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SE CONTRIBUIRÁ A CONSERVAR LA BUENA ARMONÍA ENTRE LAS
RESIDENTES
Después de aquel episodio, la vida regresó a la normalidad en la pensión más bonita del mundo. Catalina retomó el relato del enamorado literario y la desesperación de Poirot, Justice se concentró en el cultivo y la recolección de los frutos de su huerto y Cecilia trató de expulsar de su mente la imagen de Andrés Leal enchaquetado y recién casado, manteniéndose ocupada con las labores domésticas que en el futuro habrían de recaer sobre los hombros de Azucena.
Septiembre amaneció un martes caluroso que Cecilia se tomó libre para poder recibir, como era debido, a sus dos nuevas inquilinas. Preparó café, compró bollos, encargó flores, limpió sobre limpio las dos habitaciones, estiró las sábanas, perfumó los armarios y esperó, como quien espera la llegada de un hijo, a que aparecieran Noelia e Ivana por el camino de la cancela.
A primera hora de la mañana hizo su entrada Azucena vestida de domingo. Traía puesto un traje de chaqueta azul celeste, zapatos de tacón y bolso de piel. Parecía que iba de invitada a un bautizo. Al verla llegar tan lustrosa, Cecilia reparó en que no había comprado un uniforme de trabajo ni unos zuecos ni un delantal. No se le había ocurrido. Así que, a toda prisa, se subieron las dos en el coche y salieron disparadas camino de algún almacén donde equiparse para la tarea.
Como Catalina solía dormir hasta muy tarde, la única persona que oyó llegar el taxi y llamar tímidamente a la puerta de la cancela fue Justice.
El muchacho acababa de ducharse y olía a espuma de afeitar y a colonia fresca. Aún tenía el pelo mojado, la camiseta limpia y los vaqueros planchados.
—Bienvenida —saludó a Noelia con una sonrisa blanca y sincera.
Caballeroso, la ayudó con el equipaje, le explicó que Cecilia volvería enseguida, que había dejado preparado el desayuno y que se iba a llevar un disgusto cuando llegara y la encontrara ya instalada, porque su gran ilusión era hacerle un recibimiento de jefa de estado, con trompetas y alfombra roja, ramo de flores y discurso inaugural, corte de listón, placa conmemorativa, salvas de cañón y fuegos artificiales. Les dio la risa, se sentaron en el porche a esperar, por no estropearle a Cecilia la escena de la bienvenida, se contaron algunas anécdotas de su verano y se sorprendieron al reencontrarse, después de casi dos meses, con el recuerdo de su primer saludo tan fresco como si sólo hubieran pasado dos días y llevaran la vida entera viviendo juntos.
Noelia conservaba la palidez de escarlatina propia de las heroínas victorianas a las que tanto admiraba. Ella lo achacaba al empeño de sus padres en pasar el verano en Santander, donde llueve muchísimo, y a la mala calidad de su piel, «que en cuanto sale un poco el sol me abraso, así que voy siempre tapada y con sombrilla». Compararon los colores de piel, volvieron a reírse. Se rozaron las manos al cotejar el contraste de los tonos y al separar los brazos, Justice acarició sin proponérselo la melena rizada de la chica. El resto de Noelia eran sus ojos color miel, sus manos de porcelana, su vestido de algodón, sus alpargatas de cintas, su boca roja y sus dientes blancos.
—Me muero de sed —dijo acalorada.
—Voy por agua —se ofreció Justice—. ¿Te pongo hielo?
—Sí, por favor, y un par de cucharadas de azúcar si no es molestia, que a veces me dan bajones de glucosa y me desmayo.
—Entonces mejor te preparo una limonada, ¿quieres?
