VIII

El espionaje por amor

Yo no inventé el vínculo entre el idilio y el espionaje. Desde tiempos inmemoriales, los servicios de seguridad utilizaron el juego de los sexos para acercarse a las figuras interesantes. Aunque si profundizo en la historia del espionaje, es posible que se hiciera para perfeccionar el empleo del sexo en esta actividad. Mis espías Romeo adquirieron notoriedad en todo el mundo al conquistar el corazón de las mujeres con el fin de llegar a los secretos estatales y políticos a los cuales sus ocasionales compañeras tenían acceso. Cuando empezó el asunto, yo no tenía idea de la cosecha que nos aportaría. Hasta donde yo sabía, el tema era un instrumento entre muchos que podían ser utilizados por un servicio de inteligencia corto de fondos y de experiencia. De todos modos, los precedentes históricos eran promisorios.

En el cuarto libro de Moisés se nos explica cómo Dios ordenó a este que enviase a algunos hombres a la tierra de Canaán para obtener información. Fueron elegidos doce, uno por cada tribu, y a uno incluso se le asignó un nombre falso —Joshua, que era Hosea, hijo de Noon—, una medida en absoluta concordancia con la práctica de los organismos de inteligencia. Después de recoger informes acerca de los gigantes de Canaán, y la política agrícola de esta tierra de la leche y la miel, cortaron una vid tan cargada de uvas que dos de los agentes tuvieron que llevarla de regreso colgada de una estaca que ambos sostenían sobre sus hombros. Cuando Joshua se convirtió en sucesor de Moisés, dos de sus emisarios enviados a Jericó pasaron la noche en la casa de Rahab, una mujer de poca virtud. Dos de las más antiguas profesiones del mundo se relacionaron por primera vez. Los hombres del contraespionaje del rey de Jericó informaron a este que dos extranjeros habían pasado la noche en la casa de Rahab. Cuando Rahab vio aproximarse a los guardianes de la moral, ocultó a los espías en el techo y dijo a los investigadores que en efecto ella había recibido a dos caballeros, pero que estos ya se habían marchado. Me agrada imaginar que de este modo ella salvó la cabeza de dos agentes muy atrevidos. Una de las herederas de Rahab en el juego del amor y el espionaje fue Mata Hari, una holandesa que prestó sus servicios a Alemania durante la Primera Guerra Mundial, aunque era una espía lamentable, y fue juzgada y fusilada por los franceses en 1917. Yo no la habría mantenido en mi nómina de pagos.

En este siglo, las mujeres comenzaron a ser útiles para los organismos de inteligencia en papeles que no eran los de prostituta de buen corazón y seductora. Asumieron las tareas que antes habían sido masculinas como secretarias de importantes figuras, y con el ascenso del feminismo ellas mismas se convirtieron en secretarias de Estado, consejeras de los políticos, académicas importantes y depositarías de secretos estatales. De modo que no es sorprendente que apareciese la contraparte masculina de Mata Hari, es decir, el Romeo convertido en espía.

Mi primer Romeo comenzó a trabajar a principios de los años cincuenta. Su seudónimo era Félix, y su auténtica identidad continúa siendo un secreto hasta hoy. Siendo estudiante, había impresionado a nuestros funcionarios superiores en sus viajes habituales de reclutamiento por las provincias, cuando buscaban posibles agentes. Estas excursiones reproducían las de los scouts deportivos de Alemania Oriental —en realidad, utilizados por otra división del Ministerio de Seguridad del Estado—, que eran buscadores de talentos, reclutadores de gimnastas y otros atletas en los campos de juego de los colegios. Me enorgullezco de que mi servicio alcanzara un nivel análogo de éxito en la jerarquía mundial de los Romeo convertidos en espías.

Nuestro proceso de selección era sumamente riguroso. Por cada cien candidatos que nuestro personal descubría en el partido, las universidades o las organizaciones juveniles, sólo se entrevistaba a diez, después que habíamos estudiado sus antecedentes y sus legajos. De ese número era posible que sólo uno acabase trabajando para nosotros.

En la primavera de 1952 viajé con un colega importante a la pequeña localidad del sudeste de Alemania donde Félix era estudiante de ingeniería. Era un individuo inteligente y sincero, pero cuando revelamos quiénes éramos y lo que deseábamos, se sintió sorprendido y mostró poco entusiasmo, porque le inquietaba la posibilidad de interrumpir sus estudios. Pero nosotros necesitábamos con urgencia hombres que trabajaran en forma clandestina en el Oeste, y lo convencimos de que la vida como espía no era tan mala. Por cierto, estaba mejor pagada que cualquier cargo anónimo en algún rincón del aparato estatal.

Como en el caso de todos los novicios, iniciamos a Félix con una misión de tipo práctico. La suya debía desarrollarse en Hamburgo. Le explicamos que se trataba de una situación realmente urgente, y que ella nos permitiría evaluar sus juicios y sus movimientos en situaciones de tensión. Después de un encuentro preliminar con un contacto en un puente cerca de la principal estación ferroviaria, debía recibir material de un hombre que lo esperaría en un muelle. Habíamos enseñado a Félix los diferentes métodos para verificar si era seguido. Estudió con atención nuestros diagramas que mostraban los ángulos visuales desde los cuales es posible practicar la vigilancia y cómo evitar ciertas posiciones en una multitud. Por supuesto, por muchos diagramas que uno estudie, nunca puede estar seguro. He conocido a agentes que tienen muchos años de experiencia y que estuvieron en dificultades porque estaban seguros de que nadie los observaba cuando en realidad estaban en la mira del enemigo. La regla fundamental, incluso para el espía más cuidadoso, es no creer jamás que uno no está vigilado.

Nuestro hombre bajó del tren y de inmediato se convenció de que alguien estaba siguiéndolo. Su cuerpo se cubrió de sudor frío pero no pudo desprenderse de su perseguidor, una figura de abrigo gris que parecía presentarse en todos los lugares que él recorría. Cuando llegó al puente, estaba convencido de que una legión entera de hombres de abrigo gris venía persiguiéndolo. El hecho de que estas prendas poco atractivas estuviesen de moda en aquellos días no le impidió creer que todos los abrigos grises que veía debían pertenecer a operadores encubiertos del bando contrario. De modo que mostró al contacto que esperaba en el puente la señal de advertencia convenida, poniendo el periódico que llevaba bajo el brazo en cierto ángulo especial, lo que indicaba que la misión debía ser abortada. No se realizó la entrega de materiales.

Más tarde, cuando Félix demostró que era un excelente operador en Bonn, solíamos reírnos de esta salida en falso. Pero el hecho también incluyó una lección fundamental para mí cuando llegó el momento de evaluar las sesiones de prueba. No todos los agentes son James Bond natos. Cuando se trata de una situación crítica, el espía experimentado, prudente y metódico, tiene la fuerza necesaria para mantener la calma y calcular los riesgos con sensatez.

Félix se asentó en el Oeste con documentos falsos y comenzó a trabajar como representante de ventas de una compañía establecida en Colonia que vendía artículos de peluquería y cosmética. Deseábamos que se infiltrase en el contraespionaje alemán occidental (la Oficina Federal para la Protección de la Constitución), cuya sede central también estaba en Colonia. Pero sus viajes de ventas a Bonn pronto concentraron nuestro interés en la Cancillería, encabezada entonces por Hans Globke, funcionario que tenía un importante pasado nazi. En ese momento, como tantos personajes que habían reaparecido convertidos en demócratas, era un íntimo confidente del canciller Adenauer y un locuaz adversario opositor del comunismo.

No nos satisfacía la calidad de la información que llegaba del círculo de Adenauer. Carecíamos de pistas auténticas. No contábamos aunque sólo fuera con el instrumento fundamental que permite conocer el mecanismo de cualquier institución, el listín de los teléfonos internos de la administración; sin hablar de cualquier información acerca de las personas que los utilizaban. De modo que decidimos desviar a Félix hacia el despacho del canciller. No teníamos la menor idea del modo en que un vendedor de champúes pudiera infiltrarse en un lugar tan vigilado, pero nuestra curiosidad acerca de Adenauer, y la escasez de información y contactos interiores, determinó que no tuviéramos otra alternativa que probar con Félix.

El propio Félix aportó el punto de partida. Dijo que se mezclaría con la gente que esperaba en la parada de autobús más próxima al edificio, una vez finalizada la jornada de trabajo, y vería si de ese modo podría trabar alguna relación. Después de algunos intentos fallidos, una tarde conoció a una secretaria del despacho de la Cancillería, una mujer de pelo oscuro a quien asignamos el nombre en clave de Norma. Entablaron una amistad que pronto se convirtió en romance, y permitió que Félix se enterase de algunos aspectos del despacho del canciller.

Cuando se convirtió en amante de Norma, esta invitó a Félix a conocer a sus colegas cuando salían a jugar a los bolos o realizaban excursiones en las embarcaciones de paseo del Rin. Aprovechando su encanto de nativo de las regiones sureñas, Félix podía ser el alma de la fiesta, bromear, bailar con las mujeres y beber copiosamente con los hombres. A Norma le encantaba tener un amante. No era una belleza, y por lo que a nosotros se refería sólo era un medio para llegar a un fin. Pero la naturaleza humana es imprevisible. Félix concibió sentimientos sinceros hacia ella.

Fueron a vivir juntos, pero el matrimonio normalmente no era posible para nuestros agentes a quienes se había asignado una falsa identidad, J generalmente facilitada por otro ciudadano que había muerto o emigrado. Las autoridades alemanas occidentales verificaban la fecha de nacimiento y de bautismo de los que querían casarse, y en el caso de Norma el cargo que ocupaba en la Cancillería implicaría una exhaustiva verificación de seguridad de su futuro cónyuge. De modo que la mayoría de nuestros agentes debía insistir en que no pertenecía a la clase de personas que se casaban o que continuaba unido a una antigua cónyuge o en que estaba impedido por situaciones parecidas.

Este primer episodio de un Romeo espía continuó agradablemente durante varios años. Félix nunca explicó a Norma su auténtico objetivo, lo que habría liquidado la relación o dado lugar a consecuencias aún peores.

