23
SE PROHÍBE ARRUINAR VIDAS Y SUEÑOS
La última noche que Justice pasó en la cabaña del Lerele, fue incapaz de conciliar el sueño, en parte porque quería disfrutar de cada segundo junto al cuerpo tibio y suave de Noelia, que también velaba a su lado, y en parte porque su cabeza había comenzado a trazar un plan: «Seré lo que tú quieras que sea», le había prometido; y eso haría. Lograría labrarse un porvenir; haría fortuna; se volvería blanco, como Michael Jackson, si ella se lo pedía; se casaría con ella; la coronaría reina de Saba; haría desfilar, como Rubén Darío, cuatrocientos elefantes a la orilla de la mar; y vivirían juntos para siempre en un palacio de marfil, rodeados de sirvientes y de riquezas.
Aquella mañana se hizo de día muy lentamente. Al principio fue sólo un comienzo de claridad a través de los estores, pero luego salió el sol y la ventana se convirtió en la pantalla de un cine mudo, en blanco y negro, en cuyo patio de butacas, amparados por las sombras, una pareja de amantes se seguían acariciando sin reparar en que la película hacía rato que se había terminado y las luces estaban a punto de encenderse.
—Me tengo que ir, Justice, que va a llegar Azucena y nos van a pillar —dijo Noelia en un susurro, después de comprobar que eran ya más de las ocho.
—No tengas prisa —respondió él, abrazándola aún más fuerte—. Es muy temprano todavía. Hace mucho frío. Déjame que te traiga el desayuno a la cama.
—Sí, hombre. —Noelia creyó que era broma—. Si te parece, salimos de la cabaña a plena luz del día y les contamos a todos que hemos dormido juntos.
—Bueno. Si tú quieres…
Se incorporó sobre los codos y lo miró estupefacta.
—Estás hablando en serio —comprendió.
Justice frunció el ceño. Claro que hablaba en serio. En su humilde opinión, le explicó a Noelia, enamorarse era una cosa muy sana, muy natural, y no tenía nada de malo reconocerlo ante los demás. Estaba convencido de que a Cecilia le haría mucha ilusión saber que Noelia y él habían descubierto el placer del amor en su pensión. Bueno, a decir verdad, él ya lo había probado antes un par de veces, pero Noelia había perdido su virginidad aquella noche en la cabaña del Lerele, y en eso del sexo, dijo, la primera vez, sobre todo cuando se está enamorado, no se olvida nunca. Y se alegraría cuando le contaran que habían disfrutado mucho de sus cuerpos, que se compenetraban bien, que habían sabido acompasar sus movimientos y que había sido intenso, profundo; y que lo habían hecho tres veces seguidas, porque había hambre de sobra, juventud y energía; y que podrían haber continuado durante muchas horas más, que ojalá la noche fuera eterna y la mañana oscura, que no amaneciera nunca, que no existiera ningún otro ser humano sobre la faz de la Tierra, solos ellos dos, trepándose como la hiedra a la pared.
—¡Dios santo, Justice! —lo interrumpió Noelia—. No sé cómo serán las cosas en Kenia, pero aquí en España, la gente no va contando por ahí lo que hace en la cama.
—¿Por qué no?
—Pues por pudor, por educación, qué se yo.
En un arrebato bíblico, Noelia se dio cuenta de que estaba desnuda en medio del jardín del Edén. A falta de hoja de parra, echó mano de su ropa interior y se despidió de Justice con la misma cara de pena que le puso Adán a Dios el día del disparate: no importaba lo dulce que estuviera la manzana, lo persuasiva que fuera la serpiente o lo seductora que se hubiera vuelto Eva de repente, que la culpa había sido suya y sólo suya, por calzonazos, por débil de espíritu y de palabra.
Después de su marcha, el chico permaneció todavía un rato más con la vista perdida en el techo de la cabaña, pensando en la mujercita dulce y desvalida que lo estaba volviendo loco.
Hasta la irrupción de Noelia en su vida, Justice se había considerado un hombre afortunado: como responsable del mantenimiento de la pensión y del cuidado del huerto, se ganaba honradamente su derecho a vivir en la cabaña. Comía caliente todos los días y tenía la lata de los ahorros más llena que nunca, gracias a la generosa propina que le había dado Andrés Leal por ayudarle con la reforma de la casa. No se le ocurría qué más podía pedirle nadie a esta vida. Por primera vez en mucho tiempo, salía a la calle con la cabeza bien alta, miraba a la gente de frente y no tenía que suplicar una limosna en la puerta del supermercado, sino que entraba dentro y hacía la compra como cualquier parroquiano. Se paseaba con libertad por el barrio; algunos le saludaban al pasar. Estaba limpio y bien vestido y su vida de indigente empezaba a ser un recuerdo borroso e irreal.
