22
SE PROHÍBEN LOS INSULTOS, LAS PELEAS Y LOS
PORTAZOS
En ese momento se escuchó un portazo en el recibidor, seguido de la voz aflautada de Ivana que acababa de hacer su aparición en la casa, cargada con sus maletas de viaje y más guapa que nunca, con la piel bronceada, los ojos brillantes y la melena trenzada, como una diosa griega que acaba de desplomarse del Olimpo después de una noche de amor celestial.
—¿Estáis en casa? —preguntó a voz en grito, todavía con el abrigo puesto.
Noelia se asomó al hueco de la escalera. Cecilia y Catalina interrumpieron su conspiración y salieron al encuentro de la rusa, a la cual encontraron envuelta en luz.
—Tengo que daros una noticia —sonrió—. ¡Dani y yo nos hemos casado!
Y levantando la mano derecha, les mostró el dedo anular, en el que relucía un solitario de buen tamaño y una deslumbrante alianza de oro.
Tras la sorpresa inicial y el inevitable pasmo que siguió al anuncio —tal vez demasiado prolongado para achacarse únicamente al desconcierto—, Cecilia se adelantó y abrazó a Ivana. La siguieron Catalina y Noelia; todas ellas inventando palabras de felicitación y tratando de que sonaran sinceras.
—Ha sido una locura —les explicó Ivana—. Estábamos tan felices, disfrutando tanto el uno del otro, que nos era imposible separarnos. Entonces Dani me llevó a dar un paseo por la playa, a la luz de la luna, se arrodilló y me pidió que me casara con él —les mostró el anillo del diamante—. Un amigo suyo que trabaja en el registro civil nos arregló los trámites en veinticuatro horas y al día siguiente fuimos al juzgado y nos casamos —resumió—. Los dos solos.
—¡Dios santo! —no pudo evitar exclamar la casera—. ¿Lo saben los padres de Dani?
—Todavía no —explicó Ivana—. Se lo contaremos más adelante. De momento, vamos a seguir como estamos —explicó—. Él viviendo en su casa y yo aquí. Por lo menos hasta que terminemos la carrera y encontremos un buen trabajo. Hemos calculado que en un par de años podremos casarnos por la Iglesia. Organizaremos una boda por todo lo alto, con cientos de invitados, baile y fuegos artificiales.
—¿Y no ha tenido nada que ver que se te haya caducado la visa? —La voz de Catalina sonó cruel en medio de tanto almíbar. Acababa de echar por tierra de un plumazo todo el romanticismo y la felicidad que destilaba Ivana.
Ahora sí se hizo un silencio pastoso. Seis pares de ojos se clavaron en el cuerpo de la rusa, que de repente comenzó a menguar hasta hacerse diminuta.
—Eres una puta —dijo Ivana, utilizando por primera vez, una palabra malsonante en español.
—Mira quién fue a hablar —respondió Catalina, entornando los ojos.
—¡Ay, callaos! —suplicó Noelia, que se llevó instintivamente las manos a los oídos.
Entonces Catalina lanzó su veneno contra ella y acertó en la diana, con la puntería de una cobra.
—¡Cállate tú, niñata, no vayas a desmayarte! —exclamó—. Las embarazadas no debéis alteraros. Es malo para el bebé.
Noelia se quedó paralizada. Volvió la cabeza hacia Cecilia, la cual estaba tan sorprendida como ella.
Trató de explicarle por gestos que ella no le había revelado el secreto a nadie. Probablemente, supuso, la aprendiz de detective había llegado por sus propios medios a la conclusión acertada, pero Noelia parecía dar por hecho que había sido ella la que la había delatado. Le sostuvo la mirada durante unos segundos, con una expresión de niña indefensa, mezcla de incredulidad y decepción. Su única y precaria seguridad acababa de venirse abajo. ¿En quién podía confiar ahora?
Cecilia intentó despegar los labios para defender su inocencia, pero, durante un minuto que le pareció eterno, no encontró las palabras adecuadas.
Hasta ese momento, había tratado de ignorar el sexto sentido que la prevenía contra Catalina. Su intuición femenina llevaba tiempo llamando a la puerta, pidiendo permiso para entrar y decir en voz alta que algo funcionaba mal en aquella chica. Una amargura mal disimulada, una actitud de perra vieja y desengañada que no correspondía con sus diecinueve años recién cumplidos.
Catalina era incapaz de alegrarse con la felicidad ajena. Al contrario. Las buenas noticias parecían abrasarle, como disolvente, la piel. Si se paraba a analizar los últimos acontecimientos, encontraba a Catalina detrás de cada comentario desagradable, de cada mal gesto y cada acusación. Ella era la única que había protestado la noche de los afectos desmedidos en la puerta de la pensión, la que había descubierto la doble vida de Ivana, la que había acusado a Justice del robo sin más pruebas que su inexplicable desaparición, la que despreciaba con la mirada a Noelia y trataba con desdén a Azucena.
