IV

La República Democrática Alemana alcanza la mayoría de edad, y también yo

En diciembre de 1952 recibí un mensaje de Walter Ulbricht, el líder alemán oriental, en el que se me convocaba al edificio del Comité Central, en la concurrida esquina de la Lothringer Strasse (más tarde Wilhelm-Pieck-Strasse) y la Prenzlauer Allee, en el centro de Berlín Oriental, no lejos de la Alexanderplatz. En la entrada me entregaron un pase, y el guardia inspeccionó cuidadosamente mi tarjeta de identidad, aunque la seguridad no era tan severa y el edificio mismo no era tan imponente como llegaron a ser cuando el cuartel general se trasladó al Werderscher Markt. Pero incluso entonces, uno podía percibir el atisbo del crecimiento de una élite que con el tiempo se aislaría del pueblo.

Me presenté en la antecámara de Ulbricht. Participaba de una reunión, pero después de un breve lapso apareció, pulcramente vestido y con su famosa barbilla en punta. Me invitó a pasar a la oficina contigua perteneciente a su esposa Lotte, su más cercana colega. Yo la conocía bien gracias a nuestra colaboración en la «radio del pueblo alemán» en Moscú. Me saludó cálidamente. Ulbricht me invitó a ocupar un sillón, e indicó a su esposa que se retirase. Él y yo nos habíamos reunido varias veces, y Ulbricht prescindió de las amabilidades, para ir rápido al meollo del asunto. Ese era su estilo: cortante, concreto, concentrado en los aspectos esenciales, sin mirar jamás a su interlocutor directamente a los ojos.

Ulbricht me informó con sequedad que Anton Ackermann, que había dirigido el servicio de inteligencia exterior desde su fundación, pedía se lo relevase de sus responsabilidades por razones de salud. Yo sabía que la salud física de Ackermann no estaba en tela de juicio, pero Ulbricht desconfiaba de los comentarios de Ackermann acerca de un específico «camino alemán al socialismo», en cuanto forma diferenciada del modelo soviético. Ulbricht había podido proceder contra Ackermann porque habían descubierto a este en una situación de adulterio, algo prohibido en el ambiente puritano de Alemania Oriental durante los años cincuenta.

—Nosotros opinamos que usted debe asumir la dirección del servicio —dijo Ulbricht. Era un «nosotros» regio; o más exactamente el «nosotros» se refería a la dirección partidaria. No me preguntó si yo creía estar en condiciones de asumir la tarea, y tampoco dejó lugar a posibles discusiones.

Me sorprendió por completo. Aún no tenía treinta años y no ocupaba un lugar destacado en la jerarquía partidaria. Pregunté a Ulbricht cómo se subordinaría el servicio de inteligencia exterior a la dirección del partido, y contestó que yo sería responsable directamente ante él.

Apenas un cuarto de hora más tarde, volví a la calle, y la cabeza me giraba. Cuando regresé a mi despacho, Richard Stahlmann, jefe sustituto del servicio desde la renuncia de Ackermann, estaba esperándome. Yo me sentía inquieto en vista de su posible reacción; un hombre de su reputación y su experiencia generalmente no ve con buenos ojos la perspectiva de ceder el poder a un joven advenedizo. Pero descubrí que sonreía aliviado mientras abría la caja fuerte y me entregaba las pocas carpetas guardadas allí. Nunca había sido muy aficionado al papeleo, y ese sería un aspecto importante de mi tarea. Depositó las llaves sobre la mesa y dijo:

—Es todo suyo. Buena suerte. Estaré por ahí si me necesita.

Yo me sentía algo más que orgulloso cuando me apresuré a conseguir un traje nuevo para desempeñarme el primer día detrás del gran escritorio.

Las razones que llevaron a que me eligiesen después de sólo dieciséis meses de trabajo de inteligencia para mí no están claras ni siquiera ahora. Pero la República Democrática Alemana había sido fundada en octubre de 1949, y sus funcionarios tenían que aprender en el curso mismo del trabajo. Al parecer, Ackermann me había recomendado como sucesor, y estoy seguro de que mi educación y mis relaciones con Moscú gravitaron intensamente. Dicho con sencillez, yo era un hombre de Moscú. A veces me preguntan por qué había aceptado esta designación en un servicio que era parte de una estructura represiva. Ante todo, no percibía al servicio de inteligencia como parte de una estructura represiva. Y una actitud de rechazo habría sido imposible, en vista del modo en que comprendía mis obligaciones, la disciplina partidaria y las necesidades de la Guerra Fría.

