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LAS RESIDENTES HABRÁN DE SER JÓVENES ESTUDIANTES SOLTERAS Y SIN HIJOS

El falso doctor Leal diagnosticó gripe vírica contagiosa y recomendó a todo el mundo que abandonara aquella habitación si no quería sufrir la enfermedad en carne propia. Dijo que Noelia tendría que guardar cama al menos una semana y que no era nada conveniente que su madre, esa belleza tan estridente, permaneciera a su lado, ya que poco se podía hacer por la paciente, aparte de surtirla de líquidos y esperar a que remitiera la fiebre.

Estos consejos tuvieron un efecto inesperado en el ánimo de Natalia Pomar de Valdivia. Liberada de sus responsabilidades filiales, la madre de Noelia regresó a su verdadero ser: se despojó de la careta de persona afligida y preocupada, se embutió en unos pantalones elásticos de piel de ocelote, se calzó unas botas negras con tachuelas a juego con el bolso al que bautizó shopping bag, se colocó unas gafas de sol enormes y un montón de bisutería brillante y anunció que se iba de compras y que no estaba segura de si regresaría a comer o almorzaría en un japo, le lanzó un beso desde el descansillo de la escalera a su hija enferma, planteó si no sería mejor cerrar la puerta para que no se extendiera el virus, llamó a un taxi y desapareció por la calle de La Lanzada.

Rosa Quintana, en cambio, se empeñó en quedarse con Noelia toda la mañana aplicándole paños empapados de agua fría en la frente para mitigar la supuesta fiebre, ventilando de vez en cuando la habitación; dándole conversación y tomándole la temperatura cada quince minutos. Después de una jornada de enfermería intensiva, le comentó a su hija Cecilia que la asistenta, Azucena, era una mujer bastante peculiar. Le contó que se había pasado más de diez minutos seguidos mirándola fijamente desde la puerta sin decirle nada, con una sonrisa un poco siniestra, como de persona tarada. «¿No será tortillera, la mujer?», se le ocurrió después de que la asistenta, en un momento dado, se acercara a ella y le acariciara el pelo disimuladamente. Le dijo que le ponía muy nerviosa esa persona tan rara, que a lo mejor era esquizofrénica y, de repente, un día, se olvidaba de tomarse la medicación y las pasaba a todas a cuchillo, que ya había sucedido algo parecido una vez en un hospital de Madrid.

—¿Tú has investigado bien a Azucena? —le preguntó—. ¿Sabes algo de su pasado? ¿De su familia?

—Algo sé —respondió Cecilia, mordiéndose la lengua.

Tal vez hubiera sido un buen momento para ir dejando caer alguna pista sobre su pasado común, pero Cecilia no se sentía con fuerzas para manejar ninguna otra crisis. Bastante tenía ya con la confesión de Catalina y las consecuencias que había traído consigo.

Por unanimidad, se había decidido expulsar a la chica de la pensión. Le habían permitido quedarse hasta el domingo por la noche, para darle tiempo a buscarse algún otro alojamiento y no obligarla a dormir en la calle, pero nadie tenía ganas de seguir compartiendo techo con una ladrona, mentirosa y manipuladora como ella.

Que la información es poder se demostró en su peor versión en la pensión más bonita del mundo: Catalina se libró de una denuncia colectiva gracias a los datos que manejaba. Valía más que el dinero, más que la fuerza, más que la justicia.

Andrés Leal tuvo que dar su brazo a torcer al descubrir el horror en los rostros de Noelia, Ivana, Azucena y Cecilia. Ninguna de ellas estaba dispuesta a delatar a Catalina si ello significaba desvelar sus secretos. Sus dos últimos días en la pensión los pasó relegada al ostracismo, que también es una forma de condena. No se le sirvió ninguna comida ni se le permitió intervenir en las conversaciones de las demás ni sentarse en el sofá ni subir a la biblioteca. Fue un arresto domiciliario en toda la regla. Una despedida sin palabras que se prolongó durante cuarenta y ocho horas de desprecio.

—¿Buscarás a otra inquilina? —quiso saber Azucena.

—Creo que no —respondió Cecilia—. Al menos hasta que nazca el bebé de Noelia, prefiero que no venga nadie más. Serán meses complicados —auguró.

A las doce de la noche, Natalia Pomar de Valdivia descendió de un taxi y llegó dando tumbos hasta la puerta de la pensión. Venía cargada de bolsas, despeinada, sudorosa y, sobre todo, más borracha que un piojo, o eso comentó Andrés con su sabiduría popular. No se le entendía al hablar y le olía el aliento a bodega y vómito. Sin interesarse por su hija ni por ninguna otra cosa que no fuera mantener el equilibrio, subió la escalera con la dificultad de un transeúnte sorprendido por un terremoto, se desplomó vestida sobre la cama y durmió quince horas seguidas. Se despertó a las tres de la tarde del domingo, totalmente desorientada, y volvió a vomitar, esta vez, afortunadamente, dentro de la taza del retrete.

