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NO SE PERMITEN SECRETOS, INTRIGAS NI ENGAÑOS

El 20 de julio, día en que se abría el plazo de inscripción en la Universidad Complutense de Madrid, era la fecha límite que Cecilia se había marcado para dar por concluida la reforma de la casa. Para entonces cada mueble debería estar en el lugar que le correspondía, cada sábana colocada en su cama y cada plato en su alacena, las toallas bien dobladas y las cortinas listas para revista.

Noelia llamó unos días antes para anunciar su visita. Dijo que aprovecharía el viaje a Madrid para pasarse por la pensión y elegir su cuarto, y quiso saber si Cecilia había trasladado ya sus libros a la buhardilla y si seguía en pie la promesa de prestárselos. También le sugirió que escribiera una nota de esas que llevan el número de teléfono escrito debajo en pequeñas tiras, y se ofreció para colgarla del tablón de avisos de su facultad.

—¿Y qué pongo? —le preguntó Cecilia, a la que ni en mil años se le habría ocurrido hacer algo semejante.

—«Se ofrece alojamiento para estudiantes en pensión femenina». O: «Alquilo cuartos para chicas en pensión estudiantil cerca de la universidad». Cualquier reclamo es bueno.

Pero Cecilia había pasado la noche en vela tratando de explicar en una sola línea lo que significaba para ella aquel vuelco de su vida. Ni la casa de los abuelos era una pensión al uso ni sus expectativas como propietaria eran las habituales. Al final, se decidió por la siguiente nota: «Ofrezco dos habitaciones preciosas en la pensión más bonita del mundo», y la escribió con un Rotring negro de punta fina en una cartulina de color lila. A Noelia le pareció bastante cursi, pero su única objeción fue que no explicaba bien a qué tipo de inquilinos iba dirigida la oferta.

—Está clarísimo —protestó Cecilia—: chicas dulces, sensibles, románticas, como tú. ¿Quién si no iba a responder a este anuncio?

En cambio, la afirmación de que aquélla era la pensión más bonita del mundo no le había planteado a Noelia el menor problema. Para ella, lo mismo que para Cecilia, la casa era perfecta.

La cancela estaba recién pintada de blanco y la verja estaba cubierta de rosales. Un camino de piedra llevaba hasta la puerta de entrada, resguardada al final de tres escalones bajo un porche de madera. A ambos lados de la puerta se abrían sendas ventanas con marcos blancos; la de la derecha daba al salón; la de la izquierda, a la cocina.

La escalera, blanca, dividía el espacio en dos, como la raya de un peinado. Aquí y allá había algunos detalles de color: el delicado bordado en un cojín, un adorno en el visillo o el remate de una alfombra, de manera que el blanco continuaba siendo el rey y el resto de la paleta de colores sus abnegados súbditos. Del mismo modo, en el primer piso, aquel blanco roto, cálido, óseo, se dejaba contaminar de ocres, grises o índigos; los tonos que daban nombre a cada una de las habitaciones.

La que escogió Noelia era la más grande, la que daba al jardín, la habitación donde habían dormido los abuelos durante treinta y cinco años. El suelo había sido lijado, decapado, encerado, de manera que sus huellas habían desaparecido definitivamente. Junto a la cama, ocupando toda la pared de la izquierda, había un armario empotrado cuyas puertas habían sido también decapadas, mezclando el blanco con el azul, lo mismo que ocurría con el resto de los muebles: los cabeceros de madera, las mesitas de noche, el pupitre romántico y la silla de rejilla. A la derecha del armario estaba la puerta que daba al cuarto de baño, coqueto, femenino y cubierto de espejos. Las toallas eran azules, porque «Agua» era el nombre de aquella habitación.

—¿Antes de decidirme por esta puedo ver las otras? —había solicitado Noelia.

Y Cecilia la había guiado por el estrecho pasillo hasta la parte de atrás, la que daba al huerto y al cobertizo convertido en cabaña donde vivía Justice. Los nombres de los otros dos dormitorios eran «Tierra» y «Fuego», y compartían el blanco de las paredes y el decapado del suelo y los muebles, pero se distinguían cada uno por el tono de los detalles y el color de las toallas.

