XIII
El terrorismo y la República Democrática Alemana
El 13 de septiembre de 1993 Yaser Arafat, presidente de la Organización para la Liberación de Palestina, y Yitzhak Rabin, primer ministro de Israel, sellaron con un apretón de manos, en los jardines de la Casa Blanca, el acuerdo que representó un paso histórico hacia la paz en Medio Oriente. Un año después, en Oslo, se otorgó el Premio Nobel de la Paz tanto a los israelíes como a los palestinos. En los años que precedieron a estos sugestivos acontecimientos, el contacto con Arafat o su organización habría bastado para estigmatizar a un individuo como simpatizante o incluso como patrocinador del terrorismo internacional. Casi dos años después, el 4 de noviembre de 1995, Rabin fue quien pagó esa relación con su vida, a manos de un terrorista israelí. Tales son las ironías de la historia.
Se dice en términos generales que los historiadores futuros incluirán a la República Democrática Alemana entre los partidarios más activos del terrorismo. Mi persona y mi trabajo se han visto envueltos en estas acusaciones, las más agrias de las cuales provienen de los norteamericanos. Al parecer, olvidan su propia y prolongada historia de apoyo a dictadores brutales y ataques a gobiernos legítimos, tanto franca como disimuladamente, desde el derrocamiento de Mossadegh en Irán, de Arbenz Guzmán en Guatemala y Allende en Chile, al apoyo a la dictadura de la familia Somoza en Nicaragua y a muchos otros como ellos en diferentes partes del mundo.
Muchas de estas alianzas non sanctas, en ambos lados, fueron el producto trágico de la Guerra Fría. Es indudable que la publicación de los archivos del Ministerio de Seguridad del Estado ha demostrado que este ministerio del que formaba parte mi departamento de inteligencia exterior, el HVA, cooperó con varias organizaciones como la OLP, y que la República Democrática Alemana apoyó a algunos de estos grupos comprometidos en el terrorismo de inspiración política.
Como yo era el jefe de la rama del ministerio dedicada a la inteligencia exterior, no es sorprendente que se suponga que estaba al tanto de todos los aspectos de la relación de mi gobierno con organizaciones terroristas. En realidad, conocía muchos de los lazos que Alemania Oriental mantenía con organizaciones que el Oeste tachaba de terroristas. Pero como explicaré, estaba excluido de los detalles operativos importantes. Mi principal responsabilidad era la inteligencia: la recolección de información, preferentemente secreta. Eso es espionaje, no terrorismo. Jamás estuve comprometido en persona en el planeamiento o la ejecución de actos terroristas.
Para comprender esta paradoja de un jefe de espías que desconoce los compromisos extranjeros, es necesario extenderse en dos aspectos: en primer lugar, de qué modo las luchas de liberación nacional del Tercer Mundo se entrelazaron con la Guerra Fría; y segundo, de qué modo la rígida separación en feudos del Ministerio de Seguridad del Estado convirtió la conspiración y el secreto en fetiches absolutos.
Estas explicaciones no pretenden disculpar lo que sucedió y deseo aclarar que mi propósito no es excusarme. El hecho es que la República Democrática Alemana y sus servicios de inteligencia proporcionaban apoyo técnico y financiero a organizaciones que a nuestro entender eran legítimas, y algunas de ellas incurrían en actos de terrorismo contra civiles como parte de su estrategia. También se protegía a los terroristas que habían escapado de la República Federal. Yo no participaba en este aspecto, que estaba a cargo de otros. Ellos ejecutaban su tarea, no la mía. Quizá también fue afortunado el hecho de que Mielke, ministro de Seguridad del Estado, prefería que yo no supiese, porque esa actitud me dejaba en libertad de concentrar la atención en mi misión de obtener secretos en el exterior.
Existe aquí un caudal de responsabilidad más que suficiente y necesito manifestar mi pesar. Debo subrayar que todo lo que hicimos y estuvo mal no puede disculparse mencionando lo que hizo Occidente bajo su propia bandera, en la batalla contra el comunismo, lo que dejó en ruinas a Vietnam y a algunos países de América central y África después de la batalla geopolítica. Así se libró la guerra en algunos frentes; si bien no protegí a los terroristas como tales, por cierto entrenamos a la gente en métodos de los cuales más tarde se abusó.
Esto puede parecer una actitud cínica, viniendo de una persona cuyo país era criticado en forma rutinaria por los informes de Amnistía Internacional a causa del trato dispensado a las personas a las cuales se encarcelaba por delitos contra el Estado. No afirmaré que nuestros procedimientos internos de interrogatorio y encarcelamiento eran irreprochables y tampoco diré que me manifesté con suficiente energía contra su rigor en aquel momento. Pero todavía formulo una distinción entre los regímenes en los cuales la dignidad y la libertad humana se ven mancilladas como resultado del exceso de celo en el plano de la seguridad estatal —que fue el resultado de la represión interna en Alemania Oriental— y el uso sistemático de la tortura para castigar a los enemigos políticos. En el Tercer Mundo se pasaba con frecuencia la línea divisoria entre el comportamiento excesivamente celoso y la barbarie, y aunque fuera inadvertidamente, nosotros y nuestros antagonistas occidentales ayudamos a la gente a cruzarla. ¿Sabíamos exactamente que lo que estábamos ofreciendo podía utilizarse con métodos que provocaban nuestro rechazo? Por supuesto, pero no creo que Honecker o incluso Mielke jamás aprobaran a sabiendas los actos terroristas o violentos contra los civiles. Como jefe del servicio de inteligencia exterior, acepto la responsabilidad —no la culpa— por estos abusos. Es una diferencia moral que espero los lectores aceptarán en interés de una exposición clara de los excesos del momento.
El debate acerca de las diferentes definiciones de la «culpa» y la «responsabilidad» ha llegado a ser cada vez más intenso en los últimos años. Para situar estos términos en su contexto histórico, diremos que sólo una pequeña minoría de alemanes en realidad fue culpable de los terribles crímenes cometidos bajo los nazis, pero todos los alemanes que vivieron voluntariamente bajo los nazis son responsables de lo que sucedió. No se trata sólo de una distinción académica. Los delitos son una cuestión legal, la responsabilidad es una cuestión de conciencia. Por lo que se refiere a la ley, baste decir que a pesar de que todos los archivos están a disposición de un celoso equipo de fiscales en la República Federal, no ha podido presentar ningún indicio, y mucho menos pruebas, de mi complicidad en actos de violencia. También inicié tres juicios por calumnias contra periódicos que informaron que yo sabía que la República Democrática Alemana protegía a terroristas alemanes occidentales en momentos en que el Ministerio de Seguridad del Estado resolvía hacerlo; yo no lo sabía. Además, el Departamento de Estado norteamericano me negó una visa de visitante con el argumento de que yo tenía relaciones con terroristas. No he visto indicios que confirmen estas acusaciones. (Vale la pena señalar que la CIA no demostró el menor escrúpulo cuando llegó el momento de invitarme a Estados Unidos en 1990, aunque quizás el Departamento de Estado desconocía esta invitación, cuando me cerró el paso seis años después).
Como mi relato demostrará, los diferentes departamentos de un mismo gobierno, incluso los que están estrechamente relacionados, por ejemplo, los departamentos que manejan la política exterior y la inteligencia exterior, no siempre saben lo que el otro está haciendo; y no importa para el caso si el departamento está situado en Langley, Virginia; ese distrito del gran Washington, D. C., llamado Foggy Bottom; o en Berlín Oriental, cuando era la capital de la República Democrática Alemana. Aquí relataré lo que sé, y tocará al lector considerar cuál es mi culpa, la que rechazo, en contraposición a mi responsabilidad moral, que acepto.
En el marco de nuestras relaciones con el Tercer Mundo, nos comprometimos con los movimientos de liberación nacional, y ello ayudó a prepararnos y condicionarnos de manera que tolerásemos a las organizaciones de liberación que utilizaban el terrorismo. En una visión retrospectiva, este proceso padece de cierta inevitabilidad, pero en aquel momento no parecía inevitable. Todo comenzó en África, en mitad de la breve historia de Alemania Oriental. El 18 de enero de 1964, la minúscula república de Zanzíbar, formada por dos islas frente a la costa de África oriental, declaró su independencia. Por cierto, no era un hecho de trascendencia mundial. Una colonia africana tras otra estaba declarando su independencia en esa época, y fuera de los coleccionistas de sellos exóticos, nadie prestaba mucha atención a Zanzíbar.
El nuevo país nos forzó a prestarle atención ofreciendo de modo súbito el reconocimiento diplomático a Alemania Oriental, de modo que fue el primer país no socialista que desafió la doctrina Hallstein de Bonn, de acuerdo con la cual Alemania Occidental imponía a todos los países, excepto la Unión Soviética, la obligación de elegir una de las dos Alemanias. (Moscú era una excepción, para subrayar la opinión de Bonn, en el sentido de que nosotros éramos simplemente el títere de Moscú; sólo ellos tenían el derecho de mantener relaciones con ambas Alemanias). Zanzíbar nos eligió; nosotros no los elegimos. Es muy posible que el presidente, el jeque Obeid Karume, no advirtiese la consecuencia diplomática de su elección cuando, alentado por algunos de los miembros de su organización juvenil que tiempo atrás habían visitado una escuela de verano en Alemania Oriental, reconoció formalmente a nuestro país.
Al margen de las consecuencias diplomáticas más amplias, este reconocimiento protagonizado por un Estado africano significó nuevas oportunidades para los servicios de inteligencia. O quizás el presidente Karume fue más sagaz de lo que creíamos, pues el reconocimiento formal llegó acompañado por una avalancha de pedidos de ayuda financiera y asesoramiento en temas de seguridad, sobre todo en la esfera de la obtención de datos de inteligencia interna y la protección de las fronteras. Nuestra reputación en esos campos sin duda había llegado lejos, lo cual hasta cierto punto era un cumplido.
Halagado por la atención, Mielke buscó un candidato que pudiese asesorar a los nacientes servicios de seguridad de Zanzíbar. Coincidimos en la figura del general Rolf Markert, ex recluso del campo de concentración de Buchenwald, que se había convertido en alto funcionario policial después de la guerra, y que ahora trabajaba dirigiendo una rama regional del Ministerio de Seguridad del Estado. Como prácticamente en ese momento carecíamos de presencia diplomática en África, se convino en que una persona que contara con cierto conocimiento de los asuntos exteriores debía acompañar a Markert. Respondiendo a un impulso, propuse mi propio nombre.
En ese momento era una idea atrevida que el jefe de la inteligencia exterior viajase a un lugar cuya posición real todavía no era muy clara, cruzando territorios definidos por una firme adhesión a la OTAN para llegar al punto de destino. Mielke vaciló un momento antes de la aceptación definitiva. Tuve que escuchar una larga conferencia acerca de la necesidad del secreto absoluto y se me advirtió que no mencionara la misión ni siquiera a mi segundo. Mielke se encargó en persona de mis arreglos de seguridad e incluso supervisó un plan de emergencia para mi rescate si se descubría que había caído en una trampa. Markert y yo recibimos un juego de pasaportes alemanes falsos del Este y el Oeste, con diferentes nombres. Se modificó nuestra edad en los documentos, y con gran regocijo de nuestra parte fuimos despachados a consultar a un especialista en disfraces, a quien se encargó la preparación de máscaras. Mielke insistió en que las usáramos durante el viaje. Por supuesto, nuestros disfraces coincidían con las fotografías en los falsos documentos de identidad, que nos presentaban como expertos en educación de adultos.
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Partimos en febrero de 1964 y la primera escala de nuestro vuelo debía ser El Cairo. Markert y el jefe de la verdadera delegación diplomática viajaron en primera clase, pero para atraer menos atención sobre mi persona, me anoté como un modesto primer secretario y viajé en clase turista. El primer suceso interesante fue una tormenta de arena que nos obligó a aterrizar en Atenas, lo cual justificó los temores de Mielke acerca de la posibilidad de que me apresaran en territorio de la OTAN. Parker y yo fuimos separados uno del otro, y llevados a diferentes hoteles a pasar la noche. Este hecho provocó cierta ansiedad, pues todos sabíamos que un pasaporte alemán oriental no representaba protección alguna en un país de la OTAN. La mañana siguiente me debatí media hora para volver a su lugar la barba postiza, de modo que mi cara se pareciese aunque fuera aproximadamente a la foto de mi pasaporte.