Cierto día nos enteramos por un topo a quien habíamos instalado en la Oficina para la Protección de la Constitución que los responsables de la seguridad se habían interesado por el compañero de Norma y se proponían investigarlo. Debimos apresurarnos a traer a Félix de regreso al Este. Ella volvió de su trabajo un día y comprobó que él se había marchado sin explicaciones. La desgraciada mujer seguramente se sintió destruida al descubrir que su amante había desaparecido, pero si se trataba de elegir entre salvar a un agente y salvar un idilio, yo no tenía más remedio que ser cruel.

No fue la última vez que tuve que desplegar mis cualidades de hermano mayor dispuesto a consolar. El pobre Félix se encontraba en condiciones terribles cuando regresó a Berlín Este. En su compañía vacié dos botellas de vodka cierta noche, en una de nuestras casas de seguridad, mientras él me abría su corazón. Pero si su corazón sufría, su cabeza por fortuna continuaba funcionando. Nos comunicó información acerca de otra mujer, que según creía estaba dispuesta a establecer contacto con nosotros; era una persona de edad madura, desbordante de joie de vivre y secretaria en la Cancillería.

No había razones evidentes para suponer que esta mujer aceptaría cooperar con nosotros. Pero en el curso de sus contactos personales Félix había recogido la impresión de que quizás ella podía ser influida por un hombre apuesto, que demostrara seguridad en sí mismo y poseyera una buena cobertura. Era la década de los cincuenta, y las maduras y solitarias secretarias que anhelaban un compañero percibían con intensidad la escasez de hombres típica de una posguerra; era un vacío en la oferta, y nosotros ayudábamos a mejorar la situación presentando nuestros propios solteros aceptables.

Después de un examen exhaustivo de una serie de candidatos, elegimos a Herbert Sohler, cuyo nombre en clave era Astor. Era un piloto aficionado que había pertenecido al personal del mariscal de campo Kesselring durante la guerra. Después de que los rusos lo tomaron prisionero, en el campo de detenidos lo habían convertido al comunismo. Su afiliación al Partido Nazi y sus contactos con otros oficiales que habían trabajado para Kesselring, bloqueaban su carrera en la República Democrática Alemana, de modo que aceptó con entusiasmo y precisión militar el ofrecimiento de infiltrarse en el Oeste en beneficio de nuestros planes.

Algunos de sus amigos se habían instalado en Bonn cuando Alemania Occidental comenzó a avanzar hacia el rearme. El momento era propicio para que los ex militares decidieran de qué lado estaban en la batalla que se libraba en su patria dividida. No era difícil para nosotros enviarlo en esa dirección, sobre todo después del fracasado alzamiento de 1953, que había demostrado la verdadera amplitud del control soviético en Alemania Oriental, e inducido a muchos vacilantes a trasladarse al Oeste.

Sohler se trasladó a la zona de Bonn y encontró trabajo como agente de bienes raíces. Se incorporó al club de vuelo de Hangelar, una institución cercana entre cuyos miembros había muchos empleados del gobierno que buscaban aventuras el fin de semana. No necesitó mucho tiempo para establecer contacto con la secretaria señalada por Félix. Nuestras esperanzas pronto se vieron realizadas. Ella consideró que Sohler era una presa atractiva, y él pronto descubrió qué memorándums acerca de los contactos de Adenauer con Reinhard Gehlen, el jefe de espías, pasaban por el escritorio de la mujer. Ella se convirtió en amante de Sohler. Después de un tiempo, Sohler sugirió que intentaría reclutarla presentándose como oficial de inteligencia soviético. Esto pareció extraño, pero pronto descubrimos que los instintos de Sohler no lo engañaban. Ella admitió que la Unión Soviética era una potencia mundial y en cambio rechazó la pretensión de la República Democrática Alemana de ser un legítimo Estado-nación. Sohler le relató sus experiencias durante la guerra: la destrucción provocada por los ejércitos de Hitler y el animoso oficial cultural ruso que, en el campamento donde estaba detenido, le había hablado de los vínculos entre los pueblos ruso y alemán.

Decidimos realizar el reclutamiento formal en un lugar de vacaciones aislado en los Alpes suizos, de modo que podríamos retirarnos de prisa con Sohler si ella reaccionaba negativamente ante nuestra propuesta. Siempre tratábamos de evitar la realización de una propuesta directa a un alemán occidental en el territorio de la República Federal, pues un antiguo recurso del contraespionaje es seguir los pasos del individuo sospechoso de dedicarse al reclutamiento, preparar a la persona que él desea comprometer y entonces filmar la operación, para tener pruebas de la actividad de espionaje y bases para el arresto inmediato. Invitar a un posible recluta a una reunión con importantes funcionarios del espionaje en Alemania Oriental o en otro lugar es también una provechosa prueba final de la disposición a establecer un compromiso de espionaje. En este punto, incluso el espíritu menos lúcido comprende la naturaleza del ofrecimiento, sin que sea necesario decir nada.

En este caso, nuestro planeamiento cuidadoso y el esfuerzo por seducir a la candidata en costosos restaurantes suizos resultaron superfluos. Sohler debe de haber sido un maestro en el arte de la persuasión, porque el reclutamiento en definitiva no fue más que un formalismo. Esta experiencia me enseñó que muchas mujeres reclutadas por los hombres a quienes aman a menudo intuyen que sus compañeros están trabajando para el otro lado, incluso cuando rechazan reconocerlo ante ellas mismas durante mucho tiempo. Después de este episodio, jamás subestimamos el hecho de que las secretarias podían sospechar que nuestros hombres eran agentes, incluso cuando silenciaban este saber. Eso también significaba que el Romeo en cuestión debía mantener abierta una vía rápida y segura de regreso a Berlín Este, para el caso en que su preciosa Julieta reaccionase en forma negativa.

Por desgracia, Sohler contrajo una grave enfermedad pulmonar y eso puso fin a su trabajo para nosotros. Lo llamamos de regreso al Este, donde más tarde murió de su dolencia. Todos los intentos de interesar a la dama en otro compañero sentimental en el mundo del espionaje fracasaron. Algunas mujeres quedaban atrapadas por el espionaje mismo —la excitación y la intimidad de un secreto compartido— y era posible orientarlas hacia otro compañero si el primero debía desaparecer por razones de seguridad. Otras, eran mujeres de un solo hombre y nada podíamos hacer al respecto. La dama de Sohler era una de ellas. Al contrario de lo que solía decirse, jamás intentamos la extorsión para retenerlas. El riesgo de que retornasen al ambiente de los alemanes occidentales desbordando arrepentimiento, y desplegando un relato colorido y eficaz desde el punto de vista propagandístico, era demasiado grande, de modo que lamentándolo mucho, nos despedimos de esta mujer.

Pero con la información que ella había facilitado finalmente pudimos desencadenar nuestra campaña contra Globke. Este hecho llevó a su renuncia en 1963, una ventaja definida para nosotros, en cuanto se trataba de la eliminación de un antagonista obsesivo de Alemania Oriental, al mismo tiempo que se orientaba la atención de Occidente sobre el grado en que los ex nazis servían al gobierno de Alemania Occidental.

Se acentuó mi convicción en el sentido de que las mujeres reclutadas por nuestros Romeo podían entregar información de elevada calidad; pero cuando más aplicábamos esa táctica, más acentuado el riesgo de descubrimiento. Más tarde o más temprano estallaría la burbuja, pero por sorprendente que parezca eso no sucedió hasta 1979. Ingrid Garbe, secretaria de la misión alemana occidental ante la OTAN en Bruselas, fue arrestada por Alemania Occidental acusada de espionaje en favor del Este. Los medios occidentales afirmaron que este era el caso de traición más importante en la historia de la República Federal. La verdad era que, desde el punto de vista del espionaje, Garbe era importante pero no indispensable. Teníamos otras personas. Pero el hecho de que fuera mujer parecía evocar oscuros recuerdos de Mata Hari. Había nacido el estereotipo de la «espía por amor», y acerca de esta cuestión el periodismo mostraba un apetito insaciable.

En marzo, las agencias informativas anunciaron la deserción de Ursel Lorenzen, miembro del secretariado general de la OTAN, que se pasó a Berlín Este. Para consternación de sus colegas de la OTAN, Lorenzen se presentó sin aviso previo en la televisión de Alemania Oriental, para explicar que había decidido revelar su conocimiento interior de la organización.

Ursel había trabajado doce años en la OTAN, y en los últimos tiempos se había desempeñado en el Directorio de Operaciones, donde tenía acceso a los documentos de planeamiento y los detalles del manejo de las situaciones críticas en el cuartel general. Nos interesaba en especial su información acerca de los procedimientos en la Sala de Situación, donde se agrupaban todos los informes políticos, militares y de inteligencia para su evaluación, y donde la OTAN preparaba sus valoraciones más importantes, los Estudios Este-Oeste.

Un año después de la deserción de Ursel, Imelda Verrept, secretaria belga en la OTAN, también solicitó asilo en Alemania Oriental. Aunque el liderazgo de Berlín Este se vanaglorió de estas deserciones, los episodios en cuestión me arruinaban el humor. Las súbitas apariciones públicas de estas mujeres en el Este, si bien constituían una propaganda útil para el liderazgo comunista, en la práctica representaban una pérdida de información para nuestro servicio. El triunfo de contar con empleados de la OTAN que buscaban asilo en Alemania Oriental, por grato que pudiese ser el cambio después del espectáculo de los habitantes de Alemania Oriental que pedían refugio en Alemania Occidental, palidecía comparado a la utilidad de tenerlos en el campo enemigo, haciendo llegar valiosos secretos de inteligencia.

En la primavera de 1979, mientras yo me dedicaba a esquiar, llegó otro informe referido a la detención de cierta Úrsula Höfs, secretaria en el cuartel general demócrata cristiano de Alemania Occidental, que desertó al mismo tiempo que su marido. Su nombre nada significó para mí al principio, ya que en el cuartel general sólo usábamos los nombres en clave de nuestros agentes y reservábamos los auténticos para los que realmente necesitaban conocerlos. Como no deseaba arriesgarme a realizar una llamada telefónica a Berlín Este, para comprobar cuál era la identidad real de la espía, me apresuré a volver; en el camino escuchaba los informes de la radio de Alemania Occidental y trataba de imaginar cuál era la persona cuya cobertura había sido destruida.

