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SE DEBERÁ RECAPACITAR SERIAMENTE ANTES DE TOMAR UNA DECISIÓN QUE PUEDA HACER PELIGRAR LOS CIMIENTOS DE LA PENSIÓN

Por alguna extraña razón, a Cecilia le aterraba responder a las llamadas de su madre. No siempre había sido así. Al contrario; al principio de su matrimonio fracasado, solía mantener con ella largas conversaciones sobre temas tan dispares como la vida cotidiana en Águila o la mejor marca de detergente para el lavavajillas. Ahora se preguntaba si aquellas charlas eternas habían tenido algo que ver con la desidia de su relación conyugal. Desde el comienzo de su nueva vida, es decir, desde que puso la primera piedra de su flamante pensión, levantar el auricular del teléfono y marcar los nueve dígitos que la conectaban con Rosa Quintana era un esfuerzo de la voluntad.

Pero aquella noche no tuvo más remedio que atender al irritante tono de llamada —idea de Andrés Leal— que resonaba por toda la casa desde el altavoz de su móvil: «¡Coge el teléfono, coge el teléfono!».

—Cecilia, hija —le soltó su madre a bocajarro—, tu padre y yo tenemos una curiosidad que no podemos con ella: ¿ese doctor Leal es tu novio o algo así? Lo digo por la manera como le mirabas y por como se te insinuaba él todo el rato.

—Mamá —empezó a protestar Cecilia.

—Si no es que nos parezca mal —la tranquilizó—. Nos gustaría mucho que fuera verdad, porque me dio muy buena impresión. Médico, además, con una carrera importante… Qué pena lo de la cojera, ¿verdad? ¿Sabes cómo se hirió la pierna? A mí se me ha ocurrido que tal vez en algún acto de servicio, salvando vidas en alguna guerra o por la explosión de una mina de ésas, antipersona.

—Es un amigo —logró intercalar Cecilia en medio de la perorata de su madre—. Un amigo especial, sí. Pero novio, novio, no es.

—… Todavía —remató aquella madre desesperada.

—De momento, amigos nada más, mamá.

Advirtió cómo tapaba el auricular del teléfono con la palma de la mano y le refería a su padre: «Dice que sólo amigos, pero yo te aseguro que está colada por él».

—Tu padre te manda muchos besos —le dijo—. Se va a la cama.

—Dile que le adoro.

—Y ahora que estamos las dos solas —bajó la voz—, quisiera contarte una cosa rarísima. No me tomes por loca, Cecilia, pero es que cuando estuve en tu casa me pasó algo muy extraño.

Rosa Quintana juraba que no estaba dormida y que lo que estaba a punto de detallarle a su hija, en voz baja —no la fuera a escuchar su marido y creyera que definitivamente había perdido la cabeza—, no había sido el producto onírico de una mala digestión, sino una realidad tan sólida y cierta como que la Tierra es redonda y no plana. Era noche cerrada, le dijo. Natalia Pomar de Valdivia descansaba a su lado y en la habitación flotaba un desagradable olor a fábrica de tabaco y destiladora de whisky. Estaba desvelada, le explicó, porque su compañera de cuarto había hecho, al llegar, un ruido atronador y acto seguido se había puesto a roncar con un escándalo de bramidos, mugidos y bufidos de tal calibre que le había sido imposible conciliar el sueño y llevaba varias horas dando vueltas en la cama considerando la posibilidad de bajarse a dormir con su hija a la cabaña —al oír estas palabras a Cecilia se le puso la carne de gallina—, cuando notó que alguien le acariciaba el pelo.

No había sido una sensación física, aclaró, sino una percepción metafísica, sobrenatural. Porque mano como tal no había, ni dedos que le rozaran la cabeza y que pudieran, en algún caso, enredarse en un mechón, no. Pero del mismo modo que uno se siente acompañado en algunos momentos de angustia y piensa: «No estoy solo, mis seres queridos velan mi soledad», ella había reconocido el frío repentino que precede a las apariciones de los llamados ectoplasmas, acompañado de un hedor como de cosa muerta —que tal vez procedía de su compañera de cuarto, pero tal vez venía del más allá—, y finalmente había sucedido eso: que alguien le había acariciado el pelo.

Se había incorporado entonces en las almohadas y a contraluz había creído ver la silueta inconfundible de su madre, la abuelita Teresa, vestida con un delantal de flores, zapatillas de andar por casa y pañuelo de seda anudado al cuello, atuendo este que le había parecido muy poco apropiado para pulular por la eternidad, sobre todo porque la pobre había insistido horrores en que, llegado el momento, la enterraran con el hábito de las carmelitas descalzas y sus deseos habían sido escrupulosamente respetados al igual que el resto de sus voluntades últimas.

