VII

Una solución en concreto

Cuando se recuerde la Guerra Fría como uno de los choques entre dos grandes imperios, y la República Democrática Alemana se haya convertido en una nota al pie de página en los libros de historia, mi país quizá será recordado como el que construyó un Muro para evitar que su propia gente huyese. La imagen del Muro de Berlín que dividió no sólo una gran ciudad sino las dos ideologías y los bloques militares que competían por el futuro de la humanidad continúa siendo el símbolo más destacado de la división de Europa en la posguerra, y por cierto de la brutalidad y el absurdo de la propia Guerra Fría.

Para mí, que viví y trabajé detrás del Muro después que se lo construyó, el 13 de agosto de 1961, y que consagré mis esfuerzos a la seguridad y el progreso del sistema que lo levantó, el Muro fue siempre una expresión tanto de fuerza como de debilidad. Sólo un sistema que tuviese tanta confianza como el nuestro en su ideología básica podía haber atinado a dividir una metrópoli y a trazar una frontera hermética entre las dos partes de un país. Y sólo un sistema tan vulnerable y fundamentalmente defectuoso como el nuestro comenzaría por necesitarlo.

Por consiguiente, en el fondo de mí mismo comprendí que la República Democrática Alemana estaba condenada cuando la noche del 9 de noviembre de 1989 encendí mi televisor y me enteré de que los ciudadanos de mi país estaban en libertad de franquear las fronteras de la nación, y vi las primeras multitudes que se lanzaban a cruzar las fronteras súbitamente abiertas. Un país cuya existencia dependía tanto como el nuestro de la estabilidad interna no podía sobrevivir a ese género de impacto. Era como si la realidad hubiera sido suspendida. Aturdido, me quedé sentado con mi esposa observando imágenes de alemanes del Este y el Oeste que se abrazaban en la tierra de nadie de la frontera berlinesa. Algunos todavía calzaban sus pantuflas de casa, como si estuvieran caminando sonámbulos durante una noche que determinaría el destino de Alemania y Europa durante los años siguientes.

Por supuesto, la frontera nunca había estado cerrada del todo. Estaba abierta a los viajeros de Alemania Oriental que cumplían misiones oficiales, y que en primer lugar debían ser examinados para comprobar que eran «cuadros en viaje». Eso significaba que merecían confianza política, no tenían parientes cercanos en Alemania Occidental, y no conocían información confidencial acerca de Alemania Oriental. Desde que se relajaron las restricciones durante la década de los setenta, cuando las relaciones entre las dos Alemanias mejoraron, se permitía a los jubilados viajar sobre la base lógica —incluso cínica— de que, si se quedaban en el Oeste, no perjudicarían la economía de Alemania Oriental, e incluso permitirían que el Estado ahorrase el pago de sus pensiones. Y por supuesto, mis agentes en el terreno y los correos que llevaban mensajes a nuestras fuentes podían viajar hacia el Oeste, armados con sus falsas identidades.

Las personas que podían abandonar el país eran objeto de una intensa envidia de la población en general. El ansia por viajar era muy fuerte en este país de gente que no viajaba. Yo había viajado por placer menos que la mayoría de los estudiantes universitarios norteamericanos de clase media, que es algo que los comentaristas occidentales tienden a olvidar cuando se refieren a la vida de los miembros de la Nomenklatura. A pesar de todos mis privilegios, nunca había visitado El Prado, el Museo Británico o el Louvre. Todos llevábamos una existencia estrecha, aunque la mía no merecía tanto ese calificativo, porque el espionaje me había llevado a los rincones más oscuros de África, a las estepas siberianas, a las costas del mar Negro, a los bosques de Suecia y a la dulzura subtropical de Cuba. Gozaba del privilegio de vivir en un hermoso apartamento, tenía coche con chófer y gozaba de gratas vacaciones como invitado de otros servicios secretos del bloque oriental. Pero todo esto siempre estaba relacionado con mi tarea y mi jerarquía; en definitiva, el mundo más amplio estaba cerrado también para mí.

Aunque no gozábamos de la comodidad y la independencia que beneficiaban incluso a los ciudadanos de recursos moderados de Occidente, yo estaba bien protegido de las privaciones que afligían a los habitantes comunes de mi país. Habíamos heredado de los soviéticos el sistema de privilegios de la Nomenklatura. El asunto comenzó en 1945, cuando los funcionarios, los científicos y otras personas que eran útiles a la causa comunista recibieron raciones suplementarias de artículos escasos, lo que denominábamos payoks, de la palabra rusa que significa raciones. Después el sistema se afirmó como una costumbre, como suele ocurrir con estas cosas, y se institucionalizó en un departamento denominado «seguridad personal», que por supuesto llegó a tener una dotación de cinco mil agentes. Nuestros privilegios con el tiempo se estructuraron de manera formal en un sistema de conexiones del Ministerio de Comercio Exterior, que garantizaba a los principales servidores del Estado que no estarían limitados a los productos, a menudo de calidad inferior, elaborados en su propio país. Todo era rigurosamente jerárquico. Había tiendas especiales que suministraban artículos occidentales a los miembros del Politburó. Después que ellos se habían llevado la porción más selecta, lo que quedaba pasaba a los integrantes de los servicios de inteligencia, y finalmente el resto de ministerios y departamentos comerciales recibían su parte. Todo era muy sencillo, y permitía llevar una vida cómoda. Yo era demasiado débil para rechazar el gozo de esos privilegios, y años más tarde así lo reconocí ante los estudiantes que me lo preguntaron. Se dieron por satisfechos con la respuesta, porque entendieron el problema humano representado por dicho privilegio. Por supuesto, si yo hubiese caído en desgracia, los beneficios en cuestión habrían desaparecido de la noche a la mañana.

Pero fuera de estas ventajas y mis viajes a lugares bastante extraños, yo vivía la vida de un burócrata, servidor de mis amos políticos. Al principio trabajábamos por la noche —los horarios impuestos por Stalin— exactamente como los niveles superiores de la burocracia soviética. Después de la muerte de Stalin, Mielke trabajó largas jornadas que comenzaban a las siete de la mañana y a menudo se prolongaban hasta las diez de la noche, aunque creo que más tarde él intentaba hacer parecer que se encontraba en su oficina aunque no fuera ese el caso. A menudo envidiaba la autonomía de los que trabajaban en mi servicio. Ellos podían viajar en sus misiones especiales y fijar sus propios horarios; pero mi jornada de trabajo estaba atada a los programas de mis superiores.

Me despertaba alrededor de las 6:30 ó 7 de la mañana, corría y hacía ejercicios para fortalecer la espalda —había tenido problemas en ella desde mi juventud— y llegaba al despacho alrededor de las 8:15. Al principio tenía un chófer y una secretaria, después dos secretarias y un ayudante personal, denominado Referent en alemán. Los integrantes de mi equipo privado estaban muy cerca de mí, y el personal rara vez cambiaba; mi secretaria principal comenzó conmigo en 1954, el tercer año en que me desempeñé como jefe del HVA (el sector de inteligencia extranjera del Ministerio de Seguridad del Estado), y continuó trabajando conmigo durante treinta y tres años, hasta que me retiré.

Comenzaba la jornada examinando documentos importantes, informes de los jefes de sección y a veces informes de los agentes. Durante los últimos diez años el papeleo había llegado a ser considerable, y yo dependía de un resumen preparado por el departamento de análisis, compuesto por material secreto, un sumario de los hechos cotidianos y material de las agencias de noticias.

El HVA estaba dividido en veinte departamentos, que incluían los diferentes grupos destinados a supervisar a los agentes y la información de los ministerios de Alemania Occidental, los partidos políticos, los sindicatos, las iglesias y otras instituciones; el espionaje militar; Estados Unidos y México y el resto del mundo; la OTAN y el cuartel general de la Comunidad Europea en Bruselas; el contraespionaje; la desinformación; la información científica y económica proveniente de Alemania Occidental; los departamentos de espionaje tecnológico, especializados en las industrias básicas, la electrónica y los instrumentos científicos, y la aeronáutica y la industria aeroespacial; las embajadas; las fronteras; el entrenamiento y la traducción; y un departamento destinado a analizar y evaluar la información en crudo que provenía de todos los demás sectores.

Cuatro o cinco veces por semana me reunía con mis delegados y con cada uno de los jefes de los departamentos sometidos a mi control personal, para examinar el progreso de su labor y el desarrollo de proyectos importantes. Debía leer todos los informes enviados al liderazgo. Mielke no corregía mis informes, pero evitaba que Honecker leyese algunos, y decía: «No se sentirán muy complacidos si leen esto». Generalmente comía con mis delegados y el secretario del partido en el patio de la oficina del ministerio, en la Normannenstrasse, del distrito de Lichtenberg. Intercambiábamos información y noticias, pero aun en los estrechos límites del ministerio siempre nos referíamos a nuestros agentes e incluso a los residentes «legales» de nuestras embajadas nombrándolos por sus nombres en clave, no fuese que se filtrasen sus auténticas identidades, lo cual significaría para ellos un enorme riesgo.