Pero entonces conoció a Noelia, y lo que él consideraba un éxito se demostró un fracaso. Se dio cuenta de que la escalera era mucho más alta de lo que él había imaginado, que sólo había subido el primer escalón y que ella le llevaba muchos tramos de ventaja.
Aquella mañana, después del amor, con la mirada fija en el techo de la cabaña, Justice se dijo que, de todos los hombres que había conocido en su corta vida, el único que había triunfado de verdad, con mayúsculas, en la selva de la civilización, era Andrés Leal. Recordó la historia que les había contado a Cecilia y a él una tarde de calor y sed en el porche de la pensión. Cómo había levantado con sus propias manos una empresa con la que había ganado mucho dinero, cómo se había comprado una casa elegante y un barco de vela. No había más que ver el coche que conducía, la ropa que vestía y la seguridad con la que hablaba —que la cuadrilla de obreros comía de su mano—. Y Cecilia, con todo lo guapa y educada que era, había caído en sus brazos como una adolescente que se enamora por primera vez.
Andrés Leal era la clave, se dijo, y su idea, quizá descabellada, era presentarse en su casa y ponerse a sus pies. Rogarle, de rodillas, que le hiciera un sitio en su empresa, que le arreglara el tema de los papeles, que legalizara su situación, que le diera el primer impulso y a cambio él sería su esclavo, le vendería su alma, su juventud, su energía y firmaría un papel por el que se comprometería a hipotecar su futuro. «Cuando sea millonario —le diría—, lo serás tú también. Tendrás la mitad de mi fortuna. Podrás retirarte a vivir en tu barco, darás la vuelta al mundo mil veces, serás el viejo más rico de la historia».
Se levantó de la cama, se vistió sin preocuparse de su aspecto, se olvidó las llaves de la cabaña dentro de un cajón, salió con la vista empañada, el cuento de la lechera rondando por su cabeza, las zancadas de Forrest Gump, la determinación de Hillary a punto de coronar el Everest y la ansiedad de Amundsen cuando empezó a sentir frío de veras. Bajó al metro con la valentía de los mineros que saben que van a cerrarles la mina, pero siguen picando porque no conocen otra forma de vida; y en el andén central, con el tren aproximándose a la estación y el corazón enjaulado, fue detenido por un policía de paisano.
—¿Me enseñas los papeles, por favor?
—¿Qué papeles?
—Pasaporte y permiso de residencia, para empezar.
—Los he perdido.
—Entonces tendrás que acompañarme a la comisaría, chaval, a comprobar tu expediente.
Cecilia escuchaba a Andrés con los ojos como platos. Cumpliendo con su palabra, había llegado a la pensión en poco más de tres cuartos de hora y ahora compartía con ella una taza de caldo caliente, abrazados los dos en el sofá del salón, mientras le relataba lo que había averiguado sobre el paradero de Justice.
—Su expediente señalaba que un par de meses antes de encontrarlo nosotros, lo habían detenido en la puerta del supermercado y le habían advertido que, si no era capaz de regularizar su situación en España y volvían a pillarle sin papeles, sería enviado de vuelta a su país de manera inmediata, sin juicio ni leches, porque, al parecer, la primera vez te ponen un abogado de oficio, pero la segunda ya es un delito y te deportan automáticamente.
Cecilia estaba horrorizada.
—Le dijeron que estaba de enhorabuena, que iba a volver a casa por Navidad. Había que llenar un Boeing 737 de inmigrantes ilegales y todavía quedaban cien plazas libres; por eso andaba la policía deteniendo de manera indiscriminada a todo subsahariano que encontraba por la calle, tratando de entenderse con ellos en suajili o en bantú si no daba buen resultado el socorrido spanglish de las fuerzas de seguridad del estado.
»El avión partió de Torrejón de Ardoz esa misma tarde con doscientos inmigrantes ilegales a bordo. Todos ellos tienen la entrada prohibida en España hasta que pasen, al menos, tres años desde su expulsión.
—¡Tres años! —exclamó Cecilia—. Eso es una eternidad, Andrés, no creo que Noelia pueda resistir tanto tiempo sin ver a Justice.
Por un instante se hizo el silencio.
—Te sorprendería la capacidad humana para sobrevivir en las peores condiciones —reflexionó Andrés, de repente melancólico—. Uno cree que la vida deja de tener sentido cuando te separan de tus seres queridos, que ya no hay nada por lo que luchar ni por lo que sentir, pero te aferras a este mundo, Cecilia, a pesar de todo, por el puto instinto de supervivencia, porque al final somos animales y estamos naturalmente diseñados para perpetuar nuestra especie.
El discurso había sido tan derrotista como inesperado. Cecilia se apartó de su abrazo y lo miró a los ojos.
