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PROHIBIDO AFLIGIRSE POR CAUSAS AJENAS AL SENTIDO COMÚN

Cecilia iba a escribir llorar en lugar de afligirse, pero pensó que, tal vez, después de algún tiempo más o menos razonable, podría ocurrir que un día se le acabaran las lágrimas, y, sin embargo, la amargura se resistiera a abandonar su casa y se quedara enquistada entre el techo y el suelo, en los quicios de las puertas o en los cercos de las ventanas, viciando el aire, condensándose, como el vapor de agua en las nubes, capaz de seguir fabricando lágrimas de lluvia por años y años.

Habría que desterrar la tristeza, entonces. «Se prohíbe estar triste», escribió. Y se fue a la cama.

Como todavía no había llegado el día en que dejaran de brotarle aquellas lágrimas tan persistentes, lloró durante una hora antes de conciliar el sueño.

Lo de las causas ajenas al sentido común se le ocurrió por la mañana, después de analizar por enésima vez los motivos alegados por su marido para abandonarla. Eran básicamente tres: que ya no estaba enamorado de ella; que ahora, después de doce años de matrimonio y a punto de cumplir los cuarenta y cinco, se daba cuenta de que no quería tener hijos; y que necesitaba encontrarse a sí mismo.

Los tres motivos podían ser fácilmente rebatidos, ya que no se ajustaban al sentido común. En primer lugar, uno no se desenamora de un día para otro. En segundo lugar, uno no se percata de algo tan fundamental como el deseo o no de ser padre cuando lleva doce años intentando dejar embarazada a su mujer. Y en tercer lugar, es imposible encontrarse a sí mismo si lo único que uno busca con verdadero afán son las medias que su amante se dejó olvidadas en el dormitorio conyugal y que encontró la asistenta, echó a lavar sin hacer preguntas y colocó cuidadosamente entre la ropa interior de la esposa, la cual jamás en su vida había utilizado unas medias de rejilla porque le parecían cosa de fulana.

Así que escribió: «Prohibido afligirse por causas ajenas al sentido común», y aquélla fue la primera norma que estableció en la pensión.

No soportaba la idea de seguir viviendo en el ático frente al Retiro que había sido su hogar durante los últimos años. De repente, su propio hábitat se le había vuelto un entorno hostil, traidor. Y su ropa de cama le daba asco.

Cuando llegó el momento de extinguir la sociedad de gananciales —apañado término, aséptico e indoloro que utilizan los abogados para referirse a un matrimonio que fracasa—, ella renunció a todos los bienes inmuebles y los conmutó por una pequeña fortuna. Él estuvo de acuerdo porque se sentía culpable. Y al salir de la asesoría legal donde se acordaron los términos del divorcio, una vez disuelta aquella historia de amor que de la noche a la mañana se había convertido en una empresa —un contrato resuelto con un apretón de manos y un hasta luego— las partes, o sea, su marido y ella, ya sin apellido ni patrimonio común, tomaron caminos separados. Se extinguieron, se disolvieron, tal y como les habían explicado sus abogados: él se extinguió. Ella se consumió. Él se disolvió. Ella se ahogó.

Por suerte, la cuestión del alojamiento era lo único que a Cecilia no le preocupaba. Era propietaria de una vivienda; no muy elegante, ni muy moderna, pero sí colmada de buenos recuerdos.

En los años setenta, sus abuelos habían comprado una casa bastante humilde a la orilla del río que, según fue creciendo la ciudad y, sobre todo, después de las obras de la M30 y las de embellecimiento de la ribera del Manzanares, medró en la vida hasta convertirse en un refugio apetecible. Llevaba tres años vacía; desde el fallecimiento de los abuelos por causas naturales; él, noventa y tres; ella, noventa y uno; una gripe mal curada, una neumonía compartida y en un plis plas, los dos al cielo. En un mes. Y no podía considerarse bien ganancial, la casa, porque ya era de la nieta desde antes de casarse.

—Os compro la casa, os la voy pagando a plazos, vosotros seguís viviendo aquí como siempre y el día de mañana me la quedo yo.

—Te la ibas a quedar tú de todas formas; no tenemos más nietos.

—Pues si preferís, os pago un alquiler. La cuestión es ayudaros con los gastos. Es lo justo.

—¿Y tus padres están de acuerdo?

Por supuesto que sí. De acuerdo y felices con el apaño. Todos contentos: los abuelitos atendidos, la niña acompañada, la cuestión económica resuelta y la casa a salvo de acabar cayéndose de vieja por falta de cuidados. Ellos siguieron viviendo en Águila, capital de Tierra de Campos, encima de la librería Macondo, propiedad de la familia, paseando por la alameda y oyendo misa en la catedral. Ella terminó la carrera de derecho, entró a trabajar en un despacho de renombre, le fue bien, la hicieron fija y pudo hacer frente a los plazos de la hipoteca con cierto desahogo. La casa de los abuelos era oficialmente suya desde mucho antes de que ellos murieran. Qué bendición cuando llegó la hora del litigio.

