XVII
Epílogo
Una vida consagrada al espionaje es una mezcla de profunda satisfacción originada en nuestros éxitos ocasionales, de sufrimiento cuando se ignora nuestro trabajo más eficaz y de cotidiana trivialidad dada por el hecho de trabajar en el seno de una burocracia cuya principal tarea a menudo es entregar noticias ingratas a sus jefes políticos. Me parece difícil imaginar que los encumbrados profesionales a quienes enfrentamos en la Guerra Fría abriguen sentimientos distintos acerca del curso de sus vidas, excepto por supuesto el hecho de que su bando ganó la batalla. Mi vida se ha visto marcada no sólo por mi papel en las batallas secretas de la Guerra Fría sino por el hecho de que observé el abuso del poder practicado en nombre del ideal socialista en el cual todavía creo.
Siempre me inspiraron los relatos referidos a los agentes que nos precedieron; y traté de que ellos inspiraran a los integrantes de mi servicio. Estas tradiciones motivaron a mis oficiales y mis agentes a ambos lados de nuestras fronteras, pero siempre persistió una irritante pregunta. Durante el tiempo en que Hitler gobernó a Alemania y amenazó al mundo, héroes como Richard Sorge, Harro Schulze-Boysen y Leopold Trepper advirtieron a los soviéticos acerca de los planes militares alemanes; hubieran podido salvarse vidas si se hubiese prestado atención a estas advertencias, pero Stalin las ignoró. La gran tragedia de la vida de estos hombres fue que sirvieron a un sistema que no toleraba la existencia de espíritus críticos, de manera que una persona se encargaba de tomar todas las decisiones y formular todos los juicios. Un sistema que no tolera el disenso, también ignora la información que lo refleja. Y así sucedió con el sistema que en definitiva se creó en la República Democrática Alemana, un sistema que tampoco toleró el disenso y la existencia de espíritus críticos.
Años más tarde, conseguí relacionarme con algunos de los sobrevivientes de la Rote Kapelle. Los detalles acerca de esta organización fueron más accesibles para mí en las publicaciones occidentales que en los archivos de nuestro propio ministerio. Mielke mantenía bajo su control personal archivos acerca de la era nazi reunidos en una sección especial del Departamento de Investigaciones, y por mucho que me esforcé, nunca conseguí que me facilitase el acceso a ese material. Yo estaba interesado en descubrir de qué modo personas de antecedentes tan diversos y tan variadas convicciones políticas se habían consagrado a la lucha contra Hitler. ¿Cómo habían logrado superar sus dudas y sus temores? ¿Cuál era la fuente de la fuerza interior que les permitía nadar contra la corriente y combatir un régimen omnisciente y bárbaro? Estos problemas, relacionados con las responsabilidades morales e históricas de los individuos, en general habían sido omitidos en las publicaciones conocidas en la República Democrática Alemana.
Los que libramos la Guerra Fría operábamos en un plano menos elevado que los que resistieron al nazismo. Si esta reseña de mi vida ha demostrado algo, es que existen límites en lo que el espionaje puede realizar. Podemos volver la mirada con satisfacción hacia nuestra labor, no porque hayamos derrotado al bando contrario con algún golpe audaz e inesperado, sino precisamente por la razón opuesta. Los servicios de inteligencia contribuyeron a medio siglo de paz —en ese sentido el período más largo que Europa conoció jamás— aportando a los estadistas cierta seguridad en el sentido de que no serían sorprendidos por el bando enemigo.
