X
El veneno de la traición
La traición no es, en modo alguno, un hecho tan inusitado como nos agrada creer. En el curso de la vida corriente los amigos o los seres queridos nos abandonan, y en el trabajo los colegas más cercanos se vuelven contra nosotros o planean nuestra caída para facilitar su propio ascenso. Es una parte ingrata pero previsible de nuestra existencia. Pero la mayoría de la gente, cualesquiera sean sus convicciones políticas, cree que traicionar a su propia patria es una grave falta contra el espíritu cívico. He conocido toda clase de traidores cuyos actos estaban motivados por razones algunas nobles y otras infames, y eso incluye a hombres y mujeres acerca de quienes ya he escrito, y que estaban dispuestos a divulgar secretos a una potencia extranjera impulsados por motivos ideológicos, económicos, políticos o simplemente personales.
Pero hay una clase de traidores que horroriza y atrapa intensamente la atención, y que merece un examen especial: el traidor dentro de un servicio secreto que se entrega y revela su saber secreto a otra organización. Algunas personas suponen que el deseo de traicionar a los colegas puede hacer que quienes trabajan en el mundo de la inteligencia sean inmunes a la desilusión cuando la traición ocurre en las propias filas. Esta idea está equivocada. La traición es un veneno para todos los servicios de inteligencia, contra el cual los antídotos de que disponemos tienen sólo un efecto limitado.
La cultura psicológica de un servicio de espionaje se asemeja a la de un clan o una tribu, donde los individuos están unidos por un objetivo que los trasciende y por un común sentimiento de identidad, ya sea ideológico o de otro carácter. Cuando se destruye este sentimiento, el veneno de la desconfianza se introduce en el sistema. Los agentes que trabajan en la primera línea de fuego, incluso si su labor no está relacionada con el área donde sucedió la traición, sienten un escalofrío de vulnerabilidad, cuando se aproximan a un buzón (el lugar secreto donde uno puede recibir o enviar de manera clandestina una carta, un mensaje, un microfilme o algo por el estilo), o reciben instrucciones en clave del cuartel general. Resulta notoriamente difícil reclutar agentes nuevos después de una deserción grave.
Para los jefes también puede haber consecuencias inquietantes. Un servicio de inteligencia de pronto se convierte en blanco del indeseado interés de los políticos, después que se comprueba que algo anduvo mal. Consideremos por ejemplo el terremoto que prácticamente paralizó a la CIA después del descubrimiento de Aldrich Ames. Al gran desaliento moral de un servicio de Occidente cuando se dio cuenta que los agentes a quienes había reclutado con la promesa de un anonimato total estaban siendo traicionados de manera sistemática desde el interior de su propia organización, se agregaba el golpe de que un servicio de inteligencia muy prestigioso y que contaba con amplios fondos sencillamente no obtenía resultados fidedignos, como lo indicaba el número de agentes perdidos. Un traidor en el seno de un servicio de inteligencia traiciona mucho más que los hombres y las mujeres cuyos nombres revela. Traiciona la integridad total de su servicio.
Por supuesto, hay modos de reducir al mínimo tales riesgos. Uno de ellos es crear un intenso sentimiento colectivo, un espíritu de equipo en el que cada persona se preocupa por la seguridad y el bienestar de las demás en un nivel personal y profesional. El otro es apoyarse en los esquemas existentes de lealtad —ideológica, política, territorial— que se originan en la niñez, lo cual garantiza que el agente que piensa convertirse en traidor siente que al proceder así está traicionándose él mismo. El predominio en la CIA de norteamericanos blancos, anglosajones y protestantes de la Costa Este, de los grupos originarios de Oxford y Cambridge en los servicios secretos británicos, y de las dinastías familiares en la inteligencia soviética, son todos mecanismos protectores para evitar la traición.
Las consecuencias de la deserción son tan amplias que incluso la menor sospecha debe ser considerada con seriedad. Nunca actué influido por la ilusión de que mis propios agentes eran inmunes a la tentación, aunque sé por la experiencia de otros servicios del bloque oriental que los jefes de inteligencia se oponen con tenacidad a aceptar que pueden albergar un factor de destrucción en su propio medio.
De todas las relaciones entre servicios de inteligencia orientales, las que mantenían la República Democrática Alemana y Polonia eran las más tensas. Por fieles que los comunistas polacos fueran en las relaciones con Moscú y sus aliados, la historia europea aseguraba que los resentimientos frente al poder tanto de Alemania como de Rusia habían dejado sus huellas. Nuestras operaciones conjuntas exigían grandes cualidades diplomáticas además de la actividad de espionaje.
Cierta vez recibí información de un topo que actuaba en el seno de la inteligencia alemana occidental, en el sentido de que un alto funcionario del Ministerio del Interior polaco había ofrecido espiar para Alemania Occidental, proponiendo sus servicios aun jefe del departamento de descifrado de la embajada de Bonn en Varsovia. Decidí viajar de incógnito a Polonia para prevenir a mis colegas, y acepté una vieja invitación de Franciszek Szlachcic, viceministro polaco de Seguridad del Estado, a participar de una partida de caza un fin de semana en el coto privado del ministerio en Alta Silesia. Mientras cazábamos jabalíes en la espesura del bosque, le hablé acerca de la novedad. Convinimos en que el mejor curso de acción sería reunimos a solas con el jefe de contraespionaje para planear una celada. El plan era sorprender al sospechoso con las manos en la masa, convocándolo a una falsa reunión, en la cual algunos de mis hombres aparecerían como alemanes occidentales.
Llegamos a la reunión personal con el jefe del contraespionaje, y descubrí que Szlachcic, deseoso de demostrarme la seriedad con que consideraba el asunto, había invitado a una serie de altos funcionarios con el fin de que ayudaran a planear los detalles. El exceso de cocineros evidentemente echó a perder el plato. Tendimos nuestra trampa, y esperamos en vano que el hombre apareciese en la reunión convenida, que debía celebrarse en una florería. Otro lugar de cita convenido más tarde tampoco aportó resultados. Para mí fue evidente que había existido una filtración originada en el propio Ministerio de Seguridad del Estado polaco por parte de alguna de las muchas personas que habían escuchado la versión. La última noticia relacionada con el caso señaló que el presunto traidor polaco se había aproximado en cambio a los británicos. Yo no deseaba repetir la experiencia y dejé que los polacos se arreglasen como mejor pudieran.
Nunca supuse que mi propio servicio careciera de eslabones débiles. La dolorosa lección inicial de nuestras deserciones me protegió de la creencia en la superioridad moral de todos nuestros hombres, aunque me complace pensar que el vínculo ideológico que nos unía era muy sólido. El reto al que hicieron frente ambos servicios de inteligencia alemanes después de la guerra fue la creación de un sentimiento de identidad y pertenencia que fuese bastante fuerte como para reducir al mínimo el riesgo de traición desde el interior de las respectivas organizaciones. Nosotros lo logramos con más eficacia que los alemanes occidentales, que siempre consideraron sus operaciones de inteligencia como un anexo del servicio civil, en lugar de infundir a la estructura un sentido militar de camaradería, en concordancia con los peligros inherentes a un servicio de espionaje.
Cada deserción tiene su propia historia y enseña sus propias lecciones. La que me afectó más fue en 1979, en lo más alto de las renovadas tensiones de la Guerra Fría en Europa, y comprometió a un funcionario de uno de mis departamentos más secretos y eficaces, el Departamento B, parte del Sector Científico y Tecnológico, conocido por las iniciales alemanas SWT (Sektor Wissenschaft und Technik).
•
El 19 de enero de 1979 era mi cumpleaños, y yo asistía a una reunión con los jefes de inteligencia en la región de Karl Marx-Stadt. La reunión apenas había comenzado cuando me llamaron por teléfono. Uno de mis hombres estaba en el otro extremo del hilo, y la tensión en su voz era perceptible. Fue directamente al asunto. «Aquí el SWT —dijo—. Alguien se marchó». Mi reacción inmediata, creo que común a todos los jefes de inteligencia del mundo entero, fue prorrumpir en una catarata de sonoras maldiciones. «Jefe, la situación todavía es peor —dijo la voz del que me hablaba—. La caja fuerte se ha abierto, algunos documentos han desaparecido, y, ¡maldita sea!, lo mismo sucede con el salvoconducto para atravesar la frontera». Había un salvoconducto —cada departamento tenía sólo uno— y alguien del departamento podía utilizarlo cuando tenía que resolver asuntos en el principal puesto de cruce berlinés: la Friedrichstrasse. Los guardias fronterizos alemanes orientales permitirían así que la persona ingresara en el lado occidental del puesto.
Dos días antes, en el curso de una reunión con mis principales jefes, durante una asamblea partidaria, yo había pronunciado mi tradicional discurso de Año Nuevo. «No lo olviden nunca, camaradas. Lo peor que puede sucedemos es que el enemigo consiga infiltrase en nuestras filas», había dicho entonces. Había sido una frase de advertencia, pero ahora era una realidad, y yo estaba aturdido. Para miera sobre todo dolorosa la noticia de que la deserción provenía del SWT, un departamento al que había consagrado atención especial a causa de mi creencia de que el mejor espionaje del mundo sería inútil si no conseguíamos mantenemos a la par de los progresos científicos y tecnológicos occidentales.
Las indagaciones realizadas con los guardias fronterizos revelaron que el salvoconducto había sido usado a las nueve y media de la noche precedente, de modo que en el momento que se advirtió su ausencia el desertor llevaba doce horas de ventaja. Había elegido el momento con mucho cuidado, durante la temporada de vacaciones invernales. En el cuartel general del HVA en Berlín Este, el enorme y muy vigilado edificio de la Normannenstrasse, aún estaban estudiando el esquema de vacaciones de la gente, y llamando a todos sus respectivos domicilios, mientras trataban de imaginar cuál de los agentes departamentales estaba de vacaciones gozando de un merecido descanso invernal y quién era el traidor.
Se hizo una lista de sospechosos. Cuando llegué a Berlín Oriental, tres horas después, era evidente que se trataba del teniente principal Werner Stiller, funcionario del Subdepartamento 1, que trabajaba en cuestiones de física nuclear, química y bacteriología. Era uno de los oficiales más inteligentes de su departamento, tenía modales afables y seguros, y precisamente se lo había elegido primer secretario del partido en su departamento, un cargo por lo general asignado a individuos considerados muy sólidos y confiables. Por cierto, Stiller fue la peor deserción que sufrimos en varias décadas. (En 1959, el mayor Max Heim, que era una figura fundamental en nuestro trabajo contra los democratacristianos, desertó y llevó a una docena de agentes a ser detenidos. En 1961, Walter Glasse, funcionario responsable de nuestro trabajo contra la organización norteamericana en Alemania también desertó, comprometiendo varias de nuestras operaciones. Los dos hombres vivían en Alemania Occidental, y cooperaron con la inteligencia de ese país cuando se les pidió que lo hicieran).