Se llamaba Cecilia en honor al bisabuelo Cecilio, arquitecto ilustre al que la ciudad de Águila había dedicado una calle en recuerdo a sus grandes obras, entre ellas la reforma de la plaza de toros y la construcción de un casino social en la plaza Mayor. Los descendientes de aquel prohombre disfrutaban de grandes ventajas en la vida: podían ser socios del casino sin pagar la cuota e ir a los toros invitados por el ayuntamiento.

—¿Qué más quieres, hija? —le preguntaron sus padres, entre intrigados y atónitos, el día en que ella les dijo que quería irse a estudiar derecho a Madrid.

—Conocer mundo —respondió ella, con todas las ilusiones intactas.

Entonces, entre los tres resolvieron aquel arreglo tan conveniente que zanjaron por teléfono con los abuelos: «Que Cecilia, si no os parece mal, se vaya a vivir con vosotros mientras estudia la carrera».

El 1 de octubre de 1990, sábado, lo recordaba como si fuera ayer, tomó el tren que la transportó, en poco más de tres horas, de la infancia a la edad adulta. Al final del camino la estaban esperando aquel par de soles, los abuelitos, felices de recibirla en su casa junto al río.

Le habían asignado la mejor habitación, la más grande, la del ventanal, la del armario empotrado y el cuarto de baño integrado: la suya de toda la vida. Y se habían retirado a una esquina sombría con vistas a la calle de atrás.

Ella se negó en redondo a ocupar aquel dormitorio excesivo. Les explicó que prefería la buhardilla, donde se sentiría independiente y libre, donde podría hacerse la ilusión de estar viviendo en París en un ático sobre el Sena, donde podría tomar el sol en bikini en aquella terraza de ladrillos y baldosas e imaginar que estaba en Hawái o encerrarse a estudiar en silencio mientras ellos trasteaban abajo, pareja de duendes ruidosos, en esa orquesta suya de cacharros de cocina y herramientas de jardín.

La buhardilla tenía dos habitaciones de techos inclinados y un pequeño cuarto de baño junto a la escalera. La grande era la que tenía salida a la terraza y armario. La pequeña la usaban los abuelos para guardar trastos. Cecilia pasó varios días trasladando objetos variopintos y muebles viejos al sótano. Algunos los rescató del destierro y los reutilizó, una vez pintados, barnizados y encolados, para decorar su nueva vida. El resultado fue asombroso: la buhardilla había resucitado.

—Deberías dedicarte a la arquitectura —exclamó la abuela Teresa cuando vio la obra de su nieta—. Has salido a tu bisabuelo Cecilio.

Las vigas del techo estaban lijadas y pintadas de blanco, lo mismo que el cabecero viejo y apolillado; las mesitas de noche, con su tapa de mármol y su puertita para esconder el orinal, lucían de un color azul marinero; y los visillos antiguos, los que llevaban siglos doblados en el arcón, ahora tamizaban la luz del atardecer que se colaba por los hilos del encaje. En la terraza florecían unos geranios tardíos y las paredes estaban cubiertas de rosales trepadores. La silla de mimbre que siempre pensaron encasquetar al chatarrero, había vuelto a la vida sólo con una capa de pintura blanca y un cojín de flores. En el cuarto de baño todas las toallas eran blancas, y el ventanuco también era blanco, y las paredes blancas. El trastero se había convertido en un pequeño cuarto de estudio, con sus nuevas estanterías repletas de libros, el escritorio olvidado, la silla de hierro, el espejo dorado y la lámpara de pie con una pantalla nueva, de tela de saco, qué cosa tan moderna, que lo nuevo parece viejo y lo viejo nuevo.

Cecilia guardaba las llaves de la casa en una cajita de madera. Después de la muerte de los abuelos sólo había ido allí una vez: el día en que vaciaron los armarios y se llevaron los muebles de vuelta a Águila. Repartieron aquellas cosas entre los familiares y amigos que quisieron quedarse con algún recuerdo, tal había sido la voluntad de los abuelos y así quedaba recogido en su escueto testamento: «No es más rico el que más tiene, sino el que menos necesita, y nosotros hemos sido infinitamente ricos —decía el abuelo— porque jamás hemos necesitado más que nuestro amor, nuestra casa y lo poco que contiene. Regalad todo lo que no vayáis a usar. Tened en cuenta que lo que no se da, se pierde, como dijo la madre Teresa de Calcuta».

Como en aquel momento Cecilia estaba felizmente casada y vivía una vida despreocupada en su ático del Retiro, sólo se quedó con la vajilla de Talavera azul y blanca con las iniciales T y M, los manteles bordados a mano por la abuela Teresa y el juego de pipas de madera del abuelo Miguel. Derramó cientos de lágrimas delante de los operarios de la empresa de mudanzas y cerró la puerta con llave en cuanto los camiones se perdieron en lontananza. Su madre le contó días más tarde los detalles del reparto: la alegría de los afortunados que recibieron aquellos regalos inesperados, el sorprendente destino de los libros, la ropa, los cuadros, la colección de cajitas de porcelana, el piano, el reloj de cuco y la mecedora. Al final, había recuerdos de los abuelos desperdigados por toda la provincia.