Noelia se asomó a la ventana. Contempló la vista desde allí: la calle de La Lanzada perdiéndose en un bosque de sicomoros y la parte del jardín que quedaba al otro lado de la casa, donde un muchacho negro, azada en mano, trabajaba en un pequeño huerto. Al verlo le vinieron a la mente, como buena novelista, las escenas cruentas de El color púrpura, de Alice Walker, los campos de algodón y el sol cayendo perpendicular como una abrasadora centella contra la tierra reseca. Pero entonces el chico rompió a cantar ayudándose del sonido de su lengua y las palmas de las manos contra el pantalón vaquero, y bailó una danza tribal y rítmica: el ir y venir del tren, shosholoza, abarrotado de trabajadores sudorosos que regresan a casa; y fue como si el cielo se abriera y comenzara a derramar agua sobre el mundo, o como si África entera se hubiera trasladado de repente a España y se hubiera condensado en ese vergel sembrado de patatas.

—¿Quién es ése? —logró articular Noelia.

—¿El chico que cuida del huerto? —comprendió Cecilia al ver la expresión de su mirada—. Se llama Justice. Es de Kenia y vive en esa cabaña de ahí. Se ocupa del mantenimiento de la casa, del jardín y del huerto. ¿Te lo presento?

—Vale, pero dile que se ponga una camisa o algo, ¿no?

Lo que a Cecilia, por cotidiano, le había pasado inadvertido, había hecho mella en Noelia: Justice trabajaba descalzo y con el torso desnudo, igual que siempre, igual que en Kenia, igual que en las fantasías de cualquier mujer que no lo considerara una especie de hijo adoptivo.

Mientras Cecilia bajaba por las escaleras en busca de Justice, Noelia se lanzó al espejo, abrió el bolso, se coloreó las mejillas, se peinó la melena, se estiró el vestido, se aplicó brillo en los labios, colonia en el cuello y una fingida expresión de desmayo en la cara. Después bajó lentamente, apoyándose en la barandilla blanca, el pelo flotando, el vestido flotando, las piernas flotando. Justice creyó que aquella chica estaba hecha de porcelana. Que si se tropezaba y se caía rodando, se rompería en mil pedazos. Y desde ese mismo instante y para siempre, se propuso protegerla hasta de las corrientes de aire.

Si Cecilia vio venir el drama que se avecinaba, o bien no fue consciente de ello o no quiso serlo. Entendió que darse por enterada del instantáneo flechazo que acababa de presenciar, hubiera supuesto tener que escoger entre Justice y Noelia, y no estaba dispuesta a renunciar a un solo personaje de su nueva película.

Con los pelos de punta y la piel de gallina, resultado de la descarga eléctrica que acababa de sacudir los cimientos de la casa, Cecilia alegó en su defensa que bastante difícil le estaba resultando conservar a Andrés Leal como para tener ahora que empezar a pensar en tácticas paralelas. Cada cosa a su tiempo, se dijo, porque no era cuestión de poner el parche antes que la herida.

Leal se había presentado sin avisar unos días antes, cojeando más de lo habitual y tirando de la correa de Bicho, que, por alguna extraña razón, se resistía a atravesar la cancela.

—Cecilia, te hago entrega oficial de las llaves de tu casa —le había dicho impostando la voz—. Con Justice y Bicho como testigos de este histórico momento, y con la satisfacción del trabajo bien hecho. Como puedes comprobar, yo tenía razón en todo: el color de las paredes, el mármol de los baños, las vigas de la buhardilla y hasta la cabaña del Lerele.

Después, había depositado en las manos extendidas de Cecilia, con gran ceremonia, reverencia incluida, una caja de cartón que contenía tres juegos de llaves y tres llaveros con las iniciales MA y una reproducción en plástico de la Piedad de Miguel Ángel.

—¿Entonces éste es el final? —había comprendido Cecilia—. ¿Hemos terminado la obra?

—Eso es. Enhorabuena —había respondido él.

—¿Y qué vas a hacer ahora? ¿Vas a empezar otra reforma?