Hubo otras largas escalas en El Cairo, Addis Abeba y Mogadiscio. Finalmente llegamos a Nairobi, donde nos quitaron los pasaportes y se negaron a dejarnos continuar el vuelo. Supusimos que nuestro viaje había sido seguido desde El Cairo, donde habíamos tenido que registrarnos ante los funcionarios británicos para obtener una visa que nos permitiera ingresar en la Unión de África Oriental (Zanzíbar, Tanganica, Kenia, Uganda). Después de una espera inquietante, nos salvamos de ulteriores inspecciones gracias a la intervención del ministro de Relaciones Exteriores de Kenia, Oginga Odinga, que después se convirtió en vicepresidente. Su hijo estaba estudiando en Alemania Oriental, y al ver el conocido nombre del viceministro de Relaciones Exteriores Wolfgang Kiesewetter en una lista de los miembros de nuestro grupo que le presentaron, ordenó que se permitiera a todos continuar el viaje. Nuestra llegada a Zanzíbar fue saludada por todo el gobierno; había una guardia de honor todavía vestida con uniformes del viejo estilo imperial británico y una orquesta policial ejecutó valses vieneses. Nos habían pedido que trajésemos la partitura del himno de Alemania Oriental, pero hasta que aprendiesen a tocarlo debíamos arreglarnos con Strauss. Nuestro viceministro de Relaciones Exteriores se vio en grandes dificultades para pasar revista a la guardia de honor en medio de los acordes melodiosos del Danubio Azul.
Ser un alemán oriental en la Zanzíbar poscolonial era en realidad placentero. Cuando llegaba un feriado nacional como el Primero de Mayo, introducido en nuestro honor, nos reconocían pronto y nos llevaban al centro de la multitud. El pueblo había asimilado con entusiasmo las expectativas oficiales en relación con nuestro país. Los cantantes que dirigían los coros de la multitud recitaban versos que elogiaban la belleza y la riqueza de la República Democrática Alemana, que sin duda en la imaginación pública alcanzaba la jerarquía de un mágico país de la abundancia.
Aunque estas celebraciones eran maravillosas, no todo se desarrollaba bien. Nuestros intentos de imponer firmes planes de trabajo y rutinas durante nuestra permanencia en ese país fueron inútiles. Con mucha frecuencia concurríamos a algunas reuniones y comprobábamos que la gente había sido expulsada de sus cargos y estos estaban ocupados por otras personas que no tenían la menor idea del estado de las negociaciones o el nivel alcanzado en los planes. Al principio, tales cosas parecían inconvenientes secundarios si los confortábamos con las largas noches tropicales durante las cuales nos paseábamos entre las elegantes villas del distrito en que vivíamos, la pista de golf ahora en desuso, el cementerio indio y las chozas de barro levantadas en el límite de la ciudad. Allí, los hombres se sentaban a charlar y fumar en la penumbra, mientras las mujeres continuaban trabajando la tierra.
Nuestras relaciones con Ibrahim Makungu, más tarde designado jefe de seguridad, al principio fueron difíciles. Necesitábamos conocer su evaluación sincera de las prioridades del país. Pero el presidente había ordenado a Makungu que no revelase nada y que averiguara de nosotros todo lo que pudiera. De hecho, llevaba tan lejos ese secreto que incluso se negaba a revelar su verdadero nombre. Lo descubrí sólo cuando dejó una de sus frecuentes y misteriosas notas en swahili, para cancelar un encuentro que habíamos planeado, que terminaba con las palabras «Nuestro trabajo es difícil y secreto. Simba». Pregunté al cocinero quién era Simba, y me enteré no sólo de su nombre completo sino de parte de su historia. En otros tiempos, dijo el cocinero, Makungu había trabajado para la Sección Especial de la policía colonial británica.
Como veníamos de un país en que todos los miembros del partido gobernante se unían para promover los objetivos establecidos, no estábamos familiarizados con un gobierno de individuos divididos por objetivos e intereses contradictorios. Algunos de nuestros asociados se consideraban socialistas, y en cambio los musulmanes nos miraban y nos consideraban con evidente desconfianza. Pero ninguno se mostraba tímido a la hora de pedir y entonces nos criticaban si no atinábamos a satisfacer los reclamos. Nos mostraban con expresión deprimida las embarcaciones ruinosas, los viejos receptores de radio y los deshilachados cables telefónicos dejados por los británicos, con la esperanza de que pudiésemos reparar toda la infraestructura de la nación.
El liderazgo de Zanzíbar estaba dividido entre el presidente Obeid Karume que, en su condición de ex dirigente del sindicato marítimo, hablaba como un sindicalista inglés, y sus vicepresidentes, Abdullah Kossim Hanga y Abdulrahman Mohammed Nbabu. Sostenían con idéntico y opuesto fervor los modelos soviético y chino de comunismo, en ese momento en amarga oposición recíproca. Hanga había estudiado en la Unión Soviética, y por su parte Nbabu insistía en demostrar su adhesión a Mao Tse-tung haciendo escuchar un disco rayado y estridente con una versión de la «Internacional» en las recepciones oficiales. Esta mezcolanza de ideologías probablemente explica por qué Zanzíbar había elegido a Alemania Oriental como su principal asociado. Pronto no me cupo la menor duda de que nuestra presencia en ese lugar se basaba en un sencillo cálculo político. Como los países de la Unión Africana Oriental dependían, desde el punto de vista de la economía, del comercio tradicional y los vínculos financieros con Gran Bretaña, la relación directa con una de las dos superpotencias comunistas habría sido insensata. Nosotros estábamos bastante avanzados en el plano económico como para ser útiles proveedores de consejos y una infraestructura fundamental de seguridad (pasarían años antes de que Zanzíbar progresara hasta el punto de necesitar tecnología), pero éramos bastante pequeños y no podíamos molestar a otras fuentes de riqueza.
Algunos meses después de nuestra llegada, en la isla circulaban intensos rumores acerca de la unión entre Zanzíbar y Tanganica. Esta noticia también nos concernía, pues Tanganica estaba gobernada por Julius Nyerere, que mantenía estrechos vínculos con Londres. Si se sellaba la unión, sospechábamos que el gobierno británico presionaría al de Zanzíbar con el fin de que liquidase su relación con nosotros. Lo que era peor, nos encontrábamos en la incómoda situación de ser consejeros de inteligencia en un país en que ninguno de nuestros asociados locales tenía la menor intención de explicarnos lo que estaba sucediendo.
El 24 de abril de 1964 recibimos la noticia de que se concertaría la unión y de que el nuevo país se llamaría Tanzania. La víspera me habían asegurado que no se planeaba un movimiento por el estilo, y había viajado en avión a la isla más pequeña de Pemba, con el propósito de inspeccionar la nueva oficina de seguridad. Recibí la noticia mientras estaba sentado con los nuevos reclutas, al atardecer, respondiendo preguntas acerca de la relación entre el marxismo y la religión. Interrumpí la visita con cierta irritación y volé de regreso a la isla principal. Un carguero alemán oriental había retrasado su partida para llevarme de regreso, pero después de tres meses de trabajo poco exitoso, no podía soportar el pensamiento de partir sin comprobar por mí mismo si Zanzíbar continuaría siendo leal a nuestro país. Ahora, además, teníamos intereses personales y financieros en Zanzíbar, pues habíamos armado una pequeña flotilla de naves para los guardias fronterizos, y entrenado a marineros y mecánicos en Alemania Oriental. Contrariamente a lo que temíamos, Zanzíbar en efecto mantuvo un elevado nivel de autonomía. La fotografía de Nyerere siempre colgaba apenas debajo de la de Karume en los edificios públicos.
Nuestros esfuerzos no estaban menoscabados por el cinismo que más tarde caracterizó a nuestras relaciones con el Tercer Mundo. Estábamos convencidos de que, al ayudar a Zanzíbar, contribuíamos a la libertad de un pueblo africano y le ayudábamos a crear una vida mejor. Pero mentiría si dijese que no nos complacía, en nuestro carácter de representantes de la inteligencia alemana oriental, la realización de una maniobra en una parte del mundo en que los británicos y los alemanes occidentales habían sido las figuras dominantes de la maraña del espionaje. Recuerdo sobre todo una excursión que nos llevó hasta un puesto norteamericano de rastreo de satélites en Zanzíbar. Afuera montaba guardia un soldado de piel muy oscura que empuñaba un arma muy grande; y cuando nos acercamos nos apuntó con ella, mientras intentábamos explicarle la situación. Por fin, lo convencimos de que nos permitiese entrar. Y allí estaba yo, en mi primer viaje al mundo capitalista, visitando nada menos que una estación satelital norteamericana.
En muchos sentidos teníamos una actitud ingenua con respecto a las consecuencias de nuestra intervención en los países del Tercer Mundo. Nuestras habilidades para recoger datos, perfeccionadas por la experiencia de la Segunda Guerra Mundial y la Guerra Fría, se transferían a los nativos gracias a los oficiales de enlace y los especialistas bien entrenados. Acicateado por la experiencia de estos hombres, el servicio de seguridad de Zanzíbar alcanzó dimensiones ridículas. En relación con la magnitud de la población, pronto fue mucho mayor que nuestra propia estructura y adquirió con rapidez una dinámica autónoma sobre la cual no podíamos influir. Karume era mucho más aficionado que lo que habíamos sospechado a enfrentar a unas potencias exteriores contra otras, y nuestra posición se vio socavada por la llegada masiva de los chinos en 1965. Nos sentimos especialmente amargados cuando, después de haber conseguido la entrega de buques de pesca con red, los que el gobierno nos había rogado que proveyéramos, nuestra generosidad se vio eclipsada por la llegada simultánea de una delegación china que traía equipos agrícolas. La molestia se exacerbó cuando comprendimos que los pesqueros no eran apropiados para las aguas en que debían operar.
Los chinos fueron sumamente hábiles en el momento de instalarse. Al cabo de pocas semanas, la fotografía de Ulbricht había sido retirada de los lugares públicos o estaba flanqueada por imágenes más grandes y más destacadas de Mao. Moscú atribuyó mucha gravedad a este simbolismo y reclamó informes acerca del número de imágenes del líder chino que habían aparecido, y dónde estaban. De modo que iniciamos el insensato ejercicio de contar las fotografías.
Antes de partir de Zanzíbar, establecí una breve relación que perduró en mi mente. Se invitó a todos los extranjeros que residían en la isla a la cosecha de mandioca, el alimento local más importante. Nos recibieron bandas de música y grupos de danza, y después nos dedicamos a la cosecha, cortando y recogiendo mandioca, hasta que nos dolió la espalda. A mi lado trabajaba un hombre menudo y enérgico, de rasgos vivaces; era el cónsul norteamericano en Zanzíbar. A ambos nos llevaron aparte y nos dijeron con la mayor simpatía posible que habíamos confundido unos pequeños y tiernos brotes de mandioca creyendo que eran malezas; los habíamos arrancado y arrojado a un montón. Me pregunto si este norteamericano, que se llamaba Frank Carlucci y era no sólo un experimentado diplomático norteamericano, sino también con el tiempo un valioso director de la CIA, supo alguna vez quién era yo.
A pesar de nuestra experiencia en Zanzíbar, la motivación fundamental de la extensión de nuestras operaciones hacia el Tercer Mundo no desapareció: continuamos buscando el reconocimiento diplomático de la República Democrática Alemana. Hacia 1969 estábamos inundados de visitantes y pedidos de ayuda. Siria y Egipto desafiaron la doctrina Hallstein y vinieron a buscarnos, seguidos por Sudán, Yemen del Norte y Yemen del Sur, Congo/Brazzaville, Kampuchea y el ZAPU, movimiento de liberación de Rhodesia. Una recepción en honor del ministro del Interior de Egipto obligó a limpiar dos veces —por orden de Mielke— todas nuestras ventanas; y se pobló el patio del ministerio de guardias de honor y coros juveniles. Comencé a sentir que estos vínculos estaban convirtiéndose en una carga ingrata e innecesaria, por interesantes que pudieran ser las aventuras que corríamos al visitar lugares exóticos. Estas cuestiones nos distraían (a Mielke y a mí) de nuestra tarea principal, que era prevalecer en el escenario de la guerra de la inteligencia exterior en Europa. Yo siempre concentré nuestros esfuerzos en Alemania Occidental, pero ahora se despachaban a misiones al Tercer Mundo, durante largos períodos, a oficiales de rango medio, lo cual nos obligaba a atender una diversidad de países dirigidos por gobiernos endebles y personas sin sustancia. Pero por mucho que todo esto me frustrase, se trataba de tareas que estaban fuera de mi control. La iniciativa que desembocaba en este género de cooperación provenía de la cúpula política, y se suponía que los servicios de inteligencia debían cumplir las órdenes.
