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SE RESPETARÁ LA INTIMIDAD DEL RESTO DE LOS RESIDENTES, ASÍ COMO SUS OBJETOS PERSONALES

Lo primero que notó Cecilia cuando recuperó el resuello, sola por fin en el santuario de su dormitorio de la buhardilla, fue una ausencia rara que no supo definir. Algo así como lo contrario a toparse con una caca de pájaro en el alféizar de la ventana o un envoltorio de papel en el suelo, un libro mal colocado o una arruga en el visillo. Aire que no encuentra un obstáculo en su camino. Vista que no se detiene donde debería.

Pero como es mucho más difícil darse cuenta de que algo falta que dársela de que sobra —tanto en el plano físico como en el espiritual—, Cecilia permaneció varios minutos con el ceño fruncido, olisqueando el espacio quieto de su cuarto y haciendo inventario mental de todas sus posesiones.

El orden era impecable, lo mismo que la limpieza, y a primera vista, nadie diría que aquella intimidad había sido violada. Pero lo había sido.

A Cecilia se le aceleró el corazón.

Recordó, como en una nebulosa, que la mañana de su locura —veinticuatro horas atrás, quién lo diría, parecían veinticuatro años—, había sacado el joyero de su habitual escondrijo, al fondo del armario, y lo había dejado abierto sobre la cómoda después de probarse los pendientes y colgantes que contenía. Pues bien, ni pendientes ni colgantes ni joyero. Toda su vida sentimental contada en piedras preciosas había desaparecido.

Antes de entrar en el estado de pánico en el que se sumió después, Cecilia registró su dormitorio con la esperanza de encontrar una respuesta lógica al misterio. Pensó que tal vez, mareada y obsesionada como había estado la mañana de autos, ella misma había guardado el joyero en algún lugar diferente a su habitual escondrijo del armario, y ahora le costaba recordar dónde. No habría sido la primera vez que le ocurría algo así. En una ocasión, por ejemplo, metió el móvil en la nevera y dejó la mantequilla fuera; y en otra, se dejó las llaves del coche puestas y se volvió loca intentando encontrarlas por todos sus bolsos y bolsillos.

Pero después de media hora de búsqueda infructuosa, llegó a la única conclusión posible y aterradora: le habían robado el joyero.

Con las piernas flojas, antes de dar la voz de alarma, tuvo a bien preguntarle a Azucena, discretamente, si sabía, por casualidad, dónde estaba el pequeño joyero que ayer mismo, ella misma, había dejado encima de la cómoda.

Azucena se ofendió. Lo había visto, le dijo, abierto y desparramado, y había pensado que no era buena idea dejarlo tan a la vista. Cecilia era una mujer excesivamente confiada, había rumiado para sus adentros, y cualquier día se iba a llevar un gran disgusto. «En el arca abierta el justo peca», solía decirles la madre Petra en el orfanato, a pesar de que era una mujer convencida de la naturaleza bondadosa de la condición humana.

Pero ella, como buena asistenta, se había encogido de hombros y había seguido pasando el plumero sin meterse a juzgar o a comentar, igual que hacía siempre, que la discreción, en su profesión, es un valor fundamental, como lo es el secreto profesional en el caso de los abogados o el código deontológico en el de los médicos.

—Así que no me venga ahora con suspicacias y recelos, que yo soy más honrada que la Madre Teresa de Calcuta, y si tiene que culpar a alguien, no me mire a mí, sino a usted misma y su falta de cuidado.

—Yo no la estoy acusando a usted, Azucena, por Dios, no se ponga nerviosa. De momento, ni siquiera estoy segura de que se trate de un robo.

—¿Y qué carajos va a ser? ¿Usted cree que su joyero se ha ido a pasar unos días de vacaciones a la playa o qué?

Llegados a este punto, a Cecilia no le quedó otro remedio que llamar a asamblea a todas las habitantes de la casa. En el descansillo de la escalera del primer piso, reunió a las niñas y, con Azucena de testigo, les comunicó la lamentable noticia: alguien había entrado a robar.

—Comprobad, por favor, que no os falte nada.

Ivana lloró desconsolada. Le habían quitado un buen dinero que tenía escondido bajo el colchón. Y varias piezas de mucho valor, las de su pequeño cofre de Louis Vuitton. Catalina añadió cien euros y una cartera de piel al alijo; y Noelia, que no echaba de menos ninguna cosa importante, ya que había dejado todas sus pertenencias en Águila, bajó trastabillándose por la escalera para informar a Justice del desastre.