Una semana después de la desaparición de Úrsula Höfs, la deserción de otras dos secretarias residentes en Bonn ocupó los titulares. Inge Goliath había trabajado para Werner Marx, jefe del principal grupo de cerebros de la Unión Demócrata Cristiana ocupado en la política exterior, la defensa y las políticas europeas e inter-germanas. Había estado entregando documentos estratégicos acerca de la defensa y la política de la Guerra Fría durante diez años, y en esta atmósfera nerviosa consideramos que sería más seguro retirarla. Precisamente al día siguiente, los titulares del periódico Bild-Zeitung vociferaron: Ahora también se marcho la secretaria de Biedenkopf. Una fotografía mostraba a Kurt Biedenkopf, el popular director de los democratacristianos y líder sustituto del partido. Sonriendo a su lado estaba su ayudante Christel Broszey. Christel se había comportado de modo impecable como agente cuando recibió la orden de partir. Sin demostrar el menor temor, se despidió de su jefe con un gesto muy amable y las palabras: «Voy al peluquero. Lo veré mañana»… y no regresó nunca.

Los diarios informaron que ella era una «súper secretaria», que había ocupado con regularidad un puesto entre las cinco mejores en los campeonatos profesionales de mecanografía y estenografía. Estas cualidades habían impresionado tanto a Biedenkopf como a sus dos predecesores, y ese hecho también había resultado sumamente útil para nosotros. Como Christel había trabajado durante un largo período para tres diferentes directores del Partido Demócrata Cristiano, era imposible que los alemanes occidentales pudiesen determinar la medida de sus conocimientos y cuál era exactamente el daño que ella había provocado. Una semana después Helga Rödiger, secretaria de Manfred Lahnstein, alto funcionario civil del Ministerio de Finanzas, también se despidió como si tal cosa de su jefe y se marchó a Berlín Este. Rödiger era una fuente valiosa, pues Lahnstein era experto en la estructura monetaria de la Comunidad Europea y un íntimo consejero de Helmut Schmidt, en el período en que este pasó de la condición de ministro de Finanzas a la de canciller.

Siempre se acordaban previamente las rutas destinadas a los agentes que necesitaban huir. Por lo general, se ordenaba al agente que viajase en avión pasando por países que según creíamos eran poco peligrosos, por ejemplo Bélgica, Holanda o Suiza; y así llegaban al puesto fronterizo de Alemania Oriental con un pasaporte alemán occidental en cuyo interior no había ningún documento. Los funcionarios fronterizos conocían esta señal convenida. El guardia llamaba a un superior, que con el pretexto de facilitar el paso de la persona, llevaba a los agentes en fuga a un cuartito anexo, y desde allí las personas en cuestión se comunicaban con nosotros mediante un teléfono especial.

Me sentí irritado y aturdido. Lo único que la mayoría de las secretarias tenía en común era que sus maridos o los hombres con quienes vivían eran agentes nuestros que residían en Alemania Occidental bajo diferentes nombres en clave. Era probable que estos hombres se hubiesen registrado como fantasmas con el nombre de alemanes occidentales que habían emigrado. Cabía presumir que cada Julieta que huía sospechaba que su cobertura corría peligro de desaparecer. Pero ¿de qué modo las autoridades habían descubierto sus identidades reales como agentes de nuestra organización?

Para mí era evidente que los alemanes occidentales habían conseguido descubrir algunos de nuestros métodos de infiltración. Hasta ese momento suponíamos, impulsados por nuestra arrogancia, que esos métodos eran seguros, pero rápidamente llegué a la conclusión de que debíamos empezar de nuevo. Adoptamos la dolorosa pero necesaria decisión de llamar a algunos de nuestros agentes femeninos al mismo tiempo que a sus Romeos, como medida de precaución. El riesgo para las secretarias era considerable, de modo que ordené el rápido desplazamiento de alrededor de media docena de Julietas que cumplían funciones de topo. En los casos de Úrsula Höfs y su marido esta orden había llegado demasiado tarde. Los juzgaron y condenaron a dos años de prisión.

Como se vio después, las detenciones practicadas en 1979 fueron el resultado del reemplazo de Günther Nollau como jefe de la Oficina para la Protección de la Constitución (el contraespionaje alemán occidental) por el doctor Richard Meier. Este introdujo un elevado grado de profesionalismo —excesivamente alto para mi gusto— y dejó bien aclarado que la fidelidad al servicio era más importante que las relaciones partidarias o políticas. Ideó la denominada Operación Registro, que implicaba un examen meticuloso de los antecedentes de todos los posibles sospechosos.

Al principio, no pudimos percibir qué rasgo en común tenían estos tropiezos. Escribí en mi diario:

La inteligencia alemana occidental ha comenzado el re-examen exhaustivo de todos los cambios de residencia y visitas provenientes del exterior, algo que hasta aquí no habíamos considerado posible o viable. Esta iniciativa está provocando graves dolores de cabeza. Para bien o para mal, tendremos que aceptar cierto grado de derrota y cesar en el intento de infiltrar personas, o en ciertos casos aceptar conscientemente el hecho de que estamos asumiendo un grave riesgo. Es una lucha real de vida o muerte, y el enemigo nos está vapuleando. Externamente, la situación no parece en absoluto dramática, pero origina tensión interna e inseguridad. Es necesario tener nervios fuertes para sobrevivir, y al mismo tiempo no podemos permitir que se desarrolle en nosotros una insensibilidad excesiva.

Nunca olvidé que detrás de cada caso se encontraba un ser humano que había confiado en nosotros y que arriesgaba la vida. El jefe de una red de espías que sacrifica con crueldad a sus agentes para alcanzar sus propios objetivos, pronto pierde el respeto y la confianza de los que trabajan en el frente invisible.

Mis fragmentadas sospechas con respecto a los procedimientos de investigación alemanes occidentales se mantuvieron a medida que se acrecentaron nuestras pérdidas en el curso de la década de los setenta. A menudo, después de la detención de un agente en el Oeste, practicábamos investigaciones en el cuartel general, partiendo de la sospecha de que era posible que se hubiese infiltrado un topo en el departamento que preparaba nuestros falsos pasaportes. Este género de sospechas es la peor clase de veneno para un servicio de espionaje, pues debilita la confianza en que se basa toda la operación, y a veces la paraliza. Eran sobre todo dañinos las detenciones que practicaban los alemanes occidentales en perjuicio de valiosas fuentes, acontecimientos que a su vez desembocaban en el desenmascaramiento y el interrogatorio a que eran sometidos los responsables a quienes habíamos infiltrado en el Oeste. Tuvimos que llamar al Este a muchos agentes, pero aun así no lográbamos adivinar de qué modo los alemanes occidentales estaban descubriendo nuestros secretos.

Al principio sólo disponíamos de indicios de una de nuestras fuentes, acerca del examen exhaustivo que practicaba el contraespionaje de Colonia y al que eran sometidos todos los que cruzaban la frontera para entrar en Alemania Occidental. Se nos informó que al parecer un pequeño ejército de burócratas, principalmente jubilados, había sido instalado en las oficinas donde los visitantes extranjeros o las personas que se trasladaban de una región a otra debían registrar su nueva residencia. Este equipo de abuelos revisaba los archivos con cuidado, en busca de ciertas características. No teníamos idea de lo que investigaban, aunque la expresión «perfil de selección» aparecía a cada momento en los informes que nos llegaban desde el Oeste. Organicé un equipo de trabajo, que me informaba de modo directo, cuya labor era determinar qué criterios estaban usando los alemanes occidentales para identificar a las figuras sospechosas.

Ya sabíamos que los viajeros solitarios de sexo masculino, cuyas edades oscilaban entre los veinticinco y los cuarenta y cinco años, debían sufrir interrogatorios si llevaban sólo un pequeño equipaje de mano, o si sus prendas de vestir o el corte del cabello no coincidían perfectamente con su documento de identidad. Lo que no supimos hasta mucho después fue que el espionaje alemán occidental había definido ciertas características típicas de los alemanes orientales. Cuando las modas hippies se difundieron en el Oeste, pero fueron desalentadas en el Este, los jóvenes varones occidentales, sobre todo si viajaban sin un propósito definido, tendían a usar los cabellos largos. Nuestros reclutas, a menudo docentes, usaban los cabellos cortos, pero incluso este corte difería de manera sutil de una Alemania a la otra. Con respecto a los docentes alemanes orientales, el buen entrenamiento podía mejorarlos mucho, pero convertir a uno de ellos en un hippie convincente era casi imposible.

Una vez alertados por los guardias ferroviarios, algunos hombres del servicio del contraespionaje destacados en las principales estaciones ferroviarias observaban el comportamiento del sospechoso después que este bajaba del tren. Por ejemplo, muy pocos nativos del Este se resistían a la tentación de visitar los puestos de venta cercanos a la estación, para observar los artículos desconocidos que se exhibían en las vidrieras, mercaderías por las cuales los occidentales demostraban escaso interés. Se procedía a vigilar con cuidado estas minúsculas diferencias.

Estas tácticas de la Operación Registro se hicieron evidentes para nosotros sólo después de varios años de confusión. Por irónico que parezca, el propio Meier fue quien reveló el juego. Decidió presentarse como nuevo jefe del servicio con gran redoble de tambores, y esa vez anunció el arresto de dieciséis agentes alemanes orientales que habían sido introducidos pasando por terceros países. Los diarios aludieron a un total de cuarenta investigaciones suplementarias. Estas noticias pusieron fin a nuestras conjeturas acerca de la posibilidad de que los alemanes occidentales identificasen al minúsculo número de elementos nuestros que se mezclaban con centenares de miles de viajeros. Así, Meier confirmó de manera eficaz los métodos que estaba usando para descubrir a nuestros agentes. Por doloroso que fuese este revés, pudimos llamar a muchos de nuestros agentes en peligro y suspender la infiltración. Si hubiese mantenido silencio acerca de sus propios éxitos, habría logrado que nosotros continuásemos mucho tiempo en la oscuridad con respecto a los métodos que aplicaba. Si hubiese delimitado con más cuidado las detenciones o esperado hasta que el sospechoso se relacionara con sus contactos antes de pasar a la acción, habría podido hacer mucho más daño. El exhibicionismo en un jefe de servicio tiende a crear una espléndida reputación, pero con el grave riesgo de sacrificar sus propios logros.