Los estadistas de ambos bandos, nuestros clientes, no siempre están dispuestos a reconocer esa verdad. El coraje y el sufrimiento implícitos en el esfuerzo por conseguir información en realidad nada tienen que ver con su importancia. De acuerdo con mi experiencia, la eficiencia de un servicio depende sobre todo de la disposición de los que reciben su información a prestar atención a la misma cuando ella contradice sus propias opiniones. El problema comienza con el limitado número de personas que en general tiene acceso a los informes y con el modo en que estas adoptan sus decisiones. Como se las abruma con un caudal de información y disponen de escaso tiempo para digerirla, la burocracia que les entrega el material tiene un papel decisivo en relación con la calidad de las decisiones que finalmente se adoptan. Por lo general hay un muro de secreto entre esta burocracia y los servicios de inteligencia, y en mi tiempo había escasa posibilidad de realizar consultas acerca de lo que realmente importaba. En definitiva, los resultados del trabajo de mis colegas directos y encubiertos se dejaban sobre un número muy limitado de escritorios, elegidos principalmente según el capricho de Mielke.
En una sociedad autoritaria, los errores de juicio son prácticamente inevitables. Las deliberaciones del Politburó del Partido Comunista frecuentemente se convertían en un maratón formal que obligaban a perder mucho tiempo. En las escasas reuniones de la cúpula colegiada del Ministerio de Seguridad del Estado, a los extensos monólogos de Mielke por lo general seguía la discusión de lugares comunes y cuestiones periféricas superfluas.
Parece que las democracias occidentales tampoco han descubierto modos prácticos de resolver el mismo problema, a saber, la evaluación del significado de la inteligencia. El desastre de bahía de Cochinos constituye un elocuente testimonio en este sentido: la decisión de desencadenar esta aventura desesperada fue propuesta al presidente Kennedy por un incompetente servicio de inteligencia exterior que se atenía a los deseos de políticos obtusos. En Alemania Occidental, los informes del BND a la oficina del canciller, a juicio de la mayoría de las personas que los recibían en Bonn, constituían un inútil papeleo, por lo menos hasta donde yo puedo saberlo. Helmut Schmidt, que se convirtió en canciller como consecuencia del caso de espionaje de Guillaume y que con frecuencia debió soportar situaciones análogas durante el período que estuvo en el cargo, cierta vez hizo un comentario típicamente agrio a Michael Kohl, el embajador de la República Democrática Alemana en Bonn. «Usted debería dejar de molestarse con esos malditos casos de espionaje —dijo Schmidt—. De todos modos, no se aprende nada nuevo de toda esa basura. Sólo son mendrugos viejos. Ninguno de los lados consigue la información militar que realmente necesita conocer… Los secretos realmente grandes están protegidos con mucho cuidado, tanto por Estados Unidos como por la Unión Soviética. Gastar dinero en espiar es innecesario y sólo se consigue que los servicios de inteligencia se sientan tan importantes como para atreverse a defender sus presupuestos y a mantener el nivel de personal ocupado».
De todos modos, el BND continuó directamente bajo el control del canciller, y él y su jefe de personal fueron frecuentes invitados en la central del BND en Pullach. En mi diario señalé en 1977 que los servicios secretos son «en realidad criaturas autónomas. Que consigamos información auténtica y utilizable o no, nuestra reputación produce un efecto seguro: todos saben que los hechos o las operaciones importantes no pueden permanecer en secreto mucho tiempo. Precisamente por eso se consigue un efecto real: se garantiza la paz y se asegura al mismo tiempo que se cumplan las obligaciones internacionales».
Esta entrada parece un tanto corporativa, y podría con facilidad suscitar la impresión de que yo sobrestimaba el efecto y la importancia de la información que mi servicio aportaba. Pero a menudo yo me mostraba escéptico acerca del valor de mi propio trabajo, sobre todo cuando coincidía con las celebraciones de los aniversarios en nuestro país. Inmediatamente después del aniversario de la República Democrática Alemana, en 1974, escribí: «En la discusión acerca de la utilidad de los servicios secretos, además de la cuestión de cui bono, el tema de su posible utilidad real aparece con frecuencia cada vez mayor. ¿Y quién entre los miembros honestos de la estructura responderá sin antes reflexionar a fondo? El problema no sólo se relaciona con los servicios secretos; las fuerzas armadas devoran muchos miles de millones más del presupuesto. Aun así, casi todas las pilas de papel producidas por la OTAN y marcada con los códigos “cósmico” o “muy secreto” en definitiva, cuando uno bien lo mira, ni siquiera valdrían como papel higiénico».
