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NO SE PERMITEN TATUAJES NI PIERCINGS, BORRACHERAS NI FUMATAS. NI HOMBRES

Después de la separación, Cecilia había adquirido el hábito de visitar a sus padres cada vez que la cuesta arriba de su nueva vida se le hacía demasiado empinada. Como si volviera a ser una niña pequeña, necesitaba sentirse arropada por el manto protector de quienes jamás la habían decepcionado. Sus padres habían mostrado un respeto absoluto hacia su decisión: no le habían preguntado cuál había sido el motivo por el que había puesto fin a su matrimonio —hasta entonces tan sólido y feliz—, sino que se habían tomado aquel desastre como algo inevitable y habían preferido dedicar sus esfuerzos a consolarla. Para paliar el sufrimiento —la pobre había llegado a Águila hecha un mar de lágrimas—, la habían llevado a merendar chocolate con picatostes, le habían comprado una manta de lana y le habían asignado el mejor lugar en el sofá frente a la tele. Su madre había vuelto a abrir su habitación de niña y hasta había deshecho su maleta deshecha.

Regresar a casa había sido como un bálsamo para Cecilia, de nuevo hija única y consentida, dispuesta a aprovechar de buen grado los recursos que la vida le regalaba, tal y como le había recomendado el director de recursos humanos: «No sientas que estás sola, Cecilia —le había aconsejado—. Tú tienes muchos recursos: tus padres, tus amigos, tu casa, tu trabajo…». Ay, qué maravillosa palabra aquella, «recursos», que igual servía para un roto que para un descosido.

Sin embargo, desde que se había topado con Andrés Leal y su falta de compasión hacia cualquier criatura desvalida que se le pusiera por delante, una terrible sospecha empezaba a abrirse camino en su cabeza: ¿no sería precisamente esa actitud comprensiva y resignada de sus padres, la mayor prueba de desconfianza hacia sus capacidades?

Si analizaba despacio el discurrir de su vida académica, por ejemplo, se daba cuenta de que jamás la habían regañado por suspender un examen: «Los suspensos son para los estudiantes», solía repetir su madre cuando la consolaba amorosamente en lugar de castigarla sin salir. Y siempre habían celebrado con auténtico entusiasmo todos sus logros: fiestas, regalos, abrazos y besos, como si en el fondo no la creyeran capaz de alcanzarlos. La noticia de la exitosa culminación de su carrera universitaria había tenido el mismo efecto en el ánimo de su padre que la victoria, años después, de la selección española en el mundial de Sudáfrica.

De igual manera, ahora que caía en la cuenta, tanto el anuncio de su compromiso matrimonial, como su posterior boda por todo lo alto, habían sido achacados a dos milagros seguidos de San Antonio, y si en aquel momento Cecilia no había dado ninguna importancia a los gritos de júbilo de su madre y los vivas al santo, por considerarlos simpáticos y folklóricos, ahora comprendía que habían sido sinceras muestras de fervor religioso.

La verdad, cruda y dura, era que sus padres jamás habían creído en ella.

—Así que se te ha ocurrido una idea. —Sus padres la miraron aterrados, las manos unidas, los ojos algo más abiertos de lo normal. ¿Temblaban un poco, tal vez?

—Una idea buenísima.

Aquel plan había empezado a forjarse a fuego lento en su cabeza gracias a Justice y su indigencia. Dadas las dimensiones de la casa de los abuelos y el lamentable estado de sus instalaciones, el presupuesto de Miguel Ángel Buonarroti había resultado ser monumental; algo así como el equivalente a volver a pintar la Capilla Sixtina de arriba abajo, según se quejó Cecilia a Andrés Leal antes de claudicar y firmar el contrato. Y eso sin contar con que habría que comprar muebles nuevos, electrodomésticos, ropa de casa y demás.

Cecilia había calculado que, después de semejante derrama, el montante de su cuenta corriente se iba a parecer bastante al de la lata mugrienta en la que Justice guardaba las monedas de las propinas. Para empezar, la venta del ático a su exmarido no se había materializado en dinero contante y sonante, ya que todavía les faltaba por pagar la mitad de la hipoteca, cantidad que había sido deducida del precio de compra. Además, tendría que hacer frente en solitario a los gastos fijos de aquella casa tan grande, los impuestos, el sueldo de una asistenta y el mantenimiento de Justice y su cabaña. Ahora que no tenía más ingresos que su nómina, le iba a resultar difícil conservar el tren de vida al que se había acostumbrado en los últimos tiempos.