Muchos aspectos de este trabajo eran muy tediosos. La inteligencia es en esencia el rutinario y banal oficio de seleccionar entre masas enormes de información fortuita una sola y esclarecedora gema o un nexo revelador, de modo que yo diversificaba mi labor insistiendo en atender en persona a diez o doce agentes. Hasta donde sé, era el único jefe en cualquiera de los principales organismos de inteligencia del mundo que trabajaba de ese modo. Así, tenía la oportunidad de salir y reunirme con ellos de tanto en tanto en casas seguras de los suburbios de Berlín o —lo que yo prefería— en Dresde y otros lugares, donde era menor el número de occidentales con quienes los agentes visitantes podían cruzarse.

Por supuesto, algunos hechos inesperados interrumpían esta rutina, y ese era el caso sobre todo cuando era detenido alguno de nuestros agentes en el exterior. En general, las primeras noticias llegaban por los medios, que no siempre reproducían bien el nombre de un espía, de modo que debíamos hacer conjeturas sobre si se trataba de nuestro espía o de otra persona. A veces, el jefe de un departamento me esperaba con malas noticias, sobre todo si se trataba de una deserción. Nos adiestramos de manera que examinábamos paso a paso cada pérdida, y tratábamos de evitar que nos dominase el pánico; habría pánico suficiente cuando el ministro pidiese una explicación.

En lugar de distribuir culpas, era mucho más importante descubrir o imaginar quiénes podían correr peligro a causa de una detención o una deserción. Rápidamente enviábamos avisos codificados a los agentes, pero como estos no siempre podían escucharnos a diario, a veces nos parecía necesario telefonear directamente a sus hogares, enviándoles una advertencia en clave. Por ejemplo, si nuestro agente era un empresario, la advertencia urgente podía ser algo así como «Será necesario postergar nuestra próxima reunión». Evitábamos avisos demasiado obvios, por ejemplo: «Su tía en Dresde está muy enferma». Teníamos ciertas señales, por ejemplo un clavo en un árbol o una cruz en un buzón por donde la gente pasaba todos los días y que el agente en cuestión podía verificar; pero este no era el caso de todos los agentes.

Durante mis últimos diez años en la tarea, generalmente trabajaba hasta las nueve de la noche, aproximadamente seis días por semana, y el domingo era el único día de descanso. Disfrutaba de muy escasa vida social, aunque intentaba asistir a una representación teatral o un concierto por lo menos dos veces cada mes. Las visitas de intercambio a los servicios de inteligencia de países amigos, o la llegada de sus delegaciones a Berlín, proporcionaban escasas y bienvenidas oportunidades de realizar visitas a los museos y el teatro. Los fines de semana trataba de viajar a mi casa en la pequeña aldea de Prenden, a más de treinta kilómetros al noreste de Berlín, y allí hacía todo lo que estaba a mi alcance con el fin de proteger mi vida privada de la intromisión oficial. Cuando mis amigos de la infancia que residían en Moscú, los hijos de Louis Fischer, visitaron Berlín en 1985, les sorprendió comprobar que yo no tenía guardaespaldas que siguieran mis pasos en el campo, y que me desplazara con desenvoltura y libertad. Mielke por ciento tenía un guardaespaldas, y cierta vez me ordenó que hiciera lo mismo; pero conseguí desembarazarme de él. Mi chófer recibió entrenamiento especial para protegerme, pero nunca se molestaba en llevar su pistola. Y yo dejaba la mía en mi caja fuerte.

Fueran cuales fuesen mis dudas acerca del sistema al que servía, a cualquiera le habría resultado difícil renunciar a esta vida de privilegios, responsabilidad y a veces fascinación, para consagrarse a una campaña en favor del cambio, sobre todo si se trataba de una persona que, como yo, creía que el cambio sólo podía venir de las alturas. Puede parecer que esa actitud era extraña por venir de un hombre que ocupaba mi posición, supuestamente influyente; pero mi influencia estaba limitada a mi propio servicio, donde yo tenía mi espacio personal.

Günter Gaus, el primer embajador de Alemania Occidental ante Alemania Oriental, un hombre muy inteligente, que comprendía bien nuestros problemas, solía decir que la República Democrática Alemana era una comunidad de nichos. Gran parte de nuestra población se apartaba de los problemas de la vida pública, ignoraba los temas de la política oficial, desarrollaba con asiduidad actividades privadas y defendía su ámbito personal. Yo también tenía mi nicho, y por paradójico que pueda parecer, ese nicho era mi servicio. Yo no podía cambiar.

Esta descripción de nuestras vidas puede dar la impresión de que yo llevaba la existencia lamentable de un apparatchik, y de que ejecutaba mi trabajo con el único propósito de aprovechar ciertos privilegios especiales y desusados. No era así. Mi trabajo en la cima del servicio de inteligencia me satisfacía. Estaba convencido de que era necesario, y me consagraba profundamente al mismo. Intencionadamente y con éxito total esquivé las oportunidades de alcanzar posiciones más elevadas que a su vez estaban más cerca de los centros del poder político. También rechacé la oferta de ser el jefe de los medios de difusión, una tarea que me habría puesto a cargo de la propaganda. Incluso mis hijos me exhortaron a rechazar este ascenso, argumentando que me pondría demasiado cerca de la dirección política y por lo tanto me provocaría conflictos.

En los días que precedieron a la construcción del Muro de Berlín, el 13 de agosto de 1961, para mí era evidente que se aproximaba alguna forma de acción drástica. El estado de ánimo del sector oriental de la ciudad era sombrío. La escasez de fuerza de trabajo y artículos se agravaba semana a semana. Al pasar al lado de una cola frente a una tienda, cierto día escuché a las mujeres maldiciendo en el marcado dialecto berlinés: «Pueden lanzar el Sputnik, pero no se puede conseguir verduras en pleno verano. Eso es el socialismo».

¿Quién podía censurar a los jóvenes si decidían poner en juego sus cualidades para el trabajo al otro lado de la frontera, donde podían ganar dinero y comprar artículos que quienes quedaban en la patria sólo podían soñar? Ajuicio de esta gente, no estaban traicionando a un Estado, sencillamente se trasladaban a otro sector de Alemania, donde la mayoría tenía amigos o parientes dispuestos a ayudarlos a comenzar una nueva vida.

Desde la fundación de Alemania Oriental, en 1949, más de dos millones y medio de personas habían huido al Oeste, y la mitad de ellas tenía menos de veinticinco años. Yo no podía dejar de preguntarme si los jóvenes de mi propia familia no se habrían marchado también si no hubieran sido parte de un clan socialista comprometido. El 9 de agosto de 1961 el número de refugiados registrados en los campamentos de acogida de Berlín Occidental fue de 1926, el más alto que se alcanzó jamás un solo día. La fuerza de trabajo del país sufría una grave hemorragia, y se perdía gente cuyo entrenamiento había costado dinero y sin cuyo aporte el nivel de vida podía descender aún más. Sentí que estábamos chapoteando en el barro.

La acusación oficial de nuestro lado era que Occidente estaba sangrando al Este. Despojadas estas afirmaciones de su sesgo retórico, yo sabía que eso significaba que la atracción ejercida por Alemania Occidental se acrecentaba con su nueva prosperidad, y que la gente estaba dispuesta a sacrificar sus vínculos familiares y la seguridad de que gozaban bajo el socialismo estatal por las promesas inciertas del capitalismo. Por supuesto, la explicación oficial del Muro nunca me resultó en absoluto creíble: que se habían cerrado nuestras fronteras como medida protectora contra la agresión inminente o la penetración de agentes extranjeros. Pero con la construcción de lo que en el Este se denominó de manera oficial «la barrera protectora antifascista» y en el Oeste se rotuló el «Muro de la vergüenza», nuestras vidas cambiaron de la noche a la mañana.

Yo no sólo comprendía las auténticas razones que determinaron la construcción del Muro, sino que formalmente las apoyaba. Creía que en ese momento no había otro modo de salvar nuestro país. Habíamos heredado el sector que históricamente tenía la economía más débil de Alemania, y así habíamos partido de una base más atrasada, incluso si no se tenía en cuenta la mala administración que agravaba nuestras dificultades. Además, Alemania Oriental había sido desmantelada por las fuerzas soviéticas que se llevaron su maquinaria industrial e incluso elementos de la infraestructura como los ferrocarriles, considerados como rubros de reparaciones de guerra. En cambio, Alemania Occidental pudo reconstruir su parte del país con el dinero del plan Marshall. Me aferraba a la ilusión —ahora me doy cuenta de que era eso— de que con los cambios de la situación internacional y la aplicación de reformas internas razonables, nuestro nivel de vida alcanzaría de manera paulatina al de Occidente. Creía que la validez del socialismo, de una economía planificada, se reafirmaría, y como nos decíamos en aquel momento, ¡llegaría el día en que el Oeste se haría cargo del Muro para evitar que la gente pasara! Por cierto, a finales de la década de los setenta y durante la de los ochenta, algunos de nuestros agentes y simpatizantes en el Oeste preguntaban si realmente necesitábamos limitar los viajes, en vista de que el nivel de vida había mejorado hasta el punto de que la mayoría de la gente que había salido de la República Democrática Alemana deseaba volver. Pero en 1961 se trataba de elegir entre el Muro o rendirse.

