Capítulo 24

EL ESCENARIO era un jardín encantado: los pabellones de cristal giraban, iluminados desde el interior, y los parterres floridos se alternaban con un sinfín de columnas, entre templetes de cariátides coronados por arcos y agujas, mientras al fondo se entreveía el palacio de la princesa.

Muranello acababa de cantar el aria final de la ópera ante un público entregado y conmovido y un fuerte aplauso se elevó en los palcos y el patio de butacas. Los espectadores se habían puesto en pie y lanzaban flores al cantante, las damas se enjugaban las lágrimas, el teatro estaba viviendo un delirio.

No obstante, esa noche, Lorenzo Baffo, en lugar de hacer varias reverencias, pidió a los presentes que guardaran silencio. Tardó un poco en calmarse, pero, al final, cuando recuperó la atención del público, el cantante anunció algo que dejó a todos sorprendidos.

—Señores —dijo—, el senador Michiel Grimani, propietario de este teatro, desea comunicar al público y a la ciudad una noticia sensacional.

En medio del estupor general, el caballero salió al escenario seguido del empresario Bianconi y de un joven muy atractivo, vestido con una velada negra y con una venda en los ojos.

En el palco de proscenio, Chiara y Costanza interrogaron con la mirada a Marco, Guido y Daniele.

—Esto es cosa vuestra —afirmó Chiara sonriendo.

—Creo que regresáis de Bolonia cargados de sorpresas… —añadió Costanza en tono malicioso.

Con su elevada estatura, Michiel Grimani dominaba el escenario.

—Señoras y señores —dijo—, debo comunicar al público de mi teatro, antes que a la ciudad y a toda Europa, una noticia que sacudirá el mundo de la música.

No se oía volar una mosca. Al lado de Grimani, Lelio se había ruborizado y parecía emocionado, pero la venda misteriosa que ocultaba su discapacidad hacía atrayente su confusión.

—Señores —prosiguió Grimani—, desde hace años aprecian las obras maestras inspiradas en Las mil y una noches, con música y letra atribuidas a Matteo Velluti. Pues bien… —Alzó la voz para hacerse oír a pesar del alboroto que se había generado en el público—. Velluti no es el autor de esas obras.

El alboroto aumentó.

—¡Silencio! —ordenó Grimani—. Velluti nos engañó a todos. No era el verdadero autor —repitió—. ¡Velluti robó los manuscritos a su verdadero, único y genial compositor, Lelio Contarini! —gritó en medio de la barahúnda a la vez que hacía avanzar al joven en el escenario.

Muranello se precipitó hacia Lelio para abrazarlo y los dos jóvenes, uno rubio y el otro moreno, formaron una imagen tan sugerente que el público se levantó y les dedicó un aplauso interminable por más que nadie había entendido aún qué había ocurrido. Don Gervaso lloraba emocionado en el palco de los Pisani.

Apenas se restableció la calma, Grimani explicó brevemente que Matteo Velluti, con el pretexto de ocuparse de un joven desafortunado, al que había encerrado en una villa en el campo boloñés, se había apoderado de sus composiciones y se había atribuido la autoría. La historia era mucho más compleja, pero Grimani estaba seguro de que el chismorreo veneciano, además de los diarios, que iban a dedicarle ríos de tinta, acabarían por desentrañar todos los detalles.

El senador Michiel Grimani había querido organizar una velada dedicada por completo a Lelio Contarini y a su afortunada aparición en la escena veneciana, de forma que, además de a Marco, a sus amigos y a sus prometidas, había invitado también a Muranello y a su padre, a don Gervaso y al empresario Bianconi.

Célebre en Venecia por las colecciones de arte que, desde hacía tres generaciones, los Grimani no dejaban de hacer crecer, el palacio suscitaba desde hacía tiempo la curiosidad de Chiara, quien, de esta forma, pudo visitarlo guiada por su dueño.

Tras recibir al grupo en la puerta que daba al rio San Severo, Grimani tendió el brazo a Chiara y a Costanza y las acompañó por la escalinata de honor, coronada por una bóveda decorada con estucos de estilo romano.

—Supongo que sabrán, señoras, que mi abuelo Giovanni amplió el palacio y lo convirtió en un museo de obras clásicas procedentes de Roma y de la antigua Grecia, que luego quiso donar a la Serenísima. Por aquel entonces, las estatuas más grandes estaban en el patio, pero el resto de las obras invadía las estancias.

Pasaron por un largo pòrtego magníficamente decorado e iluminado por unos ventanales y entraron en la sala de Psique, donde admiraron su extraordinario techo octagonal pintado por Salviati, y de ahí entraron en el salón de Apolo, adornado con pinturas que representaban animales salvajes, y en el salón de Calisto, completamente blanco y dorado.