—Creo que he dado con la manera de resolver mi situación económica, que no es mala, no me miréis así, pero ya no es tan buena como antes.

—Si necesitas dinero, no te preocupes, hija. Papá y yo, en su día, abrimos una cuenta corriente a tu nombre, por si ocurría algo como esto. ¿Verdad, cariño? La tienes a tu disposición, en la caja de ahorros y monte de piedad. No tienes más que presentarte en la sucursal de la calle Miguel de Unamuno con tu carné de identidad y saludar a Facundo Quintero, el director de la oficina. Le dices que eres nuestra hija y que vas a sacar el dinero, o transferirlo, o lo que sea.

Cecilia tragó saliva. Por primera vez en su vida estaba dispuesta a rechazar la ayuda que le ofrecían sus padres.

—No, mamá. Gracias. Ya te he dicho que tengo un plan.

Porque no sólo se trataba de dinero. Lo cierto era que la idea que le había venido a la mente, mientras contemplaba a Justice engullir el chuletón de Ávila, no tenía nada que ver con el aspecto material de su nueva vida. El auténtico problema, el que la aterrorizaba de veras, era mucho más difícil de resolver: se sentía sola. Sola y desamparada. Sola y en silencio.

Aunque no había sido lo suficientemente valiente como para enfrentarse a la soledad en el instante mismo de abrir la puerta de la casa de los abuelos y respirar el aire quieto, deshumanizado y vacío, sí había sido capaz de desafiarla luego, a la hora del café, y buscarle las cosquillas. La vida le privaba de un marido y le enviaba un indigente. ¿No decían que cuando Dios cierra una puerta, abre una ventana?

—Bueno, ¿y cuál es ese plan tan fantástico si puede saberse?

Cecilia tomó aire, reunió coraje y disparó:

—Voy a abrir una pensión en la casa de los abuelos.

Hubo un momento de pausa mientras las piezas trataban de encajar en el intrincado puzle del entendimiento paterno, sin éxito. Padre y madre parpadearon al unísono, dejaron de respirar. Se bloquearon. Cecilia entendió que le correspondía a ella sacarlos del trance.

—En fin, he pensado que puedo alquilar los tres dormitorios y el baño de la segunda planta y quedarme yo viviendo en la buhardilla, como cuando estaba soltera. No tendría más de tres o cuatro huéspedes a la vez, contrataría a una señora que limpiara y se ocupara de la ropa de casa, de la comida, de la plancha…

Dejó de hablar para ver si sus padres reaccionaban, pero al comprobar que continuaban convertidos en sendas estatuas de sal, siguió parloteando, animada con su propia voz, y se fue creciendo hasta el punto de hablarles de Justice y la cabaña del Lerele.

—¡Ay, Santo Fuerte! —logró decir su madre con un hilo de voz.

Su padre, más racional, trató de explicarle los motivos por los que aquélla era la idea más peregrina que se le había ocurrido jamás, incluyendo aquella vez, cuando tenía seis o siete años, en que metió en un baño de espuma a sus gusanos de seda para lograr que hicieran el capullo más suave, y luego lloraba porque se habían ahogado todos y flotaban patas arriba en el agua de la bañera.

—A ver, Cecilia, cariño —le explicó con la misma ternura que utilizó aquella vez para explicarle que la Naturaleza no había dotado a los gusanos con la capacidad de nadar, al contrario que ocurría con otras especies de animales e insectos—. No quiero desanimarte, de verdad, pero ¿tú has pensado bien lo que dices? ¿Cómo te vas a ocupar tú sola de una pensión? ¿No te das cuenta del lío en el que te vas a meter? Y eso de refugiar a un inmigrante sin papeles en una cabaña de madera en el jardín, ¿es legal?

—Está todo pensado, papá —se atrevió a responder Cecilia—. Lo de Justice no es legal, de momento, pero yo podría contratarlo como empleado doméstico y regularizar su situación. Luego, lo del seguro de responsabilidad civil, al final, es un trámite sencillo, y el resto es pan comido.

—¿Y con quién vas a vivir? —Su madre despertó del pasmo sobresaltada—. Podrían ser delincuentes, asesinos, violadores…

—Tranquila, mamá —respondió ella, esta vez más segura de sí misma—. Será una pensión para señoritas. Estudiantes de la Complutense, que queda muy cerca. No sé si la ubicas bien, pero la casa de los abuelos está al lado de los colegios mayores. Es una zona muy universitaria.