Durante un tiempo, se supuso que nuestras relaciones con Egipto eran sobremanera valiosas. Después de la Guerra de los Seis Días, en 1967, el presidente Gamal Abdel Nasser nos informó, por intermedio de su ministro del Interior, general Sharawi Gomaa, que deseaba intercambiar con nosotros información de inteligencia. Mi segundo viajó a El Cairo y fue recibido con todos los honores del protocolo. Después se vio que Nasser deseaba nuestra ayuda para investigar la infiltración israelí en el gobierno y las fuerzas armadas de Egipto, el factor que según creía Nasser había determinado que Egipto perdiese la guerra.
Nasser se sintió amargamente decepcionado cuando le dijimos que no teníamos agentes en Israel, pero era cierto. En realidad, durante los treinta y tres años que dirigí el servicio de inteligencia exterior, nunca logramos infiltrar la inteligencia israelí. Moscú nos presionaba con el fin de que lo lográramos, y durante los primeros años realizamos algunos esfuerzos con el propósito de reclutar a judíos que emigraban a Israel; pero este método nunca tuvo éxito. Por regla general, llegué a aceptar que recibiéramos la información necesaria acerca del Medio Oriente desde las fuentes que existían en Estados Unidos, Alemania Occidental y, con el tiempo, los servicios de seguridad de la OLP.
Me inquietaba la posibilidad de que nos enredáramos con los problemas de Medio Oriente, pero los soviéticos insistían en que Israel era un enemigo. Jamás habría consagrado tiempo ni dinero a recoger información simplemente para fastidiar el Estado de Israel en representación del mundo árabe. Consideraba a Israel lo mismo que a cualquier otro de los países que eran nuestros objetivos. Una vez que pude percibir con claridad que la relación entre el esfuerzo y el resultado era insatisfactoria en relación a la infiltración, simplemente suspendí los intentos de conseguir agentes en Israel.
En todo caso, también había indicios de que los egipcios estaban jugando un doble juego con su propuesta de intercambio de información. Solicitamos información acerca de las actividades de espionaje de las naciones de la OTAN en Medio Oriente, y nos presentaron al Muhabarat, jefe de la inteligencia egipcia. Estuvo inquieto y usó un nombre en clave durante la primera reunión. Sabíamos que trataba del mismo modo con la CIA y no deseábamos correr el riesgo de que nuestras preguntas fuesen trasmitidas a los norteamericanos. Para ganar nuestra confianza en ellos, nuestros socios de El Cairo llevaron a mi representante a visitar una planta secreta de producción de cohetes, construida por una firma austríaca con la ayuda de Pilz, ex colega de Wernher von Braun, el científico alemán especialista en cohetería. Los egipcios creían que estaban saboteando la planta y deseaban que encontrásemos a los culpables. Como no quería que mi servicio fuese considerado una suerte de consultoría de inteligencia que podía ser contratada al azar por terceros para resolver los problemas internos de diferentes países, rechacé la solicitud.
Creía que debíamos conservar un sentido de compromiso y solidaridad política en nuestras operaciones exteriores, en lugar de concertar acuerdos ad hoc con estados cuyos sentimientos de lealtad en definitiva no se orientaban hacia la Unión Soviética y Europa oriental. En poco tiempo se percibió con claridad que el intercambio con Egipto no produciría resultados y lo suspendimos, aunque mantuvimos cierto contacto personal con Gomaa y su Ministerio del Interior. Después de la muerte de Nasser en 1970, su sucesor, Anwar Sadat, acusó de traición a Gomaa. Nuestros contactos con El Cairo quedaron reducidos a un solo oficial de enlace que revistaba en la embajada de la República Democrática Alemana, y cuya tarea principal era la seguridad de la representación y del personal. Nos apoyamos en nuestros residentes legales —miembros de una rama de un servicio secreto que aparentaban ser diplomáticos en todas las embajadas en el extranjero— para recibir información acerca de las actividades de inteligencia alemanas occidentales, norteamericanas y de otros países de la OTAN en Egipto. Nuestros residentes en El Cairo remitían su información al Departamento 3 del HVA, que cubría al Medio Oriente, y de allí pasaba al jefe del Departamento III, que se ocupaba del Tercer Mundo, quien entonces la trasmitía a mi delegado, el general Horst Jänicke. Este me trasmitía sólo la información que juzgaba de suficiente importancia. Lo mismo se aplicaba a nuestros residentes en Washington y a nuestra misión en las Naciones Unidas en Nueva York. La enviaban al Departamento II, que cubría a Estados Unidos, y de allí pasaba al jefe del Departamento XI, que luego la trasmitía a Jänicke.
Pocos meses antes de la muerte de Nasser, en mayo de 1969, un grupo de oficiales progresistas se había adueñado del poder en Sudán bajo la dirección de Gaafar Mohammad Numeiry, jefe de la academia militar sudanesa. Sin prestar atención a las vicisitudes por las que pasaban nuestros esfuerzos en Zanzíbar, apreciamos que Sudán era un territorio promisorio y una posible vía de acceso al Medio Oriente. El Comando Revolucionario que se había adueñado del poder estaba decidido a crear su propia versión de socialismo árabe, y en ese sentido había solicitado la habitual ayuda en temas de seguridad y economía.
Mi conocimiento de Sudán por cierto era impreciso. Sabía sólo que el norte del país tenía una larga tradición de lucha contra el poder colonial británico. Los sudaneses desconfiaban de Egipto porque durante mucho tiempo este país había servido como sustituto de Gran Bretaña en la región. Las disputas internas entre el norte musulmán y el sur cristiano y animista suscitaba el caos. El flujo de refugiados proveniente de Congo, Zaire y Etiopía agravaban la pobreza del país. Su posición estratégica significaba que allí pululaban los servicios secretos y los mercenarios, que operaban sin control y a menudo contrariando incluso los fines de su propio bando.
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Durante mi primera visita, realizada poco después de la revolución, me pareció evidente que los jóvenes oficiales a quienes conocí tenían a lo sumo una idea nebulosa del socialismo que presuntamente querían defender. Los motivaban otros factores: el deseo de independencia nacional, la fraternidad militar y el ansia de reforzar las creencias islámicas bajo otro nombre. Uno me dijo orgulloso que era socialista porque daba de comer a los pobres todos los viernes. Mis conversaciones con Numeiry eran impersonales y concretas. Cierta vez lo acompañé a una asamblea pública y lo vi saltar del jeep; pronunciar un breve discurso entre los silbidos de los hombres, los gritos de las mujeres y los cantos de homenaje de un coro; volver a montar con otro salto al jeep y salir disparado, todo en el espacio de pocos minutos. Mis contactos más personales los tuve con Faruk Ozman Hamadallah, que estaba al frente de los Ministerios de Interior y Seguridad del Estado. La mayoría de los funcionarios policiales y de seguridad habían aprendido la profesión con los británicos o los egipcios, y todos tenían un estilo muy británico. Cuando entraban o salían de una habitación, sujetaban con elegancia un corto bastón entre la mano y el codo, y se movían en actitud marcial.
La primera vez que hablé con Hamadallah fue en su jardín. Era un hombre alto y atlético, cuya piel oscura irradiaba salud. Continuó acariciando a su perro pastor con una mano, y con la otra me invitó a pasar. Me habló con tranquilidad de las dificultades con las cuales tropezaba para organizar un servicio de seguridad enérgico y bastante objetivo como para afrontar los aspectos más complejos de su enorme país. Con nosotros se sentaba a la mesa otro hombre de cuerpo más menudo, vestido con uniforme caqui, que me fue presentado muy brevemente y tenía un nombre árabe. Volvería a verlo más tarde, cuando Alemania Oriental comenzó a tratar con Yemen del Sur: era Mohammed Saleh Mutea, jefe de seguridad, que más tarde se convirtió en ministro de Relaciones Exteriores de Yemen; perdió la vida cuando fue envenenado en prisión como resultado de ciertas discrepancias con el partido gobernante de Yemen.
Hamadallah fue uno de los pocos políticos africanos con quienes establecí una sólida relación personal y profesional. Me visitó varias veces en Berlín Oriental, y habló con mucha lucidez y sentimiento de los problemas de su país y los aspectos complejos de la relación entre el mundo árabe y el África negra. Aunque nunca había visitado antes un país socialista, tenía ideas notablemente maduras acerca de un posible camino africano hacia el socialismo. Me habló de sus temores en el sentido de que Numeiry disolviera el consejo revolucionario e impulsara los contactos con Occidente. «Ustedes no pueden ayudarnos en esto —manifestó con expresión sombría—. Debemos resolver nosotros mismos el problema».
Su predicción se cumplió muy pronto. En 1970 Numeiry cambió el curso de su gobierno y expulsó del consejo revolucionario a Hamadallah y a otros izquierdistas. Al año siguiente, poco después de un intento de golpe de izquierdas, Numeiry expulsó de su gobierno a todos los socialistas. Hamadallah estaba en Londres en ese momento y, contrariando nuestro consejo, decidió regresar a su país en avión y reagrupar sus fuerzas contra Numeiry. El avión británico contratado especialmente que lo transportaba fue obligado a aterrizar en Libia por su gobernante, el coronel Muammar Gaddafi, quien poco después aprobó la extradición de Hamadallah y un colega. Estos fueron enviados a Sudán y quedaron en poder de Numeiry. En Sudán fue sentenciado a muerte. Antes de que se cumpliese la sentencia, vi su imagen en la televisión, conversando tranquilamente con sus guardias y fumando un cigarrillo. Una hora después de concluida la filmación, lo ejecutaron. Experimenté auténtico sentimiento de dolor y pérdida ante la noticia. Otro amigo había perdido un combate meritorio. Incluso ahora, creo que con Hamadallah, Sudán perdió uno de sus mejores hombres, que estaba adelantado varios años a su tiempo y a su país. En esa atmósfera política violenta y cambiante que reinaba en Sudán, era imposible que continuásemos nuestro trabajo como asesores de inteligencia. Nos marchamos en 1971 y jamás regresamos.
Poco antes de salir de Sudán, me relacioné con uno de los mercenarios más notorios de este siglo, llamado Julius Steiner (no debe confundírselo con el Julius Steiner que fue miembro del Bundestag alemán occidental, y a quien nosotros habíamos sobornado). Nacido en Múnich en 1933, Steiner era un mercenario ejemplar. Comenzó lo más conocido de su carrera en la Legión Extranjera francesa integrando la bien llamada Unidad de Misiones Especiales, que luchó contra las fuerzas de Ho Chi Minh en la guerra vietnamita de la independencia contra Francia. Después de la derrota de los franceses en 1954, consagró sus habilidades a la prodigiosa actividad bélica que tuvo como escenario a Argelia durante la guerra que desembocó en la independencia de ese país, liberado de Francia en 1962. Su primer episodio independiente importante fue en la guerra civil nigeriana, que comenzó en 1967 en relación con intereses petroleros antagónicos. En la región del país especialmente rica en petróleo, que había declarado su autonomía bajo el nombre de Biafra, adiestró a los comandos que allí se crearon y así estableció relaciones con una serie de servicios secretos en Europa, Medio Oriente y África. Steiner contribuyó a convertir a Biafra en el territorio más militarizado de África, abastecido gracias a los traficantes de armas alemanes occidentales y de otros países con un arsenal que valía 20 millones de dólares y que incluía cohetes Cobra y Roland, los más modernos por entonces. Su ejército privado formado por varios millares de hombres marchaba bajo el estandarte de la calavera y las tibias cruzadas.
Cuando esta aventura fracasó, los rebeldes del Sudán meridional contrataron a Steiner. Su actividad interesó a la inteligencia británica. Steiner recibió mapas y equipos de radio suministrados por Beverley Barnard, ex agregado militar británico en Sudán y propietario de la compañía Southern Airmotive, y un colega, Anthony Duvall, representante del servicio secreto británico que adquirió su conocimiento gracias al trabajo que realizó bajo la cobertura de los grupos alemanes occidentales de ayuda humanitaria.