—No —había dicho él—. No tengo ningún proyecto nuevo hasta septiembre, así que me tomaré unas vacaciones y me llevaré a Bicho a navegar.

La expresión de Cecilia se había ensombrecido un poco cuando descubrió a Justice haciendo señales de mímica a sus espaldas: con un discreto movimiento de la cabeza, parecía animar a Leal a invitarla a bordo del solitario velero, pero éste no se daba por aludido, o al menos disimulaba lo violento de la situación desviando la mirada hacia otro lado. Se hizo un silencio incómodo entre los tres.

—Buena suerte —había dicho finalmente Cecilia con una sonrisa forzada.

—Vendremos a veros a la vuelta —había asegurado Andrés Leal antes de emprender la marcha.

Y sin más esperanza que aquella vaga promesa, Cecilia lo había dejado ir, caminito del río, perseguido a corta distancia por su perro.

—¡Andrés! —gritó cuando ya Leal estaba a punto de cerrar la cancela.

—¿Qué?

—¿Qué hago si se explota una tubería, o si se estropea la caldera, o si se atasca un grifo, o si se quema el horno, o si se descuelgan las cortinas o si se corta el gas?

—Pues me llamas.

—¿Te llamo?

—Claro.

Y eso había sido todo. Ahora sólo faltaba que el día menos pensado, probablemente en septiembre, alguien se olvidara de cerrar el grifo de la bañera y saliera una gotera enorme en el descansillo de la escalera. ¡Cuántas averías iba a haber en esa casa —suspiró Cecilia—… cuántas averías!

Andrés Leal, por su parte, volvió a notar la incómoda sensación de angustia que durante los últimos meses le oprimía el pecho. Como cada tarde, desde el mismo día en que se peleó con Cecilia por primera vez, entró en su casa sin hacer ruido, cerró los ojos, metió la mano en el bolsillo de su pantalón, respiró hondo, sacó la alianza y se la colocó en el dedo anular de su mano derecha, donde un pequeño pliegue de la piel la esperaba impaciente.

Ni en un millón de años habría creído Cecilia que su tarjeta color lila iba a dar tan buen resultado, y tan deprisa. No habían pasado ni dos horas desde que se había despedido de Noelia y ya estaba sonando su móvil con una insistencia tremenda.

—¿Sí?

—¿La pensión más bonita del mundo?

—La misma.

Catalina Carrión de los Condes, la chica de las tres ces, llegó puntual, a las siete de la tarde, tal y como había quedado con Cecilia por teléfono.

Era menuda, morena y muy espabilada. Había encontrado la casa sin problemas, a pesar de las torpes indicaciones de su futura casera. Se presentó con un timbrazo y un fuerte apretón de manos, una sonrisa blanca y abierta, una naturalidad de años y años de amistad y la decisión tomada de quedarse a vivir en la pensión.

De no haber sido porque Justice acababa de caer rendido de amor a los pies de Noelia, muy probablemente se habría prendado de Catalina, de sus ojos vivarachos, su voz cálida y apasionada, sus andares de india comanche, sus ideas alocadas, su mentalidad de disparate y su deseo de convertirse algún día en la Agatha Christie del siglo XXI.

—No conozco a Noelia Villanueva de Campos —respondió a la pregunta de Cecilia—. Pero si me das dos horas, te investigo lo que quieras: antecedentes penales, historial médico, informes de morosidad, ¿va por ahí la pesquisa?

—No, gracias —se asombró Cecilia—. Te lo preguntaba porque estudia en la misma facultad que tú y es la inquilina de la habitación azul. Era simple curiosidad.

—Ah. Pues no. No la conozco. Pero supongo que haremos buenas migas. ¿Ella también quiere ser escritora?

—Eso creo. Aunque ella prefiere el género romántico.

—¿Romántico? No me digas. ¿Gilipolleces de vampiros y ángeles caídos o en plan Las cincuenta sombras?

—No sé. Por lo poco que la conozco, me da la sensación de que más bien tipo Mujercitas.