Se aplicaron todos los procedimientos de emergencia previamente convenidos. Se enviaron mensajes de advertencia a los agentes e informantes que Stiller controlaba en el Oeste, indicándoles que permanecieran en sus respectivos domicilios y destruyesen todos los documentos incriminatorios, mientras nuestros analistas revisaban la lista de archivos, tratando de determinar qué material se había llevado Stiller. Había que darse prisa, porque necesitábamos advertir a las personas vulnerables antes de que los alemanes occidentales supiesen, sobre la base del material de Stiller, dónde podían golpear.
Comprobamos que Stiller se había llevado los archivos que estaban en la lista de informantes. Contenían las denominadas listas de colaboradores informantes de todo el Departamento Científico y Tecnológico, breves resúmenes de los informes presentados poco antes por los agentes y las fuentes, y los nombres en clave de quienes los habían compilado. Por sí mismos, no podían revelar la identidad ni el paradero de nuestros agentes y sus fuentes, pero el contraespionaje con sede en Colonia podía utilizarlos para reforzar las posibles sospechas previas. Tuve que reconocer que Stiller había demostrado audacia y preparado bien su fuga. El hecho de que llevase consigo las listas de informantes significaba que tenía algo concreto que ofrecer al otro lado cuando apareciese en Berlín Oeste. Era evidente que consideraba con tanta seriedad su deserción que estaba dispuesto a arriesgar la pena de muerte si lo sorprendían con esos materiales. Lo cual a su vez significaba que ya estaba a sueldo del enemigo o que se proponía hacerlo.
En el momento mismo en que pensé que la situación no podía ser peor, esta se agravó aún más. La voz aterrorizada de Mielke en el extremo opuesto de mi línea de emergencia me informó que faltaba de la caja fuerte otro conjunto de materiales; cajas en las cuales estaban guardados sus propios discursos y órdenes. En vista del carácter divagante y repetitivo de las proclamas de Mielke, me pareció que el hecho era de alguna manera embarazoso, y que de ningún modo representaba el peor de los problemas del momento. Pero el ministro no lo veía así. Y yo no podía conseguir que dejase libre la línea de emergencia. «¿Qué tienen esos canallas contra mí? —Repetía furioso—. ¡Una verdadera mierda! ¡Lo mismo valdría invitar a nuestros enemigos a nuestras reuniones y acabar de una jodida vez! Todos ustedes me enferman».
Me mordí los labios para controlar mi propia cólera, aunque de buena gana también yo le habría gritado. Pero con frecuencia había asistido a sus rabietas infantiles y yo permitía que de ese modo aliviara la presión. Después preparé copias de sus documentos, extraídos de otro archivo, y se las envié con una nota formal que decía: «Adjuntas van copias de los documentos que llevan su firma y que ahora están en manos del enemigo». Eso le dio tiempo para asimilar el golpe, antes de que el primero de esos documentos fuese entregado a los medios por nuestros complacidos enemigos del espionaje alemán occidental, y publicados para que todo el mundo pudiese leerlos.
Para comprender hasta qué punto la deserción de Stiller fue un golpe muy duro, es necesario repasar el estado en que se encontraba en ese momento el espionaje científico y tecnológico en los países socialistas. Durante la década de los cincuenta fue organizado como un minúsculo departamento cuyo objetivo era lograr que nos mantuviésemos a la altura de los avances occidentales en la tecnología de las armas nucleares. Varios físicos y biólogos occidentales de elevado nivel, inquietos ante la perspectiva de que Alemania Occidental se rearmase, comenzaron a informarnos que la creación de centros de energía nuclear en Alemania Occidental estaba siendo estructurada, de tal modo que las plantas de procesamiento de los elementos combustibles y la obtención de isótopos pudiera adaptarse rápidamente a los fines militares.
Este ya era un sector de la infatigable guerra de propaganda. El público reaccionaba con temor a cualquier sugerencia en el sentido de que el rearme podía extenderse a la producción de armas nucleares. Había mucha actividad alemana occidental encubierta que nos mantenía atareados; los progresos tecnológicos en la producción de plutonio eran rápidos, y una nueva generación de empresarios apareció durante la posguerra y se relacionó con países del Tercer Mundo que tenían ambiciones nucleares, por ejemplo Brasil, la Argentina, Libia, Pakistán y Sudáfrica.
•
Pero los problemas nucleares también eran delicados en Alemania Oriental. Nuestro país no tenía un programa de desarrollo diferenciado del que aplicaban los soviéticos. Después de asumir el control de las operaciones de Alemania Oriental en la extracción de uranio, una vez terminada la guerra, Moscú continuó en el severo control de la actividad hasta el derrumbe de Alemania Oriental y la unificación alemana de 1990. Wismut AG, con su cuartel general en el sur de la República Democrática Alemana, era una explotación ostensiblemente germano soviética, pero de hecho era un Estado dentro de otro Estado, administrado por las fuerzas militares rusas que utilizaban gerentes, ingenieros y científicos alemanes[12]. Este permanente control ruso mucho después de que todas esas actividades habían pasado a nuestras manos, así como el hecho innegable de que los soviéticos estaban aprovechando valiosos recursos de Alemania Oriental para sus propias necesidades militares, hizo que el proyecto de explotación del uranio fuese el más delicado desde el punto de vista político en nuestro país.
La precaria situación energética y los problemas de la balanza de pagos en nuestro país nos llevaron a hacer convocatorias intermitentes, que intentaban poner en marcha nuestro propio programa nuclear. Apoyaban esta posición personas como el científico nuclear Klaus Fuchs, que se había instalado en Dresde después que fue liberado de una prisión británica por haber trasmitido a Moscú secretos acerca de la bomba atómica occidental. Fuchs también creía que la Unión Soviética estaba trampeando a la República Democrática Alemana al pagar un precio demasiado reducido por el uranio que extraía. Yo sospechaba que él tenía razón y mi servicio se encontró en el centro de la disputa. Por una parte, transmitíamos a los soviéticos la mayor parte de la información científica y tecnológica que obteníamos. Por otra, los científicos de nuestro propio país sostenían que podíamos llegar a competir con el Oeste sólo si avanzábamos en nuestro propio desarrollo tecnológico. La cúpula política se interesó cada vez más en las evaluaciones de los diferentes tipos de reactores, y se acentuó la presión sobre mi Departamento Científico y Tecnológico, a quien se reclamaba que entregara esta información sin que los soviéticos supieran que estábamos contemplando una salida propia.
Fui a ver a Heinrich Weiberg, el viejo y sabio jefe del SWT, para pedirle consejo acerca de las líneas de inteligencia que debíamos aplicar.
Era un académico cabal y, en cierto modo, un inadaptado en relación con los endurecidos veteranos del movimiento comunista clandestino de la preguerra, que ocupaban la mayoría de los altos cargos en la estructura de Seguridad del Estado. De hecho, su única experiencia política la había realizado en el Movimiento Rojo del Deporte, donde había sido un apasionado ciclista. Además, nunca había asimilado la concepción jerárquica que prevalecía en nuestra cultura administrativa; se burlaba de los privilegios de su posición, e insistía en acudir al trabajo montando su vieja bicicleta. Esa actitud lo convertía en el hazmerreír de los ejecutivos altos y medios, a quienes agradaba exhibirse con sus VW Golf importados, o sus Citroën y sus Ford para aquellos que ocupaban los lugares más altos en la escala.
Weiberg insistió en explicarme todos los detalles conocidos de los reactores, al margen de que yo comprendiese o no de qué estaba hablando. Yo estaba acostumbrado a la actitud de los jefes de departamento, que me ofrecían respuestas definidas y breves, pero Weiberg no conocía otra forma de comunicación que la conferencia de varias horas, de modo que me acomodé cortésmente para recibir un curso superior de física aplicada. Weiberg creía en el reactor fast-breeder, que ya se estaba construyendo en Alemania Occidental. Nosotros estábamos atados a modelos soviéticos cuyos riesgos eran evidentes para Weiberg. «Tenemos que continuar avanzando, camarada Wolf», dijo. «¿No puede decirles [a los miembros del Politburó] que aquí es donde está el futuro?».
Por fortuna para nosotros, la decisión de comenzar nuestro programa nuclear nunca se adoptó, sobre todo a causa del costo, pero también porque la dirección temía distanciarse de Moscú. Pocos años después de este episodio, los alemanes occidentales abandonaron la tecnología del reactor fast-breeder porque no pudieron resolver el problema del enfriamiento del sodio. El único beneficio que mi curso acelerado en ciencia nuclear me aportó fue la inmerecida reputación en Moscú de que yo era una suerte de hombre del Renacimiento, que podía abordar los temas científicos lo mismo que otras áreas cualesquiera del conocimiento. Había asimilado bastante las tesis de Weiberg, y pude hacer las preguntas pertinentes cuando visité el centro de investigación nuclear de Ulianovsk, la cuna de Lenin, cerca del Volga. Los científicos que allí residían enviaron un informe a mis colegas de Moscú, donde elogiaban mi sorprendente dominio del tema.
A mediados de los años sesenta, para mí era evidente que Alemania Oriental estaba rezagándose en la carrera general por la innovación tecnológica. En Alemania Occidental se dedicaban millones a investigación y desarrollo, y en cambio nuestros líderes, salvo ocasionales explosiones de entusiasmo en relación con un proyecto cualquiera que había despertado su interés, dejaba sin recursos a científicos e ingenieros, desviando los fondos en un intento de satisfacer las demandas del consumo y de ese modo acallar la inquietud popular.
Después de una conversación con algunos científicos frustrados a quienes conocía, percibí un modo de superar este cuadro lamentable. Si nuestros agentes se encontraban en condiciones de infiltrar la élite política de Bonn y los cuarteles generales de la OTAN en Europa, ¿por qué no podrían acceder a los secretos industriales? Aunque mis principales cualidades e intereses residían en la inteligencia política, comencé a sentirme cada vez más obsesionado por las posibilidades del SWT. Mi familia bromeaba diciendo que lo mío era una compensación tardía por los sueños irrealizados de mi juventud, cuando deseaba estudiar ingeniería aeronáutica en Moscú; todavía continuaba suscrito a todas las revistas de aviación que estaban a mi alcance, tanto del Este como del Oeste.
Aunque podía ver que en el campo de la ingeniería química, la micro mecánica, la ingeniería mecánica y la óptica teníamos científicos brillantes que, a causa del embargo occidental a la exportación de tecnología al bloque oriental y a las limitadas oportunidades de viaje facilitadas por Alemania Oriental, estaban muy atareados en el equivalente de la reinvención de la rueda en la esfera de la alta tecnología. Pensé que un poco de acceso oficioso a la más moderna investigación occidental podía llevarnos a grandes avances; y además, la apreciación de los servicios de la inteligencia por el liderazgo aumentaría si podíamos ayudarles a cerrar las cuentas de la producción industrial.
Por supuesto, necesitábamos un número mucho más elevado de especialistas que los que teníamos en ese momento. Examiné la idea con algunos de mis principales funcionarios, y convinimos en que el punto de partida sería una campaña de reclutamiento en el área de los estudiantes de ciencias. Uno de los primeros reclutas fue Werner Stiller.
