados Unidos era para mí un país lejano y hostil. Siguiendo a nuestros colegas soviéticos, usábamos la palabra alemana Hauptgegner, «adversario principal» (glavni protivnik, en ruso), para describir a Estados Unidos. A los ojos de Moscú, y por extensión a los nuestros, Estados Unidos era la fuente de donde llegaban todos los males imperialistas. Sin embargo, no tenía animosidad personal hacia Estados Unidos. Por supuesto, conocía y detestaba las obsesivas actividades anticomunistas del senador Joseph McCarthy y las injusticias cometidas con el apoyo de la CIA en América latina. Pero mi educación internacionalista me impedía caer en el estúpido antinorteamericanismo que afligía a muchos socialistas. Lo que sabía de Estados Unidos se basaba en lo que había aprendido en la Unión Soviética de mis amigos norteamericanos, de mi experiencia personal como periodista de radio en Berlín y en Nuremberg, cuando cubrí los juicios, y de los diarios y las revistas occidentales que leía cotidianamente. Por supuesto, aplicaba un importante filtro ideológico a lo que leía, pues mi tarea era discutir los supuestos y las conclusiones acerca de la política y la ideología contenidas en los artículos, y justificar lo mejor posible la posición soviética contraria. Era inevitable que esta práctica me separase de los amigos norteamericanos como George Fischer, mi amigo de la infancia en Moscú. Como capitán que revistaba en el personal de Eisenhower, a menudo Fischer llegó a Berlín en el período que siguió inmediatamente a la posguerra. Nos gustó volver a relacionarnos, pero era difícil ignorar el atisbo de desconfianza que ahora dañaba la relación.
Gran parte del conocimiento acerca del pensamiento político, las intenciones y los temores norteamericanos que pude llegar a adquirir era el aporte de los dos hombres que fueron mis primeros agentes en Estados Unidos. Jamás fueron descubiertos, de manera que incluso aunque ahora ambos han fallecido, no los nombraré como no sea por los nombres en clave que les asignamos: Maler («Pintor») y Klavier («Piano»). Ambos nacieron en Alemania, se habían acercado al movimiento comunista en su juventud y eran judíos. Ambos tuvieron que huir de su patria a causa de la amenaza nazi, se asilaron en Estados Unidos y concluyeron allí sus estudios, uno de economista y el otro de abogado. A causa de su cuna alemana y su conocimiento profesional, los dos fueron reclutados por la Oficina de Servicios Estratégicos (OSS), la antecesora de la CIA. Durante la cacería de brujas del senador McCarthy a principios de los años cincuenta, la OSS fue denunciada como un nido de intelectuales de extrema izquierda. Es paradójico el hecho de que Stalin aprovechara las conexiones de Noel Field[20] en la OSS como pretexto para una sangrienta orgía de persecución contra los comunistas en varios países durante los años 1951-1953, incluso en Checoslovaquia, Hungría y Alemania Oriental. Lo que supe acerca de Field me llevó a la firme conclusión de que nunca fue un espía, sino un idealista ingenuo que intentó ayudar a los antifascistas y por consiguiente mantuvo contacto con la OSS. Pero su caso fue un ejemplo de las terribles maquinaciones de Stalin y Beria para justificar las purgas en Europa oriental.
En esa atmósfera, muchos de nuestros funcionarios de inteligencia se resistían a la idea de reclutar norteamericanos, no fuese que quedaran expuestos a la acusación de haber caído en una trampa norteamericana. Pero yo sabía que necesitábamos con urgencia la información acerca del pensamiento norteamericano. Nos habíamos vinculado con el economista, es decir, Maler, por intermedio de un amigo de sus primeros tiempos de estudiante, durante el Tercer Reich. Los dos habían integrado un grupo de resistencia judía que intentó provocar una explosión en una exposición nazi. Muchos de los miembros del grupo fueron detenidos, y treinta y cinco de ellos asesinados. Maler consiguió emigrar; su amigo sobrevivió a los campos de concentración. El amigo era una figura importante en el mundo financiero de Alemania Oriental, y por intermedio de este hombre conseguimos vincularnos con Maler, al principio con la esperanza de reactivar sus contactos con la OSS.
Pero resultó que los amplios contactos de Maler en Estados Unidos eran por igual interesantes. Era un pensador profundo y original que aún se consideraba comunista. Tenía muchos amigos influyentes en Washington, y, respondiendo al pedido que le formulamos, pudo acercarse al embajador norteamericano en Bonn y al jefe de la misión en Berlín, con una carta de recomendación de John Foster Dulles. Lo que nos resultó muy útil fue la información que nos dio acerca de los diferentes contactos de inteligencia que Ernst Lemmer, entonces ministro de Alemania Occidental para los Problemas Inter-germanos (es decir, las relaciones con el Este), había mantenido durante la guerra (cuando era corresponsal de varios periódicos extranjeros en Berlín), y que abarcaban una amplia gama, desde las redes en Francia y Suiza a los contactos con los rusos. Nunca utilicé este material acerca de Lemmer, pero en mi caja fuerte guardaba una copia de un compromiso firmado por él para trabajar con el KGB. Maler era un hombre adinerado y recibía de buen grado sólo los reembolsos por los gastos que hacía, jamás aceptó que le pagáramos por su trabajo, al que describía como un modo de iluminar las áreas sombrías del Oeste.