Nuestra información demostró que por esta vía Steiner se relacionó con la CIA, que vio en él un modo de derrocar el gobierno de Numeiry. Utilizando una casilla de correos en Kampala, Uganda, Steiner podía enviar listas de pedidos de armas, que llegaban a los norteamericanos por intermedio de cierto señor Preston, que revistaba en la embajada norteamericana en Kampala. Steiner decía que era un representante de la Sociedad Africana para la Promoción de la Ayuda Humanitaria en Sudán Meridional, y así pudo adiestrar y armar una implacable fuerza guerrillera que derramó mucha sangre civil en el sur, además de atacar a la policía y a las fuerzas armadas sudanesas. Steiner había establecido su cuartel general y su aeródromo en el remoto territorio de Tafeng, cerca de Juba. Juba era la principal ciudad del Sudán meridional, y la escala donde se recibía el personal y las armas provenientes de Uganda, cuyo gobierno contaba con el apoyo de asesores militares israelíes. Eso fue todo lo que pude aproximarme a la clase de mundo africano desconcertante y tumultuoso descrito por Joseph Conrad en su libro El corazón de las tinieblas. Durante las fiestas ofrecidas allí en nuestro honor, observamos la danza tribal y nos sentimos hipnotizados por el ritmo de los tambores y el movimiento de los bailarines. De pronto un hombre mayor, con el cuerpo desnudo y cubierto de cenizas, corrió hacia nosotros blandiendo una corta lanza y un pescado. Mis guardias saltaron, y uno de ellos me protegió con su cuerpo mientras los dos restantes detenían al hombre. Después, me dijeron que había escapado de un intento de asesinato organizado por los rebeldes.
En el curso de conversaciones secretas celebradas en Kartum con los líderes de Sudán y Libia, convinimos en capturar a Steiner. Esto se logró en parte gracias a nuestros esfuerzos de inteligencia, que descubrieron su paradero exacto, y en parte al retiro del apoyo que le prestaba Uganda, gracias a la presión de la Organización de Estados Africanos.
Con Steiner ya arrestado y acercándose el momento de su ejecución, accedimos al pedido del gobierno sudanés, que deseaba que lo ayudásemos en el interrogatorio. Mi principal tarea fue enseñar a los sudaneses que los interrogatorios (de Steiner y de otros detenidos) debían servir para obtener información útil del prisionero acerca de las actividades contra el gobierno que estaban desarrollándose o que se planeaban, no para vengarse mediante la intimidación y la tortura. Pero nuestra influencia en varias ocasiones resultó mínima y nos sentíamos impotentes cuando se ignoraban nuestros consejos, fuese en Zanzíbar o en los otros estados con los cuales mantuvimos estrecho contacto a lo largo de años, por ejemplo Yemen del Sur, Etiopía o Mozambique. Nuestras técnicas dependían del aislamiento y las advertencias, no de los castigos físicos brutales o aun el miedo, pero rara vez supimos que se practicase este tipo de moderación.
Pero nuestro papel de asesoramiento se ocupó de los métodos utilizados durante los interrogatorios sólo como una cuestión secundaria; y en Zanzíbar ni siquiera tuvimos especialistas en ese tema. Lo que intentamos demostrar fue un principio conocido por todos en el servicio de seguridad de la República Democrática Alemana: a saber, que una confesión que no se apoyara en pruebas carecía de valor legal y una confesión arrancada por la violencia carecía en absoluto de valor. Los interrogadores de la República Democrática Alemana habían recibido una particular educación jurídica y el principal departamento de investigación, el Departamento IX, se subordinaba directamente al ministro de Seguridad del Estado. No conozco los detalles de la formación jurídica de estos hombres, pero estoy seguro de que se enseñaban los principios que permitían obtener pruebas legales. Por supuesto, también se enseñaban las tácticas de interrogatorio, pero dudo de que los métodos que utilizaban para lograr que un prisionero hablase fuesen muy distintos de los que se empleaban en el Oeste. Se prohibía la tortura o la coerción física, y si alguien usaba esos métodos, lo hacía contrariando las órdenes impartidas. Estoy seguro de que en el Oeste se practicaban algunas formas de interrogatorio extralegal. El jeque Bakari, miembro del consejo revolucionario responsable de la seguridad, cierta vez vino a verme en Zanzíbar afirmando con orgullo que había obtenido una confesión de un enemigo del presidente, para lo cual le había ordenado que cavase su propia tumba, y después había dado la orden a los carceleros de disparar dos veces al aire. El ejemplo más cruel era Etiopía, donde la magnitud que alcanzaron el asesinato y la tortura era tan horrible que nos parecía difícil aceptar los informes que escuchábamos. Como nuestros contrarios del Oeste, descubrimos con tristeza que en África quienes ejercían el poder consideraban que las fuerzas policiales y de seguridad eran meros instrumentos que podían utilizar a voluntad en el marco de las múltiples rivalidades tribales, étnicas y personales, y que no tenían interés en obtener información.
En el caso de Steiner, conseguí convencer a los sudaneses de que un hombre que poseía la fibra y la resistente estructura psicológica del detenido revelaría un material útil sólo si suponía que lo tratarían bien. Se permitió que dos interrogadores de la República Democrática Alemana lo visitaran. A pesar de su gran resistencia a los interrogatorios anteriores, se sintió visiblemente aliviado al advertir que otros alemanes llegaban a su celda para conversar con él, aunque fueran representantes de la Alemania contraria, a cuya ideología él había combatido en distintas partes del planeta. Decidí que nuestra mejor táctica era tratarlo utilizando un toque personal. Conseguimos que su esposa argelina le enviase el álbum con fotografías de su casamiento y arreglamos que algunos de sus parientes le escribieran. Este gesto suavizó al mercenario y lo indujo a hablar con más libertad acerca de su compromiso en el enmarañado conflicto de Sudán. En definitiva, pudimos lograr que nos ofreciera un cuadro completo de una red de diferentes grupos de intereses, organizaciones de cobertura y servicios secretos.
Pero mientras nosotros movíamos ciertos hilos en la región, la inteligencia exterior de Alemania Occidental (BND) y sus aliados estaban muy activos accionando otros. En una complicada serie de hechos que finalmente desembocaron en el viraje de Numeiry hacia el Oeste, Steiner finalmente fue liberado y fue a vivir en la República Federal.
Las historias de Sudán y de Steiner ilustran el alcance y las limitaciones de la influencia del trabajo de espionaje en el Tercer Mundo. Aunque examinamos los factores estratégicos, económicos y militares antes de comprometernos con un país en desarrollo, nosotros, a semejanza de Occidente, interpretábamos nuestras actividades principalmente como parte de una lucha más amplia cuyo objetivo era influir y tratar de teñir el globo con nuestros colores. Pero con el correr del tiempo nos dimos cuenta que el reconocimiento diplomático a cambio de la ayuda de inteligencia y militar nos había llevado a una costosa espiral. Mucho antes de que yo abandonase el cargo, mi personal y los colegas del Comité Central con quienes trabajábamos habíamos llegado a la conclusión de que nuestros intentos de exportar en gran escala nuestro sistema económico a los países en desarrollo no era eficiente ni deseable. Estos esfuerzos devoraban nuestros recursos y energías, pero no producían resultados, para nuestro beneficio o el de los países anfitriones, que justificaran la operación. Habíamos gastado más que lo que recibíamos, y el premio consuelo del reconocimiento diplomático por un abanico de países más o menos insignificantes era insuficiente.
De todos modos, a finales de la década de los sesenta y principios de los setenta hubo un momento en que nuestras alianzas con el Tercer Mundo y nuestras actividades en esas regiones nos llevaron a pensar que estábamos ganando la Guerra Fría. Nos vimos en el papel de promotores de una difusión de la influencia socialista que inclinaría en nuestro favor la balanza del poder global. Leonid Brezhnev, firme en su creencia de que la correlación de fuerzas estaba cambiando en favor de la Unión Soviética, trató de aplicar una amplia política de apoyo a los gobiernos más radicales de izquierda del Medio Oriente árabe al mismo tiempo que a las naciones del Cuerno de África.
Esta actitud armonizaba con la disposición mental de Erich Honecker. Con actitud triunfal, porque había obtenido el Tratado Fundamental con Bonn en 1972, un instrumento que concedía a la República Democrática Alemana el reconocimiento diplomático inherente a la soberanía plena, se sintió en libertad de explorar partes del globo que hasta ese momento habían estado cerradas a nuestra influencia y ahora estaba descubriéndolas con entusiasmo infantil. Así concibió la ambición de convertirse en un estadista internacional. Desde el punto de vista psicológico, es fácil comprender el impulso que llevó a Honecker a comprometer a su país en los asuntos del mundo en general. Era un hombre de visión limitada pero muy orgulloso. Su propósito era que lo recordasen como el individuo que había mejorado la vida del pueblo trabajador común de Alemania Oriental (hasta el fin de sus días, se mostró dispuesto a reseñar cuántas casas nuevas y cuartos de baño habían sido construidos bajo su gobierno). Pero sabía que en la historia del movimiento comunista alemán siempre ocuparía un lugar inferior al de su predecesor, Walter Ulbricht, el primer líder de Alemania Oriental. Una vez obtenido el reconocimiento diplomático, Honecker se propuso superar los éxitos de Ulbricht.
En el fondo de nuestro corazón, sabíamos que la sucesión de sus contactos con líderes del Tercer Mundo y sus esperanzas de ser recibido en Washington, Tokio y Bonn eran el triunfo de la ambición sobre el sentido común; pero nuestro pequeño país se envanecía con este falso sentimiento de importancia. Esa mentalidad, que combinaba la folie de grandeur con la pequeñez mental, se refleja muy bien en la burlona consigna que circuló como una broma repetida por ciertas almas temerarias del circuito diplomático: «Nuestra República Democrática Alemana es la República Democrática Alemana más grande que existe».
Además del deseo de Honecker de extender nuestros contactos en las naciones árabes, estaba nuestro deseo orgulloso de que los soviéticos nos considerasen como los asociados más eficientes y audaces en el panorama de la inteligencia del bloque. Se conquistaba el aprecio de Moscú mediante el tipo de operaciones exteriores que al principio Mielke no deseaba hacer. Instruido en el papel de un duro en el contraespionaje, su orgullo y su alegría era desenmascarar a los agentes enemigos, reales o imaginarios, que actuaban en el interior de Alemania Oriental. En las reuniones con sus colegas del KGB, se enorgullecía del número de detenciones practicadas por nuestros equipos de contraespionaje. La respuesta soviética no era muy llamativa; eso era simplemente lo que todos esperaban. En cambio, nuestro prestigio ante ellos se evaluaba en referencia a la información que obteníamos gracias a nuestra inteligencia exterior con respecto a los países de la OTAN, y a los éxitos que nos anotamos en África y después en Medio Oriente.
De ese modo, hubo una progresión gradual, desde nuestro compromiso en África hasta los manejos en Oriente Medio y con las organizaciones que utilizaban el terror como uno de los métodos destinados a atraer la atención internacional. El puente entre los mundos africano y árabe fue cada vez más Yemen del Sur. Después de que un régimen revolucionario se adueñó del poder en 1969, establecimos en Aden un nutrido cuerpo de asesores. Nuestros vínculos con Yemen del Sur eran más amplios que en otros lugares, e incluían la ayuda económica, técnica y educacional, así como el aporte de asesores militares y especialistas en el espionaje exterior e interior. El país entero era nuestro campo de ejercicio, y una misión allí —de acuerdo con la broma que solíamos usar, había que «aprender a montar camellos»— era parte del entrenamiento de una generación entera de nuestros hombres.
A diferencia de la situación que prevalecía en otras operaciones nuestras en Medio Oriente, en Aden fuimos recibidos con los brazos abiertos. El país estaba librando una guerra de espionaje de tremenda intensidad con su vecino Yemen del Norte, que contaba con el apoyo de Arabia Saudita. El hecho de que viniésemos de un país dividido y estuviésemos comprometidos en nuestra propia guerra de inteligencia contra nuestros hermanos alemanes occidentales distanciados convenció al liderazgo de Aden de que éramos los asociados que tenían más posibilidades de comprenderlos y ayudarlos. Los soviéticos, ansiosos de contar con informes fidedignos provenientes de esta región inestable y de apoyar a sus aliados en Aden, nos alentó a que nos comprometiésemos intensamente en ese país.
Estaban también Mozambique y Etiopía. Entramos en Mozambique, al mismo tiempo que la Unión Soviética y Cuba, después que el derrumbe de la dictadura portuguesa determinó que el gobierno marxista del Frelimo llegara al poder en 1975. El nuevo gobierno debió soportar la constante presión de los rebeldes del RENAMO[18], respaldados por los regímenes blancos de Rhodesia y Sudáfrica. Abrigábamos grandes esperanzas en el sentido de que podríamos determinar una diferencia importante; en Alemania Oriental se organizaron amplios programas de entrenamiento para los oficiales de inteligencia, las fuerzas armadas y la policía. Durante seis años nuestro ministerio fue el anfitrión de más de un millar de alumnos de Mozambique, a quienes formamos principalmente en el contraespionaje, la organización de eficaces controles fronterizos y la lucha para detener el contrabando. En Mozambique, el entrenamiento estaba dirigido por nuestro jefe de sección; fui a Mozambique una sola vez, pero en general recibía información acerca de lo que estaban haciendo. La guerra civil en Mozambique, una actividad costosa para nosotros desde el punto de vista de los recursos y el tiempo, fue la primera en que nos vimos obligado a asumir el hecho de que al apoyar al Frelimo nosotros también nos habíamos convertido en blancos del enemigo. Ocho expertos agrícolas alemanes orientales fueron asesinados en 1983, abatidos por fuerzas del Renamo. Incluso en el momento de mi visita, el año anterior, la situación ya no era ni siquiera remotamente sostenible para nosotros.