Como de costumbre en una de estas amplias operaciones psicológicas, el Ministerio del Interior alemán occidental se apresuró a reclamar que nuestros agentes se entregasen antes de que los atraparan; un bluff común en el gran juego del espionaje entre las dos Alemanias. Pero este intento no produjo mucho efecto. La cooperación con nosotros se había convertido en parte de la vida de los informantes y agentes clandestinos, y en general eran inmunes a tales invitaciones. Para la mayoría de mis agentes, dicha inmunidad era fruto de una mezcla de convicción política, de resistencia —robustecida por nosotros— contra la guerra psicológica y de natural aversión a entregarse uno mismo. Todo ser humano vive con la esperanza de que se le ahorrará el peor trago. Y así sucedía, por lo menos en la mayoría de los casos; y cuando debía soportar el resultado contrario, de todos modos ya era demasiado tarde.

Hansjoachim Tiedge, importante funcionario de la Oficina para la Protección de la Constitución, que se pasó a nuestras filas en 1985, nos dijo que Colonia había descubierto por lo menos doscientas identidades falsas en el curso de diez años. Entre 1972 y 1982, la cifra total, de acuerdo con mis cálculos, fue un total de treinta agentes liquidados, es decir, arrestados en Alemania Occidental, y el triple de esa cifra retirados por nosotros a tiempo, para darles refugio en el Este. Como los agentes, una vez retirados, nunca pueden volver a actuar en el mismo territorio, la Operación Registro nos costó alrededor de un centenar de eficaces operadores; es decir, fue un golpe considerable.

A pesar de su ansia de publicidad, debo admitir que Meier tuvo la virtud de montar una campaña cuidadosamente orquestada, cuyo propósito era descalabrar nuestra red y su centro de control en Alemania Occidental. Después me apuntó personalmente, y difundió rumores acerca de mi «eliminación inminente». El International Herald Tribune publicó un artículo titulado: ¿Esta Mischa Wolf perdiendo su toque personal? A mi escritorio llegó otra nota periodística occidental titulada «Wolf trabaja horas extras».

Pero la verdad de la cuestión era un poco menos sensacional; el trabajo continuaba, y mientras adaptamos nuestros métodos a la Operación Registro, no limitamos nuestros esfuerzos. Consideremos el caso de Helga Rödiger, cuyo nombre en clave era Hannelore. El hombre que la reclutó debió ser llamado nuevamente, a causa de una alarma acerca de su seguridad. Como deseábamos vivamente conservarla, buscamos en nuestros archivos y encontramos otro candidato al papel de Romeo, un joven agente cuyo seudónimo era Gert, y que ya se había infiltrado en la República Federal. Había adoptado la identidad de un ciudadano alemán occidental llamado Robert Kresse, que había emigrado a Nueva Zelanda.

Decidí supervisar en persona esa relación, en parte porque tenía curiosidad por conocer a Helga, cuyo trabajo para nosotros había sido sobresaliente, y en parte porque ella nos había dicho que podía elegir entre la perspectiva de trasladarse con su jefe al Ministerio de Finanzas o de permanecer en la oficina del canciller. Envió un mensaje codificado a través de su correo con Berlín Este, para preguntar qué debía hacer: una desusada abundancia de posibilidades. Por una parte, una fuente en la Cancillería era muy importante para nosotros. Por otra, ella mantenía una estrecha relación de trabajo con su jefe; él le revelaba información confidencial acerca de los presupuestos y la política interna. Ignorábamos por completo si ella podía obtener resultados similares en la Cancillería.

Los Juegos Olímpicos de Invierno de 1976 en Innsbruck, Austria, nos aportaron una cobertura adecuada para celebrar un encuentro. Helga alquiló un chalet de descanso cerca de la ciudad. En el curso de nuestra primera reunión, declaró que estaba dispuesta a aceptar a uno de nuestros agentes en el Oeste como intermediario. Enseguida le presentamos a Gert. Los observé esperanzado durante la cena, pero no percibí signos de que hubiese entre ellos una atracción inicial. En todo caso, llegamos a la conclusión de que el Ministerio de Finanzas era la alternativa más segura para ella, de manera que realizó el traslado y continuó enviándonos sus secretos.

Con el tiempo se estableció una relación entre Helga y Gert. Resultó ser sincera y perdurable. Después que debimos retirarla, en 1979, también él fue llamado al Este, donde finalmente quedaron en libertad de casarse. El servicio se celebró en la pintoresca localidad de Wemigerode, situada en las montañas, y yo fui el invitado de honor, como cumple al casamentero.

Como podía suponerse, mis agentes tipo Romeo se habían convertido en el tema de un febril análisis del mundo de la inteligencia occidental. También llegaron a atraer la imaginación popular. El periódico Bild preparó un montaje fotográfico con doce de las mujeres a las cuales pagábamos, bajo el titular Las secretarias que espiaron por amor. La cobertura publicada en una revista semanal mostraba un busto desnudo adornado con medallas de Alemania Oriental. Tuve la impresión de que los servicios occidentales estaban preocupados por el nivel de nuestro éxito, y sin duda estaban consagrando tiempo y dinero a cultivar su propia imagen de las víctimas en los medios. Las secretarias fueron representadas de modo infatigable como dolorosas víctimas, de las cuales se había abusado; todas tenían cierta edad, eran solteras y estaban hambrientas de amor, y así se las había arrojado, impotentes, en las garras de la desgracia.

Con el fin de aumentar el valor de la disuasión, la seguridad oficial de Alemania Occidental sostuvo que los espías tipo Romeo aprovechaban con frialdad el afecto de la mujer conquistada, sólo para desaparecer al primer indicio de peligro. Pero un informe interno de Herbert Hellenbroich, que entonces era subjefe del contraespionaje alemán occidental, reconocía de manera más prosaica: «Estas relaciones se formaron en general sin que mediase presión o chantaje. El dinero tampoco desempeñó un papel importante. Generalmente el vínculo respondió a la motivación ideológica o las mujeres simplemente se sintieron atraídas».

La verdad es que rara vez identificamos Caperucitas Rojas vulnerables, ni apuntamos específicamente a ellas, a menos —como en el caso de Söhler— que hubiéramos recibido el aviso de uno de nuestros hombres. Las cosas solían funcionar del siguiente modo. Cuando enviábamos a un joven agente al Oeste con una tarea específica de espionaje, solíamos decirle: «Muy bien, es probable que usted tenga una vida privada como todos los demás, pero si esta tiene que ver con una secretaria, tanto mejor, sobre todo si ella ocupa un puesto interesante». El resto quedaba a cargo del agente. Por supuesto, no todos los hombres se sienten atraídos de modo automático poruña secretaria, pero uno debe recordar que nuestros agentes eran personas convencidas y sumamente leales, acostumbradas a realizar sacrificios y aceptar restricciones personales en favor de la causa en la cual creían.

Al contrario de los rumores más desorbitados, en Berlín Este no se los educaba en el ars amatoria. Algunos eran mejores que otros en este tipo de cosas. Había operadores muy hábiles que comprendían que puede hacerse mucho sobre la base del sexo. Eso es cierto en los negocios y el espionaje, porque el sexo abre canales de comunicación más rápido que otros métodos.

Pero no alcanzaría a ofrecer una imagen veraz si no revelase en detalle algunas de las operaciones más exóticas y trágicas en las que participaron mis hombres. Había dos súper Romeo, cada uno con su propio estilo y su zona de operaciones. El primero era Roland G., una suerte de rey de melodrama.

Roland G. era el director de un teatro alemán oriental pequeño pero acreditado, que tenía su sede en Annaberg, en el distrito de las montañas Erzgebirge, el tipo de lugar en que los actores y los directores talentosos actuaban cuando les parecía que los principales teatros de la ciudad eran peligrosos desde el punto de vista político. Era conocido por su maravillosa representación de Fausto en la obra de Goethe, que describe a un hombre hambriento de todas las formas de la experiencia humana, que seduce y hunde en la vergüenza a una sencilla joven llamada Margarete. Muy inteligente, de rasgos finos y con el talento propio de un actor para disfrazarse, era un perfecto candidato a Romeo. Yo tenía una filial regional en Karl Marx-Stadt (rebautizada Chemnitz después de la reunificación), con una reputación de concebir planes absurdos y proyectos barrocos, cuyos hombres descubrieron las cualidades de Roland G. y su amor a la buena vida. En 1961 fue enviado a Bonn con orden de acercarse a una mujer que era intérprete en el Cuartel General Supremo de las Potencias Aliadas en Europa (Supreme Headquarters, Allied Powers Europe - SHAPE), comando de la OTAN, que entonces tenía sede en Fontainebleau, cerca de París.

A causa de su aspecto internacional, se asignó a Roland G. una identidad extranjera. Pronto perfeccionó su papel como Kai Petersen, un periodista danés que hablaba buen alemán con acento escandinavo; lo cual no era un problema para un buen actor. La intérprete, hermosa, soltera y muy católica, trabajaba mucho en la OTAN y vivía una vida tranquila. Tres de nuestros agentes ya habían intentado conquistar su rebelde corazón y habían fracasado. Roland G. estaba hecho de una fibra más dura. Consiguió arreglar un viaje a Viena con ella, y demostró que era un pretendiente atento, introduciendo a esta mujer tímida en el conocimiento de los voluptuosos desnudos italianos presentados en el Kunsthistorisches Museum (Museo de Historia del Arte), llevándola a la Escuela Española de Equitación y finalmente al extravagante café Dehmel, donde consumieron la sabrosa pastelería y café vienes; por supuesto, todo eso a costa de nuestro servicio de inteligencia. A veces, sus gastos parecían un poco altos al responsable, incluso por tratarse de un recluta como este, pero era un hombre sensato y sabía que el espionaje daba mucha cuerda a Roland G. y le daba acceso a un generoso presupuesto, para que gozara de lujos que a él se le negaban en la puritana Alemania Oriental.

Una noche, después de una grata velada en el Burgtheater, ella compensó las atenciones de Roland G. con un beso y las palabras: «Jamás antes pasé con nadie una velada tan agradable». Pasaron juntos esa primera noche, y en la mañana siguiente él le abrió su corazón; en todo caso, parte del mismo. Dijo a su nuevo amor que servía en la inteligencia militar danesa y le explicó que las naciones pequeñas como Dinamarca a veces se sentían excluidas en la OTAN, y que necesitaba la información confidencial que ella podía aportarle.

