5
SE PROHÍBE METER EL DEDO EN LA LLAGA
—Una puta pensión. Hay que joderse.
¿Por qué no le sorprendía a Cecilia la reacción de Andrés Leal? Se había imaginado que respondería algo así cuando ella le contara su magnífico plan y había preferido soltárselo a la cara, antes que decírselo por teléfono. Por alguna extraña razón le divertía hacerlo enfadar, romper sus esquemas cuadriculados, volverle el mundo del revés. Se sentía un poco poderosa, con la sartén por el mango, mientras lo veía recomponerse en contra de su voluntad, tragarse su orgullo y asimilar la nueva insensatez made in Cecilia que se le venía encima.
—¿Quién paga? Yo, ¿no?
Andrés Leal sostenía los planos de la casa con su mano crispada. Estaba arrugando el papel.
—Pero si sólo son dos o tres cambios de nada sobre el proyecto —estaba diciendo Cecilia—. Un baño más ahí, donde el armario empotrado, una puerta de paso, aquí detrás, y listo.
La obra había dado comienzo en cuanto Justice estuvo cómodamente instalado en la cabaña del Lerele, otro miércoles laborable que Cecilia se descontó de sus vacaciones de verano —a este paso se veía trabajando en agosto, ella que en toda su historia académica jamás había suspendido nada para septiembre y había disfrutado siempre del sol y la playa, ¡ay!— porque quería estar presente para poner la primera piedra. Se había hecho a la idea de que habría algún tipo de celebración, un discurso, una bendición o al menos una bienvenida en condiciones para los albañiles que durante meses compartirían con ella la ilusión de reconstruir su casa. Había comprado champán para brindar por el éxito del equipo y unos bollitos rellenos de queso para que no se les subiera el alcohol a la cabeza.
Pero aquellos hombres cubiertos de un polvillo blanco inherente a su piel y a su ropa —como iría descubriendo en adelante— tenían pocas ganas de champán a las ocho en punto de la mañana.
—Usted no bebe, ¿verdad? —había adivinado Leal.
—No mucho. ¿Por qué?
—Mi padre tampoco ha bebido nunca —le contó—, y siempre nos ha hecho mucha gracia cuando a eso de las diez de la mañana se presenta en el salón con la botella de ginebra y el limón cortado, preguntando a las visitas si les apetece una copita.
—¡Ah! Que no son horas —comprendió Cecilia.
—No. Pero gracias, de todas formas. Si quiere, hacemos un descanso a mediodía.
Había estado a punto de decirle que no era necesario hacerle el favor de beberse su champán y comerse sus bollos, al desagradecido de Leal, pero en ese momento había aparecido Justice, dispuesto a ponerse a trabajar. Traía la camisa de cuadros remangada y se había peinado los rizos con agua, aunque no se notaba porque ya habían vuelto a su desorden de siempre.
—Yo ayuda —dijo.
—Tú supermercado, chaval —respondió Andrés Leal.
—Yo ayuda, brother —insistió.
—¿Broder? ¿Qué coño dices, broder? Sal de aquí antes de que me enfade de verdad.
Así que Cecilia había tenido que interceder, con delicadeza, para no herir la sensibilidad de nadie: se había echado a llorar. Y aquello había surtido el efecto deseado en Andrés Leal.
—Oiga, Cecilia Dueñas, deje de llorar o cojo los trastos y me largo de aquí para siempre. Tú, chaval, dile a Ahmed —le ordenó, señalando a un tipo con pinta de marroquí— que te dé una lija y te pones a raspar madera. ¡Y no te vayas a clavar una astilla!
Desde ese día, Justice había trabajado diligentemente a las órdenes de Andrés Leal y de sus hombres y se había convertido en uno de los héroes del gotelé.
—¿Sabe lo que le pasa a usted, Leal? —Cecilia disfrutaba como una colegiala—. Que le fastidia tener que reformar una pensión. Se había hecho la ilusión de construir un chalé de lujo, sí, señor. En el fondo es usted un pijo. Igual que yo. ¿Qué pone en el proyecto?
—Vivienda unifamiliar.
—Mentiroso.