A riesgo de dañar mi reputación de hombre que sabía lo que estaba sucediendo en realidad en Alemania Oriental, debo confesar que la construcción del Muro de Berlín me sorprendió tanto como a todos en agosto de 1961. Mi única conclusión posible es que Erich Mielke, que dirigió parte de la planificación encubierta de la operación, por mera malicia evitó que yo conociera esta información. Como millones de personas, conocí la noticia de que estaba construyéndose un muro que atravesaba Berlín por la radio en la mañana del 13 de agosto. Mi primera reacción fue de mera furia profesional. Por supuesto, podían habérmelo dicho antes, pues yo necesitaba continuar pasando agentes a través de la frontera, cuya naturaleza había cambiado en forma radical de la noche a la mañana. Tan secretos habían sido los planes de construcción que no pudimos coordinar nuestros actos con el jefe de la policía de fronteras, para asegurar que nuestros correos viajasen al Oeste y recogieran material secreto de nuestros agentes al otro lado de lo que se convirtió, sin nuestro conocimiento, en una frontera impenetrable.

Durante los días siguientes pasé la mayor parte de mi tiempo procurando que nuestros hombres recibiesen papeles arreglados con rapidez para que pudiesen pasar los puntos de control con el Oeste y así llegar a tiempo a sus lugares de destino. Se trataba de algo más que de una cuestión de conveniencia. Las relaciones en el sistema de espionaje se basan en la confiabilidad absoluta. Una vez que se destruyen los vínculos, los agentes vulnerables temen, y el mecanismo de la inteligencia rechina y se detiene.

Ahora debíamos idear argumentos para que nuestros correos dieran una explicación plausible a los guardias del otro lado, que justificara la concesión del derecho de cruzar al Oeste cuando el resto de sus compatriotas no podían hacerlo. En los servicios occidentales, la frontera sellada fue un inesperado golpe de suerte, porque eliminó súbitamente a un elevado número de personas comunes y permitió que el contraespionaje aliado concentrase sus recursos en el número mucho más reducido de ciudadanos a quienes ahora se permitía el paso, por lo general en virtud de algún tipo de asunto oficial, por ejemplo los funcionarios de comercio, los académicos aprobados y los ciudadanos comunes a quienes a veces se otorgaba permiso para cruzar porque tenían urgentes asuntos de familia.

Mientras recorría Berlín Oriental en mi coche oficial, descubría que desviaba al chófer, para poder contemplar el trabajo de construcción con una mezcla de fascinación y horror. Mis familiares más cercanos estaban todos en el Este, de modo que no sufría el trauma personal de la separación. Pero el Muro produjo innumerables y extraños incidentes, uno de los cuales me afectó por ser el hijo de mi padre.

En un tramo del río Spree, una flotilla de embarcaciones de recreo operaba partiendo del parque Treptow, y navegando sólo hasta el límite con el barrio de Neukölln en Berlín Occidental, antes de regresar obedientemente a sus amarraderos en el Este. Las embarcaciones tenían los nombres de escritores alemanes socialistas, entre ellos mi padre. Cierto día, poco después de la construcción del Muro, el barco Friedrich Wolf navegó alegremente hacia el Oeste, en una de las historias de fugas más extrañas de ese momento. Durante una salida nocturna, el cocinero del barco y su familia emborracharon al capitán, y lo convencieron de que navegase a toda máquina dejando atrás a los sorprendidos guardias, para ingresar en Berlín Occidental. Allí, abandonaron el barco y alcanzaron la orilla y la libertad. El capitán, completamente borracho, dormía en cubierta. Cuando se recuperó, volvió avergonzado al muelle de origen, sorprendiendo aún más a los guardias fronterizos; allí debió hacer frente a severas medidas disciplinarias. Mi madre, que dirigía el Archivo Friedrich Wolf, recibió una llamada telefónica de la afligida cónyuge del capitán del barco, que le pidió ayuda.

—¿Puedes hacer algo? —me preguntó mi madre esa noche, durante la cena.

Yo sabía que mi padre habría considerado las aventuras de su embarcación viendo en ellas los elementos de comedia del hecho, de modo que rogué clemencia en favor del pobre capitán. Se salvó de una sentencia de cárcel, pero no pude evitarle la humillación de un traslado fuera de Berlín. Acabó trabajando en un sucio vapor que navegaba en una zona industrial, a distancia segura de cualquier frontera.

El cambio de la situación también acentuó la tensión entre mi propia inteligencia externa (Aufklärung) y el contraespionaje (Abwehr), que estaba a cargo de la seguridad en la frontera. Las relaciones entre estas dos ramas de un servicio de espionaje nunca son cálidas, como lo sabe cualquiera que haya seguido la historia de las luchas internas entre la CIA y el FBI. En nuestro caso, ahora eran realmente muy frías. Me negué a entregar una lista que identificaba a nuestros agentes y a otros informantes que necesitaban cruzar la frontera, pues ese paso habría determinado que fuésemos vulnerables a la traición de los oficiales que actuaban en departamentos sobre los cuales yo no ejercía ningún control.

Se necesitaron semanas —meses, en algunos casos especialmente difíciles— hasta que pudimos alcanzar un nuevo modus vivendi. Nos encontramos en la paradójica situación de que los controles impuestos por nuestra gente eran mucho más draconianos y difíciles que los que imponían los alemanes occidentales. Un caso que resultó para mí un auténtico dolor de cabeza fue el de Freddy (no es su nombre real), nuestro informante más importante en la dirigencia socialdemócrata de Berlín Occidental. No indico aquí su nombre con el único fin de evitar problemas a su familia, pero los socialdemócratas de aquel entonces ciertamente sabrán quién es. Una figura de actitudes exageradas y un bon vivant, era una voz estridente y persuasiva en el ejecutivo del Partido Social Demócrata (SPD), y tenía buenas relaciones con Bonn, más influencia sobre el trono que sobre el monarca, pero pese a todo no menos útil por esa característica. Había regresado de la cautividad norteamericana no mucho después del final de la guerra, y la experiencia le traía malos recuerdos. Miembro del partido en su juventud, se lo había atraído a la red de inteligencia. De hecho, en 1950 había sido infiltrado en el SPD por orden de uno de nuestros veteranos responsables, Paul Laufer, que más tarde sería el encargado de dirigir a Günter Guillaume, el espía que trabajó en el despacho del canciller Willy Brandt.

Freddy abrazó complacido la causa socialdemócrata, y desilusionado por los hechos acaecidos en el Este, dejó de considerar la causa comunista como suya. Durante un tiempo, pareció que lo habíamos perdido. Pero éramos tenaces con la gente que deseábamos retener. Me ocupé del caso en persona, en un esfuerzo por conseguir la información de elevada calidad que como yo bien sabía él atesoraba acerca de las luchas internas en el SPD en referencia a la política de esta organización hacia Alemania Oriental. De todos modos, se negó categóricamente a hablar frente a un grabador, o a decirnos nada acerca de sus colegas que actuaban en la Oficina Oriental del SPD, la organización de Berlín Occidental que trabajaba para restaurar la socialdemocracia en el Este; a nuestro juicio, una de las instituciones más traicioneras que operaban del otro lado del Muro. Los intentos de atraerlo a las discusiones políticas siempre desembocaban en terribles discusiones, en el curso de las cuales Freddy condenaba a Ulbricht por entender que era un idiota estalinista.

Al principio, Freddy y yo nos reuníamos en un pequeño apartamento utilizado como piso franco por nuestro servicio en el distrito de Bohnsdorf, en el sector meridional de Berlín Este. Pero la atmósfera era tensa, y en 1955 concebí la idea de cambiar el lugar de encuentro a una pequeña e informal casa de campo perteneciente a conocidos de mis tiempos en Moscú. Aproveché el optimismo engendrado por el Vigésimo Congreso del Partido para mejorar nuestra relación. Freddy se sentía impresionado por el rechazo de Stalin y sus crímenes que se manifestaba en Khruschov. «Ya lo ve —decía triunfante—, yo tenía razón. Yo le decía que las cosas debían cambiar». Compartía con él mi propio entusiasmo por el «Nuevo rumbo» de Moscú; ahora estábamos en libertad de comentar el pasado y discutir los problemas del partido, la libertad cultural, la economía, etcétera, y nos sentábamos horas enteras en una minúscula habitación cargada de humo, discutiendo el futuro de la Unión Soviética y sus aliados. Finalmente yo estaba obteniendo algunos resultados. Para mí era evidente que Freddy toleraría su papel como informante sólo si nuestra relación se basaba en la amistad. Tampoco se oponía a una francachela ocasional con abundante consumo de bebidas, de modo que, antes de que cumpliese cincuenta años, lo invité a reunimos en una pequeña villa de Rauchfargswerder, a orillas de un lago, la misma que habíamos usado la desastrosa noche de la «malina». Aquí, a salvo de miradas indiscretas, nos sentamos una tarde de verano trasegando el chispeante vino frío, y a medida que avanzó la velada, un cajón de cerveza. Tuve que beber mucho para mantenerme a la par de mi nuevo amigo, y antes había advertido a mi ayudante, responsable de llevarnos, traernos y cuidar que nadie nos molestaría, que debía mantenerse sobrio como un juez, de modo que cuando lleváramos a Freddy de regreso al Oeste por lo menos uno de nosotros mantuviese la cabeza clara.