La mujer aceptó esta explicación y se sintió complacida cuando él le informó que en el curso de su trabajo a menudo iría a París y que le encantaría verla allí. Aceptó ayudarlo entregándole secretos de la OTAN. De tanto en tanto, se veían en un pequeño hotel y ella le revelaba detalles de su trabajo, sobre todo los preparativos y evaluaciones de las maniobras militares de la Alianza. Estos datos nos daban una idea acabada del modo en que la organización percibía sus propias virtudes y defectos, una información que era fundamental para el planeamiento del Pacto de Varsovia. También aportaba útil información logística de los departamentos de las fuerzas navales y terrestres, donde se desempeñaba de vez en cuando como intérprete.

Los soviéticos —con quienes por supuesto compartíamos esta información— no parecían satisfacerse de manera tan fácil. Estaban muy ansiosos de obtener el secreto más importante: los planes de despliegue de la OTAN y los blancos y sincronización de sus armas nucleares para un ataque al Este. A veces, el mariscal Koshevoi, supremo comandante soviético en Alemania Oriental, apelaría a mi orgullo para tratar de arrancarme los planes de la OTAN relacionados con la guerra nuclear.

—Ustedes los alemanes [del Este] son muy eficaces. ¿No puede conseguir algo más acerca de otras coordenadas? —Decía, aludiendo a los lugares exactos de las bases de la OTAN, las mismas que los soviéticos deseaban destruir en un golpe inicial, en el caso de un conflicto nuclear. Con terrorífico buen humor continuaba diciendo—: No necesitamos esos papeles. Lo único que necesitamos son las coordenadas, así podremos arrojar una bomba sobre ellas y liquidar Occidente.

Yo me sentía un tanto molesto con todo esto, pues me enorgullecía pensando que mi servicio estaba en condiciones de proporcionar más información analítica profunda que unas cuantas referencias en los mapas. De todos modos, mientras ayudábamos a Moscú en su investigación de la mayoría de las coordenadas europeas, nunca logramos completar todo el cuadro, probablemente porque el Pentágono demostraba sensatez suficiente como para mantener esos datos esenciales fuera del alcance de sus aliados alemanes occidentales, a quienes consideraban poco seguros frente a las filtraciones; y no sin motivos.

Entretanto, nuestra dama estaba pasando por problemas de conciencia, como la heroína de la historia de Goethe. Ella no tenía paz, su corazón estaba destrozado, exactamente en armonía con la pintura del gran dramaturgo alemán. Se había requerido mucho tiempo para convencerla de que nos entregase los documentos que necesitábamos, incluso cuando la persona favorecida era un hombre a quien ella amaba, y que supuestamente provenía del inofensivo servicio de inteligencia danés. Y su riguroso catolicismo romano hacía que se sintiese incómoda ante la perspectiva de continuar una relación extra conyugal.

El factor principal que nuestro hombre tenía en común con los héroes de la novelística popular del espionaje era el gusto por las mujeres bonitas y los lugares lujosos, de modo que la pareja pasó la Navidad y la Noche Vieja de 1962 en la agradable localidad de Arosa, en Suiza. Allí, ella le dijo que no estaba dispuesta a continuar el espionaje y la relación romántica si no mediaba una confesión completa en presencia de un sacerdote y no recibía una oferta matrimonial firme. Roland G. pensó aprisa y dijo que un matrimonio era imposible, porque su trabajo para Copenhague significaba que podían obligarlo a ausentarse durante períodos prolongados.

Con respecto al deseo que ella manifestaba de confesar sus pecados, aunque Roland G. sabía que las normas de la Iglesia Católica acerca de la confidencialidad del confesionario eran absolutas, también sabía que un buen agente no corre riesgos. De manera que pidió a la mujer que esperase hasta que fuera posible encontrar un sacerdote danés digno de confianza. Por supuesto, para conseguirlo no volvió los ojos hacia Dinamarca, sino hacia nuestro servicio de inteligencia en Karl Marx-Stadt, donde su solicitud provocó no poca agitación. Solíamos utilizar toda suerte de maniobras, pero la presentación de sacerdotes católicos de habla danesa a pedido de los agentes no era una de ellas. Pero Roland G. había hecho una promesa, y un servicio de inteligencia, lo mismo que un caballero, siempre trata de respetar la palabra de uno de sus hombres.

Nos las ingeniamos para organizar un «matrimonio a la Potemkim» —es decir, una fachada— utilizando a un agente disfrazado de capellán militar. Se le enseñó a recibir una confesión, pero su lengua danesa no existía, de modo que tuvimos que enviarlo a realizar un curso acelerado con el fin de que aprendiese unas pocas palabras de saludo y despedida en beneficio de la verosimilitud; y lo que era más importante, con el fin de que reemplazara el marcado acento nativo de su alemán de Sajonia por un apropiado acento nórdico. Descubrimos una iglesia pequeña y poco usada en una aldea de Jutlandia, y cuando el campo estuvo libre nuestro hombre se instaló en el lado del sacerdote en el confesionario y la dama se acercó para desnudar su alma. Seguramente a nadie sorprenderá que el sacerdote fuese sumamente comprensivo y le dijese que podía contar con la bendición del Señor para continuar sus tareas de espionaje.

Yo había temido que todo el asunto terminase en una desagradable farsa, pero comprobé sorprendido que funcionaba bien. A veces, en el juego del espionaje las maniobras más extrañas tienen éxito y las sencillas fracasan. Por lo que se refiere al aspecto moral de las cosas, a menudo me he preguntado en los últimos tiempos si me sentía culpable o avergonzado a causa de estas maquinaciones. En general, la respuesta sincera es negativa. En una ojeada retrospectiva, algunas cosas se descontrolaron, pero en aquel momento creíamos que el fin justificaba los medios.

Los vínculos de esta dama con nosotros terminaron cuando retiramos a Roland G. de Alemania Occidental, porque temíamos que allí estaba atrayendo excesiva atención. Durante un tiempo ella continuó trabajando con otro Romeo, pero esa combinación no fue fecunda. Su compromiso con el espionaje siempre se había relacionado con la persona de Roland G. Cuando él se marchó, ya no tuvo una auténtica motivación para continuar. El otro Romeo importante, a diferencia de Roland G., era un hombre de quien nadie habría sospechado que podía ejercer ese tipo de atracción. Se llamaba Herbert Schröter, un nombre poco elegante en alemán, y su apariencia física concordaba con el nombre: corpulento, con la cabeza cuadrada, los hombros anchos y la voz muy fuerte. Para mí continúa siendo un misterio qué lo hacía tan atractivo a los ojos de las mujeres, pero sin duda había algo, porque en el curso de su carrera logró convencer a dos secretarias altamente situadas y poseedoras de gran fertilidad de recursos con el propósito de que espiasen para nosotros. Por desgracia, traía mala suerte a las mujeres comprometidas. Sin que él cometiese ninguna falta, ambas terminaron detenidas y en las dos ocasiones él pudo escapar. Su caso demuestra qué juego de casualidades puede ser el espionaje a cargo de un Romeo. A veces la táctica puede conducir a relaciones románticas sinceras y perdurables, y otras a la tragedia.

Habíamos enviado a Herbert a la Alliance Française de París a principios de la década de los sesenta. Esta entidad era un área de reclutamiento muy apreciada para nosotros y se la conocía como el semillero de las secretarias, porque allí acudían las empleadas oficiales para aprender francés. En ese lugar conoció a Gerda Osterrieder, una joven de diecinueve años, inteligente y esbelta. Comenzó una relación, y a su debido tiempo él le reveló su verdadera identidad. La joven acordó conseguir un traslado al Ministerio de Relaciones Exteriores y convertirse en informante para nosotros, una tarea que ejecutó con entusiasmo y eficacia sorprendentes. A comienzos de 1966 ella estaba empleada en Telco, el centro de descifrado del Ministerio de Relaciones Exteriores de Bonn, donde se descifraban; todos los telegramas de las embajadas en el extranjero. La cobertura de Herbert en Bonn era su condición de representante comercial.

Lo menos que puede decirse es que los métodos de trabajo de Telco eran despreocupados. En aquellos tiempos los informes llegaban a las teletipos de cinta. Gerda pudo llevarse a su domicilio manojos enteros de material, guardados en su enorme bolso, y retirados del edificio sin que nadie la controlase. En 1968 fue enviada a Washington a pasar unas vacaciones de tres meses, y se la empleó como descifradora en la embajada de Alemania Occidental, donde superó sus resultados anteriores en beneficio de nuestra causa y nos pasó informes acerca del estado de las relaciones entre Bonn y Washington, así como las opiniones del embajador de Alemania Occidental con respecto a la política norteamericana interna y exterior. Más avanzado el mismo año, Herbert y Gerda continuaron sus esfuerzos conjuntos por nuestra causa en Bonn. Cinco años más tarde, la trasladaron a Varsovia. Su relación con Herbert se deterioró a causa de la tensión propia de la separación, y la mujer comenzó a beber mucho; pero nosotros dejamos a Herbert en Alemania Occidental, no fuese que un traslado a Polonia suscitase sospechas.

Por desgracia para nosotros, ella se consoló con un periodista alemán occidental, que según se vio después era un agente encubierto de Bonn. Reveló a este hombre que estaba trasmitiéndonos información y él la convenció de que confesara. En todo caso, su lealtad personal a Herbert se mantenía en la medida suficiente para inducirla a telefonearle a tiempo. Su mensaje «Encuéntrate con nuestros amigos. Es muy importante», era una advertencia previamente convenida que permitió que Herbert huyese a Berlín Este antes de que se cerrara la trampa.

Lo que sucedió entonces fue el tipo de drama que sucede a menudo en la novelística del espionaje, pero rara vez en el auténtico trabajo de inteligencia. Herbert volvió con nosotros, después de escapar a la detención por muy poco. A Gerda la encerraron en la villa que el embajador de Alemania Occidental tenía en Varsovia, para mantenerla incomunicada con sus ex jefes. Recibimos la noticia de que dos funcionarios de inteligencia de Alemania Occidental habían llegado para interrogarla.

