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SE PROHÍBE INMISCUIRSE EN ASUNTOS AJENOS
El motivo principal por el que Cecilia había puesto en marcha aquella pequeña pensión para estudiantes era económico. Según sus cálculos, en tres o cuatro años habría recuperado el dinero invertido en la reforma y, por fin, podría dar comienzo esa etapa de independencia y autonomía de la que disfrutan algunas mujeres jóvenes al llegar a la edad adulta sin pareja y, ante el estupor de madres como la suya, agarran la puerta del nido paterno y se largan a vivir la vida en solitario, sin paracaídas ni red de protección que valga. A eso se le llama «emanciparse» en todas partes menos en su casa, donde el nombre que se le habría adjudicado —de habérsele ocurrido a Cecilia propinarles semejante disgusto a sus padres— habría sido el de «irse de pingo». Por esa razón, por la existencia de una pareja de abuelos con casa en Madrid y por su boda temprana, nada más terminar los estudios, ella no había conocido la dicha del egocentrismo doméstico, que consiste básicamente en hacer lo que a una le viene en gana, a la hora en la que a una le apetece, ya sea gastronómica, telefónica o televisivamente hablando. En masculino se dice «hacer lo que a uno le sale de los cojones», pero suele referirse, normalmente, a temas futbolísticos, a la ingesta descontrolada de cerveza y al amontonamiento de ropa sucia en algún punto indeterminado del único dormitorio.
Lo de no estar sola era un interés secundario, algo así como una consecuencia inevitable del hecho de compartir el espacio. Sin embargo, la presencia de Catalina en la casa vacía de los abuelos, sus mañanas silenciosas, sus calurosas bienvenidas a media tarde, su conversación amena y sus desveladas de vino tinto y risas la estaban transformando para Cecilia, a pesar de su corta edad y los pocos puntos en común que la unían con ella, en algo semejante a una amiga.
Poco a poco, las bajas humanas resultantes de su separación matrimonial —que se había llevado por delante, con la eficacia de las cerdas de un cepillo, a las dos parejas de amigos a las que frecuentaban Cecilia y su marido cuando eran una sola carne— empezaban a equilibrarse con las nuevas adquisiciones. Y daba la sensación de que, al final, Cecilia iba a salir ganando con el cambio.
—Así que estás escribiendo —observó Cecilia, que llevaba varios días escuchando el teclear de Catalina por la noche.
—Sí —confirmó ella, satisfecha.
—¿Una novela?
—No. Un relato corto.
—¿Y de qué se trata?
—Es la historia de un lector que se enamora de un personaje de una novela de Agatha Christie. Pero al llegar a la página ciento veinte, descubre que la dama en cuestión es la víctima del crimen.
—¡Qué desgracia!
—Ya, pero él logra entrar en el libro y le salva la vida.
—Muy romántico.
—El problema es que, para protegerla a ella, se ve obligado a matar al asesino y luego Hércules Poirot se desespera porque es incapaz de resolver el caso.
A Cecilia le gustaba de Catalina su capacidad para mezclar realidad y ficción en un potaje bien aliñado. Algunas veces tenía la sensación de que adornaba sus historias con un aderezo de realismo mágico con el que los sucesos del día adquirían una dimensión nueva e hiperbólica. El día en que Justice se hizo un pequeño corte con el cuchillo del pan, Catalina describió el géiser de su sangre derramándose a borbotones y empapando su camisa, pero cuando el chico les mostró su dedo envuelto en un apósito y sin puntos de sutura, la realidad se impuso a la imaginación con una obstinación despiadada. Del mismo modo, la vecina de enfrente, una noche, regresó a casa dando tumbos, sudando, despeinada y con la ropa hecha jirones, víctima de una violación que no fue tal, sino un poco de jogging nocturno por el barrio; y el cartero, ese hombre siniestro que esconde algo vivo en la saca de correos, que lo he visto, Cecilia, que la saca se movía como si dentro hubiera un bebé pataleando, vete tú a saber si es un secuestrador de niños, resultó ser el hombre más pacífico del mundo, padre de familia y esposo fiel.
Sin embargo, una tarde de agosto, cuando el calor del día dejaba paso al de la noche y no había quien durmiera, que ni sin ropa ni con un ventilador, que hasta Justice sacaba una hamaca a la calle porque la cabaña del Lerele parecía una sauna, estaban las dos tomándose una cerveza fría sentadas en el porche cuando Cecilia se fue de la lengua.
—Pues si tanto te gustan los misterios —le dijo a la persona más propensa a construir una playa entera de un grano de arena—, te voy a contar uno muy gordo. Y sucedido en esta casa, además.
Sin tantas florituras como las utilizadas después por Catalina para referirse al «secreto», Cecilia le relató la escena del murete abierto y el estuche hallado entre las tripas de la casa de los abuelos.
—Y dentro había una medalla del ángel de la guarda.
—¡Qué fuerte! ¿Puedo verla?
—Sí, claro, luego te la enseño, Sherlock Holmes, pero dime cuál es tu teoría de novelista. ¿Cómo crees que llegó hasta allí?
—Hombre, así de sopetón, no se me ocurre una trama verosímil. Necesito datos. ¿Cuándo construyeron el murete? Porque, claramente, quien lo levantó fue quien escondió la medalla. ¿Y por qué motivo?