—¡Qué divertido es Madrid! —comentó con una sonrisa enorme ante el asombro del resto de los presentes, que estaban sentados a la mesa terminando de comer—. Águila es un entierro en vida —añadió—. A veces tengo la sensación de haber desaprovechado mi vida, mi juventud. Me casé muy joven, ¿sabéis? Pero yo habría hecho grandes cosas: habría sido actriz, habría conocido mundo, me habría enamorado de un playboy —se rió a carcajadas. Encendió un cigarrillo. Inspiró profundamente y soltó el humo por la nariz. Suspiró—. Al año justo de la boda nació Noelia —se lamentó—. Y ya se me terminó la libertad. Tener hijos es una cárcel —afirmó—. ¿Vosotras no tenéis hijos, verdad? —dijo, refiriéndose a Ivana, Cecilia y Azucena—. ¡Pues qué listas sois! Los hijos sólo traen problemas y preocupaciones, no hay más que ver como estamos estos días, con Noelia en cama. ¡Qué pesadilla!

—Está mucho mejor —intervino Andrés, al que se le llevaban los demonios—. Ya puede usted volverse a su casa tranquila, que la niña en un par de días estará como nueva.

—Le he comprado unos vaqueros pitillo que le van a enamorar —dijo entre volutas de humo.

—Muy oportuno —se le ocurrió comentar a Azucena por lo bajini.

—Pues cuando quieras, nos volvemos a Águila —propuso la madre de Cecilia.

—Subo, le tiro un besito desde la puerta y nos vamos, ¿vale? Así llego a pilates. —Miró el reloj—. Tengo clase a las siete —aclaró.

En cuanto el coche de la madre de Noelia desapareció de la vista, todos los presentes se miraron sin decirse nada, pero entendiéndolo todo. Aquella mujer tan poco maternal era la responsable de la indefensión de su hija. Noelia había crecido sintiendo que sobraba en una casa habitada por la soledad y el silencio. Valentín Villanueva de Campos y Natalia Pomar de Valdivia habían unido sus apellidos en una ristra rimbombante y ostentosa, a juego con su casa elegante, su estilo de vida ocioso y su fortuna heredada. Pero les había nacido una hija inteligente, capaz de descubrir la belleza en el interior de las personas, de querer a cada cual por lo que es y no por lo que tiene, valiente hasta el punto de arriesgarlo todo por su amor hacia Justice y por el hijo que llevaba en su vientre.

Ivana fue la primera en levantarse de la mesa. Taciturna, subió la escalera y llamó a la puerta de Noelia, a la que encontró —como era de esperar— empapada en llanto.

Se sentó a su lado, le alcanzó los pañuelos de papel y, para sorpresa de Noelia, que estaba convencida de que la rusa la despreciaba por algún extraño motivo, le tomó la mano entre las suyas.

—Siento mucho haber sido tan injusta contigo —le dijo—. Quisiera pedirte perdón.

—¿Perdón? —se extrañó Noelia—. No te entiendo, Ivana, tú nunca me has hecho nada malo. He sido yo la que he procurado mantenerme lejos de ti. A tu lado me siento tan poca cosa…

—Cada vez que te miraba, Noelia, yo sentía una rabia visceral. Tú has nacido con la vida resuelta y en cambio yo he tenido que sobrevivir de la manera más humillante que te puedas imaginar. Te deseaba todos los males del mundo.

—¿Y ya no?

—Ahora te entiendo. Tu indefensión es la mía, tu soledad es mi compañía. ¿Podríamos intentar ser amigas? Déjame que te cuide mientras estés en cama. Y luego, cuando nazca tu hijo, por favor, cuenta conmigo para lo que necesites.

Las lágrimas volvieron a rodar por las mejillas de Noelia.

—Este niño lo que necesita es una familia, un hogar, una estabilidad —le dijo—, y no creo que ninguna de las dos podamos ofrecerle eso. Al menos no en este momento de nuestras vidas.

—Qué lástima que los embarazos duren nueve meses y no nueve años —suspiró Ivana y, antes de levantarse y dejar a Noelia hecha un mar de dudas, añadió, acariciando su anillo de boda—: Pero ya verás cómo encuentras una solución. Si piensas con el corazón, darás con la respuesta. La vida, a veces, hace regalos inesperados.

Un poco más tarde, cuando Cecilia llamó a la puerta, le extrañó mucho encontrar allí a la rusa —que ya se iba, según aclaró un poco azorada— y a Noelia tan llorosa.

Se mordió el labio inferior, permaneció un rato callada, aguardando a que la chica recuperara la calma, y entonces Noelia rompió el silencio de repente, y las palabras que brotaron de su boca provocaron una auténtica conmoción en la existencia de Cecilia.

