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SE PROHÍBE ELUDIR LA RESPONSABILIDAD FAMILIAR

Abrazada al cuerpo de Andrés, Cecilia consiguió dormir en paz y olvidarse por unas horas de los problemas que la acosaban, pero en cuanto amaneció y se despidió de él con un beso de desesperación en el porche de la casa, regresaron los miedos a su cabeza obsesiva. Por el lado de la calle de La Lanzada hizo su aparición Azucena, la última persona con la que Cecilia hubiera deseado encontrarse en ese momento, la cual se abrazó a ella con una fuerza sobrehumana y una alegría inusitada en alguien a quien acaban de terminársele las vacaciones y tiene que reincorporarse a su puesto de trabajo. Dijo que ya se estaba volviendo loca, sin nada que hacer en todo el día, que las había echado muchísimo de menos, que por fin en casa.

Cecilia se fijó en la cadena dorada que colgaba de su cuello y recordó el plan que había elaborado la tarde anterior con Catalina: la maniobra de acoso y derribo a la que pensaban someterla para que explicara la procedencia de aquella medalla que la convertía en sospechosa de apropiación indebida, si bien, a esas alturas, no estaba claro si se trataba de la misma medalla o de otra idéntica, ni si se la acusaba de robo o sólo de hallazgo fortuito.

Por otra parte, pensó, si Azucena era la última persona a la que le apetecía ver, Catalina era la penúltima. Ahora que tenía nuevos datos sobre aquella chica tan intrigante —la cuestión de un padre «metido en líos»—, se temía que todavía quedaran cohetes por estallar en la feria en la que se estaba convirtiendo su vida.

Azucena entró en la pensión canturreando un villancico, se colocó el delantal, contempló el desastre en el que se hallaba su cocina y se remangó la camisa sin hacer el menor comentario al respecto.

Cecilia se sentó a la mesa del office y la observó desde detrás, las caderas anchas, las piernas varicosas, los brazos blandos y la invasión de canas en su pelo rizado, mientras ella trajinaba entre cacharros y platos sucios. De repente, sin venir a cuento, sintió algo parecido a la ternura hacia aquella mujer cariñosa y ruda a la vez, tierna y brusca a partes iguales, y se le ocurrió pensar que Azucena era una niña abandonada, y la vio con trenzas y siete años, de puntillas en el fregadero, con las manos escocidas y la inocencia intacta, feliz, a su manera, porque no había conocido otra casa que el orfanato ni otra madre que la hermana Petra, y aquello le parecía la gloria.

—Azucena —la llamó sin pensárselo dos veces—. Siéntese aquí conmigo, que quiero que hablemos de una cosa.

La mujer la miró extrañada, pero no vio en sus ojos nada que no fuera compasión, así que obedeció de buena gana.

—Usted dirá —la animó a hablar.

—Es que no sé por dónde empezar —confesó Cecilia—. Lo que voy a preguntarle es muy personal. Tal vez se ofenda.

Azucena, instintivamente, echó mano de la medalla que le colgaba del cuello.

—Se trata, precisamente, de esa medalla.

—¿La medalla?

—Sí, Azucena. —Cecilia se envalentonó—. Necesito saber dónde la ha encontrado.

La cara de la asistenta se congestionó. Frunció el ceño, arrugó la nariz.

—No la he encontrado en ninguna parte. Esta medalla es mía. Me la puso la hermana Petra cuando llegué al orfanato. Ya le había hablado de ella, ¿verdad?

—Sí, me contó que esa monja fue como su segunda madre, ¿no?

—Como la segunda no, como la primera, que yo no he tenido más madre que ella —la corrigió—. La hermana Petra se hacía cargo de las niñas a las que abandonaban en la puerta del hospicio. A todas nos ponía nombre, siempre de flores: que si Azucena, que si Hortensia, que si Margarita, nos bautizaba y nos colgaba una medalla del ángel de la guarda, para que nos protegiera y nos cuidara, decía, si nos separábamos de ella.

—Entonces no ha encontrado usted lo que nos robó Justice.

—¿Yo? —se extrañó, y enseguida contraatacó—. ¿O sea que fue Justice?

—Eso creo. Cada vez estoy más convencida de ello. Tengo la sospecha de que, antes de irse, escondió el botín en alguna parte de esta casa. Creí que lo había encontrado usted porque resulta que yo tenía una medalla exactamente igual que la suya.

—Pues ya es raro —señaló Azucena—. Esta medalla tiene más de sesenta años. No creo que haya muchas parecidas.

Cecilia tomó aire. Había llegado el momento de descubrir sus cartas. No quería esperar a Catalina, que hubiera hecho un interrogatorio salvaje y despiadado, sino aproximarse a su víctima con suavidad, acariciándola, de nuevo transformada en la niña de las trenzas.

—Azucena, dígame la verdad —suplicó—. Aquel anuncio del que me habló, en el que mis abuelos solicitaban una asistenta, ¿era éste?

