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EN AUSENCIA DE LA DUEÑA DE LA PENSIÓN ESTÁN PROHIBIDAS LAS
FIESTAS, HUELGA EL AVISO
Cecilia sabía que tenía una asignatura pendiente y que no era cosa de seguir posponiéndola: tenía que irle descubriendo poquito a poco a su madre el secreto de su verdadera identidad.
Había pensado en comenzar por hablarle del hallazgo de la medalla emparedada en la casa de los abuelos, la que aparecía en sus sueños, la misma que ahora colgaba de su cuello. Le diría que había seguido la pista hasta un convento de monjas franciscanas que en su día fue un orfanato. Le explicaría que todas las niñas que pasaron por allí llevaban una medalla como ésta. Y su madre, en la inopia, le respondería algo así como «qué curioso, qué raro que apareciera en tu casa», y luego le preguntaría por Andrés: que cómo le había conocido, que cuál era su edad y su estado civil, que cuáles sus intenciones, que cuándo pensaba presentárselo formalmente; y le confesaría, después de un suspiro, que aquel médico tan atractivo no podía ser sino la respuesta a sus oraciones.
Entonces ella se echaría a llorar como una tonta, y la historia de Azucena, la hermana Petra y la cruzada de sus abuelos por recuperar a su hija perdida pasarían a un segundo plano. Sus padres regresarían al régimen del chocolate con picatostes y la manta de lana delante de la tele, las miradas de lástima, el encogerse de hombros, el ya me lo temía yo, ya te lo dije, con el que solían hacer frente a los desengaños de su hija.
Pero habían pasado tres meses. Azucena se inquietaba, obsesionada como estaba con los álbumes de fotos que ojeaba de manera compulsiva, sentada en la butaca de la biblioteca; y Noelia, contra todo pronóstico, había superado la semana treinta de su embarazo de alto riesgo.
Cada quince días las visitaba su doctora, armada con el estetoscopio, el aparato de la tensión, el termómetro y poco más. Les aseguraba que la niña Teresa estaba creciendo a buen ritmo, que ya pesaba más de un kilo, más de dos, que la placenta también iba ganando peso y que el desprendimiento podía ser motivo de parto prematuro. Les advertía que nada estaba garantizado, que el peligro era cierto. Que en cualquier momento todo podía irse al traste. Y el resto de la tarde se la pasaba Cecilia consolando a Noelia.
—Andrés volverá pronto —le repetía—. Traerá a Justice, ya lo verás.
Mediaba ya el mes de junio. Cecilia se había ocupado personalmente de cuidar del jardín y del huerto y se había demostrado bastante eficaz. Alrededor de la casa florecían ahora unas alegres petunias de color rosa y junto a la puerta de la cancela, las hortensias que durante el invierno se habían reducido a cuatro palitos enclenques, volvían a ser plantas frondosas de un verde muy intenso en las hojas y unas enormes floraciones azules. En cuanto al huerto, las matas de tomates empezaban a necesitar ya de los tutores para envararse y crecer erguidas, los calabacines habían conquistado terreno, las lechugas se desperezaban y las zanahorias asomaban tímidas sus orejas de hojitas tiernas.
En esa época, los padres de Cecilia solían llenar la casa de flores silvestres. En su tierra, las lilas brotaban más tarde, las peonías salvajes y los lirios montunos y el tomillo florecían a deshora. Sobre la mesa del comedor habría un jarrón enorme lleno de color y perfume. La estarían esperando para celebrar su cumpleaños número cuarenta y cuatro.
—Este sábado me voy a Águila —avisó a Azucena con unos días de antelación—. Creo que ha llegado el momento de la verdad. Me llevo las medallas y el recorte del periódico. Deséame buena suerte.
—Ve con Dios —respondió la huérfana abrazándola con fuerza.
A través de la ventana abierta de Noelia, en el primer piso de la pensión más bonita del mundo, se veía la luna. Era, otra vez, la hogaza de pan dorado que iluminó su primera y última noche de amor con Justice. La misma que, a quince millas náuticas y seiscientos setenta y un kilómetros de distancia, atisbaba entre lágrimas el padre de su hija, el cual acababa de ser rescatado del mar y surcaba ahora las olas para reunirse con ella.
Sonó el teléfono de la pensión. Eran las seis de la mañana del último domingo antes del examen final de sintaxis. Noelia lo escuchó desde la cama y confió en que Ivana oyera el timbre y bajara corriendo a atender la llamada. La hora era intempestiva, la noticia debía de ser importante, se dijo. Como cada vez que llamaban al teléfono, le suplicó al buen Dios que versara sobre Justice. «Con saber que está vivo, me basta —le rogó—, aunque no vuelva a verlo nunca, si está vivo, me basta».
