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SE PROHÍBE ABRIR VIEJAS HERIDAS

Cómo logró Catalina localizar a los padres de Andrés Leal en el tiempo récord de tres días y tres noches, con la única ayuda de un teléfono, un portátil y una cuenta de internet, fue calificado como «milagro» por la atribulada Cecilia, que una vez enterada del paradero de aquella pareja de Leales se debatía entre la excitación y el miedo. Según le explicó su flamante detective privada, los antiguos propietarios de la casa de los abuelos residían desde hacía seis años en el municipio de El Boalo, a los pies de la sierra de Guadarrama, en una finca inscrita en el registro de la propiedad a nombre de su hijo, Andrés Leal Herrero.

Dado que Andrés se encontraba navegando por esos mares de Dios en compañía de Bicho, y que su móvil llevaba tres días seguidos apagado o fuera de cobertura, la cuestión se reducía a una simple dicotomía: presentarse en El Boalo o no.

Otra posibilidad habría sido la de llamar por teléfono a los Leal y contarles la historia entera, empezando por el fallecimiento de los abuelos y siguiendo por el divorcio, la decisión de regresar al hogar de la Ribera del Manzanares, el encuentro con su hijo Andrés y el paso a paso de la obra de reforma hasta llegar al misterio en cuestión: el murete, el estuche y la medalla del ángel de la guarda; para terminar por dejar caer, como quien no quiere la cosa, las dos preguntas claves: ¿era, por ventura, de su propiedad dicha medalla? Y ¿por qué motivo la emparedaron si podía saberse?

Pero esta posibilidad la desecharon de inmediato porque entendieron que nadie en su sano juicio aguantaría más de diez minutos seguidos de escucha telefónica sobre la vida privada de una desconocida.

—Además, si de verdad hubo algún interés en hacer desaparecer la medalla, no creo que podamos sonsacárselo por teléfono —observó Catalina.

Así que, durante tres o cuatro días, la estabilidad emocional de Cecilia vaciló entre el ardiente deseo de satisfacer su curiosidad y la angustia de toparse con un terrible secreto que podría transformar a Andrés Leal, de una vez y para siempre, en el villano de la película.

En esos días tan claros de agosto, en los que el anticiclón se instala en las Azores con la misma tenacidad que un veraneante en una playa de la Costa del Sol, desde la ventana de su buhardilla Cecilia contemplaba la sierra al fondo, imponente y enigmática, y sentía la llamada de la selva. Los tambores de guerra. El latido.

—Mañana temprano nos vamos a El Boalo —le concedió por fin a Catalina, despertándola, una noche de insomnio desde el otro lado de la puerta del dormitorio «tierra».

—¡Despega la nave del misterio! —respondió Miss Marple, revolviéndose en sus sábanas.

Los sábados, en plenas vacaciones escolares, El Boalo se despertaba tarde. Las familias desayunaban en sus terrazas y jardines y en la plaza algunas personas hacían cola en la puerta de la panadería. El reloj del ayuntamiento dio las diez y las campanas de un par de iglesias sonaron al unísono cuando Cecilia, al volante de su coche, atravesó el pueblo y, siguiendo las indicaciones de la sensual voz del robot de su GPS, enfiló hacia una zona de bosque por un camino de pinos. Aparcó frente a una casa muy bonita, de dos pisos, rodeada por un jardín, con paredes de granito, tejado de pizarra y grandes ventanales. Un conjunto tan ordenado y perfecto que más parecía Suiza que la sierra de Madrid.

—¿Es ésta? —preguntó Catalina, señalando la casa con la cabeza.

—Mira las ventanas —respondió Cecilia—. ¿No son idénticas a las que hay en la pensión?

Para llegar a la puerta, flanqueada por dos cipreses, había que recorrer un camino de arena y hierba. Las dos mujeres, menudas, morenas, inofensivas, avanzaron en dos tiempos: decidido el paso de Catalina, cauteloso el de Cecilia; desacompasadas, sí, pero al unísono, como un coro que desafina.

Uno de los visillos del piso superior se movió y por detrás surgió la figura de una mujer despeinada envuelta en una bata de seda china.

—Nos está mirando —susurró Cecilia—. Y te apuesto un millón de euros a que es la madre de Andrés Leal. Tiene la misma cara de mala leche que se le pone a él cuando le llevas la contraria.

Pero dos minutos después, la misma mujer les abrió la puerta perfectamente vestida y arreglada, como recién salida de la peluquería, con una sonrisa beatífica en la cara y la frase aprendida de no necesitamos enciclopedias ni seguros ni mejores tarifas de telefonía móvil, muchas gracias, ni tenemos la intención de volvernos testigos de Jehová, a estas alturas. Catalina no le dio ocasión de tomar la iniciativa. Disparó primero:

—¿Es usted doña Inmaculada Herrero, la madre de Andrés Leal?