Mientras Maler concentraba sus esfuerzos en Europa, Klavier, si bien residía en Alemania, muy frecuentemente se desempeñaba como operador en el interior de Estados Unidos. Klavier era un alemán formado en el campo del derecho, que emigró a Estados Unidos, donde trabajó como abogado y más tarde se unió a la OSS. Insatisfecho con el modo de resolver el problema de los criminales de guerra en Alemania Occidental, ofreció su conocimiento íntimo del tema a los historiadores de la República Democrática Alemana. Trabajaba con nosotros con la condición de que su esposa no debía saberlo nunca; era alemana occidental, y como el propio Klavier dijo con gesto sombrío, enemiga mortal del Este. Pero Klavier aceptó nuestro dinero y lo usó para construir una casa de retiro en Suiza. Klavier había sido miembro del equipo de fiscales en los juicios de Nuremberg, y allí se especializó en la preparación de la acusación contra el magnate alemán del acero Friedrich Krupp, cuyo apoyo económico fue fundamental para el ascenso político de Hitler y cuyo aporte industrial representó un papel esencial en la máquina industrial nazi. El motivo que inducía a Klavier a trabajar con nosotros era el temor a la renazificación en las sombras de Alemania Occidental. No podía aceptar la desaprensiva rehabilitación de los antiguos nazis, a quienes se devolvían los cargos anteriores en el aparato judicial, la industria y las finanzas.
La condición judía de Klavier era el factor que influía especialmente sobre su pensamiento político; acumuló un nutrido archivo, que me legó, de las actas del juicio a Krupp y el proceso a Adolf Eichmann en Jerusalén. Gracias a Klavier comprendí por primera vez que el desplazamiento de mi padre de las posiciones humanistas al comunismo estaba firmemente influido por su conciencia social en tanto que alemán de antecesores judíos. Klavier también era amigo del influyente comentarista Walter Lippmann, un hombre cercano a los Kennedy. Antes de la cumbre del presidente Kennedy con Khruschov, Klavier pudo informamos, gracias al conocimiento adquirido en sus conversaciones con Lippmann, que Kennedy se proponía seguir una línea dura. Pasamos la información a Moscú, pero ignoro si el dato influyó sobre el desarrollo de la cumbre. Como se vio, Khruschov descolocó a Kennedy al aplicar una línea todavía más dura que la de su colega norteamericano.
Yo apreciaba mucho la información originada en los corresponsales y articulistas extranjeros, porque a menudo estos me parecían mejor informados y menos rígidos que los diplomáticos occidentales. Durante muchos años, intentamos reclutar como fuentes a varios periodistas norteamericanos y británicos, pero fracasamos en nuestro propósito. Las únicas fuentes periodísticas que teníamos eran alemanas y principalmente correspondían a medios de escasa importancia. (En el caso de nuestros propios periodistas, no nos parecía conveniente reclutarlos de manera directa, aunque se suponía que los jefes de sección de la agencia noticiosa alemana oriental y de nuestros periódicos que se encontraban destacados en el exterior debían comunicarse con agentes residentes de la inteligencia extranjera instalados en nuestras embajadas). A diferencia del jefe del departamento de contraespionaje, no me molestaba que los corresponsales extranjeros estuviesen en libertad de recorrer nuestro país. La política inicial de molestarlos y lograr que su permanencia fuese desagradable me parecía contraproducente. Suponía que cualquiera de ellos bien podía ser un agente de inteligencia y que debíamos organizar la provisión de una desinformación hábil, ofreciéndoles primicias y conceptos que nos favorecieran, en lugar de hacer todo lo posible para que se marcharan cargados de resentimiento.
El reconocimiento internacional de Alemania Oriental a principios de la década de los setenta nos facilitó la adquisición de conocimientos directos acerca de Estados Unidos. El Departamento de Estudios Norteamericanos de la Universidad Humboldt en Berlín, y la sección norteamericana del Instituto de Asuntos Extranjeros fueron organizados con nuestro apoyo, y contaban con un personal superior fiel a nosotros. Pero nos impresionaba la reputación de los servicios de contraespionaje norteamericano y británico (el FBI y el MI5, respectivamente) y avanzamos con mucha cautela antes de iniciar operaciones en esos países.
Considerábamos que Gran Bretaña era un país perteneciente a la Categoría 2, por lo que se refería a nuestro interés en el campo del espionaje. Atendía esos asuntos el mismo departamento que se ocupaba de Francia y Suecia. En efecto, conseguimos infiltrar a varias personas por intermedio del departamento consular alemán occidental en Edimburgo, donde los procedimientos de control eran más laxos que en Londres, pero muy pocos ilegales de este tipo permanecieron en Gran Bretaña, porque nuestro gobierno prefería mantener buenas relaciones con Londres, sobre todo en consideración a los efectos de la política de las superpotencias en nuestros tratos con Estados Unidos. Uno de nuestros objetivos era Amnistía Internacional. Mielke la consideraba una organización subversiva, y le habría encantado infiltrarla para descubrir el origen de su información acerca de la Unión Soviética y Europa oriental. Nunca lo logramos. Otra razón por la cual no nos molestamos en espiar a Gran Bretaña con intensidad (fuera de la acostumbrada recolección de inteligencia realizada por el residente de inteligencia exterior en la embajada de Alemania Oriental en Londres) era que teníamos otra fuente, en Bonn. Durante aproximadamente diez años, a partir de mediados de la década de los setenta, un consejero político del Ministerio de Relaciones Exteriores de Alemania Occidental, el doctor Hagen Blau, nos facilitó el acceso a toda la inteligencia que los alemanes occidentales tenían en Gran Bretaña; él era una de nuestras mejores fuentes en el Servicio Exterior alemán occidental. Se había casado con una japonesa; cuando fue enviado a Tokio, también nos envió valiosa información.
Hasta el principio de la década de los setenta, la Doctrina Hallstein rigió la política exterior alemana occidental; Bonn rehusaba reconocer al país que reconociera a Alemania Oriental, de modo que nuestros contactos formales con Estados Unidos eran escasos. Nuestros principales esfuerzos de espionaje en el territorio norteamericano se concentraron en ampliar nuestra información acerca de sus avances en el campo científico y tecnológico. Fue un proceso lento. El FBI era eficiente, aunque tosco, en el trato que dispensaba a los extranjeros sospechosos, y el hecho de que no tuviéramos embajada o cualquier otra representación significaba que cualquier alemán oriental que intentaba residir en Estados Unidos atraía automáticamente la atención del FBI. Pensé que cualquiera de nuestras operaciones en territorio norteamericano exigía una preparación y una ejecución especiales, para compensar el riesgo de agregar agentes vulnerables a la sucesión de posibles expulsiones que se resolvían mediante trueques, y que eran un rasgo regular de las relaciones entre el Este y el Oeste durante la Guerra Fría.