Estaban los dos discutiendo junto a la puerta de la cancela cuando les interrumpió la voz desconocida y cantarina de una mujer entrada en años, falda recta y permanente.
—Por favor, ¿don Miguel y doña Teresa Quintana?
Cecilia sintió un pellizco en el alma. Antes de dar explicaciones a una extraña, prefirió indagar sin disimulo en las intenciones de la recién llegada.
—¿Quién pregunta?
—Me llamo Azucena Fernández —dijo—. Tenía entendido que en esta dirección residían los señores de Quintana, pero veo que estoy equivocada.
—No. No está equivocada —reconoció Cecilia—. Miguel y Teresa Quintana eran mis abuelos. Pero fallecieron hace tres años. Ahora la que va a vivir aquí soy yo.
Si no hubiera estado tan a la defensiva, Cecilia habría notado el efecto devastador que tuvo aquella revelación en el ánimo de la recién llegada. Azucena Fernández palideció de repente y necesitó apoyarse en el murete de brezo para sostenerse. Pero pronto se recompuso, se estiró la falda y respiró hondo.
—Perdone que la haya molestado —logró decir cuando le regresaron las fuerzas—. Tenía la esperanza de llegar a tiempo. Pero veo que ya es tarde.
Aquella mujer miraba a Cecilia de un modo extraño. Demasiado intenso, podría decirse. Andrés Leal frunció el ceño.
—¿Por qué buscaba a los señores Quintana? —quiso saber.
La mujer dudó un instante antes de responder. Cuando se decidió a hablar, lo hizo con tal vehemencia que a Leal le dio la sensación de que se quitaba un peso de encima.
—Por lo del anuncio del periódico —dijo—. Venía a ver si todavía necesitaban una asistenta. La verdad es que me he llevado una gran desilusión porque me hubiera venido muy bien el trabajo. Estoy en el paro, ¿sabe?
A Cecilia se le iluminaron los ojos. Aquello era una señal del cielo, no cabía duda. Los abuelos, desde el otro mundo, le enviaban un regalo maravilloso: la ayuda que necesitaba para poner en marcha su proyecto. Era providencial que, precisamente ahora, apareciera esta Mary Poppins sesentona y dispuesta, en el paro y con ganas de trabajar.
—¡Yo voy a necesitar una asistenta! —dijo a voz en grito ante el espanto de Leal—. ¿Sabe usted cocinar?
—Hombre, cosas sencillas, sí —respondió Azucena—. Tortilla de patatas, lentejas, algún guiso…
—¡Perfecto!
Quedaron en volver a verse en un par de meses, cuando aquel patatal en el que había convertido Andrés Leal la casa de los abuelos tuviera al menos suelos y paredes, para ir juntas a comprar el ajuar —así lo llamó Azucena, «ajuar», y a Cecilia le dieron ganas de echarse a llorar otra vez—. Se despidieron con un abrazo, como si se conocieran de siempre, y durante un buen rato Cecilia se quedó mirando la pequeña figura de aquella mujer que se alejaba por la orilla del Manzanares. Había sentido una conexión especial con ella. «Almas que se reconocen —le dijo a Leal—. Usted qué va a entender, si se niega a creer en el más allá».
—¿De verdad se ha tragado el cuento del anuncio en el periódico? —se burló—. ¡Por favor! ¿Quién guarda un anuncio durante más de tres años?
—Alguien previsor, ordenado, responsable…
—¿Y sus abuelos estaban locos o qué? —continuó—. ¡Un anuncio en un periódico! ¡Podían haberlos matado! Imagínese: dos ancianos solos en esta casa, la mejor invitación para maleantes, ladrones y gentuza.
—Azucena no parece una asesina —contraatacó Cecilia, pensativa.
Probablemente, durante un buen rato, Andrés Leal continuó parloteando sobre la insensatez de los abuelos —a alguien tenía que salir la nieta—, sin darse cuenta de que Cecilia había desconectado de la realidad inmediata y había emprendido un viaje nostálgico al pasado, como le ocurría siempre que evocaba a aquellos queridos personajes.
Pero esta vez, en lugar de la reconfortante paz que solía sentir cuando recordaba los viejos tiempos, notó una novedosa sensación de angustia que al principio no supo identificar y que poco a poco fue asomando las orejas hasta convertirse en una picazón insoportable: culpabilidad. Eso era.