Era un inteligente estudiante de física de la Universidad Karl Marx de Leipzig, y fue abordado por uno de nuestros reclutadores locales. Cuando las autoridades locales se convencieron de que era un candidato confiable, lo enviaron a Berlín Oriental, donde firmó un documento en el que se comprometía «conscientemente y con todas mis fuerzas» a servir a la República Democrática Alemana por intermedio del Ministerio de Seguridad del Estado. Como un eco de las novelas comunistas de aventuras de su juventud, eligió el seudónimo de Stahlmann —«hombre de acero»— el mismo nombre adoptado por mi antiguo jefe. Apenas firmó este documento, Stiller y sus dos responsables bebieron un coñac.
Stiller era un joven apuesto, corpulento, con una mirada segura e inteligente. Era un pez demasiado pequeño de modo que no correspondía un encuentro personal conmigo, aunque más tarde le agradaba vanagloriarse de que me había conocido. Por su carácter, lo situaba en la categoría de los hombres sólidos y calculadores, más que en el de los tipos fieramente ideológicos con los cuales también contábamos. Stiller fue enviado a la Subsección 1 del departamento, cuyo objetivo oficial era seguir de cerca la investigación atómica de Alemania Occidental, y supervisar el desarrollo de sus nuevos sistemas de armas.
En la época de su deserción, Stiller estaba a cargo de una docena de fuentes oficiosas en el interior de la República Democrática Alemana y de siete agentes occidentales a quienes habíamos reclutado, entre ellos Rolf Dobbertin, un físico atómico residente en París[13]; Reiner Fülle, un investigador superior del Centro de Investigación Nuclear en Karlsruhe, un empresario que trabajaba con la compañía Siemens y otro que se encontraba en una industria nuclear de Hannover. Stiller llevó consigo información que también ayudó a los alemanes occidentales a descubrir que el profesor Karl Hauffe, jefe del programa de investigación atómica de la Universidad de Göttingen, también había sido reclutado por el KGB, si bien lo controlábamos desde Berlín.
Además de concentrar la atención en los procesos nucleares, el departamento también amplió su espionaje industrial y exploró la naciente industria informática occidental, al mismo tiempo que buscaba contactos comerciales dispuestos a ignorar el embargo occidental. Uno de nuestros mejores agentes en esta esfera era Gerhard Arnold, alias Storm, que en su juventud había sido enviado al Oeste por nosotros para actuar como un «espía dormido». Después, había ascendido en la organización de la IBM Deutschland, y solía comunicarnos su documentación interna acerca de la creación de nuevos sistemas y programas; Arnold era un caso extraño, porque hacía mucho tiempo que se había distanciado políticamente de nosotros, y se negaba a aceptar nuestro dinero, pero continuaba trasmitiéndonos información porque mantenía un vínculo residual con el Este.
La investigación relacionada con la informática era sobremanera valiosa para Alemania Oriental, que se enorgullecía del trabajo de Robotron, su principal empresa de microelectrónica. Pero nuestra investigación estaba muy rezagada con respecto a las de Estados Unidos y Japón. El único modo en que Robotron podía tener la esperanza de mantenerse a la altura del desarrollo mundial, era adquiriendo el conocimiento y el software occidentales que el embargo nos impedía obtener. Desarrollada de acuerdo con el modelo de IBM, Robotron llegó a depender tanto de la incorporación subrepticia de los progresos tecnológicos de IBM que de hecho era una especie de subsidiaria ilegal de esa empresa.
Aprovechando su éxito, Stiller pronto alcanzó el grado de teniente principal. Iba camino de ascender todavía más cuando decidió desertar por razones que, hasta donde puedo saberlo, se basaban por completo en su deseo de llevar una vida mejor en el Oeste. Su matrimonio había terminado en un desastre, y tenía una amante, una camarera alemana oriental llamada Helga, quien a su vez tenía un hermano en el Oeste. A través de este hermano, Stiller había establecido contacto con la inteligencia alemana occidental, probablemente a mediados de los años setenta. Concertó un acuerdo para informar a Alemania Occidental acerca de las operaciones de su departamento, a cambio de elevadas sumas de dinero, y más tarde de la garantía de una vida segura en el Oeste. Esto último es un esquema bastante usual en el caso de los desertores. Pero el problema reside en que, después que el servicio enemigo atrapó a una persona, se muestra más interesado en mantener a la nueva adquisición en su lugar habitual —entregando información valiosa desde el centro del campo enemigo— que en recibirlo en su propio territorio. Por supuesto, el traidor ve las cosas de otro modo, sobre todo a medida que pasan los meses y los años y aumenta el peligro de que lo descubran. El resultado suele ser una batalla de voluntades en la cual cada parte del acuerdo trata de presionar al otro.
La suerte de Stiller estaba agotándose deprisa. En 1978, nuestro servicio de contraespionaje, cuya tarea era impedir la actividad de inteligencia en la República Democrática Alemana, interceptó una carta cifrada enviada por Stiller a una dirección en el Oeste, un lugar conocido por nosotros como pantalla de la inteligencia exterior alemana occidental (Bundesnachrichtendienst - BND). El jefe de nuestro contraespionaje no pudo descifrar la clave o saber quién era el remitente, pero ordenó que fuese revisada toda la correspondencia enviada al Oeste desde el mismo distrito postal de la primera carta interceptada. Así, sin exponernos, interceptamos un telegrama algunos meses más tarde. Esta vez nuestro contraespionaje consiguió descifrar la clave. Decía: «No puedo satisfacer su deseo». Los grafólogos declararon que la letra manuscrita de los formularios telegráficos pertenecía a una mujer: era Helga, que comunicaba un mensaje de Stiller a sus corresponsales occidentales, en el que les decía que no había podido entregarles una tanda de microfilmes.
No habría existido una razón evidente para sospechar de Stiller, excepto que el contraespionaje por casualidad descubrió un encuentro que él tuvo con un contacto desconocido, en un momento y un lugar que no concordaba con sus propias informaciones acerca de reuniones con las fuentes conocidas. No se extrajeron conclusiones definidas, pero en 1976, cuando ordené la suspensión de todas las operaciones en el Oeste, excepto las más esenciales, a causa de la ofensiva desatada contra nuestros agentes en Alemania Occidental, comenzamos a limitar las visitas de Stiller a Berlín Occidental. De todos modos, se le permitió viajar a Zagreb, Yugoslavia, para reunirse con una de sus fuentes alemanas occidentales, y en esa ocasión también envió al BND información para advertirles que habíamos combinado el análisis informático con la observación directa, lo cual nos había llevado a detener algunos de sus agentes que se habían infiltrado en las fuerzas militares de Alemania Oriental.
Hacia finales de 1978, Stiller estaba perdiendo el control de sus nervios, porque temía que le faltara poco para ser descubierto; y con razón, como lo descubrí demasiado tarde. Forzó la mano del BND, y ellos prometieron recibirlo en el Oeste y aceptaron que desertara. Intencionadamente, o por descuido (una característica notoria del servicio alemán occidental, tanto en nuestros círculos como ajuicio de sus colegas de la CIA), le dieron documentos de identidad falsos que eran tan toscos que parecía imposible utilizarlos. Stiller decidió salir de todos modos de Alemania Oriental, usando al efecto el salvoconducto del departamento para cruzar la frontera.
Cada uno de estos salvoconductos estaba guardado bajo llave, y su cuidado era responsabilidad del jefe del departamento; debía ser firmado siempre que fuera a ser utilizado por una persona relacionada con la estación de Friedrichstrasse del metro. El principal cruce entre el Este y el Oeste en Berlín era una colmena de actividad clandestina, con sus hileras de cajas de consigna (perfectas para ser utilizadas como buzones) en corredores que parecían laberintos. Desde el punto de vista técnico, la estación se encontraba en el Este, pero estaba eficazmente dividida en una mitad oriental y otra occidental, con el control de la frontera entre ellas. Cualquier habitante del sector oriental que tomase el tren en el lado occidental aún podía ser arrestado por las autoridades de Berlín Este y devuelto al lugar de origen.
Los empleados del Departamento Científico y Tecnológico se habían quejado porque la necesidad de firmar el salvoconducto siempre que se dirigiesen a la estación era un insultante gesto de desconfianza. Lo siento mucho, pensé, tendrán que continuar haciéndolo. Pero, para simplificar la vida de los interesados, el jefe del departamento convirtió a su secretaria en guardiana del mágico pase. Ella llevaba un registro de las idas y las venidas, controladas día a día; pero si un funcionario a quien conocía y le inspiraba confianza venía a pedir el salvoconducto, se lo entregaba alegremente, como si se tratase de una llave para entrar al lavabo.
En todo caso, la habilidad de Stiller y su instinto bien desarrollado de conservación le permitieron salir airoso. En lugar de arriesgarse a utilizar los documentos mal preparados, abrió la caja fuerte del departamento para conseguir el pase y un surtido de los archivos más valiosos del departamento, como una suerte de prenda para entrar en el Oeste. Falsificó una hoja departamental de ruta, en la cual se le ordenaba cruzar al sector occidental de la estación Friedrichstrasse y depositar una maleta en una de las consignas instaladas allí. A los ojos del supervisor que estaba de guardia esa noche en la estación, la cosa debe haberle parecido completamente normal. Era el mismo viaje que Stiller había realizado docenas de veces antes, en el curso de su trabajo.
•
Los archivos correspondientes a esa fatídica noche muestran que los dos hombres intercambiaron bromas acerca del mal tiempo, y Stiller, decidido a distraer al otro funcionario que debía controlar atentamente sus papeles, bromeó: «Tal vez pediré que me trasladen a su departamento. Lo único que tiene que hacer es sentarse el día entero en esa oficina con tan buena calefacción. Y eso me vendría bien». El guardia examinó los documentos, una hoja de instrucciones que ostentaba el sello «Muy secreto», el pase laboral, el salvoconducto especial para cruzar la frontera y el pasaporte. Al comprobar que Stiller había preparado cortésmente todo el juego de papeles para que su colega los controlase, este no miró mas. Nuestro renegado atravesó el sistema de puertas metálicas dobles para pasar al Oeste. Se cerraban con una diferencia de ocho segundos, tiempo suficiente para permitir que el funcionario presionase un botón de cierre si de pronto lo pensaba mejor y decidía que era más conveniente controlar la exactitud de todos los documentos. Pero esa noche no pasó por su cabeza semejante idea.
Cuando estuvo en la plataforma, Stiller pasó tranquilamente las dos puertas metálicas y así llegó de manera oficial y definitiva a la sección occidental de la estación. Como sabía que allí siempre estaban de guardia algunos funcionarios del contraespionaje alemán oriental, se acercó a las consignas. Al oír la llegada del tren, corrió los últimos metros, y atravesó de un salto la entrada, mientras se encendía la luz roja y la voz grabada decía: «¡Todos al tren! Están cerrándose las puertas». El último viaje de diez minutos, con el tren todavía en territorio alemán oriental, y Stiller aún al alcance de sus perseguidores, seguramente fue una pesada carga para sus nervios. Cuando el tren entró en la ruinosa estación Lehrten, la primera escala del lado occidental, Stiller se dio cuenta que era libre.