La idea de las tres estudiantes ejemplares, vestidas de uniforme, qué absurdo, con trenzas y faldas escocesas, ayudando con las tareas de la casa, se había hecho fuerte en el cerebro de Cecilia, desplazando aquella otra imagen desagradable en la que aparecían tatuajes y piercings, borracheras y fumatas. Por norma, esas cosas no sucederían en la casa de los abuelos. Aquél seguiría siendo un lugar decente, decoroso y respetuoso con la memoria de quienes la habitaron durante treinta y cinco años.

—El curso comienza en septiembre. Todavía tengo seis meses para arreglar la casa y organizar todos los papeles. De hecho, la obra ha empezado ya.

A la madre de Cecilia le vino a la mente, como un soplo del más allá, que su amiga Victoria le había comentado hacía poco tiempo que su nieta Noelia quería irse a estudiar a Madrid. Tal vez no fuera tan mala idea, después de todo, que Cecilia estuviera acompañada. Temía por la estabilidad emocional de su hija, y ahora, además, también por su integridad física, viviendo como vivía bajo el mismo techo, o casi, con un keniata veinteañero y musculoso. Si lograba convencer a Victoria, ahora sería ella quien debería preocuparse por el asunto. Al fin y al cabo, el chico preferiría acosar a alguien de su edad, ¿no? Mientras su marido seguía tratando de hacer entrar en razón a Cecilia hablándole de improbables incendios e inundaciones, ella empezó a tejer su propio plan.

—Cecilia, hija —le dijo—. Vas a tener que seleccionar muy bien a las estudiantes. Piensa que serán muy jóvenes y que todas ellas tendrán unos padres como nosotros, preocupados por el bienestar de sus hijas. Al final, confiarán en ti no sólo como propietaria de la pensión, sino también como responsable de su seguridad.

—No voy a montar un colegio, mamá —protestó Cecilia—. Lo mío es una pensión. Una especie de hotel, pequeñito y familiar.

—Ya. Pero tendrás que imponer unas normas. Digo yo. Unos horarios, unos deberes… Prohibirás que duerman hombres en la casa, ¿verdad?

—Sí. —Cecilia dudó un poco antes de dar esa escueta respuesta a una cuestión que hasta ese momento no se había planteado.

—Porque si no lo prohíbes, no sé qué tipo de niñas vas a alojar. O qué tipo de padres. Vamos, yo jamás te dejaría a ti vivir en una casa donde se permitiera algo así.

—Y como eso, todo lo demás —estuvo de acuerdo su padre—. Que hagan fiestas, que lleguen a horas intempestivas, que fumen porros…

Cecilia empezó a flaquear. Tal vez sería mejor buscar otro tipo de inquilinos: personas de la tercera edad, por ejemplo. Pero claro, con tantas escaleras le iba a ser difícil encontrar clientes. Y encima, ella no poseía esa habilidad que tienen algunas personas para conectar con la gente mayor. Con los abuelos era distinto; había confianza y estaba acostumbrada a sus achaques, sus manías y hasta a encontrarse sus prótesis dentales en el cuarto de baño. Pero con desconocidos, no. Era incapaz de dar conversación a los amigos de sus abuelos, no tenía paciencia, ni sabía cuál era el volumen adecuado para hacerse entender: ni demasiado bajo, para que pudieran oírla, ni demasiado fuerte, para que no les aturdiera el audífono.

Mientras se perdía en estas cavilaciones, su madre lanzó la bomba.

—¿Quieres que vayamos a hablar con mi amiga Victoria, que tiene una nieta que se marcha el curso próximo a estudiar a Madrid?

Cecilia miró a su madre, entre sorprendida y aliviada.

—¿Entonces te parece bien?

—Hombre, mejor malo conocido que bueno por conocer.

—Estáis locas las dos —apuntó su padre—. Haced lo que queráis, pero que conste que a mí me parece un error. Ya os estoy viendo, llorando arrepentidas, de vuelta en casa.

—Y tú diciéndome que ya te lo temías.

—Eso.

—Que ya me lo habías advertido.

—Sí.