Las luchas internas por el poder en el gobierno eran exacerbadas por los debates entre los militares soviéticos y el KGB acerca del modo adecuado de manejar un conflicto que estaba descarriándose. Me di cuenta que incluso nuestras mejores sugerencias orientadas a aumentar la eficiencia de nuestros esfuerzos conjuntos no llegaban a los oídos apropiados en Moscú, y así comenzamos a limitar la escala de nuestro trabajo, aunque continuamos suministrando armas y prestando apoyo técnico hasta 1987.
En Angola, ofrecimos cierto apoyo de inteligencia y militar a una de las tres fracciones, el MPLA, grupo marxista fundado en 1961 para oponerse al colonialismo portugués, pero de buena gana permitimos que los cubanos supervisaran la estrategia militar en esa guerra tan compleja desde el punto de vista político. Por lo menos al principio, los cubanos estaban entusiasmados y se sentían orgullosos de haber sido enviados por Fidel Castro para luchar en el otro extremo del mundo. Combatían bien, gracias a su ingenio y a su madura intuición acerca de la guerra de guerrillas, pero las guerras angoleñas no aportaron resultados concluyentes y provocaron un enorme despilfarro de vidas humanas y recursos; y es muy probable que el compromiso de la CIA por un lado y de los cubanos apoyados por los soviéticos por el otro prolongase la agonía de Angola.
Con respecto a Etiopía, los servicios de inteligencia soviéticos y cubanos que allí estaban nos consideraban poco más que una posible fuente de aprovisionamiento de armas. La posición de Moscú era que había que complacerlos. Esta actividad fue encomendada a KoKo (Kommerziale Koordination), el organismo dedicado al comercio clandestino. En varios países asesoramos a los comandos militares a los que apoyábamos acerca de la tecnología o las armas electrónicas occidentales, más apropiadas en las condiciones extremas del clima africano; y en unos pocos casos urgentes obtuvimos directamente armas para nuestros clientes por intermedio de KoKo.
Si bien esquivamos el desastre en Angola, nuestras cosas resultaron mal en Etiopía, donde los acontecimientos nos arrastraron, lo mismo que a soviéticos y a cubanos. Nuestros objetivos eran confusos y el salvajismo de las guerras paralelas con el vecino país de Somalia, que pasó de la condición de cliente soviético a la esfera de influencia norteamericana en 1977, y la situación en el territorio de Eritrea, que había tratado de separarse de Etiopía, eran procesos tan complicados que no estaba a nuestro alcance influir sobre ellos y mucho menos controlarlos. Un trágico incidente simbolizaba la impotencia que sentíamos a medida que nos complicábamos en los sangrientos asuntos del Cuerno de África.
En 1973 se decidió en Berlín Oriental que Werner Lamberz, joven miembro del Politburó, y Paul Markowski, jefe del departamento de asuntos exteriores del Comité Central, debían tratar de negociar una tregua entre las facciones antagónicas en Etiopía, y que como signo de buena voluntad llevarían primero a los eritreos a la mesa de negociación. Moscú apoyó la iniciativa y los dos hombres partieron con mi delegado Horst Jänicke.
Lamberz y Markowski debían viajar en helicóptero desde Trípoli, Libia, para visitar al coronel Muammar Gaddafi en su tienda del desierto, y tratar de convencerlo de que usara su influencia con el liderazgo eritreo. En el vuelo de regreso el helicóptero cayó a tierra y ambos murieron. La noticia me impresionó mucho. Conocía bien a los dos hombres y se contaban entre los muy pocos de quienes podía decirse que, incluso en esa etapa anterior a Gorbachov, tenían tendencias reformistas. Sobre todo Lamberz era el candidato preferido por la intelectualidad y muchos jóvenes miembros del partido para suceder a Honecker en un futuro lejano.
El misterioso escenario de la muerte de Lamberz dio pie a rumores en el sentido de que quizás el suceso no había sido accidental. A mí también me preocupaba la posibilidad de que fuera obra de saboteadores y quise examinar personalmente los informes acerca del accidente. Pude comprobar que el piloto libio que conducía el helicóptero no estaba calificado para realizar vuelos nocturnos, pero que Lamberz había insistido en que los llevase de regreso. Al parecer, esa fue la explicación exacta del fatal accidente.
Esta tragedia desalentó todavía más los vínculos directos de inteligencia con Libia, aunque más tarde, cuando Trípoli solicitó nuestra ayuda para obtener tecnología militar, se resolvió el problema sobre una base financiera. Libia era uno de los pocos países de la región que podía y estaba dispuesto a pagar generosamente los conocimientos o el equipo especial que reclamaba el coronel Gaddafi. Sólo se firmó otro contrato importante: la guardia personal de Gaddafi fue adiestrada en un campamento secreto en las afueras de Berlín Oriental, a cargo del departamento del Ministerio de Seguridad del Estado que proporcionaba guardaespaldas.
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Después de los funerales de Lamberz y Markowski en Berlín Este, mi delegado y otro representante del partido ocuparon sus lugares en Addis Abeba, e intentaron negociar un acuerdo de paz en honor de nuestros colegas desaparecidos. Pero fracasaron a causa de la enérgica oposición del presidente de Etiopía, Haile Mengistu Mariam, una señal precoz de que nuestro trabajo en ese lugar estaba condenado al fracaso. Aunque se nos había invitado de manera formal a ese país con el fin de que entrenásemos a los funcionarios de inteligencia, pronto vimos que no estábamos en condiciones de influir, y sólo conocíamos datos dispersos acerca del aparato de seguridad, una estructura que a menudo era absurdamente brutal. Los soviéticos que estaban allí tenían los mismos problemas, pese a que podían ofrecer mucho más potencial humano y más amplia asistencia técnica.
Los únicos representantes del campo socialista que parecían tener acceso a los engranajes que giraban dentro de otros engranajes en la estructura del Estado etíope eran los cubanos. A medida que aumentaron su confianza en sí mismos y su competencia profesional, se convirtieron en los mejores operadores de inteligencia en África. Tenían una comprensión de la mentalidad del continente y un sentido de los hechos que a nosotros nos faltaba.
Desde el principio, Moscú cometió el mismo error en Etiopía, a saber, el que repitió en forma constante cuando se comprometió en conflictos exteriores: trató de aplicar soluciones militares en países en los que la infraestructura y el terreno determinaban que este enfoque sería inútil. Nosotros y los cubanos creíamos que, en caso de que fracasaran las soluciones políticas, los movimientos guerrilleros serían un método más eficaz de lucha. Otra fuente de desacuerdo fue el alcance de nuestro compromiso. Yo creía que si, por ejemplo, concentrábamos los esfuerzos en Etiopía, podíamos progresar más que dispersando nuestros recursos. En definitiva, nada de todo eso importó. Todos nosotros tardamos en darnos cuenta que los estadistas africanos, cualquiera fuese su matiz ideológico, en definitiva se atenían a su propia visión del desarrollo de sus respectivos países. Cualesquiera fuesen nuestras intenciones o métodos, muy poco podíamos hacer para cambiar esto. Hacia finales de la década de los setenta habíamos reducido nuestra presencia y nos marchamos un tanto pesarosos a causa de los elevados costos económicos en que habíamos incurrido, y en las pérdidas de personal que habíamos sufrido para obtener tan escasos resultados.
Estados Unidos cometió el mismo error que consistió en empantanarse en un exceso de campañas en las que no podía vencer y que desde el punto de vista moral eran dudosas; el resultado fue que la opinión pública de Estados Unidos a menudo percibió a su gobierno como defensor de posturas equivocadas. Nosotros gozábamos de una pequeña ventaja comparados con Occidente cuando se trataba de operaciones que realizábamos en el Tercer Mundo: nuestra capacidad de mantener en secreto nuestras actividades o por lo menos de disimularlas a los ojos de nuestro pueblo, a causa de la existencia de parlamentos impotentes y del control oficial de los medios.
Poco después de la invasión soviética de Afganistán, en 1979, Vladimir Kriuchkov, jefe de operaciones del KGB en ese país, pidió a la República Democrática Alemana que designara algunos funcionarios destinados a reforzar la estructura de inteligencia en ese distante nido de víboras tribal. Esta vez me opuse con firmeza, y dije a Mielke que nuestras operaciones exteriores ya eran demasiado amplias y que no veía en qué podía beneficiamos la participación en el conflicto de Afganistán. Una negativa rotunda era una respuesta muy insólita frente a un pedido de Moscú, pero nos mantuvimos en ella, y los hechos demostrarían que habíamos sido muy sensatos al evitar ese tembladeral. Nuestro aporte se limitó a la ayuda para organizar un hospital y a proporcionar una sede para las reuniones celebradas en Berlín entre los jefes de los mujaidines y Najibullah, el favorito de Moscú en Kabul.
Todos nosotros, como comunistas que éramos, recordábamos las palabras que Lenin pronunció después que ejecutaron a su hermano Alejandro por haber participado en una conspiración para asesinar al zar: «Seguiremos otro camino». Las teorías revolucionarias basadas en la lucha de clases, en la que nosotros creíamos, no dejaban sitio al terror indiscriminado. Este terrorismo era para nosotros como romper el cristal de la ventana de un banco con un ladrillo: un episodio quizá satisfactorio en un momento dado, pero que no impide que el banco abra sus puertas como de costumbre al día siguiente. A finales de la década de los setenta, el ministerio y mi departamento participaban en varias alianzas con fuerzas que utilizaban el terror como táctica: la Organización para la Liberación de Palestina; el terrorista y asesino independiente Ilich Ramírez Sánchez (por irónico que parezca, su nombre de pila es precisamente el de Lenin), un venezolano llamado también Carlos el Chacal; y el grupo terrorista alemán occidental que solía llamarse Fracción del Ejército Rojo, pero también se lo conocía como la banda Baader-Meinhof, por sus líderes, Andreas Baader y Ulrike Meinhof. Nuestro entusiasmo ante estos socios variaba según los casos y era mucho más intenso que lo que yo hubiera podido reconocer de modo público en aquel momento.
En 1969 el residente de nuestro servicio de inteligencia en El Cairo había comenzado a mantener contactos clandestinos con Yaser Arafat, de la Organización para la Liberación de Palestina, y con George Habash, jefe del más radical Frente Popular para la Liberación de Palestina. El contacto se dio directamente por nuestras simpatías hacia los movimientos de liberación nacional. En nuestra opinión, los palestinos eran el único grupo, en el conjunto de países descolonizados después de la Segunda Guerra Mundial, que no había conseguido que se le reconocieran sus legítimos derechos nacionales. Les habían negado su territorios no sólo Israel sino también Egipto y Jordania. Como estábamos intelectualmente aislados en la República Democrática Alemana, no conocíamos bien los aspectos complejos de la lucha entre árabes e israelíes, y aunque todos estábamos al tanto del exterminio de los judíos por Hitler, incluso en mi condición de judío yo sabía poco de la lucha de Israel por establecer su propia nacionalidad.
A fines de 1972, Alemania Oriental inició formalmente contactos políticos con la Organización para la Liberación de Palestina, y Honecker recibió a Arafat en Berlín Oriental. Inmediatamente después del encuentro, se ordenó a nuestro servicio que estableciera vínculos de inteligencia con la OLP. Moscú respaldó con mucha rapidez la iniciativa, dado que ya había comenzado el proceso que llevaría a conceder a la OLP la categoría de observadora en las Naciones Unidas, y la Unión Soviética deseaba crear una diversidad de contactos con el liderazgo de esa organización.
