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LA RENTA SE PAGARÁ, RELIGIOSAMENTE, EL ÚLTIMO DÍA LABORABLE
DE CADA MES
Andrés Leal no entendía nada. O había sido víctima de un hechizo: el que lo había llevado a obsesionarse con Cecilia hasta el punto de perder el sueño, el hambre y el contacto con la realidad; o había malinterpretado de tal modo las señales que emitía aquella mujer incomprensible que ahora dudaba hasta de sus certezas más absolutas.
El juego de la seducción es apasionante, se dijo, como el de la guerra para un mariscal de campo, como el de la caza para un ave de presa, pero él había creído en el amor adolescente por segunda vez en su vida y se había entregado a él con inocencia, a pecho descubierto, poniendo en peligro su delicada integridad.
¿A qué estaba jugando Cecilia?
Desde su punto de vista, había sido ella quien lo había atraído con cantos de sirena, primero imperceptibles, después imposibles de ignorar, hasta el día en que, sin saber cómo ni por qué, había vuelto en sí del encantamiento con los pantalones a media pierna y el corazón desbocado en la puerta de la pensión.
Aquello debería haberlo cambiado todo, se decía. En su humilde opinión, cuando uno consigue irse a la cama con una mujer, o al suelo, vaya, o al pajar, o al huerto, sobre todo si esto acontece después de una larga campaña de conquista, se presume que la cosa va en serio. En especial tratándose de dos adultos como ellos, en plena madurez y muy vapuleados ya por la vida. Uno no se imagina que lo van a obligar a escaparse corriendo, a medio vestir, con la angustia del quinceañero al que sorprenden los padres de la novia con las manos en la masa y tiene que huir de mala manera, ventana abajo, para que no lo muelan a palos.
Al revés; más bien supone que a partir de ese momento, se le van a abrir de par en par las puertas de la casa y lo van a esperar con los brazos abiertos, el camino al tálamo despejado, pétalos de rosas por el pasillo, porque el amor no es cosa de una noche, sino de ir cogiendo carrerilla, mejorando la técnica, hasta llegar a la conclusión de que no hay nada mejor que dormir acompañado, despertar acompañado, vivir acompañado. Y desarbolado, como un velero después de una tormenta, dejarse querer.
La cuestión era que había pasado más de un mes desde la noche de autos y a pesar de que él había hecho todo lo posible por repetir la experiencia amatoria —si bien, esta vez como Dios manda, sobre una cama y no sobre las tablas del porche—, no había logrado convencer a Cecilia de nuevo. Se encontraba ante una mujer distraída, atribulada, que parecía tener la mente ocupada en asuntos diferentes al amor.
En efecto. Tal y como sospechaba Andrés, Cecilia andaba angustiada por varios motivos que no tenían nada que ver con su campaña de acoso y derribo. Su principal obsesión —y ella era muy de obsesionarse— residía en el embarazo de Noelia, secreto de estado al que de momento sólo había tenido acceso oficial ella, y extraoficial Azucena, dada su intuición femenina.
Tras la visita a la consulta de la ginecóloga había quedado claro que Noelia estaba decidida a llevar a buen término su gestación, con o sin el apoyo de su familia, con o sin la presencia de Justice. Según le había asegurado la futura mamá a su casera, aquello no tenía discusión. Lo que quedaba por resolver ahora era la delicada cuestión de cómo hacerlo público.
—En unos días me voy a Águila —le había contado Noelia a Cecilia—. Siempre pasamos la Nochebuena todos juntos en casa de los abuelos. Vienen los primos de Bilbao, las hermanas de mi abuela, los ahijados de mis padres… A lo mejor es un buen momento para decirles lo del embarazo.
—Pero vamos a ver, alma de cántaro, que desde que has visto la ecografía de la criatura se te ha puesto un muro en la cabeza —había protestado Cecilia—. ¿Tú crees que se van a llevar una alegría tus padres y tus abuelos? Porque yo no. Yo creo más bien que les vas a amargar las Navidades.
—¿Entonces qué hago? ¿Espero a que me crezca la tripa y voy cualquier fin de semana a enseñársela?
—Hombre, tampoco es eso, pero en fin, no estaría de más un poco de cuidado, de preparación —había sugerido Cecilia—. Yo lo digo más que nada porque no se lleven un susto. A ciertas edades son malísimos los sustos. Tú empieza por contarles que te has enamorado de un chico de tu clase, que es de buena familia y eso. Luego, en un par de meses, les dices que has roto con él por crápula. Y ya en primavera, se lo vas insinuando poquito a poco… que si tengo náuseas, que si me duermo por los rincones…
Esta estrategia, que no obedecía más que al miedo visceral de Cecilia hacia la reacción de la familia Villanueva de Campos, y por extensión la familia Dueñas, no tenía más virtud que la de dilatar el tiempo hasta que ya no hubiera remedio, ya el ombligo se hubiera salido de su órbita y el bebé se hubiera dado la vuelta, listo para asomar la cabeza —morena y rizada, imaginaba— al mundo hostil que lo recibiría con los ojos como platos. Cecilia era consciente de ello, pero prefería evitarles el disgusto monumental a sus padres en plena Navidad.
—¿Tú me acompañarías a contárselo? —Noelia la había mirado con ojos de súplica, su única confidente, su única tabla de salvación.
Cecilia había asentido con la cabeza. ¿Qué otra cosa podía hacer?
Por eso, según se acercaba el temido día de las confesiones, la bola de ansiedad que le oprimía el pecho se instalaba más y más cerca de la garganta, como el guante negro de un estrangulador.