Esa noche, las líneas telefónicas reservadas para los llamados urgentes estaban sobrecargadas, porque yo aún me aferraba a la esperanza de que Gerda pudiese cambiar de actitud y regresara a nosotros. Me comuniqué con mis colegas de la inteligencia polaca exterior, que coincidieron conmigo en que debíamos efectuar todos los intentos posibles para impedir que ella se alejase. No era una operación sencilla. Siempre me sentía incómodo cuando otro país socialista intervenía en un problema del espionaje entre las dos Alemanias; y esa reacción se refería sobre todo a los polacos, que con su orgullo nacional no aceptaban con facilidad el hecho de que nosotros supervisáramos sus relaciones con Alemania Occidental. Incluso antes del ascenso de Solidaridad, las relaciones entre Berlín Este y Varsovia siempre fueron un tema delicado, y yo supuse con razón que si nuestra misión fracasaba, recibiría un severo sermón de mi colega Miroslav Milevski, hombre de firmes ideas nacionalistas y jefe de la inteligencia exterior de Varsovia, que después se convirtió en ministro del Interior de Polonia.

Establecimos una última «línea de rescate». El subjefe de la misión diplomática de Alemania Occidental escoltó a nuestra presa al aeropuerto y atravesó el último control aduanero; en ese momento, un agente polaco clandestino se adelantó y le ofreció asilo en Varsovia. Durante un momento Gerda vaciló, y el diplomático alemán occidental quedó paralizado, ante la terrorífica perspectiva de pasar a la historia de la diplomacia como el hombre que había perdido a una espía confesa a manos de los comunistas allí mismo, sobre la pista del aeropuerto. Finalmente, sin embargo, Gerda negó con la cabeza y abordó el avión de Lufthansa.

De regreso en Düsseldorf, fue juzgada por espionaje «en un caso especialmente grave», y se le aplicó una condena de tres años, más benigna que lo usual, porque había favorecido a los alemanes occidentales con detalles de su colaboración precedente con nosotros. Habíamos intentado un rescate audaz y habíamos fracasado. Yo me sentía de mal humor a causa de todo el asunto y pensaba que habíamos cometido errores en nuestro manejo del romance entre Gerda y Herbert, siendo excesivamente descuidados. Más aún, ahora teníamos que lidiar con Herbert, un hombre impetuoso y torpe. Jamás funcionaría bien en el cuartel general, y por otra parte había quedado desenmascarado como agente clandestino a causa del retorno de Gerda a Occidente. Para ganar tiempo y pensar, lo envié a pasar unas vacaciones a orillas del mar Negro, en Bulgaria.

Pocas semanas más tarde regresó, muy complacido consigo mismo: «Creo que le conseguí otra amante útil». Lo miré con la boca abierta.

En la playa había conocido a una morena sumamente atractiva, llamada Dagmar Kahlig-Scheffler. Herbert se presentó con otro nombre falso (había asumido tantas identidades en el curso de los años, que me pregunto si al menos podría recordarlas). Ahora era Herr Herbert Richter. Dagmar le reveló que ella estaba de vacaciones, recuperándose de los efectos de un doloroso divorcio. Herr Richter declaró que también él estaba divorciado y que comprendía lo difícil de esa situación. Después comenzó con ella un romance de los que suelen concertarse en las vacaciones. Una tarde, en la habitación de Dagmar, él hojeó la revista de noticias de la semana y descubrió consternado un extenso artículo acerca del proceso de Gerda. Y allí también estaba su fotografía, al lado de la imagen de Gerda, claramente identificable. No le quedó más remedio que revelar su identidad a su nueva amante, y aclarar que él era Schröter, el agente de Alemania Oriental.

Felizmente, ella se sintió impresionada por la sinceridad de Herbert; y ambos continuaron el romance. Como Herbert era persona non grata en la República Federal, tuvimos que invitar a Dagmar a pasar los fines de semana en Berlín Este. Ella trabajaba como ayudante de un periodista de Múnich, lo cual no representaba una perspectiva muy interesante para nosotros. Con el paso del tiempo, ella aclaró que se sentía tan agradecida por esos gratos fines de semana en el Este que no se negaría a trabajar por nuestra causa. Propusimos que ella aprendiese francés y taquigrafía. Para ello pagamos los gastos de los cursos, e incluso afrontamos los costos de la asistencia de su hijita a un internado suizo.

Respondiendo a nuestro pedido, Dagmar se trasladó a Bonn, pero sus conocimientos todavía no le permitían conseguir un empleo oficial. Pero no renunciamos; creo que nuestra paciencia superaba de lejos a la de cualquier otra organización de espionaje. Dagmar empezó a trabajar como ayudante de un profesor universitario. Con la ayuda de las excelentes referencias que le suministró, después de trabajar un año con él, en el otoño de 1975 consiguió un empleo en el despacho del canciller Helmut Schmidt.

Las primeras semanas de esta situación siempre eran tensas para nosotros en Berlín Oriental. Las normas de seguridad eran más severas y se debía pasar por un período de prueba de diez semanas, durante las cuales se investigaban los antecedentes y a los conocidos del nuevo empleado. Dagmar pasó la prueba con las mejores calificaciones. Por supuesto, tuvimos que interrumpir sus viajes a Berlín Oriental, pero en cambio, logramos que se encontrase con Herbert en Viena, Ginebra e Innsbruck.

Le asignamos el nombre en clave de Inge y trabajó para nosotros varios años, durante los cuales nos trasmitió información acerca de los mecanismos internos del equipo de Schmidt y el estado de ánimo de la dirigencia en Bonn. Nos interesaban sobre todo sus informes acerca del ambiente tenso que prevalecía durante las primeras reuniones de Schmidt con el presidente Jimmy Carter para discutir la seguridad europea. Era una secretaria laboriosa, apreciada por sus colegas, porque siempre estaba dispuesta a trabajar hasta tarde si las tareas lo exigían o a reemplazar a sus colegas, quedándose a trabajar después de horario o los días feriados, cuando sus compañeros tenían responsabilidades de familia. En esas horas tranquilas, se afanaba fotocopiando los papeles de la oficina; separaba entonces una copia suplementaria para nosotros o microfilmaba documentos importantes cuando nadie la veía.

Su vínculo con Herbert era sólido, a pesar de la separación geográfica. Dagmar deseaba desesperadamente casarse con él. En concordancia con nuestras reglas acostumbradas, nos opusimos, pero temiendo que ella pudiese abandonar nuestra organización preparamos otra de nuestras bodas «a la Potemkim». Confeccionamos para ella una tarjeta de identidad de Alemania Oriental, con el nombre de soltera, y la trasladamos de Bonn a Berlín Este, pasando por Viena. En Berlín Oriental la llevamos a la oficina del registro civil del distrito de Lichtenberg, no lejos de la central de nuestro ministerio en la Normannenstrasse.

Se respetaron todas las formalidades. El funcionario preguntó a Dagmar y a Herbert si estaban en condiciones de contraer matrimonio y pronunció el discurso usual acerca del compromiso de por vida y la seriedad del matrimonio. Se intercambiaron anillos de boda y se ejecutó la Marcha Nupcial. Aunque la pareja firmó el registro de matrimonios, sin que ambos lo supieran la página fue retirada del libro y destruida después que ellos abandonaron el edificio. Varios años después Dagmar se enfureció cuando descubrió, luego de su detención, que su matrimonio era nulo, porque no se lo había registrado en forma debida.

Su carrera concluyó en 1977, sin que ella hubiese cometido errores. Las sospechas recayeron sobre su oficial de control en el Oeste, Peter Goslar, a quien nosotros habíamos instalado en Düsseldorf en compañía de su esposa Gudrun, al amparo de identidades falsas. Los Goslar habían sido enviados a la República Federal vía Londres, donde les habíamos asignado una identidad británica, la del señor Antony Rogé y esposa. Pero en el curso de una inspección practicada con ayuda informática referida a los cambios de residencia poco usuales desde el exterior, la pareja atrajo la atención del contraespionaje alemán occidental. Se los observó un tiempo, y cuando se registró su apartamento, los agentes encontraron documentos ocultos en la nevera y en el cuarto de baño. Esos papeles incluían las notas de Schmidt acerca de una conversación confidencial con James Callaghan, primer ministro británico, que se quejaba del inadecuado dominio de las realidades europeas por la Casa Blanca, y utilizaba palabras como «arrogancia» y «estupidez» para describir a los norteamericanos.

Los investigadores no necesitaron mucho tiempo para descubrir el origen de dicha información. Filmaron los encuentros de los Goslar con Dagmar. Cuando de nuevo se ausentaron de su apartamento, volvieron a registrarlo y encontraron los informes de la oficina de Schmidt acerca de la posición alemana occidental en la cumbre económica londinense de 1978. Dagmar fue detenida, juzgada y condenada a cuatro años y tres meses de prisión. Durante el proceso al que fui sometido, conocí a un guardia del Tribunal de Düsseldorf, un hombre de edad madura que había visto a varias de nuestras secretarias-espías. En su recuerdo, Dagmar se diferenciaba de todas las demás, y este nombre me dijo: «Era la mujer de aspecto más extraordinario que he visto en mi vida». Con respecto a Schröter, sus días gloriosos también habían concluido. A partir de entonces debió llevar una vida discreta en el Este y se acabaron sus romances exóticos en las vacaciones.

Gabriele Gast fue un fenómeno poco frecuente en una actividad dominada por los hombres, y se convirtió en la mujer de más elevada jerarquía en el Servicio Federal de Inteligencia (Bundesnachrichtendienst - BND), donde llegó al cargo de analista principal para la Unión Soviética y Europa oriental. Sus famosos y agudos informes acerca de los hechos en el bloque oriental iban a parar al escritorio del canciller Helmut Kohl. Ni él ni sus superiores en el BND sabían que yo también los leía.

El caso de Gaby comenzó como una relación romántica, aunque yo me opondría a declarar que era una suerte de Julieta, porque se trataba de una mujer brillante que actuaba de acuerdo con sus propias convicciones y sus ideas. Hija de una familia de la burguesía conservadora, fue una estudiante afiliada al Movimiento Juvenil Demócrata Cristiano, una organización sólidamente derechista, y en 1968 visitó Alemania Oriental para trabajar en una tesis de doctorado acerca del papel político de las mujeres en la República Democrática Alemana.

En Karl Marx-Stadt conoció a un mecánico llamado Karl-Heinz Schmidt; ella necesitaría veinte años para descubrir que su verdadero nombre era Schneider. El encuentro no fue casual. Schmidt/Schneider estaba a sueldo de la Seguridad del Estado de Sajonia, y más tarde alcanzaría el grado de mayor. Rudo y animoso, poseía una suerte de encanto proletario que puede ser terriblemente atractivo para las muchachas burguesas que han llevado una vida protegida. Ella creía que el anticuado nombre de pila de este hombre era demasiado estirado, y afectuosamente lo llamaba Karlizcek. Él la cortejó asiduamente con excursiones al campo y ambos compartieron un verano romántico. Después él le reveló su verdadera condición y la presentó a su superior, un experimentado oficial de inteligencia llamado Gotthold Schramm.

