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LA SINCERIDAD Y LA HONESTIDAD SON VIRTUDES QUE SE PRESUMEN EN LAS JÓVENES PENSIONISTAS

Cuando se dio de bruces con la pintada en el muro de ladrillos frente a la puerta de su facultad, Ivana sintió un dolor insoportable que entumeció cada uno de sus miembros y la obligó a doblarse sobre sí misma. Una náusea recorrió su esófago, le castañearon los dientes y una especie de rayo demoledor le recorrió la espina dorsal. Los libros que sostenía entre los brazos se le cayeron al suelo y los bolígrafos rodaron sobre el asfalto. No tuvo otro remedio que abrazarse al chico que caminaba a su lado; de no hacerlo se habría desplomado de la impresión.

Él también había visto el grafiti: «Ivana es una puta», y también había sentido el zarpazo de la rabia y el temblor de rodillas.

—No hagas caso —la consoló—. Seguro que ha sido Susana. Está loca. Te ataca a ti para hacerme daño a mí.

Eran las nueve de la noche de un viernes. La pintura aún estaba húmeda. Lo más probable era que nadie lo hubiera visto todavía.

—Vamos a por disolvente y lo borramos, ¿quieres? Tengo aguarrás en el garaje.

Ivana lloraba, agarrada con fuerza a la cazadora del chico que manejaba la moto como si fuera una nave espacial. Se llamaba Dani. Vivía en una zona residencial de las afueras con sus padres, sus hermanas y un par de perros falderos. Acababa de cumplir veinte años y lo había celebrado dándole el único beso de veras que Ivana había recibido en toda su vida. Un beso romántico, sin urgencias ni exigencias, que no había acompañado con zafiedades y manoseos, sino con palabras bonitas y caricias tiernas.

La tal Susana era una chica algo desequilibrada y un poco lunática que salía con Dani desde el colegio y que decía por ahí que en cuanto terminaran la carrera se iban a casar, porque él era el amor de su vida y estaban hechos el uno para el otro.

Esta idea no desagradaba demasiado a los padres de Dani —la familia de Susana era próspera y decente—, y por eso desconfiaban tanto de la nueva conquista de su hijo: una estudiante rusa que ni siquiera había resultado ser la heredera mimada de uno de esos millonarios de fortuna sospechosa, dueños de yates y jets privados que se pasean por el mundo con la impunidad que da el dinero. Ivana daba la impresión de estar algo perdida y desorientada en un país del que desconocía todo: las costumbres, las maneras y hasta el idioma.

—Ivana es modelo —les había anunciado su hijo un domingo a la hora de comer, para empeorar las cosas.

A la madre de Dani casi le da un ataque de la impresión. La chica vestía cazadora y pantalones ajustados de cuero negro, botas de tacón y gafas de sol.

—¿Cuántos años tiene? —le preguntó a su hijo por lo bajini—. ¿Treinta?

Pero superado el susto inicial y convenientemente enterada de todo lo que necesitaba saber para poder dormir tranquila: «Tiene veintidós, estudia en mi facultad, es una alumna brillante, habla cuatro idiomas, es cosmopolita, exquisita, cuidadosa, delicada, minuciosa, pulcra, primorosa, refinada, distinguida, elegante, impoluta, angelical, detallista, amable, sensible, sumisa, obediente, respetuosa, indefensa y fascinante», se rindió ante la evidencia del amor verdadero y decidió seguir los consejos de su marido: «Si no quieres perder a tu hijo, no te enfrentes a ella».

De modo que en la corta vida sentimental de Dani, Susana había dejado de existir y había sido sustituida por Ivana con precisión quirúrgica. Un proceso aséptico, indoloro y permanente.

—Borramos la pintada y te invito a cenar —la consoló Dani—. Deja de llorar, alegra esa carita.

Paró la moto, se giró en redondo y la besó con el casco puesto. Era complicado. Se rieron los dos.

Al final, en lugar de disolvente decidieron escribir sobre la I una S, sobre la V una U, una S en el centro, y en un santiamén cambiaron un nombre por otro. El lunes, cuando se reanudaran las clases, el muro estaría decorado con una frase demoledora: «Susana es una puta».