Ivana tenía el sueño ligero. Le había prometido a Cecilia que cuidaría de Noelia durante las veinticuatro horas y pico que ella estaría en Águila. No pensaba moverse de la pensión en todo el fin de semana, le aseguró, el curso estaba a punto de terminar y no estaba dispuesta a suspender una sola asignatura. Desde su boda secreta en diciembre, tenía la impresión de que participaba en una carrera de obstáculos en la que cada asignatura era una valla y ella la saltadora olímpica que debía superarlas sin derribar una sola. Al final del circuito, en lugar de una línea de meta, Ivana esperaba encontrar la puerta de una iglesia adornada de flores y a su adorado Dani esperándola ante el altar.
Le había prohibido las visitas durante el fin de semana. Él había protestado y la había tratado de convencer con el argumento irrebatible de la ausencia de la patrona y la aquiescencia de Noelia, la cual, al contrario que Cecilia, daba al matrimonio secreto la misma potestad para legitimar el sexo que el público y notorio.
Pero Ivana necesitaba concentración y silencio para poder hacer frente a la sintaxis. Ya habría tiempo para el amor durante las vacaciones de verano, que pensaban pasarlas juntos recorriendo Italia en la moto de Dani.
La despertó el teléfono, igual que a Noelia, y al pasar por su cuarto, camino de la escalera, vio que tenía los ojos abiertos y las manos juntas sobre la boca, como una niña que reza arrodillada a los pies de su cama.
Bajó a toda prisa, dieciséis escalones al galope, y al otro lado del hilo, se encontró con la voz agitada de Justice preguntando por Noelia.
—¡Es Justice! —El grito de Ivana le salió del alma. No tuvo en cuenta el efecto que podría causar en la portadora de un embarazo de riesgo.
Noelia se levantó de un brinco, se asomó al hueco de la escalera, se encontró con la respuesta a sus oraciones en la cara de Ivana: está vivo y a salvo.
En el mismo instante en el que Justice le suplicó a Ivana que le pasara con Noelia, Noelia sintió la primera punzada de dolor. Había sufrido mucho durante los siete meses y medio de su embarazo, estaba acostumbrada a todo tipo de padecimientos, pero aquella sensación había sido muy diferente del resto: punzante, aguda, inverosímil. Notó algo líquido y cálido entre las piernas. Miró hacia abajo y la visión de la sangre la aterrorizó.
—Ivana —dijo—, Ivana. —Se estaba desangrando. Así de claro—. Ivana.
Haciendo un ruido sordo, como de saco de harina, se desplomó sobre el suelo. La rusa dejó caer el auricular del teléfono y corrió escaleras arriba.
—¡Estás pariendo! —comprendió al ver la escena de Noelia retorciéndose de dolor en medio de un charco de sangre.
—Llama a la doctora —alcanzó a decir ella con un hilo de voz.
—No hay tiempo —replicó Ivana—. Estás pariendo —repitió.
Se arrodilló sin dar más explicaciones. Se colocó delante de la parturienta y presionó las rodillas de Noelia contra su pecho. Le tomó las manos. La miró a los ojos.
—Noelia —dijo, sin apartar de ella las dos esferas celestes desde las que se asomaba al mundo—. No es la primera vez que atiendo a un parto. Respira. Estás en buenas manos. Mi abuela era la comadrona de mi aldea y yo su ayudante. Mis hermanas nacieron en casa. Respira. Sé perfectamente lo que tengo que hacer. Empuja. Las mujeres del pueblo decían que yo tenía un don. Mis manos pequeñas. Mi voz, su cadencia. Respira. Mis ojos claros. Respira. Que era capaz de hechizar a las parturientas con ellos. Que ahuyentaban el dolor. Empuja. Sé cómo hacer girar al bebé dentro del vientre. Cómo recibir su cabeza resbaladiza en mi regazo. Empuja. Cómo extraerlo y acariciarlo entre los dedos. Cómo recibirlo. Empuja, Noelia. Ya está.
—Me muero, Ivana.
—Ésta es tu hija. Tómala.
La misma luna llena que entraba por las ventanas abiertas de aquella pensión, había guiado el barco de Andrés Leal al encuentro del muchacho. El mismo sol enrojecido que lo empujaba ahora hacia la tierra —la melena roja y amarilla de Noelia— iluminaba, por primera vez, a su hija recién nacida.
—Justice —anunció Ivana, serena a pesar de todo, a la voz que la llamaba a gritos desde el teléfono aún descolgado—. Acabas de ser padre de una niña preciosa. Dile a Andrés que te lo explique. Y cuelga, por favor, que tengo que llamar al médico.