En realidad, bajó en una estación más alejada, cambió de trenes, y se encaminó a la estación policial más cercana, que estaba en el suburbio de Reinickendorf, un distrito sombrío habitado por gente de la baja clase media. El funcionario a cargo de la última guardia, que estaba dispuesto a aguantar la acostumbrada procesión de conductores borrachos, sujetos pendencieros y presuntos ladrones de automóviles, sin duda se sobresaltó cuando el joven bien vestido entró en el local, saludó con cortesía y agregó: «Soy funcionario del Ministerio de Seguridad del Estado de la República Democrática Alemana, y acabo de desertar desde Berlín Este. Por favor, informe a Pullach [el centro de la inteligencia alemana occidental]».
Esa misma noche marchó a Pullach. Me habría encantado ser una mosca posada en la pared cuando Stiller abrió su maletín atestado de carpetas extraídas de la caja fuerte del departamento. Lo único que me consoló fue que Stiller, a pesar de sus indudables cualidades, era sólo un funcionario de categoría media. A causa del cuidadoso sistema de seguridad que yo había creado, tenía la certeza de que no conocía la identidad de más agentes que los siete a quienes controlaba en persona. Pero los documentos que había extraído de la caja fuerte incluían listas que podían conducir al contraespionaje de Colonia a descubrir la identidad de veinte o veinticinco más, de modo que tendríamos que darlos de baja.
Nuestra tarea inmediata fue advertir a los contactos y agentes de Stiller. Johannes Koppe, especialista en reactores nucleares, y su esposa huyeron y en esta eventualidad demostraron mucha presencia de ánimo. Cuando la policía llamó a su puerta en Hamburgo y preguntó si él era Herr Koppe, contestó que no, que ese caballero vivía dos pisos más arriba. Koppe y su esposa salieron entonces del apartamento con lo puesto, fueron directamente a Bonn y buscaron la protección de la embajada soviética, que los ayudó a salir del país. El contraespionaje tuvo que encarar entonces una tarea que sin duda le provocó frustración: Koppe era un excesivo entusiasta de los ferrocarriles y poseía una enorme colección de horarios de trenes de docenas de países; lo que era peor, había montado un sistema ferroviario de juguete que recorría todo su apartamento. Los agentes alemanes occidentales inspeccionaron y desmantelaron trabajosamente la colección entera, buscando pistas del espionaje de Koppe, pero no encontraron nada. Más tarde, como recompensa para el agente que el enemigo había descubierto, compré los trenes que fueron subastados en Alemania Occidental (con gran desaliento inicial de Mielke, que no veía la necesidad de tales demostraciones de lealtad), y los despaché a Koppe, que los armó de nuevo en su apartamento de Berlín Oriental, mucho más pequeño, donde vivía con mayor estrechez pero feliz.
Otro de los informantes de Stiller, Reiner Fülle, del Centro de Investigación Nuclear de Karlsruhe, protagonizó una fuga todavía más difícil. Recibió la advertencia telefónica cuando los agentes que habían llegado para detenerlo ya estaban en su apartamento. En el trayecto desde el automóvil hasta la estación de policía, uno de los hombres resbaló sobre el pavimento helado y se golpeó la cabeza. Fülle echó a correr, se libró de los agentes que lo perseguían y, sin ser descubierto, llegó a la misión militar soviética en Wiesbaden, y de allí fue enviado a Berlín Oriental[14]. Fülle no pudo adaptarse a la vida en el Este y dos años después consiguió vincularse con funcionarios del contraespionaje alemán occidental, que lo ayudaron a huir al Oeste. En tales casos, por lo general conocíamos los problemas provocados por el sentimiento de ausencia de la gente y sospechábamos que podía tratar de cruzar la frontera en dirección a Occidente. En el caso de Fülle, decidimos permitirle que se marchara, basándonos en el razonamiento de que no había muchas cosas valiosas que él podía decir a las autoridades después del breve lapso que había pasado bajo nuestra protección y vigilancia. Pero no había garantías de un trato benigno en tales casos. Arnulf Raufeisen, otro de los agentes de Stiller, que se desempeñaba como geofísico en un centro de investigación nuclear de Hannover, huyó a Berlín Este después de nuestro aviso, y también intentó regresar en 1981. Fue detenido en la frontera húngara mientras trataba de ir a Austria. Esta vez, no llegó la orden de dispensarle un trato ejemplarizante; aunque era un ex espía de Alemania Oriental, se lo condenó en este país por espionaje y se lo sentenció a cadena perpetua.
Yo tenía problemas de conciencia con respecto a Raufeisen. Había trabajado veinte años para mi servicio y deseaba que se beneficiase con un canje o un indulto. No tuve éxito y murió en la cárcel en 1987, víctima tanto de la traición de Stiller como de la caprichosa justicia de la República Democrática Alemana. En la época de la deserción de Stiller, nuestro deseo de venganza era muy intenso. Imagino que Raufeisen recibió la condena que habríamos deseado aplicar a Stiller.
Stiller aportó a mis enemigos de la inteligencia occidental algo intangible pero muy importante para ellos en el momento de dicha deserción: la descripción de mi aspecto físico. Hasta en el momento de su fuga yo había sido jefe de la inteligencia exterior de Alemania Oriental durante veinte años, sin embargo en el Oeste nadie había logrado jamás ver una fotografía mía, lo cual hizo que se me aplicase la elogiosa descripción del «hombre sin rostro». En realidad, el Servicio de Inteligencia Federal tenía una foto mía, aunque lo ignoraba. Fui filmado, sin que yo lo supiera, durante un viaje a Suecia para encontrarme con el doctor Friedrich Cremer, un promisorio contacto del Partido Social Demócrata de Alemania Occidental. Fui allí en el verano de 1978, para celebrar una reunión con él en territorio neutral; con frecuencia utilizábamos Suecia, Finlandia y Austria con esta finalidad. Aunque este viaje era en parte una excusa para alejarme de la oficina, viajar al exterior con mi esposa y —mientras estuviese en Suecia— reunirme con Cremer, había otra razón que explicaba mi presencia. La auténtica razón del viaje era reunirme con una importante fuente de la OTAN.
Quizá porque habíamos cuidado tanto los requisitos de seguridad relacionados con esta importante operación, bajamos la guardia una vez que se cumplió la misión y fui a reunirme con Cremer; con lamentables consecuencias para él. En esas naciones escandinavas ostensiblemente neutrales prevalecía una atmósfera apropiadamente serena y descansada, y sus servicios de contraespionaje no parecían demasiado celosos, aunque yo sabía que sus sentimientos de fidelidad estaban con el Oeste. Muchos agentes habían preparado un encuentro conmigo en la vecindad del grandioso castillo Gripsholm, al oeste de Estocolmo, pues teníamos la esperanza de que allí pasaríamos inadvertidos entre los visitantes. Después recordé haber advertido la presencia de una pareja de personas de edad sentadas en su automóvil que se encontraba en el estacionamiento. El vehículo tenía matrícula de Alemania Occidental, pero no había motivos para ser suspicaz, y yo celebré mi reunión en los jardines del castillo. Mis colegas habían arreglado que yo me encontraría con Cremer en Estocolmo.
Más avanzado el mismo día, mientras recorría el centro de Estocolmo, dejando pasar el tiempo antes de mi cita con Cremer, una nerviosa pareja extranjera, posiblemente húngara, corrió hacia mí y fue claro que me estaban fotografiando subrepticiamente. Eso me pareció inquietante, pero no advertí ninguna relación lógica con la pareja del automóvil. Hice las tareas del día de acuerdo con el plan, y me encontré con Cremer en el apartamento utilizado por la embajada de la República Democrática Alemana para los funcionarios viajeros.
Nuestro verdadero error fue elegir el puerto más septentrional, el de Kappelskar, como lugar de entrada a Suecia, desde Finlandia, de acuerdo con la cuidadosa práctica de los espías, que es la de evitar el viaje directo desde su patria hasta el territorio donde uno se propone reunirse con un contacto. Como es normal en el paso de Finlandia a Suecia, atravesamos el control fronterizo sin que nos pidieran los pasaportes, de modo que no se anotó nuestra presencia. Pero en el puerto, el oficial de inteligencia destacado en nuestra embajada sueca me detectó. Después de todo, era posible que el contraespionaje sueco estuviese trabajando intensamente. Introdujeron el número de nuestro automóvil de alquiler en su computadora y procedieron a seguirnos mientras nos dirigíamos a Estocolmo.
Los preparativos desusados para recibir a huéspedes especiales en el apartamento sin duda atrajeron la atención de los suecos sobre el misterioso visitante que venía de Alemania Oriental, de modo que trasmitieron sus observaciones a sus colegas de la inteligencia exterior alemana occidental, con el resultado de que estuve sometido a una intensa vigilancia doble desde el momento mismo que pisé territorio sueco. Los alemanes occidentales regresaron a su país con mi foto, tomada en Estocolmo, pero nadie pudo determinar quién era el misterioso alemán oriental.
La fotografía fue a parar a una caja sellada, junto con otras instantáneas borrosas tomadas por el contraespionaje alemán occidental a individuos sospechosos, pero por lo demás no identificables. Cuando Stiller llegó al Oeste, le mostraron todas estas fotos como una cuestión de rutina.
Inmediatamente me identificó, y a partir de ese día la verdadera imagen mía acompañó todas las noticias publicadas en el Oeste.
Saber cuál es el aspecto del jefe de un servicio de espionaje no representa una gran ventaja para el enemigo, pero en mi caso era útil para el Oeste, en cuanto destruía parte de la mística que se había formado alrededor de mi persona y mi servicio. Ya no era el espía sin rostro, sino un mortal común y corriente. A partir del arresto de Cremer y de mi propia identificación, lamentablemente interrumpimos el contacto con la fuente de la OTAN que había sido la verdadera razón de mi viaje a Suecia. El fin de este contacto fue, en definitiva, la pérdida más dolorosa provocada por Stiller.
Después de su fuga, los jefes occidentales de Stiller lo entregaron a la CIA, en Estados Unidos, durante un par de años. Se le facilitó una falsa identidad y por lo que sé lo ocultaron en Chicago, donde sin pérdida de tiempo aprendió inglés y se diplomó en temas relacionados con la práctica bancada. Stiller no era un hombre dispuesto a aceptar la pobreza, fuera cual fuese el sistema. Cuando regresó a Alemania y comenzó a trabajar en un banco de Frankfurt con nombre supuesto, en realidad lo supimos gracias a los rumores que circulaban a través de la red de inteligencia. Uno de nuestros agentes incluso nos trajo su dirección y pidió una gran recompensa si atraía a Stiller hasta la frontera. Mielke enseguida me llamó a su oficina y dijo con su característica aspereza: «¿Podemos traer aquí a ese cerdo de Stiller?». Yo sabía exactamente a qué se refería: él estaba recordando los secuestros de agentes en la frontera durante los años cincuenta. Pero ahora estábamos en la década de los ochenta. La Ostpolitik y la disuasión hacían que esas operaciones clandestinas fuesen políticamente inviables. Con gran disgusto del ministro, Stiller continuó libre y próspero, dirigiendo su propia compañía en Frankfurt. Lo considero el único ganador definido en uno de los episodios más lamentables de mi carrera.