Una crítica occidental muy frecuente a nuestra conducta durante los años cincuenta fue que no podíamos haber cerrado los ojos a lo que estaba sucediendo, porque conocíamos los signos gracias a nuestra experiencia durante las purgas de Moscú. Es un error. Nuestra experiencia de la vida en Moscú tuvo precisamente el efecto contrario. Siempre había una excusa en nuestra mente: Stalin tenía que ser vengativo porque luchaba contra un enemigo bárbaro. Nunca nos reconciliamos con la escala de las mentiras perpetradas en la Unión Soviética de los años veinte y treinta; por consiguiente, nunca pudimos identificar las mentiras, las medias verdades y las vendettas que acompañaron nuestro intento de asegurar los avances estratégicos de la Unión Soviética en Europa oriental.

Al mismo tiempo, necesitábamos comprometer nuestros grandiosos ideales con algunas prácticas turbias, porque Estados Unidos y sus aliados europeos trataban de frustrar nuestros intentos de llevar el socialismo al suelo alemán. Y así se desarrollaba la lista de las excusas, hasta que en 1989 despertamos del sueño. Aún me niego a aceptar el juicio crítico de los que afirman que nuestro sistema fue construido exclusivamente sobre la mentira; pero debo reconocer que en gran parte fue erigido sobre el cimiento de las excusas.

Después que me hiciera cargo de la jefatura del servicio de inteligencia exterior, Ulbricht ejerció el control directo de este sistema sólo durante aproximadamente unos seis meses. Hacia la primavera de 1953 estaba bajo el ala de Wilhelm Zaisser, miembro del Politburó, y simultáneamente jefe del Ministerio de Seguridad del Estado. Este funcionario exhibía un pasado que imponía respeto en el Este. Antes de la guerra, había cumplido misiones secretas en China y comandado la Undécima Brigada Internacional en España. Zaisser y yo cooperábamos bien, lo cual significa que me dejaba librado a mis propios recursos. Se me concedía sólo una hora en su compañía por semana, y su tiempo se acababa antes de que pudiera decirle lo que me preocupaba. Apasionado estudioso de la teoría marxista, se interesaba mucho más en analizar los problemas de traducción de la nueva edición alemana de las obras completas de Lenin, que estaba compilando, que en escuchar mi informe. Generalmente, esos grandes manuscritos ocupaban su escritorio en lugar de los informes de inteligencia.

Poco después de la Pascua de 1953, se produjo la primera explosión en mi carrera. En un incidente conocido más tarde con el nombre de asunto Vulkan (Vulkan es el término alemán que significa «volcán»), Gotthold Kraus, que se desempeñaba en nuestra unidad de inteligencia económica, se convirtió en nuestro primer desertor. Lo consideré un grave golpe personal, y el incidente me llevó a comprender que nuestro joven servicio aún no estaba seguro, ni mucho menos. Más aún, se alejó en el feriado del fin de semana, y su ausencia no fue advertida durante varios días. La delantera que llevaba aportó al contraespionaje alemán occidental tiempo sobrado para obtener de Kraus todo lo que este sabía acerca de los agentes alemanes orientales en su territorio, y para detenerlos antes de que nosotros supiéramos que estaban en peligro; y menos aún llamarlos de vuelta a casa. Franz Blücher, vicecanciller de Alemania Occidental, anunció en una conferencia de prensa que treinta y cinco agentes habían sido detenidos como consecuencia de la información suministradas por Vulkan. Era una exageración; a ningún funcionario se le habría permitido conocer la identidad de tantos agentes que operaban en un país hostil. Sucedió que el contraespionaje alemán occidental, entusiasmado por su primer golpe importante, atrapó en la red a una serie de empresarios inocentes que negociaban con el Este, pero ciertamente no eran espías.