Si te gusta la limonada, planto un árbol de limones y espero a tu lado hasta que dé flores, y luego frutos. Y atravieso la sabana y escalo a la cima del Kilimanjaro, donde las nieves perpetuas, para traerte hielo en verano; y trepo al árbol de la miel, sin miedo a la picadura de las abejas, para llenarte la boca de caramelo; y para ti fabrico con mis propias manos de alfarero una jarra de arcilla que se seque al sol, que el agua te sepa a musgo, a tierra mojada, a hierbas silvestres, a sombra, a tormenta, a miel y a limón.
—¿Te importa que la haga con agua del grifo? Es que no tenemos de botella.
—Claro, hombre, del grifo.
—¿De verdad no prefieres pasar adentro?
Déjame que te construya un nido en lo alto de una acacia, entre las ramas fuertes y las hojas verdes, donde no alcance la lengua de las jirafas ni se escuche el rugido de los leones. Un balcón en el que amanezca y se haga de noche y todo sea de color naranja. Que vengan las águilas a posarse y nos encuentren dormidos.
—No, gracias, me gusta este porche.
—Pues no es por presumir, pero lo construí yo. Yo clavé esos listones en los que estás sentada. Y ayudé con las vigas y pinté la barandilla de color azul.
—El azul es mi color preferido.
Entonces cubriré mi piel de color azul, pintaré mi pelo, convertiré mis ojos en charcos azules, me vestiré de azul y viviré en un lago rodeado de flamencos de plumas azules. No apartaré la vista del cielo para no ver otra cosa que no sea tu azul.
—Ahora vuelvo con tu limonada.
—Vale. Gracias, Justice.
Mientras el chico trasteaba en la cocina, un segundo taxi se detuvo delante de la cancela. Desde el porche, Noelia alcanzó a ver las piernas infinitas de una auténtica diosa griega descendiendo imponentes del coche, una melena rubia que se desparramaba por la espalda, el vestido más sofisticado del mundo y un par de zapatos de tacón de aguja desde cuya altura cualquier ser humano sentiría un vértigo aterrador.
Aquel monumento de mujer se encaminó hacia la pensión con un porte digno de las modelos de alta costura y llamó a la puerta de la cancela. Noelia no tuvo más remedio que acudir a abrir. Se saludaron con un par de besos; se dijeron sus nombres: Noelia, Ivana; fingieron que la presencia de una no incomodaba a la otra, se encaminaron juntas hacia el porche y, en ese momento, apareció Justice con la jarra de la limonada y se quedó alelado.
Comparada con la extranjera, Noelia parecía una muñequita antigua, un miembro de una especie diferente, insignificante y pueril. La verdadera naturaleza femenina la encarnaba aquella mujer de curvas insinuantes que caminaba como una gacela, como el lince que persigue a la gacela, como una pantera o una leona hambrienta. A su lado, el vestido de Noelia era un camisón de niña buena, su palidez resultaba enfermiza, su pelo un enredo y su sonrisa la de un entierro. Como se había ofrecido a ayudar a Ivana con el equipaje, cargaba con una bolsa muy pesada, avanzaba a trompicones unos pasos por detrás de la otra y empezaba a congestionarse.
Justice permaneció paralizado, bandeja en mano, hasta que la voz seductora de Ivana lo sacó del trance. «Soy Ivana», le dijo. «Él es Justice», dijo Noelia.
El chico dejó la bandeja en el suelo y bajó los tres escalones que lo separaban de las chicas. Haciendo gala de su fuerza bruta cargó con las dos bolsas y la maleta de Ivana hasta el recibidor de la casa.
—Estábamos esperando a que llegara Cecilia, la dueña de la pensión, para que ella nos entregara las llaves y eso —dijo Noelia tímidamente.
—He hecho limonada —añadió Justice.
—Íbamos a tomárnosla aquí en el porche.
—¿Te traigo un vaso?
Pero no hubo ocasión, porque justo entonces se escuchó el inconfundible motor del coche de Cecilia, la torpe maniobra de aparcamiento, los portazos, el maletero, las voces de dos mujeres discutiendo sobre temas banales y, por fin, la cerradura de la cancela y el chirrido de la puerta al abrirse.
