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LAS HUÉSPEDES SE ABSTENDRÁN DE PARTICIPAR EN ACTIVIDADES ILÍCITAS O INMORALES

El hotel donde se encontraban Ivana y el embajador dos veces por semana estaba situado en una céntrica calle de Madrid, a la que él llegaba caminando desde su restaurante favorito, algo achispado, gastronómicamente satisfecho y excitado ya ante la perspectiva del encuentro clandestino. Aquel lugar tenía nombre de comandante en jefe del ejército británico, primer ministro del Reino Unido, héroe de la guerra de la independencia española, vencedor de Napoleón en Waterloo, pero también se llamaba igual que unas conocidas botas de caza y que un delicioso solomillo recubierto de hojaldre. Cualquiera de las tres acepciones del nombre le bastaban al embajador para considerar aquel escondite como el más indicado para sus amoríos secretos.

Ivana llegaba a las tres y media en punto, pedía la llave, subía sola en el ascensor y, como estaba estipulado en su contrato verbal, se duchaba o se daba un baño caliente, con mucha espuma, cuidando especialmente sus zonas más íntimas, para que su cliente las encontrara suaves y apetecibles. Nada de cremas. De eso se ocupaba él. Y nada de mojarse el pelo, que el embajador era propenso a los catarros y no hay nada peor que la humedad en las almohadas para constiparse. Lo esperaba envuelta en el albornoz del hotel, la colcha doblada dentro del armario, junto con su ropa, la que él no quería ver por nada del mundo. Se lo había advertido: «Te quiero desnuda, depilada, lubricada. Si no de manera natural, te compras un gel vaginal, te lo pago yo. Los pezones te los pellizcas cuando escuches la puerta. Y nada de maquillaje, nada de medias de seda, nada de lencería de encaje, que eso ya lo tengo en casa. Te pones la pulsera de brillantes que te regalé, cierras los visillos, te recuestas en la cama. Me aguardas en silencio. No quiero música ni, por supuesto, la televisión encendida, y el teléfono lo dejas en casa. Si veo tu teléfono en algún momento, si sospecho, aunque no lo vea, que nos está grabando, nos está localizando en un mapa digital de los que cubren la Tierra entera, te lo hago tragar pieza por pieza.

»Estas instrucciones te las digo una vez. No dos. Ni tres. Hoy que estamos vestidos, tomando una copa en el piano bar, como si fuéramos una pareja de veras a punto de amarnos por primera vez. Que yo he logrado convencerte de mis intenciones serias, que tú me quieres y me deseas, que se nos ha olvidado la hora, el día, el año. Que el tiempo se ha detenido entre tus dedos y los míos. Que no hay más cielo que el azul de tus ojos ni más infierno que el rojo de los míos.

»Pero a partir de ahora, no quiero tener que repetirte estas cosas. Han de surgir de manera natural entre nosotros. Yo llegaré puntual y te amaré en silencio, sin caricias ni preliminares, ni reproches ni fingimientos. Si quieres gritar, grita. Si quieres callar, calla. Te dejaré el dinero en un sobre antes de marcharme y mi chófer te llevará a casa cuando estés lista. Acuérdate que a las cinco y media tiene que recoger a los niños del colegio. No te hagas esperar. No sea que por tu culpa mis hijos se mojen con la lluvia o se enfríen con el aire gélido de este invierno tan frío.

»Martes y jueves. De tres y media a cuatro y media. Diré que juego al squash en un sports center urbano, que tengo un entrenador personal, que trabajo mi musculatura. Tú dirás que me das clases de francés, que por eso te llevan a tu casa en mi coche.

Ivana se encogió dentro del albornoz, descalza, desnuda, y lo esperó como cada martes acostada sobre las sábanas, las piernas un poco abiertas, como a él le gustaba encontrarlas. El pelo peinado hacia atrás, un hombro descubierto, el otro tapado. La escena perfecta.

El corazón le empezó a latir con más fuerza en el momento en que escuchó la llave girar en la cerradura de la puerta, se le aceleró la respiración, notó que le sudaban las palmas de las manos, se estiró aún un poco más la manga del albornoz sobre la muñeca desnuda.

Apareció él, un dandi de carne y hueso, con la gabardina mojada y el pelo húmedo. La contempló durante un minuto eterno, luego comenzó a desvestirse delante de su sonrisa. La gabardina al suelo, la chaqueta sobre el sofá, la corbata que siempre le costaba un poco, la camisa botón a botón, hasta abrirla del todo. El pantalón doblado, los calcetines encima de los zapatos de gentleman, y así, con la camisa abierta y los bóxers azules, a cuatro patas sobre la cama, el embajador, un tigre de bengala que olía a lavanda, se lanzó sobre su presa con garras y dientes, con la piel a rayas y la mirada felina.

—¿Dónde está la pulsera que te regalé? —se sorprendió en cuanto despojó a Ivana del albornoz con que ella trataba de ocultar la ausencia de aquella joya tan valiosa que, sospechaba, le hacía imaginar a su amante que se acostaba con una aristócrata superviviente de la Rusia Imperial.

Nunca hasta aquella tarde se había sentido Ivana víctima de la furia del embajador. Alguna vez, sí, había notado que llegaba a su cita disgustado por algún problema que no era de su incumbencia, y en esos casos, solía desvestirse más deprisa y terminar la faena con más urgencia que cuando llegaba contento. Tenía fama de hombre de carácter enérgico, inmisericorde con los errores de sus subordinados, y corría el rumor de que en cierta ocasión estuvo a punto de batirse en duelo con su agregado cultural tras una tonta discusión sobre arte contemporáneo.