—Porque ha sido ella, seguro. Está loca.

Después levantó a Ivana por los aires, la sentó a horcajadas sobre la moto, volvió a besarla y reemprendió la marcha.

A las cuatro y media de la madrugada, después de una cena a la luz de las velas y un peregrinaje de vértigo por las tres o cuatro discotecas de moda, Dani condujo a Ivana de vuelta a la pensión. Aparcaron la moto a escasa distancia de la cancela. Ivana se giró para abrir la puerta y Dani se apretó contra su trasero, mientras la rodeaba fuertemente con los brazos. Ella notó perfectamente el calor y la tensión que acompaña al deseo.

—Espera, Dani —le dijo—, en la calle no, por favor.

—Te quiero —balbuceó él, sin saber que era la primera vez que alguien le declaraba su amor a Ivana.

Por eso ella, desarmada, se dejó querer, donde, cuando y como quiso él, con el ritmo acelerado del que lleva mucho tiempo aguantando la respiración y puede, por fin, asomar la cabeza fuera del agua.

Hacía frío y el cuero de sus ropas crujía al unísono. Sus botas golpearon dos o tres veces la puerta de la pensión, y cuando Ivana comprendió que había llegado el momento, apretó su mano fuertemente contra la boca de su amante para evitar que despertara a toda la casa.

—¿Quieres ahogarme? —protestó él.

—¡Shhhh! —respondió ella, tapándole los labios de nuevo, esta vez con los suyos, húmedos y carnosos.

Después Dani se fue, jurándole amor maduro y cierto, con la cabeza y el corazón de acuerdo, tambaleándose de gusto por el caminito de la calle, e Ivana entró en la casa después de escuchar el sonido de la moto perdiéndose en la noche.

La pensión dormía profundamente. No había luces encendidas, ni ojos abiertos, ni Catalinas recorriendo como fantasmas pasillos y escaleras.

Si era cierto que la entrometida de los pelos revueltos había escuchado ruidos eróticos, no habían sido los suyos.

—¿No lo habrás soñado? —se atrevió a insinuar—. Las fantasías sexuales responden a carencias y deseos reprimidos.

—¿Y qué?

—Nada, que a lo mejor te hace falta un poco de marcha. No sales, no tienes novio… Eres un poquito estrecha, ¿no?

Tuvo que intervenir Noelia, pretextando un súbito dolor de cabeza, para que aquella discusión no fuera a mayores. Les pidió que no levantaran la voz, por amor de Dios, se tomó una aspirina y salió huyendo escaleras arriba, evitando así el interrogatorio de Catalina.

Noelia había dicho la verdad. Había llegado a casa, exactamente, a las cuatro menos diez, así que era imposible que Catalina los hubiera oído a ellos. Justice había sido muy cuidadoso, muy silencioso, y ella lo único que había dejado escapar había sido un gemido de dolor al sentir el embiste de él que había llegado más o menos a las cuatro en punto. No a las tres y media, como afirmaba la muy cotilla.

Habían pasado la tarde juntos, como solían hacer últimamente, mirándose embelesados a los ojos durante horas, amparados por la oscuridad caliente de un café con chimenea que no quedaba muy lejos de la pensión. Después habían deambulado por las calles vacías de la cuidad, jugando al juego de besarse en cada portal hasta llegar al suyo.

—Ven a mi cabaña —le rogó Justice, por enésima vez, desesperado.

—No.

—¿Por qué? —Y la tristeza de sus ojos desarmó a Noelia.

La respuesta a ese porqué era tan cruel que Noelia no se atrevía a articularla: por el color de tu piel, Justice; porque no tienes dónde caerte muerto ni trabajo ni futuro ni porvenir; porque es impensable que yo pueda enamorarme de ti; porque no estoy dispuesta a huir contigo a Kenia; porque eres un inmigrante ilegal; porque tu cabaña no es tuya, sino fruto de la caridad de Cecilia; porque nuestro amor está prohibido; porque existen las razas y las clases sociales y los convencionalismos. Y porque soy muy cobarde, Justice, porque me da miedo mi madre, terror mi padre, porque si les hablara de ti, vendrían a separarnos, me enviarían a estudiar a Suiza, te deportarían a ti, me arrancarían de tus brazos, me quedaría sin tu cobijo y me moriría de pena.

