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SE PROHÍBE DESCONFIAR DEL DESTINO
Rosa Quintana salió del hospital por la puerta de las urgencias y se subió a un taxi. Le pidió al conductor que la llevara a la Ribera del Manzanares y la dejara en la esquina de la calle de La Lanzada. Sabía que Azucena estaría esperándola en la casa porque eso era lo que había dispuesto con Cecilia por teléfono. No sería una sorpresa. Habían tenido demasiados sobresaltos en las últimas horas y había llegado el momento de tomarse las cosas con calma. Azucena no había podido darse el tinte en la peluquería que a ella le daba confianza, pero, al menos, esta vez, su hermana Rosa la vería bien peinada y mejor vestida que antes y, seguro, se llevaría una mejor impresión. Podría descubrir en su rostro alguna similitud con el suyo; era cierto que la forma de la cara era la misma y que ambas tenían los ojos un poco soñolientos, aunque Rosa había aprendido a maquillárselos muy bien y, bajo su frente ancha, parecían más grandes que los de Azucena.
La tarde amarilleaba ya por detrás de los castaños, refrescaba un poco y los vecinos aprovechaban las sombras para regar. Olía a tierra sedienta, a flores agradecidas.
Azucena esperaba nerviosa, ocupada en ahuecar los cojines, arreglar los ramos de rosas, las varas de nardos, las azaleas y peonías en las que se había gastado medio sueldo con la ilusión de convertir la pensión más bonita del mundo en el escenario perfecto para aquel encuentro.
Sonó el timbre. Se miró por última vez al espejo. Se colocó los rizos, se estiró la falda. Abrió.
A un lado de la puerta, bajo el dintel, había una niña pequeña, flaca y patilarga a la que le temblaba la barbilla. Medía poco más de un metro. Llevaba trenzas en el pelo. Pesaba veinte kilos. Extendió los brazos hambrientos de cariño y en el negro de sus ojos se reflejó la imagen de la otra niña, más gordita ésta, con mellas en los dientes, hoyuelos en los nudillos y costras en las rodillas. También tenía siete años, o tal vez cinco, y también trataba de controlar el llanto.
Rosa se sumergió en el abrazo como quien se hunde en un baño de espuma y se olvida de todo, únicamente sintiendo el calor que poco a poco va introduciéndose en el cuerpo, acariciándolo, adormeciéndolo, dejándose querer.
Azucena apoyó la cabeza en el hombro de su hermana, y al respirarla, reconoció un perfume familiar y olvidado, nada semejante a ninguna otra sustancia física o química que hubiera percibido antes, sino más bien un recuerdo en forma de olor, como el que se siente al abrir la puerta de la casa de uno: una mezcla irrepetible de aromas varios, única e intransferible, compuesta —quién sabe— de champús y suavizantes, y calcetines usados y betún de los zapatos, y frutas maduras de la despensa, y angustias y descansos y restos de la cena, y migas entre los nudos de la moqueta y pies descalzos y la colonia de tu madre, la espuma de afeitar de tu padre, el resto del asado en el horno, lo que quedó de la pizza, los libros de clase, el cigarrillo prohibido, la naftalina de los armarios donde se guardan los abrigos en verano. Ese tufillo casi imperceptible que impregna a todos los miembros de una misma familia y que sólo se reconoce cuando se abre la puerta de la casa de otro y se identifica en lo ajeno.
Un espectador cualquiera que asistiera a esta escena sin tener idea de qué estaba ocurriendo realmente en la puerta de la pensión la describiría como el rencuentro cariñoso entre dos mujeres, ya entradas en años, que se alegran de volver a verse. Lo más probable es que no le dedicara al tema un pensamiento de duración superior a la décima de segundo que su cerebro necesita para levantar el acta de lo que ve.
Jamás imaginaría que detrás de ese abrazo aparentemente sencillo, alguien, durante años, hubiera estado trenzando los hilos de la vida con manos expertas y visión de conjunto.
Si hubiera mirado hacia arriba, habría visto, detrás del cristal inclinado de la buhardilla donde Cecilia coleccionaba libros y álbumes de fotos viejas, a una pareja de ancianos bailando agarrados, igual, igual, que Fred Astaire y Ginger Rogers, que si un bolero, que si un chachachá, que si una pieza de claqué, ella con su delantalillo de flores, él con sus botas de agua, vaya pareja tan bien coordinada y tan salada. Contentos los dos de poder descansar en paz al otro lado de las nubes, dos granitos de arena en el firmamento infinito.
La abuelita Teresa y el abuelito Miguel, según iban subiendo las escaleras del cielo, observaban su obra como Miguel Ángel el techo de la Capilla Sixtina cuando se bajaba del andamio: en perspectiva; y se felicitaban por lo armónico que les había quedado el trabajo.
Qué casualidad, diría la gente, que Cecilia y Andrés descubrieran aquella mañana a Justice escondido en el cobertizo. Qué buena suerte que Azucena regresara de Alemania el día que lo hizo. Qué coincidencia tan azarosa que Andrés Leal tuviera un barco y que Catalina se alistara en la Guardia Civil, y que la abuela de Ivana fuera partera, y que la niña Teresa tuviera previsto venir a este mundo de la manera como llegó. Qué afortunada ventura que los obreros encontraran la medalla escondida en la pared, y que Danilo Leal tuviera tan buena memoria. Hasta habría quien encontrara sentido a la pena y al dolor, al abandono, a la pérdida, a la añoranza. Y quien dijera: muchas veces no se trata de entender el porqué sino el para qué ocurren las cosas. Si no llegas a descubrir aquellas medias en el cajón de tu ropa interior, Cecilia, aún seguirías marchitándote en ese piso con vistas al Retiro.
No había sido fácil, nada fácil, hacer coincidir el espacio y el tiempo, el vacío y el contenido, la necesidad y la abundancia. La Tierra es un planeta grande, las mareas son caprichosas, los niños nacen cuando les da la gana y los corazones se ablandan del mismo modo que el agua: dicen que si la miras, no hierve.
Pero al final lo habían conseguido. Los abuelos emprendieron el vuelo satisfechos y felices. Se elevaron por encima de los tejados y contemplaron, en el mismo plano, el río, el campo, la ciudad de Madrid y la de Águila. Después también Alemania y Kenia, los océanos y los desiertos, la luna llena y el sol naranja.
Como no podía ser de otra manera, en atención a los abuelitos Miguel y Teresa