Chiara admiró las habitaciones del Dux Antonio y la capilla, donde los mármoles y los estucos se entrelazaban en lujosa armonía, además de la escalinata oval, inspirada en Palladio.

—Este es el comedor —anunció Grimani mientras entraban en una sala imponente, donde la mano firme de Camillo Mantovano había pintado el techo y las paredes con un trenzado de hojas, de forma que daba la impresión de estar bajo una tupida pérgola. Entre las frondas se entreveían melocotones aterciopelados, higos arrugados de los que goteaba su dulce zumo y naranjas del color del sol; en las ramas había posados pájaros tropicales de todos los colores y formas. En el centro de la estancia, una mesa esperaba a los invitados.

—Quizá quieran visitar también la tribuna —propuso Grimani guiándolos hasta la gran sala coronada por un tragaluz de cristal apoyado sobre una cúpula artesonada que se extendía hasta las paredes llenas de nichos—. Aquí se guardaban las obras de más valor, las griegas. Mi antepasado pensó que la luz cenital las resaltaría.

Lorenzo Baffo preguntó si podía sentarse a la mesa al lado de Lelio, porque los dos jóvenes habían simpatizado al instante. Hablaban de música y a Lelio aún le costaba creer que el gran Muranello admirara profundamente sus composiciones.

—Por fin alguien compone una música moderna, que habla a la mente y al corazón. Da igual que haya estudiado durante años para imitar el gorjeo de los ruiseñores y a mantener las notas un minuto. Son simples ejercicios de habilidad. La música es algo más, es un lenguaje divino que sacude los sentimientos más profundos. Es un diálogo directo con la divinidad.

—Estoy de acuerdo —asintió Lelio—, pero no sabría expresarlo tan bien con palabras.

Muranello le dio unas palmaditas en un brazo.

—Da igual, te expresas con la música.

—Ahora que es una celebridad —los interrumpió Grimani, sentado al otro lado de la mesa—, ¿qué piensa hacer con su vida, señor Contarini?

Lelio se ruborizó.

—No me interesa la vida mundana —declaró—. No estoy acostumbrado a las fiestas ni a las recepciones, además, debido a mi desgracia… —añadió señalando la venda.

Grimani se echó a reír.

—Puede que no le interese el mundo, pero el mundo sabrá cómo sacarlo de su madriguera. Por lo demás, ¿no ha notado esta noche que, a la salida, las bailarinas, aunque también muchas señoras del público, hacían corro a su alrededor? Dicho entre nosotros, es usted un joven atractivo.

Lelio suspiró.

—Sé que no podré esconderme siempre, pero quiero pasar mucho tiempo en Bolonia, donde podré componer con la ayuda de don Gervaso. —El anciano sacerdote esbozó una sonrisa—. Lo único que cambiará es que a partir de ahora viviré en la ciudad.

—Supongo que sabrá que los bienes que Velluti adquirió con las ganancias procedentes de sus obras le serán restituidos —le informó Daniele.

—No los quiero, abogado. Ganaré más dinero, soy joven. Velluti los necesitará más, sea cual sea su destino.

—¿Quién pagará un precio mayor, Velluti o su mujer? —preguntó Guido.

—Eso se decidirá en el proceso —respondió Marco—. En mi opinión, la hermosa Caterina organizó el envenenamiento, la mujer no quería perder la riqueza que había adquirido. Quizá Matteo estaba paralizado por el miedo y recibió aliviado la idea de su mujer, quien le propuso dar un buen susto a Momo y luego recuperar de alguna forma el manuscrito. En cambio, Caterina pensó en matarlo desde el primer momento, porque sabía que la digitalina solo empezaba a hacer efecto al cabo de unas horas, de manera que todos creerían que había muerto de un ataque al corazón. Por desgracia, llegaste tú —terminó dirigiéndose a Guido.

—Y ahora Velluti se atribuye toda la culpa para protegerla —observó Daniele.

De repente, se oyó la voz del empresario, que hasta ese momento los había escuchado con atención.

—Pero ¿no era más sencillo pagar como habían hecho los demás?

—Bueno, la verdad es que Adriana Fusetti, Angela Donà y el señor Baffo pagaban una suma soportable y sus secretos solo tenían importancia para ellos. —Sonrió a modo de disculpa al padre de Muranello por haberlo sacado a colación—. Pero, por lo visto, Momo pidió a Velluti al menos diez ducados al mes. Velluti se jugaba su futuro y no sabía por cuánto tiempo podría seguir adelante con el engaño. Después, la suerte lo favoreció, porque pudo identificar a Momo, el autor del chantaje, gracias al error de escritura que este cometió.