—¿Es porque soy pobre?

—Es porque yo soy rica.

—¿Es porque soy negro?

—Es porque yo soy blanca.

Pero Justice había perdido la capacidad de escuchar, y la de entender, y sólo conservaba la de amar. La besó contra la puerta de la pensión con una pasión desconocida, casi con rabia, casi mordiendo. Le dijo algo como: «Seré lo que tú quieras que sea», y ella se rindió.

Permitió que Justice le quitara la ropa, la acariciara palmo a palmo, hasta el delta del río Tana, hasta el corazón de su mina de diamantes, hasta lo alto del Kilimanjaro, trepando por las paredes ásperas y haciendo brotar una fuente de sangre roja.

—¿Es la primera vez? —se sorprendió—. ¿Por eso no querías?

Y esta excusa le pareció perfecta a Noelia.

—Es que me daba miedo.

—No hay nada que temer —la tranquilizó él, acunándola entre sus brazos—. ¿Te ha dolido?

—No —mintió ella.

—¿Quieres hacerlo otra vez? ¿Más despacio?

—Sí.

—Pues vamos a mi cabaña. Te voy a amar toda la noche. Toda la vida.

Lo del dolor de cabeza era cierto. La noche en vela, el amor sin descanso, la agonía, el aprendizaje, el deseo y el placer, dos en uno, el cuerpo de Justice enredado en el suyo, su olor animal, su caricia humana, el hambre, la sed, la piel contra la piel, la cama mojada, la oscuridad, la luz. El amanecer a las ocho. «Me tengo que ir, Justice, que va a llegar Azucena y nos van a pillar».

Con la aspirina y el vaso de leche en el cuerpo, Noelia se metió desnuda entre las sábanas y, recordando las caricias de Justice, se quedó dormida, agotada, saciada y en paz.

—Yo opino como usted, Azucena —dijo Cecilia para zanjar la cuestión—. Serían unos desconocidos. Seguro. Habrá que asegurar la puerta de la cancela. ¿Os habéis fijado si está forzada?

—Está perfectamente —contestó Catalina—. O alguien se la dejó abierta o tenían llave.

—Bueno, pues lo pasado, pasado está —resolvió Cecilia con un suspiro—. Como esta tarde viene Andrés a arreglar lo de la encimera, de paso que cambie la cerradura.

Catalina la contempló con la cabeza ladeada. Nada escapaba a su astucia y el rubor que coloreaba las mejillas de su casera no le pasó desapercibido. Cecilia notó su mirada inquisitiva y salió disparada escaleras arriba. Dijo que tenía un juicio el lunes y que las vería a todas a la hora de comer. Después se encerró en la buhardilla a fingir que estudiaba un aburrido tratado de leyes.

Pues sí. Había sido ella, Cecilia, la primera en desobedecer sus propias normas. Ella la que había gemido, suspirado, mordido, besado e incluso exclamado aleluyas al final del acto. A las tres y cuarto en punto de la noche. Con el cuerpo de Andrés fundido con el suyo y la conciencia impecable gracias al descubrimiento de Catalina: «No hay señora Leal».

Esta noticia, transmitida a través del teléfono móvil a las nueve y cuarto de la mañana, había despertado de un largo letargo a la bestia que nunca supo que llevaba dentro. Porque ella siempre había sido sexualmente tranquila, de las de pijama de franela en invierno y camisón con manguita de farol en verano. Muy limpia, muy aséptica. Y su marido, muy rápido; un velociraptor, como quien dice. De los de ahí te pillo, ahí te mato, ahí te quedas aturdida sin saber muy bien qué fue lo que se te vino encima, si te he visto no me acuerdo, ha sido un placer, el placer ha sido mío. Y yo con estos pelos; la próxima vez avísame y me depilo.

Su repertorio amatorio era muy limitado. Sus preliminares, más fugaces que los de los campeonatos de atletismo y sus tiempos de los de récord del mundo.