Nunca se planteó poner la casa en alquiler. Habría sido difícil encontrar un inquilino solvente para aquel inmueble anticuado y vacío que necesitaba reformas estructurales. Las tuberías eran de hierro, la calefacción de carbón y la cocina de butano. La inversión habría superado con creces las expectativas de ingresos, más aún en plena crisis, con las noticias de desahucios por impagos a la orden del día y la falta de crédito de los bancos. Ni ella estaba en situación de emprender una obra como aquélla ni el negocio tenía pinta de resultar provechoso, así que la única opción parecía ser la de echar el cerrojo y esperar acontecimientos. Tal vez un día, por fin, se quedara embarazada, tuviera hijos, y aquellos niños terminaran por reconstruir la casa de los abuelos y dotarla de una segunda juventud.

No pudo ser. A los cuarenta y tres y sin pareja, era muy improbable que aquellos constructores imaginarios se hicieran cargo de la reforma. Sobre todo porque ni siquiera tenían muchas posibilidades de llegar a nacer.

—Podría ser madre soltera —se le ocurrió una noche de soledad, todavía en el ático del Retiro, cuando llegó a la conclusión de que su vida había sido la mayor pérdida de tiempo de la historia de la humanidad y creía que aún podía tener arreglo.

Concertó una cita en un centro de reproducción asistida y cometió el error de acudir sola, sin una amiga que le enjugara las lágrimas.

En un pequeño despacho, blanco y aséptico, le describieron al detalle los tratamientos de estimulación hormonal a los que debería someterse y sus efectos secundarios. Le dijeron que a su edad iba a necesitar un óvulo de donante; que los suyos eran de una calidad pésima. Después, le mostraron el menú de dosis de esperma, con precios que oscilaban entre trescientos y quinientos euros. Finalmente, le advirtieron que la fecundación in vitro tenía ciertos riesgos, un precio de unos doce mil euros y un porcentaje de éxito del veintisiete por ciento.

—Lo quiero rubio con los ojitos azules —se atrevió a desear.

—Pues lo tiene usted difícil —le respondió la doctora—, porque en España no se permite elegir al donante. Estamos obligados a buscar características comunes con los futuros padres. Y siendo usted morena y bajita, ya se imagina cómo serán sus hijos. Pero vamos, que eso ocurre también en la Naturaleza. Los hijos suelen parecerse a sus padres.

—No, señora —protestó Cecilia—. En la Naturaleza sí se elige al donante, a ver qué se cree usted. Y si yo me hubiera casado con un sueco, tendría hijos rubios, ¿o no?

—Es posible.

—¡Pues búsqueme un sueco, leñe! ¿O acaso no hay donantes suecos en su maldito hospital, tan blanquito, tan limpito, tan llenito de euros?

La echaron de allí con la delicadeza del psicólogo del centro, que llegó de inmediato tras la llamada de socorro de la doctora y redactó un informe de idoneidad negativo. «Por si vuelve por aquí esta loca», le dijo a la aterrada doctora cuando le entregó el documento que ponía fin al súbito capricho de Cecilia de ser la madre de un sueco.

Desechada, pues, la posibilidad de unos descendientes a los que dejar la casa de los abuelos en herencia, aquella propiedad empezó a aparecérsele en sueños. Al principio era sólo el escenario de sus aventuras oníricas, pero luego, poco a poco, se fue convirtiendo en la protagonista absoluta de todas ellas. Cuando despertaba en su cama revuelta y sola, le daba la sensación de que aquel ático había dejado de pertenecerle y quería regresar a los brazos protectores de sus abuelos, a la buhardilla de las vigas blancas, al jardín donde el abuelito Miguel cultivaba un huerto y a la habitación donde la abuelita Teresa tocaba el piano.

—Te vendo el ático —le propuso a su marido unos meses después de la separación.

—¿En serio? —Él adoraba aquella casa, aquella zona, con el Retiro tan cerca, y los restaurantes de la calle Alfonso XII que tanto frecuentaba, y las tiendas elegantes de Serrano y Velázquez, y las galerías de arte, las terrazas de verano, las librerías de viejo, las aceras anchas y los largos paseos.

—No lo quiero.

—¿Y dónde piensas vivir entonces?

—Pues en mi casa. La de la ribera del Manzanares.

Su marido se echó a reír.

—Me encanta cómo hablas de esa ruina. Cualquiera diría que la apestosa orilla del Manzanares es como la Île de France.

—En mis sueños lo es.

Él estuvo de acuerdo con el trato. Tasaron el ático en un millón de euros: ciento veinte metros cuadrados, terraza incluida, con todos los muebles, el menaje y la plaza de garaje. El mismo día en que firmaron el divorcio se instalaron allí su exmarido y su novia. De Cecilia, asombrosamente, no quedaba ni rastro.