—¿Tú por dónde empezarías a investigar?
—Yo, lo primero que haría sería preguntar a tus padres.
—Eso ya lo he hecho.
Era cierto. Su madre había respondido al teléfono con voz de astenia primaveral, uno de esos días en los que la librería que regentaba permanecía en penumbra y las horas pasaban con lentitud. Cecilia se la imaginaba sentada en su taburete tras el mostrador, hojeando por enésima vez el catálogo de novedades de alguna editorial inalcanzable, lamentándose por el escaso poder adquisitivo de su clientela, que jamás invertiría semejante suma en una edición de lujo del Quijote, por muy de cuero repujado y pan de oro que fuera. Probablemente, al otro lado del escaparate estaría lloviendo y a media mañana, como cada día, aparecería su padre con el desayuno. Traería la gabardina mojada, el sombrero de fieltro, los pies fríos, el paquete de la pastelería con un tortel y una ensaimada envueltos en celofán y el periódico bajo el brazo. Su madre le haría sitio en el mostrador; apartaría los libros y la caja registradora, calentaría café en la trastienda y se sentarían los dos, como dos tortolitos, a mojar los bollos en el único tazón.
Entonces habría sonado el teléfono. «Es la niña», habría dicho ella con gesto y voz de preocupación, y él se habría acercado al auricular para no perderse la catástrofe que solía acompañar a las llamadas de Cecilia.
—Mi madre se sorprendió muchísimo. Le pareció extraño que se tratara de una medalla del ángel de la guarda y no del Cristo de Águila, del que eran muy devotos mis abuelos. Ella opina que debía de estar allí escondida desde antes de instalarse ellos en la casa.
—Muy bien. Pero no debemos dar nada por sentado. Lo de tu madre, al fin y al cabo, como tú bien dices, es una opinión, no una certeza. El hecho de que ella no sepa nada sobre la medalla puede deberse a varios motivos, y sólo uno de entre todos ellos es que la medalla estuviera ya allí cuando llegaron tus abuelos.
—¿Y qué otros motivos podría haber?
—A bote pronto se me ocurren varios: que fuera parte del botín de un robo, que esté relacionada con alguna herencia, que alguien más la codicie y esté dispuesto a todo por recuperarla, que esté maldita o hechizada, que contagie mala suerte a aquel que la lleve o que sirva para despertar a los muertos…
—¡Ay, calla! —dijo Cecilia muerta de risa—. Eres peor que Antoñita la Fantástica.
—Es que el caso es apasionante —respondió Catalina—. ¡Menudo misterio! Seguro que podría escribirse una novela fabulosa alrededor de esa medalla tuya.
—¿De verdad te lo parece? Pues adelante —la animó—. Empieza a investigar. Yo te ayudo.
Estas palabras, pronunciadas sin más intención que la de desafiar a la imaginación de Catalina y poner a prueba su capacidad creativa, surtieron un efecto obsesivo en la mente de la novelista en ciernes. Al día siguiente, a las nueve de la mañana, se personó en el registro de la propiedad y solicitó ver la certificación de titularidades de la vivienda sita en el número 7 de la Ribera del Manzanares que hace esquina con la calle de La Lanzada. A las dos de la tarde tenía en su poder una fotocopia del documento. A las tres, llevaba diez minutos esperando en el porche a que regresara Cecilia del despacho.
—Ya sé quiénes fueron los anteriores dueños de la casa de tus abuelos —le soltó a bocajarro, antes de darle tiempo a cerrar la puerta de la cancela—. Veamos si te suenan de algo: don Danilo Leal y doña Inmaculada Herrero.
Cecilia se quedó helada.
—¿Has dicho Leal?
—Sí. Danilo Leal —confirmó—. Figura como el primer propietario de la casa, junto con su mujer, Inmaculada Herrero. Desde 1965, año en el que la constructora Huarte inscribió el inmueble, hasta 1976, que fue cuando los Leal se la vendieron a tus abuelos: Miguel Quintana y Teresa Astudillo.
Cecilia se sentó en el porche. Notaba que le faltaba el aire. La cabeza le daba vueltas.
—Vaya cara que se te ha puesto —observó Catalina—. Estás más blanca que la leche. ¿Qué pasa? ¿Conoces a estos señores Leal?
—¡Ay, madre! —fue lo único capaz de expresar Cecilia con la poca voz que le salió de la garganta.
Después de un vaso de agua fría y un abanico casero hecho deprisa y corriendo con el papel del registro de la propiedad, Cecilia logró recuperar el habla.
—El constructor que contraté para la obra —balbuceó—. Se llama Andrés Leal.
—¡Toma ya! ¿Y cómo lo encontraste?
—Había una pegatina en la puerta de la cancela —reconoció Cecilia, algo avergonzada—. Ponía: «Reformas Miguel Ángel Buonarroti» y un número de teléfono.
—¿Y no investigaste nada?
—Nada. Me fié como una tonta. Pensé que era un golpe de suerte; que el cartelito me lo habían puesto allí mis abuelos para que le llamara.
—¿Y él no te dijo que esta casa había sido de sus padres o de sus abuelos o de sus tíos, en fin… de alguien de su familia?
—No —se lamentó Cecilia—. Pero podría ser una casualidad. ¿No crees?
—Las casualidades no existen, querido Watson —la desengañó la novelista.