•
Felizmente, no sólo las malas noticias llegan cuando uno no las espera. Una mañana de principios del verano de 1981, apareció un sobre grande en el buzón de la embajada alemana oriental en Bonn. Era una carta dirigida al jefe del Departamento 9 del HVA, el servicio de inteligencia exterior. El Departamento 9, responsable por la penetración de los organismos de espionaje alemanes occidentales, por su importancia ocupaba el segundo lugar en el servicio, después del Sector Científico y Técnico, y era uno de los más activos. Era el departamento al que yo me sentía más firmemente unido. A diferencia de la mayoría de los incorporados recientes —las personas que ofrecen sus servicios a los servicios contrarios— el desconocido autor de la carta utilizaba una forma precisa de trato, que demostraba que sabía moverse en los laberintos de la inteligencia alemana oriental.
En el sobre había un billete de veinte marcos occidentales, cuyo número de serie estaba evidentemente destinado a servir como clave en cualquier correspondencia futura. El remitente afirmaba ser un especialista con un alto grado de conocimiento de los mecanismos de la inteligencia interior, y declaraba su disposición a informar a cambio de un pago inicial de 150 000 marcos occidentales y una retribución mensual que era el doble del sueldo oficial que ahora recibía de la inteligencia alemana occidental. Su carta estaba escrita con grandes letras mayúsculas. Para abrir nuestro apetito, nos informaba de un intento alemán occidental de reclutar a Christian Streubel, el superior de Stiller en nuestro SWT.
No teníamos idea de la identidad real del remitente. La cámara de seguridad instalada a la entrada de la embajada alemana oriental en Bonn había registrado sólo la imagen de una cara protegida por una bufanda, que depositaba la carta. A pesar del tiempo estival tenía el sombrero encasquetado y la bufanda sobre la cara. Las letras mayúsculas firmes y un poco cuadradas eran nuestra única pista.
Era un golpe de pura suerte que pudiéramos imaginar a quién pertenecía la escritura. Durante un tiempo, mi servicio y el de los alemanes occidentales se habían comprometido en un juego especialmente largo y complejo acerca de uno de los agentes que teníamos en el Oeste, y que respondía al nombre en código de Wieland. Su verdadero nombre era Joachim Moitzheim.
Ex alumno de los jesuitas, Moitzheim había estado prisionero de los soviéticos durante la guerra, había trabajado para nosotros desde 1979 en la zona de Colonia y había intentado reclutar a una fuente en el servicio de contraespionaje de la Oficina para la Protección de la Constitución (Bundesamt für Verfassungsschutz - BfV), cuya base estaba en esa ciudad. Ese hombre, llamado Carolus, manejaba la computadora del contraespionaje (llamada Nadis), que contenía listas centralizadas tanto de los que habían sido aprobados desde el punto de vista de la seguridad como los que no habían sido aprobados, así como los respectivos legajos. Moitzheim ofreció a Carolus mil marcos si estaba dispuesto a comprobar un número para los norteamericanos. Carolus olfateó la trampa, porque sabía que la CIA tenía acceso a Nadis, e informó del intento a sus superiores.
Esto llegó a ser conocido por dos hombres del contraespionaje alemán occidental (BfV), un brillante y veterano funcionario llamado Klaus Kuron y Hansjoachim Tiedge, jefe del Control de Seguridad del BfV. La tarea de estos hombres era proteger a sus servicios de la infiltración de Alemania Oriental. Tiedge y Kuron invitaron a Moitzheim a un hotel, donde lo apremiaron con lo que sabían acerca del ofrecimiento a Carolus. Lo amenazaron con una larga condena de cárcel y extorsionaron a Moitzheim con el propósito de que trabajase para ellos como agente doble contra la República Democrática Alemana. Preocupados por la posibilidad de que descubriéramos pronto la maniobra, los alemanes occidentales no deseaban que Moitzheim nos trasmitiese inicialmente elementos de desinformación. En cambio, le entregaron un caudal de información acerca de más de ochocientos alemanes occidentales, incluso los nombres de probables candidatos al reclutamiento para el contraespionaje alemán occidental, y los de aquellos que trabajaban para varios proyectos defensivos secretos. Fue un grave error, que nos benefició mucho.
Mientras Moitzheim gozaba del sueldo de 2000 marcos que los alemanes occidentales le pagaban; de todos modos aún mantenía una imprecisa inclinación ideológica hacia el Este. Nos informó que Kuron y Tiedge habían intentado atraerlo y aceptó convertirse en triple agente, y trabajar para nosotros. Precisamente en este contexto Moitzheim identificó las mayúsculas que aparecían en el sobre y dijo que pertenecían a Klaus Kuron, el hombre que presuntamente era su responsable en el papel de agente doble.
Cuando el engaño alcanza tales proporciones, se requiere el máximo cuidado. Los agentes dobles (con más razón los triples) siempre merecen un trato muy especial de los jefes de la red de espionaje. Cuando alguien traicionó una vez, se supone que puede volver a hacerlo. Este juego dio buenos resultados un tiempo, y Wieland/Moitzheim informaba a sus responsables de Colonia acerca de encuentros ficticios con miembros de mi personal en Berlín Oriental; y después nos informaba acerca de lo que les había informado. Al mismo tiempo, pedíamos a nuestro triple agente que entregara información auténtica originada en el corazón del contraespionaje alemán occidental. Le solicitamos que investigara a las personas de la vida empresaria de las cuales sospechábamos que estaban relacionadas con los servicios de seguridad, y a los alemanes occidentales de quienes ellos sospechaban que trabajaban para nosotros. Como presuntamente no sabíamos que el contraespionaje alemán occidental con sede en Colonia conocía la verdadera relación de Moitzheim con nosotros en su condición de triple agente, él tenía que remitir alguna información auténtica para proteger su credibilidad. De lo contrario, podían llegar a temer que nosotros comenzáramos a sospechar su segundo viraje como agente doble. Pero no siempre podíamos estar absolutamente seguros acerca de cuál era la información verdadera en el conjunto de datos que extraían de la computadora de Colonia, y en qué proporción era falsa. Una educación jesuita no era una mala preparación para este mundo de espejos.
•
Por su parte, Colonia deseaba vivamente medir la amplitud de nuestro conocimiento real sobre la base de las preguntas que formulábamos a Moitzheim. Para mantener indemne la credibilidad de Moitzheim ante nosotros y conservar intacta su cobertura, nos regalaban fragmentos de información, parte de la cual ya conocíamos. Pero de manera simultánea nos llegaban algunas valiosas perlas que aún no habíamos descubierto. Y ahora debimos encarar el cuarto giro de esta compleja danza de los servicios secretos. ¡Kuron, precisamente el funcionario occidental que había dirigido al agente Moitzheim, deseaba trabajar también para el Este! Se trataba de una situación excepcional, incluso en el marco creado por la maraña de la actividad del espionaje.
Kuron era un pez gordo con una reputación impecable, que ocupaba un cargo en el centro mismo del contraespionaje, un sector cuya infiltración es el auténtico sueño de los servicios secretos. Si podíamos obtener sus servicios, estaríamos en condiciones de calibrar el nivel del conocimiento de Occidente acerca de nuestras operaciones y modificar en concordancia nuestras defensas. Era como dañar el sistema inmune en el corazón del contraespionaje occidental, es decir, el premio más importante. Pero en un mundo de agentes dobles y triples, teníamos que asegurarnos de que el acercamiento de Kuron no era en sí mismo una trampa.
Exactamente a la hora fijada se comunicó por intermedio del número telefónico en clave. Arreglamos un encuentro con él y lo filmamos en secreto desde un techo, para tener pruebas de que él se nos había acercado, en el caso de que toda la maniobra fuese un hábil engaño de los alemanes occidentales. Pero Kuron, que había adoptado el seudónimo de Kluge (la palabra alemana que significa «inteligente, astuto») en sus relaciones con Moitzheim, estuvo a la altura de su denominación.
Volvió a comunicarse y dijo que deseaba tomar las cosas con calma, de modo que durante un tiempo no sucedió nada. Corría 1982 cuando lo convencimos de que asistiera a un encuentro en Viena. Todo el contacto se estableció utilizando variaciones del código determinado por el billete de banco que nos había enviado al comienzo. A causa de la importancia que ocupaba en la inteligencia occidental, decidimos reducir al mínimo los riesgos propios de esta relación. Cada vez que deseaba hablar con nosotros, usaba uno entre varios números telefónicos. Llegaba a determinarlos escuchando la serie codificada de números en su radio de onda corta y restándolos del número que aparecía en el billete de banco. Sería prácticamente imposible que alguien pudiera descifrar nuestras comunicaciones.
De todos modos, pasé un fin de semana dominado por los nervios mientras esperaba que llegasen noticias de Viena. Hasta que los últimos pasos orientados hacia la colaboración fueran dados por Kuron, no podíamos excluir la posibilidad de que su ofrecimiento fuese una trampa. Karl-Christoph Grossmann, subjefe del Departamento 9 (la labor del departamento incluía el análisis de las actividades de contraespionaje alemán occidental), fue a Austria con un joven colega. Günter Neels, segundo jefe del departamento, también fue enviado por separado a Viena para observar el acuerdo, y asimismo se unió a ellos un funcionario de menor categoría para actuar como intermediario. Los complicados preparativos que se llevaron a cabo en esa clásica película vienesa de la intriga, El tercer hombre, parecen modelos de franqueza comparados con todo esto.
La entrada del parque Schönbrunn, tradicional escenario para la intriga y el idilio durante la época de los Habsburgo, fue el lugar de encuentro para la adquisición más importante que jamás había realizado mi servicio dentro de una organización de espionaje enemiga. Los funcionarios llegaron por separado y cada uno de ellos comprobó que nadie los seguía. Grossmann ocupó su lugar en el café que estaba en el extremo opuesto del parque.
Exactamente a la hora señalada, la figura sólida y erguida de Kuron entró en escena. Al mismo tiempo, Neels se aproximó a la entrada. Para beneficio de quien estuviese observando, los dos hombres, extraños y pertenecientes a instituciones hostiles, se saludaron como lo hacen antiguos conocidos. Después se internaron por los jardines palaciegos. Al ver que su presa llegaba sin dificultades al extremo opuesto, Grossmann subió a un taxi, y allí se reunieron con él Kuron y el contacto, y los tres se dirigieron a un discreto restaurante. Se instalaron con comodidad y Kuron pareció tranquilizarse.
No estaba avergonzado por su traición y describía las frustraciones de su carrera. Era un paradigma de ambiciones insatisfechas, de un estilo que se manifiesta en todos los servicios civiles. Nacido en un hogar sencillo, había ascendido en la jerarquía del espionaje, a pesar de que carecía de títulos universitarios. Todos sus colegas reconocían los logros de Kuron, pero su falta de calificaciones formales significaba que a la hora de decidir los ascensos se lo ignoraba. Su sueldo de 48 000 marcos (que entonces representaban unos 25 000 dólares anuales) le permitían una vida cómoda, aunque no lujosa, pero él sabía que ya había llegado al máximo nivel de retribución.