Se remontó con la memoria hasta el día en el que abandonó la casa de los abuelos para formar un nuevo hogar junto a su flamante marido, ciega de amor, dispuesta a ser feliz a toda costa y —ahora se daba cuenta— inconscientemente egoísta, ajena al resto del mundo. De compartir con sus abuelos mesa y sofá, preocupaciones y alegrías, tareas domésticas y largas caminatas por la orilla del río, había pasado a considerar sus espaciadas visitas a la casa del Manzanares como una obligación de nieta cariñosa que generosamente renuncia a la siesta del domingo para acompañar a sus mayores. Aquellas comidas eran agradables. Le servían para comprobar que los abuelos gozaban de buena salud, la casa no se estaba cayendo, la despensa estaba bien surtida y funcionaban los radiadores. Su marido no la acompañaba nunca. Decía que el descanso del domingo era sagrado y dedicaba el tiempo que Cecilia pasaba fuera a pasear por el Retiro o a visitar galerías de arte.
Cuando los abuelos telefoneaban a las nueve en punto para darle su beso de buenas noches, Cecilia tenía que hablar en voz baja para que él, que siempre ponía cara de fastidio, pudiera enterarse de las noticias del informativo. Al final, la abuela Teresa, que era muy lista, llegó a la conclusión de que su nieta podía pasar muy bien sin aquel beso y dejó de llamar.
Los últimos nueve años de sus vidas, por lo tanto, los abuelitos habían estado solos. Muy solos. Bien atendidos, muy visitados, con todas sus necesidades materiales cubiertas, ocupados con su piano y su jardín, consentidos por sus vecinos y recostados el uno en el otro. Pero muy solos.
«En cuanto mi padre se jubiló, hicieron la maleta y se trasladaron a Madrid. Los dos solos. Mira qué cosa tan absurda», se hartaba de repetir su madre a quien quería oírlo. Tal vez ella también se sentía un poco culpable. Por vivir en Águila. Por no estar presente en el día a día de sus padres. Y a pesar de que los visitaba de vez en cuando y los invitaba a pasar largas temporadas en su casa, también vivía mortificada por esa picazón que ahora asaltaba a Cecilia.
La aparición providencial de Azucena Fernández al otro lado de la cancela, la verdad, le había dado un disgusto. Los abuelos, en un momento dado, habían necesitado ayuda. No la que ella podía prestarles desde la comodidad de su balcón con vistas al parque, sino la de alguien que se ocupara de veras. Porque, a lo mejor, al abuelito Miguel se le escapaba el pis y a la abuelita Teresa le dolían los juanetes. O ya no podían leer la letra diminuta de las advertencias de los medicamentos, o les costaba horrores subir y bajar aquellas escaleras del demonio.
Un anuncio en un periódico: a falta de nieta se busca asistenta. Que sepa cocinar, por favor, y coser botones, que nos acompañe a misa, nos haga la cama y no tenga miedo de subirse a la escalera para limpiar el alto de los armarios.
—¿Azucena, es usted? —Aquella misma noche, antes de acostarse, telefonearía a su futura empleada.
—Sí, dígame, señora.
—No me llame señora, por favor, llámeme Cecilia o doña Cecilia. Recuerde que lo nuestro es una pensión, no una residencia elegante. Oiga, Azucena, ¿guardó usted el recorte?
—¿Qué recorte?
—El del anuncio del periódico.
—… Pues no. Sólo apunté el número de teléfono y la dirección.
—Ya. ¿Y se acuerda de qué decía?
—Que necesitaban una asistenta.
—¿Nada más?
—Que supiera cocinar. Creo.
—Fue en el ABC, claro. En los anuncios clasificados. Mi abuelo se los leía todos. Mi abuela se dedicaba más a las esquelas.
—Sí. En el ABC.
—¿Y cuándo dice que lo encontró usted?
—Hará tres o cuatro años. No sé decirle. Pero entonces yo trabajaba en Alemania. Lo vi porque estaba en Madrid de vacaciones y apunté los datos por si acaso algún día me daba por volver. Y ya ve, he vuelto, y el trabajo aún me estaba esperando.
