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LAS NOCHES DE TORMENTA SE ASEGURARÁN PUERTAS Y VENTANAS

Cuando Andrés Leal se embarcó junto con Bicho en su velero de treinta y un pies, dos camarotes y un mástil, no se imaginaba que aquella aventura fuera a durar más de un mes, dos a lo sumo. Pero había hecho los cálculos a ojo, sin tener en cuenta que algunas veces hace falta luchar contra los elementos para poder llegar a buen puerto.

Ni los vientos le fueron favorables, ni las corrientes lo arrastraron en la dirección apropiada, ni los aguaceros le dieron tregua. Pasó hambre, frío, mal de tierra, mal de mar y la humedad se le metió en los armarios y se instaló en su piel de gallina.

Hacer una travesía como ésa en esas condiciones era una locura; se lo repetían todos los hombres de mar con los que se cruzaba en el camino. Más le valía refugiarse en algún puerto y aguardar a que amainara el temporal, le aconsejaban, pero él no hacía caso de nada ni de nadie y seguía adelante como un autómata con una sola idea fija en la cabeza: traer a Justice de vuelta a casa.

Ni podía explicar el motivo de semejante comportamiento, a todas luces irracional y temerario, ni entendía por qué el recuerdo de Cecilia, cada día más nítido, le provocaba una mezcla de sentimientos tan difíciles de conciliar. La echaba de menos con una desesperación tal que su subconsciente, acostumbrado al mismo dolor y a la misma intensidad durante años, no lo identificaba como algo nuevo, sino como el estado habitual de su maltrecho corazón. Todavía no estaba seguro de qué sentía por Cecilia. Si era amor, él no recordaba que atormentara tanto.

Algunas tardes creía ver, entre las olas de espuma, la silueta de Dulce brincando con los delfines, diciéndole adiós con sus aletas plateadas y sumergiéndose después para volver a saltar unos metros más allá, y le parecía que iba siguiéndola sin darse cuenta por el camino de agua que ella le dibujaba. Y eso también dolía.

Cuando llegaron al puerto de Algeciras, el aspecto que ofrecían Bicho y Andrés era deplorable. El perro, un engendro flaco y despeluchado. El hombre, un náufrago barbudo, maloliente y sucio, con la ropa hecha jirones. Se abastecieron de lo necesario para la etapa más peligrosa de su largo viaje en un pequeño supermercado del lugar. Tramitaron el papeleo, remendaron velas, aseguraron cabos y poleas, llenaron los depósitos de agua y combustible, y a principios de mayo, una mañana de mucho sol, pusieron rumbo a África.

En el barrio de Boukhalef en las inmediaciones de Tánger, Justice compartía colchón con un grupo de jóvenes somalíes. Se había unido a ellos en Addis Abeba y lo habían tolerado gracias a que dominaba la lengua y las costumbres de sus compañeros de viaje por ser descendiente de somalíes. Los abuelos de Justice habían sido emigrantes, igual que él, y también habían arriesgado sus vidas en busca de un futuro mejor.

Habían hecho escala en Agadez y se habían detenido allí mucho más tiempo del que Justice hubiera deseado. Le explicaron que cruzar hasta Tamanrasset era peligroso, que había que contratar un buen guía y un buen vehículo si querían salir con vida de semejante aventura.

En febrero, por fin, encontraron plaza en un convoy de cuatro jeeps dirigido por un fortachón argelino al cual tuvieron que entregar todo el dinero que pudieron conseguir. La travesía del desierto fue agónica: en cada coche viajaban diez muchachos hacinados y medio asfixiados por las altas temperaturas. Hubo que racionar el agua y los alimentos; dormir a la intemperie temblando de frío junto a las hogueras; repeler a tiro limpio el asalto de varios grupos de bandidos armados; apaciguar los ánimos y evitar las peleas internas.

Justice desconfiaba de todos. Sabía que en el fondo estaba solo en su compañía. Que las amistades que se hacen en la necesidad, por necesidad se deshacen; y que llegado el caso, nadie se arriesgaría por él.

Pero en las noches oscuras, le parecía ver bailar entre las llamas la melena roja y amarilla de Noelia, la seda de su ropa, su piel tan clara, su amor primero. El miedo a quererle y también a no saber cómo.

La primera vez que Justice atravesó el vientre de África, lo hizo por hambre de pan y aventuras. Esta segunda vez, le movía el amor. Y no hay fuego que caliente más.

Desde Tamanrasset, donde se detuvieron una temporada, todavía quedaban mil quinientos kilómetros hasta Oujda.

Oujda era la ciudad natal de su jefe de expedición. Su familia vivía en una casa grande, con un patio rodeado por una pared de ladrillo, donde daba refugio final a los viajeros. Era parte del trato.

Allí confluían muchos caminos y muchos otros se separaban para siempre. Justice no quiso perder más de una semana viviendo de sopa y pan. En cuanto recuperó las fuerzas, se puso en camino hacia Tánger.

Al verlo partir con la mirada del tigre, hubo tres chavales que se unieron a su marcha. Él les ordenó que volvieran al patio, que no quería responsabilidades. No le obedecieron.

Después de varios días de caminata llegaron al final de su viaje. No encontraron alojamiento en el centro de la ciudad, pero sí en el barrio periférico de Boukhalef, donde alquilaron una habitación para los cuatro. La vigilancia costera se había endurecido muchísimo desde el verano anterior y la ciudad empezaba a desbordarse de subsaharianos como ellos, en lucha por la supervivencia. Como escaseaba el espacio, había que compartir colchón y plato y era una misión imposible conseguir algún dinero trabajando en condiciones infrahumanas para los jefes de las mafias.

Por fin, a mediados de junio, uno de los muchachos somalíes con los que se alojaba los llamó a todos a cónclave y, en voz baja, a pesar del esfuerzo por no saltar de alegría, les contó que la policía marroquí había insinuado que, durante cuarenta y ocho horas, haría la vista gorda a los valientes que estuvieran dispuestos a embarcarse hacia España. Por lo visto, era necesario soltar la espita y dejar salir el gas antes de que la ciudad entera volara por los aires.

—Abren las compuertas, chicos, todo el mundo se está yendo —les relató—. Se van en botes hinchables, en barcas de remos, incluso en embarcaciones de juguete. Los dueños de los pisos ya están quemando colchones y ropa sucia. Nadie se lleva nada. Salen a toda prisa, con lo puesto, mujeres, niños… No hay vigilancia en setenta kilómetros de costa. Ha llegado el momento.

—Entonces es hora de separarse —dijo Justice—. Ya os advertí que yo viajo solo.