—Ha sido una auténtica lucha —dijo—. Todos saben que soy muy eficaz, pero jamás llegaré más lejos —y agregó con voz amarga y serena—: En el Oeste, dicen que hay libertad y que todos tienen las mismas posibilidades de realizar sus propias cualidades. No lo entiendo así. Puedo trabajar hasta caer exhausto y al final me tratan como si fuera un zángano. Y entonces, aparece un burócrata estúpido cuyo papá le pagó la universidad y le ofrecen un futuro brillante, sin que importe lo que hace. No lo soporto más.
La preocupación principal de Kuron era que sus cuatro hijos contasen con los medios necesarios para concurrir a la universidad, pues él no podía aportar los recursos para complementar los subsidios oficiales. Cuando llegó a conocerse su caso, después de la unificación alemana, la prensa occidental condenó a Kuron y afirmó que era un espía especialmente cruel y codicioso. Pero yo tengo una opinión diferente acerca de su motivación. Creo que su decisión de trabajar para nosotros fue el acto de un hombre que había internalizado el mensaje esencial de la sociedad capitalista con exclusión de todo el resto, y que lo aplicó sin escrúpulos. Al ver que la gente exitosa y muy apreciada que formaba su entorno había comprado su acceso a la prosperidad y el éxito, vendió sus conocimientos expertos en el único mercado que conocía.
Por lo menos desde su propio punto de vista, algunos traidores conservan la ilusión de que sirven a dos amos mientras están a sueldo del enemigo y aún trabajaban para su propio país. Pero cuando Kuron se relacionó con nosotros, había perdido todo sentimiento de identificación con su propio servicio. No le quedaba más que odio, como diría más tarde al tribunal cuando se lo llamó para que testimoniara en mi juicio. Esa suerte de transferencia total de la lealtad, de parte de un topo que acepta permanecer como agente en el lugar de destino, es el sueño realizado de un jefe de inteligencia. No sucede con frecuencia, pero cuando se tropieza con un caso de ese tipo, justifica la fuerte erogación económica que la situación exige. La mayoría de las personas que se aproximan al enemigo y se ofrecen trabajar como topos, abrigan la esperanza de hacerlo durante un período breve, y después, como Stiller, pretenden comprar el traslado al otro país en la condición de desertores.
La única analogía que encuentro con Kuron es el caso de Aldrich Ames, que proporcionó sin reservas el mismo tipo de servicios para el KGB. En un área importante, Ames tenía un perfil psicológico similar. A semejanza de Kuron, entendía que la CIA no lo apreciaba ni lo recompensaba en forma debida, y estaba convencido de que merecía más dinero y atención que los que recibía. A ambos les agradaba el dinero y la vida lujosa. Ninguno de ellos creía que su trabajo sincero había sido recompensado adecuadamente. Ambos conocían a fondo su servicio y sabían que, si aprovechaban con cuidado las posibilidades, gozarían de la firme protección del servicio enemigo al cual se volcaban.
Con Kuron ganamos un súper topo. A partir de entonces podíamos tener un hombre cuya tarea sería reclutar agentes alemanes orientales y soviéticos y hacer que trabajasen para el Oeste. Y estaba dispuesto a entregarnos esa información. Sí, su precio era alto, y deseaba que depositaran el dinero en una cuenta bancaria numerada de un tercer país, pero las posibilidades eran enormes. Como era un espía de elevadas condiciones profesionales, también reclamaba una serie de «cláusulas de exclusividad», a semejanza de una estrella hollywoodense que negocia un contrato de rodaje; pero también en ese terreno estábamos dispuestos a correr el riesgo. Además, quería que se le garantizara que los agentes dobles cuya identidad nos revelaría no serían detenidos. No se trataba de una faceta especialmente virtuosa. Lo que Kuron sabía era que una serie de detenciones a su debido tiempo provocaría sospechas en el servicio de contraespionaje de Colonia. Acepté.
Tan complacidos estábamos con nuestra nueva adquisición que le asignamos el nombre en clave de Estrella. Su identidad fue tratada como nuestro máximo secreto y su verdadero nombre jamás era mencionado, ni siquiera en la intimidad de mi círculo más cercano, el cual según creíamos estaba limpio de micrófonos. Hubo otros encuentros en Austria, España, Italia y Túnez, y en todos ellos Kuron reveló los nombres de agentes alemanes orientales reclutados por su servicio.
Tanto él como yo éramos sumamente prudentes en relación con los lugares de nuestros encuentros y elegíamos sitios que parecían verosímiles centros de vacaciones.
Todavía estaba pendiente la satisfacción de sus reclamos. Kuron insistía en que yo en persona confirmara el acuerdo. Antes de pedir a Mielke autorización para pagarle más de lo que cualquier otra fuente occidental me había costado alguna vez, quise echar una ojeada a su persona. Con un pasaporte diplomático de la República Democrática Alemana, fue llevado de Viena a Dresde, vía Bratislava, en un avión especial; en Dresde mi yerno Bernd lo recibió y lo llevó a una casa de campo secreta. Kuron era una de esas personas que pronto se sienten cómodas en cualquier ambiente, incluso si se trata de una casa de seguridad en territorio enemigo. Negociamos un acuerdo financiero preciso de un modo muy alemán. Incluso se le pagaría una pensión cuando se jubilase en su trabajo de traidor. Su sueldo era equivalente al de un coronel de inteligencia de Alemania Oriental. Ese día me reveló que dos de nuestros empleados, Horst Garau y su esposa Gerlinde, intermediarios que trabajaban parte del tiempo para mi servicio, llevando mensajes entre nosotros y nuestros agentes en el Oeste, estaban también a sueldo de Alemania Occidental.
Garau reveló al contraespionaje alemán occidental la identidad de los agentes que él conocía. No hubo detenciones, de nuevo basándonos en la teoría de que ese movimiento destruiría la cobertura de Garau como agente doble. Pero dicha información permitía que los alemanes occidentales vigilaran los movimientos de los agentes y sus contactos. Por lo que se refiere a los participantes, estaban seguros. Pero por intermedio de Kuron, ahora nos enterábamos de todos los movimientos que realizaban.
Ahora que habíamos concluido los asuntos serios, pasamos a la comida y la bebida, servidas por el personal especialmente adiestrado del Ministerio de Seguridad del Estado. Kuron bromeó y yo le mostré algunas películas rodadas en lugares de vacaciones de Alemania Oriental y le dije que esperaba verlo allí con mucha frecuencia. También anoté en mi mente el nombre de su superior, Hansjoachim Tiedge. «Antes era un cerebro eficaz, murmuró Kuron. Ahora gasta demasiado y tiene un gravísimo problema con el alcohol». Anoté esas revelaciones para uso futuro, sin pensar que el señor Tiedge, a quien tanto agravaba la buena vida, podría presentarse ante mí un día sin el menor esfuerzo de nuestra parte.
¿Cuál es el destino de los agentes o los topos traicionados por un hombre como Kuron? Hasta donde puedo saberlo, ni los servicios alemanes orientales ni los occidentales ordenaron la muerte de nadie, fuese por venganza o para impedir que se difundiese la información obtenida. Pero ninguno de los servicios puede negar que ambos usaron la extorsión y la corrupción. Por ejemplo, para convertir a Moitzheim, los alemanes occidentales le ofrecieron una alternativa brutal: elegir entre un largo tiempo entre rejas y la cooperación. Es probable que nosotros habríamos hecho lo mismo.
Los agentes, en contraposición a los funcionarios del servicio de inteligencia, no fueron condenados a muerte en Alemania Oriental después de la década de los cincuenta. Para nosotros era más valioso encarcelar a los espías occidentales importantes, de manera que fuese posible canjearlos por nuestros hombres en el momento oportuno. Las sentencias más duras estaban reservadas para los altos funcionarios que traicionaban a su país, como Werner Teske, que actuaba en el Departamento Científico y Tecnológico, y que fue sorprendido en 1981 con documentos ocultos en la lavadora de su hogar. Había planeado desertar al Oeste y llevar consigo el material como regalo que daría a la inteligencia alemana occidental, a cambio de una buena vida del otro lado.
Teske se convirtió en una trágica nota al pie de esta historia en 1981, porque fue ejecutado en Alemania Oriental. Las razones de la decisión de ejecutar a Teske hasta cierto punto continúan siendo un misterio para mí. A menudo se me reprocha, en mi condición de jefe del Servicio de Inteligencia Exterior, haber permitido su muerte o por lo menos no haber hecho nada para impedirla. ¿Soy el responsable de su destino? Para contestar con sinceridad, debo distinguir distintos tipos de responsabilidad.
Apenas descubierta la traición de Teske, fue detenido por el Departamento de Contraespionaje, en colaboración con el Departamento Principal de Interrogatorio, ambos controlados por Mielke, y después fue entregado, como todos los casos de espionaje en el Este, a un tribunal militar restringido, que por su naturaleza ponía a la defensa en grave desventaja. A esa altura de las cosas, el caso estaba fuera de nuestras manos. Pero a principios de los años ochenta, era usual conmutar por la prisión perpetua la reglamentaria sentencia de muerte en los casos graves de traición. Aunque yo sabía que el futuro de Teske era sombrío, no tenía motivos para creer que moriría. Lo que es más extraño, la sentencia de muerte fue ejecutada en junio de 1981 en una cárcel de Leipzig, sin publicidad, aplicando así el modelo soviético del inesperado disparo en la nuca. De modo que esa dura sentencia mal podía haber tenido un efecto ejemplarizante, pues ni siquiera mis propios funcionarios se enteraron. Esta experiencia me indica la confusión de pensamiento a la que había sucumbido el Estado en su decadencia.
El año precedente, es decir 1980, Winifried Zarkrzovski, alias Manfred Baumann, un capitán naval de la inteligencia militar, había revelado a los alemanes occidentales los nombres de varios agentes orientales que operaban en Alemania Occidental. Mielke estaba furioso. En el curso de una reunión a la cual asistí con otros altos funcionarios, en 1982, reclamó la neutralización de los traidores. «Tales errores no deberían manifestarse en el trigésimo segundo año [de la existencia de Alemania Oriental]… En este asunto somos una unidad de cuerpo y alma. No podemos considerarnos inmunes a la presencia de un canalla en nuestro medio. Pero si supiera quién es, lo destruiría definitivamente».
Esta explosión indicaba que Mielke estaba insatisfecho con la benignidad judicial frente a la traición. Aunque los tribunales nominalmente gozaban de independencia en estos asuntos, podía ejercerse presión a través de la cúpula política en casos particulares. Es posible que el destino de Teske fuera el resultado de esta presión. Un aspecto del asunto todavía me desconcierta. De acuerdo con la ley que regía en Alemania Oriental, él podía ser ejecutado sólo después que se encontraran pruebas de que en efecto había existido el acto de traición. Incluso había un precedente en el caso de un funcionario llamado Walter Träne, que se preparaba para desertar cuando lo sorprendieron. El tribunal rechazó el reclamo de la acusación, que pedía la sentencia de muerte o incluso la prisión perpetua, con el argumento de que, si bien era evidente el intento de traicionar, el crimen nunca se había cometido. De modo que incluso en los términos de nuestras leyes tan rigurosas, la ejecución de Teske era ilegal.