Del bolsillo trasero de sus pantalones vaqueros, los mismos que llevaba la noche anterior y que se había vuelto a poner para despedir a Andrés, extrajo el recorte del ABC: «Se busca a Azucena Fernández, huérfana en el hogar de acogida de las monjas franciscanas de Madrid, por asunto familiar de su interés…».

Azucena palideció. Los ojos se le anegaron, las manos comenzaron a temblarle y un llanto sordo, de lágrimas viejas, le empapó las arrugas de la cara.

—¿Dónde ha encontrado eso? —se maravilló.

—En el mismo sitio que usted —dijo—, en el periódico.

—¿Y usted lo entiende? —La pregunta descolocó a Cecilia hasta el extremo.

—¿Que si lo entiendo?

—Sí, que si usted sabe para qué me buscaban sus abuelos —dijo Azucena—. Porque yo no les conocía de nada. Ni llegué a conocerlos. Vi el anuncio en el periódico, como le dije, estando de vacaciones en Madrid, y me quedé con la intriga, pero me tenía que volver a Alemania y luego ya, por unas cosas y por otras, lo olvidé. Creo que llamé un par de veces al número de teléfono que ponía en el anuncio, pero nadie me respondió. Y el año pasado, haciendo limpieza en mi piso, apareció en un cajón y me dije: «Azucena, ha llegado el momento de resolver este misterio». Pero ya ve, cuando llegué, ya era tarde. Sus abuelos habían fallecido.

Durante un par de minutos, las dos mujeres se observaron en silencio. Las dos cabezas elucubraban una misma teoría que no se atrevían a pronunciar en voz alta. Lo cierto era que existían dos medallas idénticas: una en el cuello de Azucena, la otra emparedada en la casa de los abuelos, y que ésa era la única conexión que unía ambas historias.

—¿Sabe qué sucedió en el año 1976?

—¿1976? —repitió la asistenta, intrigada—. Fue el año en el que murió la hermana Petra. Pobrecita —se lamentó—, no me dieron permiso ni para venir a su entierro.

—Pues resulta que también fue el año en el que mis abuelos se trasladaron a Madrid y comenzaron a buscarla a usted. Creo que la solución a este misterio está en el orfanato. Según he podido saber —añadió—, todavía queda alguna monja que conoció a la hermana Petra. Pero antes de ir allí, es importante que usted sienta que está preparada para enfrentarse a lo que sea que podamos descubrir. Algo que tal vez nos incumba a ambas.

De manera instintiva, Cecilia tomó las manos de Azucena entre las suyas y las apretó con fuerza.

—Yo sí estoy preparada —dijo la niña huérfana—. ¿Y usted?

Antes de darles ocasión de inmiscuirse en sus asuntos a las chicas que dormían en el piso superior, Cecilia y Azucena se pusieron en marcha. A bordo del coche de Cecilia, recorrieron el camino hasta el convento de las hermanas franciscanas en un silencio de respeto que a ratos era interrumpido por algún suspiro. Unos metros antes de llegar, Azucena se lanzó a hablar:

—Ahí a la vuelta está el hospicio —dijo, y Cecilia observó que le temblaba un poco la voz—. Hace muchísimos años que no vengo por aquí. No por nada, ¿sabe? Lo que pasa es que la vida es como un río que la lleva a una hacia donde le da la gana, y es muy difícil nadar contracorriente. Pero yo, en este lugar, he sido muy feliz. La hermana Petra era toda ternura, la encargada de darnos el beso de buenas noches, la que nos ponía a rezar, con los codos apoyados en la cama, al ángel de la guarda, para que cuidara de nosotras y de nuestros padres. Decía que todas las niñas teníamos un papá y una mamá. Que algunos estaban en el cielo y otros estaban trabajando muy duro para poder volver a buscarnos. Que éramos lo más importante para ellos —ya ve usted—, que todas las noches rezaban también, como nosotras, al mismo ángel, y que él era como el pastor, capaz de saber qué corderito correspondía con cada ovejita. Si alguna estaba triste, se pasaba la noche velando a su vera. Si era nuestro cumpleaños, nos hacía algún regalo sencillo: unos calcetines, un cuaderno, un ramo de flores… y aunque la mayoría no sabíamos qué día exactamente habíamos nacido, contábamos desde el día que llegamos al hospicio y en paz.

»También estaba la hermana Sagrario, que era la que imponía la disciplina. Y menos mal, porque la hermana Petra era tan buena que a veces le tomábamos el pelo. La hermana Sagrario hacía que se cumplieran las normas: nos decía que había que ducharse todos los días, que la comida era sagrada y no se desperdiciaba ni un grano de arroz, que no se corría por los pasillos, que no se decían palabras feas… cosas de ésas.

»Luego estaba la maestra; la hermana Covadonga, que era grande, grande, gorda, gorda, y que, si te descuidabas, te comía el bocadillo de la merienda. Nos ponían pan con mantequilla y azúcar, gloria bendita, pero como alguna estuviera desganada, se lo zampaba ella, ¡con un gusto!