Cecilia se levantó del sofá. Tendió una mano temblorosa hacia su madre. Le dijo: «Vamos a hablar con tu amiga Victoria». Besó a su padre en la frente, se estiró la camisa, levantó la cabeza e hizo mil pedazos la cadena que ataba la pata del elefante de Bucay a la pequeña estaca. Esa cadena tan fácil de partir, tan oxidada, tan cubierta de capas y capas de polvo que el pobre animal creía indestructible porque una vez, cuando era un elefantito recién nacido, quiso romperla y no pudo. Qué día más terrible aquel en que se rindió para siempre y renunció a ser libre.

La abuela de Noelia, Victoria, señora de Villanueva de Campos, vivía en un palacio en la calle Mayor. Una casa con blasón, almohadillado en la fachada y balcones de piedra. La puerta, de madera noble con tachuelas, de un tamaño colosal para permitir —en el siglo pasado— la entrada y salida del coche de caballos, imponía bastante, porque era una especie de acceso a un castillo medieval con puente levadizo y estaba cerrada con tres candados y una cadena de hierro.

La madre de Cecilia, sin darse cuenta, rompió el encanto del cuento de la princesa cautiva en la torre cuando sacó el móvil y llamó a su amiga, que, diligente, envió al ama de llaves a abrir una puerta lateral, de las de portero automático, mucho más práctica y menos gloriosa que la principal.

Lamentablemente, doña Victoria no era la dama peripuesta que Cecilia había esperado encontrar en aquella casa, sino una abuela moderna, de unos sesenta y cinco años, con mechas californianas, pantalones de cuadros y jersey de cachemir. Las recibió en un salón agradable, las invitó a Coca-Cola, patatas y aceitunas y se disculpó por su aspecto.

—Perdonad que os reciba de esta guisa. Es que en diez minutos me vienen a recoger para ir a jugar al golf. ¿Vosotras jugáis al golf?

—Nosotras somos más de campo —respondió la madre de Cecilia para espanto de su hija.

Pero era cierto. La única actividad deportiva que se había practicado en su casa de toda la vida había sido la de depredar todo lo depredable. Los domingos, padre, madre y Cecilia se vestían de pana y botas impermeables y salían a recorrer la provincia en busca de los frutos que la madre Naturaleza dispone en su generosa mesa: moras, setas, manzanas, cerezas, ciruelas, endrinas, lilas, peonías salvajes, flores silvestres, nueces, castañas, almendrucos y hasta alguna que otra trufa, con ayuda de un cerdo llamado Rommel que le prestaba, para tal cometido, un amigo a su padre. Ellos eran más de campo. Cierto.

—Pues es una lástima —estaba diciendo Victoria—. Porque el golf es apasionante. —Tenía el culo prieto y probablemente un par de estiramientos faciales. Hablaba con mucho desparpajo y parecía simpática, a pesar de todo—. En fin, guapas, vosotras diréis a qué se debe esta visita tan agradable.

Cecilia dejó el asunto en manos de su madre y su cuidada diplomacia. A fin de cuentas, ella era la que conocía a Victoria Villanueva de Campos, la que compartía con ella charla y partida de canasta todos los jueves en el casino, la que hablaba su mismo idioma.

Le explicó —algo almibarada— la historia de los abuelitos; su ilusión de toda la vida por vivir en la capital, mira qué cosa tan absurda, y su idea romántica de comprar una casa a la orilla del Manzanares.

—En cuanto mi padre se jubiló, hicieron la maleta y se trasladaron a Madrid. Los dos solos. Yo ya estaba casada, ya había nacido Cecilia, sus responsabilidades para conmigo habían terminado. No sé, imagino que quisieron vivir una segunda luna de miel.

Después vino el mal trago del relato del divorcio, pobre Cecilia, y la fantástica idea de abrir una residencia para estudiantes —conscientemente evitó utilizar el término «pensión», que tanta gracia le hacía a su hija, y lo sustituyó por el eufemismo «residencia para estudiantes», que sonaba más decente— en aquel chalé con encanto.

—Y de pronto, esta mañana, me vino a la cabeza tu nieta Noelia, la que quiere irse a estudiar a Madrid.

Victoria Villanueva de Campos dio un salto de alegría. Literal. Casi se le derrama la Coca-Cola.