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En efecto, conseguimos instalar un puñado de agentes ilegales. Se les proporcionó identidades falsas, lo que significaba que sus biografías incluían los datos de personas reales, algunas de ellas fallecidas, cuyos apellidos los agentes utilizaban. Esta técnica disminuía el peligro de que cayeran víctimas de controles casuales, que demostrasen que no existían de manera oficial. De acuerdo con nuestro método, en efecto existían, en tanto dos personas que compartían una identidad. Había que legalizar estas situaciones en un tercer país, donde los procedimientos de control fueran menos rigurosos. A menudo recurríamos a Australia. Sudáfrica o algún país de América latina con esta finalidad. Debían vivir en el país intermedio un par de años antes de trasladarse a Estados Unidos, con el fin de evitar las sospechas, y les ordenábamos que después de dar ese paso durante un tiempo no reclutaran fuentes. A veces bromeábamos, y nos decíamos que, al llegar el momento en que dichos ilegales tuviesen un carácter plenamente operativo, habríamos olvidado quiénes eran o por qué los habíamos enviado.
La gran desventaja de este sistema era su vulnerabilidad frente al método de detección utilizado con éxito por el contraespionaje alemán occidental en la segunda mitad de la década de los setenta. Muchos de nuestros ilegales en Estados Unidos estaban expuestos a un proceso previo de investigación basado en la identificación de una serie de atributos —por ejemplo, ser soltero, de mediana edad, con cambio de ocupación en diferentes países, y así por el estilo— que una vez agrupados podían usarse para reducir el caudal de sospechosos en el seno de la población en general. Tal fue el destino de uno de nuestros agentes más promisorios, Eberhard Lüttich, cuyo nombre en clave era Brest. Después de su detención en 1979, Lüttich reveló a los norteamericanos todo lo que sabía de nuestras operaciones a cambio de una sentencia más benigna. Fue un golpe sobremanera duro para nosotros, pues antes de asentarse en el exterior Lüttich había trabajado en el aparato de inteligencia de Berlín Oriental, donde tenía un alto rango como oficial para tareas especiales (Offizier in besonderem Einsatz). Habíamos depositado mucha fe en él, y lo instalamos primero en Hamburgo, donde fue contratado por una compañía internacional de transportes; y después se arregló un traslado a Nueva York. La misión de Lüttich era dirigir el control de las fuentes de inteligencia en Estados Unidos en los casos particularmente difíciles, y allí donde el descubrimiento parecía inminente. También utilizaba su profesión para informarnos acerca de las rutas usadas por las fuerzas armadas norteamericanas para el traslado de sus equipos; además, reclutaba fuentes que nos informaban acerca de los movimientos de armamentos y tropas.
Lüttich fue detenido en 1979 en una operación conjunta de las autoridades norteamericanas y alemanas occidentales. Reveló la identidad y el domicilio del alemán occidental que utilizábamos para enviar instrucciones desde Berlín Este. Peor aún, informó a los alemanes occidentales —y por intermedio de estos a los norteamericanos— que Berlín Oriental podía enviar mensajes de radio a sus agentes en Estados Unidos usando un transmisor instalado poco antes en Cuba. Se habían necesitado muchos años de trabajo para poner en funcionamiento un trasmisor que por su sensibilidad pudiese cumplir esa tarea, y este progreso había permitido un gran avance en nuestras comunicaciones globales.
Otra desventaja del método de infiltración era rara la posibilidad de enviar un matrimonio, pues arreglar en forma simultánea dos identidades falsas en efecto era una operación muy difícil. Solíamos enviar solteros, con la esperanza de que hicieran aún más creíble su condición de inmigrantes casándose con mujeres norteamericanas. Pero la estrategia estilo Romeo que nos había resultado tan eficaz en Alemania no funcionó en Estados Unidos. El jefe de nuestras operaciones norteamericanas explicó que en la década de los ochenta las mujeres norteamericanas estaban tan emancipadas que no era fácil inducirlas a contraer matrimonio. Parecía también que tenían la poco conveniente costumbre de conseguir lo mejor de los hombres; o desde el punto de vista del espionaje, lo peor. En algunos casos, nuestros hombres revelaron a sus esposas o amantes su verdadera profesión y lo hicieron sin nuestra autorización. Nosotros permitíamos que dieran este paso sólo después de que la relación hubiera sido consolidada por el tiempo, y que por consiguiente hubiera motivos para suponer que la esposa aceptaría la doble vida de su marido. Pero Estados Unidos es una sociedad confesional, y el deseo de decirlo todo agobiaba especialmente a los agentes que instalábamos allí. En tales casos, debíamos suspender nuestro trabajo con ellos. La mayoría se quedó en Estados Unidos, al abrigo de sus falsas identidades, y continuaron la vida civil que habíamos organizado para ellos como cobertura de las actividades de espionaje, las que ya no desarrollaban.
Después del descubrimiento de las actividades de Lüttich, decidí retirar a todos nuestros hombres destacados en Estados Unidos. Eso significaba eliminar todo lo hecho y volver a empezar la totalidad del trabajo de inteligencia que se desarrollaba al margen de nuestra embajada en Washington y nuestra representación en Estados Unidos. Sintiéndome profundamente deprimido, ordené que se dispusiera el retorno de varios espías promisorios, entre ellos un matrimonio que había permanecido en Estados Unidos durante cinco años y se había asentado en la Universidad de Missouri, ambos cónyuges en el papel de ayudantes de varios profesores dedicados a la investigación científica y la docencia; y de un oficial soltero que ocupaba una posición análoga a la de Lüttich.