Cecilia no hubiera sido tan directa. Habría empezado por saludarla amablemente, por presentarse con la educación debida, por pedirle perdón por la molestia de incomodarla un sábado a las diez de la mañana…

—Vamos, que te habrías pasado una hora disculpándote —se burló Catalina cuando lo comentaron más tarde.

La madre de Andrés Leal abrió los ojos de par en par. Se le descompuso el gesto.

—¿Qué le ha pasado a mi hijo? —se angustió.

Por detrás de ella apareció un hombre vestido con bermudas, cinturón de cuero y camisa de manga corta. Físicamente era la otra mitad de Andrés Leal: su misma boca sedienta, sus ojos de águila imperial, su pelo montuno de jabalí cortado a cepillo y sus hombros fuertes, de leñador frustrado.

—¿Quiénes son ustedes? —les preguntó mientras arropaba a su mujer con un brazo protector.

—Somos amigas de Andrés —mintió Catalina—. Y se encuentra estupendamente, navegado con su perro en su velero, no se preocupen. Sólo queríamos consultarles una cosa que nos tiene muy intrigadas. Como no hay manera de dar con él en alta mar, hemos pensado que tal vez ustedes puedan sacarnos de dudas.

—Yo soy Cecilia Dueñas —logró hacerse oír Cecilia por detrás del parloteo de la otra. Y alargó una mano que nadie estrechó—. Mis abuelos les compraron su casa de la Ribera del Manzanares hace treinta y cinco años, no sé si se acordarán de ellos: Miguel y Teresa Quintana, de Águila.

Se hizo un silencio muy espeso, de trinos de pájaros y chicharras, mientras los Leal procesaban aquella información atropellada escupida por un par de desconocidas en la puerta de su casa.

—¿Entonces Andrés está bien o en realidad no saben nada de él? Porque yo llevo una semana llamándole al móvil y me sale fuera de cobertura.

—¿Una semana entera sin cobertura? —se preocupó Cecilia, y el tono de su voz la delató ante Catalina.

—¿Y a ti por qué te preocupa tanto el paradero del tal Leal? —se burló durante el viaje de vuelta la avispada investigadora.

—Una semana, el jodido —respondió Danilo Leal, que dominaba el lenguaje de barrio igual que su hijo—. Sabe que su madre se preocupa y no la llama en siete días. ¿Es pa matarlo o no es pa matarlo?

—Es pa matarlo —replicó Catalina en tono de guasa.

—Pasen adentro —las invitó con una agradable sonrisa—. ¿Quieren tomar una copita o algo? ¿Les preparo un gin-tonic?

—¡Ay, Danilo, a las diez de la mañana! Mejor les hacemos un café.

Los padres de Andrés Leal resultaron ser unos anfitriones fantásticos. En una mesa de madera de teca, bajo el porche posterior de la casa, dispusieron en cinco minutos un desayuno completo con café, tostadas untadas con tomate, jamón y zumo de naranja. Les contaron algunas anécdotas de sus primeros años de matrimonio, cuando compraron aquella casa desproporcionada de la Ribera del Manzanares, vaya pareja de insensatos, totalmente fuera de sus posibilidades económicas, e hipotecaron sus futuros durante cuarenta años de convivencia, «que más nos valía llevarnos bien, porque por separado iba a ser imposible pagar los plazos».

—Después de nacer Andrés, que es el tercero, el más pequeño, nos planteamos por primera vez vender la casa, pero éramos tan felices allí, junto al río y con la Casa de Campo a un paso… —dijo Inmaculada—. Hacíamos picnic todos los domingos. Aunque lloviera. Y desde casa, oíamos pasar los trenes de cercanías por encima del puente de los Franceses, y los niños salían corriendo a verlos. Yo creía que alguno iba a salir ferroviario.

—Pero cuando me quedé en el paro en el setenta y seis —continuó Danilo—, igual que media España, que no sé si lo sabéis, pero hubo un paro de la leche en aquella época, pues no hubo otro remedio. La pusimos en venta.

—Y la compraron mis abuelos.

Los abuelos habían aparecido por arte de magia, «como si nos hubieran enviado un par de ángeles para sacarnos del apuro», y habían pagado al contado.

—¡Ay, lo que lloró Andrés! Siempre ha sido el más sentimental de mis hijos —dijo Inmaculada, y Cecilia se preguntó qué tipo de insensibles serían los otros dos—. Juró que cuando fuera mayor se haría rico y compraría otra vez la casa.

A Catalina se le ocurrió una idea:

—¿Y por casualidad no escondería alguna cosa dentro? ¿Una especie de tesoro que pensaba recuperar cuando pudiera cumplir su palabra?

Los Leal se miraron extrañados.

—¿Es que han encontrado un tesoro enterrado?

—No —dijo Catalina—. Enterrado no. Estaba emparedado. Una medalla del ángel de la guarda.

Cecilia abrió su bolso y sacó el estuche. Cautelosa, les mostró la medalla tratando de descubrir en sus rostros el gesto que delatara una de las dos posibles reacciones ante el hallazgo: sorpresa o reconocimiento.