Gaby se sintió fascinada por esta repentina percepción del funcionamiento interior en el Este. Cuando sus nuevos conocidos le pidieron que cooperase, Gaby vaciló, hasta que le informaron que no vería de nuevo a Karlizcek si ella rehusaba. Entonces aceptó, volvió a Alemania Occidental para continuar sus estudios en Aquisgrán y viajó al Este cada tres meses, para recibir adiestramiento en las tareas del espionaje y encontrarse con su amante.

Sus responsables en Alemania Oriental comenzaron a actuar sin planes definidos acerca de Gaby, pero concibieron la idea de inducirla a hacer una carrera en Bonn, quizás en un ministerio. Pero en este punto el destino se adueñó de la situación. No éramos los únicos interesados en Gaby. Su padrino de tesis era Klaus Mehnert, un eminente profesor de Estudios sobre Europa Oriental, que tenía contactos con el BND, y según muchos creen era uno de los hombres que reclutaban agentes en ese medio. Gaby era su principal alumna, y cuando ella finalizó su doctorado en 1973 se le ofreció una tarea encubierta como analista política del instituto Pullach, una entidad muy respetada del BND existente cerca de Múnich.

Por supuesto, este cambio de la situación nos agradó mucho. Respetamos nuestra promesa y le permitimos visitar a Karlizcek. Poco después celebraron su compromiso en una casa de seguridad del Este. Schramm abrió una botella de champán ruso e hizo escuchar un cassette con los buenos deseos del jefe del servicio secreto regional. Siempre prestábamos mucha atención al aspecto romántico de estas relaciones.

El trabajo de Gaby para nosotros fue impecable. Nos ofreció un panorama exacto de lo que el Oeste sabía, y de sus opiniones acerca de todo el bloque oriental. Esta información tuvo vital importancia para nosotros cuando llegó el momento de encarar el ascenso de Solidaridad en Polonia, a principios de la década de los ochenta. Gaby tenía un ojo infalible para seleccionar el tipo de material que podría interesarnos y era una analista brillante por derecho propio, capaz de leer montañas de material secreto de Alemania Occidental en relación con las novedades políticas y económicas en el bloque oriental y la Unión Soviética, y de resumir los puntos que nos interesarían en Berlín Oriental.

Si reclamábamos los documentos originales, Gaby los microfilmaba y los ocultaba en falsos frascos de desodorante. Al principio le ordenamos que los dejara en las cisternas de los retretes instalados en los trenes que partían de Múnich y cruzaban la frontera en dirección al Este. Más tarde, se juzgó que este procedimiento era demasiado peligroso, además de insuficiente para recoger el flujo de información que ella aportaba. Una agente hizo de intermediaria y se reunía con ella en una piscina de Múnich; allí intercambiaban la información entre sus respectivas cabinas del vestuario, las cuales habían sido especificadas previamente en mensajes que le radiábamos desde Berlín Oriental.

Durante los muchos años que trabajó con nosotros, Gabriele obtuvo una satisfacción altamente profesional como resultado de toda su actividad. También continuó encontrándose con su amante Karlizcek, en diferentes períodos de vacaciones. Tratábamos bien a nuestros enamorados y les facilitábamos vacaciones en los Alpes o en la costa del Mediterráneo. Pero, con el tiempo, la relación que al principio había sido lo que la había seducido llegó a perder importancia para ella. Creo que no dejó a Karlizcek, un hombre que no era demasiado atractivo, porque le complacía la ocasional compensación afectiva que extraía de la relación, y porque era una mujer independiente y de carácter fuerte, que no se resignaba a aceptar una unión convencional en su propio país.

Asimismo, debía soportar otra carga emocional. La esposa de su hermano había adoptado a un niño con una severa minusvalía, y eso resultó excesivo para la pareja. Como no aceptaba que enviasen el niño a una institución, Gaby se encargó de él, pese a que debía dedicarle mucho tiempo y energía. También le preocupaba lo que podía sucederle al niño en caso de que ella fuera descubierta. Sufría crisis de ansiedad y a veces hablaba de cortar sus vínculos con nosotros.

Yo no deseaba perderla, y en 1975 hice algo que no hacía a menudo: la vi personalmente en Yugoslavia. Al principio, la atmósfera fue tensa, porque en el Oeste aún no se había mostrado ninguna fotografía mía, y para ella yo era el personaje sin rostro del espionaje alemán oriental. Pero pronto recobró el dominio de sí misma, e inició un apasionado debate acerca de la Ostpolitik (política hacia el Este) y la situación interna de Alemania Oriental, un tema acerca del cual no se hacía ilusiones. Le pregunté acerca de su situación personal, su vida en el trabajo —por supuesto, Karlizcek la acompañaba— y también analizamos en qué dirección sus posibilidades profesionales le permitirían progresar más en el BND. Le aseguré que protegería su identidad en mi servicio con un secreto absoluto, y le di todo mi apoyo. Más tarde nos reuniríamos en otros lugares, por ejemplo una bonita casa en Split, en la costa dálmata, un inocente lugar destinado a las vacaciones de nuestros agentes en el Oeste, que tampoco representaba mucho peligro para mí.

La virulenta campaña de los medios occidentales contra mí y las amenazas de denunciar a nuestros agentes sirvieron sólo para que ella fuera más decidida, y que su compromiso ideológico se reafirmara con el correr del tiempo. Como muchos jóvenes de Alemania Occidental que habían realizado la experiencia del movimiento de protesta de 1968, estaba convencida de que la República Federal no asumía con honestidad su pasado nazi. Cierta vez me envió un libro acerca de Nuremberg, donde los nazis habían celebrado sus grandes asambleas y donde luego fueron juzgados como criminales por los aliados victoriosos. Anotó en el libro: «El Pasado todavía acecha bajo la fachada de lo Nuevo. Treinta años después de Nuremberg la lucha por lo Nuevo debe continuar».

No puedo saber si después del interés inicial por Karlizcek, Gaby estaba realmente enamorada de él. Pero puedo afirmar que estableció una especie de relación amorosa con mi servicio. En esa relación con nosotros había un idilio que a ella, que no había tenido relaciones claras con hombres, le resultaba emocional y profesionalmente satisfactorio. Esta analogía puede parecer extraña, pero la consideración que se prodiga a un buen espía, la atención a su bienestar, puede ser un sustituto de los vínculos personales. En el caso de Gaby, el factor humano fue sobremanera importante, y nosotros nos preocupamos por recompensar su trabajo eficaz con encuentros en el Este. Esta actitud le aportó cierto sustento emocional y por cierto representó una experiencia muy placentera para ella.

Sentía mucho afecto por dos altos jefes que se interesaron paternalmente por ella. Cuando uno de los dos falleció, Gaby envió flores a su tumba en una región rural de Alemania Oriental. No era tan fácil definir sus sentimientos hacia mí. Necesitaba saber que era importante para mí, y que yo le consagraba mi atención personal. En verdad, yo le profesaba simpatía, y su inteligencia y su sensibilidad me parecían atractivas. En todo caso, con ella se estableció el vínculo más estrecho que tuve con un agente en toda mi vida.

A veces, sus mensajes tenían el tono dolorido de una amante a quien ya no se presta excesiva atención. Pero las visitas a Alemania Oriental alimentaban su sentimiento de pertenencia; algo que al parecer no encontraba en su propio país. Se reunía con Karlizcek en el Vogtland, una hermosa región que no está lejos de la frontera con Baviera. Era un idilio rural con un toque del romanticismo del siglo XIX que se manifestaba en las regiones lejanas de Alemania Oriental. La atendía una señora llamada Linda, cuyos esponjosos bollos de masa al estilo de Vogtland y su dialecto impenetrable provocaban la adoración de Gaby. Aquí, su propio idioma era hablado de un modo que ella nunca había escuchado y podía saborear una cocina alemana que nunca había probado antes. Estas experiencias a menudo fascinaban a los occidentales que llevábamos al Este. La continuidad de estos viajes dependía de un delicado equilibrio, ya que si bien aportaban sustento emocional, resultaban cada vez más peligrosos. Cada viaje al Este era un gran riesgo para agentes a los que se prohibía esas visitas por los cargos especiales que ocupaban en el Oeste; sobre todo en organizaciones como el BND. ¡Todos los encuentros eran peligrosos! Poco a poco debimos reducir las visitas a causa de los riesgos que se corrían y esta situación angustiaba a Gaby.

Cierta vez ella me escribió para expresar sus inquietudes por los riesgos que corría a medida que ascendía en la jerarquía de la inteligencia de Alemania Occidental. Intuí que en su carta había un pedido de apoyo más firme, y la invité a hacer otra visita al Este. Contestó: «Un encuentro y una conversación con usted al abrigo de un ambiente hogareño son y serán siempre para mí situaciones que justifican un esfuerzo especial, por difíciles que puedan ser las circunstancias». Tuve que aceptar el hecho de que, pese a todas sus otras virtudes, Gaby no era una agente de trato fácil. Nos encontramos siete veces en el curso de su trabajo.

Esta idea de que el agente pertenecía a una comunidad especial, un club minoritario y secreto que luchaba por un ideal noble, según observé a menudo, tenía especial importancia para los occidentales de la alta clase media, que poseen personalidades fuertes y complejas. Quizás esta observación tienda a responder la pregunta que me hacen a cada paso, acerca de la razón por la cual tales personas acudían en gran número a trabajar para nosotros. Lo que le ofrecíamos era la posibilidad de mezclar idealismo con compromiso personal, algo que no existe en muchas sociedades modernas.

En la década de los ochenta, Gaby se consagró a su trabajo, el de analizar los estudios de la OTAN acerca de las relaciones entre el Este y el Oeste y los efectos de la agresiva política anticomunista de Ronald Reagan. Compartía mi preocupación acerca del estancamiento cada vez más acentuado que podíamos observar en el bloque soviético después de la muerte de Andropov en 1984. A esta altura de la situación, Afganistán ya se había convertido en el problema más grave con el que debía lidiar Moscú. Ambos teníamos conciencia de que se habían cometido errores graves en el área de la política exterior soviética y de las consecuencias de esta política en la comunidad socialista.