Se había decidido por la habitación «Tierra»; más que nada porque el cuarto de baño tenía una tina antigua con pies de bronce y, al parecer, Agatha Christie solía encontrar la inspiración mientras se bañaba, al tiempo que comía manzanas verdes. ¿O era uno de sus personajes? La verdad es que poco importaba. Aquel lugar era fantástico, algo sombrío y muy silencioso. Con su escritorio anticuado, su armario decimonónico, sus visillos de encaje y las mesitas de noche con hueco para el orinal y tapa de mármol. Ni en mil años hubiera soñado ella con encontrar un dormitorio como aquél.

—¿No hay libros en esta casa?

—Claro que los hay.

Cecilia condujo a Catalina escaleras arriba hasta la buhardilla. La habitación frente a la escalera, la que se abría a una amplia terraza de baldosas rojas, era la suya. Esperaba de sus inquilinas respeto absoluto y mucha intimidad.

—Pero la del fondo, la de la puerta pequeña que recuerda, no sé por qué, a la entrada al País de las Maravillas, la que en lugar de ventana tiene un tragaluz, es la biblioteca. Tiene las vigas de madera vista, las cuatro paredes cubiertas de estantes y los cuatro estantes abarrotados de libros. La mayor parte son obras de ficción, pero también hay ensayos y poesía, algo de teatro, una enciclopedia de arte, otra de medicina, una colección de libros de historia, muy divulgativos, y la obra completa de Oscar Wilde, que es mi autor favorito. Los tengo colocados en el más estricto de los desórdenes, y quisiera que siguieran así. Puedes tomar prestados todos los que quieras, siempre que los devuelvas a su sitio cuando los termines.

Catalina no dijo nada porque no podía pronunciar una sola palabra. Se había quedado boquiabierta, patidifusa, ojiplática y estupefacta.

La luz caía en perpendicular, tamizada por el ventanuco oblicuo, y las partículas de polvo bailaban amorosas sobre el poco espacio libre de libros: un reducto de tarima blanca en la que descansaba una butaca de cuero. Había también, a su lado, una lámpara de pie que casi tocaba el techo inclinado, una alfombra de nudos blancos y una mesita de velador. En conjunto, a pesar de que era tan pequeña como el armario bajo la escalera en el que vivía Harry Potter, era la biblioteca más bonita que había conocido jamás.

—¿De verdad puedo subir aquí?

—Cuando quieras.

—¿Mañana?

Catalina se instaló en la pensión esa misma noche. Trajo dos maletas enormes, una de ellas repleta de novelas policiacas. Y sin encomendarse a Dios ni al diablo, las fue intercalando en las estanterías, apretujadas entre los libros de Cecilia, como si al hacerlo las hermanara con el resto de los volúmenes y las convirtiera en parte indisoluble de aquel espejismo literario. Se había dado cuenta de que en la biblioteca de Cecilia faltaban asesinos y cadáveres, enigmas, misterios, pistas y piezas clave, inspectores de policía y ancianas observadoras, cuatro chavales y un perro, detectives británicos, investigadores escandinavos, psicópatas, magnicidas, parricidas y criminales pasionales. Un poco de realidad en medio de tanta bonanza retórica. «La gente es igual en todas partes», como diría Miss Marple.

Cecilia no había contado con la premura de Catalina. Se había imaginado que las inquilinas empezarían a llegar en septiembre, coincidiendo con el comienzo de las clases, y que ella disfrutaría de un verano placentero en su nueva casa. Que tal vez visitaría a sus padres unos días, que buscaría después un agradable hotelito a la orilla de algún rompeolas y que regresaría tostada y relajada a la casa de los abuelos, donde Justice la esperaría con los tomates maduros para el gazpacho. Todavía le correspondían quince días de vacaciones. Necesitaba desconectar del bufete y sus sobresaltos.

Ahora sus planes se habían ido al traste. No podía abandonar su negocio cuando acababa de ponerse en marcha. Se vería forzada a arreglárselas sin Azucena y resolver los estropicios de la obra, si los había, sin la ayuda de Andrés Leal, ya que tanto el uno como la otra se habían despedido hasta septiembre. Tendría que renunciar al mar y a la paz estival.