Con respecto a nuestros representantes oficiales, su labor de inteligencia era estéril a pesar de los enormes costos, porque de acuerdo con nuestra experiencia los diplomáticos de Europa oriental eran objeto de una vigilancia tan estrecha por parte del FBI que les resultaba sumamente difícil obtener reclutas o desarrollar fuentes que fueran insospechables. Aunque nuestra presencia como organización de inteligencia era relativamente muy pequeña, los norteamericanos opinaban que representábamos un grave riesgo para ellos, y consagraban recursos considerables a vigilar las actividades de nuestras embajadas. Durante todo el tiempo que fui jefe del espionaje, nunca pudimos hacer funcionar fuentes de inteligencia por medio de este canal. Nuestros residentes en las legaciones de Alemania Oriental en Washington y las Naciones Unidas concentraban en cambio sus esfuerzos en la protección de los diplomáticos de posibles intentos comprometedores, la inspección de edificios en busca de aparatos de escucha instalados por los norteamericanos y el perfeccionamiento de las condiciones de seguridad para proteger la confidencialidad de nuestras conversaciones. Nuestros diplomáticos facilitaban información al departamento de contraespionaje del Ministerio, pero esta labor no incluía revelaciones impresionantes acerca de lo que realmente queríamos saber de Estados Unidos. Muy de vez en cuando, los funcionarios de inteligencia de la embajada en Washington nos trasmitían alguna observación de los presidentes Reagan o Bush, escuchadas casualmente, algún sabroso chisme parlamentario o alguna opinión de un gran industrial. Y solía suceder que la misma información aparecía pocos días más tarde en los diarios.
Creo que nunca encontraríamos la llave que nos permitiera operar con éxito en Estados Unidos. Los soviéticos, que realizaban investigaciones en profundidad de los perfiles psicológicos de los norteamericanos comunes, estaban mucho mejor preparados para actuar en esta sociedad. De todos modos, ellos creían que la posición geográfica de mi país en Europa y nuestra proximidad inmediata a los sectores norteamericanos de Berlín y Alemania, nos daban ciertas ventajas cuando se trataba de infiltramos en Estados Unidos. A partir de la década de los cincuenta, el KGB nos pidió que aportásemos información acerca del «adversario principal», y también que vigiláramos las relaciones norteamericanas con Alemania Occidental y sus actividades en esta última nación. Aunque nuestras operaciones en Estados Unidos eran complicadas e insatisfactorias, pudimos compensar esa falla en Alemania con un verdadero racimo de fuentes que estaban prácticamente al alcance de la mano. Los factores sociales que nos parecieron más útiles a la hora de reclutar norteamericanos en Europa estaban en la atmósfera antibélica y contraria al régimen social de los años sesenta, junto a la popularidad entre los jóvenes intelectuales de los escritos del filósofo político Herbert Marcuse, por ejemplo, El hombre unidimensional. El elevado número de ciudadanos norteamericanos que trabajaban con las fuerzas armadas de Estados Unidos en Alemania y el nutrido cuerpo diplomático norteamericano nos aportaban un gran caudal de posibles reclutas. Más aún, al amparo del acuerdo de los Aliados acerca del estatus berlinés, muchas de estas personas tenían acceso libre a Berlín Este, de modo que no despertaban sospechas cuando visitaban nuestro sector.
El cuartel general del ejército norteamericano en Heidelberg era uno de nuestros principales objetivos. También allí comprobamos que era fácil relacionarse con posibles fuentes. A diferencia de los ingleses y los franceses, que tendían a aislarse en sus respectivos puestos, a los norteamericanos por lo general les agradaba relacionarse y tenían menos reservas cuando recibían una invitación de un individuo más o menos desconocido a beber una copa, compartir una comida y charlar acerca de la vida de un norteamericano en Europa. También comprobamos que los norteamericanos tenían una tendencia más acentuada a ganar algún dólar de manera poco convencional. Los soviéticos, mucho más experimentados que nosotros, sostenían que el interés material, como ellos decían, era con mucha frecuencia la razón por la cual los norteamericanos aceptaban ayudar a una potencia extranjera, incluso si disponían de mucho dinero. Observamos que cuando los oficiales norteamericanos trataban de tentar a los alemanes orientales de manera que cooperasen con la CIA, uno de sus primeros pasos era ofrecer grandes sumas de dinero; en cambio, en nuestro reclutamiento continuábamos apelando a la ideología, o a veces a la posibilidad de vengar una frustración. Sólo cuando estos recursos fallaban o cuando desde el principio era evidente que el presunto recluta buscaba dinero, apelábamos al argumento económico.
Se realizaron con éxito varias propuestas de lo que denominábamos «la variante comercial» utilizando los servicios de un intermediario turco llamado Hussein Yildrim, que trabajaba como mecánico de motores en la base militar norteamericana de Berlín. El trabajo de Yildrim en el garaje le ofrecía la oportunidad ideal para entablar conversaciones casuales con los técnicos expertos. Podía intuir lo que ganaba la gente, y adivinaba, sobre la base de las conversaciones acerca de los coches soñados, cuáles eran los empleados especialmente insatisfechos con sus ingresos, y que por lo tanto estarían dispuestos a mejorar su situación vendiendo secretos. Hussein nos presentó a varias fuentes posibles en el ejército norteamericano.
Ninguno de los contactos de Yildrim fue tan importante o productivo como el del especialista James Hall, un norteamericano que realizaba tareas de espionaje electrónico para la Agencia Nacional de Seguridad. Esta agencia de comunicaciones es una organización tan secreta que se ordena a los oficiales norteamericanos declararse ignorantes de su propia existencia, y sus empleados bromean diciendo que las iniciales corresponden a la frase «esa agencia no existe» («no such agency»; NSC - National Security Agency). Infiltrarla sería un golpe espectacular. Yildrim eligió a Hall, por entender que era una persona cuyo estilo de vida parecía muy afectado por la devaluación del dólar; fue precisamente por eso que recomendó que lo abordáramos.