—Es curioso cómo todo este asunto fue causado por unos errores banales debidos a la distracción: el error de Velluti fue no destruir el manuscrito original después de hacer una copia como, supongo, tenía por costumbre.

—Y el error de Momo —prosiguió Marco—: se descubrió por escribir Mattia en lugar de Matteo. Otro error fue dejar la botella de rosolí envenenado en el camerino de Adriana Fusetti. En lugar de desviar las sospechas hacia la cantante, circunscribió la búsqueda del asesino al mundo del teatro.

Grimani alzó su copa.

—En ese caso, brindo por los errores —dijo animando a sus invitados a que lo imitaran—, porque gracias a ellos se ha hecho justicia.

Tras despedirse de sus amigos, Marco y Chiara caminaron hacia la riva de los Schiavoni. Una luna llena enorme, aún baja en el horizonte, ribeteaba de plata los perfiles de las cúpulas, los campanarios y los jardines que se veían a lo lejos y se reflejaba en las aguas de la cuenca de San Marcos, inmóvil como una placa de cristal, tachonada de trémulas chispas luminosas.

Una barca de pescadores se alejó lentamente de la riva de las Zitelle, en la Giudecca, guiada por la luz de un faro. En la punta de la Dogana se oyó el canto solitario de una serenata. Esa noche Venecia desplegaba todo su encanto, ambiguo y melancólico.

—No consigo quitarme a Momo de la cabeza —dijo Chiara rompiendo el hechizo mientras se sentaba en un bolardo de amarre—. Era un personaje repugnante, una rata de alcantarilla, pero la verdad es que la vida se burló de él con crueldad. Ilusiones rotas, engaños, miseria, no le faltó de nada.

—¿Quieres decir que lo único que hizo fue recuperar lo que el destino le había arrebatado? —la interrumpió Marco.

—En cierto sentido, sí. Quizá, más que un malhechor, se considerara un justiciero y solo aspirara a tener una vida normal. En el fondo, no hizo demasiado daño a sus víctimas, solo pidió dinero a los que lo tenían. No mató a nadie.

Pisani sonrió en la oscuridad a la vez que se inclinaba hacia ella para besarla en el pelo.

—Ahora resulta que tengo que agradecerle que haya ayudado a la justicia a desenmascarar a los verdaderos asesinos —ironizó.

—¿Qué ha sido de su esposa?

—Grimani me dijo hace un rato que la visitó el otro día con la excusa de darle el pésame, porque quería conocerla. Por lo visto, ha decidido volver a su pueblo y enterrar allí a su marido. Se quedará a vivir en sus montañas, que siempre añoró. Será una viuda rica.

Chiara se levantó.

—¿Y qué pasará con los Velluti, con Zaira Orsato y con Paolo Soranzo? —preguntó.

—Matteo Velluti es, sin duda, el menos culpable de todos, lo único que hizo fue secundar a su mujer sin intervenir nunca de forma directa. Tendrá que pagar por eso y por haber robado a Lelio, pero creo que se las arreglará con unos cuantos años remando por el Adriático. El castigo de su mujer será más duro, pero no se le aplicará la pena de muerte, porque no alzó la mano contra Momo, solo lo envenenó aprovechando la debilidad que este tenía por el alcohol. Zaira Orsato pagará por haber vendido venenos y por haber causado la muerte de Cecilia Tron, aunque se tratara de un error. Por lo general, esos delitos se castigan con el exilio perpetuo. En cambio, el caso de Paolo Soranzo es distinto: mató con premeditación y por unos motivos abyectos. A ojos de los jueces, no tiene escapatoria. Pero ahora cambiemos de tema, amor mío —añadió abrazando a su prometida—. Paremos una barca y vayamos a casa.

La góndola surcaba lentamente los canales internos en dirección a la casa de Chiara, situada en los Gesuiti. La luna llena iluminaba los encajes de los ajimeces, las columnas de los liagò, el follaje de los jardines secretos, que asomaba por los muros.

El aroma de las flores se mezclaba con el olor a podrido de la laguna y a moho de los enlucidos desconchados. Una rata siguió por una fondamenta a la barca y se alejó cruzando un puente con el parapeto de mármol finamente esculpido.

Esa noche, Venecia parecía más que nunca una ciudad sombría, una ciudad fantasma, una ciudad agonizante, una espléndida orquídea nacida del agua como Afrodita y, como ella, condenada a la belleza perpetua.

Pero para Marco y Chiara esa noche era solo suya.