Pero el entusiasmo de los soviéticos y el que nosotros sentíamos en relación con la OLP tenía también un aspecto más oscuro. En los juegos olímpicos de agosto de 1972 celebrados en Múnich, varios terroristas palestinos del grupo Septiembre Negro habían irrumpido en la residencia de los atletas israelíes, matando a dos que se resistieron y apresando a nueve (un ataque que resultó tan sorprendente para nosotros como para el resto del mundo). La operación de rescate organizada por Hans-Dietrich Genscher, entonces ministro del Interior, fue un intento de aficionados, y después mereció enérgicas críticas en Alemania Occidental y en Israel. Para los que estábamos en Berlín Este, este episodio en suelo alemán (aunque se tratara de la otra Alemania) era un recordatorio que venía a decirnos que era muy fácil para los terroristas exportar sus agravios. Un grupo de trabajo que incluía a algunos hombres de mi personal recibió la orden de elaborar un documento político en el cual se examinaban los fines del movimiento palestino desde el punto de vista de su ideología y de nuestra seguridad. El ofrecimiento de un reconocimiento semi diplomático en Berlín Oriental a Al Fatah, el ala de la OLP dirigida por Yaser Arafat, parecía una precaución útil frente a la posibilidad de ser el blanco de un ataque. Nos preocupaba en especial la necesidad de proteger la seguridad del inminente Congreso Mundial de la Juventud en Berlín Oriental.
Se celebraron nuevas conversaciones en Moscú entre Arafat y el jefe de mi departamento responsable de la actividad en los países árabes. Acordamos ayudar a la OLP con la condición de que suspendiera los ataques terroristas en Europa. Arafat aceptó y designó a Abu Ayad (cuyo verdadero nombre era Salah Chalaf) como el hombre que trataría con nosotros en el futuro. Poco después los combatientes palestinos fueron invitados a concurrir a los campamentos del Ministerio de Seguridad del Estado ocultos en el campo de Alemania Oriental, para entrenarse en las tareas de inteligencia y contraespionaje, y el empleo de armas de fuego, explosivos y tácticas de guerrilla. Se trataba de un entrenamiento rutinario en el caso de los grupos partidarios de la liberación nacional, y lo supervisaba mi departamento y también dos departamentos ministeriales: el Departamento HA-II (contraespionaje) y el AGM (Arbeitsgruppe des Ministers, Grupo de Trabajo del Ministerio), responsable de las tareas militares y de entrenamiento.
A cambio de nuestra ayuda y el entrenamiento, confiábamos en la posibilidad de tener acceso a la información de la OLP acerca de la seguridad, la estrategia global y el arsenal norteamericanos. Respetábamos mucho el trabajo di obtención de inteligencia practicado por los palestinos y creíamos en la palabra de Abu Ayda cuando se vanagloriaba de sus contactos con el corazón del gobierno norteamericano, la OTAN y el tráfico de armas. Impresionados por la red aparentemente mundial de contactos de los palestinos gracias a la diáspora de profesionales muy cultos en muchos países, y no sólo en Medio Oriente, teníamos la esperanza de que nos facilitaran detalles de reuniones en la cumbre y que abriesen canales de información hacia los lugares acerca de los cuales los soviéticos se negaban a informarnos. En general, los resultados nos desilusionaron. De hecho, casi la única información especialmente valiosa que recibimos de la OLP durante todo el tiempo que trabajamos con ellos consistió en datos acerca de los preparativos de la reunión de Camp David y a la sustancia del acuerdo entre Israel y Egipto.
Los palestinos también nos dieron material acerca de las cambiantes líneas políticas, las alianzas y las enemistades de Medio Oriente, todo lo cual acrecentó nuestro conocimiento de la región. Nuestros contactos formales con la OLP también facilitaron las operaciones de nuestros funcionarios de inteligencia en Damasco y Aden. Gracias a ellos conocimos hasta dónde llegaba la infiltración de la CIA y el compromiso alemán occidental en los asuntos de la región, así como las identidades de los funcionarios destacados allí, una información siempre útil cuando se la trasladaba a otros centros al amparo de la cobertura diplomática. Los palestinos también identificaban las fuentes de estos agentes, y sus datos también nos ayudaban a imaginar quiénes estaban de cada lado.
Nuestro servicio tenía en cambio escasa información para ofrecer a la OLP. Ciertamente, no recibían de nuestra parte información especial acerca de Israel, porque no la teníamos. Nuestro blanco principal continuaba siendo Alemania Occidental, el Estado de primera línea en la Guerra Fría, y ese país no constituía una prioridad para la OLP. De todos modos, los instruíamos. Mis funcionarios más altos debían dictar conferencias acerca de la recogida de datos y la codificación y decodificación, así como trasmitir a los visitantes palestinos nuestra experiencia de las técnicas del contraespionaje. Por supuesto, suponíamos que esta información podía pasar a manos de los comandos terroristas contra Israel o a quienes los entrenaban.
Durante la salvaje intervención israelí en el Líbano, en 1982, nuestra modesta presencia allí cobró una importancia desmesurada. Como Beirut estaba en ruinas, hubo un período durante el cual Moscú no pudo comunicarse con su embajada y los hombres del KGB en la capital libanesa. Nuestros oficiales eran los únicos que podían mantener contacto de radio y personal con el liderazgo de la OLP, y al actuar en representación de Moscú nuestros hombres recibieron la orden de comunicar la reacción de la OLP frente a los hechos. Se aventuraron todavía más y arriesgaron su vida a pesar del tiroteo y los bombardeos para reunirse con sus contactos palestinos. La brutalidad cruel y criminal del ataque israelí a los Campamentos de Sabrá y Shatila, y las muchas muertes civiles que este ocasionó, impresionaron incluso a estos oficiales, que no desconocían los crueles rencores que eran el plan de cada día en el Medio Oriente, y aun así se sintieron profundamente afectados por lo que veían.
Nuestras simpatías ya estaban influidas por la línea de Moscú favorable a los árabes y la intervención israelí empujó a esos oficiales todavía más en dirección al mundo árabe. Por supuesto, se desalentaba un examen más a fondo de la larguísima historia de las hostilidades entre israelíes y palestinos. El conocimiento de la Biblia (de importancia tradicional en la Alemania luterana) tenía escasa trascendencia en nuestras escuelas socialistas. Mis raíces judías me aportaban cierta sensibilidad en esta cuestión, algo de lo cual otros carecían, y también estaba enterado de los vínculos árabes con la Alemania hitleriana. Siempre me chocó y conmovió el hecho de que durante mis visitas a Medio Oriente, cuando los camelleros y los vendedores ambulantes oían hablar alemán, corrían detrás de nosotros gritando: «¡Heil Hitler!».
Mielke en esencia desconfiaba de mí como miembro de la inteligencia, y quizá por otras razones (aunque nunca oí que formulara comentarios antisemitas, más allá de alguna ocasional broma antijudía); además, nuestro ministerio estaba saturado de una cultura del secreto, que erigía barreras institucionales contrarias a la comunicación. Perduré en mi puesto porque Mielke sabía que yo contaba con la protección de los más altos niveles del KGB, los cuales por supuesto podían serle útiles, y al mismo tiempo resultaba peligroso desafiarlos. A los ojos de Mielke, yo era en esencia un eficaz recopilador y analista de información, pero no reunía las cualidades necesarias para la dura lucha de clases como la que había habido en las calles de Berlín; y cuando podía apartarme del centro de las cosas, lo hacía. Desde el comienzo del HVA, había sometido a su control el Departamento de Tareas Especiales —sabotaje en el campo enemigo, destrucción de oleoductos y centros atómicos—, a pesar de que en Moscú estas funciones estaban subordinadas al Primer Directorio Principal, es decir, la inteligencia exterior, el departamento correspondiente al HVA. Después que me retiré, este departamento fue devuelto a mi sucesor en la inteligencia exterior.
Por consiguiente, resultó que los contactos con los grupos terroristas no correspondían al HVA, sino a un grupo ministerial denominado Departamento XXII. Se subordinaba al general Gerhard Neiber, uno de los cuatros viceministros de Mielke en la Seguridad del Estado, cuya tarea principal era dirigir el control fronterizo[19]. El Departamento XXII era esencialmente una organización paralela de contraespionaje y no estaba sometido a mi jurisdicción. Poco a poco Neiber se convirtió en responsable del contraespionaje en el ejército y la policía, y con el tiempo también asumió la dirección de las actividades antiterroristas del Ministerio. Neiber era una persona muy cordial, que controlaba un gran número de casas de huéspedes bien amuebladas. Era el amable anfitrión de las delegaciones que enviaban los servicios de inteligencia extranjeros. No era el tipo de hombre propenso a firmar sentencias de muerte, ni un individuo brutal, pero ciertamente se trataba de un funcionario que cumplía las órdenes. Así, después de la unificación, se lo acusó de participar en la ejecución de un hombre llamado Gartenschläger, que atravesó cuatro o cinco veces las alambradas fronterizas y destruyó parte de ellas.
Neiber era responsable directamente ante Mielke, y desde el punto de vista técnico su Departamento XXII era una unidad antiterrorista. Hasta 1979 había sido una sección relativamente pequeña, pero la decisión de ampliar nuestros vínculos con las «fuerzas comprometidas en la lucha armada», como solíamos decir, hizo que creciera de prisa. Al cabo de pocos años contó con más de ochocientos empleados, aunque creo que sólo unos veinte de ese total conocían los contactos directos con los grupos terroristas. Ahora se sabe que tales contactos incluían al Ejército Republicano Irlandés, el movimiento separatista vasco ETA y a Carlos el Chacal. No conocía tales vínculos en ese momento y por cierto nunca me relacioné con Carlos o con otros astros del terrorismo internacional. Dejé los contactos con los palestinos a cargo de mi especialista en Medio Oriente, cuyo nombre en clave era Roscher (no mencionaré el nombre real). Roscher mantenía limitados contactos personales con los funcionarios de la OLP, el personal de seguridad de la misma organización y George Habash, del Frente de Liberación de Palestina. Sin embargo, no tenía contactos con Abu Nidal o Carlos, y la información de este funcionario acerca de las actividades de los militantes mencionados provenía de manera indirecta a través de sus colaboradores de la OLP. Si Roscher evitaba los vínculos con Abu Nidal o Carlos, lo hacía como consecuencia de la orden que yo había dado a nuestra gente, que era evitar a los terroristas y el terrorismo, y hasta donde puedo saberlo él se atuvo consecuentemente a dichas órdenes. No sólo se informaba selectivamente a Roscher acerca de los contactos del Departamento XXII, sino que tampoco se le informaba acerca de los contactos «calientes». Los contactos «calientes» eran los que implicaban a Carlos o a otros terroristas individuales y a grupos terroristas especialmente violentos. Dichos contactos eran conocidos sólo por un reducido número de funcionarios del Departamento XXII. Nadie en mi departamento estaba enterado de la existencia de tales contactos.
Roscher me informaba acerca de sus contactos cuando creía que la información podía ser importante para nuestras labores de inteligencia. En general, se trataba de algún pedido de entrenamiento, apoyo y cosas por el estilo. Yo presentaba los pedidos a Mielke y él decidía. Una vez que las cosas llegaban a este punto, yo no tenía mucho que hacer, ya que los programas de entrenamiento en general prescindían de mi participación directa o mi apoyo personal.
La mayoría de los terroristas árabes que se refugiaron en la República Democrática Alemana pasaban la frontera bajo la cobertura diplomática árabe, un aspecto cuya responsabilidad no me incumbía. Además de oponerme por razones políticas al Departamento XXII —me preocupaba la posibilidad de que el asunto pudiese revertirse negativamente sobre mi servicio— me resistía por razones que cualquier burócrata del mundo comprenderá: el Departamento XXII se entrometía en mi propio dominio e invadía nuestras funciones relacionadas con la inteligencia exterior al crear un servicio paralelo. Sabía que de todo eso no resultaría nada bueno para mí o para el país en general, y no me equivoqué.
A medida que pasaron los años, se hizo evidente que la OLP nos veía como un engranaje más de su estructura y que nuestras esperanzas de controlar sus actividades eran vanas. También me preocupaba la posibilidad de que nuestra identificación con el sector de la OLP controlado por Arafat nos expusiera a la venganza de terceros, y así nos vimos empujados gradualmente a ofrecer hospitalidad y entrenamiento a un abanico de luchadores palestinos. Entre ellos estaba el architerrorista Abu Nidal. Por recomendación de Roscher, que se enteró de la brutalidad de la organización de Abu Nidal por sus contactos regulares con el servicio secreto de Arafat, firmé un memorándum en el cual me oponía a cualquier contacto con él; pero fue inútil, y los instructores militares de Alemania Oriental entrenaron a Abu Nidal en las técnicas soviéticas de lanzamiento de cohetes.
Cuando deseábamos realizar gestos amistosos sin comprometernos demasiado, ofrecíamos instalaciones de descanso o bien oportunidades educacionales. George Habasch tenía un apartamento en Dresde y allí visitaba a su hija, que estudiaba en una universidad técnica de esa ciudad.