A pesar de esta incongruencia, Rosa Quintana sostenía que era ella, con su nariz de siempre, un poco aplastada, y el pelo completamente blanco de los últimos años, pero que ahora estaba rodeada de luz y caminaba sin pisar el suelo, que más bien flotaba, y que por eso no hizo ningún ruido cuando abrió la puerta y la animó a que la siguiera fuera del cuarto.

Detrás de la puerta, eso lo juraba por lo más sagrado, las estaba esperando el abuelito Miguel con atavío de jardinero: las botas de agua en los pies, las tijeras de podar enganchadas en el cinturón y fumando en pipa. El aroma a madera vieja y a humo de tabaco la había trasladado de vuelta a su niñez, aseguraba; de hecho, había notado que el suelo perdía la habitual distancia que lo separaba de su cabeza adulta y se situaba mucho más cerca, como si, de repente, ella midiera un metro veinte y tuviera algo así como siete años.

El abuelito había metido la mano en la pared del baño y había sacado colgando del dedo índice una cadenita de oro.

—Entonces me la colocó alrededor del cuello, como si fuera una condecoración: el primer premio a la puntualidad en el colegio o la medalla de oro en los Juegos Olímpicos, digo, por la solemnidad con la que me la imponía.

Lo de acariciarle el pelo, sospechaba, podría ser resultado inconsciente de la extraña actitud de la asistenta, ya que ella también salía en la escena: estaba del otro lado de la pared del baño, pero como la puerta se había quedado entreabierta, podía observarse que Azucena pasaba las páginas de un viejo álbum de fotos y todos ellos se movían con el aire que levantaba la cartulina al caer.

Lo siguiente que recordaba era su propia imagen reflejada en el espejo del cuarto de baño, despatarrada encima del retrete, con medio culo atascado en la taza y el camisón arrugado. Se había puesto en pie, había mirado en derredor y en ese momento no había entendido qué estaba haciendo allí ni cómo había acabado apoltronada en el excusado.

—He ido recomponiendo la escena poco a poco. —Rosa Quintana trató de adaptar su relato a los parámetros de una lógica inexistente—. Durante estos días he reflexionado mucho, Cecilia, sobre los seres queridos y su voluntad de hacerse entender desde el más allá. Creo que mis padres quieren decirme algo importante. Algo que tiene que ver con esa medalla que encontraste emparedada.

—¡Qué cosas, mamá! —fue lo único que se le ocurrió responder a Cecilia ante semejante exposición de misterios.

—¿Pero tú me crees?

—Sí —le aseguró—. Yo también me he cruzado alguna vez con los abuelitos por el pasillo. Se les ve felices, ¿verdad?

—Eso sí —reconoció Rosa.

Y Cecilia se dijo que había llegado la hora de ponerse en camino.

Pero antes de emprender viaje, consideró que era necesario aclarar algunas cosas con Andrés Leal, porque lo más probable era que a su madre le diera un primer síncope cuando se enterara de su verdadera procedencia biológica y de sus lazos de sangre con Azucena, y un segundo síncope cuando supiera que en unos meses tendría una nieta —tampoco biológica en este caso, se apresuraría a aclararle— que la convertiría a ella en madre soltera.

Para contrarrestar los dos síncopes, había pensado en ofrecerle alguna noticia más a su gusto a la que pudiera aferrarse para minimizar el efecto de las otras, y la única que se le ocurrió lo suficientemente feliz para evitarle el desmayo fue la presencia de Andrés Leal en su vida. Por eso decidió que era urgente mantener una conversación con él, incómoda pero necesaria, para saber de qué modo y con qué ritmo habría de ir introduciendo su existencia en la de sus padres.

—¿Entonces somos novios o qué?

La pregunta quedó flotando en el aire caldeado del salón mientras Andrés Leal trataba de procesar la avalancha de novedades que acababan de caerle sobre los hombros como lluvia de granizo.

Cecilia le había pedido que fuera a verla, que «tenían que hablar» y él, por un momento, había temido que quisiera romper su relación. Pero sus miedos se desvanecieron en cuanto ella salió a abrirle sonriente y guapísima, embadurnada de ese empalagoso olor a velas de vainilla y magnolia, con un beso apretado que le hizo tambalearse sobre las tablas del porche. Entonces Andrés se hizo la ilusión de que aquélla era una invitación al pecado, que lo de «hablar» era un eufemismo y que Cecilia obedecía a una llamada de la carne. Pero también se le vino la idea abajo cuando ella lo empujó al salón, cerró la puerta, la atrancó con una silla del comedor y le pidió que se sentara, no fuera a marearse de la impresión.

«Voy a ser madre», le soltó, y Andrés sintió que la tierra temblaba bajo sus pies, se abría en canal y se lo tragaba junto con su perro, Cecilia y la pensión.

—¿Estás embarazada? —acertó a balbucear, mientras notaba cómo le subía la presión arterial.