A esta altura de las cosas Freddy estaba descontrolado, y manifestaba todos sus agravios acerca de la norteamericanización de la República Federal, y expresaba todo su desprecio acerca de la política y la vida personal de Willy Brandt, el astro político en ascenso de Berlín Oeste. Poco antes de la medianoche regresamos a la ciudad. Ordené al chófer que estacionara el coche a cierta distancia, y los dos avanzamos con paso inseguro, y atravesamos el silencioso parque Treptow, en dirección a la frontera. Precisamente habíamos llegado hasta el lugar en que los guardias fronterizos podían escucharnos, cuando Freddy prorrumpió en canciones revolucionarias, y comenzó a entonar Cuando marchábamos tomados del brazo y La Internacional. Yo recobré de inmediato la sobriedad, ordené a Freddy que callase, utilizando términos poco fraternales, y dije al chófer que nos llevase al siguiente punto de cruce, donde dejamos a Freddy. Después de J advertirle que mantuviese la cabeza inclinada y de que debía decir lo mínimo indispensable en la frontera, regresé a la protección de las sombras J para observarlo mientras cruzaba.

Yo tenía el corazón en la boca, pues él había llegado a esa etapa de desinhibición alcohólica caracterizada por el total desprecio por las consecuencias de lo que uno dice o hace. Mi principal temor era que uno de los policías | del lado occidental lo identificara como una celebridad local, y observase que estaba cruzando completamente borracho en medio de la noche; un escándalo que podía destruir su carrera, aunque nadie sospechara su compromiso con el espionaje. La figura tambaleante se acercó al puesto de control. En el último momento se volvió, movió triunfante los brazos y gritó en dirección al lugar en que yo estaba: «¡Tú y yo beberemos juntos mil copas más!».

Juré por lo bajo, pero nada podía hacer. Durante los días siguientes exploré ansioso los diarios en busca de las posibles repercusiones. Pero los borrachos tienen una suerte endemoniada, y la reputación de Freddy se mantuvo intacta.

Para las figuras de carácter público siempre era más peligroso asistir: a reuniones en el Este pasando por los puntos oficiales de cruce. Con el tiempo, Freddy modificó gradualmente su opinión de Brandt, y se convirtió en íntimo colaborador del joven alcalde. Ya no podía arriesgarse a llegar francamente hasta nosotros, borracho o sobrio. Nos vimos obligados a buscar una nueva solución y apelamos a un ambiente minuciosamente planeado y complejo desde el punto de vista operativo, para realizar nuestros | intercambios de opiniones: me refiero a la ruta seguida por el tránsito aliado que atravesaba el territorio alemán oriental para llegar a Berlín.

Supusimos que el camino estaba muy bien vigilado por el contraespionaje alemán occidental, lo mismo que sucedía de nuestro lado. Ambos grupos de agentes de la ley anotaban la hora en que cada automóvil entraba en la autopista y la hora en que salía, tanto en Berlín Occidental como en la frontera de Alemania Occidental. Había también un riguroso límite de velocidad de 100 kilómetros por hora, de modo que el tiempo necesario para cubrir la ruta podía calcularse casi con exactitud, y no era posible detenerse para algo más que un brevísimo intercambio de material confidencial.

Más aún, nuestra propia policía de tránsito vigilaba las áreas de descanso y los sectores con curvas utilizando cámaras de observación. Yo no sentía ningún entusiasmo por informar los detalles de mi trabajo al contraespionaje, de modo que decidí evitar la formalidad de pedirles que suspendiesen la observación mientras me reunía con mi agente. En cambio, con el acuerdo de Freddy, concebimos un modo mucho más sugestivo y cómodo de mantenernos en contacto. Encaré este sistema con cierta vacilación, pero por muy veterano que sea, un espía es siempre un aventurero, y aún me agradaba arremangarme y correr de tanto en tanto algunos riesgos. Convinimos que Freddy saldría de Berlín Occidental al caer la tarde, de modo que la luz habría disminuido cuando se realizara nuestro encuentro. Diagramó el viaje del modo que coincidiera con actividades partidarias en Bonn, lo cual representaba una cobertura plausible.

Poco antes de que él partiese de Berlín Oeste, salí del sector Este en un Mercedes azul oscuro con matrícula de Colonia y un chófer provisto de documentos occidentales falsos. Como en el Oeste nadie conocía mis rasgos físicos, no me molesté en disfrazarme, y elegí sencillamente las ropas típicas de un empresario. En la primera gasolinera fuera de la ciudad, en la autopista Berlín-Múnich, ordené a mi chófer que se detuviese para llenar el depósito y beber una taza del aguado café alemán oriental. Allí me senté a esperar, hasta que vi pasar el automóvil de Freddy.

La situación fue muy divertida. Los conductores de camiones de Alemania Oriental —que me tomaron por un hombre del sector occidental, después que les ofrecí cigarrillos de ese origen— comenzaron a quejarse de la situación en Alemania Oriental. Era una oportunidad especial de saber lo que la gente común pensaba en realidad, desde el puesto tan alto que yo ocupaba en la jerarquía del sistema alemán oriental. Si hubieran sabido que estaban quejándose directamente ante un alto jefe de la Stasi, se habrían sentido horrorizados. Recuerdo que un camionero maldijo los privilegios de la élite alemana oriental después que yo les explicara que era un corredor de comercio proveniente del Ruhr, y un hombre a quien el éxito sonreía. «Esos apparatchiks nuestros probablemente viven tan bien como usted —dijo—. La diferencia es que usted hace algo y ellos no». El auténtico Markus Wolf se sintió un poco molesto con esta opinión, pero yo me limité a hacer un gesto con la cabeza para manifestar mi acuerdo.

Apenas Freddy dejó atrás el área de descanso a sus reglamentarios 100 kilómetros por hora, puse en el parabrisas un distintivo especial que nos permitía conducir a una velocidad mayor que la autorizada, precisamente lo que mis amigos los camioneros habían estado criticando. Nos lanzamos a unos 150 kilómetros por hora, el tiempo y la distancia calculados de manera que pudiésemos alcanzar el vehículo de Freddy precisamente al aproximarnos a una de las salidas de la Autobahn, reservada para los camiones de transporte de madera y la policía. Después nos internamos en el bosque, fuera de la vista de las cámaras de vigilancia y los demás. En silencio, y con toda la rapidez que su físico corpulento se lo permitía, Freddy pasó a mi automóvil y mi chófer al suyo. Después, los dos vehículos se pusieron en marcha, volviendo a la autopista con los faros apagados, de manera de no ser sorprendidos por las cámaras o por alguna patrulla que volara sobre nuestras cabezas. Hubo un momento de regocijo cuando nos dimos cuenta que habíamos completado con éxito la delicada maniobra. «Esto es mucho más interesante que la política», dijo entusiasmado Freddy.

El permiso que me autorizaba a sobrepasar el límite de velocidad nos aseguró tiempo suficiente para conversar. Mientras nos desplazábamos por la Autobahn, charlábamos cómodamente y Freddy me entregaba | algunos materiales. El encuentro me ofreció también la oportunidad de darle instrucciones en un ambiente de absoluta reserva. Poco antes de la salida, pudimos detenernos en otro lugar de estacionamiento, protegidos por la oscuridad, y allí esperamos que nos alcanzara el vehículo de Freddy (con mi chófer). Freddy regresó a su automóvil. El problema con este truco era que no sólo nosotros lo habíamos descubierto. A medida que pasó el tiempo, los servicios occidentales también empezaron a usarlo, y otro tanto hicieron las docenas de organizaciones que comenzaron a ayudar a los alemanes orientales a escapar en los maleteros de los automóviles. Las salidas ilegales y las gasolineras se convirtieron en centros que atraían cada vez más el interés de nuestro contraespionaje. Este último comenzó a cerrar cada vez más la red, y yo temí que un día uno de mis colegas del contraespionaje descubriese alguna de mis reuniones. Tuve que modificar mi decisión anterior y pedir que las cámaras que vigilaban esos lugares de escala fuesen desconectadas mientras se llevaba a cabo algún encuentro de agentes extranjeros conmigo o con alguno de mis subordinados.

Este sistema funcionó un tiempo, pero después temí que la inteligencia alemana occidental descubriese el modo de controlarnos; cuando las cámaras de vigilancia se apagaran durante diez minutos o más, se haría evidente que estaba en desarrollo alguna operación sospechosa, lo que aumentaría los controles en el extremo opuesto. Con el tiempo, volví a los antiguos métodos y me arriesgué a realizar la operación sin poner en antecedentes al contraespionaje. Mi organización del viaje era tan puntillosa y exacta que jamás me sorprendió ninguno de los dos bandos. El método funcionó no sólo en beneficio de Freddy, sino también de un buen informante político de Bonn, un liberal llamado William Borm, que nos facilitaba información acerca del parlamento de Bonn.

Freddy falleció pocos años más tarde; el corazón le falló un par de días después de una de nuestras entrevistas en la Autobahn. Imagino que su constitución no pudo soportar esa vida política sumamente intensa, y los excesos de la bebida y la comida, además de la tensión suplementaria del trabajo clandestino con nosotros. Pero después del dificultoso período inicial, nunca se lamentó. Se sentía atraído por la excitación y el sentimiento de que estaba protagonizando algo especial. Como empleadores honorables, siempre reservábamos una pensión para la esposa de los agentes, incluso si, como en el caso de Freddy, ella no estaba informada del trabajo que su marido realizaba. Ahora nos encontrábamos en la embarazosa posición de tener que enviar un funcionario a decirle que ella tenía derecho a una suma, teniendo en cuenta que su marido había trabajado para el Este. Yo no sé si ella tenía sospechas acerca de él, pero la mujer recibió la noticia con mucha serenidad. Una cosa que me enseñó mi profesión es que las mujeres saben acerca de sus maridos mucho más que lo que ellos creen.