Otros críticos compararon nuestras actividades con juegos infantiles: los agentes del KGB vigilan a los agentes de la CIA, que unidos al BND, el Mossad o el Servicio Secreto británico siguen de cerca al KGB. Uno de estos críticos dijo: «Con esta finalidad se ofrecen prostitutas de lujo a los diplomáticos, se envenenan las puntas de los paraguas y las secretarias occidentales que están envejeciendo reciben rosas de caballeros del Este. Ningún país del mundo cree que puede arreglárselas sin un servicio secreto. La tarea principal de la mayoría de estos organismos sobredimensionados consiste en hacer la vida más difícil a otros. En su nación dividida, los alemanes han llevado el asunto al extremo de un auténtico campeonato y se anotan una victoria pírrica tras otra».
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A los ojos de los extraños, el mundo de los servicios secretos sin duda a veces parece absurdo y ven sus actividades como un juego al menos insensato, inmoral en sus peores formas. Ahora que la Guerra Fría ha concluido, se mide con más amplitud, más francamente y con más urgencia que antes su valor comparado con su enorme costo. Sobre todo se critica a la CIA porque gastando miles de millones no fue capaz de prever el derrumbe interno de la Unión Soviética y dejó que un topo royera sus entrañas y destruyera toda la red de espionaje que había montado en el ámbito de la Unión Soviética.
Yo diría que la gigantesca estructura de ambos bandos podría ser reducida por lo menos a la mitad sin la menor pérdida de eficiencia. Pero si bien es cierto que en la era de los satélites y los piratas informáticos es necesario utilizar la inteligencia tecnológica, que ciertamente no es barata, los agentes humanos no pueden ser reemplazados por completo. La tecnología sólo puede definir la situación del momento; los planes secretos, las alternativas y otros aspectos permanecerán ocultos incluso aunque se utilicen los satélites más perfeccionados.
Más aún, la adquisición y el desarrollo de fuentes humanas de elevada calidad ciertamente no depende de la cantidad de personal que trabaja en la central. Por el contrario, yo también diría que el número de espías eficaces de un país dado está en relación inversa con el tamaño de su estructura burocrática. En mi servicio trabajé basándome en ese supuesto, en contraste con la política predominante en el resto del Ministerio de Seguridad del Estado. En los últimos tiempos, su personal se elevaba a ochenta mil empleados, una cifra inadmisible en el caso de un país pequeño de diecisiete millones de habitantes, y en definitiva, de todos modos ese número en nada contribuyó a la supervivencia del país. Luché sin desmayo contra la Ley de Parkinson. Cuando abandoné el servicio de inteligencia exterior, en 1987, el personal era de algo más de tres mil personas, pero se agregó otro millar de individuos antes de que se disolviese la estructura unos cuatro años después; teníamos más o menos el mismo número de agentes en Occidente. En la República Federal nuestros agentes eran poco más de un millar durante las últimas décadas y sólo una décima parte de ellos constituían fuentes importantes.
De modo que incluso si los servicios del espionaje son indispensables, es posible reducir su tamaño considerablemente siempre que se definan sus tareas con exactitud. Sin duda, es posible utilizarlos contra el terrorismo internacional y la mafia mundial del narcotráfico, cada vez más extendida; y la cooperación es esencial para limitar la difusión de las armas nucleares. Pero parece dudoso que los espías de los gobiernos puedan ser muy útiles en la esfera del espionaje industrial cuando las propias corporaciones organizan servicios para descubrir los secretos de sus competidores.