Pero la traición de Gotthold Kraus nos costó cara: por lo menos media docena de agentes plenamente operativos, incluso Andrew Thorndike, el talentoso cineasta creador de documentales, cuya tarea profesional había sido usada por nosotros como cobertura para sus actividades de espionaje. Provenía de una famosa familia hanseática, y gracias a sus vínculos intentábamos penetrar en los poderosos círculos políticos y económicos de Hamburgo. Aunque no estaba en la Alemania Occidental en ese momento sino en la oriental, lo apresaron mediante un sencillo ardid: el contraespionaje alemán occidental le envió un telegrama notificándole que su tía había enfermado. Viajó a Alemania Occidental y fue detenido. Felizmente, no había pruebas de sus actividades, y fue puesto en libertad. Pasó a Alemania Oriental y realizó una vida inmaculada, rodando películas de este lado de la frontera. Zaisser me reprochó suavemente:

Mischa, usted tiene que aprender mucho más acerca de muchas cosas.

Los meses siguientes los dedicamos a reorganizar todas nuestras operaciones de acuerdo con criterios de mayor eficiencia. La búsqueda de candidatos adecuados y confiables era difícil y costosa. Investigar su confiabilidad política, sus vínculos personales y su carácter llevaba tiempo. Buscábamos ciudadanos jóvenes, motivados políticamente, socialistas convencidos que creyeran en el servicio a nuestro país y a su causa. No nos preocupaba que los candidatos a agentes tuviesen familiares en el Oeste, en contraste con nuestra política para seleccionar los posibles funcionarios de la central; estos quedaban excluidos de la lista de candidatos si estaban emparentados con gente del sector occidental. De hecho, los parientes del sector Oeste podían ser bastante útiles porque ayudaban a los candidatos a agentes a evitar los campamentos de refugiados y entrar en la República Federal.

El entrenamiento de cada agente era supervisado en persona por el hombre que controlaría su trabajo, y se agregaba un entrenamiento especial si el objetivo tenía carácter científico o técnico. Una vez aceptados en Alemania Occidental, los agentes generalmente comenzaban su misión con un discreto período de trabajo manual para ayudar a superar los obstáculos burocráticos y llegar a afirmarse en el Oeste. Por consiguiente, preferíamos candidatos que tuviesen habilidades artesanales o experiencia práctica en una profesión. Casi todos los estudiantes y los científicos en ciernes que emigraron durante los primeros años encontraron trabajo en las instalaciones de investigación o en compañías que nos interesaban: las instalaciones de investigación nuclear del gobierno federal en Jülich, Karlsruhe y Hamburgo; el Instituto Batelle de Frankfurt, fundado por Estados Unidos; Siemens, la principal compañía de electrónica de Alemania; y la IBM alemana o las gigantescas compañías químicas alemanas como BASF, Hoescht y Bayer. Como suponíamos que los fabricantes tradicionales de armas en Alemania con el tiempo —después que hubiese pasado la tormenta desatada por la experiencia de la militarización alemana— reanudarían la producción militar, colocamos personas en compañías como Messerschmidt y Bölkow.

Algunos de nuestros agentes consiguieron penetrar en sectores protegidos por rigurosas normas de secreto, y otros encargos empresariales muy bien pagados. También aprovechamos las relaciones oficiales y privadas entre científicos de las dos Alemanias, una actividad relativamente sencilla porque el espíritu de los tiempos creaba en ellos un gran sentimiento de incomodidad acerca de la amenaza de las armas atómicas, biológicas y químicas. Los que se sentían gravemente conmovidos por los resultados de su participación de las armas atómicas destinadas a la guerra eran blancos especialmente propicios para nuestros agentes.

La muerte de Stalin en marzo de 1953 provocó una honda impresión en la estructura política comunista, y desencadenó una furiosa lucha por el poder en el Kremlin, además de originar inseguridad en el liderazgo de los países de Europa oriental. Mi propia respuesta, como la de muchos creyentes, fue de intenso pesar unido a un sentimiento de confusión. Habíamos vivido tanto tiempo bajo la guía de Stalin que era difícil imaginar la existencia después de su desaparición.