Incluso después de la construcción del Muro, durante un tiempo algunos tramos de la frontera en el campo continuaron siendo permeables. Era la oportunidad para colocar en la República Federal a algunos agentes científicos y técnicos, incluso varios que no habían completado su entrenamiento; pero debíamos ser cada vez más hábiles a la hora de falsificar sus identidades. Las autoridades occidentales comenzaron a reclamar más prueba de identidad y más detalles biográficos. El uso de computadoras también facilitó el cotejo de la información con las de archivos que funcionaban en el exterior o de diferentes autoridades.

Pero apenas los alemanes occidentales ideaban nuevos medios de investigar a los infiltrados, nosotros también concebíamos otros medios de engañarlos. Era una carrera maravillosa y muy interesante. Por ejemplo, teníamos la ventaja de que podíamos usar la identidad de personas muertas en los bombardeos de Dresde como tapadera de los agentes instalados en el Oeste; pero siempre existía la posibilidad de que apareciese un sobreviviente desconocido y destruyese la cobertura del agente. Eso sucedió cada vez con mayor frecuencia cuando la red de computadoras del contraespionaje alemán occidental se amplió y profundizó, de modo que con el tiempo suspendimos esta macabra maniobra.

Pero también tenía muchas dificultades con nuestra propia gente, que trataba de centralizar los archivos. Erich Mielke, mi superior como ministro de Seguridad del Estado, ansiaba con desesperación que yo le entregara un índice central de agentes. Me negué de plano. La disputa en relación con este punto persistió hasta el día en que abandoné el cargo. Puedo afirmar con orgullo que, durante mi desempeño en el puesto, en ningún lugar de mi directorio existía una sola nómina de todos nuestros espías. Yo había decidido que ningún fichero de tarjetas y ningún disco de computadora recogería jamás todos nuestros detalles operativos. En cambio, organicé un proceso gracias al cual la identidad de una fuente podía determinarse disponiendo sólo de tres a cinco detalles básicos. Antes de que fuese posible continuar la búsqueda, cada detalle debía compararse con los restantes. En efecto, teníamos tarjetas con información acerca de quizá centenares de miles de individuos, incluso muchos nombres de Occidente, que formaban una amplia gama, desde los miembros del Bundestag hasta los gerentes de la industria y miembros de la Comisión Aliada de Control. En cada departamento se llevaban diferentes registros de tarjetas referidos a nuestra propia gente; un departamento atendía a lo sumo de sesenta a cien fuentes, agentes, correos, etcétera. Cada tarjeta incluía un nombre en clave, el domicilio, el territorio y el número de orden. El número se refería a un legajo que contenía información real acerca del espía en cuestión. La pequeña pila de tarjetas en cada departamento generalmente estaba a cargo de un oficial superior de confianza. La persona que pedía un legajo debía justificar su reclamo ante este funcionario, y si en efecto el legajo cubría a un espía, el responsable tenía preparada una historia de cobertura. En tiempo de guerra o en momentos de acentuada tensión, la tarea del oficial sería llevar el legajo del espía desde el ministerio a nuestro cuartel general temporal.

La persona no autorizada que buscando datos intentara abrirse paso por este camino de tarjetas y archivos se encontraría debatiéndose en una enorme cantidad de papeles. Esa llamativa actividad destinada a cotejar el nombre en clave de un agente con el auténtico inevitablemente llamaría la atención, todo lo contrario de lo que sucedería si estos diferentes archivos, estuviesen en discos de computadora. El engorro de la operación me inquietaba poco, porque mis oficiales superiores y yo recordábamos los nombres de los agentes más importantes. Desde que utilicé por primera vez el modelo de la telaraña para identificar las relaciones entre las redes de espionaje existentes en Alemania después de la guerra, descubrí que era muy fácil agregar nombres diferentes a mi archivo mental. Rara vez tuve que recordar la identidad real de un agente o su campo de operaciones. A su modo, esta descentralización aumentaba nuestra seguridad. Cuando alguna vez sufrimos actos de traición en nuestras filas, el funcionario infiel sólo sabía de los caso que atendía personalmente, o conocía los rumores que había recogido en el curso de charlas informales; algo que, por mucho que uno desaliente esa práctica, siempre se manifiesta en una gran organización.

Durante la década de los cincuenta pudimos reclutar mucho personal en el seno de las familias aristocráticas de Alemania Occidental. Algunos creían que debían expiar su culpa de clase; la clase que no había impedido el ascenso de Hitler al poder. Otros comprobaban que no se les había reservado ningún papel, y que en la nueva República Federal incluso se les prohibía usar sus títulos. A muchos los había distanciado la posición antinacionalista y pronorteamericana del canciller Adenauer. Aún experimentaban el firme deseo de participar en los asuntos del Estado, y muchos concebían su propia cooperación como una suerte de actividad diplomática secreta. Jamás conocí a ninguno que se viera a sí mismo como un traidor.

De todos modos, algunos fueron traicionados por Max Heim, el jefe de la sección responsable del trabajo contra el gobernante Partido Demócrata Cristiano de Alemania Occidental, una división del Departamento 2. Desertó unos dos años antes de la construcción del Muro, reveló el estado de nuestro conocimiento acerca de los partidos gobernantes de Bonn, y después llevó a la contrainteligencia alemana occidental hasta varios de nuestros agentes.

Entre ellos estaba Wolfram von Hanstein, que había utilizado su destacado cargo público en el Oeste para crear diferentes y útiles contactos. Su padre y su abuelo eran renombrados académicos y autores, y Hanstein deseaba continuar la tradición de caballeros eruditos que caracterizaba a su familia. Antes de la guerra se ganaba la vida, y se labró una modesta reputación, escribiendo novelas históricas. Se negó a ser movilizado y pasó la guerra en la clandestinidad, por fin fue tomado prisionero por los soviéticos, y en esas circunstancias se pasó al comunismo. Se instaló en Dresde y se consagró a la causa comunista. Antes de que von Hanstein y su esposa pasaran al Oeste respondiendo a nuestro pedido, legaron al Estado su villa en Dresde y los terrenos circundantes, y la propiedad pasó a manos del Ministerio de Seguridad del Estado. En Bonn, su concepción humanista y el apellido de su familia lo ayudaron a elevarse pronto a los niveles más altos del principal grupo de derechos humanos de Alemania Occidental. Mantenía relaciones amistosas con Heinrich Krone, ministro especial de Adenauer en problemas de seguridad, y con Ernst Lemmer, el ministro demócrata cristiano que supervisaba las relaciones entre los dos estados alemanes. También nos entregaba prodigiosamente informaciones acerca de la actividad de la Oficina Oriental del SPD, y además consiguió infiltrar muchas otras organizaciones anticomunistas. Incluso cuando fue condenado a seis años de cárcel, continuó trabajando desde la prisión de modo diligente y estableció contacto con otros tres encarcelados, que más tarde trabajaron para nosotros. Después de su liberación, von Hanstein pidió volver a Alemania Oriental, donde falleció en 1965.

Otro agente traicionado por Max Heim fue el barón Heim von Epp. Descendiente de un noble que había apoyado a Hitler desde los primeros tiempos del movimiento nazi, trató de expiar la vergüenza de su familia trabajando para nosotros. Cuando fue descubierto y encarcelado, lamenté ver que se alejaba, aunque el hecho no me sorprendió del todo. Hombre inestable, el barón se había acercado a nuestro servicio afirmando que estaba dispuesto a emprender actividades terroristas; y se sintió decepcionado cuando le dijimos que necesitábamos una ayuda más discreta y diligente, que consistía en desenterrar útiles datos confidenciales.

Antes de las elecciones de 1969, que dieron a los socialdemócratas los mejores resultados en la posguerra, y les allanaron el camino al poder, para nosotros fue sobremanera importante seguir de cerca los cambios en el entorno de Bonn. En el momento preciso, apareció uno de los agentes más excéntricos que tuve el placer de conocer, el magnate Hannsheinz Porst. He lidiado con toda clase de intelectos que se consagraban a la causa comunista por toda suerte de razones, algunas nobles y otras venales, pero nunca había visto una figura tan imperiosa y, a su manera tan peculiar, también honesta. Era menudo y dinámico, con el estilo enérgico de un joven empresario. En primer lugar, debí acostumbrarme al hecho de que durante nuestras conversaciones sólo uno de sus ojos me mirara; el otro había resultado dañado el último día de la guerra, cuando una granada le estalló en la cara.

Establecimos nuestra relación con Porst gracias a su primo, un hombre llamado Karl Bohm. Ambos crecieron en Nuremberg y, durante la niñez de Porst, su primo Bohm, había representado el papel de hermano mayor, confidente y fuente de inspiración. Poco después que los nazis se adueñaron del poder, Bohm fue detenido por comunista y sentenciado a seis años en el campo de concentración de Dachau. El joven Porst no pudo comprender por qué su respetado pariente le había sido arrebatado, y esperó ansioso su regreso, a pesar de las discretas advertencias de sus padres que le explicaron que la gente a veces no regresaba de los campos de concentración.