Con gran sorpresa de mi parte, desde finales de la década de los setenta ella comenzó a hablar de la perspectiva de que se desarrollasen movimientos autónomos de reforma fuera de Polonia y en los demás países satélites. Era una opinión que me impresionaba sobre todo porque reflejaba mis propias reflexiones, las mismas que yo todavía no podía o no quería estructurar. La realidad estaba alejándose cada vez más de las declaraciones oficiales y contrariaba duramente la teoría marxista. Un sentimiento de inquietud me agobiaba, pero yo continuaba reprimiéndolo.

La carrera de Gaby progresaba en forma acelerada. La confianza de la cual gozaba puede medirse por el hecho de que en 1986 se le encargó redactar un informe muy delicado, destinado al canciller, acerca del presunto compromiso de firmas alemanas occidentales en la construcción de una fábrica de armas químicas en Libia. Un año después se la designó subjefa del departamento del BND relacionado con el bloque soviético, y esa era una posición sumamente elevada para una mujer. Dejamos a su criterio que decidiera sobre qué nos informaría. Como sus propios colegas en el Oeste, teníamos confianza absoluta en nuestra experta.

En este mundo de espejos, surge entonces el siguiente interrogante: ¿en beneficio de quién analizaba? Puedo afirmar que entregaba, tanto a nuestro servicio como al BND, un análisis totalmente objetivo. Sabía lo que nos interesaba, y podía resumir la información que necesitábamos en unas cuantas frases breves, contenidas en informes de cuatro o cinco páginas. Quizá compensaba su carencia de compromiso emocional consagrando toda su formidable inteligencia y sus energías a la tarea intelectual que tenía ante sí, ya fuera para nosotros mismos o para nuestros enemigos. Para nosotros era sobremanera importante el hecho de que podíamos enteramos, por intermedio de Gaby, de lo que el BND pensaba acerca de Europa oriental y de nuestro país, de modo que esa información nos permitía ver el mundo a través de los ojos de nuestros enemigos. Gaby trabajó para nosotros animada por una convicción profunda, y —como fue el caso con otras fuentes valiosas— el trabajo excelente para el otro lado era un prerrequisito que debía cumplir para tener acceso a la información que deseábamos.

De sus informes también obtuvimos pistas para llegar a posibles agentes del BND en el Este, aunque eso era secundario. Lo que era más importante es que gracias a Gaby tuvimos una visión más amplia del mundo acerca de lo que el BND denominaba la información «de la franja amarilla», sobre la cual todavía se sabe poco. Esto último era la consecuencia del espionaje que el BND practicaba sobre los aliados de la República Federal; gran parte de ese material provenía de una estación de escucha alemana cuyo seudónimo era «Eismeer» («mar polar») instalada entre Conilde la Frontera y Cádiz, sobre la costa atlántica de España. La presencia de la estación de escucha se remontaba a las relaciones estrechas de la Alemania nazi con la España de Franco en la década de los treinta; la operación, cuyo nombre en código era «Delikatesse» (manjar), controlaba las líneas de comunicación de Europa a África occidental y de América del Norte y del Sur utilizadas por las embajadas norteamericanas y las secciones de la CIA. Todas las transcripciones del BND que afectaban a los asociados de Alemania Occidental estaban marcadas con una franja amarilla, para garantizar que no serían transmitidas por accidente a los aliados, no fuese que estos supieran que Alemania Occidental había escuchado sus mensajes. Alemania Occidental, por medio de su servicio secreto que tenía el conocimiento técnico y agentes expertos en la tecnología del cifrado, teóricamente podía descifrar las señales de radio de catorce naciones amigas. Mantenía una estrecha relación con el servicio secreto turco y, durante la guerra de las Malvinas, en 1982, fue el único servicio que pudo descifrar el movimiento de mensajes radiales argentinos para beneficio de los británicos. Esta eficiencia técnica de Alemania Occidental y nuestra posibilidad de asomarnos a ese material gracias a Gaby y a otras fuentes, nos permitieron mejorar los resultados de nuestros esfuerzos de recolección de datos: los alemanes occidentales realizaban el trabajo sucio de espiar a sus aliados norteamericanos, y nosotros robábamos la información.

Mucho más tarde, después del derrumbe de la República Democrática Alemana y el descubrimiento del papel de Gaby, a menudo pensé que acaso debí permitirle que se alejase antes, de modo que nosotros —y ella— pudiésemos borrar mejor la pista. Hasta el mismo final de la operación Gaby no cometió errores. A principios de 1990, cuando nos dimos cuenta que la unificación era inevitable, mi sucesor la convocó a una reunión en Salzburgo, para informarle que estábamos terminando nuestra labor y que todos los documentos que registraban su cooperación habían sido destruidos.

Pero en el apresuramiento de la unificación, cierto número de ex empleados de nuestra estructura trataron de obtener inmunidad frente a las acusaciones vendiendo a otros. La peor traición fue la que protagonizó uno de nuestros altos funcionarios, el coronel Karl-Christoph Grossmann (no debe ser confundido con mi sucesor en la jefatura del servicio, Werner Grossmann). Aunque no tenía conocimiento directo de la identidad o las actividades de Gaby, comunicó el sesgo de una conversación que había escuchado, en el sentido de que nuestro servicio contaba con una mujer muy eficaz, que se desempeñaba en un puesto muy elevado de la inteligencia alemana occidental y que tenía un niño minusválido.

Eso alcanzó para identificarla, y fue detenida avanzado 1990 cuando cruzaba la frontera austro alemana para acudir a un último encuentro con sus responsables. Creo que estos se preparaban para ofrecerle una recompensa en mérito a sus prolongados servicios. Hasta el final mismo, esos signos de estima significaban mucho para ella.

Se ha reflexionado y se ha escrito mucho acerca de las razones por las cuales estas mujeres tuvieron esa línea de conducta. Todas eran ciudadanas alemanas occidentales empleadas al servicio de ese Estado antes de comenzar a trabajar para nosotros. Algunas llegaron a aceptar el ideal socialista por convicción. Pero la mayoría simplemente se enamoró, y el compromiso con nosotros fue la secuela del compromiso con un hombre. Sabían que podían verse obligadas a renunciar a los vínculos familiares y a un nivel de vida superior en el Oeste para buscar la seguridad en Alemania Oriental, un país que pocas conocían y cuya imagen pública no era muy brillante. Muchas en efecto iniciaron allí su nueva vida después de terminada su carrera como espías.

Ursel Höfs cumplió su condena completa en la República Federal porque se negó a cancelar su solicitud de partida hacia Alemania Oriental después de liberada. Finalmente, se le permitió ir a reunirse con su marido en el Este. Christel Broszey y su esposo se instalaron en la región alemana oriental de Turingia y adoptaron un niño. Después tuvieron con mucha alegría un hijo propio. Inge Goliath terminó viviendo tranquilamente con su esposo en el campo, en las afueras de Berlín. Helga Rödiger se mudó con su esposo a Berlín y allí continuó viviendo incluso después que él falleció. Volví a verla una sola vez, en una fiesta de cumpleaños, en el verano de 1996.

La transición a un sistema distinto por cierto era difícil para las mujeres. Nuestra política era ayudarlas a vivir de manera cómoda, pero con la mayor discreción posible. Después de años de excitación al servicio de una organización secreta de inteligencia, esta situación era una suerte de anticlímax. Christel Broszey fue una de las que se negó a llevar una vida discreta. Presionó al liderazgo partidario local, hasta que le asignaron una difícil tarea como jefa de departamento de una fábrica textil. Allí combatió los defectos de la administración socialista e introdujo muchas mejoras en las prácticas laborales de la fábrica, sobre la base de su experiencia en el Oeste.

No creo que los métodos que aportaron éxito a nuestro servicio fueran esencialmente distintos de los que aplicaba la inteligencia exterior del Oeste. Ciertamente, no habíamos patentado el uso de Romeos en el papel de espías. El BND de Alemania Occidental tenía en Estados Unidos un agente que actuaba con el nombre de Karl Heinrich Stohlze. En 1990 abordó a una importante secretaria de una compañía bostoniana que trabajaba para la defensa, la sedujo y trató de reclutarla con la esperanza de conseguir información para Bonn acerca de la investigación norteamericana en tecnología de la división genética. Este agente grabó las llamadas durante las cuales ella se declaró dispuesta a trabajar en el espionaje industrial en beneficio de Alemania. Cuando a ella le fallaron los nervios, este hombre intentó extorsionarla con las cintas grabadas. El asunto terminó en un embrollo, con un intento de suicidio de la mujer.

Otro Romeo del BND fue enviado a París en 1984, con la orden de seducir a la esposa de un funcionario de Alemania Oriental en la UNESCO, y extorsionarla de modo que trasmitiese información acerca de la política de Berlín Oriental y sus intenciones de voto en las Naciones Unidas. Este intento fue descubierto por nuestros funcionarios de seguridad en la embajada, y el hombre y la esposa fueron retirados antes de que se concretara la operación. En Oslo se presentó un caso más extraño hacia la misma época. El servicio noruego de contraespionaje descubrió, gracias a grabaciones telefónicas, que la esposa del embajador alemán oriental estaba comprometida en una relación lesbiana con una noruega. Gracias a otras fuentes, descubrimos que los agentes alemanes occidentales planeaban extorsionar a la esposa del embajador. Fue necesario retirar aprisa a la pareja.

Los Romeo que he descrito en este capítulo no eran hombres experimentados en el arte de don Juan, y mucho menos unos Adonis. Eran hombres comunes con quienes uno podían cruzarse en la calle sin mirarlos dos veces. Cuando reflexiono acerca de los aportes que hicieron a nuestro trabajo y algunas de las consecuencias que sufrieron como consecuencia de esos aportes, tengo que reconocer que en varios casos el costo humano fue elevado en relación con las vidas arruinadas, los corazones destrozados y las carreras destruidas. También lamento que la relación entre Roland G. y su compañera llegase a profundizarse demasiado y se prolongase tanto tiempo. Los fines no siempre justificaban los medios que decidíamos utilizar. Pero me irrita que los occidentales adopten un tono moral tan estridente contra mí en relación con este tema. Mientras haya espionaje, existirán los Romeo que seducen a las incautas Julieta que poseen acceso a los secretos. Después de todo, yo estaba dirigiendo un servicio de inteligencia y no un club de corazones solitarios.