Y casualmente al mismo tiempo, del interior de la pensión, surgió la figura despeinada y soñolienta de Catalina, que acababa de caerse literalmente de la cama por culpa de una pesadilla en la que un asesino en serie la perseguía para matarla con el cuchillo del pan. Como era bajita y muy flaca y aún llevaba puesta la camiseta y el pantalón corto que usaba para dormir, parecía una niña pequeña en busca del consuelo de sus padres. Deslumbrada por el sol, con los ojos entornados, contempló entre pestañas la escena de todos a la vez: Cecilia, Azucena, Noelia, Ivana, Justice y un hombre atractivo que se acercaba por la calle cojeando con un regalo alargado y bien envuelto apoyado en el hombro, que se coló en el jardín de la pensión sin que Cecilia lo viera y se quedó muy quieto junto a la puerta.
—¡Andrés! —exclamó Justice desde lo alto de los escalones.
Cecilia dio un respingo y se giró sobre sus talones. Se encontró con la sonrisa pícara de un navegante solitario, curtido por el sol, saludable, fuerte y guapo, que en lugar de chaqué llevaba polo blanco y pantalones azules de marinero en tierra.
Ante aquella imagen de vodevil —todos los protagonistas de su novela al mismo tiempo sobre las tablas del porche—, a Cecilia se le amontonaron los quehaceres y las emociones. De pronto se encontró haciendo juegos malabares en uno de esos circos de seis pistas en los que vuelan pelotas y giran platillos, mientras la funambulista arriesga su vida, descalza sobre la cuerda floja, tratando de mantener el equilibrio y preguntándose por qué diablos se le ocurrió abrir una maldita pensión, con lo tranquila que vivía ella en su ático del Retiro.
La atracción física entre Noelia y Justice era tan evidente como la hostilidad de Noelia hacia la bella Ivana, centro inevitable de la atención masculina, en quien confluían las miradas indisimuladas de Andrés y Justice para disgusto de todas las demás hembras de la manada, especialmente Azucena, que nada más verla la había juzgado y condenado por atentado contra la seguridad doméstica, aliñado todo, a su vez, por la sospecha de Cecilia de que Andrés era un hombre casado, mentiroso y desleal, a quien Catalina había investigado en secreto por el misterio de la medalla, y si bien lo había desechado como pieza clave del caso, lo había conservado como personaje secundario y enigmático, tal y como solía hacer Agatha Christie en sus novelas para lograr que la dulce e indefensa protagonista encontrara el amor al final del drama.
Curiosamente, fue Catalina quien rompió el encantamiento, cuando con el pelo revuelto y voz de recién levantada dijo algo así como: «No sé vosotros, pero yo me muero de hambre», y puso en marcha los engranajes de la máquina.
Azucena se lió a freír huevos y a calentar leche mientras las dos recién llegadas se instalaban en sus flamantes dormitorios. Justice y Noelia retomaban su coqueteo y Andrés, con su descaro de siempre, convencía a Cecilia para hacer mutis por el foro.
—Te he traído una caña de pescar —le dijo, señalando el regalo—. Por si quieres conservar las buenas costumbres de cocinar peces del río. Me han dicho que el Manzanares está plagado de carpas besuconas de ojos desorbitados y barbos con bigotes de gato.
—Una delicia —se rió Cecilia, desarmada.
Y por la ribera del Manzanares, bajo castaños de indias, álamos y plátanos, permitió que Andrés Leal la tomara por primera vez de la cintura, porque se dio cuenta de cuánto le había echado de menos. La náusea del arrepentimiento no llegó hasta la noche, cuando, a solas bajo las sábanas, se vio convertida en la mala de la película. Ironías de la vida, la víctima de la dolorosa traición de un marido infiel se volvía culpable del mismo delito.