Ulbricht había apostado al triunfo de la más dura de las líneas duras que rodeaban a Stalin. Para conquistar el favor del nuevo régimen, desarrolló de manera obstinada su política de «acelerar el socialismo», es decir aplicó más presión impositiva y encareció el crédito, lo cual agobió a las empresas de pequeña escala y empujó a la quiebra a los trabajadores autónomos. Las grandes granjas y compañías agrícolas padecieron las consecuencias de la súbita campaña enderezada a perfeccionar la economía socialista. Se reprimieron todavía más las actividades de la Iglesia.

Estas políticas tropezaron con una dura resistencia. Los agricultores y los pequeños productores reaccionaron trabajando de manera ineficaz, o cuando podían hacerlo absteniéndose por completo de producir. En diciembre de 1952, el primer ministro alemán oriental Otto Grottewohl advirtió que existía el riesgo de que se produjese una inminente escasez de alimentos y otros artículos esenciales. Pero Ulbricht no le prestó atención. Veía la resistencia a sus planes a través del prisma de la ideología estalinista pura, de acuerdo con la cual la lucha de clases se acentuaría y aceleraría a medida que se promoviese la transformación radical orientada hacia el socialismo.

En la primavera de 1953 se decretó un aumento del 10 por ciento en los cupos de producción establecidos para las fábricas, las plantaciones y las empresas constructoras, todo esto acompañado de incrementos considerables en el precio de los alimentos básicos. Envalentonada por la injusticia que implicaba soportar esas cargas impuestas desde arriba, la gente comenzó a quejarse abiertamente en tiendas y fábricas. Durante los primeros cuatro meses de 1953, más de 120 000 personas huyeron del país. Lo mismo sucedería treinta y seis años más tarde, en 1989; en ambos casos los líderes padecían un exceso de esclerosis que les impedía reaccionar frente a la hemorragia con algo más que la fraseología y el fingido heroísmo. «Seremos un cuerpo más puro cuando el enemigo de clase se haya marchado», había observado Ulbricht mientras los obreros fabriles, los docentes, los ingenieros, los médicos y las enfermeras se sumaban al éxodo.

Temerosa de que la inestabilidad desembocara en un derrumbe total del Estado alemán oriental, y frustrada por la obstinación de Ulbricht, Moscú intervino. Beria, que en ese momento luchaba por el poder frente a otros en el liderazgo instalado después de la muerte de Stalin, supervisó la preparación de un documento titulado «Medidas para el mejoramiento de la situación en la República Democrática Alemana». El hecho mismo de que el Kremlin aceptara la existencia de una cosa semejante en el bloque oriental era una confesión asombrosa en aquellos días anteriores a la glasnost.

Como si hubieran sido escolares desobedientes, los principales miembros de nuestro Politburó fueron convocados a Moscú, y se les ordenó aplicar con la mayor prontitud posible las ideas de Beria. Estas llevaban a promover las pequeñas empresas, abandonar la economía militar de Ulbricht, y aflojar las drásticas limitaciones que había impuesto a «enemigos internos» ideológicos como la intelectualidad liberal y la Iglesia. Aunque ese programa agradaba poco al liderazgo de Berlín Oriental, el objetivo de Beria era mejorar las condiciones de Alemania Oriental para vender esta imagen a Alemania Occidental a cambio de su condición de país neutral o incluso desmilitarizado.

En realidad, pasé el período que desembocó en el alzamiento de Berlín Oriental en 1953 instalado en una playa del Báltico, leyendo a Hemingway y jugando con mis hijos. Para un jefe de inteligencia esta confesión no es muy edificante. Me tomé esas extrañas vacaciones por recomendación de mi superior Zaisser. Se había irritado conmigo cuando lo presioné demasiado a propósito de las dificultades financieras de nuestro servicio exterior.

Mischa, en este mismo momento están sucediendo cosas más importantes —dijo, y después, como para justificarse—: ¿Cuándo fue la última vez que se tomó vacaciones? Vaya a la Residencia Azul, y después veremos.