—¡No me lo creo! —El director de recursos humanos no salía de su asombro.

—De verdad. Este año no me tomo vacaciones en agosto. Me las guardo para luego.

—Oye, Cecilia, si hay alguien que necesita descansar en este despacho, eres tú. ¿Por qué no te vas unos días a la playa?

—No puedo. Estoy muy liada con mi pensión.

—¿No te pasa la pensión tu marido?

—No, hombre, esa pensión no. Digo la casa de huéspedes —explicó ella con voz de sonrisa—. Además, tengo un caso complicado. Un juicio a primeros de septiembre, así lo voy preparando con calma ahora en agosto.

—Pues nada, como quieras. ¿Jornada intensiva?

—Sí, eso sí. De ocho a tres.

—Hecho.

La habitación que llevaba el nombre de «Fuego» y cuyas toallas de ducha eran rojas como teas encendidas, la reservó por teléfono una chica llamada Ivana, que dijo ser ciudadana rusa, beneficiaria de una beca de estudios, y que transfirió dos meses de alquiler por adelantado a modo de señal, para evitar que otra enamorada de las pensiones bonitas le quitara el puesto. Cecilia aceptó sin verla porque tenía voz de persona sensible y dulce, con su acento suave y sus expresiones coloquiales aprendidas en la escuela de idiomas donde estudiaba español desde hacía tres años. Un amigo le había facilitado el teléfono de contacto y ella había sentido el pálpito de llamar ipso facto, porque odiaba los colegios mayores, los pisos de estudiantes y los apartamentos diminutos y solitarios que le habían recomendado hasta el momento.

Cuando, un mes más tarde, Ivana hizo su aparición estelar en la puerta de la pensión, se demostró que «Fuego» era la habitación predestinada para ella: ardiente, tórrida, sofocante; y que, lo mismo que ocurre con las llamas que bailan en las hogueras, uno se quedaba hechizado contemplando el dorado, el rojo, el azul y el verdoso de su lumbre y era imposible apartar la vista de su carne tornasolada.

Entonces se arrepintió Cecilia de su contrato a ciegas. Pensó que una mujer tan atractiva no traería nada bueno a su pequeña pensión. Por culpa de Ivana habría celos, inseguridades, desequilibrios, y tal vez infidelidades y amores contrariados. Ojalá Andrés Leal no la viera nunca. Ojalá no se cruzara jamás con ella por esa escalera de madera blanca o por ese caminito de piedras que llevaba a la cancela. Ojalá no lo descubriera un día volviéndose a mirarle el culo prieto y a decirle groserías como las que le dedicaba exclusivamente a ella.

Un manojo de prejuicios. Una injusticia desorbitada. Las ganas de echarla cuanto antes de la casa de los abuelos con alguna excusa arbitraria y peregrina: el olor de sus pies, el desorden de sus cajones, la inexplicable desaparición de los yogures desnatados de la balda común de la nevera o el timbre de su teléfono móvil. ¡Ay de Ivana si llegara a romper un solo vaso! ¡Ay de ella si se olvidara un solo día la puerta abierta, la luz encendida, el teléfono descolgado!

Pero Ivana, acostumbrada a bregar con estas dificultades, consecuencia nociva de su despampanante belleza, resultó ser exquisita, cuidadosa, delicada, minuciosa, pulcra, primorosa, refinada, distinguida, elegante, impoluta, angelical, detallista, amable, sensible, sumisa, obediente, respetuosa, indefensa y fascinante, para mayor espanto y mortificación de Cecilia, Noelia, Catalina y Azucena y total desconcierto de Andrés Leal, Justice y todo ser humano del género masculino —léase cartero, repartidor de pizzas, compañero de estudios, policía municipal, familiar de alguna de las inquilinas, encuestador o vecino—, que la encontraban arrebatadora.

Pero, para entonces, ya el equipo local jugaba con ventaja, porque en un aquelarre de silencios tortuosos y pensamientos maquiavélicos, sin ser conscientes de ello, se habían puesto todas de acuerdo para hacerle la vida imposible.