Lo que me preocupa más es que si no se reducen los servicios secretos —antidemocráticos por su naturaleza misma— siempre persistirá la tentación que acecha a los gobiernos incluso en las naciones democráticas, y que los lleva a espiar y controlar a su propia gente. Se sobreentiende que sean utilizados para violar los derechos civiles en las naciones antidemocráticas como la República Democrática Alemana, pero el control de los servicios secretos incluso por una legislatura democrática es difícil, si no imposible. La verdadera naturaleza de los agentes secretos limita fuertemente, y suele impedir, el tipo de revelación que es esencial para consolidar un sistema de responsabilidad pública; por cierto, ese puede ser el eje de la cuestión. Incluso los comités de supervisión limitados a un grupo reducido y seleccionado de miembros del Parlamento, como existen en el Bundestag alemán o en el Congreso norteamericano, no están en condiciones de penetrar el secreto esencial. La prueba está en la interminable historia de los escándalos que hemos presenciado en todas las democracias parlamentarias.
Mientras haya conflictos políticos y fuerzas armadas supuestamente preparadas para resolverlos, ninguna nación prescindirá de un servicio que le permita explorar las intenciones y las posibilidades de un enemigo potencial. En el mejor de los casos, los parlamentos y los gobiernos democráticos pueden tratar de garantizar que estas entidades se atengan a las tareas asignadas y no hagan más que eso. Pero la lucha en las sombras continuará. Esa lucha, cualesquiera sean sus resultados, no es un juego. Se libra en el mundo real y sus consecuencias serán las condenas a varios años de cárcel, la destrucción de carreras y el costo posible de vidas. Se trata de un costo alto para obtener una información que no puede determinar el curso político de una nación y que a lo sumo sólo puede ejercer cierta influencia. Al cabo de una vida consagrada a la inteligencia, debo preguntarme si el precio pagado no es excesivamente alto.
Cerré mi proceso en Düsseldorf con la siguiente declaración: «A mis setenta años, ustedes por cierto pueden preguntarse cuál puede ser el saldo de una vida. La palabra “traición” ha sido pronunciada muchas veces durante este juicio, y yo mismo me he preguntado si en efecto traicioné algunos de los principios morales que me acompañaron a lo largo de la vida, los principios que han sido tan preciosos para mi familia, mis amigos y aquellos a quienes intenté emular. Ahora sé que nos equivocamos a menudo, que cometimos muchos errores graves y que con excesiva frecuencia reconocimos los errores y sus causas cuando ya era demasiado tarde. Pero aún me aferró a los ideales y los valores que nos guiaron mientras intentábamos cambiar el mundo».
Al relatar mi historia, tengo la esperanza de haber dejado claro que jamás traicioné mis ideales a sabiendas, y que por consiguiente no puedo pensar que mi vida careciera de propósito. Yo, como mis muchos amigos y contemporáneos, no hemos vivido en vano, por discutibles que a veces puedan haber sido nuestras decisiones, por dolorosas que fuesen las heridas que nos infligimos y que provocamos a otras personas.
Cuando evoco los días de mi juventud en la Unión Soviética, lo que primero me viene a la mente no son los crímenes de Stalin o el pacto con la Alemania nazi, sino los recuerdos de la vida durante la guerra. La Segunda Guerra Mundial fue el acontecimiento fundamental en la vida de millones de personas, y fue una guerra que felizmente acabó con el Tercer Reich. ¿Cómo es posible que quien luchó contra los bárbaros hitlerianos se considere él mismo traidor a Alemania? Mi propia contribución —y la de mi familia— a la lucha puede haber sido pequeña, pero de todos modos me inspira un sentimiento de orgullo.
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Pienso lo mismo con respecto a mis intentos, después de la guerra, de dar a conocer y extender la conciencia mundial con respecto a las causas de la tiranía nazi, sus terribles crímenes contra la humanidad y la existencia de ex nazis en la estructura de poder de Alemania Occidental. La larga sombra de Hitler fue una de las razones por las cuales acepté la idea de trabajar para un servicio secreto. Eso no fue traición.