—Me la han robado, James. Estoy desolada.

El tigre de bengala se incorporó sobre los cuartos traseros.

—¿Cómo que te la han robado? —se admiró—. Te advertí que jamás te la pusieras fuera de nuestras citas. Que la guardaras en una caja fuerte. Que no la viera nadie.

—Y eso hice —replicó ella, suplicante—. Estaba dentro de un joyero, en un cajón de mi armario, cerrado con llave. Pero el viernes por la noche alguien entró en la pensión a robar. No sólo se llevaron mis cosas. También dinero y joyas de la casera y de las otras chicas.

—¿No había nadie en la casa?

—No.

—¿Tú dónde estabas?

—Me quedé estudiando en casa de una amiga.

El embajador saltó de la cama. Echaba fuego por los ojos.

—Te crees que soy idiota —escupió—. Te advertí que nuestra relación tenía que ser exclusiva. Que si te acostabas con otros hombres, se acabaría de inmediato.

Golpeó con fuerza la pared de la habitación. Luego se peinó el pelo hacia atrás con los dedos. Carraspeó.

—Fuera —le ordenó sin mirarla, señalando a la puerta—. Coge tus cosas y vete. No quiero volver a verte jamás.

Ivana comprendió que no era cosa de llevarle la contraria. Tal vez en unos días se le pasase el enfado y volviera a llamarla. Ella le juraría que no mantenía relaciones sexuales con nadie más que con él. Lloraría si era necesario. Le haría creer, incluso, que lo amaba a su manera. Como un perro quiere a su amo, que lo espera atento y lo intuye antes de bajarse del ascensor, que no puede concebir la vida sin su existencia y que confía tan ciegamente en su criterio que sería capaz de seguirle al centro mismo del infierno.

Se vistió deprisa dentro del cuarto de baño. Cuando salió, el embajador ya se había marchado. Esta vez no encontró un sobre cerrado encima de la mesa de noche ni el coche esperándola en la puerta del hotel. Como era la primera vez que hacía sola el camino de vuelta a la pensión le llevó más de media hora dar con el autobús indicado.

Sentada con la cara apoyada en la ventana del cuarenta y seis, las gotas de lluvia resbalando en el cristal, analizó fríamente su situación. Descubrió con sorpresa que en la sopa de sus sentimientos flotaban el miedo, la incertidumbre, la rabia y el desamparo, pero el ingrediente que ligaba la masa y le daba una consistencia pastosa, como de puré con ganas de volverse sólido, era el susto de la libertad.

Desde que había conocido a Dani, su relación con la propia sensualidad había dado un giro de ciento ochenta grados. Su cuerpo había despertado del letargo en el que había vivido hasta entonces y ahora reaccionaba de manera natural, sin artificios ni remedios ni engaños de mantenida.

Las últimas semanas habían sido dolorosas. Físicamente ácidas, escocidas y anímicamente demoledoras. Cuando estaba con el embajador procuraba hacerse a la idea de que quien la manoseaba bajo las sábanas era Dani, pero era incapaz de ignorar que donde uno era suave, el otro era áspero; donde uno acariciaba, el otro arañaba; y donde uno solicitaba, el otro tomaba posesión sin miramientos.

Con el embajador había tenido que fingir. Con Dani se había dejado llevar como una hoja en otoño, conducida por el viento hasta la corriente del río, y después al mar, hasta la orilla de alguna playa desierta y paradisiaca.

Le había dicho que subsistía como modelo, que estudiaba en la facultad de filosofía y letras, que vivía en una pensión para estudiantes a la orilla del Manzanares, que su sueño era regresar a su país natal a cambiar las cosas. Dar clases en la Universidad de Kiev, hablar en la ONU, denunciar la injusticia, la pobreza, la corrupción, el sistema. Y él había creído que salía con Golda Meir de joven. Con Angelina Jolie. Con Rigoberta Menchú.

Ahora su mundo de seguridades se estaba viniendo abajo. La cuestión de la pintada era mucho más seria de lo que podía parecer a simple vista. Ivana, que era lista, se daba cuenta de que la explicación de la autoría de Susana sólo convencía a Dani, más aún cuando el lunes, oculta detrás de un seto, esperó a que llegara la chica para ver qué cara se le ponía al ver el grafiti. Ella lo ignoró como se ignoran las cosas que no atañen a uno, porque Susanas, en la Universidad Complutense de Madrid, facultad de filosofía y letras, debe de haber más de una, y puta es un insulto facilón, que no señala ni molesta de veras a no ser que de verdad lo seas. Por lo tanto, quien quisiera que hubiera escrito aquella acusación tan cercana a la realidad sabía de buena tinta que Ivana, dos veces por semana, vendía su cuerpo al señor embajador.

Y ése era sólo uno de sus problemas. El otro, más apremiante incluso que aquél, era la cuestión de su subsistencia económica después del robo y del despido. Cuando llegara el fin de mes y tuviera que pagar a Cecilia, tendría que pedirle una prórroga porque se había quedado sin blanca.

Una vez en la pensión, calada hasta los huesos y muerta de frío, reparó en el bulto de Noelia dormitando en el sofá. La despreció profundamente por su vida resuelta y su holgazanería. La niña mimada, que lo ha tenido siempre todo en la vida, que nunca ha pasado hambre, ni frío, ni miedo, ni asco. Y le deseó todos los males juntos.