Encontró la cabaña desierta. La cama deshecha. La ropa sucia arrinconada en el suelo y las huellas inconfundibles de que el chico se había marchado precipitadamente.

—Justice no está en la cabaña —anunció, sin dar importancia a su ausencia.

—¿Cómo que no está? —se extrañó Catalina.

—Habrá ido a dar una vuelta —quiso creer Noelia.

—¿Le habéis llamado al móvil?

—Justice no tiene móvil. Nunca lo ha tenido —recordó Cecilia—. Eso de los móviles y las nuevas tecnologías, me parece que no van con él —reflexionó—. Justice vive en su mundo, ya lo conocéis.

Lo esperaron todavía un rato más. Hasta las doce, mientras iban haciendo inventario de lo sustraído.

—Habrá que dar parte a la policía —dijo Azucena.

Y se hizo el silencio.

El silencio de Ivana tenía nombre de embajador británico, terror al interrogatorio policial: ¿quién paga su estancia, sus estudios? ¿De qué oscuro lugar proceden los objetos que le han sido sustraídos? ¿Quién le regaló las joyas? ¿Cómo ganó el dinero que dice haber perdido?

El silencio de Noelia tenía la piel negra, los ojos negros, los rizos negros como negro era el pozo en el que caía. ¿Era posible que Justice hubiera hecho algo así? ¿Que le hubiera robado la inocencia y la primera ilusión? ¿Que se hubiera marchado llevándose con él cualquier posibilidad que tenía ella de ser feliz?

El silencio de Cecilia tenía voz de padre y madre, que ya te lo advertimos, que algo como esto tenía que pasar, que no vales para nada, hija, que mejor olvides tu sueño, hagas la maleta y vuelvas a casa con el rabo entre las patas, fracaso de niña, sin marido ni casa ni futuro.

Y el de Catalina era un silencio de novelista en el buen camino, con los ingredientes del thriller revolviéndose en su cabeza: que si una puta rusa disfrazada de estudiante ejemplar, que si una escena pornográfica en la puerta de una pequeña pensión a la orilla del Manzanares, que si una misteriosa medalla emparedada en un tabique, que si un hombre cojo con un pasado oculto y un inmigrante ilegal en paradero desconocido.

—¿A la policía? —se asustó Cecilia.

—Toma, claro —replicó Azucena con cara de no entender nada—. Tenemos que llamar a la policía, denunciar el robo, buscar huellas y esas cosas.

—Qué mal rollo —dijo Catalina—. La policía lo revuelve todo, lo llena todo de polvillo blanco y, al final, nunca descubre nada.

—Es verdad —dijo Noelia—. En casa de mis padres robaron la plata y nunca supimos quién había sido.

—La policía, en mi país, es corrupta —apostilló Ivana—. A veces se quedan con lo que encuentran, o aprovechan para acusar y perseguir a gente inocente.

—O los deportan —añadió Noelia con la voz temblorosa.

—Yo creo que la policía debería ser nuestra última opción —propuso Cecilia—. No me vayan a cerrar la pensión. Mejor llamamos a Andrés Leal a ver qué opina —se le ocurrió.

—O buscamos a Justice por nuestra cuenta —propuso Catalina mirando a Noelia, la cual asintió aliviada—. Puede estar en cualquier parte. Tal vez él no sea culpable. Deberíamos eliminar todas las posibilidades antes de acusar a nadie.

Andrés Leal llegó a la una, cargado con la caja de herramientas para arreglar la encimera de la cocina y cambiar la cerradura de la cancela, y encontró un cuadro de desolación inesperado. Las cinco mujeres que normalmente hervían de actividad, estaban reunidas en el salón, cabizbajas, silenciosas, y todas ellas cargaban con un enorme peso sobre sus espaldas. Parecía un velatorio sin muerto. Parecían las cinco muertas del velatorio.

—Hola, Andrés —lo saludó Cecilia, las brasas del incendio del día anterior—. Nos han robado.

Noelia rompió a llorar. Cecilia le pasó un brazo por los hombros.

—Y Justice ha desaparecido —añadió con la barbilla temblando.

Andrés tuvo el detalle de no provocar escozores innecesarios recordándole a Cecilia las veces que la había advertido que algo como esto podría ocurrir. Uno junta en una casa a seis seres humanos sin lazos de sangre ni de amistad que les impidan convertirse en seis lobos para el hombre y se devoran los unos a los otros, como defendía Hobbes.