Incluso desechando la herencia nazi y nuestra batalla contra ella y el temor que nos inspiraba, también me siento orgulloso por la sencilla razón de que he participado en el esfuerzo por mantener el statu quo en Europa, un statu quo que puede haber sido tenso y gélido, pero que en definitiva evitó el inconcebible pero no siempre improbable juego final de la guerra nuclear.
Pero este orgullo es un sentimiento contenido. Así como experimento la necesidad de pedir una evaluación ecuánime de la República Democrática Alemana y, por mucho que preferiría destacar sus orígenes antifascistas, jamás aceptaría ignorar a la ligera el aspecto sombrío de su historia. Sé que hubo muchas cosas equivocadas en la República Democrática Alemana, incluso una proporción terrible de represión. Tengo perfecta conciencia de mi propia participación en la responsabilidad por ese estado de cosas. Fui parte del sistema, y si la gente me ataca (como hace a menudo) como si supusiera que yo he sido jefe del Estado, como si yo hubiera ejercido el control total de todo lo que sucedió en la República Democrática Alemana, esa actitud es algo que tendré que soportar.
Desde los trascendentes acontecimientos de 1989, me he preguntado en repetidas ocasiones por qué la República Democrática Alemana fracasó de manera tan miserable y espectacular. Me he preguntado si esperé demasiado tiempo antes de decir en voz alta lo que realmente pensaba y sentía. Lo que me llevó a callar no fue la falta de coraje, sino la inutilidad de la protesta a lo largo de la historia de la República Democrática Alemana. Con mucha frecuencia yo había visto cómo la protesta vehemente sólo servía para acentuar la opresión y reducir todavía más la libertad de pensamiento. Creía que en definitiva la negociación paciente y serena sería más fecunda en un país en que el debate franco estaba condenado al rechazo de un liderazgo demasiado histérico e inseguro como para actuar de manera razonable. ¿Me equivoqué? Quizá, pero por desgracia no hay modo de retroceder en el tiempo y seguir una línea de conducta diferente. A menudo pienso, sobre todo cuando estoy con alguno de mis diez nietos, en una carta que mi padre escribió a mi hermano en 1944. Le aconsejaba que nunca se abstuviese de formar su propia opinión. A esto, ahora agrego que es importante tener el valor de luchar por la opinión formada si fuera necesario, aunque uno deba enfrentarse con la represión. He aprendido que uno siempre debe respetar el modo de pensar del otro y nunca ha de imponerle una actitud conformista. Pero durante gran parte de mi vida y de mi carrera yo elegí esperar pacientemente el cambio.
Puedo recordar con claridad que todos esperábamos nerviosos un cambio de liderazgo en Moscú, sabiendo que de manera inevitable ese hecho determinaría un efecto tremendo en Alemania Oriental. Cuando con la ascensión de Mijail Gorbachov al poder llegaron por fin las reformas largamente esperadas, nadie sintió más entusiasmo que yo en relación con las posibilidades futuras. Pero no vimos que el cambio había llegado demasiado tarde; la glasnost no resolvería ninguno de nuestros problemas. El tiempo para la idea utópica incubada en Rusia allá por 1917 se había agotado. Entonces, ¿qué nos queda? Al evocar el pasado y recordar cuánto confiábamos en nuestra creencia de que podíamos hacer realidad las teorías de Marx y Engels, que sería posible formar una sociedad en la que por fin se vivirían los grandes ideales de libertad, igualdad y fraternidad, a veces me parece difícil comprender por qué fracasamos. Cuando éramos jóvenes, a menudo parecía que la fuerza de nuestra fe bastaría para transformar el mundo. Pero ahora debo reconocer que fracasamos, no porque fuésemos demasiado socialistas en los conceptos, sino porque fuimos poco socialistas en la práctica. Los crímenes de Stalin no fueron la consecuencia lógica de la teoría comunista, sino una violación del comunismo. De todos modos, el sacrificio de la libertad personal a la doctrina del partido, la manipulación de las personas y la falsificación de la historia fueron todos aspectos exportados por la Unión Soviética de Stalin y adoptados pronto por la mayoría de los países que estaban de nuestro lado de la Cortina de Hierro. La República Democrática Alemana se relacionó más con esos abusos de poder que con la democracia y el socialismo, y esa es la razón por la cual Alemania Oriental en definitiva resultó asfixiada. Admito sin cortapisas que nuestro sistema era incomparablemente inferior a la mayoría de las democracias pluralistas del Oeste, incluso teniendo en cuenta las ventajas de nuestro sistema de seguridad social. La gran lección que aprendí de la decadencia y la caída de Alemania Oriental es que la libertad de pensamiento y expresión son tan fundamentales para una sociedad moderna como las ventajas que habíamos conquistado y de las cuales estábamos tan orgullosos.