—¿A ti qué te pasa? —la reprendió finalmente hecha una furia—. ¿Es que tienes que amargarnos la vida a todas?
La reunión se deshizo con la misma rapidez con la que se había convocado. Cada cual se encerró en su cuarto y aquella noche no hubo cena. El resentimiento de Catalina se había extendido como una plaga por la pensión, y la mejor manera de prevenir el contagio era someterse a una cuarentena de aislamiento e incomunicación, la mascarilla en la boca, los guantes de látex y las fundas para los zapatos. Así de inmunodeprimidas se sentían aquellas mujeres.
Ivana se desnudó sobre la cama, cerró los ojos, se obligó a recordar qué suave era la arena de la playa, qué blanca la luz de la luna, qué húmedos los labios de Dani sobre su piel de gallina. Porque hacía una brisa fresca la noche en cuestión y ella llevaba los hombros al aire, las piernas desnudas, y se había quitado los zapatos para pisar descalza la espuma del mar.
Habían pasado la tarde juntos, a ratos riendo, a ratos llorando, tratando de encontrar el modo de resolver el callejón sin salida al que se aproximaban sin remedio. Perdida la protección legal del embajador de Inglaterra —la cual ella explicó disfrazándola de contrato de trabajo—, Ivana carecía de un visado de estancia en España. Su situación dejaba de ser legal en enero y ella se vería obligada a regresar a Rusia, sin dinero, sin trabajo y sin futuro.
Dani la tomó de la mano, se arrodilló, las olas mojaron sus pantalones vaqueros, sus veinte años. En la mano encerraba un anillo para anudar su vida a la de la chica de sus sueños.
—Cásate conmigo —le rogó—. Yo te protegeré, te amaré y te haré feliz. Confía en mí, Ivana. Te quiero.
Por la mañana fueron juntos a comprar un vestido blanco, un ramo de rosas, una corona de flores y dos alianzas de oro amarillo, sencillas y clásicas, en las que grabaron sus nombres y la fecha del día de los Inocentes, 28 de diciembre, como una broma muy seria, de las que vuelven la vida del revés. Se presentaron en el juzgado agarrados de la mano, disfrazados de novios, en busca de un juez, alcalde o funcionario público que diera fe del contrato, de la nueva nacionalidad de Ivana, española ya a todos los efectos, del nacimiento de una familia compuesta por un hombre de veinte años y una mujer de veintidós que se conocen desde septiembre, señor concejal, tres meses han sido más que suficientes para saber que nos queremos, somos adultos responsables y libres, venimos al juzgado sin coacciones ni intereses diferentes a nuestro amor, y usted, en virtud de las facultades que legalmente le han sido otorgadas no tiene más remedio que casarnos, antes que a estos señores que han llegado ahora, a los cuales puede casar inmediatamente después si le place, cuando nosotros nos hayamos ido a consumar este matrimonio, detrás de los visillos de nuestro escondrijo con vistas al mar, donde llegamos por separado y del que partimos convertidos en el señor y la señora Cisneros, la maleta mezclada, la carne una sola, la sangre una aleación de sangres diversas, inseparables ya para siempre, con la ley de nuestra parte y el problema resuelto.
—En dos años nos casaremos en una iglesia. Mi madre con mantilla y tú con una cola de cinco metros, que no quepa en el coche; que haya que llegar en carroza, con quinientos invitados, orquesta y fuegos artificiales.
—¿Y tendremos hijos?
—¡Una docena!
Ivana se arrebujó entre las sábanas. Se le ocurrió pensar que Catalina, convertida en la bruja mala del cuento de hadas, se presentaba en la iglesia, se agazapaba tras la puerta y esperaba el momento en el que el sacerdote pronunciara la exhortación cruel: «¡Hable ahora o calle para siempre!» y en ese instante, envuelta en un fuego diabólico, salía de su escondrijo para gritar señalándola con el dedo: «¡Ivana es una puta!», tal y como escribió en la pared de la facultad, porque ya no había duda ninguna de quién había sido la autora de la pintada.
En la buhardilla, Cecilia hablaba por teléfono, en susurros, con Andrés Leal.
—Esto es una locura —le estaba diciendo—. Las cosas se están precipitando sin darme tiempo a asimilarlas. No sé qué pensar de nadie; ni de Azucena, ni de Ivana, ni de Catalina, ni de Justice… No sé qué va a ser de Noelia, Andrés. Aquí todo se susurra, nada se dice en voz alta. Esta casa está llena de secretos y de fantasmas. Temo encontrármelos por la escalera.
—Si quieres, voy. Bajo de El Boalo en menos de una hora. Yo también tengo algo que contarte. Creo que sé dónde está Justice.
—¿Lo has encontrado?
—Eso creo.
—¿Y dónde está?
—En Kenia.
—Ven, Andrés, por favor. No me dejes sola esta noche. Tengo frío y miedo.