—Una lástima que no llegara a tiempo de conocer a mis abuelos. Les hubiera adorado.
—No me cabe duda.
Al cabo de un rato de soliloquio, Andrés Leal se dio cuenta de que Cecilia no le estaba escuchando. Se había quedado alelada, con la vista fija en algún punto inconcreto entre sus dos cejas, pero sin atender a nada más que lo que sucedía en la guerra de su mundo interior.
Él conocía de primera mano esa sensación terrible del estar y no estar al mismo tiempo. Le había costado más de dos años escaparse del laberinto de su propia prisión y todavía lo recordaba con pavor, como si por mucho tiempo que pasara, fuera imposible apartarse más de unos centímetros del precipicio. Estaba tan cerca, tanto, que hubiera bastado con un soplo de aire para hacerlo caer al fondo.
Aprovechó que Bicho andaba inquieto para proponerle a Cecilia salir a dar una vuelta para despejarse. Una tregua. «Le prometo que no intentaré salvarle la vida ni la prevendré contra indigentes, agresores, asaltantes o ladrones de guante blanco. Será un paseo en silencio si prefiere».
En esa época, la orilla del Manzanares estaba hilvanada de prunos en flor, mezclados a veces con álamos y sauces por cuyas ramas empezaban a asomar los primeros brotes. Andrés y Cecilia compraron unos bocadillos y unas latas de Coca-Cola y se sentaron en un pequeño balcón para pescadores que se asomaba al río.
—Mi abuelo tenía una caña de pescar, de las de sedal y carrete, plomillo y burbuja de plástico, ¿sabe las que le digo? Pescó toda su vida. De niño, en el río Arlanzón; de mayor, en el Carrión, a veces en el Pisuerga; y de viejo, en este Manzanares apestoso y contaminado. Lo que ocurre es que aquellos peces radioactivos se los daba de comer a un gato callejero que solía dormir debajo del puente colorado. Luego, cuando por fin drenaron el fondo y limpiaron el agua y soltaron patos, y dijeron que ya uno podía beberse el Manzanares si le daba la gana, pues alguna vez se merendó una carpa o un barbo, que es lo único que sobrevive por estas zona. A la brasa. En una parrilla que ponía en el jardín, junto al huerto. Era muy de campo, mi abuelo, a pesar de que hizo carrera, trabajó toda su vida en las oficinas de Renfe y se casó con mi abuela, que era culta y había heredado la librería Macondo. La más ilustre de todo Águila.
»Cuando yo vivía con ellos, algunas tardes, mi abuela y yo le traíamos la merienda al río. Nos sentábamos aquí mismo, donde estamos ahora, y nos comíamos el bizcocho o el sándwich de jamón y queso que preparaba mi abuela, qué linda, y luego volvíamos los tres juntos a casa ya de noche.
—¿Nunca les atracaron por el camino? —la interrumpió Andrés Leal—. Este barrio está lleno de delincuentes.
—¡Por Dios! Le estoy describiendo la escena más bucólica del mundo y lo único que se le ocurre es preguntar si alguna vez nos atracaron —protestó Cecilia.
Pero entonces se dio cuenta de que Andrés Leal, que la miraba con una picardía inusitada y una sonrisa divertida, por primera vez desde que lo conocía le estaba tomando el pelo, y al mismo tiempo, para mayor desconcierto, se estaba riendo de sí mismo. De su propia desconfianza.
—Se está burlando de mí, ¿verdad?
—Un poco —respondió él entre risas.
Pasaron un rato muy agradable, a veces en silencio, disfrutando de la brisa y los olores del comienzo de la primavera. Y no fue hasta una hora más tarde, ya en el camino de vuelta, cuando Cecilia, qué patosa, rompió el encanto. Cuánto se arrepintió después de su torpeza, de su curiosidad malsana, de su falta de delicadeza, de carecer de ese colador que existe en algunas personas menos irreflexivas que ella, que sirve, precisamente, para filtrar lo que brota en estado puro del pensamiento y lo limpia y abrillanta antes de permitir que salga por la boca convertido en sucias palabras.
—¿Qué le ocurrió en la pierna?
Andrés Leal se derrumbó por dentro.