Una vez concluida la condena, el padre de Hannsheinz dio trabajo a Karl en su pequeño estudio de fotografía. Se trataba de una actitud valerosa en un individuo apolítico, pero él tenía la reputación de ser un trabajador laborioso que se mantenía al margen de las situaciones difíciles. El negocio de fotografía se expandió durante los años treinta y, cuando estalló la guerra, el padre de Porst había organizado una empresa que prosperó tomando fotografías de apuestos jóvenes de uniforme, a menudo las últimas fotos que verían sus esposas y las respectivas familias.

A causa de su pasado comunista, Bohm fue a parar a uno de los temibles Strafbataillons. Los nazis enviaban allí a los soldados a quienes consideraban indignos de confianza desde el punto de vista ideológico, y los trataban consecuentemente asignándoles misiones suicidas. Pero Bohm sobrevivió a la guerra. El joven Porst servía en el frente como oficial de artillería antiaérea. Cuando volvieron a encontrarse, decidieron crear juntos una editorial. Porst más tarde me dijo: «Karl me hablaba de sus ideas de izquierda en favor de una sociedad nueva y pacífica, y en medio de la hipocresía que se dio después de 1945, me alegré muchísimo de escuchar a un hombre que decía esas cosas, que estaba dispuesto a afrontar la persecución por ellas, un hombre en quien la teoría y la práctica no se contradecían».

Después de la guerra, Bohm continuaba hablando sin disimulo en favor del comunismo, y en consecuencia las autoridades norteamericanas negaron una licencia comercial a los primos. Irritado, Bohm huyó al Este, separándose así de su primo Ports. A su vez, este pasó a trabajar para su padre y demostró ser un joven y talentoso empresario, que presidió la gran expansión de la compañía durante diez años. Con su participación en las ganancias de la empresa, compró una imprenta en las afueras de Nuremberg, la que terminó siendo uno de las empresas de impresión más importantes y rentables de la nueva Alemania Occidental.

Bohm también se abrió paso, aunque en un mundo distinto, con diferentes valores, y alcanzó éxito en el mundo editorial de Alemania Oriental, que estaba controlado por el Estado a través del Ministerio de Cultura. El puesto de Bohm era la dirección de la Oficina de Literatura (Amt für Literatur). Esta oficina incluía lo que se denominaba una residencia legal de mi departamento de Inteligencia Exterior, un reducido equipo de uno o dos funcionarios que trabajaban en la división editorial del ministerio. No sé si Bohm les habló de Porst, o si como se decía entonces el primer contacto fue accidental. En todo caso, los dos agentes clandestinos fueron a hablar con el joven empresario en la feria comercial de Leipzig, y comprobaron que simpatizaba con las preocupaciones del Este acerca del rearme alemán. Se decidió abordar a Porst: se le pidió que se incorporase a la Unión Demócrata Cristiana de Adenauer y nos informase de lo que allí sucedía.

Esto fue un poco excesivo para ese empresario de espíritu independiente. Arregló un encuentro con su primo, y le dijo que de buena gana ayudaría al Este a descubrir más elementos acerca de la política alemana occidental, pero que no sería su títere. Quiso la suerte que yo visitase a Bohm ese verano en Karlsbad, la localidad checa donde recibía tratamiento para aliviar la elevada presión sanguínea. «Mi primo es muy independiente —me dijo Bohm—. No aceptará que lo engañen ni que le den órdenes. Pero desea tener conversaciones acerca del panorama político global conformado por las dos Alemanias. ¿Por qué usted mismo no se hace cargo del asunto?».

Mi primer encuentro con Porst fue en la casa de fin de semana de Bohm, en las afueras de Berlín Oriental. Porst no se molestó en callar sus críticas a la República Democrática Alemana. Cuando traté de argüir que muchos de nuestros excesos eran respuestas a amenazas de Occidente, meneó la cabeza como un consultor empresario que examina una fábrica mal dirigida, y me dijo que nosotros provocábamos la mayoría de nuestros problemas, empezando por el tratamiento descortés a los viajeros en la frontera, y terminando con la burocracia y la ineficiencia que agobiaban a nuestra economía. «Mire esas terribles tiendas estatales —farfulló—. Si yo las dirigiera, podrían ser tan atractivas y rentables como mis tiendas de fotografía».

En aquellos tiempos yo todavía me mostraba un tanto sensible a ese género de críticas, pues me aferraba a la mentalidad que establecía que uno debía contemplar el lado positivo de todas las cosas que fueran socialistas. Me irritó que me leyera ese catálogo de fracasos, y de un modo tan desapasionado. Pero debía aceptar ciertos aspectos, por ejemplo el carácter tremendamente sombrío y parcial de nuestros medios de difusión.

A pesar de sus críticas generales al Este, Porst creía que el sistema socialista que allí imperaba, sobre todo su sistema de bienestar y su tradición antifascista, representaban alternativas meritorias frente al capitalismo alemán occidental. Una sutil indicación de esta tendencia política era la fórmula que él había concebido para compartir la propiedad con sus empleados. Como muchos de nuestros empresarios que eran también agentes, Porst buscaba de manera constante un modo de satisfacer la faceta más imaginativa de su carácter. Podía pasar al instante de un análisis implacable de su propia decisión de introducir cámaras japonesas y artículos electrónicos en el mercado alemán —la estrategia que le había permitido ganar millones— a la exposición de visiones románticas referidas a una Europa socialista mejor y más justa.

Yo me sentía fascinado por los detalles de su trabajo, y ansiaba saber más acerca del mundo del gran capital, al que condenábamos pero no comprendíamos realmente. Por otra parte, él deseaba discutir la teoría marxista. Quizás en mí hubiera un capitalista que intentaba desprenderse del socialismo, y sucediera lo contrario en él. En todo caso, establecimos una estrecha asociación que fue más allá de los detalles del espionaje.

Me dijo que no podía considerar la idea de unirse a los demócratas cristianos, pues le desagradaban su veta militarista y sus valores prusianos. Le recordaban al Partido del Centro, el organismo católico conservador de la preguerra, cuya ineficacia se había comprobado cuando debió enfrentar la amenaza de Hitler. En cambio, se incorporó al FDP[10], el centro político natural de los empresarios. Utilizando en este partido centrista de la posguerra sus estrechos vínculos previos, pudo sondear a figuras principales como Walter Scheel, que más tarde fue presidente de Alemania Occidental, y Erich Mende, líder del partido de los demócratas: liberales. Mende no sospechaba la condición de agente de Porst, pero conocía sus relaciones con la República Democrática Alemana. En el caso de algunas figuras públicas, existía una delgada línea divisoria entre el discurso común y corriente y la cooperación con una potencia extranjera.

En 1963, cuando el viejo Adenauer finalmente fue obligado a renunciar, su sucesor Ludwig Erhard ofreció a Mende un lugar en el gabinete. Este, que era un liberal tenaz, se oponía a llevar a su pequeño partido a una coalición con un gobierno conservador, pero yo comprendí que Mende simpatizaba con la idea de la distensión, y persuadí a Porst de que convenciera a su amigo de que valía la pena incorporarse al gobierno. Mende finalmente se desempeñó como ministro de Asuntos Alemanes, y en ese cargo —a mi juicio— fue un hombre susceptible a nuestra influencia.

Jamás habríamos abordado a un ministro con el torpe pedido de que se convirtiera en una fuente formal. Pero mientras él hablase con amplitud a viejos amigos y colegas que nos informaban, no necesitábamos dar ese paso. Incluso asignamos a Mende un nombre en clave: Elk. Este género de casos, en los que a una figura pública se asignaba un seudónimo en un archivo que contenía sus opiniones, provocó mucha confusión después del derrumbe de Alemania Oriental. Se suponía que una tarjeta marcada en nuestro sistema de archivo significaba que el sujeto se había comprometido conscientemente con nosotros. Pero había mucha gente a la cual, como fuentes, satisfacía mantenerse en un grisáceo terreno intermedio, y a ellos no se les presionaba demasiado, no fuese que recordasen la lealtad que debían a su propio país y se alejasen de nosotros.

Cuando decidimos explorar los antecedentes de Hans-Dietrich Genscher, ministro de Relaciones Exteriores, en busca de material comprometedor, le asignamos el seudónimo de Tulipán. Después de 1989 él lo descubrió y el hecho lo irritó terriblemente. Siempre había sido especialmente circunspecto en sus contactos, porque provenía de Halle, en el Este, y conocía nuestros métodos en la medida suficiente para adivinar que debíamos prestarle mucha atención. Por supuesto, exploramos su pasado con minuciosidad, leímos la correspondencia entre él y viejos amigos y su familia en la nativa Halle, y lo manteníamos vigilado cuando llegaba de visita. Se habían suscitado interrogantes acerca de la relación de Genscher con las autoridades soviéticas en su época de estudiante en Halle, y por nuestra parte las investigamos de manera exhaustiva. Puedo afirmar con confianza que Genscher no tenía nada que ocultar en su pasado juvenil.

Poco después de unirse a los demócratas liberales con el fin de trabajar en favor de nuestra causa, Porst se acercó con un pedido desusado. Deseaba convertirse en miembro de nuestro Partido Socialista Unificado. Esto era nuevo para mí. Consulté a varios camaradas que conocían perfectamente los estatutos del partido. Contestaron que en rigor era imposible que alguien que no fuese un ciudadano alemán oriental se convirtiese en miembro de derecho pleno del partido. Incluso la rama de nuestro partido en Berlín Occidental estaba registrada como una organización diferente, el Partido Socialista Unificado de Berlín Oeste.