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En 1979 Mielke ordenó que se realizara un estudio secreto de todo este panorama, a cargo de los analistas del Ministerio. Titulado «Acerca de las actividades de representantes del movimiento palestino de liberación y otros terroristas internacionales y sus intentos de comprometer a la República Democrática Alemana en la preparación de actos de violencia en los países de Europa occidental», enumeraba muchas de las actividades terroristas de los grupos a los cuales ayudábamos, y señalaba que teníamos información en el sentido de que la OLP y sus aliados se proponían aprovechar su acceso a Alemania Oriental como una posición adelantada que les permitiría organizar ataques terroristas. La proximidad y facilidad del acceso a Berlín Occidental era sumamente útil para ellos. El contenido del informe fue publicado después por el doctor Richard Meier, que había sido mi contraparte en Alemania Occidental, en un libro que me acusaba de fomentar el terrorismo. Omitía con habilidad la parte más importante del informe, el parágrafo que resumía el estudio y que advertía: «Tales actividades, con base en el territorio de la República Democrática Alemana, determinarán riesgos políticos y ponen en peligro nuestra seguridad nacional».
Lejos de representar una ratificación, el informe encargado por Mielke en definitiva fue una advertencia.
Pero no se discutió este material en el collegium del Ministerio, y por cierto no se organizó un análisis formal de las actividades del Departamento XXII, o el grado de inmoralidad de nuestro compromiso con las organizaciones terroristas. Oí comentarios ocasionales relativos a expresiones de resistencia, lo cual me demostró con claridad que las opiniones vertidas en el seno del Ministerio estaban divididas respecto de nuestra colaboración con los posibles terroristas. Algunos sencillamente cumplían sus órdenes y no consideraban muy detenidamente las consecuencias de lo que enseñaban a nuestros asociados palestinos o yemenitas del sur. Otros manifestaban una objeción práctica: el temor a ser sorprendidos. Mielke estaba aterrorizado ante la posibilidad de que se conociera públicamente nuestra relación con los palestinos. Sobre todo le inquietaba la posibilidad de que se conocieran datos acerca del entrenamiento y el apoyo que facilitábamos a la OLP antes de celebrarse delicadas reuniones cumbre con otros líderes mundiales. En consecuencia, el programa se suspendía a menudo con escaso preaviso, al mismo tiempo que rogábamos a Abu Ayad que desechase la violencia. Eso funcionó durante cortos períodos, pero a la larga representó una esperanza frustrada.
Cuando en el ministerio se conoció a Carlos el Chacal fue imposible alcanzar nuestro objetivo principal; impedir que nuestro territorio fuese utilizado como base terrorista. Fue nuestro cliente más problemático y llegó por primera vez a Alemania Oriental en 1979 gracias a las relaciones con los yemenitas del sur. No era una persona de gran importancia, ni mucho menos, pero su comportamiento ostentoso lo había convertido en una estrella de los medios masivos de difusión occidentales, aunque mi servicio nunca lo controló y hasta donde puedo saberlo tampoco lo conoció. Vale la pena relatar su historia, según he podido conocerla, para ilustrar el carácter del problema en que nos habíamos enredado. Era como tener un tigre sujeto por la cola.
Se vio de inmediato que a Carlos le agradaba Berlín Oriental, probablemente porque le ofrecía más comodidad y una vida nocturna más interesante que la mayoría de los otros lugares donde había podido esconderse. Ocupó una suite en el Palast Hotel, de Berlín Este, lo cual provocó la preocupación de nuestro personal de seguridad, pues el Palast era frecuentado por occidentales. Carlos viajaba con un pasaporte diplomático sirio y tenía la costumbre de anunciar su llegada apenas con un día o dos de anticipación. De hecho, nuestro ministerio consiguió que sus visitas fueran sólo unas pocas.
Mis hombres y yo no admirábamos a Carlos. A juzgar por los informes, era un charlatán, un burgués malcriado convertido en terrorista, que despreciaba las normas fundamentales de la discreción y por lo tanto ponía en peligro a los que trabajaban con él. Durante sus visitas a Berlín Oriental, el contraespionaje supervisó constantemente sus movimientos. Se desentendió de los pedidos que se le hicieron en el sentido de que pasara el tiempo refugiado discretamente en su habitación; en cambio, se instalaba hasta tarde en el bar, con la pistola bajo el cinturón, bebiendo copiosamente y coqueteando con las mujeres. Todas las prostitutas informaban a la Seguridad del Estado, pero de todos modos era peligroso para él que lo viesen y nos preocupaba la posibilidad de que lo identificaran.
Nuestro principal interés era retirarlo del país con la mayor prontitud posible y eso no constituía una tarea sencilla. Uno de los aspectos más difíciles del vínculo con terroristas como Carlos era que la relación de fuerza entre nosotros y ellos tenía una desafortunada tendencia a invertirse. Al principio, Carlos se sentía agradecido por la ayuda que le habíamos prestado para organizar su vida clandestina. Pero cuando percibió que estábamos menos dispuestos en su presencia, su actitud tomó matices desagradables. Comenzó a hacernos las mismas amenazas que había formulado contra los gobiernos enemigos y advertía a quienes intentaban disuadirlo de la idea de hacer una visita que en el exterior buscaría blancos alemanes orientales. Cuando Magdalena, la esposa alemana occidental de Carlos, fue arrestada en Francia en 1982, nos pidió que le ayudásemos a ponerla en libertad. Cuando nos negamos, amenazó atacar nuestra embajada en París. Terminamos en la extraña posición de vernos obligados a reforzar la seguridad de nuestra embajada para protegerla de sus amenazas.
¿Por qué tolerábamos a gente complicada en actividades terroristas? Mielke, que dirigía en persona nuestras relaciones con ellas, opinaba que tal vez podría usárselas en «el caso más grave»; el eufemismo que utilizaba para aludir a la guerra general con las naciones de la OTAN. Nunca oí que lo dijese abiertamente, pero su teoría parecía ser que los terroristas con quienes teníamos mejores relaciones, o a quienes protegíamos, como en el caso de la Fracción del Ejército Rojo, podían servir como fuerzas guerrilleras detrás de las líneas para ejecutar actos de sabotaje contra Occidente. Si me hubiesen preguntado acerca de esta idea descabellada, ciertamente me habría opuesto. Si apenas podíamos controlar a una persona como Carlos en Alemania Oriental y en tiempos de paz, ¿por qué demostraría que era digno de confianza o incluso útil en el caos de una guerra? A mi juicio era una idea que había nacido en los deseos de quien la había concebido; y creo que Mielke estaba impulsado en realidad por un sentimiento de inferioridad frente a Occidente y la Unión Soviética, por una parte, y por la otra por un caso grave de arrogancia. Deseaba convertirse en una figura importante en el plano internacional; incluso si eso lo llevaba a enredarse con organizaciones como la OLP o la Fracción del Ejército Rojo.
A pesar de las promesas que habíamos arrancado a la OLP y a otras organizaciones, de todos modos dos ataques terroristas fueron lanzados desde territorio de Alemania Oriental. La bomba que estalló en el consulado francés en 1983 y la que fue detonada en la discoteca La Belle en 1986, ambas en Berlín Occidental, en muchos aspectos fueron la culminación lógica de la decisión de permitir que los terroristas utilizaran Berlín Este como base ocasional. Mielke nunca supuso que sucedería nada por el estilo, pero los vínculos con los terroristas simplemente escaparon a su control.
Una manera de que nuestro ministerio limitara algo las actividades de estos grupos consistía en controlar lo que introducían y retiraban del país en su equipaje. Como todos los que entraban en el país, estos grupos eran sometidos a inspecciones en el aeropuerto, y en general se comprobaba que llevaban o transportaban armas. El control en la frontera decidió que se les permitiría portar las armas, pues andar armados era sin duda una segunda naturaleza para ellos.
El 5 de abril de 1986, una explosión en la discoteca La Belle de Berlín Occidental, un local frecuentado por miembros del ejército norteamericano, mató a dos soldados y una mujer, y hubo ciento cincuenta heridos. Los norteamericanos afirmaron que el ataque había sido orquestado desde el interior de la embajada de Libia en Berlín Occidental, y reaccionaron bombardeando bases militares y supuestos centros terroristas en Libia. La Casa Blanca también dijo que el gobierno alemán oriental conocía de antemano al menos la intención de preparar el ataque, ya que no los detalles.
De hecho, el ataque de La Belle fue resultado de un grave pecado de omisión y de la culpable cobardía del Ministerio de Seguridad del Estado. Se recibió un informe de los oficiales de frontera subordinados a Nieber en el sentido de que habían ingresado diplomáticos libios llevando explosivos en su equipaje. Su identidad y sus vínculos con los terroristas eran bien conocidos. De hecho, la fuente de contraespionaje de Medio Oriente había informado acerca de planes relacionados con un ataque libio en algún lugar de Berlín Oeste, de modo que teníamos sobrados motivos para sospechar que los explosivos respondían a ese propósito.
Después de la unificación, se confirmó que mi servicio de inteligencia exterior no estaba al tanto de los actos que precedieron al estallido de la bomba en La Belle o a la que en 1983 explotó en el consulado francés en Berlín Occidental. Pero queda otro misterio: ¿los norteamericanos acaso lo sabían, y podían haber impedido el atentado? El presidente Reagan necesitó menos de un día para anunciar que Estados Unidos tenía pruebas definidas de la participación libia. Incluso si la supuesta prueba en el sentido de que eso era cierto era meramente el resultado de una delación rusa, existían otros aspectos extraños. El principal organizador del atentado, un hombre llamado Chreidi, se había desplazado con facilidad en ambos sentidos entre Berlín Este y Oeste, durante un período de medidas de seguridad reforzadas en el puesto de control Charlie, y había pasado sin la menor dificultad. Lo que era más ominoso, algunas fuentes de la OLP, citadas en documentos existentes en el ministerio, daban a entender que Chreidi no era un mero terrorista libio, sino en realidad un hombre secretamente a sueldo de Estados Unidos.
Diez días después del anuncio, el presidente Reagan autorizó un masivo ataque aéreo a Libia. Un total de 160 aviones arrojó más de sesenta toneladas de explosivos, pero sin alcanzar su blanco ostensible —el propio Gaddafi— pero dejando muertos a docenas de civiles inocentes e hiriendo a centenares. Por terrible que muchos de nosotros considerásemos la bomba que estalló en La Belle, era difícil decidir cuál era el acto terrorista más grave: el asesinato de los soldados y la mujer en Berlín Occidental o el asesinato de un número mucho mayor de civiles libios.
Además de proteger a terroristas extranjeros en Alemania Oriental, el Departamento XXII también atendía a los miembros de la Fracción del Ejército Rojo, a quienes se había concedido refugio en el Este. La Fracción del Ejército Rojo tenía su origen en el radicalismo de la década de los sesenta y la violencia de las tradiciones políticas alemanas. Desarrolló una campaña de terror y asesinato de líderes políticos y en especial económicos de Alemania Occidental, para destruir al capitalismo con métodos que nosotros, los comunistas del Este, habíamos desechado desde hacía mucho tiempo. Aunque sus líderes, Andreas Baader y Ulrike Meinhof, se suicidaron en prisión en Alemania Occidental, hasta ahora sus partidarios creen que fueron asesinados por las autoridades. Durante los años que siguieron a la unificación, se relacionaría mi nombre con estos miembros de la Fracción del Ejército Rojo; pero lo mismo que en el caso de los terroristas árabes, mi servicio y yo fuimos mantenidos en la ignorancia de que la Fracción del Ejército Rojo se encontraba en el territorio de la República Democrática Alemana.
Algunos de estos miembros clandestinos de la Fracción del Ejército Rojo recibieron nuevas identidades y comenzaron a vivir una vida nueva gracias a la ayuda del Ministerio de Seguridad del Estado. Entre ellos, cabe mencionar a Susanna Albrecht, acusada de dirigir una brigada de ejecución que fue a la casa de un amigo de su padre, Jürgen Ponto, principal ejecutivo del Dresdner Bank; y a Christian Klar y Silke Maier-Witt, complicados en el secuestro de Hans-Martin Schleyer, presidente de la Asociación de Industriales Alemanes. Tres miembros de la Fracción —Inge Viett, Regina Nicolai e Ingrid Siepmann— escaparon de Alemania Occidental a Checoslovaquia, donde las autoridades les preguntaron si deseaban comunicarse con Alemania Oriental. Aceptaron, y por orden de Mielke más tarde fueron llevados a Berlín.