Cecilia, después del sofoco, se recomponía con esmero. Se levantaba de la cama, estiraba un poco las sábanas, se lavaba y perfumaba antes de volver a ponerse la ropa interior, el camisón, los botones, se peinaba, se lavaba otra vez los dientes y regresaba a la cama donde su marido dormía profundamente, en pijama.

Este patrón se repetía dos veces por semana con precisión de reloj suizo, así que, haciendo un cálculo aproximado, resultaba que Cecilia había hecho el amor mil doscientas cuarenta y ocho veces en su vida, siempre con el mismo hombre, siempre con el mismo desenlace previsible. Entendía que los excesos dramáticos de las novelas eróticas y las películas románticas respondían a las fantasías desbordadas de los autores y las exigencias del guion, pero, de todas formas, se asombraba con la comparación. Lo que veía en la pantalla de su televisor de plasma y lo que sucedía luego en la cama eran dos realidades tan distintas que sólo podían contemplarse desde la óptica de la ciencia ficción. Nunca había experimentado lo que viene a llamarse «deseo carnal». Sí, tal vez, una necesidad de ser amada con ternura, de ser acariciada, consentida, querida y amparada, pero no la llamada de la naturaleza que, aparentemente, sentían las protagonistas de aquellos dramas.

Después de acostarse con ella, su marido permanecía un rato en silencio, observándola entre agradecido y avergonzado, como si se sintiera culpable por la intromisión, como si le debiera un favor, mientras Cecilia, con los ojos cerrados, digería lo que acababa de suceder bajo las sábanas.

Por eso le costó tanto trabajo entender que el fuego, la desesperación, la ansiedad, el escalofrío y el rechinar de dientes que siguió a la sencilla revelación de Catalina: «No hay señora Leal», respondiera, ni más ni menos, que al pecado capital de la lujuria, definida esta como desenfreno sexual desbordado e incontrolable.

Cecilia se encerró en su despacho, acalorada, mareada y con una obsesión patológica: arrancarle la ropa a mordiscos a Andrés Leal, meterle la lengua en la boca, arañarle la espalda y hacerle desmayarse de placer. Desde ese momento y hasta que logró su objetivo, dieciocho horas más tarde, fue una esclava de su propio deseo.

Pidió permiso en recursos humanos para ausentarse por motivos de salud.

—Me encuentro rarísima —le dijo a la voz amiga que respondía siempre a sus llamadas de socorro—. Estoy medio mareada, me tiemblan las piernas y siento unos sofocos muy agobiantes.

—Va a ser la gripe.

—Qué va, esto no es gripe. Es algo de nervios.

—¿Un ataque de ansiedad?

—No. Tampoco. Si fuera ansiedad, lo reconocería. Esto es otra cosa. Una especie de fiebre rara. La rabia, tal vez.

—Cecilia, céntrate. ¿De verdad piensas que tienes la rabia?

—¡Ay, no sé! Tengo ganas de aullar.

—Anda, vete a casa y tómate un tranquilizante. Pongo en el parte gripe, ¿vale?

De vuelta en la pensión, a pesar del frío de la calle, Cecilia se metió debajo de una ducha de agua helada. Las gotas, antes de rozar su piel, desaparecían convertidas en vapor y chisporroteaban como las llamitas de las velas al mojarse. Abrió la boca y notó que el incendio se descontrolaba sin remedio.

Entonces llamaron a la puerta.

Azucena acudió a abrir. Saludó amablemente al hombre, acarició al perro, le invitó a una taza de café bien caliente y le pidió que esperara en el salón, que Cecilia estaba arriba y que bajaría enseguida.

—¡Ha venido el señor Leal! —gritó a través de la puerta del cuarto de baño—. ¡Que necesita su firma para no sé qué del ayuntamiento!

Cecilia, con el corazón desbocado, se envolvió en una toalla.

—¡Dígale que no se vaya! —vociferó.