Pero yo argumenté que mal podíamos negar la afiliación al partido aun hombre que trabajaba para nuestra causa en el Oeste, y así se creó una excepción. Después de dos años como aspirante, el período de tiempo en que los jóvenes comunistas debían demostrar que poseían madurez y responsabilidad suficientes para ser confirmados, nuestro empresario fue recibido en el seno del partido, siendo el primer y el último millonario que militó en sus filas. Le mostramos su pequeña credencial roja, pero la retuvimos en Berlín Este, guardada en una caja fuerte. Se quedó un poco decepcionado cuando sucedió esto, pero nosotros nunca permitíamos que tales documentos salieran de nuestras manos cuando el titular operaba en el exterior. «No puede llevar consigo la credencial —dije para consolarlo—. ¡Imagine qué sucedería si se le cae la billetera y la policía comprueba que el magnate Hannsheinz Porst es nada menos que un comunista alemán oriental!».

Los contactos de Porst, tanto en el mundo empresario como en las esferas políticas, eran tan importantes para nosotros que decidimos enviar un oficial de enlace que le facilitara todo lo posible el envío de sus informes. Sin duda, no se veía en el papel de espía, y nunca se habló de entrenarlo en los métodos conspirativos. Un oficial, cuyo nombre en clave era Optic, le fue asignado bajo una falsa identidad y una historia que afirmaba que había escapado del Este. Optic se convirtió en el tutor privado de los hijos de Porst, lo que le facilitó una excusa para estar en la casa. Pero Optic era mucho más que un correo. Complementaba los informes de Porst con sus propios contactos en Bonn, y también en el Instituto Industrial Alemán y las diferentes asociaciones empresarias. Esta situación continuó desarrollándose hasta el punto en que tuvimos que designar a otro residente, bajo el nombre en clave de Eisert, para apoyar a Porst y a Optic.

Nuestros primeros temores en relación con Porst llegaron a principios de la década de los sesenta, cuando descubrí que había compartido el secreto de sus actividades con su secretario privado Peter Neumann. Sospecho que este error se debió a la particular mezcla de ingenuidad y arrogancia de Porst. En su condición de acaudalado empresario con millares de empleados, varias mansiones y un avión personal a su disposición, sencillamente esperaba llevar una vida tan cómoda como fuera posible, y que su personal le demostrara una lealtad sin tacha. Pero se equivocaba.

Sin embargo, por el momento todo se desarrolló bien. Porst y yo dedicamos horas enteras a discutir el modo de orientar la industria y el comercio alemán interior de manera que fuese posible superar la doctrina Hallstein del gobierno de Bonn, de acuerdo con la cual se negaba el reconocimiento a cualquier país que, a su vez, reconociese a Alemania Oriental, lo cual los obligaba a elegir, y por lo tanto disuadía de dar ese paso a todos los países, excepto los que eran pro-soviéticos. En cierto sentido, nuestros contactos con la gente como Porst nos aportaban una semblanza de contacto diplomático con el Oeste, aunque en un nivel encubierto.

Porst habló de la posibilidad de crear una revista de noticias para promover la distensión entre las dos Alemanias, en un momento en que los medios alemanes occidentales se oponían enérgicamente a esa actitud. Yo me mostré escéptico con respecto a la posibilidad de que un elemento extraño pudiese llevar adelante el proyecto pero, con gran sorpresa de mi parte, Porst consiguió poner en marcha un canal de televisión y un suplemento periodístico de la radio denominado RTV, como base de una revista más amplia que ejercería mayor influencia política.

Luego, en 1967, llegó el desastre. Porst fue traicionado por Neumann, y para nuestra mayor consternación la prueba incriminadora fue apoyada precisamente por Optic, quien probablemente salvó su pellejo informando acerca de Porst.

En una declaración que hizo después de su detención, Porst continuó sosteniendo que su cooperación con mi servicio no implicaba traición. Su dramático alegato decía:

Es cierto que soy millonario y marxista. En otros tiempos fui miembro del Partido Democrático Libre [Liberal] de Alemania y del Partido Socialista Unificado [Comunista] de Alemania. Entregué a los demócratas liberales dinero para sus campañas, al mismo tiempo que pagaba mis cotizaciones al Partido Socialista Unificado. Vivo aquí y sostengo discusiones políticas allá.

¿Eso es realmente una contradicción tan grave?

Respondo por la negativa.

Por desgracia, el fiscal del Estado no aceptó esta lógica, y el tribunal sentenció a Porst a dos años y nueve meses de prisión. A lo largo del juicio Porst jamás perdió el dominio de sí mismo. Cuando se le pidió que describiese sus contactos conmigo, dijo al tribunal:

El general Markus Johannes Wolf… podía ser cordial, aunque manteniendo las distancias. No se negaba a discutir ideas, aunque estas no pertenecieran al repertorio oficial. Posee características parecidas a las mías, viste trajes bien cortados y no carece de humor. Debo decir que no todos eran así.

Durante años, esta amable descripción de mi persona apareció en los periódicos, acompañada por la foto de un hombre de aspecto afable, que ciertamente no era yo. Nunca supe quién era, pero imagino que como en el Oeste no tenían fotos mías, se arreglaron como pudieron.

Por supuesto, hoy en la ex Alemania Oriental los rojos anuncios de neón de la cadena de estudios fotográficos Porst parpadean en los centros urbanos, lo mismo que en el resto del país. De modo que en definitiva mi amigo realizó su deseo, que era ver cómo el mercado funcionaba lucrativa y eficientemente en el Este. El aspecto lamentable e ingrato que afectó la vida de ambos es que para llegar a eso se necesitó el derrumbe de un sistema en el cual creían la mitad de su persona y la totalidad de la mía.

La clausura de la frontera significó que los métodos de mi servicio inevitablemente empezaron a ser más complicados, y por desgracia más costosos. La comunicación con las fuentes, el traslado de agentes, la preparación de nuevos contactos: todo exigía divisas fuertes, y ahora era más difícil conseguirlas. También las necesitaba para pagar la ayuda técnica a los agentes, los aparatos de escucha, los equipos de radio de alta frecuencia, las máquinas descifradoras y otros equipos en referencia a los cuales estábamos quedando rápidamente rezagados si nos comparábamos con Estados Unidos y Alemania Occidental. Nuestra mayor esperanza era comprar alguno de los últimos equipos y tratar de copiarlo a poco costo. Casi la totalidad de dicho equipo estaba en la lista controlada por los norteamericanos que especificaba los artículos cuya exportación estaba prohibida al bloque oriental, de modo que teníamos que hallar personas que obtuviesen el equipo sin ser rastreadas. También necesitaba divisas fuertes para pagar a los agentes destacados en el Oeste y agasajar a los posibles informantes. No podíamos ahorrar en este rubro. A los occidentales les agradaba ser cortejados por un servicio de espionaje, y cuanto más lujosa la bienvenida mayor la posibilidad de que se sintieran halagados y respondieran de manera positiva. Si uno de mis agentes en Alemania Occidental había conseguido acercarse a una figura política, diplomática o empresarial en Bonn y lo invitaba a beber una copa o a comer, necesitaba ir a un restaurante de categoría; no muy ostentoso ni elegante, sino el tipo de lugar apropiado y sólido que sugiere una fortuna holgada y gusto refinado. El vino también debía corresponder a marcas serias. El occidental bien situado, que contemplaba la posibilidad de ofrecernos secretos, debía sentir que estaba tratando con una organización confiable y provista de fondos. Jamás habría pensado en la posibilidad de hacer algo con muy poco dinero, como algunos de mis colegas soviéticos, cuya mezquindad con el dinero era legendaria, y cuyos modales a menudo revelaban sus limitados horizontes.

En los primeros tiempos, obteníamos monedas fuertes para pagar estas necesidades sin aplicar un sistema determinado. Pero cuando el servicio creció, se ampliaron nuestras operaciones, y cuando se construyó el Muro, necesitábamos más efectivo que lo que podía obtenerse con nuestros antiguos métodos de financiación. Precisamente a causa de esta necesidad de fondos, llegué a conocer a Alexander Schalck-Golodkowski, el mago financiero de Alemania Oriental. Schalck, o Alex, como también se lo conocía, era un hombre macizo, de abundante papada, pecho muy ancho y voz de trueno. Fui presentado a él a mediados de la década de los sesenta por mi sustituto el general Hans Fruck, que había sido jefe del vasto departamento del Ministerio de Seguridad del Estado que se ocupaba de Berlín Oriental. Allí había tratado con dos empresarios alemanes orientales, Simón Gondenberg y Michael Wischnewski. Al contrario de lo que solía creerse en el Oeste, ciertamente existían empresarios privados en el Este, pero ocupaban una posición secundaria en la sociedad y sus actividades eran supervisadas cuidadosamente por el Estado, de modo que en definitiva la mayoría estaba bajo el control del Ministerio de Seguridad del Estado.