En el caso de la mayoría de mis compatriotas, la vida en una Alemania reunificada ha resultado menos brillante de lo que esperaban; a menudo es difícil encontrar trabajo, los alquileres son excesivos y es difícil afrontarlos, y muchos sienten la profunda pérdida de la solidaridad colectiva, que era un rasgo distintivo de la vida en la República Democrática Alemana. No sería justo ni razonable juzgar la vida en una democracia occidental como Alemania comparándola con una sociedad socialista ideal, pero sé que muchos de nosotros no podemos aceptar la idea de pertenecer a una sociedad donde los ricos se enriquecen cada vez más y donde los pobres son cada vez más pobres. Me pregunto cómo pueden aceptar los habitantes de Estados Unidos, que con razón están orgullosos de su país y sus muchos logros, el hecho de que por lo menos cuarenta millones de norteamericanos viven en completa miseria. Me inquieta mucho la perspectiva de una sociedad y una civilización basadas exclusivamente en el dinero. El dinero puede ser tan poderoso como cualquier sistema gubernamental, pero a menudo sus efectos son poco visibles sin por eso ser menos brutales. En el bloque oriental, el abuso del poder comenzó con la manipulación de los ideales; en los países capitalistas, la idea de la libertad personal es con frecuencia sólo el disfraz de los intereses comerciales. Quizás esta es la razón por la cual, incluso en las naciones que «ganaron» la Guerra Fría, tantos ciudadanos se sienten desgraciados y tienen una actitud cínica acerca del papel de los sistemas políticos para resolver los problemas.
De todos modos, continúo siendo un idealista y un optimista. Estoy seguro de que muchos jóvenes todavía sueñan con un futuro mejor para todos, con un mundo más humano que el actual. No creo que las ideas utópicas sean absurdas; en cambio, me parece que responden a una profunda necesidad humana. Ciertamente, si no existe la fe en una utopía corremos el riesgo de caer en la barbarie absoluta, en el tipo de brutalidad que podría conducir a la destrucción no sólo de una nación sino del planeta. Estoy seguro de que las generaciones más jóvenes de hoy y las que vendrán encontrarán el modo de realizar los ideales que sostuve en otros tiempos y sigo defendiendo.
No lejos de mi apartamento de Berlín hay un monumento conmemorativo a Marx y Engels. En el otoño de 1989, cuando Alemania Oriental llegaba a su fin, pintaron con aerosol las palabras «No Culpables» sobre el monumento. Tenían razón. Me agradaría pensar que compartían mi creencia en las posibilidades del marxismo. La Guerra Fría ha concluido y puede considerarse que mi trabajo ha terminado; pero no he perdido mi fe. A menudo retiro de los estantes un libro del científico suizo Jean Ziegler. El título condensa bien mis sentimientos al final del siglo, mientras me acerco al último acto de una vida que ha sido más rica —para bien o para mal— de lo que yo pude haber imaginado cuando era niño: A demain, Karl. Hasta mañana, Karl.