Escogió unas braguitas de seda, una combinación con encaje, un vestido cruzado que le favorecía bastante y dudó un momento entre zapatos de salón y botas de caña alta. Al final se decidió por las botas, se maquilló como para una boda, se alisó el pelo, tardó una hora, se roció de perfume, se entretuvo todavía un rato probándose los pendientes y colgantes que guardaba en su joyero, y cuando comprendió que ya no quedaba nada por hacer, permitió que la Naturaleza obrara el milagro. Al salir de su cuarto se cruzó con Azucena por la escalera.

—¡Ay, qué guapa! —se admiró la asistenta—. Ese vestido que lleva le quita diez años de encima. Parece usted una guayabita. ¡Y cómo le brillan los ojos, Cecilia, y qué colorada se ha puesto! ¿No tendrá fiebre? A ver si va a estar incubando alguna cosa.

—¿Están las niñas?

—No. Se han ido a la universidad.

—¿Y Justice?

—Tampoco. Salió temprano.

Cecilia se sintió loba mala de repente. Su mente animal trazó un plan infalible.

—Azucena —dijo con un hilo de voz—. ¿Me haría usted el favor de acercarse al mercado y comprarme unos kiwis?

—¿Está usted estreñida?

—Mucho.

—Entonces voy corriendo y termino luego las habitaciones.

—No corra, no corra —le aconsejó Cecilia—. No hay prisa ninguna.

En el salón, algo inquietos, esperaban amo y perro desde hacía un buen rato. Andrés Leal había salido de su casa a las nueve en punto de la mañana y, como todos los días, había acompañado a Bicho a hacer sus necesidades.

Qué cosas tenía la mente. Después de una noche de insomnio, venga a darle vueltas al asunto de Cecilia, le había parecido ver su coche aparcado al final de la calle. Un espejismo urbano.

No era la primera noche que dormía mal, que le costaba conciliar el sueño y se despertaba sobresaltado en medio de la oscuridad, empapado en sudor y con el corazón a mil por hora. Su médico lo achacaba al shock post traumático y le tranquilizaba asegurándole que el tiempo acabaría por sanar todas las dolencias, tanto las físicas como las anímicas, que las pesadillas dejarían de torturarle y las lágrimas no volverían a empapar su almohada.

Pero habían pasado ya cinco años desde el accidente. Se había acostumbrado a su pierna herida, la cabeza había recuperado la salud, había ido abandonando, poco a poco, todos los medicamentos contra el dolor, y sin embargo, las heridas del alma seguían abiertas como enormes agujeros negros capaces de devorar el universo entero.

Agarrado a Bicho, en medio del gran azul, Andrés Leal lloraba como un niño y la sal de su llanto desbordaba el océano.

—Es parte del proceso —le decía su médico—. El duelo.

—¿Cuánto dura?

—Una eternidad.

—No volveré a enamorarme jamás. El amor duele.

—El amor cura.

El asunto de Cecilia, como lo llamaba él para sus adentros, no era ni más ni menos que el encaprichamiento de un adolescente por la niña del pupitre de al lado. En cuanto terminara el curso, se acabaría el problema.

Pero la reforma había finalizado en julio, y ya era noviembre, y la niña del pupitre de al lado se le aparecía en sueños, envuelta en luz, y le besaba cada punto de dolor de su cuerpo y de su alma. Se despertaba gritando su nombre: «¡Cecilia!», porque soñaba que era ella la que conducía el coche en el que los dos caían precipicio abajo, ella la que se rompía como un vaso de cristal, ella la que echaba sangre por la boca. Entonces Bicho se subía a la cama, le lamía las lágrimas, aullaba con él.

Y luego se hacía de día, y Cecilia estaba viva, discutiendo por tonterías, despertando en él un sentimiento antiguo, que reconocía y temía y evitaba, para no ser vulnerable nunca más, para protegerse, armado hasta los dientes, en el búnker de hormigón en el que había decidido convertir su casa.

La mujer que entró al salón disimulando el calentón tenía los ojos grandes, las pupilas dilatadas, los labios más gruesos de lo normal, las mejillas enrojecidas y un cuerpo de escándalo que no parecía el suyo de siempre, el de ir y venir de la oficina, sino el de alguien mucho más joven, mucho más peligrosa. Andrés Leal no se esperaba un susto como ése a las doce de la mañana.

—¡Guau! —se le escapó—. ¿Vas a una fiesta?