—Tuve un accidente.
—¿De coche?
—Oiga, Cecilia —respondió otra vez de regreso a su ser habitual, gruñón y huraño—. Tal vez no se haya dado cuenta todavía, pero el tema de mi pierna no es uno de mis favoritos. Por favor —añadió con sequedad—, le ruego que no vuelva a hurgar en mis heridas.
Así eran las cosas. Las heridas de Cecilia se curaban al aire libre, las de Andrés Leal necesitaban suero intravenoso, cirugía interna y, sobre todo, que nunca, nunca, se expusieran a la luz del sol.
Los últimos metros de regreso a la casa de los abuelos los recorrieron en un silencio muy tenso que se rompió al girar por la calle de La Lanzada, cuando Justice les salió al encuentro, muy excitado, y con su media lengua les contó que al tirar abajo uno de los tabiques del piso superior, Ahmed y sus hombres habían encontrado un tesoro escondido en una pequeña cavidad entre dos ladrillos.
—¡Viene a verlo, viene a verlo! —les apremió, tirando de la chaqueta de Cecilia.
En el interior de la casa, la obra se había detenido por orden de Ahmed, que había preferido esperar a que regresaran Andrés y Cecilia para saber a qué atenerse con respecto al hallazgo. Los albañiles, por no estar de brazos cruzados, se habían reunido a fumar junto a una de las ventanas.
Cuando vieron aparecer al jefe de la obra y a la dueña de la casa, apagaron rápidamente los cigarrillos y lanzaron las colillas por la ventana.
—¡Os he dicho mil veces que en las obras no se fuma, coño! —se enfadó Andrés Leal—. Esto está lleno de sustancias inflamables y los escombros arden a toda leche, a ver si os enteráis. ¡Y poneos el casco! ¿Qué soy yo, vuestra puta madre o qué?
Cecilia carraspeó a sus espaldas.
—Por lo visto, han dado ustedes con un tesoro —dijo con la voz más dulce que guardaba en su repertorio.
—Bueno, un tesoro no —dijo Ahmed—. Una caja.
Cecilia, seguida a pocos centímetros por Justice, que creía estar viviendo una aventura novelesca, se asomó al lugar en el que, en efecto, entre los ladrillos de un tabique a medio derribar, asomaba un cofrecito.
—Usted, por ser la dueña de la casa, también es dueña del contenido de la caja —explicó Ahmed—. Por eso no he querido abrirla hasta que volviera.
—Ha hecho muy bien —respondió ella, contagiada por la emoción de Justice.
Para entonces, los cuatro o cinco hombres que participaban ese día en las tareas de reforma, habían formado un semicírculo a su alrededor y esperaban impacientes la resolución del misterio.
Cecilia sacó el estuche de su escondrijo, presionó el botón de apertura y frunció el ceño.
—Es una medalla —dijo algo extrañada.
La sostuvo con cuidado y comprobó que era de oro, tenía la imagen del ángel de la guarda en relieve y pendía de una cadena muy fina, también de oro. No había ninguna inscripción, nada que explicase a quién pertenecía ni el motivo por el que estaba allí emparedada.
—Qué raro —dijo Cecilia, sin saber qué otra cosa añadir.
—¿Era de sus abuelos? —preguntó Andrés Leal.
—No lo sé. Nunca la había visto antes.
—Tal vez sus padres se acuerden.
—Puede —dudó ella—. Es bonita.
—En fin —dijo Leal para zanjar el asunto—. Ahora es suya y puede hacer con ella lo que le parezca. Nosotros a lo nuestro, muchachos —ordenó, dirigiéndose a los albañiles—. Ya podéis terminar de tirar esta pared abajo.
Cecilia guardó el estuche vacío en el bolso. Por alguna razón supersticiosa, prefirió encerrar aquella pequeña medalla dentro del puño apretado y llevarla a casa, abrir la caja fuerte y meterla dentro del joyero donde guardaba sus cosas de valor: la cruz de oro de la primera comunión, el anillo de pedida, los pendientes que le dejó su abuela, el collar de perlas que le dieron sus padres el día que se casó y los doce regalos de aniversario con los que cada año su marido le hacía creer que la quería.