El embarazo era su primera obsesión, sí, pero no la única. Ocurría también que, un par de semanas después del robo, había recibido la inesperada visita de Ivana a su cuarto, un martes a las diez de la noche, cuando ya el resto de las huéspedes se habían retirado a sus habitaciones.
Ivana, fría y calculadora hasta ese momento, se había venido abajo delante mismo de sus narices. Había inundado la buhardilla con el agua de su deshielo. Le había confesado, entre lágrimas, que cuando llegara el fin de mes iba a ser incapaz de pagar la renta. El robo la había despojado de todo su dinero ahorrado, de las pocas piezas de valor que podía haber vendido y que, para empeorar aún más las cosas, había perdido al único alumno de sus clases de francés.
—¿Perdido? —se había extrañado Cecilia—. ¿Se ha muerto?
—Para el caso, es lo mismo —había respondido Ivana con amargura.
Y unos días después, también de noche, también en el secreto de su dormitorio, había aparecido Catalina, blanca como el espíritu de su propia abuela, y le había venido a decir más o menos lo mismo que Ivana. Que este mes la cosa estaba chunga, que a su padre le iba mal el negocio, que si le fiaba un mes, por caridad, «te lo cobras el mes que viene con intereses y todo», y que le estaría eternamente agradecida si le dejaba quedarse hasta que las aguas volvieran a su cauce, que sería pronto. Ya lo vería.
—¿A qué se dedica tu padre? —había querido saber Cecilia, que hasta entonces no se había preocupado de indagarlo.
—Tiene negocios —había respondido Catalina—. Inversiones de bolsa y eso.
A este escenario había que añadir además que, dada la penosa situación de Noelia, y por no obligarla a confesar a su familia en qué médico, ecógrafo, analista, farmacia y demás organismos sanitarios se había gastado el dinero del mes, Cecilia le había perdonado el pago de la renta dos días antes de la petición de Ivana y diez o doce antes de la de Catalina.
En tercer lugar, sumada a la obsesión trágica y a la económica, existía una tercera preocupación, que remitía también al robo y a su posible autor: Cecilia lloraba por las noches pensando en Justice.
Se desesperaba como la madre de un drogadicto que está a punto de tirar la toalla, decepcionada, engañada y preguntándose dónde diablos cometió el error. ¿Fue en el momento en que no lo echó a la calle, el día mismo en que lo encontró en el cobertizo? ¿Fue después, cuando lo malcrió, fabricándole una vida despreocupada y regalándole todo a cambio de nada?
Pero encima, unido a este sentimiento de rabia, más abajo, más latente, existía también un dolor de entrañas, de raíces que arrancan de la tierra, un dolor de parto, por la ausencia del chico, lo más parecido a un hijo que había conocido.
En esta situación de ansiedad secreta —sus tres obsesiones eran además tres secretos inconfesables—, era cierto que para la atormentada Cecilia las ganas de sexo de Andrés Leal no eran más que un eco lejano, sordo, imperceptible y, sobre todo, inoportuno. Su cuerpo no respondía a los estímulos que él le enviaba. Estaba seco por dentro y por fuera, alerta, susceptible, irritable, lo más parecido a una sartén puesta al fuego a la que le salta una gota de agua del puchero de al lado.
Pero Andrés, en la inopia, lo achacaba todo al disgusto del robo y le parecía una reacción exagerada, como muchas de las que había observado en Cecilia desde que la conocía. Creía —pobre infeliz— que bastaría con traerle al culpable en bandeja de plata para derribar sus defensas. Así que una tarde se presentó en la pensión sin avisar y le juró a Cecilia que encontraría al ladrón, que recuperaría el alijo, que le devolvería la paz y las ganas de vivir.
—¿Y si resulta ser Justice? —se angustió ella.
—Si ha sido Justice, le obligaré a devolveros lo que os robó. A pediros perdón y, sobre todo, a explicaros por qué os traicionó de ese modo.
—¿Hablarás con la policía?
—Tengo contactos en los bajos fondos, no te preocupes. Creo que lograré dar con él sin necesidad de denunciarle oficialmente a la policía, si es lo que quieres.
Miró en derredor. Se encontró solo con Cecilia en aquel salón vacío.
—¿No hay nadie en casa?
—No. Azucena ya se ha marchado y las niñas están de exámenes.
Era el momento.
—Mira Cecilia, te voy a confesar una cosa —dijo—. El día que te empeñaste en pintar tu habitación de verde, ¿te acuerdas?, yo podía haber pasado olímpicamente de tu mal gusto. Al fin y al cabo, qué cojones me importaba a mí que tú quisieras dormir en un cuarto verde. Como si te daba por pintarlo de negro, ya ves tú. —Se sentó a su lado en el sofá—. Pero no pude evitar imaginarnos a los dos enrollándonos entre cuatro paredes verdes. A lo mejor le pintabas florecillas en el techo o alguna pijada de ésas, y yo me veía ridículo despertándome por la mañana en semejante escenario. Lo que quiero decirte —carraspeó— es que me muero por dormir contigo en tu cuarto blanco. Hace meses que te deseo. No pienso más que en ti. Por Dios, Cecilia, ¿qué tengo que hacer para llevarte a la cama?
—Encuentra a Justice, te lo pido por lo que más quieras —respondió Cecilia antes de abrazarlo y arrastrarlo con ella al fondo del abismo.
—Lo que más quiero ahora mismo eres tú —logró pronunciar él entre beso y beso.