»Y las novicias, ¡qué cuadrilla! Unas niñas, ya ve usted, pero más bonicas, más santitas, más limpias… Todas queríamos ser novicias, como ellas, y vestir el hábito y la toca blanca. Pero luego, claro, cada cual tiró para donde la llamó su naturaleza y unas se casaron, otras se pusieron a servir y a algunas, como yo, nos dio por conocer mundo, por hacer fortuna, que a lo mejor éramos más soñadoras o más aventureras.

—¿Y no conserva ninguna amiga de entonces? —quiso saber Cecilia.

—Tenía alguna, sí, pero después de tantos años fuera de España, ya se imagina que el contacto se va perdiendo. Yo siempre he estado muy sola, Cecilia. De jovencita tuve un novio que se cansó de mí y luego ya no encontré a nadie que me quisiera.

Entraron en el edificio de ladrillo por una puerta modesta. Preguntaron por la superiora y las pasaron a un despacho sin ventanas donde sólo había un sofá, una mesa auxiliar y dos sillas. En las paredes colgaban dos cuadros: una acuarela del papa Juan Pablo II y una lámina a plumilla de san Francisco de Asís con el hábito de saco y el cinturón de cuerda.

Después de un rato, una religiosa cincuentona adornada con unas gafas de pasta y una sonrisa desordenada les dio la bienvenida al convento.

—Antes era un orfanato —aclaró—, pero ahora ya sólo es convento.

—Cecilia Dueñas y Azucena Fernández —se presentaron con un apretón de manos—. Veníamos a ver si usted nos aclara un misterio.

Como la reunión se preveía larga, la hermana les ofreció café con pastas.

—Se piensa mejor con el estómago contento —dijo, y aquella frase sacudió la memoria de Azucena.

—¡Eso lo decía la hermana Covadonga! —exclamó.

—¡La misma! —se alegró la monja—. ¿La conocía usted?

En poco más de diez minutos, Azucena, animada por la curiosidad de la superiora, la puso al corriente del secreto que las había llevado hasta ella.

—La hermana Petra siempre con sus medallitas —comentó la religiosa—. A todas sus niñas, como ella decía, las ponía bajo la protección del ángel de la guarda. Ella les inventaba el nombre. Siempre les buscaba nombres de flores, porque decía que todas ellas formaban un ramo para su madre del cielo: la Virgen María.

—¿Todas las niñas que vivían aquí eran huérfanas? —preguntó Cecilia.

—No todas. Algunas eran huérfanas, pero a otras las dejaban abandonadas en el torno o en la puerta. Eran épocas de hambre, ya se hacen cargo, y de miedo.

—¿Y esas niñas solían darse en adopción? —La idea que rondaba por las cabezas de Cecilia y Azucena empezaba a tomar forma.

—Las huérfanas, sí; las otras, no. Siempre quedaba la esperanza de que los padres volvieran a recogerlas.

—¿Usted podría buscar mi expediente? —preguntó tímidamente Azucena—. Para saber a qué grupo pertenecía yo.

La monja de las gafas de concha tardó más de media hora en dar con los documentos solicitados. Según les explicó, todos los archivos de papel estaban guardados en el sótano por orden alfabético y de antigüedad.

—Ni mi vista es ya tan buena ni mis piernas me sostienen encima de la escalera tan alegremente como antes —se disculpó.

Azucena tomó la carpeta que la otra le tendía, con un ligero temblor de manos y de barbilla. Cecilia se sentó a su lado y le pasó el brazo por encima de los hombros.

—Huérfana —pronunció Azucena con un hilo de voz, tras leer el encabezado del documento.

—Lo siento —se entristeció Cecilia.

—No pasa nada, guapa —se consoló—. Si ya me imaginaba yo que era huérfana. Lo raro habría sido lo otro.

La superiora, que se había asomado por detrás de las dos mujeres, agudizó la vista.

—El expediente es doble —dijo de pronto.

—¿Cómo doble?

—Mire, ahí, en la esquina de la izquierda —señaló la religiosa—. Donde pone duplicado.

—¿Qué significa duplicado?

—Pues que hay otro.

Cecilia y Azucena se miraron intrigadas.

—Voy a buscarlo —se ofreció la monja sin necesidad de que ninguna de las dos tuviera que pedírselo.

En esta ocasión tardó menos de cinco minutos en volver. Cuando abrió la puerta, traía la toca torcida y algunos pelos sueltos. Venía jadeando, porque, según les confesó, se había saltado la prohibición de correr por los pasillos, y eso que era la superiora.

—Resulta, Azucena —anunció—, que tenía usted una hermana menor. Según el expediente, usted ingresó en el orfanato junto a otra niña a la que adoptaron de recién nacida.

Cecilia ató cabos. Unió orillas. Cruzó puentes. Encendió la luz.

—Que se llamaba Rosa —adivinó, pálida como la cal de la pared.

—Sí —confirmó la monja—. La hermana Petra le puso de nombre Rosa, por santa Rosa de Lima. ¿Cómo lo sabe usted?

—Lo sé —dijo Cecilia—, porque Rosa es el nombre de mi madre.