No puedo aceptar la opinión de mis críticos, que afirman mi responsabilidad directa en la muerte de Teske. Pero debo admitir que no atiné a criticar con fuerza y prontitud suficientes el funcionamiento de un sistema judicial que estaba demasiado unido al Estado, y podía ser manejado en beneficio de los intereses del mismo. Cada funcionario de inteligencia del Este sabía que la sentencia de muerte era una evidente posibilidad en el caso de los traidores. Lo repetían ellos mismos cuando ocupaban por primera vez un cargo: «Si alguna vez infrinjo mi solemne juramento, puedo ser castigado severamente de acuerdo con las leyes de la República y con el desprecio del pueblo trabajador». La sentencia de muerte estuvo en vigor en Alemania Oriental hasta 1987.
Pero la pena de muerte no se justifica para el caso del espionaje en tiempo de paz. Al recordar los casos de traición que he conocido en ambos bandos, me atrevo a afirmar que la muerte no ha representado un factor disuasivo muy importante. Los motivos que rigen la decisión de trabajar para el lado contrario son complejos y por lo general se combinan con cierto grado de autoconfianza o de arrogancia, que sugiere que el traidor se considera inmune al peligro.
Con respecto a las infames ejecuciones, es decir, las muertes ilegales sin autorización en la esfera del espionaje, existían y todavía existen. Sería absurdo que yo enumerase las desapariciones sospechosas en manos de la CIA, pues eso sólo me expondría a la acusación de que silencio los muchos incumplimientos de la ley cometidos por los servicios soviéticos. Durante los años cincuenta, los búlgaros y los polacos tenían la reputación de ser los servicios más asesinos. El contraespionaje de Alemania Oriental no puede presentar una historia inmaculada, aunque vuelvo a destacar que los relatos muy conocidos, y a menudo muy repetidos, acerca de los traidores secuestrados y ejecutados fueron más probablemente las consecuencias del torpe empleo de poderosas drogas somníferas en el curso de un secuestro que en un intento de asesinato.
De hecho, matar a los traidores en realidad es un signo de debilidad y no de fuerza, y yo habría considerado que no estaba a la altura de mi nivel profesional ni moral complicarme en semejantes situaciones. Una muerte en el estilo dramático de la literatura de espionaje es una solución primitiva y estéril comparada con el modo de aprovechar a hombres como Moitzheim en la función de agente doble e incluso triple, para obtener los mejores resultados posibles. El complejo de culpa que sentimos se refiere más al aprovechamiento de los individuos, sus defectos y su codicia. Y dichas actividades no se limitaron a los servicios de espionaje del Este.
Kuron sentía cierto orgullo profesional en relación con su trabajo para nosotros, y a menudo ayudaba con propuestas que no estaban contempladas en el acuerdo que habíamos concertado. Yo lo consideraba tan útil que dispuse que él tuviera acceso diurno y nocturno a un número telefónico especial que permitía enviar mensajes urgentes al Este. En su condición de miembro de confianza del contraespionaje alemán occidental (el BfV) con sede en Colonia, estaba al tanto de las operaciones de reclutamiento más importantes. Generalmente permitía que se desarrollaran y después nos informaba, ya que no correspondía a sus intereses y a los nuestros despertar sospechas frustrando los intentos de reclutamiento de Alemania Occidental.
Pero hubo una excepción. Durante muchos años habíamos tenido en Bonn un agente instalado en la Unión Demócrata Cristiana, el partido de Helmut Kohl. Era un viejo amigo de este, desde los primeros tiempos del canciller en la política de Renania, y también había hecho el mismo trabajo para el gigantesco conglomerado Flick, representando los intereses de la compañía ante los democratacristianos gobernantes desde 1981. Estaba al tanto de los aspectos más oscuros de los acuerdos entre la clase política y la industria en Alemania Occidental, y para nosotros era una valiosa fuente de información interna acerca de la política interior de ese país.
Cierta noche, Kuron, que estaba en su puesto oficial como funcionario del contraespionaje de Colonia, recibió información de un colega en el sentido de que un hombre que según se sospechaba era agente de Alemania Oriental había sido seguido hasta una reunión con un topo político de Bonn. Los dos se habían reunido en un apartamento y eran objeto de la vigilancia de Alemania Occidental. Los agentes se disponían a registrar la casa para detenerlos. Kuron se dio cuenta enseguida que cuando encontrasen reunidos a ambos hombres yo perdería un valioso informante político en el Oeste. De modo que llamó inmediatamente al número telefónico de emergencia y dijo en código: «Sus hombres están vigilados en la Andernachstrasse». Dimos el paso sumamente peligroso de telefonear directamente al apartamento y dar una advertencia en clave para que nuestro agente huyese; se habló en un dialecto determinado acerca de un número equivocado.
Nos imaginamos que, como la vigilancia ya había hecho un turno, serían reemplazada durante la noche. Si procedían a realizar una detención, lo harían en las primeras horas de la madrugada. De modo que los dos hombres apagaron las luces como si fueran a dormir, y poco después de la medianoche nuestro agente se marchó por el garaje subterráneo y viajó de inmediato a Berlín Oriental saliendo por Suiza. Al día siguiente, cuando el segundo hombre, nuestro topo, abandonó el apartamento, los agentes alemanes occidentales sin duda irrumpieron en el edificio, pero sólo comprobaron que el misterioso huésped había desaparecido, y con él todos los indicios probatorios de una tarea de espionaje.
El topo occidental más tarde fue descubierto y juzgado, y se le aplicó una breve condena en suspenso. En vista del tratamiento más severo dispensado a otros topos, de modo inevitable llego a la conclusión de que, en algún sector de su red de contactos perteneciente a la estructura política de Bonn, alguien solicitó que se le otorgara un trato benigno.
•
Durante seis años Kuron realizó para nosotros un trabajo muy valioso. Con la ayuda inocente de su hijo adolescente, que creía que sólo estaba haciendo un favor a su padre, logró idear un método de registrar las señales de una computadora en un contestador telefónico automático, a alta velocidad. Este método representó un gran progreso comparado con nuestro antiguo sistema, en que las señales delatoras y los zumbidos de las letras en código podían ser percibidos con facilidad por cualquier micrófono instalado por el contraespionaje. Con el sistema de Kuron se aceleraban los sonidos codificados, de manera que todo lo que el oído humano podía percibir era una ligera deformación o una débil señal que podía tomarse por un defecto en la línea. En el extremo opuesto, gracias a un programa informático ad hoc, la grabación del mensaje codificado se escuchaba a una velocidad menor, en la que era posible descifrarlo. Kuron introdujo otra mejora cuando ideó la manera de transferir automáticamente el mensaje al disco rígido de una computadora. Después, mediante el uso del software adecuado, el analista recuperaba el mensaje y podía leer el material en la pantalla. De ese modo se abreviaba el proceso de descifrado en varios y valiosos minutos.
Nuestros éxitos hasta 1989 indican que la superioridad tecnológica tiene limitado valor si no se respetan las normas fundamentales del servicio. Es posible comprar esa clase de conocimiento experto, pero la organización eficaz, la disciplina severa y los instintos apropiados no pueden obtenerse en una tienda. Por ejemplo, debería haber sido evidente para los colegas de Kuron que él estaba viviendo más allá de sus posibilidades económicas, y que ese proceso se acentuaba con el paso de los años. Pero, a diferencia de Aldrich Ames, Kuron era muy circunspecto cuando llegaba el momento de gastar e inventar historias de cobertura. Tenía una actitud sumamente profesional en el modo de mantener contacto con nosotros y realizaba una vida disciplinada. Además, el hombre que estaba a cargo del Servicio de Seguridad en el seno del BfV en Colonia, es decir Hansjoachim Tiedge, un alcohólico agobiado por una serie de problemas de familia y por deudas de juego, en verdad no estaba en condiciones de advertir nada.
Mis maletas estaban preparadas para viajar a Hungría en el verano de 1985 cuando llamó el teléfono destinado a las comunicaciones urgentes. Era un llamado proveniente de la región de Magdeburg, en la frontera con Alemania Occidental. Un hombre que se identificaba con el nombre de Tabbert había llegado en forma inesperada, y quería hablar con un representante del departamento de inteligencia exterior. Gracias a Kuron, sabíamos que Tabbert era el seudónimo de Tiedge, de modo que ordené que lo trajesen a Berlín con la mayor prisa posible, sin hacer más preguntas. Al recordar que los guardias fronterizos no solían ofrecer la recepción más amable a los visitantes que llegaban a Alemania Oriental, agregué que le ofrecieran una cerveza y algo para comer. Karl-Christoph Grossmann, que había atendido con éxito los primeros contactos con Kuron, y cuyo Departamento 9 había infiltrado el contraespionaje alemán occidental, fue enviado a recogerlo en un lugar convenido de la autopista que llevaba a Berlín, con el fin de garantizar que se tomarían las medidas de seguridad más convenientes mientras transitaran por la capital.
Desde el principio me di cuenta que habíamos atrapado una presa importante y que los alemanes occidentales realizarían los mayores esfuerzos para recuperar a este decisivo funcionario de seguridad, que probablemente había desertado por un mero capricho. Lo instalamos en una casa de seguridad de Prenden, en la zona rural alrededor de Berlín Este. Mi propia casa de campo estaba allí, y a pocos centenares de metros se encontraba el bunker subterráneo que el Politburó había construido para preservarse de la inmolación si los norteamericanos realmente se decidían a usar la bomba atómica. Por lo tanto, el sector estaba muy vigilado. Era poco probable que nuestro nuevo amigo fuese recuperado por el otro bando.
Tiedge deseaba reunirse directamente conmigo, pero me negué. Ya estaba planeando retirarme, y como sabía que era un caso importante, con muchas ramificaciones, me pareció más conveniente dejarlo en manos de mi sucesor, Werner Grossmann. Pensé que Tiedge depositaría su principal confianza en la primera persona que lo atendiese en el Este; de ese modo evitábamos cambiar a sus responsables en el proceso.
El hombre se encontraba en un estado lamentable cuando lo trajeron para someterlo a un moderado interrogatorio. El desaliño de su apariencia y los ojos enrojecidos no sugerían a un alto funcionario del servicio de seguridad occidental. Para confirmar los datos, se le pidió que presentara su documento de seguridad, que lo identificaba como empleado de la Oficina para la Protección de la Constitución (BfV) con sede en Colonia. Se identificó como Hansjoachim Tiedge, y explicó con su voz aguda y monótona: «Vine para quedarme. Ustedes son mi última oportunidad». En una comunicación telefónica informé la novedad a Mielke. Incluso ahora que tenía en sus manos a un desertor importante, como de costumbre le preocupaba más su propia jerarquía, y se quejó con amargura porque el jefe de seguridad de Magdeburg no le había informado inmediatamente la novedad. En el futuro, declaró con su áspero acento berlinés, «¡Todos los objetos perdidos y encontrados deben pasar por mis manos!».