—Te lo ruego, Cecilia, sé tú la madre de mi hijo. No se me ocurre nadie mejor que tú para serlo. Yo tengo dieciocho años y una familia que jamás aceptará lo que está ocurriendo. No tengo nada que ofrecer a este bebé.

Cecilia tomó asiento a los pies de la cama. Por su cabeza pasó su vida como una ráfaga de viento: los doce años de intentos infructuosos para quedarse embarazada, la ridícula visita a la clínica de fertilización y, sobre todo, la frase que repetía Azucena una y otra vez: «Los hijos le caen a una en la vida cuando menos se lo espera y no siempre llegan por el mismo conducto».

Noelia acababa de regalarle un hijo. Ni más ni menos. «Tú lo adoptas, le das tu apellido, le pones el nombre que te dé la gana y le enseñas a que te llame mamá. Dime que sí, Cecilia, te lo pido de corazón, eres mi única esperanza».

—La llamaré Teresa, como mi abuela, o Miguel, como mi abuelo —dijo Cecilia después de un minuto de silencio—. La colmaré de caprichos, la querré como si hubiera salido de mi propio vientre, y crecerá aquí, en esta casa, o en la casa en la que Dios quiera que me toque vivir; irá a la universidad, será libre, valiente y afortunada. Te lo aseguro, Noelia, será feliz. Mucho más de lo que tú o yo hayamos soñado llegar a serlo jamás. Pero sabrá, porque es su derecho, quiénes son sus verdaderos padres. Aunque a mí me quiera llamar mamá y a ti y a Justice os llame por vuestros nombres, nunca dejará de ser vuestra hija.

Se abrazaron temblando. Acababan de sellar un compromiso de por vida, una unión más fuerte que la de la sangre, más arriesgada, más cierta. El bebé, que por aquel entonces medía unos diez centímetros y pesaba unos ciento cincuenta gramos, tenía unos ojos grandes como faroles, dos cejas prometedoras y la costumbre de chuparse el pulgar cada vez que notaba el llanto de su madre.

«Mira mamá, ya me han salido dedos, ya doy patadas, ya te oigo cuando lloras, y cuando ríes, y cuando le pides a Cecilia que se haga cargo de mí».

Con esta nueva percepción del mundo, Cecilia acompañó a Noelia a la consulta de la ginecóloga en cuanto se cumplieron los siete días de reposo estipulados. Catalina ya se había marchado de la pensión, dejando tras de sí una estela de decepción tan profunda que sólo fue vencida por la idea de ver la cara del bebé que le caía en la vida por arte de magia. Se fue de madrugada, antes de que llegara Azucena, antes de que se despertaran las chicas y de que Cecilia bajara a desayunar vestida de abogada. Simplemente, cuando amaneció, Catalina ya no estaba.

La ecografía reveló que la criatura, dado que era una niña, finalmente se llamaría Teresa y que tendría que luchar con uñas y dientes si quería sobrevivir a la tendencia de su placenta a desprenderse antes de tiempo.

—Lo que tú tienes se llama riesgo de aborto o de parto prematuro, vaya, si es que llegas a superar las veintiséis semanas, lo cual no puedo asegurarte, visto el panorama —le explicó la doctora—. Tendrás que guardar reposo hasta el final del embarazo. Ni siquiera te levantes al cuarto de baño. Alguien tendrá que ocuparse de tu aseo personal y de ponerte la cuña —añadió, mirando a Cecilia.

—¿Pero el bebé está bien?

—El problema no es del bebé, sino de la placenta —las tranquilizó la ginecóloga—. Mientras no arrastre la bolsa, no hay peligro. Pero tienes que evitar la posición vertical y, por supuesto, cualquier esfuerzo o cualquier movimiento brusco. Iré a verte a tu casa cada dos semanas. ¿De acuerdo?

—¡De acuerdo! —respondió Cecilia.

—No os hagáis demasiadas ilusiones —las desencantó—. Estos embarazos de alto riesgo no siempre llegan a buen puerto.

Al salir de la consulta y en previsión de que Noelia no vería la calle en cinco meses, Cecilia detuvo el coche delante de una tienda especializada en bebés. Compró una cuna plegable, un juego de sábanas pequeñitas, de color rosa, un baño con cambiador, un montón de ropa, varios paquetes de pañales, un cochecito modular desmontable, biberones, chupetes y tarritos de colonia, gel de baño y crema hidratante, pintura blanca y roja, rodillos, brochas, una cenefa de ositos y hasta una lámpara de intensidad regulable.

—Ya sé lo que voy a hacer con la habitación de Catalina —declaró.

—¿Y lo de no hacerse ilusiones? —protestó Noelia, que seguía aterrada por las últimas palabras de su doctora.

—Ni caso —resolvió la otra, y puso en marcha el motor del coche, cargado hasta los topes, mientras imaginaba la cara de guasa que pondría Andrés Leal cuando se enterara de que su blanco roto se iba a volver rosa palo de un momento a otro.