Hall estaba destacado en Teufelsberg, un lugar al que nosotros denominábamos la Gran Oreja de Estados Unidos, erigida sobre una montaña de escombros producidos por la guerra en Berlín Oeste —de ahí su nombre, que significa «la montaña del diablo»— en un ambiente físico que a juicio de los expertos era especialmente favorable para recibir señales electromagnéticas, el lugar denominado eufemísticamente Estación de Campo de Berlín, era la instalación central de vigilancia electrónica de Estados Unidos en Europa, una vasta y complicada red de perfeccionados aparatos de escucha, con estaciones distribuidas a lo largo de la frontera entre Alemania Oriental y Occidental. Utilizaba un total de mil trescientos técnicos especializados, que interceptaban los mensajes radiales y telefónicos, y después los analizaban, los clasificaban y, a partir de eso, remitía a las autoridades norteamericanas y de la OTAN cualquier información valiosa contenida en los mismos. Esta operación superaba de lejos todo lo que había organizado el Pacto de Varsovia, de modo que la mejor forma en que la Unión Soviética podía combatir esta vigilancia era simplemente saber todo lo posible sobre ella y encontrar la manera de esquivarla.
Antes de que apareciera Hall, apenas sabíamos cuál era el caudal de señales que la estación podía manejar y la procedencia de esas señales. Habíamos aprendido algo acerca de la estructura básica gracias a algunas fuentes que estaban en Teufelsberg, cuyo personal incluía sectores del Grupo 6912 de Seguridad Electrónica de Estados Unidos, y la Unidad de Señales 26 del ejército británico. Sabíamos que Teufelsberg era el centro donde se interceptaban las comunicaciones telefónicas del partido en la República Democrática Alemana, así como el tráfico radial y telefónico de la Fuerza Aérea de Alemania Oriental y las comunicaciones del Ministerio de Seguridad del Estado. Llegamos a saber también, demasiado tarde, que los norteamericanos habían conseguido descifrar los códigos de emisión de radio que se utilizaban para enviar el informe de situación cotidiano relativo a la política interior y externa que se discutía en el Comité Central.
Günter Mittag, que era el responsable de la política económica de la República Democrática Alemana, utilizaba estos canales de seguridad para comunicarse con nuestras oficinas económicas y financieras centrales, y así llegaba directamente a los norteamericanos una imagen cotidiana de nuestra economía. Los alemanes occidentales en repetidas ocasiones pidieron que se les facilitara esta información, pero su solicitud siempre era rechazada, porque los norteamericanos no confiaban en que ellos impedirían que conociéramos esta información secreta de alta calidad. Creo que fue una decisión acertada; aunque si los alemanes occidentales hubiesen tenido acceso directo a los informes de Mittag y los hubiesen combinado con lo que sabían del comercio inter-germano, sospecho que habrían llegado mucho antes a la conclusión de que desde el punto de vista económico Alemania Oriental estaba de rodillas.
Pero con la colaboración de Hall comenzamos a recibir un flujo constante de información secreta y muy secreta acerca del funcionamiento de Teufelsberg. Tanto Hall como Yildrim tenían fuertes apetitos económicos. Klaus Eichner, subjefe del servicio de análisis del HVA (Departamento 9) era responsable de la evaluación de la información entregada por Hall. A veces, Eichner se subordinaba directamente a mí, y yo tenía una alta opinión respecto de sus instintos y su pensamiento metódico. «Aquí tenemos una mina de oro —me decía—. Mientras esta fuente actúe con cuidado, los aportes pueden continuar de manera indefinida». Durante los cinco años en que Hall espió para nosotros, le pagamos bastante más que el doble de lo que ganaba en el ejército; un total de 100 000 dólares, y durante una fase especialmente productiva, 30 000 dólares en un solo año. Estas eran sumas altas según nuestras normas, pero se trataba de cifras muy reducidas cuando se las comparaba con el valor de su información para nuestro gobierno y para Moscú. En este período, Hall fue promovido a supervisor de la sección analítica de la inteligencia electrónica, y la calidad de su información aumentó en concordancia. Después de ir a Estados Unidos para realizar un período de entrenamiento, en 1985, Hall fue destinado al batallón de inteligencia militar del 5.º Cuerpo de Ejército estacionado en Frankfurt, y a su tiempo fue ascendido a la jefatura de la guerra electrónica y las operaciones de inteligencia de las comunicaciones.
En Frankfurt, Hall se reunía con Yildrim en un supermercado, y mientras realizaba sus compras le entregaba un bolso de plástico con documentos robados. Después, Yildrim iba solo a un pequeño apartamento que Hall había alquilado en la ciudad, y los copiaba. Esta tarea a menudo lo obligaba a trabajar hasta bien entrada la noche. Después, el turco iba en su automóvil a Berlín y Hall devolvía los documentos originales. Con el propósito de ganar más, Hall comenzó a entregar más información, en realidad un caudal tan grande que nuestros analistas dijeron que no podían manejar tanto material. Por esta razón, sugerí que se traspasara la documentación a los soviéticos, ya que además de los detalles concretos que interesaban a Alemania Oriental, había mucha información de importancia estratégica general que tendría mejor uso en Moscú; aunque nosotros jamás les revelamos nuestra fuente o el carácter de nuestra operación.
También debíamos enviar algunos documentos para que fueran analizados por el jefe del departamento ministerial de inteligencia y contraespionaje radial, pues los detalles técnicos superaban la capacidad de nuestros analistas regulares. Los informes que ellos elaboraban contenían un aspecto destacado de la inteligencia hasta ese momento desconocido, que era de fundamental importancia para el planeamiento militar. Descubrimos que el sistema ELOKA de guerra electrónica estaba aportando a Estados Unidos y a sus aliados de la OTAN un conocimiento exacto de los lugares en que se encontraban los centros de mando del Pacto de Varsovia y los movimientos de tropas entre Alemania Oriental y la Unión Soviética. En otras palabras, a pesar de los esfuerzos de los generales del Pacto de Varsovia para ocultar los movimientos de tropas y armas, todos los cambios importantes eran conocidos al instante por los norteamericanos en Teufelsberg, y trasmitidos a Washington o Bruselas.