Era un gran honor que a uno lo invitasen a la Residencia Azul en Prerow, la estación oficial de veraneo del ministro de Seguridad a orillas del Báltico. Allí, en una dacha oficial agradablemente amueblada, leí la noticia de la primera confesión de pánico formulada por el Politburó el 16 de junio. Era un comunicado en que tanto este organismo del partido como el gobierno reconocían graves errores y anunciaban la anulación de las medidas relacionadas con el aumento de la producción y la elevación de los precios de los alimentos. Se reduciría la inversión en la industria pesada, se aumentaría la producción de artículos de consumo y se procedería a reabrir los negocios privados que habían debido cerrar sus puertas a causa de las tácticas prepotentes de Ulbricht. Era un cambio total de actitud de Ulbricht, pero esta llegaba demasiado tarde.

La mañana del 17 de junio, la radio del sector norteamericano (RIAS[6]) informó que los obreros de la construcción habían marchado desde la Stalin-Allee hasta el Edificio de los Ministerios (la misma construcción que había albergado al Ministerio de Aviación de Hermann Göring durante el Tercer Reich). Los trabajadores exigían la anulación de los nuevos cupos industriales y el mejoramiento de su salario y sus condiciones de trabajo. La policía antidisturbios había acordonado el edificio, y el ánimo de la gente era inestable. Los trabajadores reclamaban la presencia de Ulbricht y Grottewohl. El ministro de Industrias Fritz Selbmann apareció tratando de calmar a la multitud, pero no tuvo éxito.

Hay diferentes versiones acerca de la medida en que los servicios de inteligencia occidentales, y más exactamente las organizaciones de cobertura de Alemania Occidental apoyadas por los norteamericanos, participaron promoviendo la extensión del alzamiento. Había una importante infiltración en las zonas industriales, y para todos los que deseaban promover la caída del Este y obtener la unificación de Alemania fue evidente en el curso de esos días de junio que estaban ante su gran oportunidad. Pero lo que determinó que las cosas llegaran a ese estado fue el manejo interno de la economía por el partido y el liderazgo represivo de Ulbricht. Finalmente, Ulbricht consiguió reaparecer, pero no se atrevió a dar la cara ante los manifestantes, que ahora gritaban «¡Abajo el Spitzbart!» en alusión a su perilla puntiaguda; una orgullosa imitación de la de Lenin. En cambio, eligió el ambiente relativamente seguro de una asamblea de activistas del partido para dar a conocer su respuesta; allí desapareció su estilo áspero y autoritario, y se lo vio inseguro y desconcertado.

Al llegar la noche, la RIAS había asumido el papel de coordinadora de los acontecimientos, y difundía llamados a los manifestantes con información exacta acerca de horas y lugares. Una fábrica tras otra se incorporó a la huelga. Las columnas de manifestantes confluyeron en la Potsdamer Platz de Berlín, donde convergían los cuatro sectores aliados. Desde el Oeste, los grupos que ruidosamente exigían el derrocamiento del régimen comunista también se aproximaban a la Puerta de Brandenburg. A la una de la tarde, el comandante soviético de la ciudad declaró la ley marcial y aparecieron los tanques.

Decidí regresar a Berlín. Cuando nos acercábamos a la ciudad de Neustrelitz, a mitad de camino en el trayecto desde la costa del Báltico a Berlín, nuestro automóvil fue detenido por soldados soviéticos en un puesto de control caminero. Mi tarjeta especial de identidad resultó inútil. A pesar de nuestras protestas nos encerraron con otras «personas sospechosas» en el sótano del puesto de mando. ¡Allí dispuse de algunas horas para meditar acerca de quiénes eran los que realmente dirigían nuestra parte de Alemania! Sólo gracias a mi conocimiento del ruso, incluso parte de mi germanía más grosera, finalmente se me permitió hablar con el comandante, presentarme de manera debida y por lo tanto continuar el viaje.

En definitiva, pude llegar a mi casa del distrito de Pankow, en Berlín Oriental, el sector de la ciudad donde vivían los líderes. Los trabajadores de la Bergmann-Borsig, un importante conglomerado que producía máquinas-herramientas, mecánica pesada y electrodomésticos, habían pasado frente a la casa y mi padre escapó por poco del castigo infligido por una turba en el centro de la ciudad. Él estaba seguro de que muchos de los jóvenes manifestantes eran de Berlín Occidental, y afirmó que le recordaban a los matones camisas pardas que ocupaban las calles durante los primeros tiempos de Hitler. En la actualidad, eso se parece a la típica propaganda comunista, pero es importante recordar que tales acontecimientos se dieron apenas ocho años después del derrumbe del nacionalsocialismo en Alemania, y para repetir una frase de Bertold Brecht, «La perra que dio a luz todavía está en celo».