La necesidad de monedas fuertes por parte de la República Democrática Alemana siempre fue mucho más considerable que los ingresos derivados de sus modestas exportaciones. Gondenberg y Wischnewski concertaban un acuerdo en que el Estado compartía los beneficios, y a cambio de eso le concedían la libertad de comerciar artículos y acciones. Schalck realizaba estos negocios con ellos como un ambicioso funcionario del Ministerio de Comercio inter-alemán y Exterior. Schalck transfería los fondos al Comité Central del Partido Socialista Unificado, y se utilizaba parte de este dinero para financiar algunos grupos políticos en Alemania Occidental y otros países. Pero Schalck era un operador demasiado inteligente para detenerse en ese punto. Desde finales de la década de los sesenta en adelante, cuando la aproximación entre Alemania Occidental y Oriental apenas comenzaba, el liderazgo separó esta parte de la organización del comercio exterior y creó una nueva organización encubierta, dirigida por Schalck. El objetivo era sencillo: adquirir, apelando a casi todos los medios indispensables, monedas fuertes para la República Democrática Alemana.

Necesitábamos un intermediario, que conociera el mercado de valores occidental, sus procedimientos bancarios y sus normas ocultas, y Schalck era el candidato perfecto. Gozaba de autonomía, pero en definitiva no era independiente. Los hombres de negocios y los líderes occidentales que trataban con él no sabían que Schalck era un coronel encubierto del Ministerio de Seguridad del Estado, y que su auténtico jefe era Mielke. Schalck también se subordinaba directamente a Erich Honecker, el líder partidario que sucedió a Ulbricht, y a Günter Mittag, que era el miembro del Politburó que estaba a cargo de la economía. El rango especial de Schalck era el de «funcionario consagrado a tareas especiales», y gracias a sus estrechos vínculos con el Departamento de Ciencia y Tecnología del HVA, podía conseguir equipos de computación occidentales sometidos a prohibición de exportación y artículos de elevada tecnología. Mi departamento ayudaba a Schalck a determinar qué proveedores occidentales podían estar preparados para realizar ventas al Este. Nuestra industria y nuestras fuerzas armadas estaban dispuestas a pagar el doble de la tarifa usual.

Schalck designó a su feudo como Kommerziale Koordination, abreviado KoKo, una iniciativa astuta que hizo que el nombre pareciera completamente respetable cuando se lo mencionaba en su integridad, pero también airoso y completamente moderno a los ojos de los occidentales en su versión abreviada. La organización creció de prisa bajo la administración de Schalck; de hecho, se llamaba Devisenbeschaffer a Schalck: literalmente, «el que consigue divisas».

La fuente más lucrativa de monedas fuertes estaba en las negociaciones secretas entre la República Democrática Alemana y el gobierno de Alemania Occidental, así como varias de sus principales iglesias. El cálculo era frío y simple: canjeábamos personas por artículos, y después podíamos revender estos últimos recibiendo monedas fuertes. Entre 1964 y 1990 la República Democrática Alemana liberó a más de 33 000 prisioneros políticos y a más de 215 000 ciudadanos que fueron a reunirse con sus respectivas familias, y recibió pagos del Oeste por más de 3400 millones de marcos federales. Schalck administraba gran parte de esta suma.

Hasta 1989, los antecedentes de Schalck y la existencia misma de KoKo era un secreto para los que estaban fuera del mundo perfectamente cerrado de la alta finanza alemana occidental, y por supuesto para los habitantes del Este. Mis acuerdos personales con Schalck se realizaban principalmente en la feria comercial de Leipzig, que para mí representaba una oportunidad magnífica de evaluar a los posibles reclutas en el sector de los empresarios de Alemania Occidental. Mi representante, el general Hans Fruck, estaba a cargo de todas las operaciones de Seguridad del Estado durante la feria. En su globalidad, la operación llegó a tener tal aspecto de juego de habilidad que Fruck, contraviniendo todas las normas del espionaje, era un invitado prominente en el grandioso y antiguo hotel Astoria de Leipzig, y podía vérselo todas las noches sentado a una mesa, al fondo del restaurante, rodeado por su círculo de empresarios alemanes orientales y representantes del comercio exterior, incluyendo a Schalck.

Todos los departamentos del Ministerio de Seguridad del Estado querían beneficiarse con parte del tiempo, el saber y en definitiva los equipos y el dinero de Schalck. En todo esto había amplias posibilidades de desviar fondos con la ayuda de una contabilidad descuidada. En 1982 Mielke y Schalck convinieron apretar el control de los tratos entre el Ministerio de Seguridad del Estado y KoKo. En lugar de que los departamentos del ministerio trataran directamente con firmas occidentales ateniéndose a la recomendación de Schalck, a partir de ahora todos los negocios pasarían por el despacho de Schalck. Una vez por año se celebraba una reunión entre Schalck, su representante Manfred Seidel, Werner Grossman y yo, para planear las actividades del año siguiente. Yo tenía un presupuesto que se aproximaba a un millón de marcos federales para realizar adquisiciones especiales por intermedio de KoKo; menos del 10 por ciento de nuestras erogaciones anuales de divisas fuertes. El resto provenía del presupuesto estatal.

El Ministerio de Seguridad del Estado también aprovechaba las docenas de compañías ficticias que Schalck había fundado como pantallas para toda clase de negocios, desde la importación de automóviles a los embarques clandestinos de obras de arte extraídas de las colecciones oficiales vendidas a los marchantes occidentales, con el propósito de rellenar nuestras arcas vacías. El presupuesto central de nuestro ministerio financiaba nuestra labor técnica: falsificación de pasaportes, trabajos en laboratorios fotográficos especializados y cosas por el estilo; y estas compañías nos ayudaban a conseguir productos prohibidos, como sustancias químicas y equipos micro electrónicos. Si se trataba de miembros de la jerarquía, Schalck podía proporcionar automóviles, aparatos de vídeo, muebles y otros lujos.

Yo no tenía una relación estrecha con Schalck, pero cierta vez mantuvimos un intercambio de tipo social a orillas del mar Negro, donde ambos habíamos decidido pasar nuestras vacaciones. Me impresionaron su ingenio vivaz y el modo en que en esos días pasó de ser un funcionario comercial alemán oriental (generalmente, personajes aburridos) a una figura grandilocuente, que se elevaba por encima de las mezquinas querellas ideológicas. Consideraba el conflicto entre el Este y el Oeste como poco más que un obstáculo de poca monta en la realización de sus negocios, una actividad que era su verdadera afición. Pero se aprovechaba de otra gente, y para el caso no le importaba cuáles fueran las convicciones que ella abrazaba. Era un individuo astuto y en esencia bastante frío.

Hacia 1983 la importancia de Schalck había alcanzado tales proporciones que Honecker y Mielke le confiaron una de las tareas financieras más delicadas en la que es posible trabajar en beneficio de un Estado: salvarlo de la bancarrota. Negoció un préstamo de mil millones de marcos federales, lo que permitió que Alemania Oriental atendiese el servicio de otros préstamos pendientes con los bancos occidentales. Honecker, decidido a comprar popularidad, había importado crecientes cantidades de bienes de consumo, y había gastado enormes sumas en su programa preferido de construcción de viviendas, de modo que las cuentas no cerraban. Gracias a los buenos oficios de los hermanos März, los mayoristas bávaros que adquirían carnes de calidad en el Este (lo cual hacía que fuese extremadamente difícil encontrar ciertos cortes en nuestro país, a pesar de la gran producción de carne), se persuadió a Franz-Josef Strauss de que avalara el préstamo a cambio de algunas mejoras en las normas de viaje aplicadas a los alemanes que deseaban visitar a sus familias en el Este. Schalck y Strauss llegaron a ser confidentes políticos e intercambiaban chismes de alto nivel, que Schalck informaba después al Ministerio de Seguridad del Estado. De este extraño acuerdo multifacético, que abarcaba préstamos en marcos federales, exportación de carne, condiciones de paso en la frontera y reconocimiento político, a mi juicio resultó más bien que mal. Pero también sospecho que muchos individuos se enriquecieron de modos que no estaban totalmente de acuerdo con las normas.

Después de la unificación, los tribunales alemanes dedicaron años al vano intento de determinar qué parte de esa actividad era ilegal. Algunos criticaron a Strauss por haber avalado el préstamo, porque de ese modo ayudó a alargar la vida del Estado alemán oriental. Pero en definitiva fue la suma de las formas políticas, económicas y humanas de la bancarrota del régimen lo que destruyó el Estado, y no sus angustias financieras inmediatas.

Al volver la vista atrás me pregunto si las cosas habrían sido diferentes. Mi opinión es que Alemania Oriental no habría podido sobrevivir como sistema socialista estatal mucho después de 1961 de no haber existido una frontera cerrada. Las presiones económicas unidas a la inestabilidad inherente al hecho de ser la mitad del país (y tradicionalmente la mitad más pobre), constituían un factor sencillamente demasiado fuerte. Pero las simientes del derrumbe de la Alemania dividida comenzaron a brotar apenas se fortificó la frontera y fueron puestas las primeras placas de hormigón a lo largo de la línea de demarcación. Cortar el acceso de nuestro pueblo a la parte más atractiva de Alemania era una solución brutal y eficaz, pero de corto alcance. En definitiva, fue un desastre. Ahora veo en la campaña moral contra el Este, que cobró fuerza y convicción a causa del latente simbolismo del Muro, una de las razones decisivas del resultado futuro de la Guerra Fría. Por mucha habilidad que demostrásemos en el planeamiento, la diplomacia o las artes más oscuras del espionaje, no habríamos podido impedir el desenlace.