Entre los documentos más importantes que recibimos de Hall estaba la Lista Nacional de Requerimientos Sigint, un documento de cuatro mil páginas que explicaba el modo de utilizar la inteligencia de señales (Signals intelligence, «sigint») para cubrir los huecos de la inteligencia militar y política. Gracias a este material obtuvimos información muy útil acerca de los aspectos en que la CIA y el Departamento de Estado creían que les faltaba información. Este dato era sumamente valioso, pues del mismo podía deducirse en qué aspectos esas organizaciones aumentarían sus actividades; y por lo tanto podíamos tomar contramedidas oportunas. Otro éxito destacado fue la obtención de un informe al que se le había asignado el nombre en clave de «Canopy Wing», que enumeraba los tipos de guerra electrónica que se utilizarían para neutralizar los centros de mando de la Unión Soviética y el Pacto de Varsovia, en caso de que se desencadenara una guerra total. Detallaba exactamente el método que se usaría para privar al Alto Mando soviético de sus comunicaciones de alta frecuencia, utilizadas para transmitir las órdenes a sus fuerzas armadas. Una vez que trasmitimos esta información a los soviéticos, ellos pudieron utilizar dispositivos mezcladores y otras contramedidas.
Las entregas de Hall eran de tales proporciones que le propusimos que redujese el ritmo de su trabajo, para evitar las sospechas. Uno de sus paquetes contenía trece documentos completos, directivas y planes de trabajo de la NSA y el Comando de Inteligencia y Seguridad, e incluía planes detallados del desarrollo de la inteligencia radial planeada por Estados Unidos para los diez años siguientes. También aportaba información reservada acerca del programa de defensa antimisiles de la Guerra de las Galaxias de Ronald Reagan. El contraespionaje militar norteamericano, al que considerábamos tan impresionante en el interior de Estados Unidos, por cierto no estaba realizando un trabajo muy brillante en Teufelsberg. Cuando Hall volvió a Estados Unidos, continuó su contacto con nosotros. Por desgracia, su codicia lo llevó a caer en la trampa cuando intentó duplicar sus ingresos ilícitos ofreciendo el mismo material a los soviéticos, un paso que atrajo sobre su persona la atención del FBI. Fue arrestado en diciembre de 1988, lo mismo que Yildrim, después de acudir a un encuentro en un hotel de Savannah, Georgia, con un agente del FBI que representaba el papel de oficial de inteligencia soviético. El informe sobre las actividades de Hall leído ante el tribunal confirmó que los documentos que él había robado ayudaron a nuestro servicio a inutilizar la vigilancia electrónica norteamericana en Europa oriental durante seis años. Hall se declaró culpable de diez cargos de espionaje y recibió una sentencia de cuarenta años. Su Mefistófeles, Yildrim, también fue juzgado bajo la acusación de espionaje. También tuvo fundamental importancia la información acerca del espionaje electrónico norteamericano que recibimos de las manos de James Carney, cuyo nombre en clave era Kid. Carney era sargento en la fuerza aérea, y en su condición de lingüista y especialista en comunicaciones, trabajó en el aeropuerto de Tempelhof, en Berlín Occidental, utilizado como base aérea por la Fuerza Aérea norteamericana. Del cuartel general de la NSA en Fort Meade, Maryland, partía un vínculo directo con su sección europea instalada en Frankfurt, y de Teufelsberg, en Berlín. La información de Carney nos reveló en detalle de qué modo este sistema de comunicaciones podía indicar con absoluta precisión docenas de blancos vulnerables del Pacto de Varsovia a los pocos minutos del estallido de una guerra. Algunas de sus posibilidades me parecieron tan fantásticas, que me vi obligado a llamar a expertos con el fin de que las evaluasen y explicasen en lenguaje llano. Por ejemplo, en Berlín Oeste había un equipo que controlaba la base aérea soviética de Eberswalde, a más de cuarenta kilómetros al este de Berlín Oriental. Los documentos de Carney demostraron que los norteamericanos habían conseguido interferir las comunicaciones tierra-aire de la base y estaban trabajando en un método que les permitía bloquear las órdenes antes de que llegasen a los pilotos rusos, para sustituirlas por las propias transmitidas desde Berlín Occidental. Si esto hubiese tenido éxito, los pilotos de los MIG habrían obedecido las órdenes de su enemigo norteamericano. Parecía ciencia ficción, pero nuestros expertos llegaron a la conclusión de que de ningún modo era improbable que pudiesen hacer semejante maniobra, teniendo en cuenta el enorme costo y el poderío técnico de la investigación aérea militar en Estados Unidos.
El problema de Carney como espía era su condición psicológica, que no era sólida ni mucho menos. Era homosexual, y estaba en un estado de paranoia aguda, ante la posibilidad de que su vida personal pudiese ser aprovechada para desacreditarlo en el ejército, donde se prohibía el ejercicio de la homosexualidad. En 1984 pidió asilo en nuestra misión diplomática y dijo entonces que su amante, que trabajaba en el mismo sector de las comunicaciones, había aparecido muerto en una bañera, con una bolsa de plástico cubriendo su cabeza, y que eso era la obra de un servicio anónimo de espionaje decidido a atrapar al propio Carney. Nos preocupaba la posibilidad de que Carney estuviese a un paso de confesarlo todo, y aunque no sabíamos si valía la pena creer la historia de la bañera, temimos que estuviese bajo vigilancia y que fuera probable que lo arrestasen si trataba de salir de Estados Unidos. ¿Cómo podíamos rescatarlo considerando su situación tan comprometida? Decidimos apelar a una táctica atrevida, que utilizábamos sólo en casos extremos, pero siempre con éxito: se proporcionaron falsos documentos cubanos a Carney, los que le permitieron viajar de Estados Unidos a La Habana. Desde allí voló a Berlín Oriental, pasando por Moscú.