—¿Una fiesta?

—Digo.

—No.

Cecilia avanzó hacia él un poco inestable dentro de las botas de tacón alto.

—Es que hoy no he ido a trabajar.

—¿Y siempre te pones tan guapa cuando te quedas en casa?

—Siempre.

—Porque estás tela guapa, no sé si te has dado cuenta. Y hueles muy bien.

—Gracias.

Había algo animal en la mirada de Cecilia. Algo de águila real, algo montuno. Andrés Leal se pasó una mano por el pelo, dudó un instante, tomó aire.

—Ven aquí, morena —dijo, tomando a la rapaz por la cintura y atrayéndola con un rápido movimiento hacia su boca.

Aquél fue el primer beso. Y supo a lágrimas resecas; al gusto metálico del pánico al principio, a rendición sin condiciones después. Fue el primero de un millón de besos que se repartieron a lo largo de aquel día. En la pensión, en el paseo junto al río, en el sabroso mordisco de una pizza a medias, en el oscuro rincón de un café con Chester, entre el bullicio de la gente corriente de la ciudad, al entrar y al salir de una tienda, en cada portal de cada edificio, en público, en privado, al caer el sol y al cerrarse la noche, al volver a casa, al agarrarse el uno al otro y no poder soltarse; al encontrarse, agotados, desarmados, frente a la puerta de la pensión y no saber qué hacer con tanto calor acumulado.

Era cierto, había sido ella. Culpable de transgredir la norma número trece. A lo bestia. Sin reparos antes ni remordimientos después. Ella la que se había abalanzado sobre el desconcierto de Andrés Leal y había callado sus protestas con besos y mordiscos. La que lo había vuelto loco de deseo y lo había satisfecho a zarpazos sobre el suelo de tablas, la que había golpeado la puerta con los tacones altos de sus botas de caña, la que había gemido, gruñido y arañado.

Él sólo había logrado articular una frase inteligible en medio de la batalla campal: «Pero qué máquina estás tú hecha», para luego responder como un oso pardo a los ataques de Cecilia y revolcarse por el porche con ella de mochila.

El estropicio de Catalina, descalabrada, junto a la encimera de la cocina, les devolvió bruscamente a la realidad.

—¿Qué coño…? —dijo Andrés con los pantalones en las rodillas.

—¡Ay, qué vergüenza! —le respondió la auténtica Cecilia, que acababa de regresar a su ser, de natural recatado, recomponiéndose el pelo, los tirantes del vestido y las medias arrugadas—. ¡Corre que nos pillan!

Salió disparada escalones abajo, atravesó el caminito de piedras hasta la cancela de un único brinco sólo equiparable al del campeón mundial de saltos de longitud en las últimas olimpiadas, y siguió corriendo durante un buen rato, con Andrés en la retaguardia tratando de alcanzarla dando traspiés con su pierna mala mientras se abrochaba el botón de los vaqueros.

Por un momento habían vuelto a ser dos adolescentes en retirada y la vida había cobrado todo el sentido del mundo. A Andrés lo hubieran sorprendido sus padres; a Cecilia, sus abuelos, asomados unos y otros a la misma ventana de la misma habitación. La grande, la que daba a la calle y no al jardín de atrás. Y la casa de la Ribera del Manzanares habría sido en cualquiera de los dos casos el escenario inolvidable de su primer encuentro.

—¿Don Andrés Leal?

—El mismo.

—Soy Azucena. La asistenta de la pensión de la Ribera del Manzanares. Que dice doña Cecilia que esta tarde, si puede, o ya el lunes, venga, que se pase por aquí para arreglar un estropicio en la cocina: una encimera que se ha vencido y que ha arrancado de cuajo tres baldosas de las grandes, nada grave. Y que de paso, a ver si nos puede cambiar la cerradura de la cancela. Parece ser que alguien se coló anoche en la parcela. Fíjese, lo mismo venían a robar.

—Seguro. A qué si no —respondió el constructor.

Pero hubo algo en el tono de su voz, que le hizo pensar a Azucena, qué cosa más rara, que Andrés Leal estaba sonriendo al otro lado de la línea telefónica.