—Parece una medalla de primera comunión o de bautizo —dijo la madre de Andrés Leal sin mostrar alteración alguna—. Pero no es de Andrés. No la había visto nunca.

—¿Y dice usted que estaba emparedada?

—Sí. Dentro de un tabique.

—¿Qué tabique?

—El que separaba el cuarto de baño de arriba del patinillo de ventilación.

—¿Arriba? ¿Se refiere a la buhardilla?

—Sí.

—Nosotros no teníamos cuarto de baño en la buhardilla —dijo el padre de Andrés Leal—. Usábamos ese piso de trastero. A los niños les gustaba subir a jugar allí y contar historias de miedo.

—Pero no había cuarto de baño.

—Pues no —volvió a negar Danilo Leal con la cabeza—. Digo yo que lo construirían sus abuelos.

La madre de Andrés Leal le devolvió el tesoro a su legítima dueña, la cual asintió sin decir nada y volvió a guardarlo en su estuche.

Llegados a este punto, Cecilia decidió dar por terminado el interrogatorio. Estaba claro que sus anfitriones no tenían ninguna información útil sobre el misterio que las había llevado hasta El Boalo. Era muy agradable pasar la mañana allí compartiendo charla y mantel con los Leal, a la sombra de aquel porche, con esa ligera brisa serrana que se estaba levantando, pero, por algún motivo, empezaba a darle miedo la reacción de Andrés cuando se enterara de que Catalina y ella habían estado fisgando en casa de sus padres, sin previo aviso ni previo permiso, sonsacándoles información clasificada sobre su infancia feliz y sus sentimientos más íntimos y menos confesables.

Andrés Leal era un hombre bastante hermético. Escondía bien sus emociones. Y tenía secretos. Al menos dos y bien gordos: ¿cuál era la verdadera razón de su interés por la casa de los abuelos? Y ¿qué había ocurrido en ese accidente del que se negaba a hablar?

—Entonces no les molestamos más —dijo Cecilia para zanjar el asunto—. Era por devolverles la medalla si resultaba ser suya —mintió—. Pero visto que no lo es, pues nos volvemos a Madrid. Por cierto, si tienen curiosidad por ver cómo ha quedado la casa después de la reforma, no tienen más que pasarse un día por allí y se la enseño encantada.

—Habrá quedado preciosa —dijo la madre de Andrés Leal con una sonrisa de orgullo.

Aunque en cierto sentido el viaje había sido en vano, el fracaso no había hecho mella en el ánimo de Catalina, la cual no paró de hablar en todo el camino de vuelta. Como buena novelista, la chica defendía que el misterio era ahora aún más interesante que antes. Lo fácil, decía, hubiera sido dar con la solución a la primera.

Si la medalla no pertenecía a los Leal, dado que el muro en el que estaba escondida había sido construido en tiempos de los abuelos de Cecilia, había que orientar el foco de la investigación hacia la familia Dueñas Quintana.

—¿Y si la escondieron tus abuelos y no se lo dijeron a tu madre? —se le ocurrió—. Tal vez sería bueno llegarnos a Águila, que no está tan lejos, no me mires así, y preguntar a los amigos de tus abuelos.

—¡Pero si no queda ninguno vivo! —replicó Cecilia, taciturna.

—¿Y algún otro hijo o nieto?

—Mira, Catalina. —Cecilia no quitaba ojo de la carretera, y desde luego, no tenía la menor intención de desviarse hacia Águila—. Yo creo que lo mejor es que nos olvidemos de esta historia. En la vida ocurren cosas que no tienen explicación. Y no pasa nada. Uno se encoge de hombros y sigue adelante, y si puede, no vuelve a pensar en ello en toda su vida.

—No jodas —fue la escueta respuesta de la Agatha Christie moderna que viajaba de copiloto en su coche—. ¿De verdad quieres que nos quedemos sin saber de dónde ha salido tu medalla?

—Es que no tengo ganas de andar metiendo el dedo en la llaga, abriendo viejas heridas o interviniendo en asuntos ajenos. No quiero secretos, intrigas ni engaños. Ni alimentar falsas ilusiones que no llevan a ninguna parte.

Era cierto. Nada más abandonar la casa de Danilo e Inmaculada Leal, Cecilia había entrado en un estado zen de absoluta pasividad y negación de los estímulos externos e internos tanto sensoriales como emocionales. Se había quedado en blanco. De piedra. De granito.

Sobre una mesita, en el recibidor de la casa, que inevitablemente habían tenido que atravesar para salir a la calle, había visto las fotografías de la familia enmarcadas en plata: niños pequeños, abuelos en blanco y negro, paisajes lejanos, alguna playa paradisiaca y el retrato, a todo color, de Andrés Leal con un chaqué gris, casándose con una mujer muy rubia y muy joven y muy embutida en un vestido blanco, largo, con cola y velo de encaje.