—¿Eso es lo que sientes tú conmigo? ¿Que estamos perpetuando nuestra especie?
—No somos más que animales, Cecilia.
—Claro que somos animales —concedió ella—, pero tenemos alma. Por eso somos capaces de amar y de muchas otras proezas. Somos capaces de reír, de llorar, de perdonar, de recordar; y sí, también somos capaces de sobrevivir a nuestros seres queridos, porque el amor los hace eternos. Yo, por ejemplo, a veces me encuentro con mis abuelos por el pasillo.
Andrés Leal la enfrentó igual de atónito.
—¿Tú crees que existen el cielo y esas pijadas?
—Lo sé de buena tinta.
Después de semejante exposición de principios, Cecilia y Andrés regresaron al abrazo en el sofá y a la conversación que había derivado hacia esos derroteros.
—El caso de Justice es de libro —se lamentó Andrés—. Entró de manera ilegal, fue detenido y advertido hace meses, carece de permiso de residencia y de trabajo, no tiene ningún arraigo familiar… Es que no tiene defensa, el pobre.
—¿Con arraigo familiar te refieres, por ejemplo, a tener un hijo? —quiso saber Cecilia, a quien de pronto se le había encendido la luz de la esperanza.
—Sí, un hijo o una mujer española. En esa circunstancia existe un supuesto llamado agrupación familiar, al que podría acogerse, pero tendría que demostrar que lleva tres años en España y que tiene trabajo.
—¡Eso se podría documentar! —Cecilia saltó del sofá—. Lo de los tres años se lo firmo yo, aunque tenga que cometer perjurio, y lo del trabajo se lo resuelves tú en dos patadas. ¡Le contratas en Miguel Ángel Buonarroti, y listo!
Andrés Leal carraspeó.
—A ver, pedazo de pan —dijo—, las cosas no son tan fáciles. Para empezar, es ilegal contratar a un inmigrante sin papeles, lo cual es, ni más ni menos, la pescadilla que se muerde la cola: sin papeles no hay trabajo y sin trabajo no hay papeles. Y para seguir, no existe familia a la que arraigarlo, a no ser que quieras adoptar a Justice, y me temo que al ser mayor de edad, va a ser imposible.
—Ese punto también tiene arreglo —sonrió misteriosa.
Justice pasó diez horas en un calabozo y ocho en un avión, lamentándose, como el resto de sus compatriotas, de su mala suerte. Algunos lloraban, impotentes, otros simplemente miraban al frente, con la vista perdida en algún horizonte descolorido, que se desdibujaba según iban pasando los minutos.
Él resistía, erguido, con la dignidad del guerrero, porque todavía podía oler el perfume de Noelia en su piel. Descendió del avión en Nairobi y, desde el primer instante en que sus pies tocaron tierra, en cuanto fue puesto en libertad, comenzó a idear el modo de regresar a su lado.
El que hace un cesto, hace cientos, dice el refrán, y Justice había aprendido algunos trucos por el camino. Sabía que la mejor manera de entrar en España era por vía marítima, así que puso rumbo a Marruecos, donde buscaría una patera que le cruzara el estrecho. Volvería como el perro abandonado que atraviesa el mundo y se planta en la puerta de su casa moviendo la cola y dando saltos de alegría, sin sospechar que su amo, aquel a quien él nunca traicionaría, cerró la puerta del coche después de echar gasolina y se alejó mirando por el retrovisor para asegurarse de que él no le seguía. El perro que ensucia, el perro que ladra, el perro que come, el que nadie saca a pasear y nadie quiere. El que sobra y molesta a los vecinos.
—Y del robo, ¿te dijeron alguna cosa?
—Nada.
—¿No llevaba las joyas encima, ni el dinero, cuando lo detuvieron?
—Nada.
—¿Y si no fue él?
—Fue él, Cecilia. —Andrés no tenía duda—. La cuestión es encontrar el escondite donde guardó lo que os robó. Habrá que registrar bien la cabaña, escarbar en el huerto… Probablemente pensaba vender las joyas, pero no tuvo tiempo.
Cecilia se irguió de repente.
—O tal vez alguien las encontró, se las quedó y no nos dijo nada —reflexionó. Y entonces le vinieron a la mente las palabras de Catalina: «Tenemos que acorralar a Azucena y obligarla a confesar de qué va todo esto»—. Catalina y yo tenemos una candidata —dijo misteriosa.
—¿Catalina?
—Ha hecho algunas averiguaciones al respecto —aclaró.
—Me la encontré en el juzgado —recordó Andrés—. Le pregunté a mi amigo, el picapleitos, qué estaba haciendo allí.
—Estaría investigando. Le encanta hacer de detective.
—Pues no, nada de eso —replicó Andrés—. Por lo visto estaba pagando la fianza de su padre. ¿Sabías que su padre anda metido en líos?