Nos asombraron la violencia y el odio que se habían acumulado en nuestro propio medio. Para las personas que como yo pertenecían a esta nueva sociedad, era un áspero despertar que nos demostraba hasta dónde había llegado la impopularidad de nuestro querido sistema. Los muertos nunca fueron contados realmente, pero el total osciló entre cien y doscientos, y me pareció evidente que los conceptos de «aventurerismo fascista» y «putsch[7] contrarrevolucionario» evocados por nuestro liderazgo eran mera propaganda. Pero eso no conmovió mi propio compromiso. Quise creer que podíamos aprender de esta rebelión, y aprovechar bien las lecciones en la administración futura del Estado.

Como jefe de la inteligencia exterior, mi tarea era buscar pruebas de la participación de fuerzas extranjeras en el alzamiento. Yo tenía conciencia, incluso entonces, de que esto era en cierto modo un juego destinado a proporcionar excusas al liderazgo cuando los soviéticos juzgaran su incompetencia. No era difícil coleccionar artículos de periódicos y revistas, libros y otros documentos que revelaban los planes norteamericanos y alemanes occidentales enderezados a liquidar nuestra república; era la música que sonaba en las relaciones internacionales en ese momento. El ideólogo norteamericano James Burnham, en un libro titulado Defeating Soviet Imperialism, proponía que se aplicasen métodos subversivos en el territorio del bloque oriental, incluso el empleo de «grupos clandestinos» con el fin de instigar «acciones combinadas que propugnen la eliminación del poder comunista», utilizando como vanguardia a nuestros antiguos enemigos de la CIA en Berlín Occidental, la Brigada Contra la Inhumanidad (Kampfgruppe gegen Unmenschlichkeit - KGU) y el «Comité de Investigación de los Abogados Libres» (Untersuchungsausschuss Freiheitlicher Juristen - UFJ).

Gracias a uno de nuestros agentes en la misión militar norteamericana, descubrimos que el jefe de la CIA Allen Dulles y su hermana Eleanor Lansing Dulles, funcionaría del Departamento de Estado norteamericano, se habían encontrado en Berlín Occidental la semana que precedió al alzamiento. También conocíamos un cable enviado por Walter Sullivan, corresponsal del New York Times en Berlín a su oficina en Manhattan, que decía: «Jamás se habría suscitado inquietud de no haber sido por las emisiones de la RIAS. Desde las 5 de la mañana del miércoles, la estación de propaganda de Estados Unidos en Berlín estaba enviando instrucciones detalladas a todas la regiones de Alemania».

Nuestra tarea consistía en recolectar información acerca de los antecedentes del alzamiento, pero no estábamos en condiciones de controlar las conclusiones que el liderazgo extraería de ese material. En forma inesperada, Ulbricht destacó con mucha fuerza un fragmento de información que nosotros apenas habíamos observado. La noche del 16 de junio, la organización sindical de Berlín Occidental había planeado una excursión náutica e invitado a sus colegas de lo que quedaba de los sindicatos independientes de Alemania Oriental. Nuestra fuente informaba que las invitaciones no habían sido enviadas por correo, sino hechas por teléfono, y que las palabras «viaje en barco» habían sido utilizadas en todos los llamados. Ulbricht afirmó de inmediato que eran las palabras en clave que habían desencadenado los acontecimientos del 17 de junio, lo cual constituía una evidente exageración.

La gran ironía del alzamiento fue que en realidad consolidó el poder de Ulbricht. Después de una demostración de tal magnitud, era evidente que los soviéticos no se arriesgarían a agravar la inestabilidad desplazando a Ulbricht, y en todo caso Beria acababa de ser eliminado en la primera purga después de la muerte de Stalin. Zaisser y Rudolf Herrnstadt, director del diario del Partido, Neues Deutschland, favorecían ambos un curso reformista, y por consiguiente Ulbricht ahora tenía la excusa perfecta para eliminar a sus rivales. Todos fueron sustituidos por partidarios que no formulaban críticas, y el propio Ulbricht actuó con rudeza típicamente estalinista para destruir a sus antagonistas.