Una vez que lo tuvimos con nosotros, el principal problema era organizarle una vida tan cómoda como fuese posible. Eso no era fácil, en vista del calmoso ritmo de vida del Este, y la relativa escasez de bienes de consumo y diversiones sugestivas. Pero deseábamos muy vivamente impedirle que se deprimiera y acabase yendo a la embajada norteamericana para relatar su historia. Se confió a Carney la tarea de supervisar los mensajes radiales en inglés provenientes de las embajadas británica y norteamericana, de los institutos instalados en Berlín Oeste y de comunicarnos todos los detalles que pudieran interesarnos. No era una labor de inteligencia de mucha categoría —yo no creía que fuese un hombre suficientemente estable o digno de confianza para encomendarle esa misión— pero por lo menos lo mantenía en contacto con su país.
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En 1989, cuando el fin de Alemania Oriental estaba cerca, su responsable y el jefe de la sección norteamericana tuvieron que resolver con rapidez qué harían con él. Ofrecieron reinstalarlo en Sudáfrica, con los gastos pagados por el Ministerio de Seguridad del Estado; pero rechazó la oferta. Tampoco le agradaba la idea de que lo despachasen en dirección a Moscú. Pudimos hacer poco más que ofrecerle un apartamento y recursos para que subsistiera en Suhl, en el sur de Alemania Oriental, donde correría menos peligro. A principios de 1990, Carney desapareció de Suhl. Algunos de nuestros funcionarios creyeron que había sido secuestrado por la CIA. Es más probable que lo hubieran encontrado solo y deprimido, y consiguieran convencerlo de que regresara a su país. Si sus perseguidores prometieron clemencia, no cumplieron su palabra. Más avanzado el mismo año Carney fue condenado por un tribunal norteamericano a treinta y ocho años de prisión.
En los casos de Hall y Carney, no cabía duda de que habían traicionado a su país en favor del Este. Pero otro caso no tan definido fue el de Jeffrey Schevitz, el último norteamericano en ser juzgado por espiar en favor de Alemania Oriental. Pero nunca quedó claro para quién espiaba; o con más exactitud, para quién espiaba más. Schevitz llegó a Berlín Oeste como activista por la paz en 1976, y nos trasmitió información originada en el Instituto universitario libre John F. Kennedy de estudios norteamericanos, obtenida gracias a su cargo de investigador invitado en la Sociedad de Política Exterior de Bonn, y más tarde otra proveniente de un centro de investigación nuclear de Karlsruhe, donde trabajó de 1980 a 1994. La prueba documental demuestra que Schevitz comunicó información acerca de los esfuerzos alemanes occidentales destinados a debilitar la política norteamericana de no proliferación nuclear, y acerca de las normas del COCOM (Comité Coordinador de la Política Comercial Este-Oeste), relacionados con la exportación de alta tecnología. El propio Schevitz afirmó que había obtenido la información gracias a sus contactos con un jefe de inteligencia de la Cancillería de Helmut Kohl. Pero Schevitz también afirmó que su responsable norteamericano era Shephard Stone, director del Instituto Aspen en Berlín, un lugar donde solían reunirse eminentes políticos, intelectuales y periodistas del Este y del Oeste, que trabajaban como agentes dobles en principio para Estados Unidos. Schevitz sostuvo que Stone le había prometido que la CIA avalaría sus conexiones si era detenido; pero Stone falleció en 1990 sin dejar ninguna constancia acerca de Schevitz. El tribunal rechazó su explicación pero misteriosamente le aplicó una condena en suspenso de apenas dieciocho meses.
No conozco toda la verdad del asunto. Mi servicio sabía que Shephard Stone estaba complicado con la CIA, pero no como lo sugería Schevitz. Estábamos convencidos de que a menudo se registraban las conversaciones celebradas en Aspen y transmitidas a la CIA. Pero con respecto a la relación de Stone con Schevitz no teníamos la menor prueba en un sentido o en otro.
Paralelamente a nuestro espionaje de la Guerra Fría contra Estados Unidos y complementándolo, estaba nuestro interés en el planeamiento estratégico de la OTAN. Ya señalé el trabajo de Margarete, nuestra fuente femenina en el SHAPE (Supreme Headquarters Allied Powers Europe; Cuartel General Supremo de las Potencias Aliadas en Europa) durante la década de los sesenta. También tuvimos la fortuna de reclutar y mantener durante diecisiete años un agente mucho más valioso, un funcionario alemán de la OTAN llamado Rainer Rupp, que contó con la ayuda de su esposa británica, Anne-Christine, en la tarea de comunicar al Este algunos de los secretos más delicados de la OTAN.
Rupp era un auténtico hijo de los años sesenta. Millares de jóvenes alemanes occidentales habían desfilado coléricos ante la decisión adoptada en 1967 por el canciller Kurt-Georg Kiesinger y el vicecanciller Willy Brandt, que los llevó a recibir y honrar al Sha de Irán, cuyo régimen antidemocrático estaba sostenido por el terror que sembraba su policía secreta. Las manifestaciones contra la visita del Sha derivaron en episodios violentos, y en medio de los disturbios Benno Ohnesorg un joven que pertenecía a la Congregación de Estudiantes Evangélicos, fue muerto de un disparo. Sesenta personas fueron detenidas y así nació el movimiento estudiantil. Rupp, que estudiaba economía en Düsseldorf, se unió a las protestas nacionales que siguieron. Durante una de estas demostraciones marchó al lado de un hombre mayor que después lo invitó a beber una cerveza y comer un plato de goulash al mismo tiempo que se enzarzaban en una discusión política. El hombre, que dijo llamarse Kurt, compartía la preocupación de Rupp en el sentido de que la extrema derecha estaba creciendo. Los dos manifestantes pidieron más cerveza y conversaron acerca de la hipocresía del Occidente democrático que recibía asesinos como el Sha con pompas y honores, y todo a causa del petróleo de Irán.