La Fracción del Ejército Rojo ya se encontraba en un proceso de decadencia aproximadamente un año después que muchos de sus simpatizantes de extrema izquierda la desautorizaran publicando declaraciones en el Oeste. La dirección del grupo temía que hubiese detenciones en masa y decidió que los activistas que desearan retirarse podían hacerlo sin temor a represalias o acusaciones de traición. Los aspectos técnicos del reasentamiento estuvieron a cargo de un grupo interno de oficiales del Departamento XXII. Se mantuvo en secreto la identidad de estos oficiales, a quienes ni siquiera yo llegué a conocer, y la Sección de Inteligencia Exterior de ningún modo tuvo que ver con el reasentamiento de los miembros de la Fracción del Ejército Rojo. Mielke siempre quiso controlar las cosas que sólo él conocía. No había razones operativas que le prohibiesen compartir conmigo su conocimiento, pero dado que el Departamento XXII estaba subordinado directamente a su persona, tampoco había motivos que le obligasen a revelarme la situación. En todo caso, mi política desde el comienzo fue distanciarme todo lo posible de los miembros de la Fracción, porque algunos bien podían ser agentes de la inteligencia occidental infiltrados en nuestras filas.
Si hubiese existido el menor peligro de que los terroristas de la Fracción del Ejército Rojo organizaran ataques desde el Este contra blancos en Alemania Occidental, estoy seguro que yo lo habría sabido gracias al contraespionaje. No creo que este peligro haya existido jamás. Se les recomendó que viviesen con la mayor discreción posible. A cada terrorista se le proporcionó una cobertura. Uno podía decir que había tenido problemas con la policía del Oeste a causa de las actividades de protesta radicales y pro socialistas; otro, que deseaba estar cerca de un progenitor anciano en el Este. Se les ordenó que no mencionaran su pasado terrorista, aunque dada su condición de seres humanos los animaba un fatal deseo de decir la verdad, y así algunos revelaron las atrocidades cometidas antes a sus nuevos esposos o esposas en el Este. El modo principal de destacarse frente a sus nuevos colegas en las fábricas y las oficinas del Este era su estrepitosa devoción al socialismo. Por ejemplo, después del derrumbe de Alemania Oriental en 1989, se publicó en la prensa que Inge Viett, que vivía en Magdeburg bajo el seudónimo de Eva María Schnell, criticaba a sus camaradas de la sección partidaria en la fábrica porque aprobaban con excesivo entusiasmo la unión monetaria con Alemania Occidental. Pero Sigrid Sternbeck, asentada con su amante en el extremo septentrional del país, informó que sus nuevos colegas de la fábrica no estaban convencidos por su cobertura y que se murmuraba que seguramente ella sería una de mis espías, retirada de su puesto en el Oeste.
El motivo que explicaba la decisión de recibir a los ex miembros de la Fracción del Ejército Rojo se relacionaba quizá con el mismo temor, es decir, la posibilidad de convertirse en blanco de los terroristas. Pero en el caso de la Fracción del Ejército Rojo, el enfoque de Mielke estaba unido al deseo de avergonzar a Alemania Occidental, al mantener a los ex terroristas fuera del alcance de la justicia. Algunos de los miembros de la Fracción fueron entrenados en Siria y Yemen del Sur en armas de fuego y técnicas en explosivos más avanzadas que lo que habían traído de Alemania Occidental; y además se realizó una sesión anual especial para la utilización de cañones antitanque RPG-7, de origen soviético. También se realizaron sesiones de entrenamiento en Alemania Oriental, para preparar a los miembros de la Fracción que aún vivían en el Oeste. Los registros publicados demuestran que en 1981 y 1982 se instruyó a un grupo en la técnica de disparar sus armas sobre el asiento del copiloto de un Mercedes. Habían atado a un perro pastor vivo como blanco, matado el animal, volado el coche, y por fin se enseñó a los terroristas el modo de eliminar los restos. Este sombrío ejemplo de los esfuerzos del Ministerio para perfeccionar las habilidades de aquellos terroristas oficialmente retirados confirma mi creencia de que Mielke continuaba sosteniendo la idea de utilizarlos en una posible guerra entre el Este y el Oeste. Tomaba muy en serio esta posibilidad.
La inteligencia alemana occidental ciertamente sospechaba que los hombres y las mujeres cuyas imágenes adornaban las oficinas de correos como integrante de una lista de personas «muy buscadas» estaban en Alemania Oriental. Mielke empezó a creer que la Fracción nos ofrecería ciertas percepciones del Oeste, y al mismo tiempo consideró que tenerlos con nosotros nos protegería de su violencia. La existencia de esos alienados proscritos sociales que venían del Oeste probablemente recordaba a Honecker y a Mielke su propia juventud en Alemania, en su condición de luchadores clandestinos contra los nazis. Pero supongo que el más irrisorio atisbo de una causa común podía ser refutado por un contacto más largo con estos niños malcriados e histéricos que en su mayoría provenían de la clase alta. Su estilo de combatiente —raramente exigido— los obligaba a mostrar la valentía y el ingenio que había permitido que el Partido Comunista y sus organizaciones de inteligencia continuasen operando en Alemania durante el régimen de Hitler. No puedo expresarlo mejor que Helmut Pohl, un miembro de la Fracción del Ejército Rojo que fue encarcelado, y a quien se atribuye ser uno de los principales organizadores de las actividades de retaguardia de esta organización terrorista. Al referirse a su entrenamiento en el Este, dijo en el curso de una entrevista: «No podíamos soportar toda esa teoría y formalismo, y las grandiosas palabras acerca de la paz mundial. Pese a todo lo bueno que podíamos sacar, lo mismo hubiera servido leer Neues Deutschland, el diario del Partido Comunista de Alemania Oriental. Había una atmósfera de constante irritación entre nosotros. En definitiva, probablemente resultábamos tan insoportables para ellos como ellos para nosotros».
La línea divisoria entre los luchadores por la libertad y los terroristas se define por lo general teniendo en cuenta de qué lado está uno. La ayuda para una lucha a la cual hicimos contribuciones militares y financieras que no me provocaron el menor remordimiento fue aquella que ofrecimos al Congreso Nacional Africano, el movimiento de liberación de Sudáfrica. No había consideraciones estratégicas en nuestro apoyo al CNA. Considerábamos su lucha contra el apartheid como un legítimo combate por la liberación, aunque no lo considerábamos una fuerza que pudiera adueñarse del poder, una idea que me llevó a sonreír años más tarde, ante la ironía de la situación, cuando vi a Nelson Mándela haciendo uso de los beneficios y de las responsabilidades del poder, en una Sudáfrica en la cual ya no existían privilegios determinados por el color.
Pero de todos modos había un motivo político mezclado con nuestra ayuda. Deseábamos fortalecer el CNA, y tanto nosotros como la Unión Soviética debíamos hacerlo con mucho cuidado. No nos habría beneficiado en absoluto exacerbar en el movimiento de liberación las divisiones entre liberales y procomunistas, permitiendo de ese modo que los gobernantes blancos tradicionalmente anticomunistas fortalecieran su posición. Nosotros y Moscú coincidíamos en que la estrategia más útil de apoyar las medidas socialistas del CNA sería simplemente contribuir con toda la prontitud y la generosidad posibles, de modo que se nos viera como aliados en la perspectiva general de la lucha.
Desde mediados de la década de los setenta en adelante, Alemania Oriental adiestró a guerrilleros del CNA. Este aspecto pertenecía más al dominio de la cooperación militar que al relacionado con la inteligencia, y fue atendido por intermedio del AGM y el general Alfred Scholz. Dos grupos de cuarenta o cincuenta combatientes del CNA fueron adiestrados en una escuela del partido instalada en la campaña alemana oriental. Nuestra inteligencia militar, que funcionaba separada del Servicio de Inteligencia Exterior, se ocupaba de los planes de viaje, mantenidos por supuesto en el más riguroso secreto. Viajaban a través de Tanzania o Angola, llegaban en avión a Londres y después cambiaban de avión, ocupando uno de la línea aérea oficial de Alemania Oriental que aterrizaba en Berlín Este. Se consideraba que esta era la mejor ruta para desprenderse del seguimiento de la inteligencia sudafricana. El subterfugio era eficaz.
Nunca hubo filtraciones acerca de su entrenamiento militar en Alemania Oriental. Lo comprobé a finales de la década de los setenta, cuando Joe Slovo, jefe del Partido Comunista Sudafricano, envió un pedido por intermedio del Comité Central del Partido Alemán Oriental, solicitándonos que entrenásemos en técnicas de contraespionaje a un pequeño grupo de miembros del CNA. Explicó que el CNA corría peligro de ser infiltrado por agentes del gobierno sudafricano, y que carecía de los conocimientos básicos necesarios para estructurar un sistema de contraespionaje que impidiese esa situación. Este mensaje de Slovo nos fue remitido desde el despacho de Honecker, con una observación: «El secretario general está de acuerdo».
Arreglamos que un grupo de ocho a diez miembros del CNA fuese entrenado en un departamento especial del Colegio Jurídico del Ministerio (Juristische Hochschule) en Potsdam, en las afueras de Berlín. Este colegio, que nosotros habíamos creado, era una institución de aplicaciones múltiples, todas relacionadas con el Ministerio de Seguridad del Estado. Varios oficiales retirados dictaban cursos en dicha institución y abordaban una serie de temas, desde las relaciones exteriores fundamentales para los reclutas nuevos a las lecciones de contraespionaje. Bajo la estrecha supervisión de un general facilitado por los niveles más altos de nuestro departamento de contraespionaje, el CNA aprendió el modo de identificar a los posibles topos, confundirlos y seguirles la pista sin revelar su propia identidad.
Los cursos comenzaban cada tres a cinco meses y los sudafricanos eran alumnos entusiastas, y asimilaban todo el saber que podíamos ofrecerles sin riesgo, acerca de los métodos conocidos del servicio que era su enemigo y la psicología del interrogatorio. Se incluían también algunas enseñanzas fundamentales acerca de los principios del marxismo-leninismo, pero nuestros alumnos aclaraban cortésmente que no habían venido con esa finalidad. En esa etapa, la norma básica de toda cooperación era que no tenía sentido imponer nuestra cosmovisión a estos asociados. Gracias a este canal de comunicación con el CNA abrigábamos la esperanza de aplicar un día métodos que posibilitarían legalizar a los agentes que deseábamos enviar al exterior, transfiriéndolos en primer lugar a Sudáfrica, donde podrían crearse falsas identidades con la ayuda de nuestros nuevos contactos de inteligencia en ese país. Este proyecto apenas comenzaba a fructificar alrededor de 1988, de modo que nunca tuvimos oportunidad de comprobar hasta dónde era viable.
Cuando pensamos en la ayuda de la República Democrática Alemana a los terroristas, y especialmente los ataques al consulado francés y la discoteca La Belle, nadie que haya tenido algo que ver en el asunto puede esquivar el problema de la responsabilidad personal, la culpa y la complicidad. Los muertos no fueron víctimas que cayeron en una lucha por la libertad; no apoyaban nuestra visión del mundo y ni siquiera nuestra sobrevalorada doctrina de la seguridad. Este tipo de ataques, como el intento de 1993 organizado por un pequeño grupo terrorista contra el World Trade Center, demuestra la responsabilidad que todos asumen cuando tratan con dichas fuerzas, cualquiera sea el motivo. Pero estas son percepciones fruto de la sabiduría retrospectiva. Nuestra cooperación con la OLP dirigida por Arafat y otros grupos por el estilo formaba parte de una compleja maniobra política de la cual soy personalmente responsable; y yo lo sé bien. Era una colaboración al servicio de nuestro liderazgo político, y al ejecutar dicha tarea estábamos tan motivados políticamente como lo habíamos estado en las misiones anteriores cumplidas en el Tercer Mundo.
Cuando juzgamos nuestras actividades en el Tercer Mundo, y lo que hicimos con grupos considerados por muchos como terroristas, tengo la esperanza de que los deseos positivos de cada lado en esta confrontación extrema de la áspera Guerra Fría dejarán atrás algunos rastros. La sangre de Patricio Lumumba, el Che Guevara, Salvador Allende, Yitzhak Rabin y las muchas víctimas cuyos nombres son recordados sólo por sus familias y amigos no debe estorbar ni obstruir el desarrollo de los acontecimientos. Las imágenes provenientes de la elección de Nelson Mándela a la presidencia de la República de Sudáfrica y el apretón de manos entre judíos y palestinos son las cosas que deben inspirarnos.