—¡Qué buena idea! —exclamó—. No sabéis lo preocupados que nos tiene la niña. Se le ha metido en la cabeza que quiere ser escritora. De novelas románticas. Se pasa el día leyendo a Corín Tellado, a Rosamunde Pilcher, y ahora le ha dado por las sombras de Grey, que no sé si lo sabéis, pero es medio porno. —Cecilia asintió con la cabeza. Estaba hipnotizada—. Y Valentín, mi hijo, le ha dicho que puede ser lo que quiera, pero que tiene que estudiar una carrera universitaria. Supongo que para hacer tiempo y lograr que se interese por alguna profesión más provechosa. La niña ha dicho que bueno, que filología. Y andan buscando alojamiento en algún colegio mayor cerca de la universidad.

—La casa de Cecilia está al lado de la Complutense.

—¡Noelia! —Victoria Villanueva de Campos tenía voz de soprano y pulmones de sherpa.

—¿Ah, pero está aquí la niña?

—Sí, hija, se pasa la vida leyendo en la biblioteca de Julio. No sabes lo bien que se llevan el abuelo y la nieta.

Un par de minutos después apareció Noelia enmarcada por el dintel de la puerta. Esta vez sí, la princesa del castillo había hecho su entrada triunfal. O Jane Eyre o Josephine March o alguna heroína del siglo XIX resucitada al mundo real por arte de magia.

Noelia Villanueva de Campos era menuda y delgada, blanca de piel, triste de expresión, dulce de andares. Transmitía una indefensión tal que Cecilia comprendió inmediatamente dónde residía la preocupación de la abuela Victoria. Parecía que estaba a punto de morirse de escarlatina.

Llevaba la melena rizada, larga hasta la cintura, adornada con una cinta de seda a modo de diadema, y su vestido largo, color crema, con encajes en el pecho, no parecía de este universo, sino de uno paralelo en el que ningún adolescente español de barrio se burlaría de una chica como ella.

—Esta preciosidad es mi nieta Noelia —dijo Victoria a modo de presentación.

—Encantada de conocerlas —respondió la niña con voz de tuberculosis.

Los cinco minutos siguientes los pasaron agradablemente sentadas en el sofá de terciopelo verde de la sala de estar de los Villanueva de Campos, mientras la abuela Victoria miraba de reojo el reloj, pensando en su partida de golf.

—A mí también me gusta mucho leer —dijo Cecilia—. En la buhardilla de mi casa siempre ha habido una pequeña biblioteca, no tan espléndida como la de tu abuelo Julio, pero sí muy cuidada, llena de libros que te van a encantar. Te los presto todos.

—¿Y quién más se alojará en la casa?

—Todavía no tenemos más candidatas —reconoció Cecilia—. Tú eres la primera.

—¿Y podré dar mi aprobación a las otras chicas?

Qué pregunta. A nadie se le había ocurrido prever algo así. ¿Debían las inquilinas superar algún proceso de selección en el que se puntuaran virtudes como la buena educación, la buena salud o la buena cuna?

—¿A qué tipo de aprobación te refieres?

—Bueno, no lo he pensado todavía —respondió Noelia—. Pero no me gustaría compartir casa con chicas raras, de las que beben y fuman, llevan piercings y tatuajes, y esas cosas.

—Hombre, habrá unas normas, claro está —se apresuró a explicarle Cecilia—. Todavía las estoy escribiendo.

—Normas de convivencia —dijo la madre de Cecilia.

—Y de obligado cumplimiento, claro —añadió la atribulada casera novata.

—¿Podré escoger habitación, ya que soy la primera?

—Sí, supongo.

Hubo muchas más cuestiones y muchas respuestas vagas. Que si la comida, que si la ropa, que si el pijama y la corrección en el vestir, que si los ruidos, que si las amistades… Nadie como Noelia para infundir terror en Cecilia. ¿Y si era una vampira, después de todo, con aquella palidez y aquella manera de hablar con los ojos muy abiertos?

—La casa está en obras. Calculo que para finales de julio habrán terminado y podrás venir a visitarla. Te prometo que te va a encantar.

—De acuerdo, hablaré con mis padres.

La reunión se deshizo en el momento en el que la misma ama de llaves que había bajado a abrirles la puerta irrumpió en el salón y anunció que las amigas de Victoria Villanueva de Campos la estaban esperando en la entrada de coches, armadas con sus palos de golf y sus zapatos de tacos. Cecilia le dijo adiós a Noelia con la promesa de seguir en contacto. Al despedirse, con un abrazo tímido, Noelia le susurró una sola palabra al oído: gracias. Y su nombre: Cecilia.