Se originó una atmósfera de incertidumbre y desconfianza que envenenaría el resto de la existencia de Alemania Oriental, y así lo percibí en aquel momento. Pero mi concepción del mundo y mis convicciones no sufrieron menoscabo, un hecho que sin duda parecerá desconcertante a los lectores occidentales. ¿Por qué, después del derramamiento de sangre en nuestras calles y de la eliminación por Ulbricht de personas cuya honestidad conocíamos, no contemplamos la perspectiva de distanciarnos de él o criticarlo? De acuerdo con la ideología y la práctica introducidas en todos los partidos comunistas después de la muerte de Lenin, quien atacaba públicamente al secretario general en ejercicio ayudaba al enemigo de clase. Para un comunista, eso era el equivalente a la blasfemia para un católico romano devoto.

Los acusados purgados por Ulbricht escucharon en silencio las acusaciones. El hecho de que no hablasen en defensa propia tal vez pueda ser entendido únicamente por los que han sido víctimas de las purgas de Stalin y comprendan que la disciplina partidaria era una fuerza dominante. Esos hombres habían consagrado toda su vida al movimiento revolucionario, y el enfrentamiento con el Partido habría significado una ruptura total. Guardaban silencio también por otro motivo: sabían que la situación no tenía remedio; decir algo sólo empeoraría las cosas.

Entre las víctimas de la consolidación de Ulbricht en el poder estaban Richard Herrnstadt y Wilhelm Zaisser. Antes de la guerra, Herrnstadt había trabajado para el GRU (Glavnoye Razvedivatelnoie Upravleniye), la inteligencia militar soviética, y había creado una excelente red en Varsovia. Dos de los agentes que él había reclutado, su primera esposa Use Stöbe y Gerhard Kegel, de la embajada alemana en Moscú, habían aportado información anticipada acerca de un ataque alemán en 1941. Seguramente para él fue terrible comprobar que sus anteriores servicios nada significaban. El caso de Herrnstadt me conmovió profundamente. Aunque desde el punto de vista oficial no existía, durante los años ochenta conseguí encargar la filmación de un documental para mis jóvenes agentes, y en él se registraban los éxitos de su labor de espionaje. Por lo menos se lo honraría entre los espías, aunque no se lo hiciera de manera oficial.

Mucho después, leí las notas que Herrnstadt escribió mientras trabajaba en los Archivos Centrales del Estado en Merseburg. Incluso en ellas, uno percibe en forma constante la dolorosa pregunta: «¿Soy más inteligente que el partido?». El interrogante lo torturó a pesar de que era víctima de la injusticia promovida por el propio partido, y de que podía ver los efectos paralizantes de la doctrina oficial. Como Zaisser y Ackermann, se reservaba las dudas y sepultaba sus reflexiones en las notas destinadas a las generaciones futuras, obligado por la conspiración del silencio que afectaba a tantos comunistas en desgracia. Todos se atenían a la norma básica de un comunista: no perjudicar jamás al partido.

Ninguno de ellos podría haber vivido aunque sólo fuera con la sospecha de que estaban suministrando municiones a los que atacaban nuestro poder conquistado de manera tan dura. Los intelectuales soportaban una carga suplementaria, ya que se esforzaban por conquistar la confianza de un partido consagrado al triunfo de las clases trabajadoras. Mi padre y otros escritores y pensadores solían sufrir la indignidad de verse humillados frente a cuestionadores agresivos en las reuniones del partido. En Alemania Oriental la palabra «intelectual» tenía un acento despectivo tanto en el partido como en el Ministerio de Seguridad del Estado. Muchos trataban de defenderse de las acusaciones de «pensamiento elitista» o «inmodestia» destacando que aceptaban el papel dirigente de la clase trabajadora y que se mordían la lengua ante las estupideces perpetradas en su nombre. Si no se advierte el poder de ese pensamiento, es difícil explicar cómo pude conservar mi fe durante los años del futuro inmediato.