De pronto, Kurt desvió la conversación y la apartó de las protestas callejeras. «A veces —dijo a Rupp—, un solo hombre puede valer por un ejército entero». Era un intento rápido y audaz de reclutar a Rupp, y tuvo éxito.
Rupp pronto se dio cuenta que su compañero de copas era de Alemania Oriental; aunque no estoy seguro que supiera que Kurt era un agente operativo que trabajaba por entonces en la región de Bonn. El estudiante de veintidós años, hostil al orden en el que se movía, aceptó de inmediato reunirse con Kurt en Berlín Oriental. Dos funcionarios más se reunieron con Rupp y se mostraron complacidos con las posibilidades que sus talentos ofrecían. Hablaba inglés y francés, tenía un elevado cociente de inteligencia y un buen dominio de la economía política. Uno de nuestros funcionarios sugirió la posibilidad de trabajar en la OTAN, que entonces tenía su comando en Bruselas. Rupp no había concebido todavía planes profesionales definidos en referencia al momento que terminara sus estudios, y aceptó. Abandonó la Universidad de Düsseldorf y se matriculó para cursar el último semestre en Bruselas, de modo que le fuera más fácil buscar un empleo allí. Tenía notas brillantes y después de graduarse consiguió un puesto como investigador en el Instituto de Economía Aplicada. A partir de ese momento, para él fue fácil pasar a ocupar un empleo en la OTAN, donde redactaba análisis acerca del efecto de la industria bélica sobre las economías nacionales. Rupp enviaba la totalidad de este material y el resto de sus observaciones acerca del trabajo y las actitudes que observaba en el Cuartel General de la OTAN por medio de un correo que lo llevaba a Berlín Oriental. Le asignamos el nombre en clave de Topacio. Su esposa, con quien contrajo matrimonio mientras trabajaba en la OTAN, era una mujer ingenua y de buen carácter, que no pareció extrañarse con el hecho insólito de que ambos pasaran su luna de miel en Berlín Oriental.
Después del matrimonio, Rainer ascendió en la jerarquía de la OTAN, y poco después comenzó a entregarnos información detallada acerca de las posibilidades defensivas de todos los estados miembros de la OTAN. Hasta 1977, Anne-Christine, que ahora estaba al tanto de la naturaleza de los misteriosos viajes de su marido a Amsterdam para encontrarse con su control y del significado de su tarea de fotografiar documentos en el sótano, estaba ayudándolo activamente. Ella ocupaba un cargo en NICSMA, la Agencia de Administración de Sistemas Integrados de la OTAN, de donde también retiraba material en forma subrepticia. Anne-Christine dejó de espiar después del nacimiento de sus hijos. Rainer Rupp continuó trabajando hasta 1989, inconmovible en su compromiso y facilitando joyas informativas de la OTAN, por ejemplo el Manual de Crisis, el Plan de las Fuerzas Armadas, de trescientas páginas, el Documento final acerca de las medidas preventivas, y a principios de 1980 detalles acerca de las intenciones de la alianza en relación con la posibilidad de asestar el primer golpe. Pero el principal valor de Rupp para nosotros residía en la lucidez analítica que agregaba a los informes y a su capacidad para resumir en lenguaje accesible lo que nosotros denominábamos el idioma chino de la OTAN: la maraña de acrónimos con la cual funciona la organización. Vladimir Kriuchkov, jefe del KGB, estaba fascinado por el material de Rupp e incluso pidió ver los borradores originales en idioma inglés, de modo que él pudiese afirmar que había leído exactamente lo que leían los generales de la OTAN.
Yo esperaba que este libro se escribiría sin incluir la historia de Rupp; tenía la esperanza de que jamás se revelaría el trabajo que realizó para nosotros. Pero lo que en otros tiempos eran nuestros secretos mejor guardados, ahora están sometidos a escrutinio sobre la losa funeraria de un sistema vencido. Aun así, creo que otros grandes agentes no serán conocidos como resultado de la revelación de las operaciones de la inteligencia exterior de Alemania Oriental. Cuando cayó la República Democrática Alemana, me pareció que no existía ningún motivo para revelar la identidad de Rupp. El lugar que ocupaba en la OTAN estaba en Bruselas, de modo que a mi entender se encontraba en una posición más segura que nuestros agentes en Alemania. También confiaba en que incluso si se sospechaba de la existencia de una fuente en la OTAN, nadie adivinaría su auténtica identidad. Según se supo después, su seudónimo fue revelado por el doctor Heinz Busch, un analista de inteligencia militar de mi servicio, que comenzó a entregar información a la BND en 1990. Busch conocía el nombre en clave, pero no la identidad real de Rupp. En 1994 Rupp fue sentenciado a doce años de cárcel y a pagar una multa de 300 000 marcos por traicionar secretos que, según afirmó el tribunal, habrían tenido desastrosas consecuencias en caso de guerra. Discrepo. Creo que su decisión de compartir con nosotros los secretos de la OTAN contribuyó a la atmósfera de distensión. Sin su ayuda habríamos sabido menos acerca de la OTAN y temido más de ella.
Como muchos otros, considero que la condena de Rupp es evidentemente ilegal. Un principio del derecho internacional y de la constitución alemana garantiza la igualdad de los ciudadanos ante la ley. ¿Cómo es posible que después de la unificación pacífica de dos estados reconocidos por el derecho internacional, los espías de uno permanezcan sin castigo, incluso reciban indemnizaciones si sufrieron penas de prisión, y en cambio los que trabajaron para el otro Estado se vean condenados a largos períodos de prisión y a fuertes multas? Para algunos espías, la Guerra Fría finalmente ha concluido. Para otros aún continúa.