—No, tonto —respondió ella con una risa saltarina, y luego pasó a relatarle la escena de Noelia pidiéndole entre lágrimas que se hiciera cargo de la niña Teresa, a la cual, a esas alturas, le habían salido ya cejas y dedos, y de vez en cuando se chupaba el pulgar. Le explicó que aquella criatura sería, a todos los efectos, hija suya; sería su madre de acogida, su tutora legal y la abuela de sus hijos, cuando los tuviera.

La verdad es que tal vez fue un poco brusca con Andrés —a él que tanto le costaba digerir los cambios—, lanzándole aquella bomba sin medir las consecuencias. Luego, cuando él se hubo marchado, tuvo tiempo para reflexionar y entender que reaccionara de la manera en la que lo hizo: levantándose del sofá sin pronunciar una sola palabra y saliendo de la casa dando tumbos.

Tuvo mucho tiempo para darse cuenta de que una decisión como aquélla debería haberse tomado en pareja, si es que eso eran ellos: una pareja, y no un apaño para remediar la soledad. Por eso le preguntó si eran novios, porque hasta ese momento no estaba claro hacia dónde iban, ni qué figura geométrica formaban los dos juntos. Su amor acababa de salir del armario, como quien dice; y si en la incertidumbre de su futuro en común se había cruzado la certeza de la maternidad, ¿qué se suponía que debería haber hecho ella?

La primera semana se cansó de esperar a que él la llamara o fuera a verla; la segunda, se acercó en su coche al piso de Juan Bravo y encontró la puerta cerrada y el correo amontonándose ya en el buzón de la portería. La tercera semana recibió una nota —tan breve que Cecilia se negó a llamarla «carta»— en la que Andrés le pedía perdón por haber desaparecido de ese modo tan brusco y por toda explicación le contaba que se había embarcado en su velero con Bicho y que esperaba llegar al puerto de Tánger en menos de un mes, si bien ese cálculo dependía de los vientos y de las corrientes y del estado de la mar. Sabía —se lo había soplado un funcionario de inmigración, amigo de un amigo— que durante su encierro en el calabozo de Madrid, Justice había jurado a voz en grito que regresaría a España, y dado el historial del muchacho, sólo se le ocurrían dos maneras de que lo intentara: o bien saltando la valla de Melilla, o bien a bordo de una patera. El plan de Andrés era dar con él y traérselo de vuelta escondido en su barco. Así de simple.

Se despedía de Cecilia diciéndole que un hijo necesita un padre y que él no estaba seguro de poder serlo para nadie. Y que, por otra parte, la travesía le ayudaría a encontrar una respuesta para su pregunta, porque tampoco confiaba demasiado en sus habilidades como novio.

—Andrés ha ido a rescatar a Justice —le contó Cecilia a Noelia, poniendo la misma voz con la que pensaba contarle cuentos de hadas a su futura hija—. Dice que Teresita necesita un padre.

—¿Y no quiere ser él su padre? —preguntó Noelia decepcionada.

—Me parece que no. Que prefiere traer al auténtico padre de una oreja.

Tuvo mucho tiempo para compartir angustias y dolores con Noelia, ahogándose las dos en las estrecheces del dormitorio por el que los días pasaban como nubes grises, descargando a veces lágrimas de lluvia, otras terribles tormentas de rayos y truenos. Cada una añorando un amor difícil, soñando con el día en que la tempestad remitiera y se abriera sobre ellas un cielo roto por mil rayos de luz.

Cada dos semanas escuchaban el latido de la niña Teresa cada vez más alto y fuerte, y todos los días sentían sus movimientos dentro de la pecera en que se había convertido el vientre de Noelia.

Tuvo tiempo hasta para odiar a Andrés y renegar del día en que le abrió la puerta de su casa y le permitió entrar. Para maldecir, sobre todo, la palabra «adelante», el color blanco y el adjetivo «morena», siendo ella, de toda la vida, castaña sucia.

Las buenas noticias eran escasas e insignificantes; hoy hace sol, mañana es viernes; los miedos, inmensos; la incertidumbre, ancha y larga como un desierto o un océano; la vida en la pensión, silenciosa y vacía: Ivana labrándose un futuro financiado por su solvente marido y Azucena aguardando paciente el momento apropiado para recuperar a su hermana perdida —«No hay prisa, Cecilia. Hemos tardado sesenta y cuatro años en reencontrarnos y digo yo que esperar unos meses más no nos hará daño»—. Tuvo tiempo para fingir que nada importaba y salir a la calle como si Andrés Leal jamás hubiera existido; y tiempo para arrepentirse y echarle de menos, tiempo para desesperarse y tiempo para recuperar la esperanza. Y finalmente, antes de morirse de pena a los cuarenta y tres, tuvo tiempo para tomar una decisión temeraria.