La destitución de Wilhelm Zaisser como ministro de Seguridad del Estado tuvo consecuencias personales y organizativas para mi servicio. Conservé mi cargo, y fui designado suplente del nuevo jefe del servicio —Ernst Wollweber—, a quien le preocupaban poco los detalles operativos, pero demostraba intenso interés por la información política que recogíamos. Cuando comentábamos el tema, se paseaba de un extremo al otro de su despacho, recorriendo el suelo alfombrado; era un hombre pequeño y redondo, con un cigarro que siempre se apagaba entre los dientes. Nada podía mantenerlo sujeto a su escritorio cuando comenzaba a formular conjeturas acerca de las diferentes personas, de las relaciones y las contradicciones en el Este y de las posibilidades que podían ofrecernos.

Wollweber era el hombre más diferente de Erich Mielke que podía concebirse; Mielke era responsable del contraespionaje, que se ocupaba de eliminar a los espías internos. Se opuso a mi control del espionaje en el exterior; se consideraba mi rival, y de hecho conspiró contra mí no sólo cuando éramos iguales, sino después cuando se convirtió en mi superior en el Ministerio de Seguridad del Estado. Cuando formaba parte de las brigadas de choque del Partido Comunista contra las pandillas nazis en la década de los treinta, fue implacable en la lucha contra nuestros enemigos. Pero en 1953 todavía estaba resentido a causa de una decisión partidaria de examinar su competencia como resultado del alzamiento del mismo año. Así, se me promovió a la jerarquía de suplente de Wollweber en lugar de que lo fuera Mielke, lo cual acrecentó su malquerencia contra mi persona por el resto de su vida. Años después supe que cuando Wollweber fue eliminado finalmente como residente del KGB en Berlín, Yevgeni P. Pitovranov y Georgi M. Pushkin, embajador soviético ante la República Democrática Alemana, comentaron con Ulbricht la personalidad del posible sustituto de Wollweber. Pitovranov dijo: «¿Por qué están buscando? Ya tienen un sucesor: Wolf». Pero Mielke ocupó el cargo; era el perro guardián de Ulbricht.

Mielke era una personalidad retorcida incluso de acuerdo con las normas peculiares de moral que se aplican en el mundo del espionaje. Era un fanático de la exactitud, y sufría la obsesión de reunir datos, no sólo de aquellos de quienes se sospechaba que eran disidentes, a los cuales era necesario vigilar las veinticuatro horas del día, sino también en relación con sus propios colegas. Ansiaba con desesperación desenmascarar a los traidores que integraran el liderazgo, y me prometió grandes honores si podía conseguir en el Centro de Documentación Norteamericano de Berlín Occidental, donde se apilaron los archivos nazis después de 1945, alguna clase de prueba en el sentido de que todos los políticos alemanes orientales habían sido colaboradores del Tercer Reich. Nada escapaba a su atención, ningún detalle era tan menudo que no mereciese un lugar en las carpetas rojas que acumulaba en la caja de seguridad de su oficina.

Cierta vez un asombrado empleado de mi servicio me informó que había visto a Erich Honecker, más tarde el líder de Alemania Oriental y en ese momento jefe de la Juventud Alemana Libre, deslizándose de manera subrepticia por los callejones apartados de Berlín Oriental, después de despedir a su chófer en medio de las sombras. Para mí era evidente que Honecker sin duda estaba visitando a alguna amante secreta, pese a que ya en ese momento estaba casado con una funcionaría de nuestro aparato. Hice algunas bromas en este sentido con Mielke, y le dije: «Bien, no creo que sea necesario asentar eso en los archivos», e insinué el gesto de arrojar al canasto el informe. «No, no —fue la rápida respuesta del jefe del contraespionaje—. Démelo. Uno nunca sabe». Fue a reunirse con otros detalles poco halagadores de la vida de Honecker guardados en sus cajas rojas, y todo ese material fue descubierto unos cuantos años después, en 1989, cuando la Fiscalía registró la oficina de Mielke.

Una vez iniciadas las purgas, es difícil detenerlas. Cuatro años después, Wollweber fue apartado como resultado de otra conspiración de Ulbricht, y Mielke ocupó el cargo de ministro de Seguridad del Estado. Mielke continuó en el más alto cargo del sistema de seguridad, hasta su farsesca salida en 1989, cuando abandonó el cargo con un forzado gesto de despedida frente al Parlamento y las palabras: «Os amo a todos[8]».