Dejó la caja de herramientas en el suelo y paseó la vista por los rostros compungidos que llenaban el salón. Por la congestión de Noelia, que parecía desconsolada, dedujo que ella era la que más había perdido en el asalto. En cambio, Ivana, altiva como siempre, tenía más bien cara de fastidio, pero no de desastre. Catalina se mantenía alerta, el cuello tieso y los ojos de pájaro, como si apuntara mentalmente las reacciones de los demás y las sometiera al análisis deductivo de Sherlock Holmes.

Ni siquiera él mismo se libraba de las sospechas de la sagaz detective; no en vano él, como abeja reina, y su cuadrilla, como laboriosas obreras, tenían acceso a todos los secretos de la casa. Pero Leal confiaba plenamente en todos y cada uno de sus hombres. Los conocía como si fueran miembros de su familia; sabía de las dificultades económicas que atravesaban a veces y los ayudaba con subidas de sueldo o préstamos sin intereses, e incluso era consciente de los vicios inconfesables que cada uno trataba de mantener en la oscuridad y era capaz de canalizarlos hacia la luz con sabios consejos casi de psiquiatra.

Comprobó que tanto la cerradura de la cancela como la de la puerta principal estaban en perfecto estado y llegó a la misma conclusión que el resto: quienquiera que hubiera cometido la fechoría, o bien había encontrado ambas puertas abiertas, o bien estaba en posesión de las llaves.

—Lamentablemente —verbalizó—, el ladrón ha sido uno de nosotros.

Y esta verdad, dolorosa, enrareció tanto el aire que se respiraba que, intoxicados por la desconfianza a seis bandas, a partir de ese momento y hasta que un nuevo acontecimiento vino a distraer la atención de todos, se levantó entre los protagonistas del drama un muro de silencio alto y ancho, de hormigón armado.

La sospecha general recaía más bien en Justice, dada su misteriosa desaparición, pero nadie se sentía capaz de verbalizarlo por miedo a empeorar el delicado estado de salud de Noelia. Como buena figura trágica decimonónica, la chica se paseaba por la casa cual alma en pena, suspirando a veces, a veces perdiendo la consciencia en cualquier rincón, y su palidez natural se había intensificado hasta límites enfermizos. Noelia había dejado de comer —decía que todo le sentaba mal— y pasaba el tiempo dormitando en su cuarto o en uno de los sofás del salón, que de tanto uso tenía ya la forma de su pequeño cuerpo maltrecho, bajo una manta de lana que Azucena, maternalmente, solía echarle encima cuando la encontraba convertida en un ovillo de frío y pena en aquel sillón.

Había abandonado la universidad y la sana costumbre de ocuparse de su higiene. Tenía los rizos sucios y la ropa arrugada. Caminaba descalza, sonámbula, a veces también de noche, y en cierta ocasión le contó a Cecilia que había entablado una buena amistad con su abuela Teresa, la cual tenía también el sueño ligero, y que le mandaba recuerdos desde el más allá. La describió como una mujercita de rasgos dulces y manos suaves, con el tabique nasal un poco aplastado y el pelo completamente blanco, un lunar en la mejilla izquierda y andares de garza. Le dijo que vestía delantal de flores, zapatillas de andar por casa y pañuelo de seda anudado al cuello. Cecilia corrió a la buhardilla a por el álbum de fotos y Noelia la reconoció enseguida: «Ésta es —le dijo—, aunque ahora está distinta, como rodeada de luz, y camina sin pisar el suelo, no sé si me entiendes; flota, más bien».

Cuando se acordaba de Justice lloraba sin ruido, un llanto culpable que no podía compartir con nadie que no fuera el fantasma amoroso de la abuela Teresa. A ella le había dicho que seguía enamorada de él, a pesar de que suponía que era cierto, que se había marchado con las joyas y el dinero. «Pero no para gastarlos, Teresa, sino para hacer fortuna y regresar a buscarme convertido en un hombre de bien. A lomos de un caballo blanco, las manos cubiertas de oro y piedras preciosas, un cortejo de sirvientes y doncellas, y una caravana de camellos cargados de tesoros; porque él cree que a mí me importan las riquezas de este mundo, y no se da cuenta de que me traen sin cuidado, que lo único que quiero es pasar la vida a su sombra».