Tiedge confirmó lo que ya sabíamos por Kuron acerca de sus lamentables circunstancias personales. Jugaba y bebía en exceso. Su esposa había fallecido en un accidente doméstico después que ambos se enredaron en una riña de borrachos. Incluso había sido investigado en relación con la posibilidad de que fuese culpable de asesinato, pero el veredicto final fue de muerte accidental. Tenía hijos indisciplinados, que nunca le habían perdonado la muerte de la madre, y dificultades en el trabajo, donde su tumultuosa vida privada había llevado a que se le aplicaran castigos disciplinarios. Ahora sabía que la única razón por la cual lo retenían en el contraespionaje era la necesidad de proteger todo lo que él sabía y de mantenerlo en un lugar donde sus superiores pudiesen vigilarlo. Según dijo, habían destruido su dignidad. «Si hubieran sometido a mi análisis un caso parecido al mío —dijo con admirable sinceridad— habría recomendado que me despidiesen sin pérdida de tiempo».
No pude evitar la reflexión, cuando más tarde leí el informe, de que el jefe de la oficina de seguridad de un servicio de inteligencia de Alemania Occidental, un cargo que exigía una vida inmaculada, parecía llevar una existencia propia de un personaje de una comedia musical. Teníamos ante nosotros a un hombre que había descendido a un infierno psicológico de tal naturaleza que sólo le quedaban dos soluciones posibles: el suicidio o la deserción. «Y no tenía el valor que necesitaba para suicidarme» dijo a los hombres que lo interrogaban.
Una cuestión que dejó perplejos a muchos fue la posibilidad de que Tiedge hubiera sido un hombre nuestro antes de su deserción. Por primera vez puedo afirmar en forma categórica que no fue así. La llegada de Tiedge al Este me sorprendió tanto como a cualquier otro. Percibí indicios en el sentido de que podía acercarse a nosotros si su situación se agravaba demasiado en Colonia, pero no buscamos relacionarnos con él. Para encontrarnos, tomó un tren cierta noche y así llegó al Este. Fue un desertor desusadamente sincero. En realidad, fue el único que conocí en mi vida que decía claramente que era un traidor. No intentó embellecer su decisión con relatos acerca de una conversión ideológica. «¡Las cosas son mejores para mí en la segunda Alemania que en la primera!» solía decir.
Muy cierto. Consagramos mucho tiempo, dinero y esfuerzo a reconstruir prácticamente a este hombre, que en el momento de cruzar la frontera ya era una ruina carcomida por el alcohol. La cara abotagada y pálida con profundas ojeras, parecía un panda gigante cuando lo trajeron a la casa de seguridad. Llevamos una enfermera, un médico y un profesor de ejercicios físicos. Lo ayudaron a suspender la ingestión de bebidas alcohólicas, y perdió casi quince kilos en un mes. Privado de alcohol y sometido a una rigurosa dieta sin grasas, Tiedge necesitaba algún tipo de alivio, y percibimos que se manifestaba en él un intenso apetito sexual. Disponíamos dé algunas mujeres, miembros del Partido que estaban relacionadas con los servicios de seguridad en la zona de Potsdam, y a las cuales podía pedirse que alentasen a un desertor y establecieran una relación, como sucede a menudo en esos casos. Sometidos a la tensión emocional del interrogatorio, la mayoría de los hombres se muestran propensos a aceptar el consuelo femenino. Nos ocupábamos de que las mujeres utilizadas estuviesen dispuestas a comprometerse en relaciones sexuales con estos hombres.
No eran prostitutas, sino mujeres comunes. Afiliadas al Partido y personas fieles a su país, que estaban dispuestas a representar su papel a cambio de alguna manifestación de lo que solíamos denominar la gratitud del Estado, que podía ser un lugar preferencial en el otorgamiento de apartamentos o un lugar más favorable en la lista de espera para un automóvil. De todos modos, nuestra primera candidata sencillamente no pudo soportar la relación con Tiedge. Encontramos otra, una maestra, que aceptó hacer lo que pedíamos, con gran alivio de nuestra parte. Tiedge era un tipo de hombre especialmente poco atractivo y recuerdo haber pensado que ella sin duda era un alma muy patriótica. Pero incluso los relatos más sórdidos pueden culminar ofreciendo resultados más gratos que lo esperado. Más tarde, los dos se casaron, y en el momento de escribir estas líneas, en 1996, todavía están unidos.
Tiedge tenía una memoria parecida a una computadora para recordar nombres y vínculos, y nos ayudó a completar mucha información, aunque no tanta como él creía, pues ignoraba que su colega Kuron trabajaba para nosotros. Las revelaciones publicadas en el periodismo acerca de la ineptitud de Tiedge para cumplir sus funciones que siguieron a su deserción dieron una imagen negativa del contraespionaje de Alemania Occidental. Además, Heribert Hellenbroich, nombrado recientemente jefe del Servicio Federal de Inteligencia (BND), antiguo amigo de Tiedge y su ex jefe en el contraespionaje, fue obligado a renunciar al mismo tiempo que se acusaba de incompetencia al organismo. Nos frotamos las manos complacidos por el alboroto, aunque más tarde llegué a creer que Hellenbroich era uno de los jefes más honestos y respetables del servicio de inteligencia alemán occidental. Siento un atisbo de simpatía por el aprieto en que estaba, porque no uno sino dos de mis topos estaban socavando el terreno alrededor de su persona.
La presencia de Tiedge en el Este también puso en nuestras manos una excusa para actuar contra Horst y Gerlinde Garau, acerca de cuya traición Kuron nos había informado, pero a quienes no deseábamos detener porque al hacerlo revelábamos la presencia de un topo que trabajaba para nosotros. Hasta donde el contraespionaje alemán occidental podía saber, habían sido traicionados por Tiedge. Horst y Gerlinde Garau fueron detenidos y él fue condenado a prisión perpetua en diciembre de 1986. Gerlinde Garau recuperó la libertad después de cuatro meses y se le advirtió que no debía hablar de sus experiencias. Su esposo fue encontrado muerto a mediados de 1988 en la prisión de Bautzen. Gerlinde insistió en que yo había ordenado que lo mataran.
Nada de eso. Horst Garau era un hombre sensible y orgulloso que soportó especialmente mal las duras condiciones de la cárcel. Estoy seguro de que se suicidó en prisión después que se dio cuenta claramente que no había sido incluido en la lista de candidatos al canje de espías confeccionada por los alemanes occidentales. A pesar del patetismo que signó su caso —fue traicionado dos veces por los hombres de la inteligencia alemana occidental en quienes confió— a mi juicio era un individuo de características destructivas. Aunque no merecía morir, le cabía perfectamente la condena de prisión.
•
El 5 de octubre de 1990, dos días después de la unificación de las dos Alemanias, Kuron viajó a Berlín Oriental para analizar su futuro con uno de mis altos funcionarios. La traición cundía en ese momento en que la gente se apresuraba a salvar el pellejo. Uno de mis principales hombres ya había sucumbido al ofrecimiento de ayudar a los alemanes occidentales a rastrear la pista de nuestros agentes. Era el coronel Karl-Christoph Grossmann, el mismo oficial que había ayudado a reclutar a Kuron y a recibir a Tiedge: La ronda de la mentira había completado su círculo. El mismo hombre a quien se había confiado el cuidado de nuestras dos adquisiciones principales en el contraespionaje occidental, a su vez se convirtió en traidor. Observé con cierta amarga ironía el desenvolvimiento de los hechos.
La traición de Grossmann significó que todo había terminado para Kuron y muchos otros agentes importantes. Kuron también lo sabía. Sin decir palabra, recibió su último pago de diez mil marcos entregados por el principal funcionario, y aceptó el único ofrecimiento que la inteligencia exterior de Alemania Oriental todavía podía realizar para proteger a los agentes amenazados: una presentación al KGB y la posibilidad de ir a Moscú con la ayuda de la inteligencia soviética.
Obsesionada por el deseo de mejorar sus relaciones con los alemanes occidentales, la Unión Soviética ofreció a lo sumo una ayuda mínima. Después de muchos ruegos y presiones de Werner Grossmann, que me sucedió como jefe de la inteligencia exterior, el KGB había aceptado conceder asilo a cualquiera de nuestros agentes importantes que así lo desearan. Kuron al principio aceptó, pero pronto cambió de idea, temeroso de que se le impidiera salir de la Unión Soviética una vez que entrara en ese país.
Con la excusa de regresar a Colonia para analizar el ofrecimiento con su esposa, Kuron llamó a la sección de seguridad del contraespionaje alemán occidental y explicó que debía discutir lo que delicadamente denominó un problema. Intentaría una última maniobra. Dijo a su jefe que el KGB lo había abordado y que él deseaba ofrecer sus servicios como agente doble a los alemanes occidentales. Propuso revelar al contraespionaje alemán occidental lo que los soviéticos intentaban averiguar; la misma actividad que había practicado durante tanto tiempo en sentido contrario. Sometido al tipo de presión que soportaba Kuron, después de dar el enorme salto psicológico que lo llevara al enemigo, un desertor a menudo es capaz de repetir la misma maniobra en sentido inverso. Una maniobra astuta ejecutada bajo presión, pero a Kuron se le había agotado la suerte.
Después de llegar al edificio de oficinas en Colonia en el que había desarrollado su carrera, fue detenido de inmediato e interrogado. Esa noche, el más astuto de los espías que actuó entre el Este y el Oeste tiró la toalla y reconoció, como lo diría más tarde ante el tribunal, que en realidad había servido a un solo lado, el Hauptverwaltung Aufklärung de Alemania Oriental. Incluso con la ayuda de las pruebas aportadas por Karl-Christoph Grossmann, quien las proporcionó desde el interior mismo de nuestra estructura, los alemanes occidentales necesitaron un año y medio para reunir todas las pruebas contra Kuron, tan amplia fue su actividad como espía. En 1992 fue condenado por fin a la pena de doce años en la prisión de Rauschied. Aun así, no se doblegó. El comentario que hizo acerca de su propio destino fue: «Comparado con la vida lamentable que algunas personas soportan, mirando los mismos archivadores grises día tras día, yo viví cinco vidas».
Tiedge huyó a la Unión Soviética poco antes de la unificación, y vivió allí en condiciones de modesta comodidad, protegido primero por el KGB y después por las diferentes organizaciones que le siguieron, designadas de distinto modo pero básicamente análogas. Se dice que continúa trabajando para ellos contra Occidente, pero lo dudo. Después de los giros y vueltas de los últimos años de la historia del espionaje en Alemania, sé por conversaciones con amigos de los antiguos y los nuevos servicios en Moscú que la inteligencia rusa tiene una visión negativa de ambos servicios alemanes. Hacia el fin de la Guerra Fría, llegaron a la conclusión, que todavía mantienen ahora, de que era imposible saber a ciencia cierta para qué lado trabajaba cada agente alemán.